Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº15. Mar del Plata. Enero-junio 2022.
ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto
Vlady: revolución y disidencia
Claudio Albertani
Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México
claudio.albertani@uacm.edu.mx
Recibido: 29/08/2021
Aceptado: 29/05/2022
Resumen
El trabajo que sigue, de carácter exploratorio y descriptivo, busca encontrar el lugar del pintor Vlady (Vladimir Kibalchich Rusakov, 1920-2005) en la historia del arte mexicano y universal. Muralista, dibujante, grabador y pintor de caballete, Vlady fue el hijo del escritor disidente Victor Serge. Nació en Petrogrado, en el crisol de la revolución rusa, y llegó a México en 1941, huyendo de la Europa de los totalitarismos. Ante la crisis del arte contemporáneo, Vlady buscó regresar a la pintura clásica renacentista, pero su obra gira en torno a la disidencia y a la afirmación de la libertad contra el pensamiento dirigido. Se sugiere que lo que hizo Vlady fue no sólo volver, sino reinventar la tradición heredada, como hicieron los grandes artistas de todos los tiempos.
Palabras clave: revolución, pintura, libertad, arte, estética disidencia.
Vlady: revolution and dissidence
Abstract
The work seeks to determine the place of the painter Vlady (Vladimir Kibalchich Rusakov, 1920-2005) in the history of Mexican and universal art. Muralist, draftsman, engraver and easel painter, Vlady was the son of dissident writer Victor Serge. He was born in Petrograd, in the melting pot of the Russian revolution, and arrived in Mexico in 1941, fleeing Europe from totalitarianism. Faced with the crisis of contemporary art, Vlady sought to return to classic Renaissance painting, but his work has to do with dissidence and affirmation of freedom against directed thought. It is suggested that what Vlady not only did return to, but rather reinvented the inherited tradition, as the great artists of all time did.
Key words: revolution, painting, freedom, art, aesthetic, dissent.
Vlady: revolución y disidencia[1]
Sólo donde impere una rígida distancia
entre la obra de arte y su contemplador,
la distancia que permite el goce, puede
presentarse la cuestión acerca de
si está viva la obra o está muerta.
Theodor W. Adorno
Petrogrado, 15 de junio de 1920: el ojo del huracán, el epicentro de la revolución. Ese día viene al mundo Vladimir Kibalchich, el futuro pintor Vlady. Rusia sale victoriosa de la guerra civil: uno tras otro, el Ejército Rojo derrota a los generales blancos y a las potencias enemigas. En la ciudad conquistada, miles de personas se encuentran en armas; hay hambre, muerte y destrucción, pero también la fe inquebrantable en un mundo nuevo, libre de explotación y opresión.
El recién nacido es hijo de Victor Kibalchich, mejor conocido como Victor Serge, ex presidiario, anarquista recientemente adherido al Partido Bolchevique, fundador de los servicios de prensa de la Internacional Comunista, y de Liuba Rusakova, traductora y estenógrafa adscrita a la oficina de Grigori Zinoviev. ¿Vladimir en honor a Lenin? No. En homenaje a Vladimir Mazine, ex socialista revolucionario, ex terrorista, gran amigo de Serge, autor en la cárcel de un libro sobre Goethe y la filosofía de la naturaleza. Ha muerto en la defensa de Petrogrado.
La pareja reside en el Astoria, el lujoso hotel convertido en domicilio de revolucionarios, donde convive con los forjadores del nuevo Estado. Muy cerca están lugares icónicos de la epopeya soviética: el Palacio de Invierno, el Instituto Smolny, alguna vez cuartel general de Lenin, y la Fortaleza Pedro y Pablo, la cárcel por la que pasaron generaciones de militantes y donde cuarenta años antes había sido ejecutado al químico Nicolái Kibalchich, el pariente implicado en el asesinado del zar Alejandro II.
Serge recorre Europa en calidad de agente encubierto: Berlín, París, Viena, los Balcanes. Liuba y Vlady lo acompañan. El niño crece entre conspiradores que siguen las reglas estrictas de la clandestinidad, con nombres falsos y en departamentos ocultos. Los incesantes viajes de la familia no favorecen su educación formal; raramente frecuenta escuelas, pero respira cultura en varios idiomas: francés, ruso, alemán. Una foto de principios de los años veinte, tomada en Viena, muestra a Vlady niño, retratado con algunos colegas de su padre, entre los cuales se reconoce a Antonio Gramsci.
Leningrado, 23 de abril de 1928. La revolución se devora a sí misma. El sueño se ha convertido en pesadilla: la Rusia soviética marcha rápidamente hacia una forma de totalitarismo particularmente despótica e insidiosa. Ese día, Victor Serge es detenido por primera vez, bajo la acusación absurda de conspirar contra el poder soviético. El pequeño Vlady asiste la escena, gruesas lágrimas surcan sus mejillas. Mientras se lo llevan, alcanza a decirle: “Papá, no es de miedo de lo que lloro, es de rabia” (Loya, 1966: 293).
A Serge se le encarcela por el delito de pensar y, peor aún, por ser partidario de Trotsky, derrotado por la burocracia que él mismo ha contribuido a crear. Empieza la persecución contra la familia: Liuba pierde la razón poco a poco, lo cual afecta terriblemente al niño. Alexander, el abuelo materno, muere de pena; Olga, la abuela, desaparece en un campo de concentración, igual que Esther, la hija más chica. Otros integrantes de la familia pasarán décadas en el gulag.
1920 y 1928: dos fechas emblemáticas. Por un lado, la revolución triunfante y por el otro la consolidación del totalitarismo. En ese mundo sin evasión posible, el niño Vlady encuentra refugio en la pintura. Cada vez que puede, recorre el museo Hermitage, uno de los mejores del mundo, que se encuentra a dos pasos de la calle Zeliabova. Lo cautivan las obras de los grandes maestros, particularmente los renacentistas. Dibuja y dibuja: la correspondencia familiar está repleta de apuntes a pastel y a lápiz que consignan su vocación tempranera.
