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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/magallanica - ISSN 2422-779X (en línea)

DINÁMicas imperiales y prácticas de venalidad.

LAS ventas de jurisdicciones y vasallos en Castilla durante el siglo XVII[1]

 

 

 

Alberto Marcos Martín

Universidad de Valladolid, España

 

 

 

 

Recibido:        1/9/2022         

Aceptado:       18/9/2022     

 

 

 

 

Resumen

 

La enajenación por precio de bienes del patrimonio regio fue uno de los expedientes extraordinarios al que la Monarquía de los Austrias recurrió con más asiduidad para incrementar los recursos de la Real Hacienda y respaldar su crédito. Este artículo analiza, en concreto, las ventas de lugares que se realizaron en Castilla durante el siglo XVII y su conexión con el sistema de asientos y factorías del que la Corona se servía para financiar su política imperial. Pero estudia también otras cuestiones, como la existencia de limitaciones legales al derecho del rey a enajenar, o la naturaleza de los consentimientos dados por el reino para que las referidas ventas pudieran celebrarse.

 

Palabras Clave: Monarquía Hispánica; Castilla; siglo XVII; Bartolomé Spínola; venalidad; deuda pública.

 

 

IMPERIAL DYNAMICS AND PRACTICES OF VENALITY.

THE SALES OF JURISDICTIONS AND VASSALS IN CASTILE DURING THE SEVENTEENTH CENTURY

 

Abstract

 

The alienation by price of royal domain assets was one of the extraordinary procedures to which the Habsburg Monarchy resorted most frequently to increase the resources of the Royal Treasury and support its credit. This article specifically analyzes the sales of villages which took place in Castile during the 17th century and their connection with the system of asientos and factorías that the Crown used to finance its imperial policy. However, it also studies other issues such as the existence of legal limitations to the king's right to alienate or the nature of the consents given by the kingdom so that the aforementioned sales could take place.

 

Key words: Hispanic Monarchy; Castile; 17th century; Bartolomé Spínola; venality; public debt.

 

 

 

Alberto Marcos Martín. Catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Valladolid, miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia y académico de número de la Institución “Tello Téllez de Meneses”. Ha sido director del Instituto Universitario de Historia Simancas de la Universidad de Valladolid y desde 2006 lo es de la Cátedra “Felipe II”. Sus investigaciones actuales se centran, por un lado, en el estudio de la fiscalidad y las finanzas públicas de la Corona de Castilla, y por otro, en el esclarecimiento del proceso de enajenaciones del patrimonio regio impulsado por los Habsburgo españoles durante los siglos XVI y XVII, tema de su próximo libro que se titulará España en almoneda.

Correo electrónico: alberto.marcos.martin@uva.es

ID ORCID: 0000-0003-1190-127X

 

 

 

DINÁMicas imperiales y prácticas de venalidad.

LAS ventas de jurisdicciones y vasallos en Castilla durante el siglo XVII

 

 

 

 

 

El 6 de mayo de 1625 Felipe IV estampaba su firma en tres asientos suscritos con diversos hombres de negocios genoveses para la provisión, por vía de factoría, de una “buena cantidad” de dinero “para el socorro de las necesidades presentes de Italia”. En concreto, las estipulaciones contemplaban el adelanto de 1.210.000 escudos y ducados[2] a desembolsar de la siguiente manera: 600.000 escudos en Milán o Génova, en seis pagas iguales de 30 en 30 días, a disposición del duque de Feria, gobernador y capitán general del estado de Milán, y 610.000 ducados en “estos reinos”, en la Corte o en Sevilla, en ocho pagas, también cada 30 días, en plata y vellón más o menos por mitad (46,7 y 53,3 por 100 respectivamente). No todos los participantes en las negociaciones, empero, aportaban la misma cantidad: guardando las referidas proporciones entre escudos y ducados y entre plata y vellón, así como entre provisiones concertadas para fuera y para dentro de los reinos de Castilla, Antonio Balbi prestaba 100.833,33 escudos y ducados; un grupo de “genoveses antiguos” (RUIZ MARTÍN, 1990: 56) encabezado por Octavio Centurión, Vincenzo Squarzafigo y Carlos Strata, pero del que formaban parte asimismo Esteban Spínola, Lelio Imbrea, Juan Lucas Palavesín, Francisco Serra y Octavio Maria Cabana, se hacía cargo a su vez de 1.058.750 escudos y ducados; mientras que los 50.416,66 escudos y ducados restantes los cubrían con su crédito los Giustiniani, Pablo y Agustín[3].

Así, pues, como venía haciendo desde el reinado del Emperador, la Monarquía Hispánica recurría una vez más a los hombres de negocios extranjeros para conseguir los anticipos que necesitaba y transferirlos allí donde los precisaba. Motivos para continuar obrando de esa manera no faltaban desde luego: se trataba, en efecto, de responder con determinación a las acciones militares emprendidas por Francia y Saboya desde finales de 1624 y principios de 1625 en la Valtelina y contra la república de Génova (ELLIOTT, 1990: 231-236), que habían obligado a la Monarquía a desplegar tropas en esas zonas del norte de Italia (vitales para los intereses geoestratégicos españoles, y más concretamente, para garantizar el movimiento de soldados hacía el centro y norte de Europa) y a movilizar las cantidades de dinero suficientes para poder pagarlas. Es decir, la conclusión de los asientos dichos respondía a las necesidades de financiación de una política militar activa cuyo principal objetivo, tras el comienzo en 1618 de las hostilidades en Alemania y la ruptura en 1621 de la Tregua de los Doce Años con las Provincias Unidas, cifrábase en mantener el prestigio y la superioridad de la Monarquía Hispánica, que los nuevos gobernantes, empezando por el propio valido y su joven señor, el monarca Felipe IV, pensaban que se habían visto gravemente amenazados -si es que no resentidos- durante el reinado anterior, y cuya restauración pasaba por asegurar la integridad de las distintas partes que la componían (RUIZ IBÁÑEZ y MAZÍN GÓMEZ: 2021: 99-100).

Obviamente, esa política de prestigio demandaba recursos crecientes, y si bien es cierto que el nuevo régimen consiguió responder en un principio a tales exigencias (las cantidades tomadas en asiento, por ejemplo, no cesaron de remontar en los primeros años del reinado, gracias a lo cual se obtuvieron éxitos importantes, como los cosechados en este mismo año de 1625) (MARCOS MARTÍN, 2000: 38), también lo es que todo el tinglado financiero de los asientos, para sostenerse y tener continuidad, necesitaba apoyarse en un esfuerzo fiscal igualmente creciente, que incluía además la puesta en marcha de nuevos arbitrios y expedientes extraordinarios. Sin embargo, ese requisito a Castilla, que soportaba el grueso de las cargas que dicho sistema de crédito comportaba, le resultaba cada vez más difícil cumplir. Y no solo porque la evolución declinante de su población y de su economía no coadyuvaba a ello, sino también porque el producto de las rentas reales ordinarias se hallaba hipotecado al servicio de la otra deuda, la de los juros, todo ello en unos momentos en que de América ya no llegaba para el rey tanta plata como antes. Quiere decirse que aunque la Monarquía pudo seguir movilizando recursos a través del sistema de asientos (en realidad las sumas acopiadas por este medio continuaron ascendiendo, altibajos aparte, hasta 1643), tales negociaciones se hicieron cada vez con mayor penuria, y gracias a la multiplicación, bajo diversas modalidades, de la carga fiscal que pesaba sobre los castellanos, por lo menos hasta mediados de los años cuarenta (MARCOS MARTÍN, 2006: 194-196; ANDRÉS UCENDO, 2015: 70), una circunstancia que acabaría por afectar negativamente a sus posibilidades de crecimiento económico.

Denotaban esas penurias los altos precios que la Corona pagaba por semejantes operaciones de crédito. Volviendo a los tres asientos por vía de factoría que mencionábamos al comienzo, las negociaciones conducentes a ellos establecieron que, en concepto de intereses y daños, gratificaciones de cobranza y conducción de la moneda, coste de reducción del vellón a plata y otras adehalas, los asentistas recibirían 334.250.000 maravedís. Dicha cantidad no distaba demasiado de los 465.750.000 maravedís a que ascendían las provisiones que debían realizar, en que entraba el precio del cambio de las que hiciesen para Italia, esto es, el recargo concertado con ellos por el mayor valor que el escudo tenía en Génova o Milán con respecto a España (395 maravedís frente a 340), que se estimó en 33.000.000 maravedís. De este modo, la suma que la Corona se comprometió a desembolsar por dichos tres asientos (800.000.000 maravedís en total, sumando principal, gastos e intereses y reduciendo todas las partidas a esa unidad de cuenta básica) suponía un 71,5 por 100 más de la que montaban las provisiones solicitadas, y esto en el mejor de los casos, es decir, siempre que los pagos a efectuar los realizase en las fechas y plazos convenidos y en las consignaciones prometidas, y no corriesen nuevos intereses en su contra[4].

Precisamente porque dicha condición no siempre se cumplía (o se cumplía solo en parte), los asentistas, para mayor garantía de sus cobros, solían exigir consignaciones duplicadas. Esto se ve claro en los tres contratos de asiento que nos ocupan. Así, más de la mitad de los 800.000.000 maravedís con que los genoveses referidos debían ser reembolsados por sus préstamos (450.000.000 exactamente) se les habían de hacer buenos en la cruzada de Castilla, concretamente en el sexenio que había de comenzar en el Adviento de 1625 de la mano de los alemanes Juan, Jerónimo, Maximiliano y Marcuardo Fugger, hermanos y primo, conforme al asiento tomado con ellos, y con Julio César Scazzuola en su nombre, en abril del año anterior[5]; en tanto que los otros 350.000.000 maravedís procederían de lo que produjese el servicio ordinario y extraordinario del trienio que corría y de los siguientes. Sin embargo, ante la posibilidad (o la sospecha) de que tales consignaciones, a pesar de su bondad, no estuviesen lo suficientemente desembarazadas, o saliesen inciertas, o no bastase su procedido para satisfacer enteramente todas las deudas contraídas en los plazos contemplados, ya de por sí demasiado largos, los susodichos genoveses exigieron que, junto a las consignaciones principales, se les diesen otras secundarias en (o por) alternativa, cosa que obtendrán aparentemente sin mayor dificultad.

La primera que se enumera en los asientos de mayo de 1625 -el derecho para vender aquellas jurisdicciones, rentas reales y juros que se adjudicasen a la Real Hacienda por sentencia o composición del pleito pendiente con el duque de Lerma sobre el reintegro de 72.000 ducados de renta de que Felipe III le hizo merced en distintas partes- parecía en esos momentos tan incierta como las consignaciones principales que la antecedían, pues no ofrecía ninguna garantía sobre cómo y cuándo los asentistas podrían cobrar de ella. Más consistente y, sobre todo, más fácil de poner en ejecución era, en segundo lugar, la facultad que Felipe IV concedía a los genoveses concernidos para vender, en su nombre, hasta en cantidad de 20.000 vasallos de cualesquier villas y lugares de los reinos de Castilla, así de behetría como de villas con jurisdicción propia, o de aldeas sujetas a la jurisdicción de alguna ciudad o villa. A dicha facultad se sumaba una tercera para enajenar, precio mediante, alcabalas y tercias, con carácter perpetuo o en empeño al quitar, con jurisdicción o sin ella, así como la jurisdicción sola de alcabalas y tercias que se hubiesen vendido en otro tiempo sin esa calidad; y la acompañaba, en fin, una cuarta, igualmente realizable, para desempeñar rentas reales y juros que estuvieren vendidos al quitar a cualesquier precios con el objetivo de venderlos de nuevo a otros mayores[6]. Es más, las negociaciones contemplaban, a mayores, la enajenación de ciertas ciudades, feudos y tierras pertenecientes al patrimonio real en Nápoles y Sicilia, con sus casales, rentas y regalías, y de ciertos oficios de ambos reinos, bienes que se relacionan en los asientos, y cuyo precio, el que procediese de su venta, había de entrar asimismo en poder los asentistas para parte de pago de lo que hubieren de haber por sus provisiones[7].

 

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Fueron finalmente las enajenaciones por precio del patrimonio regio, y en particular las ventas de vasallos y de rentas reales efectuadas en Castilla, las que sirvieron para dar satisfacción a los hombres de negocios por su adelanto de 1.210.000 escudos y ducados al monarca. Ciertamente, no era la primera vez que una cosa como esta ocurría. Ya desde el comienzo mismo de las ventas masivas de bienes y efectos de la Corona, en tiempos del Emperador, su procedido fue utilizado, en mayor o menor medida, como consignación para el pago de algunas de las cantidades tomadas en asiento, hasta el punto de que la trayectoria de las enajenaciones del patrimonio regio no puede explicarse si no se tiene en cuenta esa conexión con la expansión del crédito y la deuda de la Monarquía. Recordemos, por otro lado, que algunas suspensiones de pagos del reinado de Felipe II -las mal llamadas bancarrotas- se resolvieron, en los subsiguientes medios generales, enjugándose la deuda reconocida por el monarca con el principal de los juros al quitar entregados a sus acreedores, pero también con el valor de los vasallos y rentas jurisdiccionales que fueron enajenándose con ese específico fin (RUIZ MARTÍN, 1968; CARLOS MORALES, 2008). Y acabamos de señalar, en fin, cómo por el medio general de 14 de mayo de 1608 se dispuso vender alcabalas y tercias y cobrarlas a quien las comprase para que con el precio de ellas (y lo demás contenido en dicho medio general, fundamentalmente crecimientos de juros y rentas reales vendidas con anterioridad) se pudiese hacer pago a los asentistas decretados de lo que habían de haber de Su Majestad[8].

Lo que hay de novedoso en los tres asientos de 1625 (aunque con antecedentes que se remontan asimismo al siglo XVI) es que se concertaron “por vía de factoría”. Es decir, en virtud de dichos contratos los hombres de negocios se comprometían a hacer los adelantos que el monarca les solicitaba, empeñando su caudal y su crédito, como en los asientos corrientes; pero en vez de esperar a cobrarse de las libranzas que se les entregasen sobre tal o cual entrada de la Hacienda o a recibir y hacer buenas las obligaciones de pago de quienes hubiesen adquirido bienes del patrimonio regio, eran ellos mismos, investidos de la condición de factores, los que se encargaban de realizar las ventas de los efectos (vasallos, rentas reales, oficios, etc.) que el rey ponía a su disposición para, de este modo, ir resarciéndose de lo que le habían prestado[9].

