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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto - ISSN 2451-6961 (en línea)

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº19. Mar del Plata. Enero-Junio 2024.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

                                                                           

Volver sobre los propios pasos: la genealogía de mujeres migrantes en la poética de Ana Wajszczuk

Katya Vázquez Schröder

Universidad de La Laguna,

Agencia Canaria de Investigación, Innovación y Sociedad de la Información

 de la Consejería de Economía, Conocimiento y

Empleo y por el Fondo Social Europeo, España

kvazquez@ull.edu.es

 

Recibido: 06/02/2024

Aceptado: 25/04/2024

ARK CAICYT: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s24516961/5xonipb1b

Resumen

En el presente artículo se analizarán los poemas que integran El libro de los polacos, de la escritora argentina Ana Wajszczuk, para abordar la escritura que se centra en recuperar la memoria familiar del desplazamiento, y, así, reflexionar en las repercusiones que esto tiene en la configuración de una identidad escindida y una pertenencia inestable. Se abordarán temas que vertebran el poemario como el silencio de las mujeres migrantes, la incomunicación, las posibilidades de la escritura para sortear el olvido, el testimonio poético, y la deuda con respecto a las historias del pasado.

Palabras clave: Ana Wajszczuk, desplazamiento, identidad, memoria, mujeres, testimonio.

Retracing one's steps: the genealogy of migrant women in Ana Wajszczuk’s poetics

Abstract

In this article, the analysis will delve into the poems comprising El libro de los polacos by the Argentine writer Ana Wajszczuk. The focus is on the writing that aims to recover familial memory of displacement, exploring reflections on the repercussions this has on the formation of a fractured identity and an unstable sense of belonging. Key aspects of the poetry collection to be explored include the silence of migrant women, communication challenges, the capacity of writing to overcome forgetfulness, poetic testimony, and the obligation to engage with historical narratives.

Keywords: Ana Wajszczuk, displacement, identity, memory, testimony, women.

Volver sobre los propios pasos: la genealogía de mujeres migrantes en la poética de Ana Wajszczuk

Introducción

La memoria, tal como anticipó Andreas Huyssen a principios del siglo XXI, se ha convertido en una preocupación central de la cultura y la política de las sociedades occidentales. Este giro al pasado contrasta con la tendencia de privilegiar el futuro del siglo XX, con estrecha vinculación a las migraciones, los desplazamientos y los viajes. Ante la inestabilidad y la incertidumbre, la búsqueda hacia atrás permite un anclaje y un mayor conocimiento del momento actual, “un baluarte que nos proteja de la profunda angustia que nos generan la velocidad del cambio y los horizontes del tiempo y espacio cada vez más estrechos” (Huyssen, 2002: 32). Ante la vorágine del presente, no son pocos los escritores que buscan en la remembranza del viaje y en los secretos familiares preguntas sobre su identidad.

De este modo, la escritora, periodista y editora argentina Ana Wajszczuk (1975) escribe lo siguiente en el prólogo a su tesis de la Maestría de Escritura Creativa de la Universidad Tres de Febrero, denominada “Cómo se hace una poeta. Apuntes autobiográficos sobre la poesía como una praxis” (2023): “Un poema podía, también, hablar de mi vida mientras me revelaba algo que yo no sabía hasta ese momento. Un poema podía ser un lugar donde vivir”. En esta declaración de intenciones, ya se vincula el texto con una morada que reflejará datos de la vida que ni la misma escritora conocía. La memoria de vidas anteriores marcadas por un barco que los llevara “hacia tierras tropicales” (Wajszczuk, 2022: 21) es la que traza un mapa hasta el momento presente en el que se escriben estos poemas a modo de archivo.

La inquietud por la historia familiar se hizo patente en el año 2000, tras el contacto vía correo electrónico de un pariente que, emigrado a Estados Unidos desde Polonia en la década del 60, estaba armando el árbol genealógico de su familia. A través de estas historias, y estando en Costa Rica, surgieron los poemas que componen El libro de los polacos, el cual obtuvo en 2003 el XXII Premio de Poesía Ciudad de Badajoz. Posteriormente, en 2017, se publicó Chicos de Varsovia, un texto a caballo entre la investigación, la crónica y el ensayo sobre la historia de tres primos de su abuelo, Bárbara, Antoni y Wojtek, que habían sido parte de los jóvenes insurgentes en Polonia durante el levantamiento contra los nazis en 1944. Finalmente, una nueva versión de El libro de los polacos fue publicada en 2022 por Caleta Olivia[1], con algunos poemas de la edición original corregidos, junto a otros poemas de Chicos de Varsovia, los cuales serán, en su conjunto, el centro de interés de este estudio. Wajszczuk, como primera generación nacida en Argentina, reconstruye una genealogía de mujeres particular que aúna abuela-madre-hija, con inclusión, en ocasiones, de tías y primas, y que marca una determinada relación trunca respecto a la lengua, la presencia y la pertenencia a la historia familiar.

La memoria silenciada

Existe una tendencia por parte de las mujeres a silenciar el desplazamiento. Basta este verso de la escritora Tamara Kamenszain, escrito en La casa grande (1986), para verificarlo: “verso medido por las madres / hacia la casa, adentro, hacia la sala / tras la costura banal de lo ya dicho” (Kamenszain, 2019: 196). Esto es, mujeres que prefieren la “costura banal”, mantener un “verso medido”, no excederse en palabras, no recuperar la memoria. Ana Wajszczuk, en una entrevista realizada por Laura Galarza para Página 12 (2022), mencionó esto mismo: la reticencia por parte de las mujeres de su familia para contar la historia de su migración, pues “quizá el silencio era una manera de protegerse, mirar para adelante y empezar una nueva vida”[2]. Callar posibilitaba esquivar el rechazo, la estigmatización y recuperar el control de su intimidad, asegurándose que así fuera también para las generaciones siguientes. El silencio, no contar las historias, permitiría hacer llegar más rápido el olvido y, así, eliminar cualquier rastro del pasado de persecución y violencia que pudiera volver a ponerlos en peligro. Señala Ana Luengo (2012: 77) que “tras un seísmo como una guerra, la emigración o la instalación de una dictadura, la violencia y el absurdo pasan a primer plano en la conciencia familiar, marcando perceptiblemente la memoria de sus miembros, aunque no se hable de ello abiertamente”, y, podemos agregar, aunque esos miembros que reproducirán la historia en su propia clave tampoco fueran los que experimentaron el desarraigo, el dolor o el trauma. Lo que sí se reproducen son los titubeos, susurros y silencios, dados no solo por una amnesia autoimpuesta, sino por una pérdida de referencias físicas y temporales al salir del país de origen, que autoriza los huecos que tiene el poema resultante, como una visión gráfica de las formas heterogéneas y amorfas de la transmisión.