La vida y la obra de Vlady son incomprensibles sin esas dos experiencias fundadoras: la revolución, a cuyos ideales siempre se mantendrá fiel, y la disidencia encarnada en las figuras de su padre y de Trotsky. La política será uno de sus fantasmas: la detestará, pero siempre formará parte de sus demonios interiores. Y la historia, por supuesto. No tanto la historia en general, sino esa historia tan suya, tan traumática que encontramos plasmada particularmente en los murales.
Dedicada a “la probidad de Victor Serge y a los sufrimientos de Liuba”, su obra principal, el mural Las revoluciones y los elementos, de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada (dos mil metros de pintura al fresco y al temple óleo sobre tela) es una saga de las revoluciones modernas en todos sus aspectos: sociales, políticos, musicales, científicos, poéticos, psicoanalíticos.
Herencias
Se ha dicho, con razón, que Vlady procede de tres tradiciones: la rusa, la europea y la mexicana (Taracena, 1974: 80).[2] Él mismo no sabía cómo definirse: “[N]o renuncio a ninguna nostalgia. Ni al Misisipi de Mark Twain, ni a la pintura italiana, flamenca, tamayesca […].[3] No renuncio a ninguna seducción afectiva, ni al socialismo, ni a las islas griegas de Ulises, ni a los bosques de Carelia, ni a Michoacán, ni a Temoaya” (Unomásuno, 1984). Lo primordial, escribió el poeta Jorge Hernández Campos (2006: 211-212), es su relación carnal con la historia: “[P]ara Vlady, la historia ha sido, es, el corazón, la saliva, la pupila del ojo, la asfixia, el éxtasis, y la huida perpetua de un Sísifo que quiere escapar de su matriz”.
Su obra es, entre otras cosas, la expresión plástica de la obra literaria de Serge, con quien compartió las ideas políticas, el sentimiento heroico y la dimensión estética. Según Edgar Morin, Serge vive en Vlady; el carácter indomable de Serge vive por medio de él y se expresa en la pintura (Morin, 2006: 225-228). Sin embargo, Vlady no era lo que comúnmente se define un “artista comprometido”, ni tampoco fue un revolucionario a la manera de su padre, sencillamente porque vivió en otra época: “A mí de la revolución no me tocaron más que las patadas de Stalin”, le dijo a Leonardo da Jandra (1985). Su pintura difícilmente podría definirse “militante” y él mismo rechazaba el arte que reivindica sus cualidades en función de virtudes políticas. Por otro lado, en contraste con la estética marxista ortodoxa, reconocía el potencial político de la forma estética y de la imaginación creadora. Como Walter Benjamin (2004: 12) destacaba el carácter revolucionario de la producción artística no condicionada por el pensamiento dirigido. “Viví más la vida de mi padre que la mía propia”, relató en una entrevista. “Mi infancia fue como la de todos los niños, de dependencia familiar. Pero, así como pude ser hijo de un panadero, me tocó ser el de un revolucionario ruso, un hombre de gran pulcritud intelectual, de gran inquietud ética que vivió de acuerdo con sus ideas” (Loya, 1966). No era fácil, sin embargo, ser el hijo de Victor Serge y, por otra parte, el idilio del revolucionario ruso-belga con el bolchevismo oficial fue de corta duración. Vlady creció entre perseguidos, casi sin conocer niños.
“Fui testigo de la resistencia al totalitarismo en la antigua Unión Soviética, y de la áspera lucha contra el fascismo en Europa. Estas peripecias me llevaron a conocer a gente extraordinaria: disidentes, viajeros, poetas, artistas, escritores y, sobre todo, revolucionarios de los cuatro rincones del globo. Muchos eran obreros, orgullosos de serlo y conscientes de llevar un mundo nuevo dentro. Todos eran hombres cultos –incluso eruditos-, casi siempre autodidactas y diestros en muchos idiomas, a pesar de su condición de trabajadores manuales. Son seres humanos en vía de extinción. Con el tiempo, algunos se hicieron famosos; otros ya lo eran; otros más, tal vez la mayoría, se mantuvieron anónimos. Grabadas en sus caras, todavía leo las angustias y las esperanzas de una época” (entrevista de Albertani a Vlady, 1992).
Me impresiona el retrato del escritor rumano Panaït Istrati que hizo cuando tenía tan sólo ocho años. Las líneas son todavía elementales, pero ya revelan su enorme talento. Notable es también la serie sobre Volin, el anarquista ruso, autor de La revolución desconocida (1977).[4] “La vida no lo había tratado bien”, me contó Vlady.
“Sin embargo, conservaba una vitalidad descomunal; cargaba con soltura el peso de los años de cautiverio y aguantaba con serenidad las dificultades materiales que aún le acosaban. Tenía una cara afilada, ceñida por una barbita entrecana y vestía con gran pulcritud, siempre con chaleco, saco, corbata y sombrero. Como muchos revolucionarios de ese tiempo (mi padre entre ellos), no era un bohemio y sus lentes redondos le daban un talante de profesor o de estudiante envejecido antes de tiempo” (Albertani, 1994).
Es conmovedor enterarse de que Vlady conservó esos bocetos durante toda su vida llevándolos consigo en el largo viaje a través del mundo que lo condujo a México: Oremburgo, Moscú, Bruselas, París, Marsella, Casablanca, La Martinica, Santo Domingo, Haití, Cuba.
En 1933, Serge fue detenido por segunda vez y deportado a Oremburgo, al sur de los Urales; se le acusaba de crímenes imaginarios contra la revolución. Pasaría los tres años siguientes en esa ciudad de clima infernal y cielos cristalinos, donde Alexander Pushkin había ambientado su famosa novela, La hija del capitán. Vlady y Liuba obtuvieron el permiso de acompañarlo; Liuba regresó pronto a Leningrado para dar a la luz a Jeannine, la segundogénita, mientras que Vlady se quedó tejiendo con su padre una relación de complicidad y gran cercanía espiritual. Serge mismo era un acuarelista aficionado, detectó el talento de su hijo y lo estimuló. Fue en Oremburgo donde Vlady hizo sus primeras acuarelas: autorretratos, retratos de otros deportados (destaca el de Boris Eltsin, oposicionista, hombre de cultura enciclopédica y mentor de Vlady) y paisajes teñidos del color de las estepas (Albertani, 2008).
