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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto - ISSN 2451-6961 (en línea)

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº17. Mar del Plata. Enero-junio 2023.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

 “Estás humanizando a los violentos”.

Reflexiones sobre las tensiones y resistencias en el trabajo y la investigación con varones que ejercen violencia

Matías de Stéfano Barbero

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales

Universidad de Buenos Aires, Argentina

matiasdestefano@hotmail.com

Recibido:        04/03/2023

Aceptado:        06/04/2023

Resumen

Este artículo analiza las tensiones, resistencias, presiones y acusaciones que afectan a quienes trabajan e investigan con varones que ejercen violencia. Se observa que en las experiencias de las y los profesionales, el trabajo con varones tiene un impacto en la subjetividad e introduce una serie de tensiones que pueden llevar a procesos de reflexividad y a cuestionar los estereotipos y prejuicios, o a reforzarlos. Por otra parte, el estigma y la caricaturización, inciden en las resistencias, acusaciones y presiones sociales que afectan directamente a las y los profesionales y al desarrollo de su trabajo. Se sugiere que conocer y trascender los procesos de estigmatización y caricaturización, y fomentar la reflexividad en el trabajo con violencia no sólo es una responsabilidad ética profesional, sino que mejora sus efectos terapéuticos.

Palabras clave: masculinidad, violencia de género, trabajo con varones, reflexividad, estigma.

“You are humanizing violent men”.

Reflections on tensions and resistances in work and research with violent men

Abstract

This article analyzes the tensions, resistances, pressures and accusations that affect those who work and investigate intimate partner violence. In the experiences of professionals, working with men has an impact on subjectivity and introduces a series of tensions that can lead to processes of reflexivity and question stereotypes and prejudices, or reinforce them. On the other hand, stigma and caricature affect resistances, accusations and social pressures that directly affect professionals and the development of their work. It is suggested that knowing and transcending the processes of stigmatization and caricature, and fostering reflexivity in working with violence is not only a professional ethical responsibility, but also improves its therapeutic effects.

Keywords: masculinity, violence, work with men, reflexivity, stigma.

“Estás humanizando a los violentos”.

Reflexiones sobre las tensiones y resistencias en el trabajo y la investigación con varones que ejercen violencia

Introducción

Desde que comenzara a construirse como un problema social a finales de la década de 1970 en Argentina, las formas en las que entendemos, representamos, vivimos y abordamos aquello que hoy llamamos violencia de género[1] han sufrido diversos desplazamientos. Como se aborda en diversos artículos de este dossier, en la actualidad nos encontramos en un contexto de “inflación discursiva” sobre este fenómeno y como señala Trebisacce (2019), podría decirse que la violencia es el gran significante del feminismo de los últimos años, especialmente a partir de la masiva manifestación bajo el lema “Ni una menos”, que tuvo lugar el 3 de junio de 2015 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) y otros puntos del país.

Si bien no se trataba de la primera vez en la historia argentina que las discusiones sobre la relación entre violencia y género trascendían el ámbito del activismo y la academia para instalarse en los medios de comunicación, la agenda política y el conjunto de la sociedad (ver Daich y Tarducci, 2018), el “Ni una menos” y sus sucesivas manifestaciones anuales y réplicas alrededor del mundo tuvieron una trascendencia y pregnancia sin precedentes, cuyos ecos continúan hasta hoy. En esa manifestación, una joven participante levantaba un cartel donde podía leerse no una consigna, sino una pregunta: ¿cómo se hace un femicida?

La pregunta de ese cartel contrasta significativamente con el poco espacio que existe para la interrogación y reflexión sobre la violencia de género entre los nuevos discursos dominantes. Siguiendo a Izquierdo (2007: 227), la cuestión de la violencia de género parece estar mayormente “secuestrada mediante el uso de palabras signo, palabras que activan nuestra conducta de un modo irreflexivo”, especialmente en los ámbitos mediáticos y políticos, pero también, en el activismo y en la investigación social, donde parece tenderse a la simplificación, la afirmación y la consigna, a ofrecerse poco más que conclusiones que reafirmen los actos expresivos de mero rechazo. Como veremos más adelante, esta combinación, no debería ser ninguna sorpresa, actúa como la savia que nutre las visiones estereotipadas y el imaginario social del castigo y la punición como únicas respuestas posibles y deseables.

Si bien en 2015 la pregunta de aquella joven no pareció encontrar grandes interlocuciones en el discurso social, a partir de entonces sería la pregunta subyacente en la creciente cantidad de investigaciones que se centrarían en “cómo se hacen” los varones que ejercen violencia contra las mujeres en la pareja y qué se hace o puede hacer con ellos desde el Estado y la sociedad civil organizada en Argentina (Acosta, Cecere, Giurleo y Noseda, 2022; Artiñano, 2016; Branchifortti, González, Cozzitorti y Umpiérrez, 2022; Carrasco, 2022, 2022a; De Stéfano Barbero, 2021; Palumbo, 2015; Papalía, 2022; Payarola, 2019, 2015; Vaccher, 2021; Viña, Díaz y Berardone, 2022; Yebra, 2022).