Esta memoria que se hereda de mujeres que no hablan, pues el silencio, los susurros y los secretos también contienen mensajes, viene a responder la pregunta planteada por la crítica literaria estadounidense Alice Kaplan: “¿Qué pasa con la memoria de la historia cuando deja de ser testimonio?” (en Basile y González, 2020: 11). El caso es que, a la historia contada por los sobrevivientes, que es recogida tras su escucha y digestión, se le suma la elaboración de recuerdos propios. En este sentido, la escritura es el momento culmen del proceso, y constituye una estructura de transmisión que permite heredar el relato de la experiencia traumática y reformularlo desde el presente y la propia subjetividad, para, así, averiguar cómo afecta ese pasado al presente del yo poético. El “poema sin testimonio”, que al negar el término logra darle también énfasis, permite a las mujeres afirmar una posición de sujeto que les otorga la autoridad para reivindicar su verdad, y también de las que les antecedieron. La posgeneración, hija de exiliados, toma conciencia, por tanto, del peso que adquieren los vacíos en el pasado, que deben ser cubiertos por la imaginación. De ahí en más, el poema se convierte en una realidad y no en un vehículo para llegar a una memoria subyacente. El proceso migratorio, el viaje como tal, implica una continuidad, como así también la escritura: un pasado que a su vez también está en construcción. El acto de rememoración implica que el sentimiento de extranjería se perpetúe, pues implica la necesidad de contar y dar continuidad a una identidad dentro de otro país que se había mantenido en silencio. El desplazamiento intercontinental no es vivido por la autora, sin embargo, eso no quiere decir que no exista un viaje o periplo a la casa propia, al menos a una de ellas, a través de la escritura, la conversación y la investigación previa.

El viaje a través de la escritura

El viaje no es una bisagra o un punto de inflexión, sino que es el comienzo que borra un fin. La amnesia, el olvido voluntario, la lengua polaca no transmitida, las historias que no se quieren contar, no impiden que el yo poético sienta la responsabilidad y la inquietud, no por documentar con exactitud cronológica, sino por mostrar el contenido afectivo, emocional y subjetivo implicado en la experiencia del pasado. No se escribe en busca de esa identidad perdida o extraviada, sino que, teniendo ya una identidad, argentina en este caso, se busca retratar de otra manera aquello que forma parte o podría llegar a formar parte del sujeto poético. La escritura permitiría otorgarle al sujeto un acceso a su identidad-en-proceso como mujer, pero también como hija de inmigrantes que debe luchar contra prejuicios y estigmatizaciones. Jacques Derrida (1998: 61) sostuvo que “no hay nombre propio sin herencia, sin deuda, sin huella que nos expropia todo el tiempo de ese nombre que debería designarnos solo a nosotros”. La genealogía de abuela-madre-hija permite conquistar una identidad marcada por violencias. En los poemas, el motivo común son las mujeres en peligro. La voz del poema, por tanto, se articula como respuesta o desvío, y se gesta como voz de un sujeto silenciado. El poema “Stefania, 1940” comienza de la siguiente manera: “No dejes que me llueva dentro, / dijo al despedirse / le dijo a Dios, tal vez, esas palabras / porque su madre no escuchó de ella ni una queja / ni un suspiro” (2022: 13). El silencio no solo protagoniza cada uno de los poemas ni es prominente solo a la hora de reconstruir las experiencias, sino que es la experiencia en sí misma, compartida por una sociedad civil víctima de la guerra. La “autoamnesia” provoca huecos en el lenguaje que impiden nombrar los recuerdos incluso con disparadores de la memoria delante. Un poema representativo de lo que se acaba de mencionar es “Las dos miramos una foto” (2022: 43):

“El tiempo le arrebató suavemente

el idioma prestado

del suyo sólo quedan jirones

enredados como babas del diablo en la memoria

palabras que no puedo comprender

se caen de los bordes de mi mundo.

Y así estamos

en la mímica del lenguaje que se levanta

como un muro

ante el silencio crujiente de la tarde”.

Los poemas de Wajszczuk tienen como interlocutor a sus propios familiares, a quienes nombra, fundamentalmente a la abuela Stefania, a quien este libro homenajea contando fragmentos de su historia en diversos años en los que tuvo que escapar de Polonia. La abuela, cuyo padre había sido encarcelado, fue personal civil de una rama del ejército británico del general polaco Władysław Anders, que, por su buena relación con Stalin, logró que, en 1941, todos los polacos que estaban prisioneros en la ex-URSS fueran liberados para formar parte del ejército británico bajo el mando de dicho general. La abuela y su madre siguieron las tropas de Anders por todo Medio Oriente hasta Palestina y después Inglaterra. Tras conocerse en un campo de refugiados con el que sería su marido, y con un hijo de un año, escaparon a Argentina, instigados por la publicidad que el gobierno peronista hacía de la economía nacional.

Cada poema toma la forma de un testimonio imaginario de quien nunca vivió el desplazamiento, pero quien tiene la responsabilidad de ser guardián de la memoria. En el viaje a través de la página se produce una vuelta atrás con recuerdos ficticios que no tienen un referente real, pero que permiten iluminar ciertas zonas que la rigurosidad de la no ficción no consigue. En este sentido, las posibilidades de la poesía como herramienta más maleable para recuperar la memoria que la no ficción permite rondar el agujero de lo que no se sabe y aproximarme a él desde su incerteza. La inactualidad de la poesía, a pesar de las continuas fechas que se recogen en este poemario, pone en cuestión el tiempo lineal que fundamenta la memoria, y acerca una experiencia más real que es la que tiene lugar dentro del propio poema, a pesar de que eluda la aparente transparencia de otros discursos sociales. La memoria, siempre transitoria y poco confiable, encuentra su nicho en poemas que permiten otros acercamientos a la realidad. Con especial énfasis en lo íntimo, como zona de exploración de la nueva subjetividad, señala la investigadora argentina Leonor Arfuch (2005: 281) lo siguiente: 

“El movimiento de la identidad encuentra su modelo en la narrativa, único lugar donde puede expresarse el devenir, nunca clausurado, de la temporalidad. Por ello cabe pensar en otro tipo de identidad más dispersa, menos definida, que encaja en la poesía como espacio de libertad”.

