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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Rilla

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº2. Mar del Plata. Julio-Diciembre 2015.
ISSN Nº2451-6961.
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto


“Abrir bajo otro sol los ojos de mi hijo”.
Violencia, política e historiografía en Uruguay

José Rilla
Universidad de la República, Uruguay
jrilla@fcs.edu.uy


Recibido:28/08/2015
Aceptado: 17/11/2015

Resumen

La violencia política tiene una larga historia en el Uruguay. Su práctica, su justificación, su explicación política e historiográfica ha sido variada y ha estado lejos de ofrecer continuidades narrativas. Entre historia y memoria el pasado fue “usado” de maneras diversas y no siempre acumulativas. Se mostró especialmente opaco entre los años sesenta y ochenta, en la hora de la violencia insurreccional de los grupos de la izquierda y de la violencia represiva e instauradora del terrorismo de Estado. Desde la transición democrática han transcurrido 30 años (1985 a 2015) de búsqueda frustrada de un “pasado útil”.

Palabras claves: violencia; política; historiografía; Uruguay; usos del pasado

"Open under another sun the eyes of my son".
Violence, politics and historiography in Uruguay

Abstract

Political violence has a long history in Uruguay. His practice, its rationale, political and historiographical explanation has been varied and has been far from providing narrative continuity. Between history and memory the past was "used" in different ways and not always cumulative. He was particularly opaque between the sixties and eighties, when both the insurrectional violence of leftist groups as repressive violence and founder of state terrorism. Since the democratic transition 30 years (1985-2015) of frustrated searching for a "useful past" have passed.

Keywords: violence; politics; historiography; Uruguay; uses of the past

“Abrir bajo otro sol los ojos de mi hijo”.
Violencia, política e historiografía en Uruguay




Introducción

Uruguay aspiró a ser una república desde los tiempos de la primera emancipación, cuando José Artigas, primer jefe de los orientales demandó y propuso en 1813 a la Asamblea Constituyente la independencia de las provincias del Río de la Plata, en el mismo acto en que reclamó para todas ellas la organización republicana. La guerra y la violencia política acompañaron un proceso largo que culminó, con Artigas derrotado y en el exilio, consagrando en 1828 la independencia del Estado Oriental del Uruguay, desmembrado de la región, garantizado por Gran Bretaña e interferido luego durante buena parte del siglo XIX por sus vecinos Argentina y Brasil.

Las guerras y violencias nacidas en la revolución determinaron buena parte del conflicto político de la república, nunca del todo interno pero tampoco plenamente externo por cuanto las fronteras modernas del Estado recién se afirmaron relativamente hacia el final del medio siglo posterior a la primera Constitución jurada en 1830. Si la violencia estuvo asociada a la revolución y al Estado nuevo, también lo estuvo a la construcción de las identidades partidarias, “comunidades de sangre” que hacia el último cuarto del siglo devinieron partidos en la medida que lograban mostrar la doble disposición que define a estas entidades: el reconocimiento del adversario como sujeto legítimo de la comunidad política y la acción de gobierno como su propósito angular.

La violencia ligada a la revolución y al conflicto que constituyó a los actores políticos centrales dejó paso, en el siglo XX, a una vida republicana relativamente más pacífica, con niveles de institucionalización del consenso y el disenso, garantías electorales, resguardos al pluralismo, formas de coparticipación en el gobierno más refinadas y de estatura constitucional. Las revueltas armadas como expresión del conflicto interno apagaron sus fuegos entre 1904 y 1910, con la victoria aplastante – militar, tecnológica- de la fuerza de gobierno, el Partido Colorado. Medio siglo más tarde, a comienzos de la década de 1960 Uruguay volvió a conocer la violencia insurreccional, la que sin embargo nunca alcanzó las dimensiones demográficas y territoriales que habían sido características del siglo XIX.

Los tres golpes de Estado del siglo XX, el autoritario conservador de Gabriel Terra en marzo 1933, el restaurador liberal de Juan J. De Amézaga en febrero de 1942, y el anticomunista y antiliberal de Juan M. Bordaberry en junio de 1973, fueron instancias sostenidas o toleradas en grado bien diverso por la violencia policial y militar. La última de las dictaduras, auto designada como las de la región “de Seguridad Nacional,” produjo y fue posible a partir de niveles radicalmente inéditos de represión y terror estatal, rasgos de violencia que se habían desplegado ya antes del golpe de Estado.

Como final de este brevísimo, casi abusivo recuento, nótese que en 2015 el Uruguay habrá vivido treinta años ininterrumpidos de institucionalidad democrática, progresivamente afirmada desde marzo de 1985 (a pesar de algunos gravámenes jurídicos pesados como el de la ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado), con rotación de todos los grandes partidos en el sitial de gobierno ejecutivo[1] y sin episodios de violencia insurreccional[2] , civil o militar.

La violencia política, sin embargo, es aún vivida como memoria y recuerdo, y naturalmente va desvaneciendo su presencia directa en las nuevas generaciones[3] ; la historia no es su relevo mecánico, pero en sus mejores versiones toma distancia de la memoria a partir de las reglas propias de su construcción e institucionalización académica. Como es obvio, no posee el monopolio de la relación con el pasado y sus narraciones y por lo tanto describe una trayectoria conflictiva y marcada por impugnaciones diversas. Entre la memoria del pasado reciente y la historiografía se mueve la política, la economía política del pasado (ideas, intereses, interpretaciones, usos, negociaciones de sentido). Sin ser estas piezas plenamente autónomas entre sí, sus desplazamientos y tensiones estructuran un espacio de argumentaciones que pueden reconstruirse en su historicidad. A esta descripción del espacio que se abre entre memoria, historia y política está destinada esta comunicación.


Tierra purpúrea

La articulación entre violencia, usos del pasado y política ha variado a lo largo del último siglo en el Uruguay. Como ha sido muy estudiado, la coacción y la violencia están en el origen tanto de la democracia como de otros regímenes de gobierno. Ambos fundamentos no son equivalentes ni intercambiables, aunque lo que nace como violencia social y política se institucionaliza a la postre como coacción estatal (Moore, 1973; Tilly, 1993).

La mutación a la que aludo es más bien una transferencia de significados: pasadas las violencias fundadoras, instauradoras, transformadoras, realizadas al menos con tal propósito no siempre alcanzado, su reconstrucción histórico política suele tomar ribetes míticos y servir de sustento a un relato de los orígenes donde son despojadas de sus expresiones más drásticas (violencias sin violencia). Si el pasado se pone al servicio de la nación o de un propósito político unificado, la guerra “pierde” crueldad y se estiliza; los generales devienen rápidamente magnánimos, sobrios y hasta refinados. Las formas concretas de la crueldad y del abuso de posición son asignadas al campo de los vencidos. En cambio, si la violencia sirve de fondo a un interés interpretado como parcial o partidario recupera y exagera su carga destructiva y desoladora.