La producción académica sobre el fenómeno se encuentra desde entonces en aumento, pero los ejercicios de reflexividad y análisis sobre los procesos de investigación y el trabajo con varones que ejercen violencia son todavía escasos en nuestro país y la región, ya que las principales publicaciones al respecto fueron producidas en los países del norte global, donde cuentan con trayectorias más extensas sobre la materia (Bailey, Buchbinder y Eisikovits, 2011; Bailey, Eisikovits y Buchbinder, 2012; Billand y Molinier, 2017; Cowburn, 2013, 2000; Goldblatt, Buchbinder, Eisikovits y Arizon-Messinger, 2009; Gotzzén, 2013).

Si un ejercicio reflexivo sobre la investigación y el trabajo con varones que ejercen violencia es necesario, es porque, siguiendo a Bourdieu (1993) o Lynch (2000), entre otros, no existe la posibilidad de que desarrollemos nuestro trabajo de investigación o intervención de forma completamente objetiva y neutral. La diferencia no se encuentra entre quienes tienen y no tienen sesgos o prejuicios sobre las personas con las que trabajan, sino entre quienes saben que los tienen y quienes no.

Con el objetivo de contribuir al desarrollo de los procesos reflexivos sobre el trabajo con varones que ejercen violencia en nuestro país, en este artículo me propongo, entonces, reflexionar sobre cómo la construcción de los varones que ejercen violencia como una otredad caricaturizada plagada de estereotipos y prejuicios afecta a quienes trabajan con ellos y a cómo se considera socialmente este trabajo, generando tensiones, resistencias, presiones y acusaciones.

Metodología

Las reflexiones presentes en este artículo parten de mis experiencias como investigador en el campo de los varones que ejercen violencia contra las mujeres en la pareja y en mi experiencia como coordinador de los grupos a los que asisten. La primera experiencia como investigador y coordinador tuvo lugar en el marco de mi tesis doctoral en antropología (De Stéfano Barbero, 2021) en la Universidad de Buenos Aires, financiada por el CONICET y desarrollada en los grupos psico-socioeducativos para varones que ofrece la Asociación Pablo Besson, en CABA (Argentina). Este primer trabajo de campo se realizó entre 2015 y 2020. Un segundo período del trabajo de campo se desarrolla desde marzo de 2022 en el marco de una investigación posdoctoral también financiada por el CONICET, y está previsto que finalice en marzo de 2024.

Entre los dos trabajos de campo, se tomaron hasta la fecha registros de alrededor de 150 encuentros grupales de frecuencia semanal y dos horas de duración, donde participaron un total de 91 hombres y una docena de profesionales entre el equipo de coordinación y personas que fueron invitadas a exposiciones temáticas puntuales. Los participantes de los encuentros grupales accedieron a la Asociación tanto por demanda espontánea como derivados por la justicia, se encuentran entre los 20 y los 68 años de edad, pertenecen a diversos niveles educativos, clases sociales, nacionalidades, y ejercieron diversas formas de violencia con diferentes frecuencias. Además de la observación participantes en los encuentros grupales, realicé con diferentes miembros del equipo más de 50 entrevistas de admisión y 18 entrevistas en profundidad individuales a 18 hombres participantes, de entre 2 y 4 horas de duración.

Mi segunda experiencia como investigador en este campo tuvo lugar en el marco de mi participación como coordinador del proyecto “Experiencias, percepciones, desafíos y necesidades de los espacios de atención para varones que ejercieron violencia de género de la Provincia de Buenos Aires” (De Stéfano Barbero y Rodríguez, 2021), encargado al Instituto de Masculinidades y Cambio Social por la Dirección de Masculinidades para la Igualdad de Género del Ministerio de las Mujeres, Políticas de Género y Diversidad Sexual de la Provincia de Buenos Aires. Esta investigación contó con el apoyo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Iniciativa Spotlight. El proyecto contó también con la asistencia técnica de Ignacio Rodríguez, miembro del Instituto, con quien realizamos el trabajo de campo, el análisis de datos y la escritura del informe final.

En el marco de este proyecto se realizaron tres webinars de acceso público donde participaron un total de doce especialistas nacionales e internacionales sobre el trabajo con varones que ejercen violencia.[2] En una segunda etapa, se realizaron ocho entrevistas individuales y una entrevista grupal a profesionales que coordinan grupos para varones que ejercen violencia en la Provincia de Buenos Aires (con la participación de un total de once personas). Si bien se ha construido un muestreo de conveniencia -no probabilística ni aleatoria- a partir de las oportunidades de acceso a los sujetos y a las especificades del proyecto, en la selección de las personas entrevistadas se priorizó la heterogeneidad como criterio metodológico. Es por ello que han participado tanto profesionales con amplia trayectoria, así como los recién iniciados (el más veterano comenzó a coordinar grupos en 2002 y el más reciente en 2020). Además, y con el objetivo de conocer las diferentes experiencias de los espacios, se convocaron equipos que trabajan en organizaciones de la sociedad civil, así como en espacios que trabajan bajo la órbita municipal. Además, para la construcción de la muestra también se han considerado las diferencias de género (participaron seis varones y cinco mujeres, en ambos casos cis). Finalmente, cada participante trabaja en un municipio diferente de la Provincia, de manera que se encuentran representados once municipios, con poblaciones que abarcan desde los 40.000 habitantes, hasta los 1.700.000 habitantes.