Vlady frecuentaba la escuela secundaria. Escribió Serge: “hijo de un deportado, inquietaba a los directores comunistas, que llegaban hasta reprocharle que no se insolidarizase de su padre. Durante un tiempo fue excluido de la escuela por haber afirmado en el curso de sociología que en Francia los sindicatos funcionaban libremente. La dirección de la escuela me convocó para reprenderme sobre «el estado de espíritu antisoviético» que alimentaba yo en mi hijo” (Serge, 2011: 371). Vlady conservó un recuerdo terrorífico de esa escuela, mismo que plasmaría en uno de sus cuadros más enigmáticos: La escuela de los verdugos, un óleo sobre tela que inició a pintar en México (1948) y siguió trabajando toda la vida.
1933 es el año de la gran carestía: padre e hijo casi se murieron de hambre. Comían sopas de col agria y hacían colas en la nieve de 24 y hasta 48 horas para que les repartieran pan. Vlady se enfermó de escorbuto, pero curiosamente, no tenía un mal recuerdo de Oremburgo:
“[…] lo que todavía no alcanzo a entender es por qué la deportación se quedó en mi memoria como una época luminosa. Los cielos eran verticales e insólitamente altos en las estepas y las temperaturas extremosas: hasta 45 grados en verano, y menos 45 en invierno. En julio, el calor era tan intenso que las dunas de arena a un lado del río Ural parecían incendiarse. En diciembre el cielo asumía violentos tonos de azul cobalto y la blancura de la nieve cegaba los ojos. Entonces los rayos del sol iluminaban las estepas como hilos de seda colgantes de la inmensa cúpula del cielo” (Albertani, 1993).
Vanguardias
En abril de 1936, Serge obtuvo la autorización de regresar a Europa occidental, junto a su familia. El milagro se había logrado gracias a las ruidosas protestas de los militantes libertarios en Francia y a las gestiones de Romain Rolland, directamente con Stalin. Convertido en un partidario entusiasta del régimen estaliniano después de haber regateado su apoyo a la revolución en la etapa inicial, el autor de Juan Cristóbal no tenía la menor simpatía por Serge. Era un compañero de ruta del comunismo y estaba convencido de que el escritor hacía más “daño” preso en la URSS que libre en Europa occidental. Se equivocaba, probablemente, pero su gestión logró lo que, de otra manera, hubiese sido imposible. “Nos salvamos por el azar, pero el azar de la lucha”, escribió Vlady en un texto retrospectivo (Vlady, 1997: 58). Sin perder tiempo, ya que Stalin podía cambiar de opinión en cualquier momento, los Kibalchich –Victor, Liuba, Vlady y Jeannine– viajaron a Bélgica, el único país que aceptó recibirlos. Cargaban en sus maletas unas cuantas pertenencias, algunos manuscritos de Serge que fueron secuestrados en la frontera y los dibujos de Vlady que se salvaron milagrosamente y que en la actualidad se encuentran resguardados en el Centro Vlady de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
Despojado como sus padres, de la ciudadanía soviética, el joven artista pasó a engrosar las filas de los apátridas que vagaban de un lado a otro del planeta en busca de refugio. El encuentro con Bruselas fue sorprendente. Narra Serge:
“[…] delante de las tiendas, nos deteníamos, mi hijo y yo, inexpresablemente conmovidos. Los pequeños escaparates rebosaban de jamones, de chocolates, de pan dulce, de arroz, de frutas inverosímiles, naranjas, mandarinas, plátanos. ¡Aquellas riquezas al alcance de la mano, al alcance del desocupado de un suburbio obrero, sin socialismo ni plan!” (Serge, 2011: 392).
¿Qué dejaban en la llamada patria del socialismo? El hambre y la miseria, ciertamente, pero también el recuerdo imborrable de familiares, disidentes y deportados que desaparecieron en las purgas. Serge continuó con la pluma su batalla donquijotesca contra el totalitarismo soviético y Vlady emprendió un camino paralelo a través de la pintura. Había estallado, mientras tanto, la guerra de España y, tras un intento fallido de alcanzar el frente (¡en bicicleta!), el joven se desempeñó en tareas de solidaridad, junto a otros revolucionarios de tendencia libertaria.
A principio de 1937, Serge obtuvo el permiso de establecerse en París, lo cual dio un nuevo giro a la experiencia artística de Vlady. Cuando visitó la Exposición Internacional quedó subyugado por Vincent van Gogh. Y es que el pintor flamenco encarnaba la pasión por el color, misma que en adelante sería una de las obsesiones de Vlady. Frecuentó, por un tiempo, las academias Paul-Colin (Rens, 2006: 58) y La Grande Chaumière[5], sin embargo, la verdadera universidad de Vlady fue el museo del Louvre en donde pasaba jornadas enteras tomando apuntes y copiando las grandes obras clásicas.