Así, si Artigas era clemente con los vencidos, cuando fusilaba lo hacía con motivos fundados y justificados; en visión retrospectiva, el combate a la contrarrevolución -como sucede con el terror- purificaba la violencia con razones de Estado. A la vez, Manuel Oribe o Fructuoso Rivera, para mencionar a los disidentes del artiguismo y fundadores desde entonces de facciones y bandos partidarios, ejercieron violencias que desde razones tan “privadas” o parciales resultaron mucho menos justificables cuando no recíprocamente juzgadas como criminales.[4]

Más allá de estas distinciones que pueden ser llevadas al extremo cabe decir que la violencia política fue una constante del largo siglo XIX uruguayo, ya fuera entendida como expresión o “emanación” (Schwartz, 2009) de un estado social o, más lejos del esquema romántico, como un modo concreto, efectivo de hacer política. Es claro que entre ambos extremos existe una gama amplia de interpretaciones.

El escritor Guillermo Enrique Hudson (Argentina, 1841-Inglaterra, 1922) escribió en 1885 una novela (muy estimada luego, entre otros, por Jorge Luis Borges y analizada por Ezequiel Martínez Estrada en plena “barbarie peronista”), ambientada en el Uruguay de la primera mitad del siglo XIX y a la que tituló con gran puntería The purple land that England lost. Según nos recuerda una de sus prologuistas, Hudson creyó por mucho tiempo “inevitable” la violencia, como un derivado necesario de la vida en medio de la naturaleza, eco sistémico diríase tal vez hoy.

A pesar de que las apreciaciones de Hudson estaban mediadas por la melancolía (lo que sin embargo no le hizo volver al Río de la Plata ni a Córdoba) había en ellas inteligentes apuntes que permitieron más tarde construir un argumento de análisis: los límites entre violencia privada y estatal eran difusos, lo que contribuía a su naturalización; la continuidad entre hombre y su “entorno natural” era telón de fondo para una reconstrucción en la que las cuestiones contingentes y normativas quedaban relativizadas, pero no eliminadas de la escena; las tecnologías y modalidades de los contendores del conflicto se parecían demasiado entre sí, al menos hasta que el gobierno logró construir en su favor la brecha tecnológica y el monopolio de la fuerza, hacia el final del siglo. Entretanto, la muerte violenta en batalla o indefensión, el crimen político, la vejación, el secuestro y la tortura, entre las formas directas, y la requisa de ganados y alimentos, el robo de tierras, animales y la quema de casas, entre las indirectas, fueron comunes, habituales y relativamente naturalizadas.[5]

En cuanto al ciclo artiguista de la violencia, las interpretaciones y usos políticos han sido variados pero casi siempre volcados en beneficio de la construcción identitaria nacional e incluso uruguaya. Sus aristas más punzantes quedaron absorbidas o licuadas en los marcos de las prácticas institucionalizadas del ejército revolucionario, visto más tarde como base histórica del ejército “patrio” o nacional. La violencia legítima, o legitimada por los resultados, pudo así ser puesta al servicio de ideas variadas, ya fuera la que hacía míticamente del artiguismo la piedra angular de la independencia del Uruguay, la que recuperaba la dimensión regional federal del “proyecto” finalmente derrotado, o, mucho más tarde, la que buscó en el artiguismo una revolución social, (además o antes que política y “patriótica”) y que desplegó consecuentemente “violencia revolucionaria”. Si esta última derivación no fue llevada a un extremo anacrónico fue porque los historiadores de base marxista o cercanos al marxismo[6] , más proclives a ver las cosas de ese modo, eran conscientes de la limitación “empírica” y estaban además muy marcados por las reconstrucciones políticas clásicas, de base liberal, expresadas de un modo elocuente en la obra de Juan E. Pivel Devoto (Rilla, 2009, Parte II: 4).


La violencia como barbarie

La reconsideración del artiguismo en clave revisionista expresó tanto una inflexión del nacionalismo uruguayo alojado con más comodidad en uno de los partidos tradicionales, el blanco, como también a una de las dimensiones de las crisis del marxismo en Argentina y Uruguay, cuando esta tradición se vinculó a las cuestiones del nacionalismo, la liberación nacional y el tercermundismo.

Entonces se reinterpretaron en un sentido diferente las violencias revolucionarias del siglo XIX posteriores a la emancipación, asociándolas a movimientos de base popular y “montonera” desde una reinterpretación del fenómeno caudillista apreciado como expresión de la subalternidad (diríase más tarde). El político e historiador socialista Vivian Trías observó aquellas luchas como preparatorias de un ciclo de protagonismos nacionales y populares, también rurales, enfrentados de un modo rudimentario pero enfrentado al fin, a las coordenadas impuestas por las burguesías agroexportadoras y sus socios del capital financiero internacionalizado.

Desde una perspectiva bien diferente, de inspiración liberal, la elite política y doctoral contemporánea a los hechos interpretó las violencias revolucionarias como obstáculo a la trayectoria que imaginaban o deseaban normal para las naciones nuevas. Los núcleos doctorales herederos del patriciado, al igual que muchas voces empresariales estaban lejos de un juicio unánime al respecto, aunque coincidían en atribuir la violencia mucho más al estado social y cultural de la joven república que a una problemática genuina de raíz política e institucional. Más que un dato de la política, una emanación de la vida social.

El trayecto de esta interpretación volcada en diferentes lenguajes es larguísimo. Uno de sus moldes es el que organizaba los dilemas políticos y sociales en torno al eje de civilización y barbarie, colocaba la violencia ilegítima, exclusivamente, en el segundo de los términos de la ecuación y terminaba por confiar el “saneamiento” de la política a un terreno ubicado afuera de ella, en otras agencias liberadas del “salvajismo” y el “primitivismo”, como lo serían la inmigración depurada o la educación pública (Oddone, 1966; Halperin Donghi 1998; Bertoni, 2003; Rilla, 2009). La operación sustitutiva no quedaría exenta de violencia física o simbólica, pero estas encontraban una directa validación civilizatoria.

Así, tanto la prédica quirúrgica de José P. Varela, decepcionado y desmarcado de la política tradicional en la que había nacido, el asco tras la batalla transformado en decepción de su antagonista juvenil Carlos María Ramírez, las tristezas de José E. Rodó a propósito de las guerras civiles del fin de siglo o el soberbio desdén de Florencio Sánchez (lo cito como ejemplo en Cartas de un Flojo: “nos entregábamos a matar gente, a carnear vacas y destruir haciendas, alambrados, puentes, telégrafos y vías férreas, en nombre de nuestros hollados derechos, con tan patriótico ardor que en ocho meses de correrías no dejamos herejía en perspectiva ni por proyectar”), son un ejemplo de esta perspectiva meramente depredatoria.