El tenor de las escrituras de asiento despeja cualquier duda que pudiéramos tener al respecto. Las ventas habían de entenderse, decía el monarca, “ser hechas por mí y no por los hombres de negocios, porque solo las han de hazer como mis procuradores irrevocables”, sin que los compradores adquirieran derecho ni título de ellos sino del rey, sin dependencia suya. E insistía en que el precio que procediere de tales ventas había de entrar derechamente en poder de los asentistas “para en cuenta y parte de pago de lo que hubieren de haber por esta administración”. Un único impedimento obstaculizaba, si acaso, la determinación del monarca de vender, máxime en una ocasión como esta en que su materialización se dejaba en manos de sus acreedores. Leyes había en el ordenamiento legal vigente (por no hablar de los propios juramentos regios o de los privilegios particulares concedidos a ciertas ciudades y villas) que limitaban las prerrogativas de la Corona para enajenar, y no faltaban asimismo capítulos de Cortes y condiciones de millones que de forma expresa prohibían tal posibilidad. En concreto, la condición 21 del servicio de los 18 millones primeros y la 29 del servicio de los 17, 5 millones (condiciones pactadas entre el rey y el reino en virtud de contrato, y mandadas cumplir por cédulas de Su Majestad) contemplaban que no se eximiesen jamás de la cabeza de su jurisdicción villas, aldeas y lugares; y más recientemente, la condición 22 del quinto género del servicio de los 18 millones que entonces corría acababa de hacer instancia renovada sobre ello, extendiendo la prohibición a la venta de cualquier jurisdicción, aunque fuese de despoblados.

Tratándose de un asunto que tocaba a materia constitucional, es lógico que los historiadores se hayan planteado la cuestión de hasta qué punto los contratos de los servicios de millones suscritos entre el rey y el reino a partir de 1601 condicionaron, o incluso anularon, el recurso a este y otros expedientes enajenadores (GELABERT, 1997: 58-60, 151). Pues bien, para responder adecuadamente a dicha pregunta[10], pienso que no se debe perder de vista en ningún momento la secuencia de los hechos. Vemos así en primer lugar a un Felipe IV que en el transcurso de las negociaciones tenidas con los hombres de negocios ha resuelto hacer uso de su regalía de vender vasallos y jurisdicciones, de suerte que en los asientos de factoría que firma con ellos el 6 de mayo de 1625 les da facultades para que puedan ejecutar el arbitrio. Es solo tres meses después cuando manda que se saque -“se ha de sacar”, dirá imperativamente- consentimiento del reino junto en Cortes “para hazer y celebrar las dichas ventas sin embargo de las leyes y capítulos de Cortes y condiciones y seruicios de millones y otros seruicios que aya en contrario”[11]; y cuando encarga, mediante decreto de 7 de agosto de 1625 dirigido al presidente del Consejo de Castilla y de las Cortes, que se verá en la sesión del 12, que “desde luego (o sea, inmediatamente) se uaya tratando y disponiendo que el reino dé el dicho consentimiento”[12]. Pero si ordena sacar el referido consentimiento cuando la decisión de enajenar ya la ha tomado no es porque se sienta obligado a ello o lo considere necesario, sino “para mayor seguridad del efeto y de lo contenido en dicho capítulo”, y para mayor garantía asimismo de quienes comprasen dichos vasallos, y atendiendo igualmente, pues no convenía ignorar abiertamente lo pactado con el reino, a razones de oportunidad y conveniencia políticas: no en balde, este acababa de conceder el que acabaría siendo el donativo más cuantioso de todo el reinado, y se habían iniciado las negociaciones para la aprobación del servicio de los 12 millones que se superpondría al de los 18 millones vigente.

Con más retraso del que en principio se había previsto, pues en los días siguientes el tema del consumo de la moneda de vellón acaparó la atención de la asamblea, finalmente, en la sesión del 18 de septiembre, los procuradores acordaron, por mayor parte, otorgar la dispensa de la referida condición considerando “las grandes, precisas y urgentes necesidades en que Su Magestad se halla”. Al poco tiempo, sin embargo, debido a la preocupación (“repugnancia”) manifestada por algunas ciudades, villas y lugares ante las más que previsibles consecuencias negativas de las ventas, quiso el reino revocar su primer acuerdo, y creyendo que el consentimiento dado en la sesión del 10 de noviembre para vender 500.000 ducados de renta de juros situados en el servicio de los 18 millones le brindaba una buena oportunidad para lograrlo, suplicó al monarca que no pasase adelante la mentada venta de los 20.000 vasallos[13]. No hubo, empero, vuelta a atrás, y la “súplica” del reino apenas mereció atención por parte de la Corona. Sin duda, los éxitos cosechados en el transcurso del año -toma de Breda, recuperación del Brasil, socorro de Génova, fracaso del ataque inglés a Cádiz- reafirmaron al rey y su valido en lo acertado de la política de prestigio y recuperación de la reputación internacional en la que se habían embarcado, aunque requiriera, como era el caso, un enorme esfuerzo fiscal por parte de los vasallos, así como la ejecución de expedientes extraordinarios que menoscababan seriamente el patrimonio regio. De todas las maneras, en la real cédula de 31 de marzo de 1626, en la que ni siquiera se mencionaba este intento de rectificación del reino, Felipe IV reafirmaba una vez más su prerrogativa de dispensar, con consentimiento del reino o sin él, la expresada condición de millones, y proclamaba solemnemente, para que no cupiese ninguna duda, que “aunque [el reino] no hubiera dado el dicho consentimiento, puedo justa y lícitamente mandar ejecutar la dicha venta de vasallos por hauerse de conbertir su preçio en defensa necesaria de los mis reynos y de los demás mis estados y de la fe católica en todas partes”.

  Formaba parte la citada real cédula de un paquete en el que entraban también las de 15 de enero y 20 de agosto de 1626, mediante las cuales (y en especial la primera) se fijaron por extenso la forma, precios, calidades y condiciones con que habían de venderse dichos vasallos más allá de lo dispuesto y mandado en los asientos[14]. Aunque en estos y en aquellas se hablaba con reiteración de “vasallos”, obviamente no eran vasallos lo que se vendía, sino las villas y lugares en los que residían, y más propiamente, la jurisdicción civil y criminal, alta y baja, mero mixto imperio, señorío y vasallaje de esas localidades, con las penas de cámara y sangre, calumnias, mostrencos y demás rentas jurisdiccionales, amén de las escribanías del número y concejo anejas a dicha jurisdicción. Era el poder jurisdiccional, la potestas señorial, la cosa que se enajenaba, el contenido fundamental de los nuevos señoríos que en virtud de este proceso se creaban, si bien el rey retenía en sí la suprema jurisdicción. El “vasallo” era, a la postre, la unidad de medida para saber hasta dónde se podía vender, y también, para estimar el precio de la jurisdicción: a razón de 16.000 maravedís cada uno para los del distrito “de Tajo allá” y a 15.000 para los “de Tajo acá”, marcando el río la frontera entre el norte y el sur del territorio castellano[15].

Los lugares que se vendiesen, en el caso de estar sujetos a una ciudad o villa, quedarían automáticamente eximidos de ella y contarían en adelante con su propio espacio jurisdiccional, el cual habría de delimitarse si con anterioridad a las ventas lo tenían en común con sus respectivas cabezas y el resto de las aldeas dependientes de ellas. Eso sí, los aprovechamientos comunes (de pasto en particular) que compartían con las ciudades y villas de las que se desmembrasen no los perderían sino que podrían seguir gozando de ellos como antes de la desmembración. Por otro lado, y con el fin de incentivar la demanda, a los compradores particulares, ya fuesen seglares o eclesiásticos, naturales o extranjeros, se les daría todo tipo de facilidades; y particularmente, facultades para tomar a censo sobre sus mayorazgos el dinero que necesitasen, o para vender juros u otro cualquier género de hacienda vinculada, subrogando en su lugar las jurisdicciones y vasallos que comprasen. Se propiciaba con ello la supeditación del crédito privado al crédito público, la puesta de aquel al servicio de este, mostrándonos tales prácticas de financiación lo mucho que las compraventas tenían de asignación inadecuada de recursos. A los consejeros y ministros regios, a los que les estaba vedada la compra de semejantes bienes y efectos, se les concedería asimismo licencia para poderlo hacer, por lo que se derogarían cuantas leyes en contrario hubiese. El objetivo era que ningún cliente potencial quedara fuera de este mercado. Todos los compradores, por lo demás, con independencia de su condición, gozarían de especial amparo judicial, el cual se concretaba, de entrada, en que de todos los pleitos y causas en que estuvieren implicados por razón de las ventas conocería privativamente el Consejo de Hacienda de por las tardes[16], con inhibición de cualesquier otras justicias, incluido el Consejo de Castilla, debiendo salir el fiscal real a las causas a favor de los adquirientes.

Compradores podían serlo también los lugares sujetos a ciudades y villas que quisiesen comprarse a sí mismos o aquellos otros que optasen por ello antes que caer en manos de un señor; de este modo, sus concejos tendrían la misma facultad de usar de la jurisdicción y nombramientos de justicia y escribanos y demás oficios que los compradores particulares. Es decir, por la vía de la venta de vasallos, los vecinos de los pueblos dependientes, puestos de acuerdo, podían adquirir su propia jurisdicción (la “jurisdicción por sí y sobre sí”), o tantearse ante la inminencia de su enajenación a algún particular. Naturalmente, la Corona facilitaba a los pueblos la financiación de tales operaciones, dándoles asimismo licencia para que lo que hubieren de pagar lo pudieran tomar a censo sobre sus bienes de propios, o incluso, para enajenar estos, prácticas que desencadenaban procesos de endeudamiento que hipotecaban el futuro de las comunidades implicadas. Recordemos, por otra parte, que estas operaciones enajenadoras no excluían otras que recorrían el camino inverso, y de las cuales la Hacienda regia conseguía recaudaciones igualmente pingües. Nos referimos a la posibilidad de que las ciudades y villas cabeceras se concertaran con Su Majestad para que no se les vendiesen, y menos aún se les eximieran, los lugares de sus demarcaciones, ofreciendo a cambio importantes cantidades de dinero. Pues bien, las sumas con que dichas localidades prometían servir (¡solo por la promesa de que no se les iba a vender aquello que ya tenían!) las entregarían asimismo a los hombres de negocios en cuenta de las provisiones que se comprometían a realizar. Ello no hacía sino redundar en lo que la real cédula de 15 de enero de 1626 volvía a disponer en su parte final: que hasta que no se hubiesen acabado de extinguir y pagar los débitos de las factorías, ninguna venta ni crecimiento de los bienes y efectos declarados había de hacerse si no era por mano de dichos asentistas. Tal mandamiento no carecía de sentido pues existía una larga experiencia de cómo la Hacienda regia se resentía cuando las enajenaciones corrían por diversas manos.

Las otras reales cédulas citadas aclaraban pormenores menos relevantes de las ventas. Mención aparte merece la de 31 de marzo por cuanto con ella se pretendía reforzar el discurso destinado a poner de patente que el derecho del rey a enajenar prevalecía sobre cualesquier prohibiciones limitadoras que pudieran esgrimirse, procediesen estas de las leyes vigentes, de fueros y privilegios particulares de las localidades afectadas, o bien de las mismas condiciones de millones, las cuales, en esa coyuntura concreta, el monarca, invocando su “proprio motu, cierta ciencia y poderío real absoluto”, derogaba y abrogaba, dejándolas sin valor ni efecto.

Acababa de firmarse la escritura del nuevo servicio de los 12 millones (18 de febrero de 1626), y entre las condiciones con que el reino servía al monarca, había una que contemplaba que ni el reino junto en Cortes ni sus comisarios, ni otra persona alguna,

 

“no pueda dispensar, alterar ni rebocar por vía de interpretación ni en otra manera las condiciones puestas en los dichos seruicios […] por ninguna causa grabe o grabíssima que se ofresca […] si no fuere por boto consultivo que enviare el reyno a las ciudades y uillas de boto en Cortes y dando el suio dezisibo”.

 

Cláusula que amenazaba con paralizar el proceso enajenador cuando apenas se había iniciado. Había, pues, que salir al paso de semejante pretensión y declarar, como lo hacía el monarca en la referida cédula de marzo de 1626, que por esta condición “solo se dio forma para lo venidero y no se derogó ni pudiera derogar el dicho consentimiento” (el otorgado en 18 septiembre de 1625). Es más, aunque esto no se entendiese así, el rey cerraba el asunto sentenciando que, del mismo modo que en fuerza de su poderío real absoluto podía enajenar bienes y efectos del patrimonio regio sin necesidad del mentado consentimiento, con más razón podía dispensar la condición de millones, siendo además las causas que le movían a hacerlo tan “justas, urgentes y necesarias”. Por consiguiente, nadie que fundándose en la susodicha condición de millones (o en las leyes, o en privilegios generales o especiales) quisiera hacer contradicciones, introducir pleitos, plantear competencias en el Consejo Real o en la Sala de Millones, ya se tratase de una localidad ya de una persona particular, podría ser oído ni admitido ni se le recibiría su petición, debiéndose remitir todo al Consejo de Hacienda. Este sería, en fin, el único tribunal que entendiese en todas las causas y negocios tocantes a las ventas de manera que “por ninguna vía puedan salir dél, ni aya jurisdiçión en ningunos otros consejos, chancillerías, audiencias, tribunales ni ministros míos para proueer lo contrario”.

En virtud de dichas cédulas se comenzó y fue continuando la venta de los 20.000 vasallos (y de los demás efectos consignados). Hasta que por decreto de 31 de enero de 1627 y auto del Consejo de Hacienda que se proveyó en 4 de febrero siguiente para su ejecución se suspendieron todas las libranzas y consignaciones dadas a los hombres de negocios, y las facultades que les estaban concedidas por los asientos tomados con ellos, con lo que cesó también el arbitrio de las ventas. No podemos entrar en el detalle de las cantidades cobradas por los asentistas por cuenta de las referidas facultades, ni en el de las que les faltaba por cobrar cuando se publicó el decreto suspensorio. Digamos simplemente que respecto de dicho decreto Octavio Centurión, Carlos Strata y Vincenzo Squarzafigo, como diputados de uno de los grupos de hombres de negocios comprendidos en los asientos de 6 de mayo de 1625 y de 28 de julio de 1626 tomados por vía de factoría, alcanzaron a Su Majestad, hasta el 1 de diciembre de 1627, en 227.971.165 maravedís; para cuyo reintegro, en conformidad del medio general de 17 de septiembre de 1627, se les dio 11.398.558 maravedís de renta de juro de a 20.000 el millar sobre los 500.000 ducados de renta situados en el servicio de millones que el reino había concedido[17].