De este modo, más allá de cualquier límite, la poesía permite evidenciar aquello que no se pretende o no se puede decir del todo. El fin no será obtener un hecho documental, sino mostrar un contenido emocional, afectivo, certero y subjetivo, lo cual acerca Roland Barthes (2003: 115) a la definición de literatura al ser “una forma de escuchar la lengua fuera del poder”. La poesía puede ser ese lenguaje personal, incluso corporal, y subjetivo, que saca al lenguaje de su función pragmática, y con ella, del sistema dominante. Experiencia, memoria e imagen poética se vinculan y compactan en el texto. No hay causalidades rígidas ni respuestas rotundas, la memoria acepta su condición fractal y también pasiva, pues es traída sin resistencia al presente como una imagen maleable. En estos poemas aparecen escenas que se reproducen bajo una nueva visión y se resignifican percepciones que existen sin la necesidad del sentido crítico de la experiencia.

No obstante, poetizar la historia de vida fabulada de un otro que, en ocasiones, se vuelve uno mismo, solo es posible en un texto cuyas fronteras entre géneros se esfuman de a momentos. Hay en ellos una interlocución con archivos y documentos, como la digitalización del árbol genealógico comenzado por un pariente con más de 500 ramas; la incorporación de la experiencia; la intervención confesional o no de la primera persona; una imaginación que se redefine; una proliferación de voces y ecos de otros tiempos; la fragmentación; el collage; la traza mestiza; el bilingüismo o la incorporación de palabras en otra lengua; y, la introducción de un otro, el cual se convierte en uno mismo, el que escribe, y el que lee también. En el poema “Varsovia, 1945”, el yo lírico se cuestiona: “De qué están hechos los polacos -de qué estoy hecha” (2022: 76). No podríamos entonces señalar esta característica definitoria para afirmar la introducción narrativa en la poesía, sino más bien se trata de una evolución poética en la que aparecen a la vez los tres tipos de narratarios propuestos por Sara Rodríguez Gallardo (2020: 167): ausentes, invocados y personajes. En ocasiones nombrados con vocativos que se corresponden con un miembro familiar, pero que, al mismo tiempo, no aparecen con claridad, los narratarios no dejan tampoco de ser la figura doble o en espejo del propio yo poético. Este yo lírico es un sujeto de enunciación, y no de enunciado, como es el yo narrativo. Ese “yo” no es un personaje que habla, pues en un mismo poema puede llegar a posicionarse de distintas maneras, acercándose o alejándose, y no es tan sencillo captar estas distancias. No obstante, “hay alguien allí, en el poema, pero su visibilidad es opaca” (Genovese, 2011: 78). Se trata, por tanto, de un yo gramatical que es vulnerable de incluir mucho más que un yo biográfico, o, incluso, una singularidad de la persona; carece, pues, de una garantía de identidad. En los poemas que analizamos en este trabajo se nota una cercanía del sujeto lírico hacia su realidad, un yo vivencial, por lo tanto, que está “anclado en el campo de la experiencia, en el campo de percepción de ese sujeto, en su memoria emotiva y en los tironeos y avatares de su subjetividad” (Genovese, 2011: 80).

Ricardo Piglia señaló la diferencia entre dos formas primigenias de narrar que dan lugar, por lo tanto, a dos variantes distintas de narrador. El viaje y la investigación se corresponderían a modos de narrar básicos como formas estables, “anteriores a los géneros y a la distribución múltiple de los relatos en tipos y en especies”, comenta Piglia (2007: 348) en el discurso al recibir el Premio Iberoamericano de Letras “José Donoso” en el año 2005. De esta manera, encontramos un narrador-viajero y un narrador-investigador. El primero es aquel que sale del “mundo cotidiano”, va a otro lado y cuenta lo que ha visto, la diferencia. El segundo es el que “narra la reconstrucción de una historia cifrada”. El narrador-poeta será el que reconstruye una realidad ausente a causa de un viaje que le precede, cuando no varios, de tal manera que cuenta, pero utiliza los agujeros intrínsecos del poema para mantener las lagunas de la memoria elididas. La reconstrucción puede llegar a suponer el viaje en sí mismo: tanto el viaje para investigar un viaje anterior, como el viaje que supone el desplazamiento por la página, la memoria y la conversación.

El yo, la primera persona que se hace cargo de la enunciación tomándose a sí mismo como testigo, es, en ocasiones, el yo que podría tener como referente a la autora, y, en otros poemas, toma como referente otra persona familiar, indeterminada, que tiene la capacidad de testimoniar, porque se ve representada allí, aunque nunca haya existido, como se muestra en el siguiente fragmento del poema “Do broni o Wojciech a las armas” (2022: 25-26):

“Barbara recoge su brazalete de enfermera

y Antoni dice

debería sacarme los anteojos y yo

salgo

porque me toca primero

el fango y la lluvia y el silencio

/el último, entre nosotros/

nada se oye

aún

Todos temblamos

y el Wisla inmutable”.

Este poema responde al grito de guerra, “a las armas”, do broni, durante el levantamiento de Polonia en 1944 en Wisla, un pueblo al sur de Polonia. El yo lírico que se incluye como parte del paisaje bélico, completamente indefinido, pero rodeado de Barbara[3] y Antoni, probablemente familiares que tuvieron que luchar, permite acceder a las observaciones que, al no ser de nadie, se convierten en los ojos avizores del poema de cualquiera que quiera entrar en aquel tiempo. En el fragmento que le sigue dentro de este texto dividido en cuatro partes, el yo lírico se encuentra pereciendo, y aparecen los dos siguientes versos: “lluvia y fango sobre mi cuerpo / quién quedará para contarlo” (2022: 27). En este punto, se mezclan las funciones de ese yo lírico que se mantiene a lo largo de todos los textos: la de recordar lo que no se vivió, pero observar de cerca, en palabras de Cristina Rivera Garza (2017: 16), “lo que estaba en efecto ahí”; y, lo que une al yo lírico y a la autora: tener la responsabilidad de que alguien cuente la historia, la que le antecede, pero también las sucesivas. Ese alguien será el que tenga el don de la escritura, como mecanismo de lucha contra lo efímero, y como vehículo para futuras generaciones que quieran recuperar trazos del pasado. Es por eso que el acto de escritura aparece siempre “al borde de lo que no puede ser dicho, al borde de lo sublime, y también al borde del grito” (Mallol, 2003: 16).