Cada cual a su modo mostraba una pluma elocuente y persuasiva, eficaz para muchas explicaciones menos para intentar comprender el ciclo de las guerras y de la crisis desatada entre los dos siglos como una crisis procesada adentro de la política, de transición hacia formas de asociación más garantizada en cuanto a los derechos y equilibrios.[7] Esta matriz interpretativa que identifica guerra, violencia, anarquía, retraso, todo como expresividad de una barbarie sin programa o con un programa de mera ambición de poder ha encontrado versiones y cultores en varios campos discursivos a lo largo del tiempo. No lo creamos propio de una generación o de un momento, o ni siquiera de un ámbito: un historiador como John Chasteen por ejemplo, puede ser ubicado en ese registro cuando busca en los caudillos “héroes culturales” casi apolíticos y trata de reconstruir el saravismo como un encuentro bastante azaroso entre una masa disponible y un jefe algo oscuro, advenedizo e indeciso (Chasteen, 2002).

Pongamos esto en otras palabras, más directamente ligadas a las guerras civiles y revoluciones que culminan en 1904 con la muerte en batalla de Aparicio Saravia (ambos términos se han usado alternativamente, mientras ocurrían y después). No hay porqué reclamarse revisionista para ver en el caudillo blanco otra cosa que un “pobre hombre” a destiempo (Batlle y Ordóñez dixit), o una expresión de atraso y un obstáculo a la modernidad. Existe suficiente evidencia documental para afirmar que Saravia fue parte de la modernidad uruguaya, la social y la política si en ella incluimos tanto la práctica de la empresa rural volcada al mercado global como a la demanda activa de garantías electorales y coparticipación en el gobierno. Fue violencia y algo más que violencia (movilizó 40 mil hombres del campo) en tanto había en ella un programa verbalizado y legable, que luego fue olvidado o pulido hasta en su propio partido por lo menos hasta la década de 1940.

Desde la historia académica las guerras civiles fueron investigadas con cierto detalle hace ya demasiado tiempo. El punto culminante de dicho ciclo de estudio está en la obra monumental de José P. Barrán y Benjamín Nahum (1967, 1972 y 1973), en la que las guerras y revoluciones que no eran inicialmente parte del plan específico de investigación quedaron integradas en la historia de la primera modernización uruguaya del último cuarto del siglo XIX. El enfoque para el “objeto hallado en el camino” era entonces tributario de cierto estructuralismo de época y de la teoría de la modernización que le correspondía; tenía además unos toques de materialismo histórico que buscaba, sin encontrar, protagonismos de clase en aquellas violencias revolucionarias.

Sin embargo, los autores recuperaban la especificidad política e institucional de la revolución -los blancos tras las libertades y garantías electorales- y reconstruían su importante proyección social y territorial a partir del impacto de la crisis general del país que potenciaba significativamente las contradicciones y demandas. Aunque Saravia no era Emiliano Zapata (no podía serlo escribían los autores), la violencia no era propia de bandidos errantes ni de campesinos en reclamo de tierras y ganados; era instrumento de una revolución política justificada por el exclusivismo del gobierno colorado y amplificada por la grave situación social del Uruguay en el 900 cuyo retraso productivo era relativamente mayor en las zonas especialmente conectadas por la revolución y en las que “el pobrerío” ocupaba un espacio clave. Barrán y Nahum escribieron una historia social de las revoluciones, sabedores, a pesar de la demanda cultural de los sesenta, de que no era posible hacer la historia política de las revoluciones sociales.[8]


De las praderas a la Guerra Fría

La madre- Yo había soñado con un hijo que cerrara los ojos de su madre El rebelde- Yo he decidido abrir bajo otro sol los ojos de mi hijo. Césaire, Aimé. Les Armes Miraculeuses. En Fanon, 1961: 77.

De cualquier forma, poco podía usarse de estas interpretaciones históricas en beneficio de la política insurreccional que el Uruguay empezaría a vivir a comienzos de la década de 1960. Casi nada sabemos, todavía, respecto a la recepción de los libros en las clases medias ilustradas, o de la influencia de los textos circulantes en la ciudad letrada que mas podían influir en la socialización política e ideológica de las generaciones jóvenes, las que en número creciente y hasta masivo se incorporaban a la vida militante.

El repertorio de referencias no era nacional en principio. Estaba ligado a las literaturas políticas y más profundamente a las interpretaciones que merced a la experiencia del colonialismo y sus versiones más expoliadoras denunciaban la violencia estructural de la dominación colonial y la extendían a la naturaleza del funcionamiento capitalista donde este se encontrara presente (Gilman, 2012). Después de la Segunda Guerra Mundial, esta consideración de “la violencia del sistema” -que no era patrimonio del marxismo y sus derivaciones sino que tenía otras fuentes en la tradición cristianaencontró en aquel una reformulación radical. La “nueva izquierda”, herejía del comunismo estalinista no sólo era una contestación a los poderes de la Guerra Fría en cualquiera de sus polos, sino también expresaba la convicción de que sería también por la violencia, y sólo por ella, que “el sistema” podía modificarse en un sentido emancipador.

Un ejemplo de este tipo de referencia lo constituye la obra de J. P. Sartre sobre el colonialismo por cuanto era sostenida en una línea de tensión que en un punto expresaba o pretendía expresar la conciencia perturbada de la elite marxista europea y especialmente francesa (es el “nosotros” de Sartre), heredera de las Luces y causante de la explotación colonial; en otro punto intentaba capturar las razones profundas de la violencia anticolonial que hallaba una terminante justificación plena como contracara de la violencia que hizo posible la dominación original.

Esta operación especular tuvo desde entonces enorme fortuna, en su mecánica, en su aparente simpleza. En 1947 Sartre había apoyado a M. Thorez frente a las seducciones occidentales del Marshall Plan; poco después publicaría Las manos sucias sobre la guerra francesa en Indochina, obra que fue recibida con desagrado por los comunistas. En 1952 marcaría su radical distancia con Albert Camus al tiempo que insinuaba de un modo poco creíble para muchos poner condiciones para su adhesión a la política del P. Comunista, algo que más tarde, tras la muerte de Stalin le valdría la acusación de ultravolchevique de parte de su amigo Merleau Ponty.

Durante la década siguiente Sartre se transformó en el vocero intérprete de una izquierda marxista fatigada de la experiencia europea y soviética y seducida por la novedades de África, Asia y de América Latina, ámbitos donde “la liberación nacional” -liderada en muchos casos por personas mas jóvenes- ocupaba un primer plano de expectativa.

