El concepto humanista del altépetl y la impronta nativa en las Repúblicas de Naturales novohispanas[1]
Lidia Gómez García
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México
Recibido: 1/9/2022
Aceptado: 18/9/2022
Resumen
Este artículo analiza la conformación de la República de Naturales en Nueva España como parte integrante de un proyecto geopolítico de la monarquía hispana, inspirado en el humanismo renacentista, a partir del ideario plasmado en la obra Utopía de Tomás Moro. El énfasis interpretativo de esta propuesta se centra en la conformación social del altépetl en su fase de incorporación al sistema de gobierno de la monarquía hispana, por lo que analiza sus estructuras y el proceso de traducción de conceptos políticos del náhuatl al español y viceversa. De tal manera que la conformación del altépetl novohispano y sus cuatro subunidades, organizadas a través de elección rotativa por turnos, no proviene de una tradición prehispánica sino del utopismo europeo, adaptado al sistema prehispánico de aliazas.
Palabras clave: utopía; altépetl; congregación; humanismo; alianzas.
The Humanistic concept of the altepÉtl and the Native Imprint in the Repúblicas de Naturales in New Spain
Abstract
This article analyzes the formation of the República de Naturales in New Spain as an integral part of a geopolitical project of the Hispanic monarchy, inspired by the humanism of the Early Modern State in Europe and based in the ideas expressed in Utopia, written by Thomas More. In this sense, the interpretative emphasis or this proposal focuses on the social conformation of the altépetl in its phase of incorporation into the system of government of the Hispanic monarchy, for which it analyzes its structure and the process of translation of political concepts from Nahuatl into Spanish and vice versa. Therefore, the conformation of the altépetl in New Spain, composed by four subunits organized through rotating election by turns, does not come from a pre-Hispanic tradition but rather from European utopianism, adapted to the pre-Hispanic system of alliances.
Key words: utopia; altépetl; congregation; humanism; alliances.
Lidia Ernestina Gómez García. Profesora-investigadora del Colegio de Historia-Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Estudió Licenciatura en Estudios Religiosos en la Facultad de Teología, por la Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica. Maestría en Historia en la Simon Fraser University, en Canadá. Doctora en Historia por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Líneas de investigación: Los indios en la región Puebla Tlaxcala durante el periodo virreinal. Coordina el Seminario Permanente de Náhuatl Luis Reyes García, cuyo principal objetivo es el rescate de la historia y tradiciones de los pueblos indígenas del Estado de Puebla. Colaboradora en el Seminario Internacional de Cultura Náhuatl, con universidades y centros de investigación de Europa, Estados Unidos y México (Proyecto Financiado por la Unión Europea).
Correo electrónico: lidia.gomez@correo.buap.mx
ID ORCID: 0000-0003-2874-5111
El concepto humanista del altépetl y la impronta nativa en las Repúblicas de Naturales novohispanas
La organización político-territorial de los Pueblos de Indios o República de Naturales novohispana ha sido el tema de diversos estudios en la historiografía reciente. La etnohistoria se ha centrado en la herencia prehispánica del altépetl, como unidad básica sobre la cual se organizó territorialmente el sistema político en la Nueva España. Por otro lado, tanto la historiografía como los estudios literarios han señalado que el proyecto geopolítico de la monarquía española en los territorios americanos estuvo sustentado en ideales del pensamiento renacentista (Ruiz Arias, 2012: 87-107), de profunda influencia neoplatónica tanto de las órdenes religiosas como de los juristas que arribaron a la Nueva España. En la década de 1540, el debate conocido como la defensa del indio (Quijano Velasco, 2017) llevó a los frailes y la corona a un enfrentamiento político con los encomenderos novohispanos, en el que el argumento central fueron los derechos de los naturales (Zavala, 2003: 481), que influyó de manera determinante en cómo se llevó a cabo la organización territorial, a partir de 1555, de la estructura de gobierno novohispana. El ideal de los juristas de la monarquía, entre los que sobresalen Zapata y Sandoval, Veracruz, Vitoria y Las Casas (Quijano Velasco, 2017), fue retomado por la corona y los oidores de la segunda Real Audiencia, para implementarlo en un proyecto geopolítico que tuvo como eje articulador una política de congregación de pueblos.
La fundación de pueblos de naturales y el consecuente establecimiento de repúblicas fueron procesos vinculados por el derecho hispano, cimentado en el derecho romano, que concebía la república como sociedades urbanas, ordenadas, “regidas por leyes justas, conforme a la ley natural, que persiguen la utilidad común, y en las que el titular del poder político es el pueblo” (Levaggi, 2001: 420). San Agustín, siguiendo a Cicerón, definió la república como “junta compuesta de muchos, trabada y enlazada con el amparo del Derecho, manifestando que sin la justicia no se puede administrar ni gobernar rectamente la república”. Luego añade: “Así, pues, donde no hay verdadera justicia, no puede haber unión ni congregación de hombres establecida bajo la garantía del Derecho […], sin duda se colige que allí donde no hay justicia no hay república” (San Agustín, citado en Levaggi, 2001: 422). Este estrecho vínculo entre justicia y república (derecho natural y derecho divino) es el que caracterizó el sistema de gobierno hispano establecido en territorios mesoamericanos a través de las repúblicas de naturales, en una estrategia que buscaba lo que Vasco de Quiroga denominó “mixta policía” (Herrejón Peredo, 2006: 94-95).
El sustento de organización política sobre el que se establecieron esas repúblicas era el altépetl prehispánico, institución que la historiografía (en especial la etnohistoria) ha señalado como el espacio público que mejor representa la pervivencia de las tradiciones de resistencia al dominio español hasta la actualidad (Broda et al., 2001). A pesar de que a partir de la década de 1530 y, sobre todo, de la de 1540, un número considerable de nombramientos de gobernadores y cabildos indios fueron emitidos (Huejotzingo, Cholula y Tlaxcala, por ejemplo), estas repúblicas no tuvieron la legitimidad y jurisdicción con que se les dotó a partir de la década de 1550, cuando se inició la fundación de pueblos y de ciudades a través de la congregación, es decir, el desplazamiento de población dispersa hacia centros urbanos organizados en un modelo que permitiera establecer el dominio a través de acuerdos negociados entre la Audiencia, los frailes y obispos, y la nobleza indígena (Sembolini, 2014: 302-305).
Esto nos conduce a preguntarnos por qué tuvo éxito a pesar de que hubo resistencias -tanto de españoles (Quijano Velasco, 2017) como de nativos-, y cuál fue el modelo de congregación y de fundación de repúblicas suficientemente eficiente para iniciar un cambio en la manera cómo habían sido proyectadas por los juristas españoles las ordenanzas para el gobierno en los pueblos de indios. Quijano Velasco analiza las demandas constitucionalistas y republicanas en los debates de la defensa del indio, y se pregunta “si hubo una relación entre éstas y el desarrollo de la vida política e institucional de Nueva España”, señalando el establecimiento de las repúblicas de naturales como la institución que permitió el “autogobierno, al quedar en los indígenas la capacidad de elegir a sus gobernantes, impartir justicia, administrar los bienes comunales y legislar” (Quijano Velasco, 2017: 278).