Frecuentó a Aristide Maillol, el famoso escultor que lo impresionó por el realismo y la sensualidad de sus estatuas. Una joven de gran belleza y notable cultura, Dina Vierny, entonces novia de Vlady, era la modelo del artista. En los cafés de Montparnasse encontró a los surrealistas: André Breton, Oscar Domínguez, Benjamín Peret, Victor Brauner, Wilfredo Lam, André Masson, entre otros. Fue el inicio de una relación ambivalente y borrascosa, en la cual Vlady fue influenciado por Serge, quien no era partidario del surrealismo. En los Diarios, Serge definió a esa corriente una “rebelión completamente fallida” y expresó juicios severos sobre Breton, aunque mantuvo relaciones solidarias con él y los otros integrantes del movimiento (Serge, 2012). El escritor no compartía la pasión surrealista por el marqués de Sade y cuestionaba la escritura automática preconizada por Breton (Serge, 1944: 224-26). En Abrir los ojos para soñar, un texto de 1997 que se puede definir como su testamento pictórico, Vlady (1997: 103) seguía tachando a los surrealistas de “tigres de salón”. Sin embargo, en otra ocasión admitió haber tenido una actitud visceral: “hoy, después de haberlo rechazado toda la vida, creo ser profundamente surrealista” (Albertani, 2001).
En París, Vlady empezó su larga trayectoria de estudioso de la pintura no solamente copiando cuadros y frecuentando museos, sino también devorando libros y tratados. Particularmente importante fue la lectura de los cinco tomos de La historia del arte (1972), de Elie Faure (sobrino de Eliseo Reclus, el gran geógrafo anarquista), quien, como Vlady, era un autodidacta genial que glorificaba a los gigantes estéticos del pasado para, con su evocación, exorcizar las tinieblas del presente. Gracias a la pluma ardiente de Faure, Vlady descubrió nuevos motivos para amar el Renacimiento, esa grandiosa epopeya del individuo que emerge de los dogmas, los ritos y las confesiones para romper todas las reglas y franquear todos los límites.
La visión del joven pintor empezaba a tomar forma, pero fue interrumpida bruscamente por la llegada de los nazis a París, el 14 de junio de 1940. Vlady, que cumplía veinte años el día 15, no sólo era hijo de “comunistas”, sino que era judío por parte de su madre. El día 10 del mismo mes, Serge, su nueva compañera, Laurette Séjourné, Vlady y Narcis Molins i Fábrega –militante del POUM, el partido comunista disidente de España (Albertani, 1993; Serge, 1940)– emprendieron la fuga hacia el sur. Liuba, quien por entonces había perdido la razón, estaba internada y era atendida por Gaston Ferdière, el médico de los surrealistas. Murió mucho tiempo después, en una clínica psiquiátrica de Aix-en-Provence (1984), donde Vlady pintó de ella retratos desgarradores.
Los fugitivos llegaron a Marsella, tras una trayectoria zigzagueante y con los nazis cada vez más cerca.[6] Se refugiaron, junto a Breton, Remedios Varo, Benjamin Peret, Victor Brauner y otros artistas, en la Villa Air-Bel, una casona a las afuera de Marsella que había rentado para ellos Varian Fry, un valiente activista norteamericano que salvó a cientos de personas en la convulsionada Francia de Vichy (Sullivan, 2008; Fry, 2008; Gold, 1980). Vlady dibujaba todo lo que miraba y, para ganarse la vida, trabajaba como obrero en la cooperativa de dulces Croquefruits, junto al actor Sylvain Itkine[7] y al escritor Jean Malaquais, quien retrataría a Vlady y Serge en una novela, Sin visado (Malaquais, 2014).
El 24 de marzo de 1941, padre e hijo se embarcaron en el buque Capitain-Paul-Lemerle, un viejo mercantil destartalado con ocho camarotes y un cargamento de 200 prófugos que zarpó con rumbo a la Martinica, colonia francesa de allende el mar para la cual no se necesitaba visa. Serge impartía conferencias y organizaba mesas redondas sobre la guerra, el fascismo y los problemas del momento. El ambiente era tenso: hubo motines y huelgas de hambres a bordo, ya que los pasajeros temían que el capitán les entregara a los nazis.
Pasiones artísticas
El 5 de septiembre de 1941, después de vagar por el Caribe en espera de visas de tránsito que no llegaban y pasar por un campo de concentración (en la Martinica) y una cárcel (en Cuba), Victor Serge y Vlady aterrizaron en la Ciudad de México, vía Ciudad Trujillo (Santo Domingo), Puerto Príncipe, La Habana y Mérida. En el aeropuerto Benito Juárez los esperaban Bartomeu Costa Amic y Julián Gorkin del POUM (Albertani, 2010). Para Vlady empezaba una nueva etapa de la vida.
“Lo primero que vi –narra– fueron los murales de Rivera y Orozco; la dimensión de sus trabajos, no en pequeñas galerías entre esnobs y todo esto, como la pintura surrealista que estaba llena de pequeñeces, de tigres de salón. Y de repente ves que Diego dibuja la gente en los mercados, esta relación inmediata, ambiental, y que adentro tiene todo el prestigio del Renacimiento, toda la pintura del siglo XV. Y que Orozco sobrepasa de manera impresionante todo el expresionismo alemán, menudo, tímido. Todo esto me lleva a otro mundo […]. Lo que en México descubro con mayor convicción es mi profundo apego al Renacimiento […]. Es en definitiva esta estética la que más incide en la formación de mi criterio” (da Jandra, 1985).
El círculo se cerraba: Vlady que se había iniciado en la pintura en los museos Hermitage y Louvre, volvía a nacer en el México de los muralistas. Y se puso manos a la obra. En el invierno 1941-42, junto a Iván de Negri, otro joven artista, pintó su primer fresco en un club situado en el paraje conocido como Molino de Bezares, camino a Toluca.[8] Las formas revelaban una clara influencia de Orozco, pero el tema giraba en torno a los fantasmas de Vlady: el caos, multitudes en marcha, la revolución traicionada, hombres rotos, hombres vencidos, hombres delirantes. Serge anotó en su diario:
“Vlady ya es un artista formado, lleno de imágenes vistas y pensadas que sabe exteriorizar. Las dos terceras partes del trabajo lo ha realizado él: casi quince metros de largo por entre tres y cuatro de alto, toda la sección alta del muro. Está dibujado con fuerza, los colores son ricos y variados, la visión es caótica y abundante, con unidad interna” (Serge, 2012).