En 1961 El médico Franz Fanon le pidió a Sartre un prólogo para su Les damnés de la terre, un texto breve e intenso en el que la violencia encontró, a juicio de muchos militantes, una persuasiva justificación política. Pretendía superar “la verborragia” de su compatriota Sorel, conducente al fascismo; colocaba a Fanon en continuidad con Engels y sus ideas sobre la “partera de la historia”, pretendía haber entendido definitivamente la naturaleza de la tortura y la venganza. Pero más allá del argumento, que conducía a la consideración de la “violencia estructural”, la operación retórica de Sartre reunía amplia audiencia, pues apuntaba a Europa y a Francia, a la ingenuidad del pacifismo y el humanismo que ignoraban cínicamente el origen mismo de la violencia: “nuestras víctimas nos conocen por sus heridas y por sus cadenas” “la agresión colonial se interioriza como Terror en los colonizados”… “por que no es en principio su violencia, es la nuestra invertida” “el tercer tiempo de la violencia, que se vuelve contra nosotros”. Franz Fanon escribió un libro vibrante, desde la llaga colonial convocaba sin vacilación a la lucha armada, al repudio de Europa, a la liberación nacional (Fanon, 1961).[9]

La Revolución Cubana debe verse en este marco de transformaciones, incluso aceptando que al poco tiempo de su estallido, tan pronto como en 1961 quedaría integrada funcional e ideológicamente a uno de los polos de la Guerra Fría y con un legado en disputa: frente a los empujes globales del guevarismo, los partidos comunistas no se negarían entonces- no podían hacerlo- a la violencia como recurso político; sí reclamarían el liderazgo de los procesos, la atribución de la oportunidad y de las formas concretas, y más ampliamente, el grado en que las tareas insurreccionales se acompasaban con las condiciones objetivamente propicias para la revolución continental.[10]

No sabemos cuánto de la pronunciada pendiente hacia la violencia, aún descontando como válidos los motivos de la razón revolucionaria puede ser imputado a esta competencia de saberes y de quehaceres trabada entre los grupos de militantes de la izquierda. En tal sentido, la crisis del Partido Socialista uruguayo agudizada entre 1963 y 1966 involucró sobre todo a los sectores juveniles definitivamente decepcionados de cualquier perspectiva electoral que no estuviera subsumida en la más global de la violencia insurreccional. Poco antes había dejado sus filas para encabezar otras, con la misma decepción y con más convicción acerca de la esterilidad de las vías legales Raúl Sendic, líder fundador de los Tupamaros.

Esta contribución no pretende, como es obvio, profundizar en esta historia de la emergencia de las prácticas violentas en la política uruguaya de los años sesenta. Intenta en cambio situarlas en una secuencia retórica, llamar la atención acerca de cómo las narrativas de la violencia pueden apreciarse en serie, entre continuidades y rupturas. [11] Se trata de un programa de investigación cuyas trazas pretendo apenas señalar en esta oportunidad.[12]


Presentes sin pasados, violencia como novedad

A más de medio siglo de la insurrección y de la muerte de Aparicio Saravia en Masoller ¿cuánto podían evocar y usar, como “pasado útil”, los tupamaros y otros grupos políticos que iniciaban la vía insurreccional? Los obstáculos para tal empresa no eran menores: la guerrilla uruguaya de 1963 acometió contra un gobierno blanco, blanco como Saravia; el Partido Nacional, expresión actualizada de dicha tradición era considerado por muchos críticos ajenos a ella, -colorados y batllistas, socialistas, comunistas-, como seña de conservadorismo social y cultural; Saravia mismo, en versión simplificada e interesada había sido mostrado como estanciero tradicional, latifundista dueño de 6 mil hectáreas apenas ocupado en el reparto de territorios y jefaturas.

Y más ardua todavía, si cabía, era la tarea de tomar la posta revolucionaria y marcar a la vez distancia respecto a la matriz batllista del Uruguay, victoriosa en 1904 y hegemónica durante las décadas posteriores, asociada al reformismo social, al obrerismo, al enfrentamiento con el capital británico desde una perspectiva nacionalestatalista. A la pregunta inicial, entonces, debe responderse que poco, muy poco más que jaculatorias motivadoras, igualitaristas (patria para todos...), y que gestos levantiscos devenidos apologías de la acción sobre las palabras, podían ser puestos en una línea de continuidades. Súmese a esto, y no como minucia, que la tonalidad del Uruguay clásico entonces en crisis había sido el fruto lento de una interpretación liberal - iluminista del orden social, de la que el marxismo leninismo quería considerarse heredero y superador y para el que el foquismo guevarista, de “liberación nacional”, no aportaba contrapesos de envergadura.

La síntesis comunista de 1970 respecto a esta cuestión puede apreciarse en el siguiente pasaje de un documento partidario, en el que se dan cita todos los asuntos vinculados al tema de la lucha armada, su oportunidad, su causa, su justificación:

Las transformaciones revolucionarias implican arrancar el poder a las actuales clases dominantes y colocarlo en manos de las clases populares. Las formas del proceso histórico que llevará a esas transformaciones y los caminos de aproximación a la revolución ofrecerán variantes muy ricas en cada uno de los países. Pero en todos los casos ellas exigirán una dura lucha de masas unidas en un Frente Democrático de Liberación Nacional que agrupe al conjunto de las principales fuerzas motrices de la revolución. La clase obrera y el pueblo preferirían que la revolución pudiera desarrollarse por vías pacíficas, sin guerra civil. Pero ninguna fuerza revolucionaria puede tomar sus deseos por realidades y dejar de ver que los hechos muestran que las clases dominantes colocan el problema de las transformaciones estructurales históricamente maduras en el terreno de la violencia, lo que hace prever que en la mayoría de los países la revolución se desarrollará por la vía armada”. [13]

La quiebra de la política pacífica fue un proceso de descaecimiento, aunque la insistencia en dicho rasgo procesal puede esconder la naturaleza rupturista y novedosa de los acontecimientos. Es cierto que la violencia o su amenaza estuvieron presentes antes de 1963 cuando los tupamaros se lanzaron al ruedo. A la derecha y a la izquierda del espectro político. Algunos académicos, incluso, han argumentado en el sentido preparatorio que tuvieron los gobiernos civiles autoritarios como “camino democrático” a la dictadura (Rico, 2009). Sin embargo, la consagración de la violencia como horizonte político inexcusable, o inevitable, o necesario, tiene su momento concreto y proclamado, es una ruptura con una tradición política nacional de tal envergadura que no fue capaz de remitir persuasivamente a un pasado frente al que pudiera mostrarse en continuidad. El llamado a la insurrección no era decadentista sino rupturista, no refería a un pasado al que recuperar o vengar, sino a un mundo nuevo hecho por el “hombre nuevo”.[14]

La década transcurrida entre 1963 y 1973 fue de violencia política inusitada tanto en relación con el pasado uruguayo del siglo como en relación a los países de la región. Fue violencia estatal, represiva, disciplinadora, disuasoria (y esto en las formas de la reclusión inhumana, la tortura, la persecución ideológica) y fue violencia insurreccional justificada sin vacilaciones ni dobleces a pesar de la parquedad verbal de sus promotores. A la distancia, historiográficamente hablando es menos relevante el estudio de las precedencias (¿quién comenzó?[15]) que el vertiginoso proceso de naturalización de la violencia política. Dicho en términos más sencillos, a la luz de los últimos treinta años de vida democrática 1985-2015 es harto difícil capturar la otredad de aquellos hombres y mujeres para los que la vida y la muerte tenían un particular significado en cualquier caso diferente al actual.[16]