Este ensayo analiza estos modelos de altépetl y república, así como las formas de su implementación a través de incorporar prácticas y modelos de gobierno indígenas a las instituciones hispanas, entre ellas la traducción del término altépetl dotándolo de significado de república[2]. Para lograr este objetivo se atiende en primera instancia el modelo de altépetl dominante en la historiografía y la influencia que la propuesta de Lockhart (1992) ha tenido en su concepción. El segundo examina el modelo de altépetl y república de indios en la primera mitad del siglo XVI, a través de las Ordenanzas de Cuauhtinchan (en náhuatl) y la Utopía de Tomás Moro (en latín). Por último, se estudian algunas congregaciones de pueblos y la manera como en la práctica incorporaron los conceptos altépetl y república de naturales, su organización política y la apropiación de un ideario de “buen gobierno” por la nobleza indígena, que fue integrada al sistema hispano por sus méritos militares durante la conquista de Tenochtitlan, “precisamente porque en el campo de la práctica política y de las expectativas sociales sí ocurrió una rápida traducción de lo que significaba la dominación social” (Ruiz Ibáñez y Mazín Gómez, 2021: 53).
El modelo de altépetl en la historiografía a partir de documentos nahuas
Uno de los aportes de mayor trascendencia en las interpretaciones historiográficas sobre el tema del altépetl, ha sido el propuesto por Lockhart y la escuela norteamericana de traductores de náhuatl[3]. La relevancia que ha tenido Lockhart en la manera como los historiadores entienden el altépetl novohispano, nos obliga a recuperar aquellos puntos fundamentales que sustentan su propuesta a fin de analizarla. En estos trabajos, sustentados en análisis lingüísticos y filológicos, se analiza la transformación del concepto de altépetl en documentos nahuas de diversas temporalidades para, a partir de ellos, proponer un modelo de su organización interna (Lockhart, 1992; 1999). Al inicio de su estudio, Lockhart postuló su interpretación sobre este término: “At the heart of the organization of the Nahua world, both before the Spaniards came and long after, lay the altépetl or ethnic state” (Lockhart, 1992: 14). La equivalencia que establece Lockhart entre el concepto altépetl y “Estado étnico”, la concibe como una continuidad desde el periodo prehispánico hasta el novohispano. Dicha postura abrevia la manera como Lockhart entiende la territorialidad del sistema político novohispano, al que considera sobrepuesto a una estructura político-territorial prehispánica: “Preconquest empires were conglomerations in which some altépetl were dominant and some subordinated, but the unit either given or receiving tribute was always the altepetl” (Lockhart, 1992: 14). De acuerdo a esta interpretación, el sistema político prehispánico estaba constituido por imperios o conglomeraciones jerarquizadas de altepeme, que eran las unidades básicas. Todo lo que los españoles desarrollaron territorialmente fuera de sus propios asentamientos (ciudades con república de españoles), en el siglo XVI, retomó la forma pre-existente de organización del altépetl y la trasladó a las nuevas estructuras del virreinato, debido a las similitudes entre ambos sistemas políticos: “The extend of their success depended precisely upon the acceptance and retention of indigenous elements and patterns that in many respects were strikingly close to those of Europe” (Lockhart, 1992: 4). Lockhart incluye en esta territorialización de instituciones hispanas, constituidas sobre unidades del altépetl, a la encomienda, parroquias, repúblicas de indios y las primeras jurisdicciones administrativas tales como las Reales Audiencias y corregimiento (Lockhart, 1992: 14; 1999b: 102-106).
Al analizar la organización de estas unidades, el autor señala que el altépetl prehispánico estaba compuesto por tres elementos: 1) territorio, 2) conjunto de partes constitutivas (usualmente un número determinado) con su nombre propio, y 3) un gobierno dinástico representado por el tlahtoani. Esta forma de entidad política y territorial, de acuerdo a Lockhart, estaba conformado por subunidades “relatively equal, relatively separate and self contained”, integradas mediante una disposición simétrica del número de subunidades constitutivas, que compartían igualitariamente una relación con un referente común (centro), y una rotación ordenada y cíclica en el ejercicio del poder (Lockhart, 1992: 15). Dicha composición podía ser simple o compleja. El altépetl básico estaba compuesto por varias subunidades, que Lockhart identifica como calpolli, aunque reconoce que también se usa el término tlaxilacalli, las cuales estaban organizadas generalmente en números pares, cada una con su nombre, una deidad o advocación devocional, y un gobernante o tlahtoani. Cada subunidad poseía una porción de territorio del altépetl exclusivamente para el uso de sus habitantes. De acuerdo con Lockhart, algunos de estos calpolli fueron producto de escisiones previas, y se consideraba un ente político en sí mismo, compartiendo un orgullo local al grado de constituir “microcosmos” del altépetl (Lockhart, 1992: 17). Cada uno de estos sub-territorios estaba dividido en casas, etnias o linajes, con su representante o líder. Cada calpolli contribuía, como entidad autónoma, en servicio y especie (un tipo de tributo) al altépetl al cual estaba adscrito, aunque en tiempo de guerra luchaban como aliados.
De acuerdo con Lockhart, las obligaciones de trabajo comunitario se distribuían de manera rotativa, cuya principal característica era que nunca fuera alterado dicho orden, cíclica en tiempo, pero con un ingrediente de jerarquía perfectamente establecido (que dependía de preeminencia establecida por antigüedad en algunos casos). Tributo y servicio personal de todos los calpolli eran rendidos antes que nada al tlahtoani, por lo que los calpolli se rotaban para asistir a tal servicio. Sin embargo, para Lockhart queda menos claro cómo se había establecido el sistema de sucesión en los cargos de poder en el periodo prehispánico. En la época novohispana el acceso era por turnos rotativos, en donde uno de los nobles de cada calpolli asumía el mando de una manera sucesiva según su ubicación en referencia a un centro común, en orden rotativo, que invariablemente seguía el sentido de las manecillas del reloj o bien el contrario (Lockhart, 1992: 17-20).