 

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  Cesó el arbitrio de las ventas por mano de los asentistas pero no las enajenaciones por precio (de vasallos y rentas reales, sobre todo). Y es que al no ser suficiente la hacienda desembarazada por medio del referido decreto para acudir a las necesidades regias, que subsistían, así como a las que desde entonces se habían ido ofreciendo, hubo de proseguirse en la ejecución de las ventas aunque ahora por cuenta de la Real Hacienda, tanto para subvenir directamente a dichas necesidades como para dar satisfacción con su procedido a los hombres de negocios que por vía de factoría se encargaron de las provisiones generales de 1627[18]. Muy pronto, sin embargo, el rey y sus ministros se dieron cuenta de que las ventas no corrían con la “facilidad y brevedad” que requería el estado de la Hacienda y las obligaciones y cargas a las que tenían que acudir. Lo que significaba que no se cumplía con los hombres de negocios, ni en la cantidad ni a los plazos concertados, al no librárseles lo que se les había consignado en dicha entrada. Existía, pues, el riesgo de que estos suspendiesen las pagas que tenían obligación de hacer en Flandes (así como para la Armada, Casas Reales y otras cosas) en la concurrente cantidad de lo que les saliese incierto, como de hecho habían empezado a hacer. En otras palabras, peligraba el normal funcionamiento de un sistema de financiación -este de los asientos y factorías- que tan importante papel había desempeñado -y seguía desempeñando- en el despliegue de la política de la Monarquía al aportar liquidez y garantizar la transferencia de fondos adonde se precisaban. Para impedir por tanto que las cosas fueran a más, entre otras medidas que se tomaron, la real cédula de 22 de septiembre de 1627, publicada solo cinco días después de que viese la luz el medio general relativo a la suspensión de pagos de comienzos de año, cometió a Bartolomé Spínola, nombrado factor general, la venta, por vía de factoría y en nombre de Su Majestad, de lo que faltaba de los 20.000 vasallos (y de los restantes efectos), para que lo que sacare de ellos sirviera para el cumplimiento de las provisiones a que estaba aplicado conforme a otra cédula de la misma fecha[19].

El propio Spínola, en un memorial posterior en el que se quejaba de las dificultades con que tropezaba a la hora de cumplir con dicho cometido, recordaba las circunstancias que habían determinado su entrada en esta negociación. Había sido la declaración de los hombres de negocios de que, en conformidad de los asientos de factoría de 1627, dejarían de cumplir con las pagas de Flandes correspondientes a los últimos cuatro meses del año (amén de otras provisiones en estos reinos para las casas reales y armadas) por haberles salido inciertas las consignaciones prometidas, la razón que había llevado a Felipe IV a encargarle que dispusiera y asegurara dichas provisiones sobre su crédito y el de sus deudos y amigos, tomando a cambio las cantidades que fuesen necesarias, y señalándole, para la extinción de los débitos que causase, lo que procediera de la venta de los vasallos que restaban de los 20.000, más lo que resultase de los otros efectos ya señalados en los asientos de factoría de 1625[20]. En ejecución de lo cual hizo pagar en Flandes, en los dichos meses, 450.000 escudos, y en estos reinos, más de 120.000 ducados; además de obligarse en favor de Francisco María Piquinoti, por 170.000 escudos de oro de marco[21], y de Julio César Scazzuola, por otros 170.000 escudos, partidas que sumaban 900.000 ducados poco más o menos[22].

La real cédula de 22 de septiembre de 1627 incorporaba las de 15 de enero, 31 de marzo y 20 de agosto de 1626 con la expresa declaración de que se mantendrían en vigor siempre y cuando no fueran contrarias a lo contenido en ella. De hecho, la nueva cédula se dirigía básicamente a estimular la concurrencia competidora de compradores, en la idea de que los tanteos y pujas que como consecuencia de ello se produjeran, empujarían al alza el precio de lo que se vendía. Advertía a Bartolomé Spínola de que tuviera especial cuidado de no contratar y celebrar las ventas si no fuere con concejos y personas solventes, esto es, que pudiesen pagar, con puntualidad y a los plazos concertados, el precio de ellas. En cuanto a las ciudades y villas con lugares cuya compra se hubiese solicitado, en el caso de que quisieran conservarlos en su jurisdicción (“con nueba promesa y obligación de que en ningún tiempo les serán enajenados”), la cédula de 1627 disponía que gozarían, a la hora de comprar, de alguna ventaja o alivio frente a las personas particulares: obviamente, se buscaba priorizar unas operaciones en que todo eran ganancias para la Corona, ya que los lugares concernidos no mudaban de estado sino que se conservaban en el que tenían. De otro lado, tanto las ventas de vasallos como de alcabalas, tercias, juros…, las haría el factor general en nombre del rey, como si desde un principio se hubiesen tratado y concertado en el Consejo de Hacienda y despachado por consulta, “porque quiero que tengan -recalcaba Felipe IV- toda esta autoridad para más brebe y fácil expediente de los negocios y mayor seguridad de los que llegaren a comprar”.

A los compradores se les permitiría hacer las pagas de lo que comprasen bien al contado o bien al fiado: eso sí, en este segundo caso, se debería procurar que fuese a los más breves plazos posibles y con intereses a favor de la Real Hacienda a razón del 8 por 100, y en ambos casos, nunca en vellón sino en moneda de plata doble, que era la que la Corona precisaba para efectuar sus pagos en el exterior y que cada vez resultaba más difícil de encontrar[23]. Como las de 1626, la cédula de 1627 insistía en que, “por especial gracia y para facilitar más las dichas ventas”, se daría facultad a los compradores para tomar a censo sobre sus bienes y rentas, tanto libres como vinculados, las cantidades de dinero que necesitasen para la paga de lo que comprasen, y de los intereses y costas que en ello causaren; y a los concejos de las ciudades, villas y lugares metidos en tales compras, para hipotecar sus bienes de propios y rentas[24]. E incluso contemplaba la posibilidad de que los compradores pudieran vender bienes de sus vínculos y mayorazgos, no embargante las leyes del mayorazgo que prohibían tales enajenaciones, aunque para esto, y para la concesión de arbitrios a los concejos, se habían de despachar cédulas de diligencias por el Consejo de Hacienda cuya realización determinase finalmente la conveniencia de dicho proceder. Nada en definitiva debía obstaculizar el flujo de dinero hacia la Real Hacienda o hacia aquel que actuaba en su nombre, incluida su posible (aunque improbable) inversión en actividades creadoras de riqueza.

Por lo demás, se daba a Bartolomé Spínola comisión “en amplia forma” y con jurisdicción para todo lo contenido en la real cédula de 22 de septiembre; y se le nombraba juez mero ejecutor para cobrar cuanto se debiere a la Hacienda regia por las ventas que hiciere, con facultad a su vez de nombrar y enviar ejecutores a la cobranza provistos de la jurisdicción y comisiones que le pareciere. Ningún tribunal podría inmiscuirse en su comisión, y de las apelaciones que interpusieren las partes en los casos que de derecho hubiere lugar, las habían de otorgar solo para el Consejo de Hacienda. Dicha comisión y jurisdicción las tendría asimismo Spínola para cobrar lo que se debiere a la Real Hacienda de las ventas de vasallos que se hubieren hecho hasta entonces, tanto por el propio Consejo como por los hombres de negocios de las factorías de mayo de 1625. Una sola cosa se le exigía: que informase, “muy de ordinario”, de todo lo que fuera haciendo.

El 10 de diciembre de 1628 el Consejo de Hacienda consultaba al monarca que no podía dar el número “cierto” de los vasallos que se habían vendido hasta la fecha (o sea, desde las factorías de 1625) aunque posiblemente pasaban de 15.000 o quizá de 16.000, “salua la verdad”[25]. Urgía, en cualquier caso, dar salida a los que faltaban por vender. Las circunstancias políticas internacionales y las dificultades crecientes de la Hacienda no daban otra opción. A finales de 1627 había estallado la guerra de Mantua, y para entonces las Provincias Unidas se habían recuperado de los infortunios sufridos en 1625; en septiembre de 1628 la flota de Nueva España fue capturada por los holandeses (que en 1630 desembarcarían en Pernambuco); mientras, la guerra con Inglaterra continuaba, y en Flandes, en Alemania… Razones de política interior empujaban, asimismo, a la conclusión de un negocio a cuya rápida ejecución tampoco estaba ayudando la constante elevación, desde comienzos del reinado, del premio de la plata[26]. Sucedía, en efecto, que el reino junto en Cortes había aprobado, a finales de 1628, la prórroga del servicio de los 18 millones y el encabezamiento del uno por ciento impuesto sobre las cosas que se vendían y contrataban aplicado al de los 12 millones, con la condición de que desde el día del otorgamiento de las escrituras no se enajenaran más vasallos. La Corona se debatía, pues, entre, por un lado, la necesidad de darse prisa para no perder la hacienda que aún podía sacar de los vasallos que restaban por vender, y por otro, el interés de procurar que el reino otorgase cuanto antes las escrituras de prórroga y encabezamiento de los dos servicios que corrían habida cuenta de que ya había consignado parte de su producto a los asentistas de las provisiones generales de 1629 con cláusula de suspensión, motivo más que suficiente para evitar cualquier fricción con el reino que diera al traste con el intento[27].

El propio Bartolomé Spínola dudaba. De hecho, para que las ventas se hiciesen con la brevedad que el momento exigía, se había ofrecido a comprar 3.000 vasallos de los que aún quedaban por vender, siempre que se le diesen comodidades en los plazos y se le facilitasen algunas de las condiciones presentes en las efectuadas hasta entonces. En realidad, lo que quería Spínola era que se le feneciesen sus cuentas de la factoría y que el precio de los vasallos que comprase sirviera para saldar los alcances que hiciere, pues había participado a Felipe IV su deseo de retirarse del ejercicio de factor general. Resultan muy esclarecedoras las razones aducidas a tal fin por Spínola ya que nos hablan de la complejidad de los entramados financieros que sostenían a la Monarquía pero también de su intrínseca debilidad, y como correlato, de la propia Hacienda regia. Aseguraba el factor que las provisiones que había hecho a Su Majestad no habían salido de hacienda suya propia, “por ser muy corta la que tiene para cosas tan grandes”, sino de la hacienda y crédito de sus hermanos, deudos y amigos. Consecuentemente, si compraba los referidos vasallos (no necesariamente para quedarse con ellos sino para negociarlos a su vez), estaría obligado a informarles del verdadero fundamento que había tenido para ello. Tal fundamento no era otro que haberse dado cuenta de que, según el estado de la Real Hacienda y las grandes obligaciones que cargaban sobre ella, no había otra forma de cobrar que no fuera la compra de vasallos. Sin embargo, Bartolomé Spínola sabía, y así se lo transmitía al monarca, que una vez que informase a sus correspondientes de la verdadera situación de la Hacienda, dejarían de fiarle para provisiones venideras “viendo que no podría dejar de faltarles en la correspondencia puntual de la satisfacción con que en casos semejantes se requiere proceder entre hombres de negocios”. Era esa previsible falta de crédito, en definitiva, la que le impedía proseguir en el desempeño del oficio, razón por la cual suplicaba al monarca que le exonerara de él[28].

Naturalmente, el Consejo de Hacienda pensaba de modo diferente, y dando la vuelta a su argumento sostenía que lo que el factor pedía era lo que más podía perjudicarle. Tanto más con la nueva provisión de 150.000 escudos que tenía que hacer en Italia, pues si cesaba en el oficio, sentenciaba, “le faltaría arrimo para el crédito que ha menester conservar”, y se aventuraría así su caída y descrédito. Convincentes debieron parecerle a Bartolomé Spínola los argumentos del Consejo, que el monarca haría suyos para presionarle también, pues no solo no cesó en el oficio de factor general sino que se avino finalmente a comprar 2.000 vasallos. Otros 680 fueron adquiridos por don Antonio Álvarez de Bohorques, marqués de los Trujillos, miembro del Consejo de Hacienda, en este caso para hacerse él mismo señor de los lugares en que dichos vasallos habitaban[29]. Se completaba así, tras diversas vicisitudes, el número de 20.000 vasallos cuya venta habían contemplado inicialmente las factorías de 1625[30], amén de la de los otros efectos que en ellas se señalaban.

 

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Tuvo que volver Felipe IV a ordenar a Bartolomé Spínola que no dejase de servirle en el oficio de factor general no mucho tiempo después. Lo hizo a través de una orden de 17 de febrero de 1630 en que encargaba a su destinatario, el marqués de La Puebla, presidente del Consejo de Hacienda, que le comunicase que, “en la presente ocasión de aprietos de mi Real Hacienda”, le sirviese con su crédito como lo había hecho en ocasiones anteriores. De hecho, el conde-duque de Olivares ya había tratado con él para que dispusiese, a la mayor brevedad posible, una nueva provisión de 666.000 escudos: 266.000 en Flandes, en ocho pagas, desde primero de marzo a fin de octubre, y 400.000 en Alemania, en 26 pagas que habían de empezar a correr en fin de marzo de este año y sucesivamente en los siguientes de 1631 y 1632. Y ambas partes habían convenido también en que del valor de dicha provisión y de sus intereses, cambios y recambios, costas y demás gastos se había de hacer pagado el factor de la siguiente manera: por lo que tocaba a los 66.000 escudos, en los mismos efectos de la factoría general de 1627, y para los 600.000, en lo que procediere de la venta, que el monarca tenía resuelto hacer, de otros 12.000 vasallos, y de un oficio de regidor y la vara de alguacil mayor que nuevamente habían de crearse, con calidad de perpetuos, en las ciudades, villas y lugares de estos reinos[31].