De una manera similar, la poeta Alejandra Pizarnik, cuyos padres se habían refugiado en la Argentina en 1934, dejando atrás su pueblo de origen –en la actual Ucrania–, también fue consciente de que su labor era dejar escrita una historia familiar, como confiesa en la entrada del 23 de septiembre de 1967 de sus Diarios (2014: 765-766): “Padre, padre querido, no quiero morir en este país que –ahora lo sé– odiabas o temías. Del horror que te causaba, de la extranjeridad que te producía, solamente yo puedo dar testimonio […] nunca podré consolarme y debo irme y morir fuera de este lugar al que no debiste venir, padre, ni yo regresar”. La extranjeridad de la poeta vuelve una y otra vez a conectarse con sus orígenes judíos. Escribir sobre el barco al que sus ancestros se subieron es un pretexto para nombrarse a sí misma extranjera en el país en el que nació, como anota en una entrada anterior, del 22 de agosto de 1955, en su diario: “¿Cómo explicarle que soy argentina? ¿Cómo explicarle mi extraño acento? ¿Por qué explicárselo?” (Pizarnik, 2014: 157). La pregunta es hasta qué punto esa responsabilidad, en principio, con el relato del antepasado, tiene más que ver con una deuda familiar, que con el afán de ubicarse a sí misma dentro de una geografía determinada o “un lugar para huirse” (Pizarnik, 2001: 184). El testimonio resultante muestra la imposibilidad heredada de afirmarse en un solo territorio.

De este modo, la autora toma el relevo, como “homines agentes”[4], es decir, “portadores sociales de la memoria colectiva” (Luengo, 2012: 29); en este caso, no por ocupar un rango particular dentro de la sociedad, sino por el hecho de portar una experiencia, más o menos común y similar entre sí, que ha sido heredada por ella como también por gran parte de la población argentina. La memoria que se legitima, se tantea y se recupera en estos textos, no son ni pretenden ser recuerdos fundacionales, hechos históricos que comprometan a una sociedad; sin embargo, desde la individualidad del recuerdo que, aparentemente, integra solo a la familia, se puede concebir una “autosociobiografía”[5], usando la terminología de Annie Ernaux, que efectúa un escáner de recuerdos de la migración silenciados, y en cuyo silenciamiento se esconde una identidad colectiva. El escritor, y no solo el novelista, es el miembro de la comunidad que rememora con sus propios recuerdos autobiográficos, que recibe los recuerdos ajenos, y que los conmemora públicamente en la memoria de los lectores, iniciando estos últimos el mismo proceso. El poema se convierte así en un objeto semiótico de la memoria colectiva que requiere sí o sí de la apropiación de los recuerdos ajenos que convocan al pasado, al igual que los objetos y fotografías que pueblan estos textos. Cabe añadir para ilustrar este punto un fragmento de El jinete polaco, del novelista español Antonio Muñoz Molina (1991: 87), en el que una serie de voces que rememoran conforman la vida del protagonista: “Mi torpe memoria igual que mi cuerpo algunas veces se pierde y se confunde en el suyo y ya no sé a quién de los dos pertenecen las manos o los labios o la respiración o la saliva”. Este pasaje se conecta, en su significado, con los siguientes versos de Wajszczuk (2022: 48): “buscar en los ojos / aguados de todos ellos / algo que me diga quién es la reflejada”. La corporalidad se hace eco en el texto de una herencia incluso genética que revela procedencias e historias que se quedan incrustadas en los ojos, las manos o la saliva con la que se pronuncian los recuerdos. La poeta insiste en gestos, marcas, arrugas que se inscriben en el cuerpo como evidencia de un tránsito y que se mantienen en resabios imperceptibles en la corporalidad de la voz poética: “¿tendrán estos ojos pequeños?” (2022: 29), “de Warzawa en mi rostro no queda rastro alguno” (2022: 12) o “los ojos de mi hermana igual a los de ella / las líneas desdibujadas de su boca / igual a las mías” (2022: 49). Particularmente, en este último poema, parte del ya mencionado “Árbol genealógico”, las corporalidades en su diferencia trazan una genealogía de abuela-nietas-hermanas, que sin nombrarse unas a otras, sin llegar a estar identificadas por su nombre, sino por pronombres («ella»), se estrechan las distancias que serían insalvables a través del lenguaje. Sin embargo, el tamaño de los ojos, las marcas de la boca, y la constatación de estas semejanzas, permiten un diálogo silencioso y una vinculación con el pasado, no solo como tiempo, sino como espacio: Warzowa. La reconstrucción de la identidad del sujeto se delinea en la interrogación de sus partes y de sus procedencias, “la voz que habla sobre el cuerpo se confronta con su resto” (Mallol, 2003: 135).

Muy distinta es esa primera persona que dice estar en el lugar de los hechos, frente al yo lírico que se contrapone en un poema anterior titulado “Trzebieszów, 1830”, en la que se cuenta el tramo de dos hermanos en un convoy mientras viajan de Siberia a la ciudad de Trzebieszów. En este poema, una de las estrofas hace de bisagra: “Lucjusz y Tadeusz imaginan / todo el verdor que me rodea / mientras yo estoy imaginándolos / en el traqueteo del convoy destartalado” (2022: 22). Esta primera persona, que nunca se abandona, por más que se hable de otro, se resitúa en otro espacio biográfico, esto es, en una zona cálida, de otro momento histórico, proyectándose no solo hacia atrás, sino también fabulando el viaje en convoy, apostando al equívoco y a la confusión identitaria. Señala al respecto Emiliano Tavernini (2020: 4) que el poema se aleja del pasado, pues se corresponde con un “bloque de sensaciones presentes que no se rigen por la memoria sino por la fabulación”, aún tenga puntos de contacto con hechos reales. El poema se basta a sí mismo, sin comienzo ni epílogo, como si flotara y cubriera todo el espacio de la memoria o de la divagación. Wisla se convierte en el “espacio biográfico”, nombre acuñado por Leonor Arfuch, que condensa el lugar geográfico, pero también la temporalidad, indisociable de la experiencia o de la simultaneidad de historias, aunque estas solo existan en el poema. La productibilidad de estos testimonios deriva justamente de su indecidibilidad. La forma de recrear el hogar en tierra extraña es por la acumulación de “cronotopías de la intimidad” (Arfuch, 2005: 285), que se moldean en el poema sin que necesiten aclaración de ningún tipo.