Por lo tanto, el centro era el punto focal que concentraba el espacio común y público, donde se asentaba el poder de todos los calpolli o subunidades, que se asumía regularmente en periodos cíclicos por cada uno los calpolli, según su turno. En ese sitio se expresaba la unidad por medio del establecimiento del mercado y el templo, donde se adoraba la deidad central de todo el altépetl. Este lugar común a todos los calpolli era el asiento del tlahtoani, y los gobernantes de las subnunidades se reunían a tratar asuntos públicos y de sus representados (Lockhart, 1992: 17). El templo, sin embargo, era atendido por todos los habitantes del altépetl de manera rotativa y cíclica, quienes se turnaban para el servicio en fiestas, rituales y trabajo, de la misma manera que hacían con el tlahtoani, ya que asumían la deidad venerada en ese centro común en un sentido similar al del gobernante, es decir, como representante de todos y cada uno de los calpolli. Los sacerdotes de dicho templo eran nobles cercanos al tlahtoani. Este centro estaba compuesto por el templo, el mercado y el palacio, “representing a considerable force towards nucleation” (Lockhart, 1992: 19). No obstante, Lockhart reconoce la ausencia de ciudades dominantes de poder centralizado: “Yet a dominant central city was not really compatiblewith the principles of altepetl organization” (Lockhart, 1992: 19). Al respecto, Lockhart afirma que los españoles pensaron de esta unidad compleja como pueblos cabecera con sus sujetos, mientras que los nahuas pensaban en el altépetl, “but both conceptions embraced exactly the same territory, population and local figures of authorithy. The secret of the Spaniards was to leave the internal operation of the altepetl to itself” (Lockhart, 1999b: 102).
Este modelo de altépetl, postulado por Lockhart, interpreta a dicha entidad política como compuesta por calpolli, entendidas como subunidades autónomas e independientes pero sujetas a una misma jurisdicción colectiva, que se turnaba derechos y obligaciones de manera cíclica y rotativa según su disposición territorial alrededor del centro común (Lockhart, 1992: 19-20). Los calpolli estaban dispuestos en general en números pares, siendo los más cercanos los que se conglomeraban alrededor del centro, creando la imagen de lo que los españoles entendían como ciudad, pero en realidad eran subunidades con los mismos principios organizativos que los periféricos. Dicha organización, afirma Lockhart, fue asumida por los españoles como sinónimo de ciudad cabecera, interpretando a los calpolli más alejados como pueblos sujetos, según la estructura política novohispana (Lockhart, 1992: 20). La misma forma organizativa se reproducía al interior de cada calpolli (aunque Lockhart no profundiza al respecto), al igual que en agrupaciones de varios altépetl, creando lo que Lockhart denomina altépetl complejo (Lockhart, 1992: 20). En este modelo ampliado, la congregación de varios altépetl constituía un “Estado” (tlayacatl), pero seguía el formato de organización en números pares que compartían derechos y responsabilidades de manera colectiva, cíclica y rotativa, donde la conglomeración de altepeme no cedía el poder a un solo tlahtoani sino que cada altépetl conservaba su propio gobernante.
Treinta años antes a esta propuesta interpretativa, en la década de 1960, otro estudioso de documentos nahuas había sentado precedentes historiográficos sobre la historia prehispánica, cuyos postulados siguen aún rigiendo las interpretaciones sobre este periodo, especialmente con su propuesta del término “mesoamérica” aún vigente en la literatura académica en las humanidades y ciencias sociales. Kirchhoff describió el concepto de altépetl compuesto como un modelo distinto al de Lockhart (Kirchhoff, 1963: 257-259; Reyes García, 1988)[4]. Para Kirchhoff, la multietnicidad era la característica principal de las agrupaciones político-territoriales que componían al altépetl prehispánico, cuyo gobierno se organizaba a través de alianzas (tanto militares como matrimoniales) que se pactaban en forma de servicios y tributos. Eran estas coaliciones multiétnicas el principal factor de unidad en la conformación del altépetl. Reyes García abunda en esta interpretación al considerar que, en el sistema novohispano, el término corresponde a diversas realidades, tanto a la unidad político territorial denominando “pueblo”, como a sus habitantes, sus autoridades, o bien a un grupo étnico: los cholultecas o popolocas (Reyes García et al., 1996: 11.). Por ejemplo, para nombrar a la ciudad de México Tenochtitlan se usaba en náhuatl el término huey altépetl (gran pueblo), y altépetl para denominar cada uno de los cuatro barrios o secciones que lo conformaban. En el caso de Cholula, tanto la ciudad cabecera de partido como el pueblo sujeto de San Andrés Cholula, eran denominados altépetl, aunque este último era traducido en documentos españoles oficiales como barrio (Carrasco, 1971). De igual manera, el término se usó para denominar a las autoridades de algún altépetl o tlaxilacalli, como representantes de ese lugar, o también para mencionar a las autoridades de la república de indios en su conjunto.
Tanto Lockhart como Kirchhoff y Reyes García analizaron extensos corpus documentales nahuas. En el caso de los dos últimos, estudiaron también evidencia arqueológica y pictogramas. Ello podría explicar las coincidencias en señalar al altépetl como la unidad política básica y, a la vez, las diferencias en cuanto a la interpretación y modelo del concepto. Si observamos con detenimiento las fuentes que analizaron estos tres investigadores podemos observar que Lockhart tradujo mayoritariamente documentos posteriores a 1555, porque son los que más abundan (Lockhart, 1992; 1999b), mientras que Kirchhoff y Reyes García privilegian el análisis profundo y pormenorizado de documentos y evidencia física previos a esa fecha, aunque sustentados en estudios de extensos corpus de manuscritos y códices generados posteriormente (Kirchhoff et al., 1989).
El principal corpus estudiado por Kirchhoff y Reyes García fue el generado en Cuauhtinchan, elaborado en la década de 1540, como consecuencia de negociaciones y conflictos internos entre tlahtoque de distintos grupos o pueblos. Fue el caso de Cuauhtinchan contra Tepeaca, frente a los acontecimientos posteriores a la caída de Tenochtitlan, por lo que recurrieron a prácticas prehispánicas que incluían elementos del nuevo sistema de poder, en particular la grafía latina incorporada a documentos pictográficos. Ello no implica que dichos documentos hayan sido presentados como evidencia tanto ante los jueces indios (Reyes García, 1988: 18) como las autoridades novohispanas[5], sino que en esta etapa temprana dichas evidencias no eran motivadas por conflictos de tierras con los españoles en tribunales, aunque era evidente una incipiente adecuación a los requerimientos de las instancias de justicia hispanas, como informó el virrey Antonio de Mendoza a Luis de Velasco: “y como los más de los negocios se averiguan de plano y por sus pinturas, no queda razón más que la memoria del que despacha, y había gran confusión. Para remedio de esto yo proveí que se tuviese un libro en que se anotasen todas las averiguaciones” (Lira González, 1995: 771)[6]. Esta decisión de adecuar los procedimientos de justicia para incorporar las “pinturas” como evidencia jurídica -por los oidores de la segunda Real Audiencia (particularmente Vasco de Quiroga)- respondió a la realidad de la práctica política nativa.
La trascendencia de estas mutuas incorporaciones representa una transformación fundamental en la forma de gobierno al interior de la población nativa y su relación con las autoridades españolas: la congregación de pueblos fundados en la institución político territorial del altépetl prehispánico, traducido en términos de república. Esta política, impulsada por un proyecto geopolítico hispano a partir de la llegada de la segunda Real Audiencia (1530), tenía como marco una serie de acontecimientos ocurridos en Europa y que enfrentaban al emperador Carlos I de España (Carlos V) con circunstancias apremiantes. Su implementación en Nueva España tuvo un impacto de enorme trascendencia para la organización política de los pueblos nativos. Por ello es de particular importancia detenerse a estudiar la implementación de estos modelos, sus fundamentos y alcances, a fin de comprender cómo fue posible su ejecución. A este tema dedicamos el siguiente apartado.
