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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto - ISSN 2451-6961 (en línea)

Persello

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº2. Mar del Plata. Julio-Diciembre 2015.
ISSN Nº2451-6961.
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto


No quiero para mi país el voto de los delincuentes

Ana Virginia Persello
Universidad Nacional de Rosario-CIUNR, Argentina
Nacional de Rosario, Argentina.
vpersello@gmail.com


Recibido:09/10/2015
Aceptado: 23/11/2015

Resumen

Este artículo recorta los argumentos desplegados en pro y en contra de la sanción, en 1933, de una ley de inhabilitación de electores, iniciativa que formó parte de una serie de reformas que el gobierno propuso como instancias de perfeccionamiento de las prácticas, de depuración del comicio y de fortalecimiento del gobierno representativo y la oposición denunció como intentos de legalización del fraude. El objetivo es dar cuenta –una vez más– de que la modificación de las leyes electorales, en tanto sistemas de reglas que posibilitan o constriñen las prácticas, son un producto de las relaciones de fuerzas, independientemente de los argumentos más o menos técnicos que se esgriman en cada caso y de que no pautan un camino ascendente de ampliación del cuerpo electoral que, con la incorporación de las mujeres y los habitantes de los territorios en los años del peronismo, reuniría a “casi todos”.

Palabras claves: leyes electorales; inhabilitación; fraude

I don´t want for my country the vote of the delinquents

Abstract

This article summarizes the arguments stated in favor and against the 1933 approval of the law that limits electors, an initiative that was part of a series of reforms propelled by the government. These were thought of as instances of perfection practices, filtering elections and strengthening the representative government. The Opposition, on the other hand, denounced this as the legalization of fraud attempts. Once more, the objective is to illustrate that the modification of electoral laws –as rules that enable or limit practices– is the result of power relationships, regardless of the arguments put forward in each case, which can be more or less technical. Furthermore, they do not draw a path for a more inclusive electoral body that, with the addition of women and natives during the Peronism era, would gather “almost everyone.”

Keywords: electoral laws; disqualification: fraud

No quiero para mi país el voto de los delincuentes



“Proyecto (…) la proscripción del delincuente (…) con propósitos antidemagógicos y de higiene social porque quiero reivindicar para mi país el derecho de ser gobernado por los mejores (...) los mejores no podrán ser ungidos por el voto de los indignos”. Manuel Fresco. Cámara de Diputados. Diario de Sesiones, T. II, r.27, julio 21 1933:457

En septiembre de 1933, se sancionó una ley, la 11738, que aumentaba las inhabilitaciones para el elector. El debate parlamentario que precedió su sanción y algunos comentarios que aparecieron en ese momento en la prensa constituyen la materia prima de las reflexiones que siguen. Las mismas intentan dar cuenta –una vez más- de que la modificación de las leyes electorales, en tanto sistemas de reglas que posibilitan o constriñen las prácticas, son un producto de las relaciones de fuerzas imperantes en cada coyuntura, independientemente de los argumentos más o menos técnicos que se esgriman en cada caso. Y de que no pautan, necesariamente, un camino ascendente de ampliación del cuerpo electoral que, con la incorporación de las mujeres y los habitantes de los territorios en los años del peronismo, reuniría a “casi todos”.

La aceptación de la universalidad del sufragio como principio no supuso ausencia de límites, y éstos respondieron a criterios de autonomía o capacidad, fundados en la idea de que el voto debía ser ejercido por individuos libres y racionales. Quiénes y cuántos eran los que estaban habilitados para votar fue dependiendo del lugar donde se colocara una frontera que se fue trazando de acuerdo a la evolución de las costumbres, las modificaciones introducidas al Código Penal o sumando razones políticas, a veces mal encubiertas por una apelación a la moral. Finalmente, también pesó la concepción del sufragio subyacente, derecho o función, y de la democracia, gobierno del número o de la razón.

La recuperación del derrotero seguido por la cláusula que estableció las exclusiones en las sucesivas leyes electorales, nos permitirá sostener este argumento y fundamentar la hipótesis de que, en 1933, primó, en las justificaciones esgrimidas por los legisladores, la noción del voto como función y de la razón sobre el número y quedó en evidencia la asociación entre el universo de los que se pretendía excluir y la oposición política.

La ley electoral de 1857 estableció exclusiones en función de la falta de autonomía, la no pertenencia a la comunidad política y la condición moral. En el primer caso la inhabilitación se establecía para los menores y eclesiásticos regulares, y después de 1863, para los enrolados en las tropas de línea y para los incapaces (sordomudos, analfabetos y dementes). En el segundo, a los extranjeros. Y, en el tercero, a los “condenados a pena infamante” (Sabato y Ternavasio, 2011). A partir de allí la clasificación se mantuvo, en líneas generales, aunque se fueron ampliando los límites, fundamentalmente de la última de las categorías. Ello fue producto del modo en que se caracterizaba a la sociedad y la frontera donde se establecían los límites entre el ciudadano virtuoso y el “indigno”, a la que no fueron ajenas las modificaciones del Código Penal.[1]

Cuando, en 1902, se dictó una nueva ley electoral que reemplazó el sistema de mayoría por el voto uninominal por circunscripciones, se habilitó el voto de los analfabetos, pero se sumaron, por razón de incapacidad, los mendigos –estuvieran o no asilados– y los asilados, en general, en hospitales públicos o instituciones de caridad. Además, se definieron mucho más taxativamente las inhabilitaciones en función de la “condición moral”: condenados por sentencia a pena de presidio o penitenciaría durante el tiempo de la condena, los quebrados fraudulentos hasta su rehabilitación, los que hubiesen sido privados de la tutela por defraudación de los bienes del menor, mientras no restituyeran lo adeudado; los que se hallaran bajo vigencia de una pena corporal, hasta que esta fuera cumplida, los que cometieran delitos contra la propiedad, los reincidentes y los que hubiesen sido excluidos del ejército con pena de degradación o por deserción, hasta diez años después de la condena.[2]