La construcción de una otredad caricaturizada

Siguiendo la propuesta Casado Aparicio (2012), podemos considerar que en el contexto argentino post “Ni una menos” rige mayoritariamente una construcción de sentido basada en el “principio de igualdad” y en un “relato modernizador” sobre la violencia, marco en el que se la considera como parte de un “pasado de dominación patriarcal al que servía de instrumento y del que nos alejamos por la senda del progreso” (Casado Aparicio, 2012: 11). En este contexto, profundamente influenciado por los consensos internacionales sobre la materia,[3] comenzó a considerarse el “atributo” de “violento” como algo profundamente desacreditador. En uno de sus trabajos más celebrados Erving Goffman (2015) señala que hay una serie de “defectos del carácter” sobre los que se construyen los estigmas:

“Los defectos del carácter del individuo que se perciben como falta de voluntad, pasiones tiránicas o antinaturales, creencias rígidas y falsas, deshonestidad. Todo ellos se infieren de conocidos informes sobre, por ejemplo, perturbaciones mentales, reclusiones, adicciones a las drogas, alcoholismo, homosexualidad, desempleo, intentos de suicidio y conductas políticas extremistas” (Goffman, 2015: 16).

Las “pasiones tiránicas” y “las creencias rígidas y falsas”, pero también, y como veremos especialmente en los próximos apartados, la “deshonestidad”, son características que serían propias del “hombre violento y machista”.[4] El relato modernizador sobre la violencia de género considera a su vez que la violencia es una “lacra del pasado” que la modernización de nuestras sociedades nos empujaría a abandonar, y que, regidas por el principio de igualdad, construyen una representación de la otredad estigmatizada por el ejercicio de violencia (García Selgas y Casado Aparicio, 2010). La teoría del estigma de Goffman no sólo sirve para analizar cómo el estigma marca a los “otros”, sino para analizar el reverso del proceso de estigmatización, la construcción de un “nosotros” libre del peso de ese estigma. De manera que cuando se construye una otredad caricaturizada del “machista violento” como representante de un sistema arcaico, aberrante, y se lo presenta como alguien fundamentalmente frío, manipulador, racional, dependiente, anticuado y autoritario, se construye también una representación del “nosotros” idealizado, caracterizado por la sensibilidad, la concordia, la independencia, el compromiso con la igualdad y la modernidad.

No se trata de que los varones con las características del “machista violento” no existan, sino que han sido sobrerrepresentados a través de diferentes mecanismos. Por una parte, la utilización de fuentes secundarias, las dificultades de acceso al campo y a los sujetos en cuestión llevan a conocer sólo una parte de la muestra sobre la que se realizan los análisis, y que representan los ejercicios de violencia más severos (ver Johnson y Ferraro, 2000). Por otra parte, porque los medios de comunicación y las campañas de sensibilización suelen recurrir a representaciones estereotipadas y sensacionalistas para referirse a los varones que ejercen violencia, (re)produciendo su caricaturización (ver De Stéfano Barbero, 2021; García Selgas y Casado Aparicio, 2010).

De acuerdo con Welzer-Lang (2007) la construcción de una otredad estigmatizada se alimenta también por la forma en la que socialmente hemos abordado la cuestión, ya que el conocimiento científico sobre los hombres que ejercen violencia ha sido producido históricamente por disciplinas como la medicina, la psicología o la criminología. Esto ha contribuido a la creación de un sentido común que considera la violencia masculina contra las mujeres como algo excepcional, propio de enfermos, locos y criminales, de “alienados” o “monstruos” (Welzer-Lang, 2007: 45): “Da la sensación de que hubiera un deal [un trato]: se ofrece a las y los especialistas una clientela (un mercado) y, a cambio, éstos y éstas autentifican con su ciencia que los clientes corresponden a los modelos que nos tranquilizan” (Welzer-Lang, 2007: 55).

Los “modelos que nos tranquilizan” que señala Welzer-Lang se fundan sobre la construcción de un saber sobre el “violento” a partir de instrumentos de medición y diagnóstico que indican cómo “ellos” responden a tipos, características y perfiles, actúan con “dobles fachadas” o tienen funcionamientos cerebrales diferentes; todos elementos que explican sus conductas “desviadas” y, al tiempo que nos ofrecen posibilidades de intervención específicas, nos diferencian de ellos.

En la actualidad, los esfuerzos por despatologizar el ejercicio de violencia -evidenciados en eslóganes como “no son enfermos, son hijos sanos del patriarcado”- se combinan con la voluntad de mostrar que estos varones son “normales”. Sin embargo, en estas voluntades subyacen también procesos de construcción de una alteridad radical. Veamos dos ejemplos de referentes en el campo, el médico forense español Miguel Lorente (2001) y el psicólogo argentino Jorge Corsi (1994), quienes explican cómo los varones que ejercen violencia utilizan la denominada “doble fachada”:

“Si hay algo que define al agresor es su normalidad, hasta el punto de que su perfil podría quedar resumido de forma gráfica en los siguientes tres elementos: hombre, varón, de sexo masculino. (...) La mayoría de los hombres desarrollan habilidades especiales a la hora de relacionarse con otras personas fuera del hogar. Son personas afables que intentan ganarse la confianza y el respeto de los demás, incluso tratando en ocasiones a la mujer de manera exquisita cuando se les ve en público, buscando la integración social en el terreno que le interesa a la sociedad, el público, y manifestando la verdadera consideración que tiene a la mujer en el seno del hogar o ante determinadas circunstancias. Sabe que será su mejor coartada y el argumento más rotundo a su favor en caso de que el suceso trascienda a lo público” (Lorente, 2001: 81-82).