La obra molestó al gobierno mexicano y, por supuesto, a los comunistas, ya que Vlady había pintado un Stalin simiesco, con una gran soga en el cuello. El momento no era propicio para bromas: el 22 de mayo de 1942, México declaró un estado de guerra contra Italia, Alemania y Japón, en alianza con Estados Unidos, Inglaterra y la Unión Soviética.[9] Resultado: el fresco fue borrado, antes de que los dos jóvenes pudieran terminarlo.
La primera mención que encontré de él en la prensa nacional, un artículo firmado por Lumo Reva, en Revista de Revistas, en los que relata su encuentro con Vlady en París, antes de la llegada de los alemanes (Reva, 1943). En este mismo año, el joven pintor se sumó a Socialismo y Libertad, un grupo integrado por exiliados antitotalitarios que buscaba realizar una síntesis entre las diferentes tendencias del movimiento obrero y, junto a Josep Bartolí, fue uno de los principales ilustradores de la revista Mundo, órgano del grupo (Albertani, 2008a). Pintor, escenógrafo y magnífico dibujante que ejerció una notable influencia sobre nuestro artista, Bartolí es autor, junto a Molins, de una obra desgarradora sobre los campos de concentración de Francia, de los cuales ambos habían sido huéspedes (Bartoli y Molins i Fábrega, 1944). Vlady entabló también relaciones con Leonora Carrington y Remedios Varo, dos pintoras surrealistas quienes, además, le intrigaban porque pintaban al temple.
1947 fue un año importante. El pintor se casó con Isabel Díaz Fabela, quien sería mucho más que una esposa. Isabel fue “la tierra de Vlady”, escribió Bertha Taracena: primero lo sostuvo económicamente, con su generoso trabajo de enfermera, más tarde trabajando en galerías de arte, fundando algunas, colaborando en otras (Taracena, 1974: 6). El 17 de noviembre Serge murió de un ataque cardiaco, en un taxi. Vlady dibujó las manos de su padre en el lecho de muerte (reproduciéndolas después en un grabado), mientras que la máscara mortuoria la realizó el escultor catalán Víctor Trapote, también autor de bustos de Vlady y Bartolí.[10]
Julián Gorkin narra que cuando enterraron a Serge, él fue quien llenó la hoja para la inhumación y cuando llegó al rubro de la nacionalidad le puso “apátrida”, lo cual era. El director de la empresa funeraria alegó que no se le podía enterrar si no tenía una nacionalidad. “Llamé a Vlady. –¿Qué nacionalidad hubiera elegido tu padre de poder elegir?– La española, me dijo sin vacilar. El escritor ruso-belga-francés Víctor Serge está enterrado en México en el Panteón Francés con la nacionalidad española” (Gorkin, 2001). Fue una muerte prematura, antes de cumplir los 57 años y en pleno trabajo de creación literaria. Vlady y sus amigos siempre pensaron que no fue una muerte natural, pero la documentación que resguarda el Centro Vlady acredita que Serge sufría de graves padecimientos del corazón. Aunque la hipótesis del asesinato no puede descartarse (la policía secreta soviética empleaba venenos que provocan la muerte por infarto), tampoco se puede acreditar, entre otras razones porque no se hizo la autopsia.
El escritor alcanzó todavía a conocer la primera exposición importante de su hijo, que se había inaugurado el 12 de noviembre en el Instituto Francés de América Latina (IFAL) y fue reseñada por los principales periódicos de la ciudad (Rens, 2006: 69-70). Aquel joven polémico ya no era un principiante, sino un artista experimentado. “La pintura de Vlady obliga a pensar”, escribió su amigo Iván de Negri (1947), al reseñar la exposición en el primer número de Crónica Ilustrada. “Sus óleos son dramáticos, colmados de evidencia y esplendor”, reviró Lázaro Suvillaga, pseudónimo del escritor y poeta salvadoreño Gilberto González y Contreras.
En ese mismo año de 1947 apareció en Chile una segunda serie de Mundo, bajo la dirección de Pierre Letelier. Vlady participó en los primeros números enviando dibujos y textos inéditos de Serge, sin embargo, no estuvo de acuerdo con la nueva línea burdamente anticomunista y pronorteamericana de la revista y rompió a principios de la década de 1950.
En adelante, uno de sus compromisos sería promover la publicación de las obras inéditas de su padre –en primer lugar, las Memorias de un revolucionario, uno de los grandes libros de literatura testimonial del siglo XX–, las cuales, en ocasiones, el artista acompañaba con sus dibujos. Es importante destacar este aspecto poco comentado de la vida de Vlady, porque Serge lo motivó no sólo ética y políticamente, sino también estética y creativamente.
En 1949 el artista recibió la nacionalidad mexicana, gracias a su matrimonio con Isabel. Acto seguido, viajó a Europa en donde se quedó un año, especialmente en España, con el objetivo de estudiar a fondo el Museo del Prado. Necesitaba establecer una relación carnal con los cuadros y captar su lógica profunda, más allá de la imagen. En particular, quería comprender a el Greco y a Velázquez, pero se topó también con Goya. Fue un enamoramiento a primera vista y el motivo de una reflexión: “me di cuenta que me faltaba el origen de todo esto” (da Jandra, 1985:). A ese origen llegaría pronto: la escuela veneciana, lo cual, con el tiempo, se volvería una especie de obsesión. Otro descubrimiento importante fue el libro de Max Doerner, Los materiales de pintura y su empleo en el arte, que le ayudó a comprender mejor las técnicas antiguas (Doerner, 1994).
Años después Vlady llegó a la conclusión –en parte descabellada– de que los colores industriales habían asesinado a la pintura y que era preciso volver a los clásicos, es decir al Renacimiento. Iniciaba así su rebelión no solamente contra los acrílicos, sino también contra los óleos en tubo, así como una larga y angustiosa experimentación con la llamada “cocina veneciana” para llegar a fabricar su propia pintura. Descubrir eso que llamaba su “secreto” le llevaría mucho tiempo y angustia. Fueron momentos difíciles; a la sazón, cualquier artista que se apartara del arte oficialmente consagrado, el muralismo, y considerara la pintura un medio de expresión independiente era estigmatizado como “extranjerizante”.