El ministro del Interior, Joaquín V. González, basó su argumentación para no establecer, sostuvo, excesivas limitaciones, en la escasez de población –“no llega a cinco millones de almas”– y el alto número de analfabetos –medio millón–. Producir una “elección quintaesenciada y pura” convertiría al sufragio en patrimonio de unos pocos.[3] La idea era sumar el mayor número de voluntades, ensanchar la cifra de electores y la delimitación de las incapacidades debía sólo garantizar que nadie que no fuera enteramente libre ejerciera el sufragio. Era lo que justificaba la exclusión de los sacerdotes y los soldados. Sin embargo, ante la objeción de que los analfabetos no reunían esa condición, defendió la tutela y guía de las clases superiores a las masas ignorantes:

“las personas analfabetas que obedecen la voluntad de otras que las dirigen, gobiernan o sostienen, forman masa de opinión, y esas aglomeraciones de opiniones individuales manifestadas en el comicio, no están excluidas de los términos de la constitución, desde que no es prohibido a ninguna persona aunar voluntades individuales para presentarlas al acto electoral. Este reclutamiento de votos se hace en todas partes (…) lo mismo que las sugestiones del más ilustrado sobre el menos ilustrado, la influencia legítima del capital, la influencia del que paga, del que sostiene, del que da elementos de vida a las personas que tienen menos que él”. [4]

En cuanto a los mendigos, “esos desgraciados que llamamos generalmente atorrantes, en nuestra vida de bajo fondo social”[5] , tal como los definió González, se argumentó que ejercían su libertad en nombre de la indigencia y era preferible su inclusión a que el criterio político fuera el que resolviera cuándo podía o no votar. ¿Quién declaraba qué lo eran? ¿el municipio, la policía? La necesidad de los partidos de aumentar sus contingentes electorales y disminuir los del adversario, encontraría fácil, cuando la ley permitía juicios brevísimos y sumarios para resolver los casos dudosos que se presentaran en el momento del comicio, declarar que un hombre sucio o desarrapado era un mendigo, o a la inversa, siendo que “un atorrante se convierte en buen elector con sólo darle un baño y cambiarle de ropa”.[6]

Hubo también quien defendió la inclusión de los eclesiásticos basada en que el voto de obediencia era privado y no podía fundar entonces una razón pública para la exclusión. Con el mismo criterio, sostuvo el diputado Lucero, debería excluirse a los masones, los socialistas y los anarquistas, que, en cuanto afiliados a sectas o asociaciones políticas, estaban también obligados a un voto privado de obediencia.[7]

Y, finalmente, la exclusión de los condenados por delitos contra la propiedad hasta cinco años después de cumplida la condena, fue considerada por algunos legisladores un error, “una monstruosidad”

“desde el hurto de una naranja hecho al pasar un muchacho por el puesto del mercado, hasta el clasificado de reincidencia, es decir, segundo robo de una naranja, traen la inhabilidad (…), por este delito que puede cometerlo un niño, casi inconsciente, a los 18 años”.[8]

La reforma de 1912, que estableció un régimen electoral sustancialmente diferente al establecido en 1902 y derogado en 1905, mantuvo en lo sustancial las mismas condiciones y causas de inhabilitación de electores. El artículo 2 de la ley 8871 sumó a los “indignos” a los evasores del servicio militar y desertores, a los malversadores y a los dueños y gerentes de prostíbulos.

Sin embargo, lo que en 1902 había dado lugar a un extenso intercambio de opiniones, en 1911 prácticamente no mereció objeciones de los legisladores, si exceptuamos el largo debate que volvió a generar el hecho de que los analfabetos formaran parte del cuerpo electoral. Hubo, si, propuestas para que si se seguía excluyendo a los soldados también se lo hiciera con los oficiales del ejército. Quienes sostenían que estos últimos debían mantener su derecho a votar les atribuían privilegios de orden intelectual y jerárquico, los consideraban capaces de un voto consciente y libre. Quienes pedían que se extendiera la inhabilitación a todo el ejército la fundaban en la necesidad de mantenerlo alejado de la política apelando a las revoluciones del ‘90, del ‘93 y de 1904. Eran los oficiales los que habían movido a la tropa en asociación con un partido político.

Independientemente de que las coyunturas en que se debatieron y sancionaron estas leyes son sustancialmente diferentes, de que establecieron modos diversos de traducir los votos en bancas y de que no fuera el mismo el modo de pensar la relación entre representantes y representados, se enfrentaron, claramente y con matices, dos posiciones en relación a los límites del cuerpo electoral, o el mayor número o sólo los votantes “conscientes” y libres. Si el voto era un derecho el cuerpo electoral debía ser lo más amplio posible; si era una función, había que clasificar, discernir, escoger a los mejores y más preparados para que lo ejercieran.

En 1933, en el marco de un replanteo de la cuestión electoral, que en todos los casos se proponía como una tarea de perfeccionamiento y no de reforma, se introdujeron en Diputados dos proyectos que ampliaban las inhabilitaciones. Fueron presentados, uno por la bancada demócrata nacional por la provincia de Buenos Aires, que modificaba el artículo 2º, título 3, incisos a) y d) de la ley 8871[9] y el otro, por el ministro del Interior, Leopoldo Melo que, además reformaba los artículos 21, 22 y 34 de la ley 11387.[10] Los proyectos se unificaron para su tratamiento en la cámara.

Entre los inhabilitados por su condición se sumaban los dementes que aún cuando no hubieran sido declarados se encontraran recluidos en asilo público y a los resguardos de aduana, hasta 60 días después de haber cesado en sus funciones.

La indignidad de los reincidentes se aumentaba de 5 a 10 años[11]; se excluía del derecho al voto a los quebrados y concursados fraudulentamente, declarados por sentencia firme en lo criminal hasta 5 años de su rehabilitación y se agregaban los que en procesos instruidos por delitos contra las personas, la propiedad, el patrimonio, la fe o la renta pública, el honor, violación, estupro, rapto, ultraje al pudor, falsificación, defraudación, infracción a la ley 4097 (juegos de azar), traición o delitos que comprometan la paz o la dignidad de la nación hubieran sido objeto de 4 o más sobreseimientos provisionales o un sobreseimiento provisional y una sentencia condenatoria por menos de 4 años en un plazo de 5 años, aunque se les hubiera acordado el beneficio de la ley condicional o de la condena bajo condición, hasta 5 años después de la fecha del último sobreseimiento o condena.