“El hombre violento suele adoptar modalidades conductuales disociadas: en el ámbito público se muestra como una persona equilibrada y, en la mayoría de los casos, no trasunta en su conducta nada que haga pensar en actitudes violentas. (...) como si se transformara en otra persona” (Corsi, 1994: 58).

Para Lorente o Corsi, los hombres que ejercen violencia son “normales”, pero tienen “habilidades especiales”, adoptan “modalidades conductuales disociadas” y pueden actuar como si se “transformaran” en otra persona. De manera que al tiempo que despatologizan, construyen también otredades estigmatizadas fácilmente caricaturizables. De hecho, Lorente llega a afirmar que el proceder de los varones que ejercen violencia podría compararse con el caso del “Dr. Jekyll y Mr. Hyde” (Lorente, 2001: 82).[5]

En otro trabajo he analizado el impacto que tienen estas formas de caricaturización en el reconocimiento de la violencia que hacen los propios varones con los que se trabaja en los grupos psico-socioeducativos —un elemento central en su proceso de admisión y un criterio de exclusión clave (De Stéfano Barbero, 2021a). En los próximos apartados analizaremos los efectos de esa caricaturización entre quienes trabajan con esos varones y en cómo se considera el trabajo con ellos desde la sociedad civil y ciertos sectores del feminismo.

De la caricatura a la experiencia: tensiones y exposiciones entre quienes trabajan con varones que ejercen violencia

Como hemos mencionado, la alterización y caricaturización de los varones que ejercen violencia genera un efecto tranquilizador a nivel social, que construye un “nosotros” y un “ellos” claramente diferenciados. Sin embargo, en las experiencias de quienes trabajan con ellos, esta caricaturización estigmatizante no tiene un efecto tranquilizador, sino que genera toda suerte de temores y resistencias (Billiand y Molinier, 2017; Gottzén, 2013). Diferentes investigaciones muestran que es frecuente que entre quienes trabajan por primera vez con varones que ejercen violencia prime el miedo, la inseguridad y actitudes y emociones contradictoras con respecto a ellos (Bailey, Eisikovits y Buchbinder, 2012; Billand y Molinier, 2017; De Stéfano Barbero y Rodríguez, 2021). Yo mismo reconozco que mucho del nerviosismo que tuve cuando empecé las observaciones de mi investigación doctoral estaba vinculado al temor a que los varones fueran violentos en el grupo, con otros participantes o con el equipo de coordinación. Una circunstancia prácticamente inexistente, tal y como afirma una coordinadora de grupos con veinte años de trayectoria en la Provincia de Buenos Aires, que reconoce también haber tenido este temor cuando comenzó a trabajar. Así lo expresaba también un coordinador novel, que reconoce que perdió el miedo durante las primeras entrevistas de admisión que realizó, incluso antes de coordinar por primera vez los grupos: “Hay algunos miedos cuando te dicen que vas a trabajar con hombres que ejercen violencia, pero después de las primeras entrevistas, donde ves el posicionamiento de cada varón, te das cuenta que no”.

Otro de los efectos de la construcción de un nosotros y un ellos claramente definido, es que, generalmente, se tiende a asumir que entre profesionales y participantes de los grupos hay poco en común (Bailey, Eisikovits y Buchbinder, 2012, 2011; Gotzzén, 2013). Sin embargo, la experiencia del trabajo expone los límites precarios de esa pretendida frontera entre la similitud y la diferencia. Uno de los coordinadores de un espacio de atención de la Provincia de Buenos Aires, señalaba que a raíz de su trabajo con los varones se “tuvo” que “poner a repensar un montón de cuestiones”: “¿qué hago con esto que me generan estos hombres? Como dije al principio, [hay que] deconstruirse primero a uno mismo, (...) los propios prejuicios”. Un coordinador de otro espacio, apuntaba en una entrevista que “iba siendo transformado todo el tiempo por la misma temática, [me sentía] interpelado, [iba] cuestionándome”. La interpelación que genera el trabajo no sólo se refiere al marcado contraste entre la caricaturización y la experiencia, que lleva a pensar en cómo operan en nosotros los prejuicios y estereotipos sobre las personas con quienes trabajamos, sino también a los límites de las diferencias entre “ellos” y “nosotros”, y a lo inquietante que puede resultar encontrarnos con algunas similitudes.

Como señalan Billiand y Molinier (2017) la investigación o el trabajo con varones que ejercen violencia pueden cuestionar nuestra identidad, y especialmente en el caso de los hombres cis heterosexuales, nos expone a considerar nuestra participación en las relaciones de género desde la masculinidad y el ejercicio de violencia.[6] Así, las experiencias de los varones que ejercen violencia pueden actuar como un espejo de los propios conflictos afectivos y familiares (Goldblatt, Buchbinder, Eisikovits y Arizon-Messinger, 2009) y traer recuerdos dolorosos sobre diferentes formas de violencia que pudimos haber sufrido o ejercido a lo largo de nuestra vida. Es por ello que quienes trabajamos en el ámbito de la violencia debemos estar atentos al impacto subjetivo que genera en nosotros esa “escucha arriesgada” (Dejours, Dessors y Molinier, 1994). Si cada pregunta que les hacemos a ellos es también una pregunta que nos hacemos a nosotros/as mismos/as, y cada una de sus respuestas puede afectar las formas en las que percibimos nuestras propias experiencias, es porque una entrevista es siempre un acto de comunión, basado en la interdependencia y el reconocimiento mutuo (Ezzy, 2010) y porque la dinámica virtuosa de un espacio grupal depende también de la construcción de un vínculo terapéutico (Dutton y Corvo 2006).

