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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº22. Mar del Plata. Julio-diciembre 2025.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

                                                                           

The Public Historian

Reflexiones exploratorias sobre la historia pública estadounidense

Eugenia Gay

Escuela de Historia, Facultad de Filosofía y Humanidades,

Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

eugeniagay@ffyh.unc.edu.ar 

Recibido: 21/02/2025

Aceptado: 26/07/2025

ARK CAICYT: https://id.caicyt.gov.ar/ark:/s24516961/i13bytdue

Resumen

Este artículo se propone un acercamiento a la tradición norteamericana de historia pública. Plantearemos un panorama de las discusiones y problemáticas que moldearon el campo desde los años ’80, momento en que el movimiento de historia pública cobró fuerza en los Estados Unidos, hasta la actualidad. Para ello, nos concentraremos en un relevamiento exploratorio de su principal vehículo de discusión: la revista The Public Historian. Mediante una lectura teórica de algunos artículos seleccionados, intentaremos identificar las líneas de discusión que definieron los márgenes del campo actual de la Historia Pública norteamericana y evaluar en qué medida esas discusiones constituyen una agenda para la historiografía en general.

Palabras clave: historia pública, The Public Historian, teoría de la historia.

The Public Historian

Exploratory reflections on American Public History

Abstract

This article proposes an approach to the American tradition of public history. We will present an overview of the discussions and problems that have shaped the field since the 1980s, when the public history movement gained strength in the United States, until the present. To do so, we will focus on an exploratory survey of its main vehicle of discussion: the journal The Public Historian. Through a theoretical reading of some selected articles, we will try to identify the lines of discussion that defined the margins of the current field of American Public History and evaluate to what extent these discussions constitute an agenda for historiography in general.

Keywords: public history, The Public Historian, theory of history.

.

The Public Historian.

Reflexiones exploratorias sobre la historia pública estadounidense

Introducción

Este artículo se propone un acercamiento exploratorio a la tradición norteamericana de historia pública. Intentaremos plantear un panorama de las discusiones y problemáticas que moldearon el campo desde los años ’80, momento en que el movimiento de historia pública consolidó su institucionalización en los Estados Unidos, hasta la actualidad. Para ello, nos concentraremos en un relevamiento exploratorio de su principal vehículo de discusión: la revista The Public Historian, patrocinada por el Consejo Nacional de Historia Pública (NCPH, por sus siglas en inglés), establecido en 1979 tras la reunión de Montecito;[1] y la Universidad de California, Santa Bárbara (UCSB) hogar de uno de los primeros programas de “Estudios de Historia Pública” en universidades estadounidenses.[2] Luego de realizar una lectura completa de la revista, seleccionamos los artículos y números especiales que se proponían explícitamente discutir sobre el campo y la práctica de la historia pública, resignando aquellos que se concentraban en estudios de caso para un próximo abordaje.

Nuestro objetivo es dar cuenta de una trayectoria más que de una singularidad: intentamos observar cómo algunas líneas de discusión van estableciéndose como preocupaciones específicas del subcampo de la historia pública, y cómo éste va definiendo sus márgenes a partir de las críticas hacia la historiografía en general, atravesadas por la práctica que estas discusiones despliegan. Si logramos mostrar tal dinámica de diferenciación, podremos sostener la intuición que funge como hipótesis teórica de este trabajo: que los problemas éticos, teóricos y metodológicos que aparecen en la historia pública, y que suelen atribuirse al carácter “extraacadémico” de la actividad no son exclusivos u originarios de este campo, sino que muestran discusiones difíciles frente a las que todos los historiadores deben formular – y eventualmente formulan – una posición, dado el rol y el objeto inherentemente social de la profesión (Florescano, 2012: 21-144). En el campo de la justicia transicional, por ejemplo, se discuten los modos de incorporar memorias conflictivas en una propuesta para reconstruir el tejido social después de conflictos fratricidas o de proyectos exterminacionistas. En muchos casos, estos acuerdos se construyen a partir de la deliberada aplicación de una “operación historiográfica”, esto es, de la impresión del carácter de pasado sobre procesos aún abiertos, lo cual exige decisiones ético-históricas que tienen un efecto inmediato sobre la sociedad que describen (Bevernage, 2014). En un plano más generalizador, el historiador Antoon de Baets ha propuesto un código de ética para la profesión con el doble objetivo de visibilizar la censura que historiadores e historiadoras enfrentan en determinados contextos políticos y de problematizar el rol de los y las profesionales de la historia como partícipes autorizados en la construcción de la memoria (DeBaets, 2009). Estas discusiones no se limitan a los campos de la historiografía que se relacionan con el pasado reciente y los derechos humanos, aunque sean allí más explícitos. Al contrario, trabajos como el reciente y frondoso volumen publicado por G. Bartolini y J. Ford (2024) o el recuento especializado de posicionamientos éticos en diferentes universos epistemológicos o temáticos de la historia que encontramos en el libro de M. Hughes-Warrington y A. Martin (2021) muestran la notable extensión y la diversidad de la discusión sobre la ética y la responsabilidad de los y las historiadores dentro de la academia.