El proyecto incorporaba, además, por razones de indignidad, a los tratantes de blancas, rufianes, sodomitas, toxicómanos y expendedores de tóxicos, cuando “estos extremos” hubieran sido acreditados en juicios de cualquier naturaleza o resultaran comprobados en otra forma fehaciente o hubieran sido objeto de cuatro o más sobreseimientos provinciales. Y, finalmente, a los que atentaran contra la Constitución y las instituciones que organiza, los que formaran parte de asociaciones ilícitas: los prontuariados en los registros policiales como mafiosos, terroristas, ladrones, estafadores y pequeros, hasta 10 años después de cumplida la condena judicial o hasta 5 años después del cuarto sobreseimiento provisional y a los ciudadanos naturalizados que hubieran realizado actos que importaran delitos en el ejercicio de la nacionalidad de origen.

Se establecía, además, que “las causas de incapacidad, indignidad y exclusión" se investigarían de oficio o por denuncia del ministerio fiscal, o de cualquier elector por el juez encargado del padrón electoral en procedimiento sumario, y la reincorporación al padrón, a efecto de poder sufragar, no podría hacerse de oficio sino por requisición de parte interesada y por orden del juez federal que correspondiera. Por último, se agregaba a la ley 11387, sancionada en 1926, para reglamentar la construcción del registro cívico, que la policía remitiría de oficio a los jueces encargados de los registros electorales listas de las personas comprendidas en los alcances de la nueva normativa.

Cuando el proyecto finalmente se transformó en la ley 11738[12], la oposición en el parlamento había logrado sólo que se suprimieran entre las causas de indignidad los delitos contra el honor y los atentados contra la Constitución.


Calificar para desradicalizar

La ampliación de las inhabilitaciones no fue una iniciativa aislada. Al iniciarse el gobierno de Justo, cuando todavía no se habían acallado las voces que impugnaban por fraudulentas las elecciones de 1931 en Buenos Aires y Mendoza, en el parlamento se discutían, junto a la ampliación de los motivos de inhabilitación de electores, iniciativas para implantar el voto femenino y la representación proporcional. Ningún argumento era nuevo, pero cambiaba la oportunidad y las relaciones de fuerza.

El Congreso surgido de las elecciones generales de 1931 –totalmente renovado, aunque la mayoría de sus miembros ya habían ocupado bancas en el Congreso-, tenía mayoría concordancista. Sin embargo, para el oficialismo, estaba bastante claro que para mantenerse en el poder, si el radicalismo decidía levantar la abstención, debía transitar el camino del fraude (Halperín Donghi, 2004) y, en parte, evitar el costo político que ello implicaba, suponía extremar mecanismos legales dentro de las posibilidades que el sistema le permitía. De allí, la presentación de un conjunto de iniciativas que, defendidas con argumentos que iban desde la necesidad de saneamiento de las prácticas hasta la obtención de una representación más ajustada a las diferencias de opinión, que se presentaban no como reemplazo de la ley Sáenz Peña sino como un camino hacia su perfeccionamiento, tenían como objetivo al radicalismo: diferenciarse, legitimarse frente a la abstención y “frenar” la posibilidad de que vuelva a ocupar el gobierno.

Ni bien se iniciaron las sesiones, en mayo de 1932, una iniciativa del diputado demócrata por Córdoba, José Heriberto Martínez, invitaba al Senado a sumarse para constituir una comisión interparlamentaria con el objeto de estudiar y despachar un proyecto que acordara el sufragio y el acceso a las funciones públicas a las mujeres.[13] El Poder Ejecutivo, a través del Ministro del Interior, Leopoldo Melo, apoyó la iniciativa. La ausencia de la mujer en la contienda importaba “una injustificada restricción y una calificación del voto”, que sustraía más del 50% del electorado.[14] Y el tenor de las intervenciones de los legisladores y la prensa daban la impresión de que se trataba de una cuestión saldada, en la medida en que todos los sectores políticos coincidían en que había llegado el momento de incorporarlas al cuerpo electoral.

En septiembre, la Asociación del Sufragio Femenino organizó una asamblea para demandar la sanción de la ley. Monseñor Franceschi y el diputado demócrata nacional José María Bustillo estuvieron entre los oradores y un coro acompañado por la banda de la policía ejecutó el himno al sufragio femenino. El primero manifestó que apoyaba la iniciativa vistiendo su sotana y el segundo aludió a que lo hacía con su “traje de conservador”. [15] Y por si aun quedaban sectores sin convencer, el diario La Nación minimizaba sus efectos: en los países que habían concedido el voto a la mujer “su aparición en el electorado no desequilibró a la sociedad como temían los reaccionarios, ni representó una fuerza esencialmente sentimental, moderadora y aplacadora, como preveían sus defensores”. [16]

Y, finalmente, cuando la cámara de diputados aprobó el proyecto, volvió a opinar que la experiencia externa mostraba que donde imperaba el sufragio femenino se manifestaba “una saludable inclinación centrista” y era de suponer que ofrecería en el país modalidades semejantes.[17] Una vez en el Senado, el consenso pareció ser sólo aparente. Por 14 votos contra 8 fue enviado a la Comisión de Negocios Constitucionales para volver a estudiarlo. José N. Matienzo manifestó que era el “entierro” de la ley. Los puntos en discusión eran la elegibilidad de la mujer para cargos representativos y la obligatoriedad. La ley no se sancionó.

A principios de 1933, la cuestión electoral ocupaba nuevamente la escena pública, pero ahora se trataba de comentarios sobre una iniciativa del ministro del Interior para reformar el sistema en lo que a representación de la minoría se refería. Se especulaba con arribar a la proporcionalidad absoluta o el reaseguro de una mayoría firme al partido gobernante y una representación equitativa a las minorías.

En el debate que precedió a la sanción de la ley Sáenz Peña estaban ya presentes todos los argumentos en pro y en contra de la representación proporcional y durante los años de los gobiernos radicales fueron presentadas iniciativas al Congreso para imponerla (Persello y de Privitellio, 2009), y al igual que para el caso del sufragio femenino parecía haber consenso en la reforma. Por otra parte, en Buenos Aires, Tucumán, Corrientes, Mendoza y la Capital Federal en el orden municipal, regía alguna forma de proporcionalidad.