La muerte, un rasgo extremo de la violencia nunca llegó en Uruguay a los niveles de Argentina, El Salvador o Colombia, pero en relación a su propio pasado tomó características inéditas, de ruptura. Si se suman las acciones de las fuerzas de seguridad, de los grupos paramilitares, de los tupamaros y de otros grupos de la izquierda armada el saldo de vidas entre 1966 y 1972 llega a 132 personas; 107 de ellas fueron muertas en los últimos tres años y 70 en el último de los considerados, 1972. El 60% fueron el fruto de la acción militar o paramilitar (Rey Tristán, 2006: 330 y ss.). Un cotejo de reacciones masivas puede ser ilustrativo: el asesinato el 14 de agosto de 1968 de Líber Arce, estudiante y militante comunista baleado en una protesta callejera generó una reacción pública de carácter masivo, pacífica y enérgica.[17] Menos de cuatro años después, en abril y mayo de 1972, entre enfrentamientos directos y ejecuciones la guerra cobró veinte vidas en apenas unos días, antes de que el gobierno (ejecutivo y legislativo) declarase el Estado de Guerra Interno y ahogara, no lo sabemos, una posible reacción contra la pendiente de violencia.

La dictadura instaurada pocos meses después, entre febrero y junio de 1973, se afirmó sobre esta base de la muerte como dato elemental y “cotidiano” de la política. Los tupamaros, como es sabido, habían sido derrotados militarmente antes del golpe; in embargo, desde la nueva situación institucional la dictadura “cívico-militar” instauró una práctica inédita de terrorismo de Estado que no podía compararse en términos históricos con el proceso nacional en ninguna de sus etapas sino con otras experiencias contemporáneas en América Latina con las que tenía fuertes y útiles vínculos. El saldo de muertos, torturados, secuestrados, desaparecidos por la responsabilidad del gobierno llegó a niveles escandalosamente altos para Uruguay, aunque la percepción pública de la tragedia se fue afirmando con relativa claridad, en un ciclo de revelación aun incompleto, recién reiniciada la vida democrática en 1985.

Llevemos nuevamente el péndulo hasta el lugar de la historiografía y sus relaciones con la política. Allí los movimientos fueron variados y luego del silencio y la perplejidad por lo ocurrido se desarrollaron investigaciones, se escribieron relatos y testimonios, se montaron exposiciones, todo ello tanto desde esfuerzos individuales o de colectivos organizados, como de institucionalidades diversas entre las que se destacan las entidades académicas. La producción de conocimiento osciló entre memoria e historia sin mayor crítica recíproca, recorrió varios géneros narrativos y argumentativos, operó también ante las vibraciones de la coyuntura política.

En este último sentido cabe señalar que a un primer ciclo de expectativa de esclarecimiento de algunos hechos entre 1985 y 1989, le siguió un largo ciclo de cerrazón y clausura de las posibilidades de una justicia independiente a partir de la sanción parlamentaria de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado y su ratificación ciudadana en las urnas mediante un plebiscito. [18] A fines de la década del noventa era muy pobre el balance a favor del conocimiento de la verdad y la aplicación de la justicia. Desde el año 2000 el gobierno de Jorge Batlle hizo el primer reconocimiento público de la responsabilidad del Estado en la violación de los derechos humanos y formó una comisión receptora de información y denuncias –Comisión para la Paz- con el fin de investigar los casos amparados en la vigencia de la Ley de Caducidad. Cuando Tabaré Vázquez accedió al gobierno en 2005 las indagatorias se multiplicaron y aceleraron (siempre adentro de los limites de la ley vigente); algunos militares y civiles implicados fueron procesados y detenidos y se conocieron los primeros hallazgos de restos de personas asesinadas y desaparecidas.

En paralelo a estas acciones públicas el gobierno entendió necesario instalar en un espacio presuntamente neutral y académico, la Universidad de la República, un ambicioso programa de investigación sobre los detenidos desaparecidos que puso a cargo de prestigiosos historiadores nacionales.[19] La violencia era un asunto, desde luego, pero derivado de una indagatoria más amplia sobre “la verdad” del terrorismo estatal confiada desde entonces a una instancia técnica, académica, científica, sustraída de ese modo, al menos provisoriamente, de las deliberaciones públicas y los debates. En un sentido habermasiano, fue aquella la hora de la “historia oficial” destinada a poner en circulación pública una información y unos marcos de comprensión que de otro modo habrían resultado inaccesibles. La ciencia como enunciación saneada, representada por la historiografía, la antropología, los estudios de filiación genética cuando correspondieran, llenaría así los vacíos y debilidades de la política (Habermas y Leaman, 1988; Habermas, 2011).

Fuera de este enorme empeño de investigación, aún insuficiente si se lo mira en perspectiva global pero orientada al esclarecimiento público y al juicio moral ciudadano, la historiografía académica pareció avanzar en la última década sobre los arbitrios de la memoria histórica y el género testimonial. Uno de los vectores de su desarrollo reciente es el que ha intentado buscar en el proceso de la afirmación de la violencia política en el Uruguay una explicación más general derivada de la lógica de la Guerra Fría.

Así, en el marco de una crisis global la violencia habría sido primero social, de estudiantes y obreros capturados por expectativas desmedidas para una economía estancada; en respuesta al desafío de instabilidad se descargó más tarde la violencia estatal represiva, contrarrevolucionaria, que activó la organización de la insurgencia desde la izquierda finalmente derrotada. Otras investigaciones también recientes y con abundante trabajo documental buscaron la violencia de la derecha como previa (y de algún modo condicionante) a la violencia de la izquierda. La evaluación de esta hipótesis algo nolteana (en tanto puede concebir el conflicto político como una reacción e identificar precedencia con causalidad) está pendiente más allá de los méritos indudables de las investigaciones (Broquetas, 2014; Aparicio, García y Terra, 2013; Buchelli, 2008 y 2012; Jung, 2012).


Recapitulación, verdad/consecuencia

Tomado como paradigma de conocimiento, la historiografía uruguaya no ha logrado -o querido- salir de la Guerra Fría para desarrollar una comprensión más ancha de la violencia política. Esto quiere decir, abreviadamente, que los conflictos no tienen explicación en si mismos, y que sólo pueden comprenderse adentro de una dialéctica que los alimenta y sostiene; quiere decir también, subsidiariamente, que mientras dicha dialéctica sea la dominante todo juicio moral puede considerarse suspendido o postergado.