Todo género discursivo obedece a un trabajo de ficcionalización. En el extenso poema “Y el hecho de que es un nombre arrancado al hielo con un instrumento cortante”, la estrofa que lo cierra dice lo siguiente: “Contamos historias que no son verdaderas / y tampoco falsas / son inciertas / como todo en nuestra casa” (2022: 41). Esa incerteza e indeterminación es la que caracteriza las memorias imaginadas que tienen su apoyatura en la realidad, pero que permiten ir más allá de la veracidad del hecho. El final de uno de los poemas de Chicos de Varsovia, “Antoni, cementerio de Powazki, agosto de 2015” (2022: 63), también lo explica: “no sé nada más de Antoni / y la ficción tendría que colarse / a tapar / los agujeros de esta historia”. Sin necesidad de ensayar una rigurosidad inexistente, la imaginación permite completar el puzle.

El archivo del poema

Los poemas muestran la existencia de un archivo que activa la memoria: el mapa, el baúl, “manteles de hilo”, “cucharitas de plata” (Wajszczuk, 2022: 37), y, sobre todo, fotografías, los cuales “actualizan ante nosotros el hábito ancestral de la adoración, el valor del ícono, el fetiche” (Arfuch, 2008: 50). El patrimonio personal de la autora activa las historias que alguna vez le relataron o la vida posible del objeto, en tanto y en cuanto el relato tenga coherencia para quien la concibe. Philippe Ortel (1994: 131) señaló que el éxito de la fotografía en el relato contemporáneo se debe a dos modelos: el analítico, “metáfora privilegiada de instantáneas hundidas en la memoria”, y el de la caza, “de indicios materiales, de acontecimientos del mundo exterior e interior”, de tal forma que se remontan del pasado espectros que ayudan a contar una historia colectiva e individual y a buscarle sentido desde el presente, pues son todavía una insistencia en el llegar a ser. Los poemas resultantes nos interrogan con fuerza pragmática desde una absoluta actualidad, y hacen un plano detalle sobre una imagen a la vez del pasado y del presente. Esto se comprueba en uno de los fragmentos que componen “Árbol genealógico” (2022: 52):

“me mostrás en un álbum

personas que no sé quiénes son

lejanos parientes con mi nombre

que curan personas y tampoco hablan

/es más fácil lidiar

con el dolor ajeno/

y mientras paso las fotos

vos pensarás:

perdimos el lenguaje junto con la casa,

fotos en mi álbum con rostros que no recuerdo

las voy a quemar a todas

hay muchas cosas que no sabés de mí

decís finalmente

y no sé si lo lamentás

tampoco sé si yo lo hago”.

De este modo, el álbum de familia puede convertirse, y, de hecho, aquí lo hace, en el corpus de una investigación que precede a su poetización. Entre todos los objetos que componen el archivo, son recurrentes dos en la poética de Wajszczuk: el mapa partido y el cementerio. El recorrido por el cementerio y la observación de las tumbas trae recuerdos, historias y nombres a la mente que disparan el poema: “estoy sola / y no me animo a preguntarle al hombre quién es / […] no sabría cómo decirle que ese apellido sobre la tumba / es también el mío” (2022: 64). Los encuentros con las lápidas de mismo apellido son el pretexto para contar una historia llena de agujeros que se tapan con estos poemas. Los nombres impronunciables, la extranjería de los apellidos, la muestra pública de que hay algo foráneo heredado en la persona es el hilo que conecta los distintos textos y deriva en la extrañeza del yo lírico, no solo ante la historia familiar, sino ante sí mismo: “hacia donde vamos no hay nombre / que pueda pronunciarse” (2022: 31).

Conviene recordar a raíz del tercer fragmento del poema “Árbol genealógico”, aquel texto de Roberto Arlt (1976: 17), “Yo no tengo la culpa”, en el que alega no tener la responsabilidad de cargar con esa herencia, ese apellido tan poco común, “de inexpresivas cuatro letras”, que, además, hace que sea confundido ya no solo con su padre, sino con otros personajes públicos. Su texto comienza respondiéndole a aquella señora que le interpeló diciendo: “Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a través de su Arlt” (1976: 16). Esta enunciación le permite al entonces joven periodista de origen inmigrante recordar las constantes preguntas que le hacían en la escuela: “¿Cómo se escribe “eso”?” o “¿cómo se pronuncia “eso”?” (1976: 16). De una manera similar, frente a la inestabilidad del punto de partida, los hijos de los inmigrantes pudieron y supieron construir una identidad. Así es como Wajszczuk (2022: 50-51) escribe lo siguiente:

“la extranjería

se nombra en el apellido

que nos enseñaron a escribir

deletreándolo

no sabemos cuál es

su sonido verdadero

/si algo así existe/

nadie lo puede pronunciar

correctamente

todos nos inventan

cada vez que lo escriben mal

como si viniéramos de un lugar

enorme y blanco

y hubiera que sacarnos

todo ese peso de encima

todas las fronteras mal trazadas

El nombre me separa de las cosas

“Este apellido…”

-suspiran y aconsejan-

“deberías simplificarlo, ¿no?”

El nombre separa a la poeta del lugar al que pertenece, Argentina, y la vincula con aquel paisaje, “enorme y blanco”, al que tiene acceso restringido. Esta marca irregular que tanto a Arlt como a Wajszczuk les otorga excepcionalidad, y también extranjería, implica no solo hablar de la procedencia de su familia, sino de sí mismos como parte de un eslabón más de historias, truculencias y desplazamientos[6]. El apellido es el pretexto, o el cimiento, para continuar construyéndose a sí mismo.