Cuando, finalmente, el Poder Ejecutivo elevó el proyecto para establecer el sistema del cociente para transformar los votos en bancas, a Diputados, se incorporaron artículos que establecían que el escrutinio se realizaría en la mesa y se suprimirían las elecciones complementarias cuando hubieran funcionado más de dos tercios de las mesas.[18] Sólo el radicalismo antipersonalista, de cuyas filas provenía el ministro del Interior, autor de la iniciativa, lo apoyó sin reservas. Los conservadores estaban divididos; el socialismo independiente consideraba que la proporcionalidad destruiría la concordancia parlamentaria que se estaba mostrando eficaz en la tarea legislativa y, en el Senado, Lisandro de la Torre, le negó su voto al proyecto con el argumento de que no era posible establecer la proporcionalidad cuando el régimen era presidencial.

Si la teoría sobre sistemas electorales propone que la representación proporcional es una demanda de los partidos pequeños, que aumentan sus posibilidades de ocupar cargos legislativos, no fue este el caso.[19] La proporcionalidad apareció, a lo largo del tiempo, asociada a un modo de ampliar las fuerzas de la oposición pero también, en la medida que fragmentaba al electorado, se asumió como un medio para rechazar la amenaza del poder de la multitud, como barrera contra el “número”.

Corrió mejor suerte un proyecto que unificaba las elecciones nacionales, las municipales de la Capital Federal y las provinciales cuando se votara con el registro cívico de la Nación[20], que el ministro del Interior justificó en razones de orden práctico y económico. Se sustraía a la población del “electoralismo” crónico y se reducían los gastos generados por los comicios; motivos que la oposición encontró plausibles pero negó que fueran los que realmente sustentaran una iniciativa que estaba encaminada a asegurar situaciones determinadas tras una elección nacional o a la inversa.

Y, finalmente se introdujo, a partir de la unificación de las iniciativas de Fresco y de Melo, el tratamiento de la ley de inhabilitación de electores. Independientemente de las objeciones puntuales, a las que nos referiremos más adelante, los argumentos más fuertes para oponerse a su sanción fueron la inconveniencia y la inoportunidad: no había necesidad ni urgencia en reformar la ley electoral, ningún partido político lo reclamaba, en todo caso de lo que se trataba era de cumplir fielmente con sus disposiciones y por otra parte, la ausencia de los radicales en el parlamento dejaba fuera a una gran parte de la opinión pública.

Desde la perspectiva de los socialistas, iba a ser muy difícil convencer al pueblo de que la reforma que se intentaba no era la dura ley que los vencedores imponían a los vencidos.[21] Y un miembro de la bancada antipersonalista, en disidencia con su sector, defendió la necesidad de la presencia del partido radical sin la cual –dijo– el congreso no era “la expresión exacta de la voluntad del pueblo argentino”, porque no se trataba de una agrupación ni insignificante ni ocasional, y en caso de que se realizaran comicios libres muchos de los sectores que en ese momento estaban ocupando lugares en la cámara quedarían reducidos a una mínima expresión.[22]

Pero al mismo tiempo les negó a los dirigentes radicales el derecho a formular reclamaciones al parlamento. El comité de la calle Victoria estaba constituido por un grupo insignificante de hombres que querían torcer el rumbo del partido, empleaban el nombre del radicalismo y enarbolaban el nombre de Yrigoyen como estandarte sólo para “tapar propósitos antipatrióticos y suicidas”.[23]

La respuesta de los promotores de la ley develó sus intenciones. Justamente, si de lo que se trataba era de eliminar de los padrones a los delincuentes, había que hacerlo en ausencia del radicalismo:

“¿quién ignora que la política yrigoyenista se ha basado sobre todo en este hecho: en que los caudillos han podido influir en la policía para obtener, cuando convenía y cuando estaban en vísperas electorales, la libertad de todos los delincuentes que se procesan, pero que siempre obtienen la libertad porque nunca hay fundamentos bastantes para condenarlos?”[24]

El conservador Vicente Solano Lima, asumiendo que el proyecto se proponía lograr la expresión auténtica de la voluntad popular y “perfeccionar no es restringir sino depurar”, sostuvo que la voluntad del mayor número podía ser “fuerza ciega, sorda e instintiva”. La ley le pondría un dique a los oficialismos desorbitados, “crudamente electoralistas” y a los caudillos que montaban máquinas electorales. No correspondía entonces la defensa de “los ausentes” –inadaptables, conspiradores, corruptos– que algunos diputados esgrimían cuando hasta ese momento los habían combatido.[25] Y el Ministro del Interior, interpelado por su previa condición de radical y su presencia en el Parque, sostuvo que la calificación, producto de entender que el sufragio era una función formaba parte de la buena doctrina defendida por Alem y por Barroetaveña y su participación en el movimiento del 6 de septiembre se inscribía en esa tradición.

El radicalismo respondió con un manifiesto que impugnaba cualquier reforma que se hiciera a la ley Sáenz Peña como un “plan tramado contra los derechos populares” por un oficialismo que buscaba “encubrirse en artificios de apariencia legal, que sólo han de servir para facilitar el despojo en las futuras elecciones”. Lo que había sido esporádico tendía a estabilizarse. Lo que se había iniciado en Buenos Aires con la reforma de la ley electoral se extendería a todo el país. La “contrarreforma” anularía el gobierno representativo. La representación proporcional era una cortina de humo para encubrir el artículo del mismo proyecto que instituía el escrutinio inmediato en la mesa electoral y la inhabilitación de electores, instrumentos que “legalizaban” el fraude y dejaban el comicio a merced de los funcionarios que designara el gobierno y hacían innecesario calificar el voto o suprimir el cuarto oscuro porque esos votos estarían previamente calificados por “el polizonte elector”.[26]

Fresco, desde el recinto de la cámara, respondió. Aludió a que la memoria de “los reclamantes” era de una “fragilidad extraordinaria”. Habían hecho de la ley Sáenz Peña “el canal colector de todos sus espurios objetivos políticos y electorales”; sus comités habían sido refugio de elementos antisociales –“rufianes caudillos que acaudillaban masas de rufianes”– y llegaban hasta cometer fraude en las elecciones internas que se estaban sustanciando.[27]