Así como hay un riesgo en forjar un vínculo, que nos expone al encuentro con el otro y nos hace vulnerables —en el sentido en el que piensa la vulnerabilidad Gilson (2014)—, hay también un riesgo en no hacerlo, porque la negación de las emociones en el trabajo con varones que ejercen violencia lleva a producir un conocimiento que subestima la importancia de las emociones en las relaciones de género, la subjetividad y el ejercicio de violencia (Cowburn, 2013), con todo lo que ello implica también en la (re)producción de caricaturizaciones exageradamente frías, calculadoras y poderosas de los varones que la ejercen. Sobre este punto, la investigación de Augusta-Scott (2002) señala que, para algunos de los coordinadores de los espacios de atención, las emociones como la vergüenza pueden ser instrumentos que los varones utilizan para desrresponsabilizarse y manipular al grupo, a la coordinación y a la justicia, mientras que, para otros, se trata de una afectación parte de su proceso subjetivo, sobre la que se debe trabajar y que puede ser un aliciente para el cambio.

Frente al riesgo que supone abrirse a la exposición subjetiva en el trabajo con varones que ejercen violencia, no es extraño encontrar entre los equipos profesionales, personas que desarrollan resistencias como una estrategia para preservar la propia salud mental (Bailey, Buchbinder y Eisikovitz, 2011; Bailey, Eisikovitz y Buchbinder, 2012; Bernard, 2010; Billiand y Molinier, 2017; Cowburn, 2000). Como señalan Fridman (2019) o Velázquez (2012) para el caso de las y los terapeutas, y Connolly y Reilly (2007) para el caso de las y los investigadores, el trabajo con personas que ejercen o sufren violencia puede generar afectos de muy difícil tramitación, ya que el “ser testigo” de sus experiencias puede llegar a causar diversos “efectos traumáticos”, ligados al burnout, la “fatiga de compasión”, o el “trauma vicario” (Velázquez, 2012). Podríamos considerar también que la falta de reconocimiento de los efectos subjetivos que genera el trabajo con violencia puede darse al amparo de defender cierto “profesionalismo” en nuestro trabajo, algo que para Dejours (1990) no es más que una “ideología defensiva de oficio” frente a la precariedad de la frontera entre lo privado y lo profesional.

Quienes trabajamos con personas que sufren o ejercen violencia nos enfrentamos a una suerte de paradoja entre lo extraño y lo familiar, entre la cercanía y la distancia, porque sentimos el deber de ser críticos con el ejercicio de violencia, pero al mismo tiempo, si queremos ampliar los límites de nuestro conocimiento sobre la relación entre violencia y género y mejorar la calidad de nuestras investigaciones e intervenciones, debemos ir más allá de la crítica, y estar abiertos al encuentro con ellos, dispuestos a escuchar sus experiencias (Gotzzén, 2013). En esta tensión paradójica, no siempre es posible evitar que los estereotipos y prejuicios en torno al género, la masculinidad y la violencia funcionen como sesgo al momento de la escucha y obturen la construcción del vínculo sobre el que necesariamente se basa nuestro trabajo.

Es por ello que no es extraño encontrarse entre quienes trabajamos en el tema, situaciones en las que los relatos de los varones que ejercen violencia son rechazados y deslegitimados, por considerarse falsos, de mala fe o distorsionados (Billand y Molinier, 2017; Cowburn, 2000) —recordemos la “deshonestidad” como un “defecto del carácter” en la teoría del estigma de Goffman. En mi propia experiencia de campo, esto sucede especialmente en al menos dos supuestos. Por una parte, cuando en las dinámicas grupales emerge la cuestión de la “desigualdad” y ellos afirman considerarse a sí mismos como igualitarios, en contra del machismo o directamente feministas. Frente a la rápida deslegitimación de estos posicionamientos, en los que no se concibe la posibilidad de la contradicción entre una conducta y una idea o valor, podemos considerar la propuesta de García Selgas y Casado Aparicio (2010), quienes afirman que:

“No debería extrañarnos la complejidad de estas dinámicas identitarias, en las que expectativas tradicionales se cruzan con valores igualitaristas, pues, (...) el estar educados en determinados modelos de género más o menos tradicionalistas o igualitaristas no implica que éstos se asuman tal cual o que las distintas relaciones y procesos que se vayan viviendo no conduzcan a tomas de posición más o menos contradictorias con esos modelos” (p. 180).

Autores como Hearn y Whitehead (2006) también han advertido que no es frecuente encontrar que la violencia masculina contra la pareja responda a una motivación ideológica y a un objetivo tal como poner a las mujeres en el lugar de subordinación que les “corresponde” en las relaciones de género patriarcales. De hecho, consideran que ese podría ser más bien un “efecto” de la violencia, mientras que dar con las causas o motivaciones implica atender a las experiencias subjetivas de los hombres que ejercen violencia, muchas veces menos autoevidentes y unívocas de lo que se pretende. En cualquier caso, adherir al feminismo o no considerarnos machistas no nos libera ni a “ellos” ni a “nosotros” de los constreñimientos sociales de género, ni de las formas en las que afectan nuestras subjetividades y relaciones de dependencia y reconocimiento que están estrechamente vinculadas con el ejercicio de violencia (De Stéfano Barbero, 2021; García Selgas y Casado Aparicio, 2010).