Al decir de Néstor Perlongher (1992: 49), en el exilio, pero también, en su descendencia, “se territorializa en la desterritorialización”, hay “un nomadismo de la fijeza”. Perlongher utilizó este concepto para los viajes que se realizan dentro de la casa, o “desfilando entre parques y librerías”. Este nomadismo de la fijeza es el que realiza también Wajszczuk sin necesidad de moverse de su casa, de la Argentina, intentando reconocerse en otros paisajes, y en otras caras familiares y desconocidas al mismo tiempo. Es así que la autora integra esta lejanía en un texto de prosa poética titulado “Las primas polacas” (2022: 29-30), y escribe:

“[…] esas reuniones donde nadie me nombra, yo que vivo del otro lado de su meridiano, yo que nada sé de las historias que las abuelas cuentan. […] Las abuelas contarán mientras tejen, contarán sobre esos pocos años que les duraron toda la vida, y las primas escribirán de un dolor que les es propio, mientras yo, ay, tan alejada, las pienso escribiendo con mitones lo mismo que escribo incesante para heredar algo que no me reconoce ni en el más puro de los espejos”.

La poeta viaja a través del imago al encuentro familiar en el que sus primas llevan mitones en las manos y forman parte de la historia del levantamiento que les cuenta la abuela. La extranjería que este pensamiento produce desde su propia casa incrementa la lejanía, pero no deja de reconocer su parte de herencia de la memoria de la abuela. ¿Son otros o son los mismos recuerdos los que recibe el yo lírico? El contacto con esta figura femenina es fundamental para lograr tejer con un hilo narrativo una sucesión de hechos en el que el yo tenga también su presencia. Leopoldo Marechal reflexionó acerca del carácter memorioso de la literatura femenina en relación con Victoria Ocampo arguyendo: “El dolor de perder la imagen en el tiempo y la dulzura de recobrarla en la memoria, todo esto constituye, a mi juicio, una materia literaria sobre la cual la mujer puede alegar derechos casi naturales” (en Kamenszain, 1981: 21). El problema vino cuando se quiso demostrar que lo propio de la mujer, “más que una riqueza, es una limitación” (Kamenszain, 1981: 22). No obstante, se mantiene intacta la tradición oral de las abuelas en estos textos, y le permite a la autora espiar en las costuras para ver las construcciones por su reverso. En todos los casos, el yo lírico es un voyeur de lo que sucede en otras latitudes y en otros tiempos, asomado a las visiones que le aportan apenas algunos objetos y fotografías. El dolor, por tanto, no es aquí compartido, tampoco el trauma de la experiencia, ni siquiera la lengua, tan solo la posibilidad de pertenecer desde los bordes y desde ese lugar poder escribir.

Por otro lado, el mapa partido, asociado con la lejanía, o el “mapa blanco de un territorio partido” (Wajszczuk, 2022: 40) remite a fragmentos y piezas dispersas que deben reconstruirse para dar lugar a una pertenencia, y para espantar la ajenidad de lo que la rodea desde la infancia; esto es, le permite ingresar a un mundo que más que desconocido, es no-familiar, con la paradoja que eso implica. La diferencia radicaría en la posibilidad que se prevé del conocimiento íntimo de ese mundo al que se intenta retornar, aunque nunca se haya formado parte de él. La relación con este “hogar” viene dado por la interacción con el otro, en este caso, los familiares o los objetos que estos dejaron atrás, ya que, como postula Alfred Schütz (2012: 48), la vida del otro pasa a ser “una parte de su propia autobiografía, un elemento de su historia personal”, por tanto, es necesario integrar la historia del otro para contar la propia. Con todo, se logra lo que Huyssen (2002) denominó la “automusealización”, en el que se busca un retorno a un punto de origen que, más bien, traza órbitas en un nuevo espacio, en una nueva temporalidad, con la única posibilidad de rodear la memoria. La experiencia fractal busca anclajes más o menos seguros no solo en una anterioridad, sino en una exterioridad que revela identidades e intimidades. Como afirma Arfuch (2002: 261), “la construcción histórica de la intimidad hace de ella un territorio”, que se vuelve a todas luces inexplorado, desconocido y en tensión con una globalización que no permite territorios que produzcan extrañamiento. La archivación, que se corresponde en este caso, con la escritura imaginada de la memoria, “produce, tanto como registra, el acontecimiento” (Derrida, 1997: 24). Archivo, en este caso, por uno de los significados de su etimología, arkhé, que es ‘allí donde las cosas comienzan’, es decir, una espacialidad, sentido que también le viene del arkheîon griego: “una casa, un domicilio, una dirección, la residencia de los magistrados superiores, los arcontes” (Derrida, 1997: 10). Por ello, la escritura se convierte en el acto de desplazamiento y de memoria al territorio ignoto de la intimidad. El retorno no se produce, pues, con un desplazamiento físico, sino que el trayecto se despliega inmediatamente a través de la mirada quieta y local de la heredera de la experiencia migrante. Wajszczuk (2022: 45) traza en torno a las preguntas sobre la genealogía trunca de su vida, una morada: “cuerpo que carga / con una / o dos preguntas / durante toda la vida / y va tejiendo / en la interrogación / su casa”. Tanto las interrogaciones como ese nuevo cobijo pertenecen al presente. La cuestión del archivo, como apunta Derrida (1997: 44), “no es una cuestión del pasado”, sino es la cuestión de una “respuesta, de una promesa, de una responsabilidad para mañana”. Las respuestas aún no conformadas forman parte también de ese archivo que es el poema, encargado de darle forma, con su “paisaje blanco y liso” (Wajszczuk, 2022: 17). De hecho, el texto se convierte en el único archivo posible como espacio para preservar el espacio y el tiempo.