Vasco de Quiroga y Tomás Moro en la definición político-territorial del altépetl como República de Indios
A nivel ocupación, el altépetl prehispánico era esencialmente territorial y soberano. En referencia a estas unidades territoriales se organizaban las estructuras políticas, ya fuera conformando confederaciones como la de Tlaxcala con cuatro señoríos, o los tres de la Triple Alianza en México Tenochtitlan, en las cuales algunos altépetl eran dominantes y otros subordinados, como ha señalado Lockhart (1992: 15-17). Sin embargo, no hay acuerdo entre los historiadores sobre la definición del concepto político de altétpetl.
Esta confusión proviene desde los primeros intentos por traducir el término altépetl a conceptos del sistema jurídico hispano. Molina (1571)[7], el más importante intérprete y gramático en conformar un diccionario para apoyar labores de evangelización y gobierno, tradujo altépetl como “lugar e pueblo”, “pueblo de todos juntamente” y como “rey”. En su traslado al náhuatl del término hispano “pueblo”, registra diversas acepciones que diferencian niveles jerárquicos: “pueblo de gente menuda” (macehualli), y necesitó recurrir a difrasismos como cuitlapilli atlapalli (cola ala) o yman ycxi yn altepetl (mano y pie del altépetl) que tradujo como barrio (Reyes García, 2000: 40). Es manifiesta la complejidad en tratar de hacer corresponder el núcleo del sistema político nahua a la estructura jurídica castellana, lo que requiere definir niveles de entidades políticas. Para Cunnil, “al crear correspondencias entre dos lenguas distintas, la traducción tiende a esconder o, al menos, a minimizar la existencia de divergencias en el conjunto de referencias y de conceptos vinculados por los términos de dos idiomas equiparados” (2018: 119).
Resulta notoria la manera como Molina identifica la fuerte vinculación entre gobernados, gobernantes y territorio, equiparando el término altépetl con el de rey al mismo tiempo que con pueblo de todos (autoridades y gobernados) o incluso el asentamiento territorial: “lugar e pueblo”. Lo cual parece ser natural cuando se trata de buscar equivalentes en náhuatl de un concepto bien conocido y definido en el sistema político hispano, que hacerlo del español al náhuatl donde eran menos claras las diversas categorías que podrían ser identificadas como similares. En ese sentido, más complejo fue traducir el término “pueblo” al náhuatl, ya que se evidencian diversos niveles de jerarquía en el sistema de poder, pero unidos políticamente. Este fue un factor relevante en el proceso de congregación de pueblos y conformación de repúblicas hacia la segunda mitad del siglo XVI, ya que
“fue el resultado de dos tendencias convergentes: por un lado, los españoles trataron de conocer los cargos de gobierno maya para sustentar en ellos la legitimidad de los oficios capitulares hispanos que pretendían introducir en la provincia: por otro lado, los mayas reinterpretaron las instituciones hispanas a la luz de sus propias tradiciones políticas” (Cunill, 2018: 119).
La política de congregación de pueblos tomó como referente la organización a partir de unidades geopolíticas, la cual concordaba con el concepto nahua de altépetl, en el sentido de que cada unidad se consideraba diferente e independiente de las otras. Sin embargo, el término español implicaba una centralización sociopolítica, jurídica y administrativa, mientras que en náhuatl, sin negar que el significado de centralización fuera importante, éste no era esencial para la organización sociopolítica (Lockhart, 1992: 17-19). El modelo nahua para la constitución de unidades políticas, sociales o económicas era a través de series de subunidades, separadas unas de otras, que mediante un sistema de alianzas constituían una unidad mayor.
Como hemos señalado, Lockhart afirmó que la organización del altépetl provenía desde el periodo prehispánico (Lockhart, 1992: 14), postura que no es compartida por Gibson en el caso de Tlaxcala (Gibson, 1991: 32-35). Lo que resulta evidente en la documentación de los archivos es que, a partir de la primera congregación de pueblos en la década de 1550, las subunidades del altépetl se dispusieron en grupos de asentamientos (generalmente cuatro) alrededor de un “centro”. Dicha organización implicaba que cada pueblo sujeto a una cabecera política fuera a su vez altépetl de otros tlaxilacalli, manteniendo la posibilidad de agregarse o segregarse de acuerdo a un modelo que dotaba a cada unidad de la misma organización original. Tal sistema emanaba de un mecanismo político de alianzas sustentado por acuerdos de servicio vigente desde épocas prehispánicas, que podía ser de guerra o de tributo, y en el periodo novohispano de asistencia en obras públicas, fiestas y organización de tareas colectivas. Es decir, la traslación del término altépetl al sistema político hispano no fue una incorporación equiparada, sino que su construcción se fue gestando a partir de conceptos locales que compartían ciertos elementos en común con el modelo de gobierno propio de la Monarquía Hispánica. El principal de ellos provino del “buen gobierno”, es decir el gobierno legitimado a través de la moral cristiana cuyo principal elemento integrador fue la justicia social (Pardo Molero, 2017: 13).
La elección de autoridades a través del voto en un sistema rotativo por turnos entre las diversas subunidades es el ejercicio de justicia social más relevante de esta coincidencia entre el concepto de altépetl y república. Si bien ha sido considerado por los historiadores como pervivencia a la cultura política prehispánica de la alianza (Lockhart, 1992: 17-19), tanto las Reglas y Ordenanzas para el gobierno de los hospitales de Santa Fe de México y Michoacán (Quiroga, 1939) como las Ordenanzas de Cuauhtinchan (Reyes García, 1972), nos indican que la organización en cuatro subunidades alrededor del centro y las prácticas de acceso al poder de forma alterna y por turnos fueron establecidas en el siglo XVI por las ideas humanistas de los frailes y juristas de la escuela de Salamanca.
Entre los utopistas del siglo XVI, se encontraba el primer obispo fray Juan de Zumárraga, quien tuvo en su biblioteca una copia impresa en Basilea en 1518, de la Utopía de Tomás Moro (1518) que, de acuerdo con Zavala, fue anotada por el propio virrey, ofreciendo importantes datos de cómo fue interpretada para poder aplicarse al caso novohispano temprano (2003: 182-483). Asimismo, las afinidades del virrey con otros utopistas indianos, destacando Vasco de Quiroga, revelan que la lectura de Utopía en Nueva España era extendida. Así lo corrobora la emisión de las Ordenanzas de Cuauhtinchan (Reyes García, 1972), escritas en náhuatl por un fraile franciscano, que muestran que el humanismo estaba ampliamente aplicado, no solo leído, en los programas de los evangelizadores y de las autoridades virreinales.