En octubre de 1952, junto con Alberto Gironella, Héctor Xavier y Josep Bartolí, Vlady fundó la Galería Prisse, ubicada en su casa de la calle Londres número 163, en la Zona Rosa de la Ciudad de México (Nelken, 1952). La galería exhibía a los jóvenes que no comulgaban con la ortodoxia nacionalista, el realismo socialista y la llamada Escuela de Pintura Mexicana. Explica Bartolí:
“[E]n la Prisse se reunía hacia 1952 una nueva generación de pintores que estaban en contra de la leyenda de los tres grandes, quienes hacían y deshacían el mundo de la pintura. Claro, ya se había muerto entonces Orozco, quedaba Rivera y, naturalmente, Siqueiros, los cuales se dedicaron a atacarnos. Había una cuestión de fondo político. Siqueiros nos acusaba de abstractos, cuando en realidad había un abismo entre nosotros y la abstracción” (Eder, 1981: 31).
La galería permaneció abierta sólo un año y, aunque no fue un éxito comercial, se convirtió en sitio de reunión de pintores, poetas e intelectuales independientes, quedando como un hito en la historia del arte mexicano. Ahí se gestó el núcleo de la llamada Generación de la Ruptura, un movimiento importante que cambió la percepción del arte en México en la segunda mitad del siglo XX. Pronto, se les unió un joven de 19 años, entonces desconocido, José Luis Cuevas, y muchos de los principales pintores de la época: Enrique Echeverría, Lilia Carrillo, Vicente Rojo, Roger Von Gunten, Fernando García Ponce, entre otros. ¿Qué compartían? La necesidad de defender la universalidad del arte, como respuesta al dogmatismo del “no hay más ruta que la nuestra”, de Siqueiros. La crítica Lelia Driben enfatiza el papel de Vlady entre los maestros y protagonistas del movimiento, como antes lo habían hecho Bertha Taracena y Jean-Guy Rens (Driben, 2012: 27-31). Esto es verdad, pero me parece importante no circunscribir la figura de Vlady a la Ruptura, entre otras razones porque no fue un movimiento homogéneo, sino más bien una comunidad de individualidades rebeldes (la definición es de José de la Colina) que compartieron un tramo de su camino para luego seguir cada uno por su cuenta (Eder, 1981: 34).
Lo cierto es que los rupturistas tenían muy poco en común, fuera de esa rebelión contra el statu quo artístico. Bartolí señaló la gran diferencia entre los que, como él y Vlady, procedían de la experiencia de las grandes revoluciones derrotadas del siglo XX y los que, como Gironella, Von Gunten y otros pintaban más bien a partir de exigencias formales. “Lo que hacíamos nosotros era contra esa dictadura [la soviética, nda] que era la degeneración de la revolución bolchevique, la degeneración del socialismo. Esta era una de las razones detrás de los ataques de Siqueiros y Diego” (Eder, 1981: 37).
Así las cosas, Vlady siguió desarrollándose como pintor y como pensador más bien solitario. Siempre preocupado por los aspectos teóricos, fue precisando sus concepciones “[…] el arte es una forma específica de encarar las exigencias de la vida”, afirmó.
“El artista produce sus obras llevado por el impulso de resolverlas; de otro modo no hay arte (…). Veo más que nada un deseo de pintar temas de nuestra actualidad, ·pero lo que importa es cómo están pintados. Muchos pintores no tendrían nada que decir si no pintaran temas autóctonos (…). Si el pintor es político, por algún lado le saldrá” (Flores Llanas, 1956).
Y a Vlady, en efecto, la política le salía hasta por los poros. Los sesenta fueron años de intenso trabajo y también de éxito. Por entonces, el artista era conocido como pintor abstracto y, a pesar de su excentricidad –en el sentido literal de que se encontraba lejos del centro–, formó parte de la renovación cultural de la época. Perennemente polémico, desplegaba, junto a la pintura, una notable veta periodística y filosófica escribiendo, haciendo portadas para la revista Siempre y editando él mismo la hoja suelta Carta al lector (11 números entre 1957 y 1962; más una segunda serie con un número único en 1970[11]), a veces en colaboración con el filósofo Tristán Nava. Vivió un tiempo en Acapulco, donde pintó algunos de sus mejores cuadros: Pareja nueva, Desnudo isleño, Las tumbas de van Gogh, Muros de agua y El subyacente. Este último es una interpretación “abstracta” del Cristo muerto de Andrea Mantegna.
¿Era un pintor abstracto? Yo diría que no, puesto que nunca dejó de ser también figurativo, algo que se aprecia especialmente en los cuadernos. En esos años, Vlady fue elaborando una iconografía centrada en el asesinato de Trotsky, la cual, de manera ostensible o velada, se aprecia en gran parte de sus trabajos “abstractos”, figurativos e, incluso, eróticos: un círculo dominado por una “T” con un brazo más largo. El símbolo aparece de manera reiterada en los cuadernos y es una estilización del piolet asesino en el momento en que destroza la cabeza del dirigente bolchevique. De manera que el asesinato de Trotsky figura en el universo pictórico de Vlady no sólo como un crimen execrable, sino como una catástrofe cósmica, el fin de un mundo –el mundo de la revolución–, y el principio de otro, bajo el signo del totalitarismo. El tema se repite en óleos, grabados, acuarelas, dibujos y en los murales, a veces reducido al trazo que Vlady llama “la onda”, una línea interrumpida por un medio círculo (Albertani y Vázquez, 2015).