Así, pues, la conocida real cédula de 15 de mayo de 1630, que dispuso la venta de los vasallos y demás efectos referidos (DOMÍNGUEZ ORTIZ, 1964: 169-170; NADER, 1993: 127)[32], no hacía sino formalizar conformidades entre partes acordadas con anterioridad. Eso sí, como otras veces, el despacho en cuestión, en su afán de justificar y legitimar las actuaciones regias, no olvidaba referirse al “aprieto grande” de las guerras de Italia y al de los estados de Flandes, “en cuia conseruación consiste la seguridad, paz y quietud de que gozan estos reynos [de Castilla]”; e insistía asimismo, pues ello otorgaba una legitimación suplementaria a las acciones de la Corona, en el respaldo del reino, el cual había prestado su consentimiento para la realización de las ventas sin embargo de las condiciones puestas en los dos servicios de millones que entonces corrían. Se precisará, no obstante, que tal consentimiento se había otorgado, una vez más, después de que el rey y sus consejeros hubieran tomado la decisión de vender para hacer frente a las provisiones de dinero previamente ajustadas con Spínola, aun cuando la cédula de 15 de mayo lo presentase como un requisito previo (y, en cierto modo, ineludible) para proceder a aquellas; y que había sido dado además, no por las Cortes, que en esos momentos no se hallaban reunidas, sino por las ciudades y villa con voto en ellas, a las que, una a una, se pidió, recibiéndolo de la mayor parte[33].

De esta manera, pues, comenzaron las ventas de los 12.000 vasallos y oficios referidos (y prosiguieron las de alcabalas y tercias), guardándose el precio, forma y calidades contenidas en la cédula de 22 de septiembre de 1627, así como en las de 15 de enero, 31 de marzo y 20 de agosto de 1626 insertas en ella. Insistía la real cédula de 15 de mayo de 1630, a fin de aclarar algunas dudas que se habían suscitado, en que las ventas podría hacerlas el factor Spínola en todas las villas, lugares y aldeas que estuviesen sujetas y debajo de la jurisdicción de cualesquier ciudades y villas de estos reinos “sin embargo de qualquier preuilegio que haia en contrario”, según se contenía en la real cédula de 22 de septiembre de 1627 y lo acababa de recordar una orden de 17 de febrero de 1630 (antes por tanto de que se hubiesen recibido todos los consentimientos de las ciudades de voto en Cortes) para la disposición de los referidos 12.000 vasallos[34]. A las cabezas de jurisdicción por tanto no les quedaba más remedio, si querían evitar la desmembración de sus lugares, que negociar previamente con la Real Hacienda la entrega de una cantidad de dinero, o si aquella se había producido ya, comprar lo que se había vendido. Por su parte, los lugares o aldeas a los que se hubiese vendido su exención cuando lo de los 20.000 vasallos no podrían volver a ser enajenados si no se les devolvía antes lo que hubiesen pagado por ella. Además, la real cédula de mayo de 1630 matizaba la de 22 de septiembre de 1627 en lo relativo a las facultades otorgadas a los lugares que, una vez vendidos, manifestaran su deseo de tantearse. Tales facultades no se darían para imponer sisas sobre los mantenimientos ni ningún otro gravamen que perjudicase al común de los vecinos, sino solo para obligar los propios y rentas del concejo (además de a los vecinos que se prestaran voluntariamente a ello), “por quanto he sido informado que de lo contrario resultan grandes daños a la conseruación de los lugares”; una determinación que deberían tener en cuenta asimismo las ciudades y villas de cuya jurisdicción se hubiesen eximido villas y lugares o se hubiesen vendido a terceras personas, y quisieran comprarlos dentro de los términos y con las condiciones que las referidas cédulas establecían para ello. Dichas disposiciones, sin embargo, no pasaban de ser simples expresiones de buena voluntad, más que nada porque resultaba muy difícil hacerlas cumplir; seguirían siendo los vecinos, por tanto, los que en la práctica acabasen pagando, de una u otra manera, la factura de aquello que se compraba, aun cuando tal cosa interesara solo a unos pocos.

Apenas llevaba hechas unas pocas ventas cuando Bartolomé Spínola envió un memorial al monarca lamentándose de las dificultades que encontraba en su ejecución[35]. En un largo preámbulo lleno de referencias personales, protestaba el factor de que siempre había obedecido los mandatos de la Corona con puntualidad no obstante “la turbación general de desconfianza que corre en todas las partes del mundo en materia de crédito y negocios”, y de que había tomado a su cargo beneficiar una consignación no conducente precisamente a producir dinero en cantidad y a plazos ciertos, “que por ningún interés hubiera hallado V. Md. quien se encargara de ello” sino él, quien, por añadidura, siempre había estado atento a emplearse en lo más dificultoso del servicio real[36]. Sin embargo, y a pesar de que desde fin de marzo hasta fin de junio llevaba desembolsados más de 200.000 ducados en plata por cuenta de las provisiones a las que se había comprometido, no se le recompensaba como se merecía; es más, a la hora de ejecutar la venta de los 12.000 vasallos y oficios referidos se había encontrado con numerosos problemas (“estorbos”) que le desanimaban a proseguir con su comisión.

Nacían tales problemas, en su opinión, de que no se guardaban las órdenes reales acerca de la venta de los efectos dichos. Muchas villas y lugares tenían, por ejemplo, en virtud de los contratos de compra de su propia jurisdicción, privilegios en los que el rey les concedía la elección de los oficios de alguaciles, o la promesa de que no acrecentaría oficios de alguacil ni de regidor, ni crearía otros oficios semejantes en su perjuicio, privilegios que lógicamente hacían valer en la coyuntura presente. Sucedía también que los hombres del Consejo Real a los que se había encomendado la recaudación del nuevo donativo (el de 1629)[37] habían concedido a muchas localidades, por nuevos contratos y privilegios, que no se haría venta de dichos oficios, e incluso habían celebrado ventas y consumos de ellos en algunas partes. Además, esos mismos consejeros habían vendido a personas particulares oficios de regidores y alguaciles mayores en cantidad de más de 400.000 ducados, y la jurisdicción de algunos lugares, y también, en otros casos, la primera instancia de su jurisdicción, quitando valor y ocasión de buena salida a la venta de los 12.000 los vasallos. Y hasta habían concedido a algunas ciudades y villas cabezas de partido, a cambio de las sumas ofrecidas, privilegios de que no se les venderían lugares de su demarcación[38], lo cual iba en contra igualmente, no ya de lo que a él se le había prometido, sino de la concesión del reino y del propio intento de Su Majestad. En definitiva, ante tantas iniciativas encontradas[39], que ponían al descubierto las contradicciones en que solía incurrir una Hacienda obligada a sacar dineros de donde fuese y como fuese, la comisión dada a Bartolomé Spínola para hacerse pagado de sus provisiones quedaba defraudada; consecuentemente, se le hacía muy difícil al factor continuar en el servicio real y, menos aún, ir adelante en el cumplimiento de aquellas, como así se lo hacía saber a Su Majestad mediante el mentado memorial.

El asunto, desde luego, no era baladí, y obligó al Consejo de Hacienda a examinarlo con particular atención. A nadie se le escapaba que los conciertos hechos por los hombres del Consejo Real y de la Cámara que habían salido por el reino a la recaudación del donativo implicaban contradicción con la comisión dada a Bartolomé Spínola; y hasta el menos avisado podía entender que dichos contratos estaban hechos por altos ministros del rey, y concertados en su real nombre, contratos que había que guardar, aunque solo fuera porque de ellos dependía también el aumento de las percepciones que se precisaban. El problema radicaba en que, si lo concertado con algunos municipios a cambio de las cantidades ofrecidas o pedidas de donativo se observaba enteramente, al factor no le serían ciertas ni seguras las consignaciones que se le habían dado a cambio de las provisiones realizadas o por realizar, lo que redundaría a su vez en detrimento de su crédito y reputación. Además, esa falta de crédito personal que se le auguraba, aparte de que no sería justo que la sufriera quien con tanta lealtad había servido a la Monarquía, como él mismo proclamaba y los consejeros de Hacienda reconocían, no se limitaría a su persona y negocios sino que podría tener repercusión y causar otros malos efectos (como sucedía, al cabo, con las suspensiones de consignaciones, las mal llamadas bancarrotas) en la contratación general y perturbarse con ello el comercio, y señaladamente, trayendo el suceso causa en concretas decisiones regias, dar mucho cuidado “en tiempos en que había tanta necesidad de adquirirle [el crédito] con todos”[40].

Los tiempos, en cualquier caso, apremiaban, máxime habiendo declarado el factor que si no se le daba entera satisfacción en lo que le estaba ofrecido, tampoco él daría orden de que se hiciesen las pagas de las sumas que debía proveer a finales del mes de julio en Flandes y Alemania. Fueron por tanto las urgencias de la brevedad y la utilidad e interés inmediatos de la Hacienda las que llevaron al monarca y su valido a mandar que los hombres del Consejo Real se abstuviesen, como lo había pedido Spínola, de intervenir en la venta de vasallos, jurisdicciones y oficios de regidores y alguaciles mayores, cosa que una orden de 6 de abril de ese año ya había dispuesto pero que no se había cumplido en todos sus extremos. Y a decir verdad tampoco iba a cumplirse en el inmediato porvenir, por la sencilla razón de que la Corona, como otras veces había hecho, no estaba dispuesta a renunciar así como así a los beneficios que pudiera brindarle la opción alternativa, aunque ello fuera a costa de erosionar (o, simplemente, ignorar) algunos de los consensos y fundamentos constitucionales en que se apoyaba.

Así y todo, a finales de febrero o comienzos de marzo de 1632 el factor general Spínola refería en el Consejo de Hacienda que con lo que ya tenía cobrado y adeudado de las ventas que había hecho de vasallos y oficios de alguaciles mayores y regidores (así como de alcabalas y tercias) había cantidad bastante para extinguir los débitos de todas las provisiones de que se había encargado por vía de factoría[41]; en consecuencia, estimaba que había llegado el momento de que Su Majestad mandase beneficiar tales efectos “por otro camino”. Así se lo hacía saber a su vez el Consejo a Felipe IV en consulta de 5 de marzo, añadiendo que en adelante se podrían hacer las escrituras de venta a pagar el dinero en las arcas de tres llaves de la tesorería general, desde donde se darían consignaciones a quien y como el monarca fuese servido, a todo lo cual Felipe IV se conformó, resolviéndolo con un escueto “así”[42]. A esa caja de la tesorería general irían a parar también, según fueran pagándose, los 136.064.110 maravedís (79.064.498 en plata y 56.999.612 en vellón) que Spínola no había cobrado todavía de efectos vendidos, un dinero al que renunciaba igualmente, traspasándolo a Su Majestad. En principio, el Consejo de Hacienda dudaba de la calidad de esta deuda y de que se pudiera llegar a cobrar en su totalidad[43]; sin embargo, el rey insistía en que no se debían considerar inciertas semejantes partidas pues tenían por resguardo la restitución y venta de las mismas propiedades vendidas, o sea, bienes y efectos del patrimonio regio. En consecuencia, no veía motivos para que no se pudiesen dar como consignación de dos asientos que se proyectaban en esos momentos: uno de 50.000 ducados para la armada en Cantabria y otro de 40 o 50.000 ducados para el mantenimiento de las casas reales.

 

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  La reintroducción de los servicios de millones en el verano de 1632, tras el fracaso del “crecimiento” de la sal, contribución en la que se pretendió subrogar aquellos, puso nuevamente sobre la mesa las condiciones que en las escrituras correspondientes suscritas con el reino restringían la capacidad del rey para enajenar (ANDRÉS UCENDO, 1999: 26-27; GELABERT, 2002: 95-97). Ahora bien, que tales restricciones legales existiesen, no quiere decir, recalquémoslo, que condicionasen en la práctica la actividad enajenadora regia hasta el punto de anularla o hacerla desaparecer; y no porque fuera el propio reino el que, a las primeras de cambio y por diversos motivos, dispensara no pocas veces de su cumplimiento. Valga como muestra de lo que queremos expresar el contenido de la consulta de 31 de agosto de 1633. En ella, los consejeros de Hacienda informaban a Felipe IV de las elevadas cantidades que se habían consignado a los hombres de negocios en lo que saliese de ventas de vasallos, oficios de regidores y composiciones de pleitos de alcabalas de que se trataba por el Consejo[44], prueba evidente de que tales ventas, no obstante lo que se acababa de negociar con el reino con motivo de la concesión del servicio de los 24 millones, iban a seguir haciéndose, bien bajo el amparo de las facultades de mayo-junio de 1630 dadas a Bartolomé Spínola, que consideraban prorrogadas, bien al margen de ellas. Realmente, a los hombres de la Hacienda del rey lo que les preocupaba en estos momentos no era tanto la vigencia de unas condiciones capaces de limitar la potestad del monarca para enajenar cuanto la interferencia competidora de otros Consejos en una actividad que consideraban exclusiva del de Hacienda[45]; y también, en otro sentido, la escasez de compradores de vasallos y oficios debido a que ya se habían vendido muchos, y en los lugares y partidos más apetecibles.

Precisamente para compensar la atonía de la demanda de tales efectos, los consejeros de Hacienda, no paraban de consultar a Felipe IV la apertura de nuevos frentes enajenadores. Uno de los que propusieron entonces consistía en la venta de privilegios de exención a aquellas villas y lugares de señorío que, con autorización de sus dueños, quisieran apartarse de sus villas cabeceras, aún a sabiendas de que no se podía esperar de él mucho provecho. El verdadero propósito, sin embargo, era extender el arbitrio a villas y lugares del realengo (vendiendo directamente privilegios de villazgo) y a los territorios de las Órdenes Militares (concediendo privilegios similares a las entidades de población que quisieran eximirse de la cabeza del partido o mudarse de un partido a otro), con lo que el aumento de las recaudaciones estaría asegurado. Obviamente, los consejeros de Hacienda sabían de la existencia de una condición de millones que “embarazaba” la venta de tales efectos, sobre todo de los segundos; aún así, animaban al monarca a hacer uso del arbitrio con la única condición de que, si finalmente se ejecutaba, corriera privativamente por ellos y no por ningún otro tribunal o ministro.