Dado que la preocupación por el rol social del historiador, y específicamente, por el impacto directo de su trabajo en las construcciones sociales se extiende en buena parte de la profesión histórica y no se limita a la historia pública, entendemos que la percepción de la singularidad del campo resulta más bien de un esfuerzo de narrativización de la memoria disciplinar propia, la cual fue labrando una identidad teórica, entramada a partir de un conjunto originalmente disperso de intereses. El desarrollo de esa identidad es nuestro principal interés en este artículo, que pretende describirla en un ámbito particular, limitado a los Estados Unidos, y no en términos generales. En el curso de una discusión que es interesada, situada, atravesada por la práctica y prolongada en el tiempo, el tono del debate experimentó transformaciones, ajustes, y recortes que dieron forma a un subcampo. En ese sentido, sostendremos que las críticas desde y hacia la historia pública no sólo definen un subcampo discreto, sino que representan una agenda de debate necesaria y urgente para la historiografía de nuestra época.

(Lo público) La revista, el NCPH y el proyecto

Lo que hoy conocemos como “historia pública” surgió, desde diferentes iniciativas y en distintitas partes del mundo, durante la segunda posguerra y especialmente en los años 60 del siglo XX, y es hoy un campo historiográfico por derecho propio. Reúne a profesionales y practicantes de la disciplina que tienen intereses similares en diversas asociaciones, consejos editoriales, programas de investigación o posgrado y cátedras especializadas y cuenta incluso con su propia Federación Internacional.[3] Como en todo campo de estudio, quienes se ocupan de la historia pública sostienen un debate sobre sus definiciones, metodologías, límites y problemáticas, que es lo que abordaremos en este artículo.

Si bien la Historia Pública norteamericana es hoy reconocida como un movimiento pionero que luego se expandió y diversificó en el resto del mundo (Torres Ayala, 2020), conviene señalar que existen diferentes tradiciones de historia púbica que se diferencian por objetivos, acuerdos procedimentales, referentes, acentos políticos y memorias disciplinares heterogéneos. Entendemos que se pueden distinguir dos grandes tradiciones dentro del campo. La primera se identifica a sí misma como portadora o partícipe de una misión social o política de transformación, generalmente asociada a ideologías progresistas, que suele compartir espacios con campos disciplinares como el de los DDHH, la historia del movimiento obrero, la historia reciente, la memoria y la justicia. La publicación sajona pionera y más conocida de esta vertiente es el History Workshop Journal,[4] asociado al Movimiento de los Talleres de Historia y al marxismo culturalista inglés (Kaye, 1989:209-10). La segunda vertiente, de corte liberal, se identifica principalmente por cuestionar la asociación exclusiva de los historiadores profesionales con el trabajo académico, y reivindica el empleo de historiadores como profesionales liberales formados, que pueden actuar en diversas industrias o áreas de administración del Estado, relacionándose con campos como la historia de la empresa, la historia institucional, la historia económica y la administración documental. Si bien los historiadores de esta vertiente también expresan una preocupación con la democratización del conocimiento y el bien de la comunidad (Rosenzweig y Thelen, 1998: 4), y algunos incluso reconocen su trabajo como un desprendimiento de la “historia desde abajo”,[5] o de la “Nueva historia social”,[6] sus posiciones políticas suelen ser menos manifiestas y no se identifican necesariamente con ideologías progresistas.[7] 

Lo “publico” en estas dos vertientes se refiere a universos muy diversos y refleja lo que se entiende que la historia pública viene a plantear en cada caso, sea la necesidad de abrir espacios para la construcción de una comunidad de saberes más amplia que involucre a los protagonistas generalmente ignorados de la historia tanto como a los profesionales o, en el segundo caso, la voluntad de ampliar el rango de actuación de la profesión histórica para amplificar su inserción social e institucional, reivindicando su valor como utilidad pública. En el primer caso suele criticarse la posición del historiador como erudito solitario que trabaja sobre sus propios intereses y en función de su propio crecimiento intelectual – “privado” en este sentido – desconectado de la comunidad e interesado sólo en su “carrera”. En el segundo, la idea de lo público tiene una asociación más o menos tácita con la administración pública, por un lado y con el “público en general” por otro. Si bien estas diferencias se traducen en perspectivas epistemológicas y metodológicas diferenciadas y en algunos casos opuestas, que este artículo pretende explorar, en todos los casos, “público” significa extraacadémico, e implica el rol activo del historiador en una comunidad más amplia que la de sus pares profesionales.