La asociación del mundo del “bajo fondo” con el radicalismo no era una novedad y en los años ‘30 está presente en innumerables documentos. Entre los que se conservan en el Archivo Justo (AGN) referidos a las actividades radicales que producían los informantes del gobierno se encuentra, por ejemplo, una lista de candidatos para las elecciones internas de autoridades de la circunscripción 19 (Pilar) de la Capital Federal. Allí se consigna que se trata de una comisión de “malandrines” y al lado de los nombres se establece la “clasificación” de la que surgen ocho quinieleros, tres rateros, tres ladrones conocidos y un quebrado fraudulento. Por ejemplo: “Atilio J. Apolonio, alias Cocó, el tuerto, quinielero y rufián conocido. El hermano Alfredo es también quinielero y viejo tenebroso”

Pero no sólo se trataba de los radicales. En ambas cámaras, los socialistas, los demócratas progresistas y algunos radicales antipersonalistas impugnaron el proyecto en función de la evaluación de que se trataba de generar un mecanismo para legalizar la persecución de todos los adversarios. Nadie iba a impedir que algún director de hospicio llevara a los que tenía en observación a votar y locos presuntos podrían ser todos los opositores políticos. Un orador que en la tribuna pública se manifestara comunista, y si se extremaba el celo, quien hablara mal del gobierno; un director de diario que se viera envuelto en un proceso por desacato, injuria o calumnia; los miembros de un gremio que fuera declarado asociación ilícita, podrían ser eliminados del padrón.

Además, se objetó el término terrorista, vulgarizado por la crónica policial pero ausente del Código Penal.[28] ¿Quiénes eran los terroristas? Si se trataba de los anarquistas o los comunistas, la exclusión, entonces, la definía la profesión de ideas políticas o sociales o la prédica de la violencia y, si era esto último los fascistas la predicaban también.[29] También se hizo alusión, en clara referencia a la Legión Cívica, que uniformarse y desfilar por las calles pregonando la supresión de la democracia entrañaba un verdadero peligro nacional.

Cuando los defensores del proyecto se refirieron a la cláusula que excluía del derecho al sufragio a los que atentaran contra la constitución y las instituciones que ella organiza, que según la ley penal eran los implicados en los delitos de rebelión y sedición, delitos políticos, hicieron alusión a comunistas y anarquistas e impugnaron, fundamentalmente, las revoluciones radicales.

Se imponía, en ese caso, un tiempo de inhabilitación mayor que la condena, que para quienes se oponían a la sanción suponía el “ensañamiento del que gobierna”, que carecía de autoridad moral para imponerlo, cuando estaba en el poder como consecuencia de una rebelión, era la legalización de la venganza y el odio. “Si hoy se agravia a los vencidos, puede esgrimirse mañana contra los vencedores del presente”, afirmó Ruggieri.[30] La intervención del diputado socialista pareció convencer a Benjamín Palacio, representante del Partido Demócrata Nacional, quien mocionó para eliminar la cláusula en cuestión después de expresar que también podían ser incluidos quienes, como ellos mismos, se habían alzado en septiembre de 1930 en defensa de la Constitución.[31]

Y, por último, el hecho de que la policía pudiera remitir de oficio a los jueces encargados de los registros electorales las listas de los inhabilitados potenciaba la posibilidad de excluir adversarios porque, como propusieron varios legisladores, siempre había estado clara la connivencia de ésta con el oficialismo. El diario La Capital de Rosario, cuyas posturas eran, en general, cercanas a la oposición parlamentaria, manifestó su alarma frente al uso de recursos de apariencia legal con fines estrictamente políticos: la cláusula en cuestión les permitiría a los oficialismos hacer padrones fundados en sus conveniencias. Se establecían recursos de apariencia legal con fines políticos.[32]


El gobierno de los mejores

Fresco, para fundamentar su proyecto, aludió a la necesidad de proscribir al delincuente con “propósitos antidemagógicos y de higiene social” y reivindicó el derecho de ser gobernado por los mejores, que nunca podrían ser “ungidos por el voto de los indignos”. Melo, apeló a que en el régimen vigente prevalecía el número. El saneamiento evitaría que se movieran influencias para liberar de la policía o la justicia al “elemento indeseable” para asegurarse votos.

Y cuando la Comisión de la Cámara de Senadores se expidió sobre ambos proyectos, ya unificados en Diputados, Ramón S. Castillo, su miembro informante, reiteró los mismos argumentos: en pos del gobierno de los mejores y entendiendo que el voto era una función, debía calificarse al elector.[33] Y La Nación se hizo cargo de comentar la iniciativa, para sostener que el acto de votar exigía idoneidad moral. Era necesario entonces ampliar las exclusiones y eliminar de los registros a los “elementos antisociales” para salvar la dignidad y el progreso políticos. El voto era una función y ningún partido político podría tachar de maniobra electoral, de cercenamiento de los derechos cívicos, de legalización del fraude, la sanción que buscaba excluir a los delincuentes del derecho de elegir.[34]

“Basta establecer la diferencia entre la población moralmente sana y los que forman su plaga, para comprender el grado de injusticia que hay en esa confusión y el daño social que trae. La eliminación de esos contingentes, sobre cuya solidaridad nadie puede especular sin convertirse en un peligro, comporta una reforma imprescindible, no ya por su volumen ponderable en los cómputos, sino por un motivo de dignidad política, por un móvil de verdadera fe en la democracia. A ningún representante del pueblo interesa contar con la coincidencia de esos siniestros o turbios vecinos; su voto, en cambio, deprime la investidura”. [35]

Siempre según el matutino, si en 1912, la debilidad institucional había requerido como remedio la libertad de sufragio, en 1933 la debilidad era otra: “es la que intenta presentar a la mayoría como incapacitada para darnos un buen gobierno” y contra ella no había más tratamiento que la “dignificación por medio del alejamiento de los indignos”. [36]