Más cauteloso y realista que sus consejeros se mostró Felipe IV en esta ocasión, pues era consciente, y así lo manifestará en la resolución a la consulta referida, de que “el reino lo ha de dificultar y no conceder otras cosas más sustanciales de alojamientos y otras tales, y al cabo ha de salir poco”. Se insistirá, empero, en que, al contrario de lo que parece, semejantes prevenciones no nacían de la asunción escrupulosa por parte del monarca de las condiciones pactadas con el reino con motivo de la concesión del servicio de millones sino de un cálculo preciso del coste de oportunidad que la decisión de vender comportaba. Dicho de otro modo, si se consideraban los recursos que se dejaban de percibir o que comportaban un elevado coste (en todos los sentidos, incluido el político-constitucional) y además se recaudaba poco, estaba claro que vender no era una buena opción; por el contrario, “si hubiese de salir mucho -señalaba Felipe IV- bien se podría tratar”[46], y arrostrar -añadimos nosotros- las consecuencias de tal decisión, a despecho incluso de las prohibiciones contempladas en las susodichas condiciones de millones; aunque como hemos dicho también siempre cabía la vía, mucho más amable políticamente y por la que apostarán preferentemente el rey y sus ministros, de recabar del reino junto en Cortes (o de las ciudades, si este no se hallaba reunido) la dispensa de su cumplimiento, dándola además el nombre de consentimiento. Tales eran, en definitiva, las consideraciones que habían determinado hasta entonces la forma de proceder de la Corona en la materia, las mismas que iban a seguir haciéndolo en el porvenir.

No fueron muchos ciertamente los lugares de señorío que se exentaron de sus cabezas en virtud del expediente citado; tampoco se realizaron, de momento, ventas directas de privilegios de villazgo en el realengo al modo en que se habían llevado a cabo en distintos periodos del siglo XVI. Faltaron, pues, las condiciones para que estallara un posible conflicto entre el rey y el reino por este motivo. Continuaron efectuándose, en cambio, con el fundamento (teóricamente) de las facultades dadas al factor Spínola en 1630, ventas de vasallos y de oficios de alguaciles mayores y regidores por parte del Consejo de Hacienda, aunque, según informaban los consejeros al rey en una consulta de 12 de agosto de 1634, “están ya tan a los fines que ay poca o ninguna demanda de ellos”[47]. Con la Guerra de los Treinta Años en su momento culminante y en vísperas de la ruptura de hostilidades con Francia, la administración hacendística no podía prescindir del producto de unas ventas que resultaban imprescindibles para el cumplimiento de las cantidades que consignaba en ellas. Es más, habida cuenta de que su rendimiento unitario decrecía y ante las críticas coyunturas que se avecinaban, la Real Hacienda no cesará de proponer nuevos efectos susceptibles de enajenación para que su producto sirviera como consignación a los hombres de negocios con los que negociaba asientos y factorías. Sus propuestas, debidamente consultadas y resueltas por el monarca, recibirán, por lo general, el consentimiento posterior del reino; este, como hemos hecho notar, aceptará el argumento de la necesidad regia y no pondrá demasiados reparos a la hora de dispensar las condiciones de millones que las prohibían, lo que otorgaba a las ventas así realizadas, si acaso lo necesitaran, mayor valor y firmeza.

Ya en 1633, por cédula de 31 de enero, se había concedido a Bartolomé Spínola facultad para vender receptorías y escribanías de millones de las cabezas de partido, incluidas las de las 19 ciudades y villa de voto en Cortes, para que su procedido sirviese para la extinción y paga de los débitos de una nueva provisión de 600.000 escudos que por vía de factoría había mandado Su Majestad que dispusiese en Flandes y Alemania[48]. En realidad, la decisión de vender se había tomado a finales de 1632, tras resolverse el asunto del voto decisivo de los procuradores de Cortes, y cuando se negociaba con ellos la concesión de un nuevo servicio de 2,5 millones de ducados por una vez (que luego se extendería a seis años, a razón 416.500 ducados cada uno). Pues bien, los representantes del reino que aprobaron el citado servicio consintieron en que su recaudación se hiciera con la venta a perpetuidad de los mismos oficios que servían a la administración de los millones, cosa que si ya de por sí resultaba bastante sorprendente, lo era todavía más porque se trataba de oficios llamados a administrar hacienda extraordinaria y, por tanto, temporal: a pesar de ello, la operación pasó adelante y se cometió al factor Spínola, quien se había comprometido a realizar la susodicha factoría sobre esa base (GELABERT, 1997: 171-174; y ANDRÉS UCENDO, 1999: 55-59). Y no solo eso. Para ayudar a la recaudación de los referidos 2,5 millones de ducados se dispuso a mayores la venta de las receptorías del servicio ordinario y extraordinario, cuya ejecución se encomendó también a Bartolomé Spínola por cédula de 19 de marzo de 1633: de hecho, el beneficio que resultase de tales ventas debía servir para hacerse pagado del principal, intereses y cambios de otra provisión de 300.000 escudos que se había encargado de hacer por vía de factoría para Flandes, Milán y Alemania[49].

El frenesí enajenador, sin embargo, no había hecho más que empezar. En un escenario de creciente aumento de la carga fiscal (así como de las cantidades tomadas en asiento), una real cédula de 15 de abril de 1633 abrió la puerta a la venta de los oficios de notarios, alguaciles, fiscales y depositarios de la Cruzada, y a las perpetuaciones de las contadurías de ella[50]. Justo el día anterior se habían tomado varios asientos con Carlos Strata, Lelio Imbrea, Julio César Scazzuola (en nombre de los condes Gerónimo Fugger, hermano y primo), Duarte Fernández, Manuel de Paz y Jorge de Paz Silveira sobre la provisión de 857.500 escudos en Flandes y Alemania, y entre las consignaciones que se les ofrecieron estaban 169.500 ducados en lo que procediere de la venta que se había cometido a Joseph González de los oficios de alguacil mayor de la Corte y perpetuación de varas de alguaciles de ella, escribanías de desempeño de mayorazgos, de quiebras y media anata, y de las cartas de pago de las rentas reales que se otorgaban en la Corte [51]. Al año siguiente comenzaron a venderse, por mano del conde de Castrillo, oficios de contadores y fiscales[52], y poco tiempo después una Junta de Medios proponía la enajenación de una escribanía del número acrecentada en cada ciudad, villa y lugar del realengo, operación que habría de contar asimismo con el consentimiento del reino y cuyas condiciones de venta se fijaron finalmente en una real cédula de 6 de marzo de 1635[53].

Tres reales cédulas, fechadas el 6 de noviembre de 1634, añadieron nuevos caudales a la corriente de las ventas: la primera dispuso la venta de la jurisdicción que usaban los lugares de señorío por “tolerancia o permisión”, admitiéndose a la compra al señor y/o al concejo, negociación que corrió a cargo de don Francisco Antonio de Alarcón (MARCOS MARTÍN, 2018); la segunda dio vía libre a la venta de escribanías de ayuntamiento allí donde no estuviesen vendidas, cometiendo su coordinación a Joseph González[54]; y la tercera otorgó a Bartolomé Spínola facultad para beneficiar, con consentimiento del reino, un segundo oficio de regidor nuevamente acrecentado en cada ciudad, villa y lugar de realengo con vistas a que su procedido sirviera para la extinción y paga de la parte principal de una provisión de 1.290.000 escudos y ducados que Su Majestad le había encargado que dispusiese, por vía de factoría, en Flandes y Alemania en 1635[55]. Diversos ministros (los ya citados conde de Castrillo, don Francisco de Alarcón y Joseph González, además de don Antonio de Contreras) recibieron en este último año el encargo de vender los regimientos añales allí donde los hubiere (o sea, de hacer perpetuos los regimientos electivos), lo que perjudicaba (como se lamentaba el factor Spínola) la venta del segundo regimiento acrecentado[56]. Y aún no había finalizado 1635, cuando rey y reino llegaron a un acuerdo respecto a la concesión de un nuevo servicio, el de los nueve millones en plata a pagar en tres años para la guerra con Francia, conviniendo en que parte de esa cantidad se sacase de la venta de oficios municipales y privilegios de villazgo hasta en cuantía de 1.000.000 y 400.000 ducados respectivamente (GELABERT, 1997: 107 y 258): echaba a andar, por tanto, la venta de otro regimiento acrecentado -el tercero-[57], y se reanudaban las ventas directas de villazgos al ofrecerse a aldeas y lugares la posibilidad de adquirir por precio la independencia jurisdiccional de sus cabezas[58].

Este nuevo servicio permitió a la Corona ampliar su capacidad de crédito al destinar su procedido a consignaciones de asientos[59]. Sin embargo, tal ampliación se veía limitada en la práctica por el hecho de que los compradores de la mayor parte de los efectos que se vendían (así venía sucediendo desde 1630 con los adquirientes de oficios) solo pagaban una tercera parte de su precio en plata (precisamente la especie de moneda que la Corona necesitaba para saldar sus cuentas en el exterior) y las otras dos partes en vellón (que solo tenía poder liberatorio en el interior). En consecuencia, y dado que los “aprietos” de la Hacienda no solo no disminuían, sino que se acrecentaban, el rey y sus ministros se vieron obligados a echar mano de nuevos “medios” tanto para suplir la referida falta de plata como para compensar la caída del rendimiento de los que se venían ejecutando… Y a poner en marcha otra vez las ventas y composiciones de tierras baldías y realengas[60]; a proseguir con la enajenación de alcabalas y tercias, hidalguías…, y a impulsar la venta de jurisdicciones y exenciones de jurisdicción, por más que el mercado de la mayoría de estos efectos estuviese dando muestras de saturación y los potenciales compradores se retrajesen, a lo que contribuía en no poca medida la elevación constante, desde 1629-1630, del premio de la plata como resultado de la desordenada política monetaria practicada por la Corona (HAMILTON, 1975: 109-111).

Las ventas de vasallos, en concreto, según informaba el Consejo de Hacienda en una consulta de 26 de marzo de 1638, habían cesado “de todo punto” al haberse vendido ya los 32.000 para los que el reino dio consentimiento; solo se hacían algunas ventas de exenciones de jurisdicción pero estas corrían por mano del conde de Castrillo[61]. Para cumplir, pues, con lo consignado a los hombres de negocios sobre esta negociación y poder seguir sirviéndose de ella para los asientos que se concertaren en el inmediato porvenir, el Consejo de Hacienda propuso a Su Majestad la venta de más vasallos. Lo había hecho ya el 12 de marzo pero entonces Felipe IV no vino en ello. Volvió a la carga el Consejo en consulta de 22 de abril manifestando que los vasallos vendibles fuesen 10.000 e insistiendo, sobre todo, en que “en el estado presente no se siente que haya arbitrio ni medio menos sensible que este y de que pueda proceder dinero de plata efectiva”. Tan contundentes palabras debieron hacer meditar al monarca, quien terminó resolviendo favorablemente la propuesta de venta que le hacían sus consejeros, aunque dejándola en 8.000 vasallos y posponiendo su ejecución al año siguiente, “y así se pedirá el consentimiento a las ciudades”[62].

 

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Aún habrían de pasar varios meses antes de que se procediera a cumplir con dicho requisito. El 7 de julio el Consejo de Hacienda representaba al monarca la conveniencia, dado que las Cortes se hallaban reunidas (habían sido convocadas el 1 de junio), de que mandase enviar orden al arzobispo gobernador del Consejo de Castilla (y presidente también de las Cortes) para que, sin dilación, hiciese sacar del reino el consentimiento para la venta de los 8.000 vasallos que Su Majestad tenía resuelto que se vendiesen. Reiterará el Consejo de Hacienda su proposición en consulta de 9 de noviembre, no sin recordar a Felipe IV que entre los medios que estaban aplicados para consignación de los asientos de las provisiones generales de 1639, y que ya habían sido aprobados por Su Majestad, se encontraba el de lo que procediere de la venta de los 8.000 vasallos, reputado en 400.000 ducados, y el de lo que se sacase de la venta de las contadurías de millones de cada partido, estimado en otros 200.000 ducados[63]. Basta fijarse en el camino seguido para “sacar” el referido consentimiento para descubrir cómo la petición al reino de dispensa de la condición de millones que prohibía tales ventas había devenido en un trámite (trámite necesario, aunque solo fuese por conveniencia y respeto a la formalidad política, pero trámite al cabo), y para comprender cuál era el verdadero alcance de la limitación que dicha condición contenía.

Es el rey, en efecto, a propuesta de su Consejo de Hacienda, que no ha encontrado otra manera más pronta de respaldar el crédito soberano, quien resuelve, una vez más, poner a la venta bienes y efectos del patrimonio regio. Solo después de haber tomado esa decisión (que podría ejecutar unilateralmente invocando su poderío real absoluto, aunque prefiere no hacerlo así), comunica al reino junto en Cortes, por medio de su presidente y mediante un papel de 14 de enero de 1639 que este le hace llegar, que “al seruiçio de su Magestad conuiene que luego (es decir, inmediatamente) el reyno preste consentimiento para la venta de los 8.000 basallos […] pues está resuelto por su Magestad y se espera para cosas muy precisas”. El reino, por su parte, que ve dicho papel el 15 de enero, trata sobre lo que sería bien hacer, y finalmente, sin mayores discusiones y tras votación realizada ese mismo día, acuerda, “de conformidad”, prestar consentimiento “por lo que le tocaba” para la venta de 8.000 vasallos, “dispensando en quanto a esto y por esta vez” la condición de millones.

Al final, las ventas de estos 8.000 vasallos corrieron también por mano de Bartolomé Spínola, y al igual que los de tandas anteriores estuvieron conectadas con operaciones de crédito negociadas con él. Concretamente, entre las consignaciones que por cédula de 2 de marzo de 1639 se le señalaron para hacerse pagado de la nueva provisión que hacía de 600.000 escudos por vía de factoría, una de las principales fue la de 240.000 ducados en lo que procediere de la venta de dichos vasallos y de las contadurías de millones. Unos días más tarde, por cédula de 11 de marzo, se cometía formalmente al factor la venta de los 8.000 vasallos con las condiciones y calidades, y conforme al orden, forma y precios, contenidos en las anteriores cédulas de factoría. Otra real cédula, fechada el 1 de abril de 1639, regulaba específicamente lo relativo a la venta de las contadurías de millones, cuyo procedido había de servir también para ayuda a la extinción del principal e intereses de la mentada provisión[64]. Quedaba claro en cualquier caso que una vez que Spínola se hubiese hecho pagado de los 240.000 ducados y sus intereses, lo que más procediere de las ventas que hiciese lo había de tener a disposición del monarca para cederlo o entregarlo a quien este fuere servido.