Sea este el encuadre o cualquier otro de pretensión explicativa desde los contextos y restricciones globales –inesquivables, por cierto- la historia política debe velar por sus atributos argumentativos e inductivos, ir a la peripecia concreta, irreductible a muchas generalizaciones, sensible al tratamiento narrativo de la contingencia. La comprensión de la violencia política como novedad y ruptura, la política de memoria como acción de responsabilidad cívica, la conciencia del pasado como garantía de alguna visibilidad de lo nuevo, son más tareas de la profesión que las vinculadas a la construcción de la verdad y de la justicia, de enorme relevancia política.

Quiero proponer dos claves de lectura nos ofrece la historia reciente del Uruguay para entender el trámite político de la violencia.

a) La modalidad de transición de la dictadura a la democracia tuvo en Uruguay rasgos específicos, como en todos los países: sin derrota militar del gobierno en el campo de batalla, con la presión opositora de la movilización política y social, capaz de cerrar caminos pero no de imponer alguno; con la mediación fuerte, restauradora, de los partidos políticos anteriores al golpe de Estado. Esta composición de fuerzas permitió instalar el esquema de impunidad sucesivamente ratificado por la ciudadanía en las urnas (pronunciamiento desconocido por el gobierno de Mujica) y cuyo significado político va mucho más allá de los directamente involucrados. El sistema de impunidad ha sido funcional a todos los que se atribuyeron y atribuyen todavía un rol salvacionista en la contienda y que rehusaron a organizar un territorio común [20] en el que conversar (intercambiar razones públicas) sobre el tema de cara a la ciudadanía. En un escenario simplificado y binario, el silencio, la ausencia de un ámbito confiable donde entregar la verdad, consolidó las posiciones previas. No es una extravagancia pensar que las ratificaciones plebiscitarias de la ley de impunidad estuvieron lejos de significar un aval a la violencia y más cerca de alojar, en la confirmación de la norma, la incertidumbre respecto a las posibilidades de tramitar el tema en el espacio público garantizado.

b) El ciclo político descrito por el Uruguay luego de 1985 fue una combinación de estabilidad y cambio. Ambos rasgos tuvieron efectiva contundencia, tanto que la estabilidad de la formación política disimuló las variaciones y que éstas, puestas en contexto pudieron resultar minimizadas en la fuerte continuidad. En todo caso, la violencia política del pasado reciente fue mucho más un fenómeno asociado a la memoria y eventualmente a las políticas de memoria (a menudo sectoriales, cuando no sectarias[21]) que una determinación interior del acontecer político.

La estabilidad partidaria uruguaya no tiene con qué compararse en América Latina; los partidos previos al golpe de Estado se restauraron luego de la dictadura y restauraron la democracia; cambiaron mucho en su balance interno y se adaptaron en términos doctrinarios e ideológicos. [22] En 2002 la crisis económica y financiera hundió al “gobierno clásico” uruguayo de la alternancia asimétrica de colorados y blancos, pero no liquidó a estos partidos ni los desalojó de las instancias de representación ciudadana. Las izquierdas sufrieron rupturas y conflictos graves desde 1988, pero su tronco mayor, el Frente Amplio, logró alcanzar el gobierno nacional en tres períodos consecutivos, sin el instituto de la reelección directa que impera en América. Este cambio político y electoral fue de gran importancia y es apenas comparable al de 1958 que clausuró una larga etapa de hegemonía colorada. Tiene cierta compañía regional en el llamado progresismo, pero no puede comprenderse sin la clave nacional, la propia salsa donde se cocinó. En cualquier caso, la trama de continuidad institucional en la que se concretaron los cambios, a la que debe sumarse el crecimiento del consumo en los sectores medios y altos, no resistía bien la presión del tema de la violencia en otros términos que no fueran los acotados por/en la retórica global de los derechos humanos. Uruguay no habla de la violencia sino de los derechos, ha preferido lo abstracto a lo concreto. Fue así también durante la misma dictadura.[23]

La verdad de la violencia es una verdad concreta, de víctimas y victimarios enfrentados a su identidad y responsabilidad, una verdad sólo posible de restitución precaria a través de las narraciones, de palabras que aún no están tomadas (para usar el giro de Michel de Certeau). No se trata aquí de reificar el testimonio, o de poner a la memoria por encima de la historia haciendo caso omiso a las reglas que sostienen a cada construcción discursiva y su régimen de verdad. Sí se trata de tomarse tiempo y espacio para que los hechos muestren su desorden y algo de su naturaleza contingente, no siempre reductible a la operación deductiva; tiempo y espacio (públicos) para construir un inventario en torno al cual establecer una conversación mínima, provisoriamente esclarecedora.

Nada hubo en Uruguay parecido al Juicio a las Juntas Militares en Argentina (un juicio es el reino de lo específico e indelegable), pero tampoco, fuera de los circuitos oficiales, nada similar a una charla concreta como la que tuvieron no hace mucho tiempo Héctor Leis y Graciela Fernández Meijide.[24] En el manso cuadro de la continuidad institucional, un bien mayor, seguramente, el silencio de los violentos ha sido la norma, y casi una garantía. Esta elusión de lo concreto, en especial de quienes fueron responsables de la represión estatal, ha logrado afirmar algunas abstracciones de gran penetración en el mundo político y académico.

Pretendo finalmente, en este último sentido, recuperar un mecanismo argumentativo que está en la base común de opiniones políticas que tuvieron desarrollos divergentes y contradictorios. Se trata de la validación del pasado por el presente, antiguo tópico de la teoría de la historia y de una forma del consecuencialismo, tema también clásico de la filosofía moral.

a) El dos veces presidente del Uruguay Julio María Sanguinetti, timonel de la transición democrática (1984-1989) ha dicho y escrito muchas veces que la normalización pacífica del Uruguay es un hecho de tan indiscutible contundencia histórica que ello sirve de prueba o evidencia acerca de la bondad y justicia del camino emprendido. Dicho más claramente, la ausencia de rupturas institucionales y de violencia política sería la demostración palmaria de que el régimen de administración de la verdad y la justicia, expresado en la Ley de Caducidad, fue el necesariamente correcto, el único capaz de asegurar el resultado.[25] Cabe decir, con todo, que la composición de Sanguinetti es bastante más compleja que la que deriva de las críticas que suelen recusarla. Su análisis es ciertamente retrospectivo, pero está lejos de un simple esquema binario.

b) Desde otro lugar, la notable investigadora norteamericana experta en justicia transicional, Kathryn A Sikkink (2008), ofrece un argumento de parecida contextura cuando nos dice (y demuestra) que la aplicación de las normas legales destinadas al juicio y el castigo de los responsables de las violaciones de los derechos humanos no trajo aparejada una reversión de los procesos de democratización, sino todo lo contrario.

Como la anteriormente referida, el problema de esta conclusión, al menos para la historia política, es que si devolviéramos una cuota de contingencia a los actores, estos no serían capaces de tomar sus decisiones con arreglo a ella, puesto que no estaban, obviamente, en condiciones de conocerla. Es tal vez allí, en la restitución de la incertidumbre y de la contingencia que la historia puede recuperar un lugar distinto al de la memoria y al de la voz política, un lugar modesto, necesario, complementario.