La tradición norteamericana de historia pública puede ser enmarcada, en términos generales, dentro de la tradición liberal. El primer número de la revista The Public historian fue publicado en 1978. Allí estaba el hoy canónico artículo de Robert Kelley en el que se daba nombre a la historia pública, definida principalmente en contraposición con la historia académica. Para Kelley, la historia pública se caracterizaba por ocuparse de preguntas que no interesaban a, o provenían de la comunidad de historiadores, sino que servían a diferentes “necesidades” de otras instituciones y grupos, como consejos municipales, agencias y departamentos estatales que se ocupaban del patrimonio y el diseño de políticas públicas o incluso de la administración de justicia.

La tradición estadounidense de historia pública desarrollada en los ’70 fue impulsada a partir de tres intereses concomitantes. Primero, se promovía la inserción de historiadores en el “servicio público”, que pudieran ocuparse de objetivos históricos promovidos desde el interés de la administración pública y también de la empresa privada, donde el historiador trabajara como consultor, o como “parte del personal”.[8] Como afirmara Kelley, “el método histórico de análisis no sólo es relevante para el destino de las naciones, o para cuestiones de guerra y paz. Es esencial en toda clase de situación práctica inmediata”.[9] La idea del historiador como profesional formado y habilitado para contribuir al desarrollo de políticas públicas más eficientes y humanas es una de las definiciones más importantes de la historia pública norteamericana.[10] En segundo lugar, algunos historiadores que fueron parte de este proyecto buscaban expandir la conciencia histórica a diferentes espacios extraacadémicos, públicos y privados, de toma de decisiones, para contribuir no sólo al desarrollo de políticas más eficientes, sino también a la formación de una ciudadanía civil educada y responsable.[11] Finalmente, la aparición del campo de la historia pública con sus asociaciones y revistas, con programas dedicados en diferentes universidades coincidió con la percepción de una depresión generalizada del interés por la historia académica y una merma considerable de recursos y oportunidades académicas para los historiadores formados. En este contexto, las actividades extraacadémicas aparecieron como una buena, aunque menos prestigiosa, alternativa para “sostener” a la profesión, a la espera de tiempos con mejores perspectivas de empleo y financiamiento.[12]

Este tipo de proyecto presentaba desafíos teóricos y metodológicos importantes, como la necesidad de producir conocimiento histórico independiente en contextos de presión política;  la utilización de fuentes comunitarias, tanto orales como estadísticas, periodísticas o literarias, registros fotográficos y fílmicos generalmente extraídos de repositorios públicos contemporáneos, que eran tradicionalmente ajenos a las prácticas académicas norteamericanas;[13] y la preocupación de cómo escribir o producir contenidos a partir de  soportes adecuados para un público más amplio que el académico.[14] 

Una exploración diacrónica de los artículos de la revista muestra que las preocupaciones iniciales con una historia no-académica fueron diversificándose durante las décadas de 1980 y 1990. Comenzó a cuestionarse cómo enseñar historia pública,[15] cuál era el rol de las agencias gubernamentales de preservación del patrimonio y de los museos, y qué tipo de entrenamiento recibían los archiveros encargados de los archivos oficiales. La cuestión de los repositorios sumó el problema del trabajo con información extraída de internet, y a lo largo de la década de 2010 cobró fuerza la discusión sobre la historia digital.

Otras temáticas que fueron encontrando su lugar en la revista se relacionan a cuestiones consideradas de interés público. El volumen de 2007 publicó artículos sobre la memoria histórica estadounidense y el de 2008 sobre los sitios históricos, de memoria y los museos, y su relación con la cultura cívica. La edición de 2011 muestra distintos casos de historia corporativa o de la empresa. En 2010 se abordaron memorias en conflicto sobre dictaduras y guerras en perspectiva global. El crecimiento de la temática de la memoria y el patrimonio llevó, en 2012, a la inauguración de una nueva sección sobre “memorialización”. El volumen de 2015 estuvo enteramente dedicado al historiador como “testigo experto” en procesos judiciales; la edición de 2017 se ocupó de la temática de la ciudad, el transporte y la movilidad. El volumen de 2019 se ocupó de discutir principalmente cuestiones relacionadas al patrimonio histórico. En los números de 2020, 2021 y 2022 se destacan las temáticas relacionadas a la cultura popular norteamericana, con artículos sobre objetos variados como el universo Disney, el popular juguete LEGO, los videojuegos, la pizza y las tortas de chocolate.