La oposición parlamentaria definió a la ley como reaccionaria. Correa, el senador demócrata progresista santafesino, aludió a que todo el entusiasmo de los que la propugnaban se resumía en el aforismo “queremos el gobierno de los mejores, elegidos por los mejores” y se preguntaba “Mejores ¿en qué? ¿Moralmente? He ahí un concepto absolutamente reaccionario: la confusión del derecho y la moral; y los gobiernos que se han titulado de orden moral, han sido siempre tiranías”. Y dirigiéndose a Castillo:

“¿Cuáles son, dentro de sus creencias tan respetables y tan altamente confesadas por el señor Senador, los hombres que realizan el ideal de la perfección cristiana? Son los clérigos regulares (…) y esos están excluidos del padrón de electores. Es que el padrón no es un santoral. Es otra cosa, mejor o peor, pero distinta. ¿Por qué no reclama el señor Senador la reincorporación de los frailes, ya que para él son los mejores, para que ellos también contribuyan a formar esa crema de los mejores entre los mejores?”[37]

De hecho, no había estadísticas que les permitieran a los autores de las iniciativas determinar cuántos serían los excluidos. No había un registro nacional de reincidentes y prontuariados y Melo se valió de un informe de la policía de la Capital Federal que establecía que los prontuariados en la sección Robos y Hurtos eran 103.500, entre los cuales los “scruchantes”, asaltantes, descuidistas y “punguistas” en actividad sumaban 12.000 y los rufianes y personas que vivían del juego, 5.000; en la sección Seguridad Personal existían 530 mil prontuarios en los que se constataban 6.000 personas, entre “rufianes, canfinfleros y otros viciosos en actividad”; en Orden Social había expedientes de 76.650 individuos de los cuales, los que se consideraban en “estado peligroso”, los anarquistas, comunistas y elementos disolventes eran 7.000; en Defraudaciones y Estafas, tres mil estafadores, “pequeros” y “mafiosos” en actividad sobre 76.132 prontuariados y en Leyes Especiales, dos mil personas que vivían habitualmente del juego, sobre 96.000 prontuarios. La policía, habiendo examinado estos antecedentes, dijo el ministro, concluía que la actividad delictiva incluía a 30.000 personas y a ellas era las que abarcaba el proyecto porque el sufragio no era un derecho individual sino una función pública y debía calificarse al elector.[38]

Mientras en el recinto de la cámara se trataba el proyecto, la Oficina de Estadística dio a conocer el Fichero Nacional de Enrolados al 30 de diciembre de 1932 que aportaba datos sobre el porcentaje de analfabetos sobre el total de los inscriptos en el padrón electoral. Sobre 2.502.483 enrolados en toda la Nación, existía un total de 498.860 analfabetos, lo que significa una relación de 19.93%, pero en ese momento, ya no formaron parte del debate. Tampoco formó parte del debate el tratamiento que, en ese momento, se daba en la Cámara de Senadores al Código Penal. En ese marco, la Comisión de Códigos rechazó un proyecto del Poder Ejecutivo para imponer “el estado peligroso sin delito” que establecía la internación con obligación de trabajo de:

“Alienados, ebrios y toxicómanos, mendigos, vagos habituales, los que observen una conducta desarreglada y viciosa de la que pueda inducirse inclinación al delito y que se traduzca en el trato asiduo con delincuentes o personas de mal vivir, concurrencia habitual a casas de juegos prohibidos, los que exploten juegos prohibidos, los que vivan de actividades deshonestas de una mujer o exploten cualquier forma de prostitución”. [39]

El rechazo se fundó en la prioridad de los derechos individuales sobre la necesidad de la defensa social; su sanción acarrearía la supresión de libertades y la arbitrariedad judicial; pondría un arma peligrosa en manos de la policía. Y, por otra parte, no podían aplicarse sanciones penales a los mendigos cuando no había medios para dar trabajo a los desocupados; pretender desarraigar la prostitución, mal necesario que podía ser sujeto a reglamentación o el juego, inherente a la naturaleza humana.

Y a los argumentos científicos esgrimidos para demostrar que no era posible determinar con certeza cuando alguien podía llegar a delinquir se sumaron las prevenciones políticas. El miembro informante de la comisión, el conservador Carlos Serrey, planteó que “en el ardor de las pasiones”, el partido en el poder encontraría entre sus adversarios a una “multitud de degenerados peligrosos buenos para ser encerrados”, entre los cuales seguramente estarían los socialistas militantes y los anarquistas y habría provincias donde los opositores a la situación local se verían obligados a optar entre el éxodo en masa o la posibilidad de ser declarados en estado peligroso. Alfredo Palacios aludió al “estado político del país” y José N. Matienzo adujo que no habría partido político que no llevara presuntos cocainómanos o borrachos para ser juzgados por los comisarios rurales y jueces designados por el Poder Ejecutivo, para destruir al adversario antes de una elección.[40]

Aun sin referencias explícitas a ese dictamen, tanto en Diputados como en Senadores, se desplegaron argumentos semejantes que objetaron los límites y parámetros que se empleaban para calificar a los “indignos”. Según un diputado socialista se sustentaba en un concepto aristocrático del derecho penal que entendía que los “delincuentes por degeneración, por herencia, los que se calificaban como delincuentes natos, sólo podían surgir de las clases desheredadas de la sociedad”. Era una ley arbitraria, penaba la presunción y mezclaba la política con la moral.

Era arbitraria porque equiparaba situaciones absolutamente distintas en la medida en que sancionaba inhabilidades exactamente iguales:

“para el que comete un asesinato alevoso y con ensañamiento y para el que incurre en el delito de lesiones leves, en riña, en casos en los que quizás no hay sino un poco de exceso en la defensa; equipara al que comete robo con fractura y escalamiento con el que comete pequeños hurtos; (…) al delincuente temible con el que realiza simples daños (…) es lo mismo matar a un hombre, que matar al perro del vecino. Los dos quedan eliminados del padrón por indignidad”. [41]

Y también lo era porque penaba la demencia y la indignidad presuntas, que se daba en el caso de los dementes no declarados y de los sobreseídos o de los prontuariados en los que estaba ausente la condena firme.