Todo era poco para respaldar el crédito de la Corona. En una relación sin fecha de los efectos de que se podría disponer para garantizar la provisión de los 12.200.000 ducados que Su Majestad había mandado contratar para 1639, entre aquellos de que se hacía presupuesto, figuraban los 400.000 y los 200.000 ducados que se pensaba obtener de las ventas de los 8.000 vasallos y de las contadurías de millones respectivamente. No eran, sin embargo, los únicos: otros 50.000 ducados se sacarían del último regimiento acrecentado, y 133.000 ducados de las jurisdicciones que corrían por cuenta del conde de Castrillo; de los efectos que beneficiaba Joseph González saldrían, a su vez, 50.000 ducados, y otros 50.000 de los que estaban a cargo de don Antonio Contreras. Las ventas de tierras baldías de la comisión de don Luis Gudiel procurarían, según el presupuesto que él mismo había hecho, otros 500.000 ducados, y aún se anotaban 200.000 ducados que se obtendrían de los “efectos extraordinarios” del Consejo de Hacienda (sin especificar en qué consistían estos), además de 100.000 ducados de la misma procedencia que tendría que suplir el Consejo para las adehalas de los asientos[65]… No debe extrañar, por tanto, que una vez prorrogado por otros tres años el servicio de los nueve millones en plata, por escritura otorgada por el reino en 19 de enero de 1639, se decidiera aplicar a su pago, entre otros medios, lo que procediese de la venta de un oficio de regidor nuevamente acrecentado en cada ciudad, villa y lugar de la misma manera en que se concedió en cualquiera de los tres vendidos anteriormente[66], así como lo que se sacase de exenciones de lugares hasta en cuantía de 800.000 ducados, una cifra que multiplicaba por dos la que se determinó cuando el reino concedió por primera vez dicho servicio.

 

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Según una relación de los vasallos vendidos por cuenta de las tres facultades de 20.000, 12.000 y 8.000 vasallos, y de otras para las que el reino había prestado consentimiento en las Cortes celebradas en 1650 y 1655, hecha en septiembre de 1669 por los contadores de la razón, de orden del Consejo de Hacienda, dichos vecinos ascendían a 54.926[67], los 45.533 de ellos sacados por “cuentas ajustadas”, y los 9.393 restantes por el “presupuesto” que se tomó al tiempo de hacerse las ventas, en que podía haber novedad de más o de menos por no haberse liquidado todavía[68]. Tales cifras, que habría que multiplicar por cuatro para obtener las de habitantes, nos hablan del volumen de gente que cambió de estatuto jurídico como resultado de las ventas efectuadas. Es cierto que en términos relativos ese volumen de población no fue muy elevado (ni siquiera suponía el 5 por 100 de la población total castellana), como lo es asimismo que no todas las ventas dieron lugar a la constitución de nuevos señoríos, pues más de una tercera parte de los vasallos vendidos correspondían a villas y lugares que se compraron a sí mismos, bien para no caer en manos de un señor particular, bien para exentarse de sus cabezas. Pero también es verdad que las ventas, contrariamente a lo que se quiso hacer desde un principio, tendieron a concentrarse en espacios concretos (los territorios en torno a la Corte y ciertas zonas de Andalucía, sobre todo) por mor de las preferencias de los compradores, espacios que sí notaron los efectos de esta nueva marea señorializadora (DOMÍNGUEZ ORTIZ, 1964: 172). Además, todavía quedaban, según los autores de la susodicha relación, vasallos por vender; es decir, no solo no se había superado, como aseguraba el reino, el tope de vasallos concedidos, sino que aún podían beneficiarse muchos más. Sostenían los contadores de la razón que el reino, en las Cortes tenidas en 1650, había prorrogado el servicio de los nueve millones en plata aplicando para su paga, entre otros medios, 800.000 ducados en ventas de vasallos y jurisdicciones en vez de en exenciones de lugares como había hecho en las prórrogas precedentes (capítulo 10)[69]; y que en las que se celebraron en 1655 había procedido de la misma manera (capítulo 18), salvaguardando así los intereses de las ciudades y villas que siempre se habían opuesto a la segregación de sus lugares. Bajo el presupuesto, por tanto, de que el reino había concedido en ambas Cortes 1.600.000 ducados en ventas de vasallos, y regulando cada uno de ellos a 16.000 maravedís, estimaban que correspondían a dicho medio 37.500 vasallos. Más aún, si se sumaban a estos los 40.000 de las primeras facultades, salían 77.500 vasallos, con que, descontándose de ellos los 54.926 que se habían vendido, faltaban aún por beneficiar 22.574 vasallos.

Otra cuenta, elaborada tres meses después, hinchaba todavía más los anteriores cálculos al tomar en consideración las sucesivas prórrogas del servicio de los nueve millones en plata desde el año 1650 hasta el venidero de 1674. De este modo, los 800.000 ducados en ventas de vasallos concedidos en cada trienio se ponían, contando los ocho transcurridos durante esos 24 años, en 6.400.000 ducados de plata, a los que correspondían, al precio medio de 16.000 maravedís, 150.000 vasallos, que con los 40.000 de las primeras facultades, hacían 190.000. Es decir, aun cuando se descontasen de estos últimos los 54.926 vasallos que se habían vendido, todavía restaban por vender 135.074[70]. Advertían por otra parte los contadores de que por el Consejo de la Cámara y la Junta de Caballería se habían efectuado algunas ventas, sin que hubiese constancia de ellas en los libros a su cargo, como tampoco la había de si se habían efectuado debajo de las concesiones referidas o de otras nuevas. Y, en fin, tampoco sabían nada sobre si en la cuenta habían de meter otros 3.300 vasallos de que Felipe IV había hecho merced: 300 al barón Jorge de Paz Silveira en 1646, 1.000 al marqués de Leganés en 1654 y 2.000 a don Luis de Haro en 1660.

Con tales datos en la mano el Consejo de Hacienda se proponía salir al paso de los autos de vista y revista de 7 y 23 de febrero de 1669 pronunciados por el Consejo de Castilla en Sala de Mil y Quinientas en la causa abierta tras la demanda puesta en septiembre de 1666 por don Gonzalo de Aponte, procurador general del reino, y las ciudades de Toledo, Granada, Sevilla, Ávila, Valladolid y Madrid[71]. Desde el principio el objetivo de los demandantes había sido que se declararan cumplidas las concesiones que el reino había hecho a Su Majestad para la venta de los 40.000 vasallos y extinguidos los consentimientos que había prestado para ello. Y eso es precisamente lo que acabó haciendo el Consejo mediante los autos susodichos, que determinaron a su vez que no se usase más del arbitrio de las ventas, incrementando así la trascendencia del asunto. Realmente, los choques del Consejo de Hacienda con otros tribunales por cuestiones relacionadas con las ventas y exenciones de lugares habían sido relativamente frecuentes; pero hasta ahora nunca habían tenido, y ahí radicaba la novedad, un desenlace como el que resultaba de los últimos pronunciamientos del Consejo de Castilla.

Todavía en 1655, por ejemplo, el Consejo de Hacienda pudo denegar sin mayores dificultades, por autos de vista y revista, la petición de la ciudad de Sevilla de que se remitiera al tribunal de oidores del propio Consejo el pleito que trataba con don Baltasar de Vergara sobre la venta que se le había hecho del lugar de Aznalcázar por cuenta y en conformidad de la factoría de la venta de vasallos. Consideraba Sevilla que la citada venta conculcaba los privilegios y contratos que tenía hechos con Su Majestad para que no se le vendiesen lugares de su jurisdicción, por los que había pagado además gruesas cantidades; y que siendo el asunto materia de justicia debía verse y resolverse allí donde en su opinión tocaba, es decir, en el sobredicho tribunal de oidores. Obviamente, el Consejo de Hacienda no era del mismo parecer y recordaba, en la consulta de 25 de octubre en la que proponía desatender la súplica que hacía Sevilla de las referidas sentencias, lo que la cédula de factoría disponía al respecto: que fuera en él donde se conociese privativamente de todo lo tocante a las ventas de vasallos, ayudándose si acaso, para lo que fuese contencioso, de los dos consejeros del Consejo de Castilla que por las tardes asistían en el de Hacienda. Razones de utilidad práctica e interés pecuniario justificaban además el rechazo de una pretensión como la planteada por Sevilla y otras de parecido tenor, ya que, según señalaba el Consejo de Hacienda, “si se abriese puerta a ellas vendríase todo a reducir a pleitos y enbaraços que inpidirían el veneficio que se va sacando destas ventas […] en tiempo que tanto se necesita valerse de este y otros medios”. Ese había sido, al cabo, el motivo por el cual Su Majestad había mandado, desde el principio de las ventas, que los asuntos de esta naturaleza no saliesen del Consejo de Hacienda, adonde “en gobierno y en justicia -concluía la citada consulta- se atiende con toda atención a la razón y al derecho de las partes”, como en otros casos y ante pretensiones de esta misma calidad había resuelto el monarca[72].

Algo, sin embargo, estaba empezando a cambiar. Nos informa de ello una consulta de 18 de junio de 1664 en la que los consejeros de Hacienda representaban al monarca los inconvenientes que nacían de que se hubieran desobedecido las cédulas reales para dar la posesión del lugar de Vicálvaro a los herederos del general Francisco Díaz Pimienta, tanto por los mismos vecinos como -y sobre todo- por la villa de Madrid, que tenía privilegio, conseguido asimismo a título oneroso, para que no se enajenasen lugares de su jurisdicción; más aún, habiéndose valido los opositores de unas provisiones despachadas por el Consejo de Castilla para que se llevasen a él los autos de posesión, donde en efecto se formó competencia y se retuvo el asunto[73]. Protestó, lógicamente, el Consejo de Hacienda por la novedad que suponía que se sacara de él el conocimiento y la ejecución de las cedulas para la venta de vasallos; alegando además que en el pasado reciente había habido casos que por autos de la Sala de Competencias se mandaron llevar al de Castilla y luego Su Majestad fue servido de remitírselos. No había ninguna razón, pues, para que no se hiciese lo mismo con el que se acababa de suscitar, y sí las había -y muchas- para que se continuara con una forma de proceder basada, según el Consejo de Hacienda, en sólidos fundamentos, “así de derecho como de buen gobierno”. Por eso, debió sorprender a los consejeros la resolución de Felipe IV a la citada consulta, ya que abría la puerta a una situación en la que los contratos de la factoría de venta de vasallos y los demás que tocaban a la Real Hacienda quedaban desacreditados. Decía el monarca, en efecto, que siendo lo declarado por la Sala de Competencias cosa juzgada no se podía alterar, y que en caso de que se pretendiese la nulidad de la sentencia pronunciada, tal punto habría de juzgarse en la misma Sala, oyendo a las partes, donde presumiblemente aquella quedaría confirmada. Además, ordenaba que se ajustara con los herederos del general Díaz Pimienta en qué otro lugar se les podría dar satisfacción que fuera equivalente a lo que el general desembolsó en su día por la compra no realizada de Puerto Real, “sin la molestia y dilación de los pleitos”, y en cuanto al “exceso” cometido en Vicálvaro declaraba que no convenía que quedase consentido pero que siendo el asunto dependiente del negocio principal que se cometía al Consejo de Castilla, le tocaba a este conocer de él y despacharlo en justicia[74].

La primera reacción del Consejo de Hacienda a los autos del Consejo de Castilla de febrero de 1669, que ya habían empezado a tener consecuencias[75], no se hizo esperar. A comienzos de marzo consultaba al gobierno de la regencia que el pleito seguido por el reino y algunas ciudades se había sustanciado sin la presencia de su fiscal, “que es la parte formal”, a resultas de lo cual la defensa de la regalía de Su Majestad (de su derecho a vender en definitiva) se había visto perjudicada; además, el Consejo de Castilla no había tenido presente en sus sentencias las concesiones hechas por el reino en las sucesivas prórrogas del servicio de los nueve millones en plata, lo que le había llevado a ver solo una parte de la realidad. Y estaban sobre todo las consecuencias prácticas que tales autos podían tener de cara al futuro inmediato ya que si se ejecutaban “faltaría el medio más prompto de que V. M. se puede valer para las necessidades públicas”. Juzgaba, pues, conveniente y necesario que Su Majestad enviase orden al Consejo de Castilla para que sobreseyese en la ejecución de los autos, y corrieran las ventas del modo en que lo habían hecho hasta entonces[76].

Volvió el Consejo de Hacienda a representar a la reina regente que se suspendiese la ejecución de los citados autos del Consejo de Castilla en consulta de 29 de octubre de 1670, o sea, un año después de que los contadores de la razón hubiesen formado la relación de los lugares y vasallos vendidos a la que antes nos referíamos. En su respuesta, sin embargo, la regente se limitó a ordenar que los contadores del reino se juntasen con los del Consejo de Hacienda para que entre ambos reconociesen el cálculo de los vasallos para cuya enajenación el reino había dado consentimiento y el de los que efectivamente habían sido vendidos, y elevasen sus conclusiones al Consejo de Castilla a fin de que este le consultase lo que se le ofreciere. Mientras, el Consejo de Hacienda se abstendría de proseguir en la venta de vasallos, y se suspendería asimismo la ejecución de las ejecutorias dadas por el de Castilla contra los compradores, no devolviéndoseles lo que hubiesen desembolsado hasta que “por punto general” se resolviese lo que fuese de justicia[77]. Con tales premisas era difícil que se pudiera llegar a un entendimiento.  Por lo pronto, el reino, dado que consideraba nulas en justicia las ventas de los 14.818 vasallos que, según sus estimaciones, resultaban de exceso sobre los 40.000 para los que había dado su consentimiento, no veía motivos para que no corriese el cumplimiento de las ejecutorias dadas por el Consejo de Castilla. Pero menos aún estaba dispuesto a reconocer, por razones que su Diputación detallaba en consulta de 16 de enero de 1671[78], la pretensión del Consejo de Hacienda de que todavía podía vender 122.000 vasallos en virtud de las sucesivas prórrogas del servicio de los nueve millones, como sus consejeros defendían con ahínco.