Por otra parte, la atribución de “deshonestidad” suele darse cuando emerge una carga emocional en sus relatos. Verlos romper en llanto, por ejemplo, cuestiona sensiblemente su representación caricaturizada y rompe las fronteras entre el “ellos” (invulnerables y racionales) y “nosotros” (vulnerables y emocionales), mientras que considerar ese llanto como parte de una estrategia calculada, los devuelve rápidamente a su caricatura y la reafirma. Esto puede observarse en el trabajo de Papalía (2022) sobre las representaciones vigentes en el sistema de justicia penal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) sobre los varones que ejercen violencia de género, donde una fiscal especializada relata las reacciones emocionales de los varones en diversos casos y refiere escenas de “llanto falso”, como de “chiquito malcriado”, donde no ve “culpa”, sino una forma de manipulación, aludiendo a su “doble fachada” (Papalía, 2022: 206).

Siguiendo a Osborne (2009), podemos considerar que toda manifestación y experiencia de las y los implicados en casos de violencia que no concuerden con el relato dominante que construye víctimas y victimarios caricaturizados, son deslegitimadas, apelando bien a formas de alienación o de falsa conciencia (para el caso de las víctimas), o a formas de tergiversación y manipulación (para el caso de los victimarios). Así, cuando no les damos lugar a sus relatos y experiencias, fijamos la multiplicidad y complejidad de sus subjetividades en una imagen coherente y estable que reproduce nuestra visión caricaturizada de los hombres que ejercen violencia (Gotzzén, 2013). En este sentido, el trabajo de Papalía muestra cómo también el poder judicial “hace género” (West y Zimmerman, 1987) y cristaliza estereotipos y prejuicios que alimentan el sentido común.

Otras investigaciones han mostrado también que existen casos en los que no sólo se invalidan las experiencias de los hombres en intercambios entre terceros, sino que también se los “humilla” en presencia de sus compañeros de grupo cuando no responden de acuerdo a las expectativas de quienes coordinan (Augusta-Scott 2002; Mankowski, Haaken y Silvergleid, 2002). Si bien es un tema escasamente problematizado y visibilizado, sabemos al menos desde mediados de la década de 1960 que tanto las personas como los grupos y las instituciones albergan una tendencia a reproducir las mismas estructuras que pretenden combatir (Bleger, 1966). Como señala Velázquez:

“El riesgo de esta práctica, entonces, consiste en que las violencias escuchadas en las consultas y los efectos que estas suscitan pueden reproducirse e instalarse tanto en el equipo de trabajo, a través de situaciones conflictivas en su interior, en el campo de la entrevista, a través de lo que denominamos microviolencias de la práctica, como en la persona del profesional, mediante la aparición de diversos síntomas psicofísicos” (2012: 106).

 

Resistencias, presiones y acusaciones al trabajo con varones que ejercen violencia

Como hemos visto hasta aquí, el trabajo con varones que ejercen violencia presenta una serie de exposiciones, ambigüedades y tensiones que involucran tanto lo subjetivo como lo profesional. Pero existe además un condicionamiento social que genera también un impacto en estas dimensiones e introduce una serie de condiciones adversas para el desarrollo del trabajo, expresadas en resistencias, presiones y acusaciones (Billand y Molinier, 2017).

Por un lado, parte de los y las entrevistadas que coordinan espacios de atención en la provincia de Buenos Aires, mencionaron diferentes formas de resistencia por parte de sectores del Estado y de ciertas organizaciones feministas a implementar el trabajo con varones y destinar recursos para ello. Así lo manifestó una de las personas entrevistadas:

“Siempre hubo una resistencia a este tipo de temáticas. (…) Muchas organizaciones feministas en su momento nos rechazaron porque les costó mucho entender que se podía trabajar con el varón, porque se entiende que es quien les hacía daño. En la medida en que lo fueron aceptando nos van derivando gente. Ahí creo que hay más un contacto del boca a boca, de ver el resultado del trabajo en el tiempo que hace que nos vayan derivando gente”.

Otra de las personas entrevistadas señaló que miembros del equipo de profesionales que trabajaban en una dependencia gubernamental donde se iba a crear el espacio de atención, le dijeron que “no creían” en el trabajo con varones. De hecho, la propia persona responsable de la dependencia le dijo que “no confiaba” en los “efectos” del trabajo con varones que ejercen violencia.

Otro reciente ejemplo de las resistencias al trabajo con varones lo encontramos en 2020, cuando se creó la Dirección de la Mujer, Género y Diversidad dentro del Ministerio de Desarrollo Social de Catamarca. Cuando iban a comenzar a trabajar con varones, comenzó la pandemia por COVID-19 y el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO). Frente a esta coyuntura, lanzaron el “Desafío colectivo: Contener al Covid-19 sin violencia de género”, y en ese marco crearon una línea telefónica para varones, al tiempo que reforzaron todas las líneas de atención que ya existían para las mujeres. Este servicio pretendía ofrecer contención a los varones antes o después del episodio de violencia. El problema surgió cuando se dio a conocer el flyer de la iniciativa, donde podía leerse: “En este aislamiento, los varones también pueden manejar el enojo y evitar la violencia de género. Si necesitás ayuda comunicate 24 hs. a la Línea varones”. En la página de Facebook de “Catamarca Gobierno” todavía puede encontrarse la publicación del flyer y acceder a los cientos de comentarios que suscitó.[7] Las principales críticas se referían a que la violencia de género no es una cuestión de enojo sino de poder (como si ambas cuestiones no estuvieran vinculadas y fueran excluyentes), a la “victimización” de los varones y a la escasez de recursos que supone una “competencia” entre los dirigidos a las mujeres y a los varones.[8] La trascendencia mediática de las críticas llegó de la mano de referentes e influencers como Florencia Freijo, Ro Ferrer o Martín Cirio, quien en un video de Instagram afirmó:

“Creo que la ayuda y la asistencia y el apoyo tiene que ir para las mujeres, no para el hombre, ningún violento que piense que la mujer es inferior y que amerita que la caguen a palos va a llamar a una línea para decir 'uy, che, me enojé, me pasé un poco y la fajé (...) Para las mujeres, ayuda y asistencia, para el hombre violento la cárcel. Soy re Bullrich con esto, sorry not sorry”.[9]

En uno de los webinars sobre el trabajo con varones que se celebraron en el marco de una de las investigaciones referidas en la metodología (De Stéfano Barbero y Rodríguez, 2021), Clarisa Robert, psicóloga y coordinadora del área de violencia de género de la Dirección, señaló que las críticas, el rechazo y la oposición a la iniciativa llegaron a tal punto que decidieron cerrar la línea.[10]

La presión social que ejercen sectores de la sociedad y de las organizaciones feministas es percibida también por la mayoría de las y los operadores de justicia de CABA que participaron de la investigación de Papalía (2022), quienes manifiestan sentirse presionados/as para conseguir condenas rápidas y efectivas y temerosos/as de ser responsabilizados/as de que un denunciado vuelva a ejercer violencia. La presión y el temor, en la práctica, derivan en una suerte de intervencionismo exagerado sobre la vida de las mujeres que sufrieron violencia (con excesivo control por parte de la policía, la oficina de control y el juzgado), pero también sobre los derechos de los varones que ejercieron violencia, sobre los que rápidamente se piden las medidas más drásticas y rigurosas, como la prisión preventiva (Papalía, 2022).

Entre quienes trabajamos o investigamos sobre varones que ejercen violencia, existe también un temor a recibir acusaciones de complicidad o de justificación de su violencia (Billand y Molinier, 2017). Siguiendo nuevamente a Goffman (2015), podría considerarse que al estigma que pesa sobre los varones que ejercen violencia, se añade un “estigma por asociación” (courtesy stigma), que pueden sufrir quienes trabajan con ellos. Los cuestionamientos a las fronteras entre víctima y victimario, la alusión a la relación entre el ejercer violencia y el haberla sufrido, o la mera mención al papel de las emociones o a la vulnerabilidad de la masculinidad y su vínculo con la violencia —todos aspectos que de alguna forma trascienden el discurso dominante sobre el ejercicio de la violencia masculina— suscitan no sólo discusiones acaloradas, sino también formas de violencia, escraches y cancelaciones, especialmente en redes sociales.

Como señalan Bailey, Eisikovitz y Buchbinder (2012: 474), es frecuente que a medida que quienes trabajamos con varones que ejercen violencia nos familiarizamos con ellos, con el fenómeno de la violencia y con nuestro propio trabajo, nuestra posición sea menos reactiva y defensiva y algo más empática. Podemos incluso, y a diferencia del del relato dominante, llegar a considerar “la debilidad que hay en la violencia y la impotencia que subyace en la necesidad de controlar” (Bailey, Eisikovitz y Buchbinder, 2012: 471). Sin embargo, las “voces acusatorias” (Eisikovits y Enosh, 1997), pueden generar que estas perspectivas acarreen sentimientos morales como la vergüenza y la culpa, y afectaciones que limiten nuevos enfoques y propuestas creativas. Todavía recuerdo que durante una conferencia en la que exponía diferentes historias de vida para apoyar mi reflexión sobre la relación entre el poder y la vulnerabilidad en el ejercicio de violencia contra las mujeres en la pareja (De Stéfano Barbero, 2022, 2021), una asistente me espetó: “Estás humanizando a los violentos”. Lo cierto es que si la acusación de “humanización” cabe, es porque hay algo de la caricaturización estigmatizante de los varones que ejercen violencia que es profundamente deshumanizante y que todavía está operando, tanto a nivel social como entre quienes nos interesamos específicamente por estas cuestiones, como la asistente a aquella conferencia. Frente a estos escenarios, Viña, Díaz y Berardone (2022), quienes trabajan con varones que ejercen violencia, nos llaman a considerar cuánto no sabemos de ellos y a devolver la centralidad a las preguntas (como aquella joven en el primer “Ni una menos”):

“¿Es viable pensar cuál es la representación que construimos sobre quien ejerce la violencia? ¿Deshumanizarlos, distanciándolos de la vulnerabilidad, se convierte en un dique de protección que favorece la distancia entre ‘ellos’ y ‘todos los otros’ (que también es un nosotres)? ¿Estamos preparades para alojar el sufrimiento de quien daña? ¿Dimensionamos el impacto de transitar esos procesos subjetivos junto a otros varones? ¿Es posible pensar que el alojamiento de esos relatos en los encuentros de abordajes con varones es otra forma de atentar contra el modelo normativo?” (Viña, Díaz y Berardone, 2022: 415).