En cuanto a la incorporación en la ley de una serie de categorías que implicaban una condición moral, un legislador afirmó que la sodomía no sólo no figuraba como delito en el código penal sino que no tenía ninguna relación con el sufragio. Su inclusión hubiera excluido del voto a César y lo que se lograría sería el chantaje y el chisme policial que sólo alcanzaría a “los contraventores más desgraciados”, nunca a “los refinados de las clases altas”. Excluiría a “los infelices, más por infelices que por viciosos”. Hacer del “invertido, un condenado” era una enormidad, cuando “se sostiene por algunos que la virilidad o la feminidad no es un concepto absoluto; es un concepto tan teórico como el de la salud perfecta o el del absoluto equilibrio mental”.[42]

Castillo defendió la cláusula del proyecto diciendo que dentro de “esa clase de personas” –los sodomitas– había una población delincuente y la ley se refería a ellos, los que podían cometer otros delitos relacionados con esa “degeneración”.[43] La condena, que finalmente los llevaría a aparecer entre los inhabilitados del padrón, tal cual estaba formulada la ley, no provenía de la sodomía sino de haber sido registrado como tal en un proceso por cualquier otro delito.


Conclusiones

En los años ‘30, los intentos de los grupos en el poder para modificar la ley electoral, propuestos en nombre del perfeccionamiento y el saneamiento de las prácticas, respondieron a la necesidad de evitar que el radicalismo volviera a ocupar el poder. La incorporación de las mujeres al comicio y el reemplazo de la minoría fija por la representación proporcional, que hubieran implicado la ampliación del cuerpo electoral y de las bancas de la oposición –y que finalmente no se sancionaron– fueron planteadas para equilibrar al electorado, la primera y para que quien ganara las elecciones no se quedara con todo, es decir, para morigerar el número. Y, finalmente, los debates que precedieron a la sanción de la ley 11.738 muestran, en principio, que los argumentos desplegados para justificar la exclusión de los “indignos” en nombre del gobierno de los mejores ocultaban mal la intención de dejar fuera del padrón a los opositores.

No tenemos datos que nos permitan saber cuáles fueron los alcances que la nueva ley tuvo sobre la construcción de los padrones, pero podemos afirmar que el dispositivo no le resultó suficiente al gobierno para preparar las elecciones presidenciales de 1937. En 1934, a partir de una reforma del reglamento de la cámara, se eliminó el requisito de la previa aprobación de los diplomas para la incorporación de los diputados electos, dejando abierta la posibilidad de que la cámara rechazara los que fuesen impugnados.

La modificación recuperaba demandas previas de distintos sectores políticos que sostenían que el sistema generaba abusos y arbitrariedades de las mayorías para asegurar el diploma de sus amigos y rechazar el de sus adversarios; la postergación por largo tiempo de un diploma que privaba a la provincia de representación por razones puramente políticas; los famosos escrutinios de conciencia y el abuso de los “debates políticos” que retardaban el tiempo de constitución de la cámara. Muchos legisladores que coincidían en la necesidad de superar estas prácticas, sobre todo cuando en el período legislativo de 1930, la Cámara no había podido superar las sesiones preparatorias, no dudaron en este caso en afirmar que la reforma del reglamento no tenía otra finalidad que consolidar diplomas fraudulentos.

Y, en 1935, después de que el radicalismo levantara la abstención, se diseñó un nuevo mecanismo para impedir su acceso al poder. A la intervención a Santa Fe, gobernada por los demócratas progresistas, se sumó la eliminación de la representación de la minoría para electores de presidente y vice, porque no había motivo para fragmentar a los electores cuando el Poder Ejecutivo no era un triunvirato. Y, sobre todo, porque la mayoría podía ser defraudada por la suma de minorías relativas[44] , reforma que también fue inscripta por el oficialismo en la tradición sáenzpeñista y denunciada por la oposición como un instrumento más para asegurar la continuidad de la Concordancia en el gobierno (Halperín, 2004; de Privitellio, 2011).

La ampliación de las inhabilitaciones debe ser entendida, entonces, como una más entre un importante número de propuestas de modificación de la ley electoral, algunas sancionadas y otras no, que se presentaron como instancias de perfeccionamiento de las prácticas, de depuración del comicio y de fortalecimiento del gobierno representativo, cuyos principios fueron, paralelamente, sistemáticamente transgredidos. Halperín recupera una galería de personajes tensionados entre lo que podían y lo que querían hacer, que buscaban la forma de sobrevivir al desafío que les planteaba frenar los posibles triunfos electorales del radicalismo, y que a pesar de aceptar que el fraude se imponía, algunos de ellos intentaban hallar alternativas menos espurias (2009), por “una suerte de lealtad residual” a los principios que falseaban (2003). Lo cierto es que las relaciones de fuerza imperantes les permitieron imponer reformas que les facilitaron la tarea pero no pudieron evitar utilizar todos los instrumentos conocidos para falsear los resultados, antes, durante y después del comicio.[45]


Referencias bibliográficas

Béjar, María Dolores (2005). El régimen fraudulento. La política en la provincia de Buenos Aires, 1930-1943. Buenos Aires: Siglo XXI.

Caimari, Lila (2012). Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en la Argentina, 1880-1995. Buenos Aires: Siglo XXI.

De Privitellio, Luciano (2011). Las elecciones entre dos reformas: 1900-1955. En Sábato, Hilda; Ternavasio, Marcela; de Privitellio, Luciano y Persello, Ana Virginia Historia de las elecciones en la Argentina, 1805-2011, (pp. 135-233). Buenos Aires: El Ateneo.

Halperín Donghi, Tulio (2003). La Argentina en la tormenta del mundo. Ideas e ideologías entre 1930 y 1945. Buenos Aires: Siglo XXI.

Halperín Donghi, Tulio (2004). La república imposible (1930-1945). Buenos Aires: Ariel.

Palermo, Silvana (2012). Los derechos políticos de la mujer. Los proyectos y debates parlamentarios, 1916-1955. Buenos Aires: Secretaría de Relaciones Parlamentarias – Universidad Nacional de General Sarmiento.

Persello, Ana Virginia (2012). La búsqueda de la “buena” representación: los diferentes usos de la proporcionalidad. Estudios Sociales, N° 43, pp. 105-132.