El caso es que un año después seguían sin juntarse los contadores de la razón y del reino para ajustar los vasallos que efectivamente habían sido enajenados[79]. Una nueva relación de los vendidos desde 1626 hasta 1672, así por cuenta de los 40.000 de las cédulas de factoría como por la del servicio de los 800.000 ducados que en dicho arbitrio concedió el reino a Su Majestad, de tres en tres años, desde principio de 1650 hasta fin de 1674, hecha por los contadores de la razón y firmada el 20 de junio de 1672[80], había concluido que restaban por vender 136.911 vasallos. Dicho cálculo, que el Consejo de Hacienda daba por bueno, era, sin duda, exagerado; y se basaba en presupuestos que la Diputación del reino no estaba dispuesta a admitir: tal, por ejemplo, que se tuviera que pagar por el servicio de los nueve millones más cantidad que la que produjeran los medios a él aplicados, o que estos corriesen más allá del término de los tres años de cada prórroga, de suerte que se pudiesen sumar (y acumular) los beneficios no realizados de un trienio a los siguientes. Pero también era verdad que la Diputación se excedía en algunas de sus apreciaciones, y particularmente al asegurar que, aún en el supuesto de que el reino tuviese que pagar los vasallos que el Consejo de Hacienda pretendía, dicha cantidad ya la había suplido con anterioridad y además con creces.

El asunto, en efecto, venía de atrás. Y es que habiendo prestado el reino el 19 de enero de 1639 consentimiento para que Su Majestad se pudiera valer por una vez de dos millones de ducados en exenciones de jurisdicciones y oficios perpetuos (en que se incluyeron luego 300.000 ducados en tierras baldías, para lo que dio nuevo consentimiento en 26 de abril de 1640), y teniendo noticia de que dichos medios habían producido más de los referidos dos millones, a principios de 1643 introdujo pleito en el Consejo de Castilla para que cesara el beneficio de ellos. Es más, estando el pleito pendiente, en la escritura de la prórroga del servicio de los nueve millones en plata que otorgó en 1647, puso por condición (que fue aceptada por Felipe IV) no ya que se reconociese que se habían acabado de beneficiar los dichos dos millones, sino que lo que sobrare de ellos sirviese para la paga del citado servicio. No parece, sin embargo, que lo negociado se cumpliera; al contrario, las informaciones que el reino junto en Cortes manejaba a la altura de 1656, con ocasión de una nueva petición regia para que sirviera con otros dos millones de ducados en ventas de oficios, indicaban que se había proseguido en la “venta y venefiçiaçión” de dichos medios después de aquella fecha[81]. Fuera lo que fuese, lo cierto es que una vez concluido el pleito en la Sala de Mil y Quinientas y ajustada por orden del Consejo de Castilla de 11 de octubre de 1664 la cuenta de lo que había procedido hasta 1648 de dichos expedientes constó haber ascendido la referida cantidad a 7.105.381 ducados, de que resultaba por tanto un exceso de 5.105.381 ducados sobre los dichos dos millones de ducados. Pues bien, esa suma, a juicio de la Diputación, compensaba sobradamente el valor de los 80.000 vasallos para los que el reino, según contabilizaba en 1671, había dado su consentimiento por el servicio de los nueve millones y prórrogas de él, y ello en el caso de que estuviese obligado a satisfacerlos, cosa a la que en principio la Diputación se negaba[82].

Tanto extravío de cuentas no llevaba a ninguna parte. En realidad, a estas alturas del siglo el problema que se planteaba no era tanto de exceso de oferta (que lo había, máxime si se daban por buenas las estimaciones y la forma de contar del Consejo de Hacienda) cuanto de escasez de demanda (causada por la falta general de disponibilidades, y quizá también de incentivos para comprar). De hecho, en los años sesenta y setenta las ventas de lugares fueron esporádicas, debido más que nada a la no concurrencia de compradores solventes, y afectaron en consecuencia a unos pocos centenares de vasallos. Valga como muestra de lo que decimos el siguiente dato: durante el trienio que cumplió en fin de 1676 del servicio prorrogado de los nueve millones se hicieron ventas por un valor de solo 4.557.219 maravedís, lo que supone que se dejaron de beneficiar 295.442.781 maravedís de los 300.000.000 posibles, o lo que es lo mismo, se vendieron únicamente el 1,5 por 100 de todos los vasallos que podrían haberlo sido de haberse dado unas circunstancias diferentes a las que realmente se dieron[83].

Sin embargo, no puede afirmarse que la Corona sintiera una excesiva preocupación por esta caída de las ventas. Y ello por una razón que resulta fácil de comprender: la parte del precio que percibía en dinero de contado (esa parte con la que podía atender a sus necesidades de gasto) se había ido reduciendo poco a poco, hasta llegar a desaparecer en algunos años. La culpa la tenían diversas cédulas reales expedidas a partir de 1643 que habilitaban a los titulares de juros para utilizar las medias anatas y demás secuestros de los intereses de que se valía el rey como moneda de cambio para adquirir con ella bienes y efectos del patrimonio regio: rentas reales en particular, pero también oficios, tierras baldías… y, un poco más tarde, cuando la década de los cincuenta había echado a andar, jurisdicciones y vasallos. Muchos propietarios de medias anatas que el rey no compensaba de otra manera y personas con débitos contra el monarca que de otro modo hubieran resultado incobrables aprovecharon, en efecto, semejante oportunidad y coparon un mercado del que la Corona obtenía cada vez menos provecho, pues está claro que no consideraba como tal (al no aprovecharle directamente) la satisfacción de esta clase de deudas, a la que por otra parte se había comprometido. Es más, pensamos que esta razón puede explicar también que no pusiera demasiado empeño en defender su potestad de enajenar frente a las pretensiones del reino de que cesasen las ventas por haberse cumplido supuestamente las concesiones que para ello había dado, pretensiones, recordémoslo, que desde mediados de los años sesenta fueron atendidas y avaladas judicialmente por el Consejo de Castilla. Y es que en unos momentos en que las ventas habían cesado de facto para ella, ya que poco o nada le estaban produciendo, la Corona debió pensar, más aún en la situación de debilidad en la que se encontraba como consecuencia de la minoría de edad de Carlos II, que no merecía la pena sostener, por semejante motivo, un conflicto institucional con la representación del reino.

Eso no quiere decir que la Corona no buscase la manera de salir del laberinto en que ella misma se había metido una vez que empezó a darse cuenta de que las ventas, por la razón antedicha, no le producían aquel beneficio inmediato del que en otro tiempo se había valido (para hacer de él el fundamento de determinadas factorías, para darlo como consignación de asientos, para emplearlo en gastos ordinarios o extraordinarios, etc.). Y lo hizo particularmente mediante la promulgación, a lo largo de los años sesenta, de varias resoluciones por las que se obligaba a los compradores a que pagasen la tercera parte al menos del valor de los vasallos (u otros bienes) que adquiriesen en dinero de contado (en plata a poder ser, y si no, en vellón con su reducción al precio que corriere), permitiéndoles que las otras dos terceras partes las pudiesen hacer efectivas en medias anatas y demás descuentos de juros[84]. Tales disposiciones no tuvieron, sin embargo, el cumplimiento efectivo que se esperaba, como revela, por otra parte, la frecuencia con la que se reiteraron. Y lo mismo puede decirse de la real orden de 25 de enero de 1675, que mandó ejecutar lo que ya se había dispuesto en otra de 22 de septiembre de 1663 pero que entonces no tuvo efecto, esto es, que en adelante todas las ventas se hiciesen “por dinero de presente” para poderlo emplear directamente (“con efecto”) en los socorros más urgentes, “sin que con pretexto alguno se pudiesen aplicar en satisfacción de medias anatas de juros, bajas de moneda ni otros cualesquier créditos contra la Real Hacienda”. Se conformaba además esta última medida con la decisión adoptada ese mismo año por la Corona de no dar en lo sucesivo a los juristas ninguna clase de satisfacción por los réditos de los juros que les eran retenidos, de modo que lo que hasta la fecha habían sido secuestros temporales de los intereses de la deuda consolidada, reintegrables teóricamente en este u otros efectos, se convirtieron en supresiones definitivas, ya sin ningún tipo de compensación, de partes considerables del situado (CASTILLO, 1963: 65; MARCOS MARTÍN; 2018: 85-86), lo que terminaría por desacreditar este tipo de deuda. De todas formas, puesto que el “lograr algún desaogo para las muchas cossas preçissas del servicio de V. Mgd.” siguió siendo el objetivo fundamental a cumplir por las enajenaciones, y aunque se procurase “adelantar el venefiçio del contado a la maior porçión que se pudiere”, según reconocía el Consejo de Hacienda en consulta de 1682[85], todavía en las dos últimas décadas del siglo se hicieron algunas –pocas– ventas de lugares en que, no embargante lo legislado, se permitió a los compradores pagar una parte sustancial de su precio con medias anatas de juros, bien que causadas antes de 1675[86].

La ampulosa argumentación con que se trató de justificar la orden de 25 de enero de 1675 difícilmente podía ocultar el incumplimiento de las promesas y obligaciones de la Corona para con sus acreedores juristas: eran dichas enajenaciones, se aseguraba, tan en perjuicio del patrimonio real y tan opuestas a las leyes del reino y a las condiciones de millones que solo los empeños forzosos de la defensa de la Monarquía habían obligado a dispensar su prohibición; por tanto, todo lo que procediese de dichas ventas debía servir para alivio de las “necesidades públicas” y no para satisfacer a los titulares de juros por los intereses que se les hubiese tomado o fuese a tomar en el futuro. Más allá, empero, de manifestar imperativamente ese primer y fundamental propósito, la citada orden tenía como efecto secundario multiplicar las restricciones y recortar la capacidad de compra de los potenciales compradores, ya muy debilitada por la falta general de disponibilidades y la deflación del vellón de 1680, factores a los que en último término se debe achacar la caída de las ventas en estos finales del siglo. Porque oferta seguía existiendo, al menos teóricamente, con independencia de lo que defendiera el Consejo de Castilla. La propia Corona se esforzaba en exhibirla y ponerla en valor de vez en cuando, aunque al hacerlo incurriera en más de una contradicción con lo afirmado en otras ocasiones sobre los menoscabos que experimentaban el patrimonio regio y los intereses comunes a resultas de las enajenaciones que se había visto obligada a practicar. Y, sin embargo, tampoco hay que descartar que tales contradicciones lo fueran solo en el terreno de las palabras y de la propaganda interesada. Como recordaba el Consejo de Hacienda en consulta de 21 de julio de 1682 a Carlos II, no era mucho en realidad lo que Su Majestad perdía con las ventas de vasallos, pues siempre le quedaba la suprema jurisdicción y solo vendía a los particulares compradores la que correspondía a un corregidor. Esta idea de que los señores no eran, a la postre, sino “corregidores perpetuos” del monarca (agentes eficaces del rey en el territorio) aparece continuamente en la documentación que hemos consultado. Como está también presente en ella otra que los consejeros de Hacienda deslizaban asimismo en la referida consulta y con la que el monarca se mostraba conforme: que las ventas eran en beneficio de los pueblos afectados, “que inmediatamente tenían quien cuidase de su conservación”[87]. Dos afirmaciones, en suma, que, formuladas desde el centro mismo del poder, resultan inquietantes y nos invitan (obligan) a recorrer otros caminos en los que, por falta de espacio, no podemos entrar aquí.

 

 

 

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[1] Este trabajo se ha realizado en el marco de los Proyectos de Investigación Hispanofilia IV: los mundos ibéricos frente a las oportunidades de proyección exterior y a sus dinámicas interiores (HAR2017-82791-C2-1-P), e Hispanofilia V: Las Formas de interacción con el mundo: cautiverio, violencia y representación (PID2021-122319NB-C21); así como en el contexto de la Red de Excelencia sobre la Movilidad de las Sociedades y las Fronteras de los Mundos Ibéricos (Coredex2): RED 2018-102360-T, financiados por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ y por FEDER Una manera de hacer Europa.

[2] Suma que equivaldría al 14,5 por 100 de todo el crédito contratado por la Corona en dicho año, que ascendió a más de 8,2 millones de escudos y ducados. Archivo General de Simancas (AGS), Contadurías Generales (CCGG), leg. 119.

[3] Después, por real cédula de 3 de junio de 1625, se mandó que de los 312.000 escudos y ducados que había de proveer Octavio Centurión se bajasen 100.000 conforme a lo acordado con él antes de hacer la provisión, quedando en consecuencia el asiento en el que participaba en 958.750 escudos y ducados. De otro lado, y por real cédula de 26 de agosto de 1626, se mandó acrecentar la provisión que hacían los Giustiniani en 31.000 ducados más, por el precio de mil quintales de pólvora que habían provisto en ese mismo año de 1625. AGS), CCGG, leg. 119.

[4] AGS, CCGG, leg. 119.

[5] Una copia de este asiento, que contemplaba una provisión adicional de un millón de escudos y ducados en estos reinos (para la Armada del Mar Océano) y fuera de ellos (para Flandes), en AGS, CCGG, leg. 118.

[6] Tales actuaciones -ventas de rentas reales, y crecimientos de juros y de alcabalas y tercias- las llevarían a cabo, por otra parte, guardando las condiciones dispuestas en las que se realizaron en virtud del medio general de 1608, que dio solución técnica a la suspensión de consignaciones de 1607 y estuvo vigente hasta finales de 1617 por lo menos.

[7] Después, por lo que se refiere al reino de Nápoles, Felipe IV mandaría que, en lugar de las ciudades que primero se les señalaron, se diese a los asentistas el precio de ellas sobre la gabela de la seda de Bisiniano, en el propio reino, hasta alcanzar la suma de 500.000 ducados, y por ellos 35.000 ducados anuales a percibir desde el 10 de marzo de 1626 en adelante. AGS, CCGG, leg. 119.

[8] AGS, Dirección General del Tesoro (DGT), invent. 11, leg. 3.

[9] Inciden en la diferencia Domínguez Ortiz (1960: 101-102), Gelabert (1997: 311-312) y Álvarez Nogal (1999). Véase también Ruiz Martín (1990: 117-118).

[10] Me he ocupado del tema en algunos trabajos anteriores (MARCOS MARTÍN, 2009; 2011; y 2012) a los que remito.

[11] AGS, CCGG, leg. 119.

[12] Actas de las Cortes de Castilla (ACTAS), XLIII, 51-52.

[13] ACTAS, XLIII, 244-245, 254 y 263-264.

[14] Se insertan a la letra tales reales cédulas en los privilegios de venta expedidos a los compradores. Copias de estos privilegios (y de otros), dispuestas por orden alfabético de localidades, se encuentran en AGS, Mercedes y Privilegios (MP), legs. 251-379.