Vasco de Quiroga impulsó la práctica de elección de gobernador de república en pueblos de indios desde el año de 1532, en que fundó el primer pueblo hospital, inspirado por la doctrina política de la Utopía de Tomás Moro: “todos los años, cada grupo de treinta familias elige su juez” (Herrejón Peredo, 2006: 90). En su ejecución y posterior desarrollo, este sistema de votaciones se fue modificando de acuerdo con las tradiciones nativas. Los antiguos tlahtocayo estaban constituidos por un conjunto de asentamientos dispersos, de tamaño e importancia variable, y jerarquizados en su vínculo de preeminencia frente a los demás. Cada uno con su propio gobernante, tlahtoani, pero subordinados e interrelacionados a diversos niveles con uno de los señores que, siendo el de mayor rango, regía sobre los demás (Martínez, 1984: 24-25). Por este motivo un tlahtoani podía tener tierras y jurisdicción sobre los macehualtin que laboraban en ellas, pese a estar asentadas en la jurisdicción de otro altépetl. Esa es la razón por la cual no parecía haber límites entre diversos altepeme. Las relaciones de subordinación eran constantemente cuestionadas y negociadas, generando conflictos y resoluciones de acuerdo al poderío que uno de los señores lograba consolidar por sobre los demás. Cada cacique o tlahtoani de una subunidad era el pater familia identificado con derecho a voto en el sistema establecido por Vasco de Quiroga y los franciscanos. De esta manera se fue fraguando paulatinamente una traducción del término altépetl al de república.
Las ordenanzas para el gobierno de los pueblos hospitales señalaban que debían efectuarse las elecciones de manera rotativa entre las subunidades (generalmente cuatro parcialidades) que componían los pueblos congregados y que conformaban un pueblo o altépetl: “los padres de cada familia […] divididos en cuatro partes o cuadrillas, de cada cuadrilla el suyo […] elegirán en todo su entender el más hábil, útil y suficiente […] elijan por votos secretos uno de los tales cuatro” (Quiroga, 1939: 233-234), y añade que se debían elegir además cada año los regidores por turno rotativo: “la elección de los tales oficios, ande y ha de andar por todos los hábiles para ellos, igualmente por su rueda” (Quiroga, 1939: 235). La fundación de los pueblos hospitales estuvo conformada por cuatro partes constitutivas del altépetl que fraguaron claramente el modelo utópico de la república de naturales novohispana.
Al igual que las ordenanzas de Vasco de Quiroga, las Ordenanzas de Cuauhtinchan, redactadas en náhuatl y atribuidas a fray Francisco de Navas, reglamentaban en 1559 (ya congregados los pueblos) las elecciones anuales de gobernador, alcaldes y regidores para “el servicio, la vida correcta, y la buena policía del pueblo” (Reyes García, 1972: 255). En ambos casos, les precedía una misa a la que debían asistir todos los sufragantes. La inspiración humanista de la Utopia de Tomás Moro quedó de manifiesta al señalar las subunidades (tecuihtlatoloya) electoras de gobernador, alcaldes y regidores, es decir, la república. La redacción del documento tiene el formato de una Real Cédula: “Yo el virrey y gobernador de las Indias” (Reyes García, 1972: fol. 1v, 253), aunque modificado según la legislación hispana y la naturaleza del Real Patronato de la iglesia novohispana, que acreditaba a los religiosos y obispos en asuntos de gobierno (Herrejón Peredo, 2006: 91).
De esta manera, el altépetl que analiza Lockhard como unidad básica de poder de herencia prehispánica correspondió a la definición de “pueblo” acorde al ideal humanista inspirado en la Utopía de Tomás Moro. Incluso la integración de sus respectivas subunidades constituidas por los pueblos congregados, que fueron denominados “barrios” en el sistema novohispano, sustituyendo de manera parcial los modelos territoriales de poder prehispánicos. Fueron identificadas algunas veces como tlaxilacalli (grupo de casas o familias) y otras como tlacayatl, parcialidades o barrios. De las Ordenanzas de Cuauhtinchan podemos concluir que los tlacayatl conforman una parcialidad (barrio), mientras que los tlaxilacalli forman parte de ese tlacayatl (Reyes García, 1972: 250). Interpretadas como calpulli por Lockhart[8], estaban organizadas en números mayoritariamente pares (generalmente cuatro). Un modelo par estaría representado por los cuatro barrios de la Ciudad de México Tenochtitlan o los cuatro señoríos de Tlaxcala. Ejemplo de los impares son los cinco grandes barrios antiguos de San Pedro Cholula, agrupados en cuatro subunidades duales: Santiago Mizquitla-San Matías Cocoyotla, San Juan Techpolco-San Cristóbal Tepontla, Santa María Xixitla-La Magdalena, y San Pedro Tecamac-San Pablo Mexicaltzinco; y el centro: San Miguel Tianguisnahuac (Carrasco, 1971). En todos estos casos, los llamados barrios fueron a su vez cabecera, ya que tenían bajo su jurisdicción altepeme de menor jerarquía, como es el caso de Santiago Mizquitla en Cholula, que tenía como pueblos sujetos a San Juan Cuauhtlancingo, Santa Bárbara Almoloya y otros más.
Dichas unidades básicas corresponden a lo que Lockhart ha interpretado como “altépetl complejo”, con la diferencia que se constituyeron al momento de la congregación y fundación de pueblos, integradas así al sistema de repúblicas novohispanas y no precisamente a una organización político territorial prehispánico. Estaban constituidas por una cabecera que se conforma de subunidades, las cuales a su vez eran una jurisdicción con altepeme sujetos, cada uno con sus respectivos barrios (Kirchhoff, 1963: 257-259; Reyes García, 1988; Lockhart, 1999: 36). El pueblo de más alta jerarquía poseía la categoría de “ciudad” o “pueblo cabecera”, o bien, “barrio cabecera”, y las unidades básicas que componían la unidad compleja fueron llamadas “pueblos sujetos” o “barrios” (Lockhart, 1999: 36-42)[9]. Al interior de cada una de estas entidades básicas estaban constituidos los tlaxilacalli, que fueron microcosmos del altépetl, y como tales reproducían internamente el sistema aliancista de las prácticas políticas prehispánicas.
De esta manera, el modelo de poder prehispánico fue trasladado, negociado, interpretado y modificado, tanto en la organización como en la conformación de “un asentamiento humano con un gobierno de autoridades indígenas reconocido por el virrey” (Tanck de Estrada, 2005: 21). Para lograr este objetivo, los pueblos de indios requerían de territorio (tierras), potestad para gobernarse de acuerdo a los criterios de policía y urbanismo, y autoridades nombradas en concordancia con el sistema mencionado. Estos requisitos conformaron paulatinamente la noción de “buen gobierno” que articuló el proceso de integración de los conceptos altépetl y república con una variante fundamental: la de cargos de iglesia y obligaciones para el ornato del culto divino. Ese fue el caso del oficio de “presbítero rector” (Herrejón Peredo, 2006: 91), y del de mayordomo o fiscal de iglesia, encargado de la iglesia y la dignidad del culto divino. Fue así que en el juicio de residencia de Vasco de Quiroga, al dejar su oficio de oidor de la Real Audiencia en 1536, los 35 testigos de descargo declararon que “en ninguna parte del reino se había visto florecer la justicia, la caridad y demás virtudes cristianas como en los hospitales de Quiroga” (Durán Márquez, 2019: 81).