Persello, Ana Virginia y de Privitellio, Luciano (2009). La reforma y las reformas: la cuestión electoral en el Congreso (1912-1930). En Bertoni, Lilia Ana y de Privitellio, Luciano (Comps.). Conflictos en democracia. La vida política argentina entre dos siglos (pp. 89-121). Buenos Aires: Siglo XXI.

Sábato, Hilda y Ternavasio, Marcela (2011). El voto en la república. Historia del sufragio en el siglo XIX. En Sábato, Hilda; Ternavasio, Marcela; de Privitellio, Luciano y Persello, Ana Virginia. Historia de las elecciones en la Argentina, 1805-2011 (pp. 17- 134) Buenos Aires: El Ateneo.

Ana Virginia Persello es Doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Máster en Ciencias Sociales, FLACSO. Profesora titular ordinaria de Historia Argentina III, Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Investigadora del CIUNR. Entre sus últimas publicaciones, encontramos: El partido radical. Gobierno y oposición, 1916-1943 (2004); Historia del radicalismo (2007), y junto a Sabato, H., Ternavasio, M., de Privitellio, L., Persello, A. V. Historia de las elecciones, (2011).



[1]El primer Código Penal nacional fue el de 1887, se reformó en 1922 y nuevamente en 1933. Caimari (2012).

[2]Cámara de Diputados. Diario de Sesiones (en adelante, CDDS), T. I, julio 4 1902, p. 453.

[3]CDDS, T. I, septiembre 1º 1902, p. 862.

[4]CDDS, T. II, octubre 17 1902, p. 172.

[5]CDDS, T. II, octubre 17 1902, p. 233. Según Lila Caimari (2012: 77-78) la palabra atorrante, designaba a mediados de la década del 80 a “la constelación de “desechos de la inmigración mal digerida” que vivían de la basura y se alojaban en los predios repletos de caños para las grandes obras sanitarias” y que junto con los mendigos minaban las calles de Buenos Aires.

[6]CDDS, T. II, octubre 17 1902, pp. 232-233.

[7]CDDS, T. II, octubre 17 1902, pp. 232-233.

[8]CDDS, T. II, octubre 17 1902, pp. 239.

[9]CDDS, T. II, r.27, julio 21 1933, pp. 457-458 – Manuel Fresco, Ramón Loyarte, Dionisio Schoo Lastra, Ernesto Aráoz y Pedro Groppo.

[10]Idem, T. III, r. 39, agosto 23 1933, pp. 354-356 – Leopoldo Melo.

[11]El Código Penal de 1922 había establecido la reclusión indeterminada de los reincidentes como opción accesoria de la pena, Caimari (2012:113). Fresco manifestó en 1933 en la Cámara que se trataba de “tarados morales”.

[12]En Diputados se aprobó con 75 votos contra 56 y en Senadores, 13 contra 6. Los votos a favor correspondieron a los partidos que conformaban la Concordancia, excepto algunos antipersonalistas que votaron en contra.

[13]No es nuestra intención desarrollar aquí la cuestión del sufragio femenino, de la cual se hace cargo una abundante bibliografía. Para los debates parlamentarios, Palermo (2012) y para un estado de la cuestión, los dossier de la Revista Polhis números 7 y 8 (2011).

[14]La opinión del Poder Ejecutivo es favorable para el voto femenino, La Nación, julio 26 1932, p. 4.

[15]A favor del sufragio tuvo efecto una numerosa asamblea, idem, septiembre 11 1932, p. 4.

[16]El voto de la mujer, La Nación, junio 13 1932, p. 4.

[17]El voto femenino, La Nación, septiembre 17 1932, p. 6.

[18]CDDS, T. II, r. 26, julio 20 1933, pp. 394-398 – Proyecto Justo/Melo.

[19]Para la reconstrucción de los argumentos que acompañaron el apoyo o el rechazo de la representación proporcional entre 1912 y 1962, año en que finalmente se impuso, Persello (2012).

[20]CDDS, T. II, r. 25, julio 19 1933: 320-322.

[21]Intervención de Alberto Iribarne, CDDS, T. IV, r. 54, septiembre 21 y 22 1933, p. 724.

[22]Intervención de Daniel Bosano Ansaldo, CDDS, T. IV, r. 54, septiembre 21 y 22 1933, p. 753.

[23]CDDS, T. IV, r. 54, septiembre 21 y 22 1933, p. 755.

[24]Intervención del legislador socialista independiente Carlos Manacorda, CDDS, T. IV, r. 50, septiembre 14 1933, p. 303.

[25]CDDS, T. IV, r. 54, septiembre 21 y 22 1933, pp. 775-778.

[26]El manifiesto completo en La Capital, septiembre 20 1933, p. 20.

[27]CDDS, T.IV, r.54, septiembre 21 y 22 1933, p. 706.

[28]Intervención del diputado socialista Iribarne, CDDS, T.IV, r.54, septiembre 21 y 22 1933, pp. 735-736.

[29]Intervención de Francisco Correa interpelando a Castillo a quien le atribuyó simpatías con el fascismo, Cámara de Senadores. Diario de Sesiones (en adelante CSDS) T. II, r. 47, septiembre 28 1933, p.807.

[30]CSDS, T. II, r. 47, septiembre 28 1933, p. 807.

[31]CSDS, T. II, r. 47, septiembre 28 1933, p. 808.

[32]Eliminación de electores, La Capital, septiembre 15 1933, p. 4.

[33]CSDS, T. II, r. 47, septiembre 28 1933, p. 691

[34]Las inhabilidades electorales, La Nación, septiembre 23 1933, p. 6.

[35]La Nación, agosto 24 1933.

[36]La Nación, septiembre 23 1933.

[37]CDDS, p. 702.

[38]CSDS, p. 783 y 786.

[39]CSDS, T. III, junio 20 1933, p. 315.

[40]CSDS, T. III, junio 20 1933, pp. 319, 320 y 324.

[41]Intervención de Eduardo Laurencena, CSDS, T. II, r. 47, septiembre 28 1933, p. 701.

[42]Intervención de Correa, CSDS, T. II, r. 47, septiembre 28 1933, p. 702.

[43]Intervención de Castillo, CSDS, T. II, r. 47, septiembre 28 1933, p. 706.

[44]CDDS, T. I, junio 19 1935, p. 427.

[45]Para las prácticas del fraude, Béjar (2005).

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