[15] Los lugares que no llegasen a 100 vecinos quedaba a elección del rey y su Consejo de Hacienda el venderlos “por vasallos” o “por término” a razón, respectivamente, de 6.400 y 5.600 ducados por legua cuadrada. No obstante, la real cédula de 20 de agosto determinó que esta condición no implicaba que las localidades de más de 100 vecinos no se pudiesen vender también por término si ello era lo más beneficioso para la Real Hacienda. Por otra parte, si los lugares que se enajenaban tenían castillos, estos se venderían igualmente a los compradores.

[16] Se trataba de las sesiones del Consejo de Hacienda en las que entraban dos miembros del Consejo Real (también llamado de Justicia o de Castilla) que lo eran también de aquel.

[17] AGS, CCGG, leg. 119.

[18] AGS, CJH, leg. 632, consulta de 24 de abril de 1627. Copias de los asientos formalizados en 1627 se encuentran en AGS, CCGG, leg. 121.

[19] Más información sobre este personaje en Álvarez Nogal (1999).

[20] AGS, CJH, leg. 632, consulta de 21 de septiembre de 1627. El memorial de Spínola, de fecha posterior, está en este mismo legajo.

[21] Por asiento que se tomó con Francisco María Piquinoti en 2 de septiembre de 1627, se ofreció a proveer en Flandes 280.000 escudos en los cuatro meses postreros de dicho año, de los cuales 170.000 se le consignaron sobre Bartolomé Spínola a cobrar en la feria de la Aparición de 1629, en Besançon o donde se hiciere. AGS, CJH, leg. 632, consulta de 11 de septiembre de 1627, y CCGG, leg. 121.

[22] AGS, CJH, leg. 632.

[23] Se descartaban, asimismo, las pagas en créditos de las diputaciones para el consumo del vellón en contra de lo que se determinó cuando estos establecimientos se establecieron. En cambio, dada la carestía del metal blanco, se permitía a los compradores adquirir plata con vellón a los precios y premios en que los hallaren en la calle, que solían estar por encima de los tasados oficialmente, sin incurrir por ello en las penas que recaían sobre los que no respetaban dichas tasas.

[24] Y ello también a pesar de lo dispuesto por la pragmática de 27 de marzo de 1627 sobre la reducción y consumo de la moneda de vellón a su justo valor que prohibía el dar o tomar dinero a censo si no era a través de las diputaciones que para tal fin se creaban.

[25] AGS, CJH, leg. 643.

[26] El experimento de las diputaciones para el consumo del vellón, creadas por la pragmática de 27 de marzo de 1627, fue un fracaso, y acabó con la pragmática de 7 de agosto de 1628, por la que se mandó reducir toda la moneda de vellón a la mitad de su valor, devaluación que sin embargo no consiguió restablecer la paridad entre las dos monedas.

[27] AGS, CJH, leg. 656, consulta de 25 de enero de 1629.

[28] AGS, CJH, leg. 643, consulta de 21 de diciembre de 1628.

[29] AGS, CJH, leg. 656, consultas de 25 de enero, y 10 y 12 de febrero de 1629. El asiento de la venta al marqués de los Trujillos de los 680 vasallos (los que tenían los lugares de Albolote, Guadahortuna, Valdepeñas, Los Villares y Cazalilla, aunque este último se tanteó luego), fechado el 22 de febrero de 1629, en AGS, DGT invent. 24, leg. 291.

[30] Según la consulta de 10 de febrero de 1629 citada en la nota anterior, desde finales del año anterior se habían otorgado algunas ventas de lugares que, con las hechas hasta entonces, se entendía que llegaban hasta los 17.000 vasallos poco más o menos.

[31] También se aplicaría a dicha paga lo que resultase de la reducción “a número cierto” de los oficios de escribanos reales, así como lo que procediese de las alcabalas y tercias que se siguieran vendiendo. AGS, CJH, leg. 667.

[32] Fueron tres en realidad las cédulas de Su Majestad despachadas por el Consejo de Hacienda, dos de ellas el 15 de mayo para la venta de los 12.000 vasallos y el oficio de regidor, y la otra el 8 de junio siguiente para la del oficio de alguacil mayor.

[33] La carta que se remitió a la villa de Madrid, por ejemplo, era del 30 de enero de 1630 (y posiblemente también las enviadas a las otras ciudades), aunque hasta el 9 de marzo no acordó su ayuntamiento prestar el consentimiento que el rey le pedía (AGS, CJH, leg. 664, consulta de 13 de marzo de 1630). Vistas por el Consejo las respuestas de las ciudades, por auto de 16 de abril de 1630 se declaró por “bastante” dicho consentimiento; y finalmente, por cédula de 19 abril, Felipe IV mandó que lo contenido en él se guardase, cumpliese y ejecutase.

[34] AGS, CJH, leg. 666, consulta de 28 de marzo de 1630.

[35] Dicho memorial sin fecha se vio en la sesión del Consejo de Hacienda celebrada el 7 de julio de 1630 (AGS, CJH, leg. 666), y fue objeto de una consulta fechada el día 15 (AGS, CJH, leg. 665).

[36] Como lo probaba el que se hubiese mostrado dispuesto a proveer últimamente, además de los 666.000 escudos dichos, otros 50.000 ducados para Hamburgo y 8.000 ducados en Barcelona. AGS, CJH, leg. 665, consulta de 15 de julio de 1630.

[37] Solicitado para hacer frente a las necesidades sobrevenidas con motivo de la guerra de sucesión de Mantua y la amenaza de una invasión francesa en Italia (DOMÍNGUEZ ORTIZ, 1990: 299-300).

[38] O incluso que se les reintegrarían lugares que les habían sido vendidos con anterioridad. AGS, CJH, leg. 666.

[39] Que daban lugar, como señalaba el Consejo de Hacienda en consulta de 15 de julio de 1630, a que las acciones emprendidas se encontrasen de tal modo que “las unas perturban el uso y beneficio de las otras”. AGS, CJH, leg. 665.

[40] AGS, CJH, leg. 665.

[41] A principios de 1631 Bartolomé Spínola había realizado nuevas provisiones para Italia y Flandes, en cuenta de las cuales se le ofreció, entre otras consignaciones, una de 300.000 ducados en lo que sacare del precio en que vendiese los oficios de la administración general de los almojarifazgos mayor y de Indias o del arrendamiento que hiciese de dichas rentas. De esta comisión, sin embargo, apenas sacó fruto el factor, pues solo vendió el oficio de contador del despacho de las cartas de pago de los juros situados en aquellas rentas por 32.000 ducados. Por consiguiente, para la satisfacción de los 268.000 ducados que se le seguían debiendo de la susodicha consignación (para entonces él ya había provisto 256.000 ducados, que se le tenían que haber pagado en febrero, marzo y junio) y poder dar cumplimiento a otros 300.000 ducados consignados a los hombres de negocios con los que la Corona había tomado asientos este año en los efectos que él beneficiaba, pidió otras entradas en las que poder cobrarse. AGS, CJH, leg. 677, consulta de 23 de julio de 1631.

[42] Dicha resolución se plasmaría en la real cédula de 25 de marzo de 1632 por la que se mandó que las ventas de vasallos y oficios de alguacil mayor y regidor perpetuo que estuviesen tratadas de vender conforme a las cédulas de 15 de mayo y 8 de junio de 1630 y las que se fuesen ofreciendo se hiciesen en nombre de Su Majestad. AGS, CJH, legs. 689 (la consulta) y 713 (la real cédula).

[43] AGS, CJH, leg. 689.

[44] AGS, CJH, leg. 701.

[45] El 3 de junio de 1632 el Consejo había suplicado una vez más al rey que fuese servido de mandar, “expresa e inviolablemente”, que no se hiciesen por el de Cámara ventas de oficios de regidores, fieles ejecutores y depositarios generales con voz y voto en los ayuntamientos, no solo porque tales ventas embarazaban y desvanecían mucho las de alguacil mayor y regidor que se tramitaban por el Consejo de Hacienda, sino porque en lo que procediere de estas estaban consignados, por los asientos que últimamente se habían tomado para Flandes, Milán y Alemania, más de 200.000 ducados, a pagar de aquí a fin de julio de 1633, con cláusula de suspensión. AGS, CJH, leg. 689.

[46] AGS, CJH, leg. 701, consulta de 31 de agosto de 1633.

[47] A las razones aludidas en otras ocasiones (ya se habían vendido los más apetecibles de todo el reino), añadía el Consejo la falta general de moneda, los embarazos causados por asuntos de competencias o la aplicación a los compradores de la recientemente establecida media anata de mercedes. AGS, CJH, leg. 714.

[48] Dicha real cédula se inserta en los instrumentos de venta de tales oficios. Véase AGS, DGT, invent. 24, legs. 326 y 328-329.

[49] AGS, CJH, legs. 701 y 713.

[50] AGS, CJH, leg. 701, consulta de 24 de mayo de 1633.

[51] AGS, CCGG, leg. 128, y CJH, leg. 714, consulta de 21 de abril de 1634.

[52] AGS, CJH, leg. 717, consulta del conde de Castrillo, 26 de septiembre de 1634.

[53] AGS, CJH, legs. 714 y 730.

[54] AGS, CJH, leg. 714.

[55] En concreto, para prevenir dicha provisión y extinguir los débitos que causare, le fueron señaladas las siguientes consignaciones: 200.000 ducados en la plata que se esperaba de las Indias antes de fin de año; 350.000 ducados en el servicio de millones, pagas de mayo y noviembre de 1635 correspondientes a las provincias de Toledo y Madrid; y el resto, en lo que procediere del susodicho regimiento acrecentado. AGS, CJH, leg. 718. Ventas de estos oficios pueden verse en AGS, DGT, invent. 24, leg. 325.

[56] AGS, CJH, leg. 730, consulta de 24 de mayo de 1635.

[57] La real cédula por la que se disponía la venta de este tercer regimiento acrecentado es de 12 de febrero de 1636. AGS, CJH, leg. 795.

[58] Según consulta del Consejo de Hacienda, de 31 de mayo de 1638, la cantidad finalmente concedida por el reino en esta negociación (que corrió por mano del conde de Castrillo) fue de 600.000 ducados. AGS, CJH, leg. 784.

[59] Así se hizo en varios de los concertados en 1636 y 1637. AGS, CCGG, legs. 130 y 131, y CJH, leg. 778.

[60] La conocida comisión a don Luis Gudiel para la composición de tierras en el reino de Granada es de septiembre de 1635 (DOMÍNGUEZ ORTIZ, 1984).

[61] AGS, CJH, leg. 784.

[62] AGS, CJH, leg. 784.

[63] AGS, CJH, legs. 780 y 784.

[64] Sobre la venta de los oficios de contadores de millones se venía hablando al menos desde principio de 1638 (AGS, CJH, leg. 784, consulta de 30 de enero). Copias de las escrituras de venta de estos oficios hechas por Bartolomé Spínola, la mayor parte en 1639, pueden verse en AGS, DGT invent. 24, leg. 330.

[65] AGS, CJH, leg. 782.

[66] Real cédula de 14 de marzo de 1639 por la que S.M. se sirve de mandar vender un oficio de regidor cuarto acrecentado. El encargado de disponer estas ventas fue Pedro Valle de la Cerda. AGS, CJH, leg, 795.

[67] Se trata de la misma relación que diera a conocer Gentil da Silva (1967: 223-224), cuyos datos, utilizados por autores como Domínguez Ortiz (1964: 206-207) o Gelabert (1997: 206), corregimos aquí a la vista del original. AGS, CJH, leg. 1278 (cuenta de 24 de septiembre de 1669).

[68] Dicha prevención no era ociosa, pues el número de vecinos de las localidades que se vendían, una vez realizadas las pertinentes averiguaciones, resultaba ser por lo común mayor que el presupuestado inicialmente.

[69] “… por haberse reconocido que este medio a sido muy graboso y del a resultado grandes yncombenientes y la perdiçión total de los lugares exsimidos”. AGS, CJH, leg. 1278.

[70] AGS, CJH, leg. 1278 (cuenta de 13 de diciembre de 1669).

[71] Cuyos distritos territoriales se encontraban precisamente entre los más afectados por las ventas.

[72] AGS, CJH, leg. 1031.

[73] AGS, CJH, leg. 1183.

[74] AGS, CJH, leg. 1183.

[75] Se había parado, por ejemplo, la petición del duque de Veragua de que se le vendiese el lugar de Palomares, jurisdicción de la ciudad de Sevilla. AGS, CJH, leg. 1278.

[76] AGS, CJH, leg. 1278, consulta de 8 de marzo de 1669.

[77] AGS, CJH, leg. 1278.

[78] AGS, CJH, leg. 1278.

[79] Así lo señalaba el Consejo de Hacienda en consulta de 17 de febrero de 1672, culpando a los contadores del reino del retraso. AGS, CJH, leg. 1312.

[80] Y cuyo resumen ajustado, fechado el 24 de noviembre de 1672, el Consejo de Hacienda remitió al rey con consulta del 28. AGS, CJH, leg, 1313.

[81] ACTAS, LIX-2, pp. 908-915 (sesión de 28 de enero de 1656).

[82] AGS, CJH, leg. 1278, consulta de 16 de enero de 1671.

[83] El dato procede de la real cédula de 23 de noviembre de 1682 sobre la venta de vasallos a cuenta del servicio sucesivamente prorrogado de los nueve millones, que se inserta en las escrituras de venta despachadas en estos finales del siglo. Véase, por ejemplo, la escritura de asiento para la venta de la jurisdicción del lugar de Cerezo de Abajo y su barrio de Mansilla. AGS, DGT, invent. 24, leg. 305, fol. 26.

[84] Dichas medias anatas podían ser, a su vez, propias o de cesonarios. Aunque con las segundas solo se permitía pagar la mitad, como mucho, del precio de la cosa, su ventaja estribaba en que podían adquirirse a bajo precio en la calle, en un mercado informal de tales efectos que enseguida se formó, y cuya existencia perjudicaba igualmente los intereses de la Real Hacienda.

[85] AGS, CJH, leg. 1435.

[86] Es el caso, por ejemplo, de la venta en 1682 a don Juan de Córdoba y Lisón, caballero de Santiago y gentilhombre de la boca de Su Majestad, del lugar de Algarinejo, que era de la ciudad de Loja. AGS, DGT, invent. 24, leg. 306, fol. 3, y CJH, leg. 1435.

[87] AGS, CJH, leg. 1435.

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