El lenguaje como imposibilidad

El problema del lenguaje como obstáculo atraviesa la poética entera de El libro de los polacos. Desde el primer poema se advierte: “No sé una palabra del idioma / de zetas y eses / El lenguaje que la lengua no pronuncia / que pronuncia la lejanía / dice Warzawa” (2022: 11). Esta incapacidad de comunicarse, que ocupa la primera y gran frontera entre espacios, identidades y tiempos, viene dada por una reticencia por parte de generaciones pasadas a trasladar a sus descendientes la pérdida y la experiencia traumática del desplazamiento. Esto provoca que esa lengua que no es materna, pero sí anterior, original, incluso, tampoco ejerza la hospitalidad de un maternaje o “holding”, en palabras de Donald Winnicott (1994). La propia autora señala en una entrevista inédita realizada en 2022: «Mis abuelos no me enseñaron polaco, aunque ellos hablaban con mi papá en polaco, pero a nosotros nunca nos incluyeron en eso, como si nos dijeran: “ustedes son de acá, no tienen que mirar para atrás, así que este idioma no es para ustedes”»[7]. Sin embargo, la autora no duda en incluir las pocas palabras que domina, como en el poema “Stefania, 1941”: “Trece años, o catorce: / el cabello marcado con bigudíes, / el distintivo de la szkola / los vestidos almidonados / como todas las muchachas en Polonia / antes del levantamiento y del servicio diario / de trenes a los lager” (2022: 14). Se trata de apenas intromisiones intuitivas que ponen de manifiesto la imposibilidad de acceder a un recuerdo ajeno. La palabra babcia, ‘abuela’, también hace su aparición para introducir a Stefania, con quien la incomunicación es ineludible. En “Stefania, 1999”, el silencio marca la diferencia: “apenas pudimos decirnos algo / en todos estos años / hay una mesa entre nosotras / aquí sentamos / todo lo que de ambas no sabemos”, para terminar el poema con la siguiente estrofa: “Ahora casi no habla en ningún idioma / dice que todos los ha olvidado / dice que el dolor es en polaco / y todo lo demás sobrevivencias” (2022: 36). La unión del trauma a la lengua provoca su silenciamiento para con los demás. Como relata Walter Benjamin en “Experiencia y pobreza” sobre aquellos que volvían mudos del campo de batalla, la experiencia se empobrecía en cuanto a su posibilidad de ser comunicada. Esta idea la recupera Giorgio Agamben (2007: 8), y señala que la persona contemporánea ya no es capaz de tener y transmitir experiencias. En este caso, no se trata solo de una intraducibilidad de los acontecimientos, sino de una voluntad nula a realizarlo, más en una lengua que no le pertenece. El escritor argentino Blas Matamoro (2004) sostuvo que “un escritor dispone de un dialecto personal que no se puede disolver en el código de la lengua, aunque sus componentes, aislados los unos de los otros, sí quepan en diccionarios o tratados de gramática y de sintaxis”. Precisamente, y en relación con el dialecto personal[8] de Ana Wajszczuk como poeta, este solo existe en la página en blanco, y por la experiencia intransferible de introducir ciertas palabras de una lengua extranjera, en tanto impronunciable para el yo lírico; y familiar, porque ha sido escuchada intermitentemente. Solo en la representación de ese léxico escaso puede llegar a transmitirse en el texto la ajenidad y la lejanía respecto a las generaciones familiares anteriores. De ahí que la escritura se convierta en una “tierra-casa prometida” que permite “regresar yendo en busca de lo nuevo” (Muschietti, 2009: 134).

En estos poemas, no se llega a ninguna solución ni es el fin revelar ningún secreto, sino comprender, de forma oblicua e indirecta, qué ocurre en torno a la mesa familiar, qué une el yo lírico a su árbol genealógico si no son capaces de entenderse en el mismo idioma, ni en ninguno. No haber experimentado el mismo dolor aleja a la genealogía, pero poder contar la historia introduciendo el yo es la posibilidad que tiene la autora de estrechar los vínculos. La herencia del yo lírico es, en este caso, “la despalabra” de la familia: “la lengua era una casa vacía” (Wajszczuk, 2022: 51). Este verso conecta directamente con el postulado de Martin Heidegger (2001: 313): “El lenguaje es la casa del ser”, y ambas se vinculan por ser clave para el despojamiento de la identidad, pues la casa-lengua no se recibe como herencia, sin embargo, se busca tornar propio el lenguaje que es extranjero. El tabú tiene como objetivo proteger del mito familiar, permitir un nuevo comienzo lejos de algo que ya se ha dado por perdido y que no conviene fijar. La lengua, como los recuerdos de Polonia, se construirán sobre su falta o ausencia sin llegar a poseerlos jamás. El tabú, la imposibilidad de comunicación atraviesa todos los poemas, también “Los diarios de Edmund tienen tapas azules”, en el que se dice lo siguiente: “las palabras dicen / que nada podemos decirnos / ni él a mi / ni yo a nadie” (2022: 17). La barrera no solo se encuentra en las generaciones para atrás, sino también en las que están por venir. El poema implica necesariamente un desarraigo lingüístico, pues el acto poético radica en un movimiento doble de ruptura y regreso. De ruptura por arrancar a la palabra del lenguaje, y por volver a introducirla desapegada de su contexto. Por este motivo, parece la poesía la forma óptima de traducir experiencias de retorno.

La posición del sujeto poético es la de un paseante que recibe la visión como una estampa, apenas percepciones que capturan un tiempo reiterativo. Sin embargo, esa imagen se lleva por dentro de manera fragmentaria, imprecisa, al igual que la identidad. El sujeto poético, por tanto, no hace otra cosa que reconstruir un tiempo pasado a través de la construcción discursiva del poema. La memoria y la identidad son así efectos textuales, narrativos y poéticos al mismo tiempo. La poesía es esa lengua extranjera intermedia, personal y subjetiva que saca al lenguaje de su literalidad y permite el salto de un tiempo a otro. Wajszczuk toma posición frente a la escisión que implica el aquí y el allá, el adentro y el afuera, la emigración de sus antepasados y su intento de retorno a través de la escritura. Esta posición, mayoritariamente forzada por el silenciamiento de las mujeres, la negativa a trasladar el polaco, la amnesia voluntaria, provoca un alejamiento mayor que el que la espacialidad provoca, incluso una resignación. Se escribe, entonces, “desde la necesidad de apropiarse y deshacerse de una casa-lengua” (Aerts, 2017: 49). En este caso, fundamentalmente la apropiación de una segunda casa-lengua da pistas de los cimientos con los que está construida la primera, esta es, la propia, la Argentina, la que se desliga de su familia paterna. No obstante, y como señala Sergio Chejfec (2005), “la lengua se confunde con el pasado, pero escribir no es recordar; sino al contrario, delimitar lo que es imposible de recuperar”, o, incluso, delimitar lo que ya no está al alcance de tener: el dolor, la memoria, el vínculo con dos generaciones anteriores. La función de la escritura reside, entonces, en permitir la llegada, por primera vez, no a una casa-lengua originaria, sino a una casa-lengua familiar de la que se le ha privado la llave de entrada. Se busca, por tanto, reflejarse en aquello que dice ser propio, como se muestra en el tercer fragmento del poema “Árbol genealógico”: “[…] nosotros / que no nacimos en él / que nacimos en los lugares / transitorios de un recorrido estancado / nunca pudimos entrar” (2022: 50).