Quienes investigamos el trabajo con varones que ejercen violencia, observamos que las y los profesionales, a partir de su experiencia, pueden considerar que “la realidad es más compleja y menos dicotómica que la ideología o la teoría”, lo que lleva a cuestionar los “preconceptos iniciales y los intentos de distanciamiento”; de manera que sí, es posible vivir una suerte de “proceso de humanización” de los varones que ejercen violencia (Bailey, Eisikovits y Buchbinder, 2012: 469), un proceso que nos muestra que podemos ser tan diferentes como iguales a “ellos”.

Reflexiones finales

Como hemos visto en este trabajo, los prejuicios y estereotipos detrás de la caricaturización estigmatizante de los varones que ejercen violencia afecta sensiblemente a quienes trabajan con ellos, tanto a quienes abordan la cuestión desde la intervención terapéutica y judicial, como a quienes realizan investigaciones. Si añadimos el hecho de que también afecta a los propios varones que ejercen violencia (De Stéfano Barbero, 2021a), podemos considerar que estos procesos de estigmatización “hacen género” (West y Zimmerman, 1987) más que cuestionarlo, y que comprometen tanto el reconocimiento de la violencia por su parte, como los diagnósticos e intervenciones que se realizan con ellos.

La movilización de la subjetividad entre quienes investigamos y trabajamos con varones que ejercen violencia no es necesariamente un problema, ni supone necesariamente una interferencia en los objetivos científicos (Biliand y Molinier, 2017). De hecho, en la creación de la naturaleza intersubjetiva del encuentro con el otro, ya sea en un marco terapéutico o de investigación, es esperable una mutua influencia (Goldblatt, Buchbinder, Eisikovits y Arizon-Messinger, 2009), que es necesaria y útil para el desarrollo del trabajo; y cómo tramitemos los efectos subjetivos de nuestras experiencias de trabajo tendrá un impacto en nuestro ejercicio profesional. Para poder escuchar a los varones que ejercen violencia y trabajar con ellos resguardándonos de los efectos subjetivos y profesionales indeseados es preciso establecer una “distancia emocional adecuada” (Velázquez, 2012), pero también trascender estas representaciones caricaturizadas y derribar las fronteras entre “ellos” y “nosotros”, no sólo por una responsabilidad ética profesional, sino porque de acuerdo con diversas investigaciones (Bailey, Eisikovits y Buchbinder, 2012; Dutton y Corvo, 2006) mejora los efectos terapéuticos del trabajo con varones que pueden ayudar a reducir su ejercicio de violencia.

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Matías de Stéfano Barbero es Doctor en Antropología (UBA), Máster en Antropología de Orientación Pública (UAM, Madrid) y Licenciado con premio extraordinario en Antropología Social (UCM, Madrid). Becario posdoctoral de CONICET. Miembro del Instituto de Masculinidades y Cambio Social, y de la Asociación Pablo Besson, donde coordina espacios grupales de atención para varones que ejercen violencia.

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[1] Esta es la denominación más extendida hoy. Para un análisis de otras formas de conceptualizar la violencia ejercida por hombres contra mujeres en la pareja (violencia familiar, doméstica, contra las mujeres, de género, machista, etc.), ver De Stéfano Barbero (2021, cap. 5).

[2] Los webinars pueden verse en el canal de YouTube del Ministerio de las Mujeres, Políticas de Género y Diversidad Sexual de la Provincia de Buenos Aires: https://youtu.be/2970rv_qqDU.

[3] Por una cuestión de espacio y de los objetivos de este artículo, no es posible desarrollar en profundidad este punto. Para un análisis de la construcción del “nuevo sentido común” sobre la violencia de género desde el feminismo institucional, ver De Stéfano Barbero (2021, cap. 5).

[4] Los trabajos de Fuller (2012) y Gutmann y González-López (2007), donde historizan el uso del concepto “machismo”, muestran que ha estado vinculado a la producción de la otredades masculinas y racializadas. Si bien se encuentra especialmente difundido hoy en día, señalan que se trata de un concepto muy limitado para analizar las relaciones y la identidad de género masculina en América Latina. Esta limitación se debe a la facilidad con la que se lo utiliza como un estereotipo (Fuller, 2012) y a que su uso puede albergar “un modelo elitista y racista para entender las inequidades de género entre mujeres y hombres de origen latinoamericano” (Gutmann y González-López, 2007: 19).

[5] La pregnancia de esta analogía ha permeado incluso en informes ejecutivos elaborados desde el feminismo institucional (ver Emakunde, 2009: 15).

[6] Estas experiencias no son exclusivas de quienes trabajamos con varones que ejercen violencia. Para un análisis en primera persona de la “resistencia de la propia subjetividad” en el trabajo con mujeres que sufrieron violencia ver Saranovic (2001), Tyagi (2006) o Velázquez (2012).

[7] Página de Facebook de Catamarca Gobierno con el flyer de la Línea Varones: https://bit.ly/3Jeq1Zu Consultado: 02/03/2023.

[8] Todas estas cuestiones se encuentran analizadas en De Stéfano Barbero y Rodríguez (2021).

[9] Referencias disponibles en: https://bit.ly/3KTO5BW y https://bit.ly/3ZWf1p9. Consultados: 02/03/2023.

[10] Para conocer uno de los proyectos de la Provincia de Buenos Aires similares a la iniciativa catamarqueña, y que todavía funciona con éxito, ver: Acosta, Cecere, Giurleo y Noseda, 2022.

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