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José Rilla es Doctor en Historia por la Universidad nacional de La Plata. Profesor Titular de la Universidad de la República, Uruguay. Coordinador del Área de Historia Política del Instituto de Ciencia Política de dicha casa de Altos Estudios. Miembro de la Comisión evaluadora de proyectos del CSIC. Entre sus varios libros y compilaciones, destacamos: Nosotros, que nos queremos tanto. Uruguayos y argentinos, voces de una hermandad accidentada (2013), La actualidad del pasado. Usos de la historia en la política de partidos del Uruguay, 1942-1972 (2008). Ha publicado artículos en Uruguay, Brasil. España, Portugal, México, Francia, Venezuela, entre otros.



[1]Todos los grandes partidos ocuparon la presidencia y el Ejecutivo nacional: 1985, Julio M. Sanguinetti, Partido Colorado; 1990, Luis Alberto Lacalle. Partido Nacional: 1995 Julio M. Sanguinetti; 2000 Jorge Batlle PC; 2005 Tabaré Vázquez Frente Amplio en 2010 José Mujica FA; 2015 Tabaré Vázquez, FA.

[2]Sobre el proceso de abandono del horizonte insurreccional de los Tupamaros ver Garcé (2006)

[3]He consultado al politólogo Daniel Chasquetti -a quien agradezco su generosidad- por estos datos que extraigo de su riquísimo archivo sobre el Parlamento uruguayo y las carreras de los legisladores. Observada la integración de las Cámaras del Poder Legislativo en este año de recambio 2015 se concluye que el “legislador promedio” nació en 1963, cuando se iniciaban en el Uruguay las acciones de violencia insurreccional. Ese legislador promedio cumplía 22 años cuando se restauraba la democracia. El presidente de la Cámara de la legislatura anterior nació en 1973, año del golpe de Estado; el actual presidente (2015) nació en 1980, año del plebiscito contra la iniciativa de reforma constitucional de la dictadura. 12 legisladores en 99 nacieron luego de 1980 y tres de ellos luego de 1984.

[4]Distinciones de la violencia según fines y formas estaban escritas en un texto clásico Sorel, 1973. Jean P. Sartre, como veremos, volvió críticamente sobre ellas en la década del sesenta.

[5]Hudson, 1971. Cfr. Alzugarat (1968). El tríptico de Zavala Muniz, con su “abigarrada teoría de personajes” que toma distancia de los esquemas sarmientinos puede leerse con provecho en esta perspectiva: “Crónica de Muniz”, 1921, “Crónica de un crimen”, 1926, “Crónica de la reja” 1930, ver p. XlI. Reunidas en Zavala Muniz (1966). Otras perspectivas narrativas Reyles, (1927) y Herrera (1911).

[6]Ver Sala, Rodríguez y De la Torre (1967 a, 1967 b y 1969). Desde tal perspectiva Julio Rodríguez se interesó en las razones profundas por las que “el caudillo y la montonera” cobraban existencia recíproca (una expresión trágica de la infraestructura, una fuga hacia el feudalismo, por ejemplo) y en las diferencias, también profundas a su juicio entre el liderazgo de Artigas y el de los posteriores caudillos. Ver Rodríguez Eure (1968).

[7]Soldado “blanco” en 1897 devenido anarquista tras la decepción Sánchez escribe también: “la vanidad nacional Uruguay más que sobre otra cosa, se afirma en el desamor al pellejo de los descendientes de Artigas y Goyo Suárez. Porque por aquí se dice: orientales y basta, y ahí ustedes se llena la boca con la frase “Orientales y basta” Ya se sabe que a patriotas y a guapos nadie les pisa el poncho. Sobre todo a guapos.” En Brando (2010: 281).

[8]En un libro reciente coordinado por Waldo Ansaldi y Verónica Giordano se examinan las hipótesis clásicas de B. Moore, E. Wolf y C. Tilly y T. Skocpol sobre el papel del campesinado en las revoluciones y en la violencia. Esa tradición analítica es luego contrastada por un grupo de autores (Giordano, Nercesián, Rostica y Soler) con la hipótesis de Cristóbal Kay, para quien el estudio de la sociedad rural en América latina arroja claves útiles para comprender la violencia política. Aplicada a Chile, Paraguay, Guatemala y Colombia, la hipótesis queda formulada en términos interesantes, pues aunque Uruguay - civilización ganadera- no fue país de campesinos la variable política aparece en aquellos contextos también como decisiva: “una explicación de la violencia rural está más vinculada al desarrollo y permanencia de instituciones y prácticas democráticas, y con ello a la institucionalización exitosa de conflictos, que a la reforma agraria como precondición de una sociedad estable”. Ansaldi y Giordano, (2014: 101-105).

[9]La edición en castellano es del Fondo de Cultura Económica, México, 1963, y contiene el prólogo que comento. En 1967, en el contexto de la adhesión de Sartre al Estado de Israel la viuda de Fanon -fallecido en 1961- ordenó suprimir el prólogo. Si los libros importan, o las ideas que contienen, reputo más denso el significado de éste que el de los manuales de Debray o Guevara. Con todo, el texto de Debray Algunos problemas de estrategia revolucionaria publicado en Francia en 1965 y en La Habana en el mismo año tuvo su edición uruguaya en 1967, en Ediciones de la Banda Oriental. El prologuista de entonces –Hilario Funes- relativizaba la determinación con la que Debray excluía al Uruguay del horizonte de la lucha armada. Revolución en la Revolución se publicó en Montevideo en el mismo año.

[10]Arismendi, 1970. El historiador Gerardo Leibner ha demostrado que la apertura del comunismo uruguayo a la vía no violenta de la revolución (“pacífica”, “parlamentaria” incluso) puede encontrarse con claridad en la segunda mitad de los años cincuenta, al influjo de las definiciones del XX Congreso del PCUS. Dada la tradición jacobina de la revolución comunista ese proceso ideológico no podía sino estar cargado de ambigüedades, propias de quien no aspiraba a quemar las naves. No sin fuertes debates internos y externos Arismendi comenzaría a justificar la “vía” violenta como reacción a la violencia iniciada por las fuerzas del orden conservador. “El XX Congreso del PCUS, Informe al Comité Nacional ampliado” en Estudios N.2, Montevideo, Abril –mayo 1956: 33-36, estudiado en Leibner, (2011: t2, capítulo 2).