Un ejemplo de lo anterior es el cuadro monumental Magiografía bolchevique (1967), parte de una serie que, junto a Viena 19 (1973) y El instante (1981), integra El tríptico Trotskiano. La Magiografía es “abstracta”, aunque con toques figurativos y simbólicos (el piolet, la onda), y está pintada con colores en tubo; la segunda, Viena 19 –por la dirección de la casa de Coyoacán en donde el dirigente bolchevique fue asesinado–, es una reconstrucción del delito pintada con técnica mixta. La tercera, El instante –óleo sobre tela al estilo veneciano–, nos ubica en el momento preciso en que el piolet asesino de Ramón Mercader destroza el cráneo del viejo bolchevique. Edgar Morin comparó la potencia del tríptico con la novela Vida y destino de Vassili Grossman: así como al rememorar los horrores de la batalla de Stalingrado el escritor soviético se eleva más allá de las perversiones del totalitarismo, el tríptico “evoca el destino de Trotsky y, al mismo tiempo, por efecto del arte, lo trasciende, le confiere algo como perennidad” (Rens, 2006: 225-26).
En 1968, Vlady participó en el Salón Independiente y expuso sus dibujos eróticos en Bellas Artes. He aquí otro componente esencial del universo vladiano, aun cuando se trata de un erotismo peculiar que, en palabras de Salvador Elizondo, expresa el drama de la lucha del cuerpo contra la muerte (Vlady, 1971: 14). Mucho tiempo después, Mercedes Iturbe, curadora de la magna exposición póstuma “La sensualidad y la materia” (2006), observó que en Vlady el erotismo no era un tema para darle al espectador placer, hedonismo o algo relajado, juguetón. Era exactamente lo contrario: una suerte de posesión mística. “En su obra erótica hay mucha tensión, angustia, hay algo muy contenido que es un conflicto que no tiene solución” (MacMaster, 2006).
En ese mismo año de 1968, Vlady ganó la beca Guggenheim, por lo que pasó esa etapa crucial de la historia contemporánea en Nueva York entrando en contacto con la contracultura y también con el arte pop que le horrorizó. De regreso a México, dejó de exponer en galerías y rompió con la vanguardia mexicana. En 1973, emprendió su obra más importante: Las revoluciones y los elementos, un conjunto muralístico de unos 2,000 metros cuadrados que pintó prácticamente solo en la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada de la ciudad de México. Temáticamente, el mural es una evocación histórica que pretende “iluminar el cielo de la utopía” y reivindicar a los disidentes de todos los tiempos. Sin embargo, la narración no es declarativa, como en el muralismo clásico, sino alusiva, nutrida de su propia iconografía, símbolos, insinuaciones, mitologías, imágenes irónicas y en ocasiones oscuras o comprensibles únicamente para el espectador iniciado.
Empezó por la capilla del lado occidental del edifico, a la que llamó “freudiana”, pintando al creador del psicoanálisis con una cabeza en forma de martillo, a lado de un Marx azul y abajo de un Edipo pensativo. En la pared de enfrente plasmó una enorme “Eva retornando al cuerpo de Adán”, mientras que en los costados moldeó el deseo y la revolución sexual. Siguió con la nave principal que consagró a las grandes revoluciones sociales (lados oriente y occidente): la inglesa, la francesa, la rusa, la norteamericana, la mexicana, la cubana (con un enorme Fidel Castro cabalgando un dinosaurio), las revoluciones volcánicas de Centroamérica y también las musicales (Vivaldi y John Lennon).
En el atrio, destacan libros encadenados (una alusión a Boris Pasternak, cuya obra fue censurada en la URSS), los zapatos agujerados de Victor Serge, que simbolizan su rectitud, porque, siendo un gran escritor, murió en la miseria, y La inocencia terrorista, un lienzo monumental en donde el erotismo y la luminosidad del color se entremezclan con la historia familiar de Vlady. La mujer es una evocación de Teresa Hernández Antonio, “Alejandra”, una integrante del grupo clandestino Liga 23 de septiembre, que fue asesinada en Ciudad Universitaria y que Vlady conoció en circunstancias misteriosas.[12]
Inaugurado el 11 de noviembre de 1982 por el entonces presidente José López Portillo, el mural no solamente tiene que ver con la historia, sino que se despliega como narración cromática y como flujo de conciencia, a la manera de los surrealistas, sus viejos amigos-enemigos. En términos pictóricos, los frescos al estilo del Cuattrocento florentino se alternan con telas pintadas al temple y óleo, según los criterios del Cinquecento veneciano, como la Inocencia y el enorme Cristo andrógino que destaca en la pared occidental.
Leonardo da Jandra llamó “muralismo total” a esta mezcla ciertamente peculiar de frescos y óleos sobre tela (da Jandra, 2006: 61-75). Poco antes de terminarla, Vlady definió su obra como “una reflexión sobre la pintura y sobre la temática de las violencias de la historia y de los esquematismos de la política” (Ramírez, 1982). A los críticos que, con algo de razón, cuestionaban su relación con el régimen príista, les contestaba así: “como pintor, mi obligación es tratar con los príncipes, con los cardenales, cuya asociación es necesaria para hacer un arte de proporciones y significados públicos. No me avergüenza admitirlo ni decirlo. Como pintor, necesito el poder que es grande cuando deja huella de su paso con el estilo del arte” (Aguilar Mora, 1987).
Sería imposible mencionar, una por una, las miles de obras pintadas por Vlady y sólo evocaré tres más. Está, en primer lugar, el monumental Xerxes, representación del rey persa que invadió a Grecia en 480 a.C. Cuenta la leyenda que cuando una tempestad destruyó el pontón flotante que había mandado a construir para que sus tropas cruzaran el estrecho de los Dardanelos, Xerxes ordenó a sus soldados que azotaran el mar. Vlady pinta así la estupidez del poder; su Xerxes es un cíclope montado sobre un enorme dragón color de fuego y con patas de ave de rapiña. La segunda obra es el conjunto de cuatro lienzos que le encargó la Secretaría de Gobernación (Descendimiento y asunción, Luz y oscuridad, Violencias fraternas y El uno no camina sin el otro), los cuales, una vez más, abordan los temas del poder, la violencia y la insubordinación.