Lo que sí es cierto, es que existe una pulsión por acudir a un pasado que puede llenarse con olores, imágenes, palabras y voces, compensar así su ausencia. Escribe Wajszczuk (2022: 49): “en esta casa / donde estoy sentada / un olor desde siempre igual / no basta para dejar de ser ajeno”. La ajenidad no viene dada, en este caso, por tanto, por la frecuencia, sino por el sentimiento de ser parte de ese aroma, ya sea culinario, ya sea personal, ya sea, incluso, por el mobiliario. No por mucho habitar una casa se vuelve propia. Sylvia Molloy se preguntaba En breve cárcel (1981) cuándo comenzaba la extranjería de un texto. Si retomamos esa pregunta para los textos de Wajszczuk, se podría pensar en los recuerdos familiares, en el apellido, en el desplazamiento geográfico, o en la forma en que tiene uno mismo de leerse en un afuera; sumando a esto la forma que la reconocen como propia o extranjera los lectores. Se puede añadir lo que defiende Sylvia Saítta (2007: 35): “leer, en Argentina, novelas y relatos de argentinas y argentinos que escriben fuera de las fronteras geográficas es, también, una tradición argentina”. La costumbre se pierde, en todo caso, al leer poemas que, escritos dentro de las mismas fronteras geográficas, remiten a un entorno por siempre desconocido. El pasado no se recupera, al igual que tampoco la pertenencia, la ansiada recepción, el entendimiento, sino que deviene en un viaje desde el presente a través de la escritura. El siguiente fragmento de “Árbol genealógico2 (2022: 47) lo demuestra:

“Sobre el mantel de las visitas

extendido entre nosotras

ella dijo:

no sabés nada de mí”.

Ante el desconocimiento, la pregunta por la primera persona es inevitable. Escribir es descubrir esas preguntas, hasta el momento dejadas sin pronunciar. En la búsqueda, por tanto, de la experiencia del otro en el pasado desde el presente, se puede hallar la semilla de una experiencia futura. Esto es así, porque, aún ante la imposibilidad de apropiarse de la experiencia del pasado, no hay tal desherencia, no hay una negación de pertenencia; hay, en su lugar, una incapacidad. El sujeto poético, ese ego o primera persona que no hay manera humana de abandonar, parafraseando a Tamara Kamenszain (2000: 145), tiene la experiencia dentro del discurso; y esa primera persona, aunque empieza siendo singular, no tarda en expresar una experiencia plural y compartida. La poesía, en este sentido y desde la Poética de Aristóteles, sería superior a la historia en un plano filosófico, porque trata de lo posible y no solo de lo real; la poesía “supera el testimonio autobiográfico gracias a la fictivización alegórica” (Combe, 1999: 150). “El pasado vive en las mismas heridas que siguen abiertas en el presente”, señala la profesora y escritora británica Sara Ahmed. El relato de desplazamiento, sea o no en el presente del sujeto poético, está vinculado con un pasado de pérdida y con un futuro de sobrevivencia. Estas emociones fueron vividas en el pasado, pero eso no significa que pertenezcan al pasado, sino que es necesario que el proceso de cicatrización, entendimiento y reconocimiento se den en el presente. Como continúa Ahmed (2017: 301): “contar la historia de la herida se ha vuelto crucial”, por tal motivo es que la deuda respecto a la memoria heredada desde el silencio se salda a través del discurso.

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Katya Vázquez Schröder (Córdoba, Argentina, 1997) es contratada predoctoral en el Departamento de Filología Española de la Universidad de La Laguna e integrante del grupo de investigación Literatura y Frontera, Humbolt. Su tesis doctoral se enfoca en las poetas argentinas contemporáneas que recuperan la memoria migrante de sus antepasados. De forma paralela, también ha abocado parte de sus trabajos a la escritura transmedial hispanoamericana. Es graduada en Español: Lengua y Literatura por la misma universidad, donde también finalizó el Máster de Formación de Profesorado. Recibió el Premio Extraordinario al Mejor Expediente Académico 2019-2020 y el Premio Extraordinario de Fin de Titulación.

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[1] En este estudio se utilizará, para todas las referencias a la poética de Ana Wajszczuk, la edición de Caleta Olivia del año 2022.

[2] “El libro de los polacos”, los poemas de Ana Wajszczuk que dieron origen a “Chicos de Varsovia”. (8 de mayo de 2022). Página 12.

[3] En un poema que se incluye más adelante perteneciente a Chicos de Varsovia, se vuelve a mencionar a Barbara Wajszczuk como alguien que es “a la vez mi familia y una desconocida” (2022: 60), lo cual es clave para comprender que todos los personajes, es decir, los nombres que aparecen en estas memorias imaginadas, se encuentran en el mismo limbo entre estos extremos, que implica estar dentro y fuera de una pertenencia familiar.

[4] Ana Luengo (2012: 27) los define como “individuos con capacidad de conmemoración pública por la posición que ocupan en la esfera de lo público”.

[5] El término acuñado por Annie Ernaux considera «al individuo —ya sea “yo” o “él” en el libro— no como el héroe de una aventura particular, sino como el punto donde se entrecruzan las relaciones sociales, familiares e históricas» (Vázquez Jiménez, 2011: 115). Es decir, no involucra solamente el relato del yo, sino que se trata de un describirse y describir con la «mirada distante del etnólogo».

[6] Cabe también mencionar otros autores que han escrito sobre su propio apellido, difícil de pronunciar, constatando así una extrañeza y una desvinculación respecto a su procedencia. Es el caso de Sergio Chejfec, en “Lengua simple, nombre”, de cuyo apellido escribe: “Este apellido Jeifetz lo aceptábamos; para un judío no hay nada más fácil que aceptar nombres distintos para las mismas cosas” (2005). También Luis Gusmán juega con las posibilidades de su apellido, si es Guzmán o Gusman, Gusmano, Gusmán o, incluso, Vázquez: “Muchas veces viajé en busca del nombre. Esto es: el apellido verdadero” (Gusmán, 2009: 130).

[7] Entrevista a Ana Wajszczuk, realizada por la autora, julio de 2023.

[8] Se puede traer a colación a raíz de este concepto de “dialecto personal”, la idea de “léxico familiar” que da título a uno de los libros de Natalia Ginzburg.

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