La identificación de la figura jurídica equivalente al concepto de pueblo fue un altépetl interpretado de acuerdo a la propuesta de Tomás Moro, que aglutinaba otras subunidades (pueblos sujetos y barrios), en cuyo centro se ubicaban también los edificios principales y espacios públicos, el tecpan o casa real, el templo y el mercado o tianguiz (Lockhart, 1999: 17-20). Este esquema era reproducido en cada barrio o pueblo sujeto, en diversa escala según su preeminencia. El equilibrio entre estas fuerzas, considerando la multietnicidad que las caracterizaba, sumamente frágil y cambiante, tuvo en la república la instancia política que permitió establecer un sentido de justicia social.
En este contexto, la diversidad étnica y la calidad jurídica de pueblo fueron debidamente representadas en el esquema de poder, establecido por la tradición prehispánica de las alianzas y adecuada a los requerimientos jurisdiccionales del sistema novohispano. En este sistema de acceso al poder, la legitimidad debía ser continuamente negociada para asegurar las elecciones entre los nobles de cada subunidad, y adecuarse a los cambios que se iban fraguando de manera natural en la diaria convivencia. La diversidad étnica, así como su organización estructurada territorialmente, puede ser fácilmente identificada por los nombres de los barrios que constituían los pueblos. En Cholula había un altépetl llamado San Bernardino Tlaxcalancingo que nos refiere a la calidad étnica de los tlaxcaltecas que lo habitaban, así como San Pablo Mexicaltzingo habitado por los mexicas. Ambos compartían el derecho a formar parte de la República de Indios (CARRASCO, 1971; Olivera, 1971).
Esta organización muestra lo relevante de los centros urbanos como ejes políticos y económicos, impulsados por el proyecto geopolítico de la monarquía, ya que permitieron la reproducción de antiguas prácticas prehispánicas, interpretadas bajo el esquema de república, adicionada con elementos humanistas de Utopía, posibilitando así la incorporación formal del territorio al sistema político novohispano. En ese sentido, resulta relevante confirmar la noción de poder del Antiguo Régimen, como estado jurisdiccional, que tuvo en la Nueva España una implementación que, según el modelo de las monarquías compuestas, permitió cierta autonomía a las repúblicas de naturales (Fioravanti, 2004). La territorialidad del sistema de justicia sólo pudo ejecutarse a través de las repúblicas, y el sistema jerarquizado de pueblos cabecera y sujetos. Fue este sistema el que permitió a los indios sentirse retribuidos, insertos en el sistema de justicia, a través de acciones de gobierno de su autoridad más inmediata.
El modelo de altépetl adaptado a la república
Al comparar las estrategias del proyecto geopolítico de la monarquía con las condiciones político-sociales del sistema aliancista mesoamericano, es posible encontrar como referente común en ambos casos la relevancia de fundación de repúblicas, pueblos y ciudades, interpretados jurídicamente como altépetl, símbolo de alianza y mecanismo de poder. Esto nos permite comprender por qué los nombramientos de gobernadores indios previos a este proceso de congregación no lograron cumplir con los objetivos en el establecimiento de policía, gobierno y justicia, como veremos en este apartado.
En medio de intensos debates sobre la naturaleza jurídica del indio, la esclavitud por derecho de guerra, y el derecho de la encomienda, se estaba gestando un proceso de negociación para adaptar las instituciones nativas y españolas al ejercicio del poder, con el fin de establecer jerarquías de mando capaces de dar viabilidad al régimen hispano. Uno de los acuerdos fue el reconocimiento de la autoridad de los nobles indígenas frente a sus macehualtin, pero en especial ante los pipiltin o indios principales bajo su poder, lo que requirió equiparar la figura jurídica de república con la de altépetl. La incipiente estrategia implementada en los albores del virreinato fue el nombramiento de gobernadores y oficiales en diversos pueblos, no por medio de elecciones sino de designaciones, como sucedió en el caso de los que realizó Hernán Cortés en Veracruz o Tepeaca.
A partir de 1530 y 1540, con las diferentes fundaciones y designaciones de cabildos, como fue, por ejemplo, en Tepeaca, Huejotzingo y Tlaxcala, aún no se concretaban las ordenanzas para el gobierno indio. A pesar de que en 1539, a solicitud del gobernador de Tepeaca, don Hernando, se emitió el Aranzel y ordenanzas para los gobernadores, alcaldes y alguaciles indios (Reyes García, 1985: 17), su aplicación no pudo ser concretada debido, entre otras cosas, a la indefinición de las funciones específicas de los oficiales de república, motivo que explica que el propio tlahtoani nahua hubiera solicitado este documento[10]. Como encargados de administrar justicia, pese a que los nobles caciques no tuvieron una jurisdicción establecida ni el sustento jurídico para garantizar su legitimidad, mucho menos para juzgar causas o aplicar correctivos, los oficiales de cabildo no podían cumplir con lo que se les encomendaba: “que el indio o india que después de cristiano idolatrase o llamase a los demonios u ofreciere copal y otra cosa, sea preso, azotado y trasquilado, por la primera públicamente; por la segunda, remitido a la Audiencia con información” (Reyes García, 1985: 15). Implementar estas medidas en poblaciones aún en proceso de evangelización, so pena de deslegitimar su oficio ante sus gobernados si lo cumplía estrictamente, sin una jurisdicción definida y sin la estructura de gobierno, sólo podía producir un resultado: el abuso. Lo cual produjo problemas tan complejos que el virrey Antonio de Mendoza consideraba que las fundaciones de república no eran una opción.
El arribo de los juristas y hombres letrados de la segunda Real Audiencia, había iniciado un proceso de establecimiento de repúblicas en pueblos de indios que, a la larga, sería la que se implementaría en el proceso de congregaciones. En agosto de 1531, los oidores informaron a la corona acerca de encomiendas, corregimientos y “la población nueva”, enlistando de esta manera sus actuaciones en cumplimiento de las instrucciones recibidas por la corona. En ese mismo reporte mencionaban que se habían llevado a cabo “ensayos de repúblicas e policías para ver si acertamos en alguna para perpetuidad de esta tierra, que fuese sin encomendar indios” (Castro Morales, 2015: 471). Se referían con ello a los proyectos de fundación que, paralelamente, los oidores también iniciaron tanto de ciudades de españoles como de indios con objetivos similares al de Puebla de los Ángeles, como la Villa de Santa Fe o el pueblo de Santiago de Querétaro. Otros se concretaron años más tarde, como el traslado de la ciudad de Michoacán (de Tzintzuntzán a Pátzcuaro) que se concretó en 1538 (Martínez Baracs, 2005: 265-266; Paredes Martínez, 2010: 38), estos últimos ya durante la gestión del virrey Antonio de Mendoza.