La referencia a la rebelión neozapatista del lienzo Descendimiento y asunción en el que destaca una mujer desnuda con pasamontañas ocasionó un escándalo (MacMasters, 1994). Irreverente como siempre, Vlady declaró: es “para joder, para hacer polémica”, lo cual, evidentemente, molestó al gobierno priista de Ernesto Zedillo que optó por no exhibirlos (Vlady, 1997: 107 y 210). Después de una larga polémica, los cuadros acabaron “exiliados” en el Archivo General de la Nación, lejos de la mirada del gran público.
La tercera obra que me parece importante recordar es Tatic Samuel, retrato monumental del obispo de Chiapas, Samuel Ruiz, que, además de remitir a la lucha de los indígenas de México, tiene que ver con la extraña relación de Vlady con el cristianismo.[13]
Destaco, por último, que Vlady llenó cientos de cuadernos a lo largo de su vida, una costumbre que adquirió desde niño, gracias a los consejos de su padre. Algunos son humildes libretas escolares; otros son verdaderos objetos artísticos finamente encuadernados; varios más, álbumes de gran formato. En ellos registró todo: un cuadro de Miguel Ángel, la fisonomía angustiada de un refugiado, el rostro de un interlocutor ocasional, el busto hermoso de una mujer, un paisaje tropical.
Los temas se transforman: exploraciones hacia adentro y hacia afuera, búsquedas desesperadas por apresar el mundo, intentos de comprender y de comprenderse. Las técnicas varían: dibujos a lápiz, pastel, tinta, acuarelas e, incluso, collages. Página tras página, los cuadernos nos proporcionan la clave para entender las obras monumentales de Vlady, pero también los grabados, retratos y autorretratos, o bien, proyectos ambiciosos y nunca realizados, como El abismo, que, a manera de colofón, pensaba pintar en el piso de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada.
Destinos
Vlady murió el 20 de julio de 2005 en su casa de Cuernavaca, en el estado de Morelos, rodeado de unos cuantos amigos y familiares. Vuelvo a la pregunta inicial: ¿su obra está viva o está muerta? Me parece que el destino del pintor ruso-mexicano se une al de su padre. Serge fue un gran escritor y no figura en las historias de la literatura francesa (idioma en el cual escribía), ni en las rusas (a cuya cultura pertenecía), ni en las belgas (nació en Bruselas), tampoco en las mexicanas. Y, sin embargo, Serge es hoy, incuestionablemente, un escritor de culto. Algo parecido pasa con el hijo: un pintor de culto, no suficientemente comprendido en su época, pero muy apreciado por un puñado de fervientes admiradores.
Ante la crisis de las vanguardias, Vlady volvió a los fundamentos de la pintura, pero no se limitó a regresar a la tradición, sino que la reinventó como lo hicieron los grandes artistas de todos los tiempos. Lo que miramos en sus murales, lienzos, dibujos, acuarelas y grabados es una síntesis admirable entre arte renacentista y arte postimpresionista, entre realismo y surrealismo, entre tradición y modernidad. Dicha síntesis fue el fruto de una triple disidencia: del realismo socialista, del muralismo clásico y del arte comercial. Fue además el producto de una búsqueda intensa, de esa forma de cultura que deviene carácter, heredada de su padre. Y fue también la hazaña de un carácter trágico, en el sentido nietzscheano, un ser único que sufrió y gozó la vida sin regatearle nada.
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Claudio Albertani es profesor-investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, adscrito a la carrera de Historia y Sociedad Contemporánea. Fundador del Centro Vlady de la misma universidad y su actual responsable.
[1] Este texto es parte de un trabajo de largo alcance sobre la vida y la obra de Vlady que he venido publicando en diferentes medios. En este caso, está dirigido al lector sudamericano que no necesariamente cuenta con información sobre el tema. En este sentido, cabe aclarar que recoge, parcialmente, aportes realizados en: Albertani (2015, 2018a, 2018b y 2019).
[2] A pesar de algunas imprecisiones, este estudio sigue siendo actual pues toma en cuenta las múltiples raíces de la obra de Vlady e intenta ubicarlo en el contexto de la historia del arte.
[3] Tamayesca es un neologismo acuñado por Vlady y quiere decir a la manera del pintor Rufino Tamayo.
[4] Volin es el pseudónimo de Vsévolod Mijáilovich Eichenbaum (1882-1945).
[5] La estancia en la Grande Chaumière está registrada en cuaderno n. 2 de la colección del Centro Vlady: https://cuadernosvlady.uacm.edu.mx/carousel.php?num_cuaderno=2.
[6] Véase el trayecto de París a Marsella en: https://cuadernosvlady.uacm.edu.mx/anexos.php.
[7] Sylvain Itkine (1908-1944) era un militante trotskista y uno de los fundadores de la resistencia francesa. Murió asesinado por los nazis.
[8] Iván De Negri era hijo de Ramón P. De Negri, diplomático, exembajador de México en España y gran amigo de Victor Serge.
[9] Del mural sólo quedan las fotos que se resguardan en el Centro Vlady y el artículo de Victor Serge.
[10] Años después, Trapote, excombatiente de la revolución española, formó parte del grupo de revolucionarios que apoyaron al Che Guevara y a Fidel Castro en México (Ruiz, 2012).
[11] Véase la digitalización de la colección completa en: https://portalweb.uacm.edu.mx/uacm/Portals/23/Users/021/45/1045/DIFUSION%20%202018/Marzo%202018/carta%20al%20lector.pdf.
[12] Véase al respecto el documental de Fabiana Medina, Alejandra o la inocencia de Vlady, México, UACM, 2017.
[13] Bajo el título de Zaratustras en la montaña, en noviembre de 2016, el Centro Vlady expuso Tatic Samuel, junto con óleos, bocetos, acuarelas, grabados y dibujos de los cuadernos sobre la rebelión zapatista.
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