[11]"Finally, there is a narrative construction of violence. It was important that also in their discourse, these violent organizations tended to legitimate violence by a reference to a past. And a reference to certain elements of an ideology which was, for these groups, a left-wing type of ideology. In my view, the main point of interest, also for the understanding of other forms of political violence, is that it was not so much the presence of a violent past, it was not so much the presence of a violent support in the ideology. The same past was there also for several groups that didn‟ t turn to the underground and the same ideology was available for other groups that did not use it in order to legitimate violence. But the narrative of violence developed with a sort of discourse that identified targets as absolute enemies and identified the group as a heroic elite, a heroic vanguard would be the term they used, an elite that would lead the revolution and mobilize the masses. In a similar way, the Italian resistance against Fascism and the German lack of resistance against Nazism, or at least what was understood as a lack of resistance, was used to legitimate the development of violence in that specific context". Della Porta (2009: 15).

[12]Dos trabajos relativamente recientes trazan un mapa de las investigaciones y una evaluación del tratamiento de la violencia en las ciencias sociales. El más importante en esta perspectiva es de Marchesi y Yaffé (2010). De manera general y algo más allá de la violencia otra evaluación puede leerse en Marchesi y Markarian (2012).

[13]Tesis del XX Congreso del Partido Comunista, El Popular, 18 de diciembre de 1970. Doc. 3001, en Partidos Políticos y Clases Sociales, Montevideo FCU, 1972, pp.113-5.

[14]Visiones diferentes pueden leerse en Gatto (2001). Hugo Vezzeti ha explorado el tema del origen de la violencia revolucionaria en la Argentina reciente. Antes que reacción contra los bombardeos de 1955 o la represión del gobierno de Onganía subraya la importancia de la fascinación por la revolución, Guevara y la cuestión del hombre nuevo. Más que una reacción, aquella violencia revolucionaria era constitutiva de la idea de la necesidad de una guerra total. Vezzeti (2009), ver también Gilman (2012).

[15]El tema de quién y cuándo es en esencia cronológico y aunque suele desdeñarse termina siendo esencial en la comprensión. Un ejemplo en apariencia remoto -Polonia entre 1939 y 1982- muestra la relevancia de la cronología en las políticas de memoria. Darton (2010).

[16]Uno de los mejores esfuerzos que he podido leer sobre las alteraciones que los sucesivos presentes producen en la consideración de la violencia política (historia que problematiza las cuestiones de la naturalización y la continuidad) es el escrito por M. Franco en referencia a la Argentina contemporánea tomada desde el último gobierno de Juan D. Perón. Franco (2012).

[17]Ver Marcha, “Violencia o diálogo”, Montevideo, 9 de agosto de 1968, p. 7; y “La Universidad es el país”, p.5 y “El asalto a la Universidad”, p 13, Montevideo, 15 de agosto de 1968.

[18]Ley 15848: http://www.parlamento.gub.uy/leyes/AccesoTextoLey.asp?Ley=15848&Anchor=. Para una revisión del proceso ver Marchesi (2013).

[19]Presidencia de la República (2007) Investigación Histórica sobre Detenidos Desaparecidos en cumplimiento del artículo 4 de la Ley 15.848, 5 tomos, Montevideo, IMPO.

[20]No la tomo pie de la letra, pero me inspira en esto del “territorio común” la idea de Hilb, 2013. Dos días antes de dejar la Presidencia de la República José Mujica resolvió por el decreto 4.309 promover la construcción de un monumento cuya escultura derivara de la fundición de las armas usadas por los militares y los tupamaros durante la “guerra interna” entre 1963 y 1972. Lejos de construir ese “territorio común” y más allá de su apariencia, el decreto despertó varias críticas tanto en los oficiales militares retirados como adentro del gobierno por cuanto, según algunos voceros del oficialismo volvía a poner sobre la mesa la tan impugnada (y nunca escrita) “teoría de los dos demonios”. Mujica y su ministro Fernández -también tupamaro en los sesenta- , creían en cambio que de ese modo, con un gesto conjunto entre guerrilleros y militares podría contribuirse a la superación del conflicto. La norma aprobada no concitó adhesiones más allá del círculo estrecho del Presidente, pero sirvió para agitar las aguas del oficialismo y profundizar disidencias graves en el seno del grupo de tupamaros históricos. En el primer caso algunos dirigentes solicitaron su derogación al presidente Vázquez, electo en noviembre de ese año; en el segundo ambientaron acusaciones de “traición” a la causa insurreccional. Ver: Búsqueda, Montevideo, 26 de febrero de 2015, p. 8; Soledad Platero, “Uruguay: fundido en bronce” Caras & Caretas, Montevideo, 23 de mayo de 2015; “El Nuevo Espacio rechaza monumento propuesto por Mujica. Reclaman que el decreto sea derogado, en Caras &Caretas, 26 de mayo de 2015 file:///Users/Pepe/Desktop/mujica%20monu/Nuevo%20Espacio%20rechaza%20monumento%20propuest o%20por%20Mujica%20%7C%20Caras%20y%20Caretas.webarchive. El diario nacionalista opositor El País también editorializó en el sentido contrario al decreto: “equiparar lo ocurrido en aquel período histórico a una guerra formal entre dos grandes bandos, militares y tupamaros, es una síntesis insoportable no solo para los sectores de izquierda que hoy condenan el proyecto de erigir el monumento sino para cualquier persona medianamente informada. De ahí que resultaran siempre molestos e inoportunos los intentos por colocar en un pie de igualdad a las Fuerzas Armadas y a la guerrilla, como si se tratara de dos caballerescos adversarios que alguna vez se midieron en el campo de batalla,“Un monumento inaceptable”, El País, Montevideo, 2 de junio de 2015, p.4.

[21]El caso del Museo de la Memoria de Uruguay puede apreciarse en este contexto polémico en Rilla, (2013).

[22]Los estudios de adaptación partidaria y cambio programático se volcaron a los partidos y grupos de la izquierda. , (2005) y Garcé, (2012

[23]En octubre de 1977, en medio de presiones que iban finalmente en la dirección inversa a la habitual, los jerarcas militares habían comunicado a la embajada de los Estados Unidos en Montevideo la creación de un “grupo de información sobre derechos humanos”. La Comisión de Derechos Humanos de OEA discutió sobre Uruguay por primera vez recién en 1978. Ver Markarian, (2012: 296 y ss).

[24] El diálogo Graciela Fernandez Meijide – Héctor Leis, publicado el 16 de setiembre de 2014, Escenarios Alternativos, presentación de Carlos Altamirano. http://www.escenariosalternativos.org/default.asp?seccion=protagonistas1&subseccion=protagonistas1& nota=4665 Sobre el problema de la narración de la experiencia del pasado reciente ver Sarlo (2005).

[25]Sus textos y discursos son numerosos. Una síntesis puede leerse en Sanguinetti (2012). A riesgo de simplificación puede enunciarse de esta forma: Uruguay no tuvo mayores sobresaltos institucionales en la restauración democrática y ello se debió, necesariamente, a la adecuada modalidad de transición que concedió amnistías a ambos “contendores”, alejó así la posibilidad de revisionismo y con ello pudo evitar las crisis que el tema provocó en la Argentina alfonsinista, usada a menudo, en su discurso, como contraejemplo fuertemente emblemático.

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