Dicha experiencia temprana en Nueva España, de fundación de “repúblicas de españoles y de indios”, tiene su mejor evidencia en estos primeros ensayos, cuyo objetivo era establecer “cristiandad, policía y república concertadas” (Castro Morales, 2015: 470). Esta circunstancia permite afirmar que el proyecto prioritario no fue exclusivamente el de fundar ciudades y pueblos, del cual había amplia experiencia en el sistema jurídico hispano y antecedentes en la Nueva España; como el caso de la villa de la Veracruz y ciudad de México-Tenochtitlan. Más bien el carácter de “ensayo” proviene de dotar de personalidad jurídica a esas fundaciones mediante el sistema de repúblicas, entendidas como cuerpos capitulares locales para el gobierno autónomo (sin privilegios señoriales de las encomiendas), establecidos concretamente para retomar el control del tributo, tanto de las manos de encomenderos como de nobles indios, y de asegurar la evangelización. Para este momento (1531), la corona apenas había iniciado el proceso de recuperar el derecho a nombrar regidores en las repúblicas de españoles, privilegio que se había concedido a Hernán Cortés y al cual se había negado a renunciar.
En contraste, los pueblos hospitales fundados por Vasco de Quiroga parecían marcar un modelo que, en un ambiente de conflicto entre autoridades virreinales y encomenderos, procuraba la defensa de los derechos del indio al mismo tiempo que aportaba instituciones de gobierno capaces de recaudar tributo, evangelizar y administrar justicia. Los frailes franciscanos vieron en ese modelo la posibilidad de establecer como política las congregaciones y fundaciones de pueblos para proteger a los indios y facilitar el proceso de evangelización. Informes como el de la Suma de Visitas, en 1547, no dejaban duda sobre las realidades que se enfrentaban: en Cholula se observó que no había límites entre pueblos y que los habitantes de un altépetl vivían y labraban la tierra en otro, por ser macehualtin de un tlahtoani distinto: “Estos indios están muy mezclados y no tienen términos partidos” (Reyes García, 2000: 105).
Un año antes (1546), se había emitido un mandamiento donde se detallaba la manera de hacer las congregaciones en acuerdo con la Real Audiencia, los obispos, los frailes y las autoridades nativas. No obstante, don Antonio de Mendoza no consideró ser ésta una medida eficiente y, por lo tanto, no la llevó a cabo. Las primeras congregaciones no se iniciaron hasta 1551, y no se concretaron de manera amplia hasta mediados de la década (Semboloni Capitani, 2014, pp. 305-307). Con las fundaciones de república fueron establecidos los límites jurisdiccionales y, sobre todo, el sistema mediante el cual había una jerarquía de pueblos, los pueblos cabecera y los que quedaban sujetos a esas nuevas jurisdicciones, además de la organización territorial y política interna.
No todo se limitaba al momento fundacional de las repúblicas, hubo resistencias, negociaciones y acuerdos locales entre frailes y caciques durante un largo tiempo. Ese fue el caso de la impulsada, en 1559, por el propio fray Juan de Alameda con el gobernador de Cholula, don Francisco Sesatzin y su cabildo, entre quienes destaca don Blas de San Francisco, alcalde. La asamblea incluyó a todas las autoridades nativas, pipiltin tlahtoque, ante quienes fray Juan de Alameda presentó una solicitud para que se dotara de tierras a los macehualtin de San Andrés Cholula, y así evitar que anduvieran dispersos y sin policía[11]. Este acuerdo, escrito en náhuatl por el escribano de cabildo, incluye al regidor de la subunidad de la jurisdicción de Cholula, el regidor de San Francisco Acatepec, Bernardino Çacatzin y su hermano el cacique don Francisco Çacarzin. Es notorio que se designe a la ciudad de Cholula como huey altepetl Cholollan, mientras que San Francisco Acatepec es considerado altépetl. No debe olvidarse que este pueblo era sujeto a San Andrés Cholula, que en ese momento era un barrio cabecera de la ciudad de Cholula. Los documentos no siempre concuerdan en cómo designar a los distintos niveles de gobierno, es decir, ni se denomina de igual manera a un nivel de gobierno. En este caso, Cholula suele identificarse como ciudad, pero a los barrios cabecera se les designa como altépetl cabecera, y hay subunidades denominadas hasta el nivel de tlaxilacalli.
La solicitud de dotación de tierras al gobernador y no al corregidor español resulta sorprendente. Sin embargo, es síntoma de lo que ocurría con regularidad, los frailes negociaron directamente con los caciques. A tal grado que les trajo consecuencias en la década de 1560, cuando arribó a Nueva España el visitador Valderrama, quien acusó a los frailes de “querer ser señores absolutos de todo y disfrutarlo como lo han hecho”, señalando el daño al erario real que resultaba de exentar a artesanos, músicos, cantores, tañedores, albañiles, carpinteros y encargados del ornato del culto divino, por el beneficio que recibían con su trabajo (Reyes García, 1972: 246).
Podemos observar, por otro lado, que la petición de fray Juan de Alameda incluye al hermano del regidor como autoridad, es decir, se manifiesta la tradición de linaje pese a no haber sido electo como oficial de república. Los cargos de república incluyeron una serie de funcionarios que no corresponden con los de autoridades hispanas. La más notable de todas es la de los oficiales de república en activo y los anteriores, una especie de cabildo extendido. Además hubo una serie de cargos que paulatinamente fueron desapareciendo, aunque algunos subsistieron hasta el siglo XIX o se perpetúan en los fiscales de iglesia actuales. Oficios como Macuiltecpanpixque, Centecpanpixque, asociados a autoridades del altépetl y de la iglesia. Los tepixque eran encargados de la organización de servicio personal y recolección de tributo. Los topile hacían funciones de policía, eran los alguaciles del cabildo español (Reyes García, 1972: 249). Los tequitlatoque eran los encargados de la organización del trabajo colectivo, ya sea para las actividades religiosas, o aportes en trabajo, especie y dinero para el sostenimiento de la república.
Resulta evidente que el proceso de adopción del concepto de altépetl representó un gran momento para el proyecto de gobierno hispano en las Indias, y si bien el modelo fue capaz de generar un sentido de justicia entendido como “buen gobierno”, como se desprende de los proyectos de pueblos hospitales de Vasco de Quiroga y las Ordenanzas de Cuauhtinchan, no todos los proyectos de fundación prosperaron. Tal fue el caso de un ensayo en la villa de Santa Fe, dirigido por el oidor Vasco de Quiroga en las cercanías de la ciudad de México, proyectada para ser república de indios y poblada por caciques estudiantes en los monasterios. El éxito no fue producto del azar sino de políticas de negociación con los tlahtoque de antiguos señoríos nativos, en los que los frailes tuvieron un papel destacado por su intermediación (Gómez García, 2018: 147-156).