La revista se caracteriza, además, por un formato bastante novedoso para una publicación académica. Desde los primeros números, publica artículos mucho más cortos que los de un journal tradicional, con un promedio de cuatro a seis páginas, lo cual los hace mucho más atractivos para lectores no profesionales, y más “utilizables” por quienes llevan estas discusiones a entornos no-académicos. En los ’90 la revista sumó una innovadora sección de “cartas al editor”, algo mucho más propio de un periódico de gran circulación que de una revista científica, y otra sección biográfica sobre los pioneros de la historia pública que comenzaba a construir su propia memoria disciplinar.

Para finales de los años ’80, los avances y desafíos del campo ya ameritaban una revisión crítica. La conferencia de Noel Stowe en la reunión anual del Consejo nacional de Historia Pública (NCPH), publicada en la revista en 1987, presentaba una evaluación de la profesión histórica utilizando una analogía con otras industrias, como la del cine o los ferrocarriles. Tomando estos ejemplos, Stowe criticaba la miopía de los historiadores, que habían pensado en su “producto” antes que en sus “clientes”,[16] lo cual redundaba en una visión demasiado estrecha que impedía la diversificación y el crecimiento en un mercado saturado. En la “industria” de la historia, esta miopía se había expresado durante los años ‘60 y ‘70, cuando las posibilidades de trabajo dentro de la academia parecían infinitas, llevando a los historiadores a cultivar definiciones demasiado estrechas de la profesión y a considerar cualquier camino no-académico para los profesionales de la historia como una forma de desprestigio e inferiorización intelectual. Para Stowe, los historiadores confiaron demasiado en la superioridad de su producción y descuidaron la transformación del público, sin percibir que otros “productos” podrían ocupar el lugar que antes correspondía al historiador erudito. En sus palabras:

El peligro que enfrenta la profesión histórica reside en asumir que nuestro producto es de una superioridad indiscutible, que no necesitamos reconsiderar cómo definimos nuestra industria, nuestro producto, nuestra experiencia. ¿Somos como las cadenas de almacenes, que, como industria, se aferraron a la filosofía de la tienda de barrio en lugar de renovar su mentalidad y entrar en el negocio de los supermercados?”.[17]

La organización economicista de este argumento es difícil de digerir, y, sin embargo, sus conclusiones llevan algo de razón si pensamos que los historiadores académicos han sido refractarios incluso a la  denominada “divulgación”[18] que, junto con cualquier soporte no académico – esto es: escrito, y publicado en libros o revistas especializadas con referato – aparece aun hoy como un modo “menor” de producción historiográfica (Viñao Frago, 2022: 104). Aun cuando no suele expresarse abiertamente en términos de mercado como en el artículo citado, vale la pena notar que la supuesta falta de estrategia de marketing de los historiadores no significa que no haya prosperado en la profesión una lógica mercantilista. La Academia no ha escapado, en sus modos de organización, funcionamiento y validación, a la expansión de los criterios de organización del pensamiento economicista, o estrictamente capitalista. Esta penetración se verifica principalmente en dos tendencias. Por un lado, la de la hiperespecialización, que constituye nichos cada vez más compartimentados que muchas veces pierden el diálogo incluso con otros subcampos de la disciplina (Berger, 2022: 290), y resultan inaccesibles a los no iniciados. Por otro, la de la evaluación de la producción intelectual en términos cuantitativos: cantidad de publicaciones, cantidad de cursos dictados, cantidad de financiamiento recibido (Moosa, 2018), lo cual no siempre se condice con la calidad o el impacto de las producciones contabilizadas. En ese sentido, tal vez podría argumentarse que la “miopía” de los historiadores se ha relacionado más con el exceso que con la falta de perspectiva mercantil.

(Ser público) El historiador y la ética.