Todos estos ensayos de república buscaban la protección de los nativos, pero también llevar a cabo la evangelización, el cobro de tributo y establecer el sistema de gobierno. El ideal de defensa del indio inició con debates sobre los derechos universales, inmerso en apasionados discursos políticos y teológicos, que paulatinamente encontraron en la congregación de pueblos un punto de encuentro. Los inconvenientes que el virrey Antonio de Mendoza avizoró, pronto se harían evidentes. Lo cual implicó serios problemas a las mismas autoridades de república, cuando los indios salían de sus jurisdicciones al servicio personal, imposibilitando el cobro de tributo. Conforme pasaba el tiempo sería evidente que la república requería otros mecanismos de gobierno, uno de ellos fue el complejo sistema de recaudación de tributo, que fue organizado por los caciques de acuerdo a sus alianzas y estrategias de pueblos sujetos y cabecera, logrando así fortalecer uno de los aportes de la tradición prehispánica al modelo de república, el de la cultura aliancista. El pago de tributo a través del servicio personal motivó transformaciones en la traducción del concepto altépetl que produjeron una serie de cambios en las ordenanzas, ya que la organización política y social regulada por reglas jurídicas tenía como objetivo fundamental fortalecer a la república, que se veía afectada por la movilidad constante de los indios de servicio y los que migraban en busca de contratos de trabajo.
Conclusión
Los derechos de los nativos y las reformas jurídicas para protegerlos fueron encauzados a través de las congregaciones y las repúblicas, una manera eficaz de condicionar las libertades a un vasallaje, pero también de dotarle de una figura política dentro del entramado de poder. El modelo de fundación de República de Naturales estuvo debatido con fuerte influencia del humanismo de Tomás Moro y su idealizada concepción de ciudad, a partir de un sistema político que interpretó en el altépetl su correspondencia jurídica, porque permitió una incorporación al eje articulador de la alianza prehispánica, y respetar la multiplicidad de niveles de unidades políticas y sus diversas territorialidades.
El proceso de congregación suscitó resistencias, pero sobre todo procesos intensos de negociación que permitieron establecer al altépetl como nodo de poder, para dotar a las repúblicas de legitimidad ante las formas prehispánicas de organización política. Esto significó el cuidadoso acompañamiento de los frailes en la enseñanza y cuidado del “buen gobierno” a las autoridades indias, y negociando las interpretaciones (en especial la traducción de términos), sobre la ejecución de las responsabilidades de la república fundada en el altépetl.
La traducción jurídica del concepto altépetl representó un modelo que permitió la pervivencia de una ancestral cultura de alianzas, que lograron manifestarse a través de los diversos niveles de jurisdicciones entre pueblos cabecera y sujetos. Los cargos de república, que en el siglo XVI mantuvieron las formas de organización política nativa, fueron desapareciendo paulatinamente, lo que no ocurrió con el término altépetl, que subsistió hasta que dejaron de admitirse documentos en lenguas nativas en la administración pública de la nación independiente.
La tradición historiográfica que sostiene que la organización territorial y el sistema de elecciones son una herencia prehispánica, se enfrenta a la abundancia de referencias al humanismo de Tomás Moro. La impronta nativa se produjo durante el periodo novohispano y la agencia de quienes tomaron decisiones para conformar y mantener sus privilegios políticos.
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[1] Esta investigación ha sido realizada en el marco del Proyecto Hispanofilia V. Las Formas de interacción con el mundo: cautiverio, violencia y representación, PID2021-122319NB-C21; financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ y por FEDER Una manera de hacer Europa.
[2] Agradezco al doctor Werner Thomas, la lectura atenta y comentarios a una versión inicial, que enriquecieron este texto, durante una estancia de investigación en la KUL, en Leuven, en 2016.
[3] La lista de investigadores que han seguido este modelo de interpretación del altépetl es extenso, por lo que sólo me referiré principalmente a los estudiantes de Lockhart y colaboradores cercanos, sin pretender que dicha lista se limite a los aquí mencionados: (HORN, 1997; HASKETT, 2005; WOOD, 2012; KRUG, 1992; SCHROEDER, 2012; LEIBSOHN, 2009; TOWNDSEND, 2017; RESTALL, 2003, entre otros). Asimismo, la propuesta de Lockhart ha marcado las interpretaciones de la academia mexicana, como es el caso de: (FERNÁNDEZ CHRISTIEB y GARCÍA ZAMBRANO, 2006; GARCÍA MARTÍNEZ, 2012; REYES GARCÍA, 2000; MARTÍNEZ BARACS, 2005; GONZÁLEZ HERMOSILLO, 2001; CASTAÑEDA DE LA PAZ, 2014; OUDIJK Y RESTALL, 2008).
[4] La propuesta de estos autores ha dejado también profunda huella en los estudios sobre el tema del altépetl. Nos limitaremos a señalar aquellos que han marcado la historiografía sobre el tema.
[5] Un juez indio formado en el convento de Cholula fue designado por el virrey don Antonio de Mendoza para informar sobre el problema de los linderos entre Tepeaca y Cuauhtinchan. Ello dio origen al Manuscrito 1553.
[6] Relación de Antonio de Mendoza a Luis de Velasco al término de su gobierno. (Lira González, 1995).
[7] Las búsquedas de términos nahuas se realizaron en el Gran Diccionario Náhuatl. Disponible en línea en: https://gdn.iib.unam.mx.
[8] Reyes García ha mostrado la diferencia entre el concepto de tlaxilacalli y calpulli, argumentando que el segundo no se refiere a un tipo de organización político-territorial, sino familiar, asociada a un dios o devoción tutelar y un nombre distintivo, que reflejaba algunas singularidades geográficas de su asentamiento, o bien, su origen étnico (Reyes García, 1996: 25).
[9] Para el periodo novohispano esta estructura político-territorial produjo no pocas confusiones entre barrio y pueblo sujeto, véase: (Castro Gutiérrez, 2010b). La cultura política aliancista representada en la conformación del altépetl simple y complejo permite explicar también los motivos de la participación indígena en la conquista española como aliados de los españoles, véase al respecto: (Oudijk y Restall, 2008; Castañeda de la Paz, 2014).
[10] Aranzel y ordenanza para los gobernadores, alcaldes y alguaciles indios de Tepeaca a pedimento de su gobernador, don Hernando. Dado en México a los 26 días de junio de 1559. Archivo General Municipal de Puebla, Reales Cédulas, vol. 3, fol. 65r.
[11] Acta de acuerdo a solicitud del guardián del convento fray Juan de Alameda, al gobernador de naturales de Cholula, sobre dotación de tierras a los macehualtin. 4 de enero de 1559. Archivo de Fiscales de la iglesia de San Francisco Acatepec, parroquia de San Andrés Cholula.
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