En 1986, la revista publicó un número especial dedicado a la cuestión de la ética del historiador, un aspecto de la expansión extraacadémica de la historia profesional que se transformaría en un punto crítico. Diversas asociaciones de historiadores, arqueólogos y archiveros identificaban un doble riesgo en la participación de historiadores en actividades con intereses que no eran estrictamente académicos. Por un lado, las potenciales presiones de los contratantes ponían en tela de juicio los estándares de objetividad de la investigación. Por otro, los historiadores tendrían acceso a información vigente, clasificada y confidencial, cuya divulgación podría acarrear diversos tipos de riesgos.[19] 

El debate provocado por la inserción institucional y comunitaria de los historiadores públicos se trasladó rápidamente al espacio académico, revelando que los problemas éticos de los historiadores intra y extramuros no eran en realidad tan diferentes, y suscitó un cuestionamiento sobre las responsabilidades y los deberes de los investigadores pertenecientes al campo de las humanidades, aun cuando su actividad se limitara a intereses “puramente académicos”.[20] Karamanski señala dos ejemplos de “mala praxis” dentro del mundo estrictamente académico en los que la Asociación Americana de Historiadores (AHA) debió posicionarse éticamente. El primero es el caso de Francis Loewenheim, quien denunció que se le habían negado ciertos documentos vitales para su investigación, de modo que otro historiador pudiera publicar primero sobre el mismo tema. Esto motivó una investigación para la cual la AHA no tenía ningún tipo de manual o disposición procedimental (Karamanski, 1986: 10).[21] El segundo caso es el del historiador David Abraham, acusado de tergiversar maliciosamente la evidencia en su estudio sobre la República de Weimar. Según Karamanski, la virulencia del ataque contra Abraham transformó en caso en una especie de Dreyfus Affaire en el que, aunque presionada por diversos profesionales, la AHA se negó a intervenir. Podemos señalar un caso aún más famoso no mencionado por este artículo, en el que el historiador inglés David Irving reaccionó a una acusación de negacionismo realizada por la historiadora estadounidense Deborah Lipstadt mediante la presentación de una denuncia penal. El caso de Irving, más tarde condenado por negacionismo en Austria, tuvo un impacto global en la profesión histórica y sirve para ilustrar la urgencia de la cuestión ética aun cuando la historia se considera como una cuestión estrictamente académica (Evans, 2001).

En el universo más estrecho de la historia pública, la pregunta que movilizaba estas discusiones era la de cómo se construye la credibilidad de un historiador: quiénes son los “pares” acreditados para validar un relato histórico y la honestidad de su autor. Si bien en un primer momento el cuestionamiento de la credibilidad y la honestidad del historiador provino del área de la historia de la empresa, y en particular en relación a en qué medida “el financiamiento implica control”.[22] Sin embargo, Ryant destaca, por un lado, que las prácticas académicas no son de ninguna manera desinteresadas, como quisiera la visión más tradicional de la ciencia y que los problemas en ambas situaciones son similares:

Por ejemplo, ¿cómo se seleccionan los narradores para las entrevistas de historia oral? Una empresa puede sugerir, con bastante razón, empleados (o exempleados) que considere que serían buenos informantes. Pero ¿en qué medida esta nominación influye en la naturaleza de la información obtenida? ¿Se deja sin entrevistar a otras personas, cuyo testimonio podría aportar una perspectiva diferente, incluso si el error es involuntario? […] Otras preocupaciones incluyen asuntos como quién selecciona las áreas de interrogación. ¿Hay temas que no se pueden investigar? ¿Quién conserva las cintas, transcripciones y otros materiales, y quién administra su uso? En la Universidad de Louisville, los Archivos Universitarios controlan estos asuntos. Los acuerdos de divulgación se establecen entre cada narrador y la universidad.[23]

 

Además, Ryant señala problemas como la simpatía del historiador respecto del tema o de la empresa que se investigue, y se refiere a la discusión abierta sobre la legitimidad de utilizar evidencia y argumentos históricos para sostener una posición o una perspectiva propias.[24]

La cuestión de la ética aparecía también fuertemente relacionada a los trabajos de divulgación histórica, una tarea que impulsó a los historiadores públicos desde el inicio. La nota editorial de TPH de 1994, a cargo de Otis Graham, discutía el éxito de ventas de una biografía de Ted Kennedy que reconocía abiertamente haber inventado muchos de los diálogos e inferido las opiniones de los protagonistas, aunque aclaraba que estas invenciones e inferencias partían de los datos obtenidos en una investigación exhaustiva.[25] La cuestión que se planteaba en esta editorial era la de los límites (éticos) entre realidad y ficción en dos sentidos. Por un lado, se discutía hasta dónde el historiador estaba habilitado para realizar afirmaciones e interpretaciones, por más cuidadoso que fuera su arqueo de fuentes. Por otro, cómo distinguir con claridad para el lector, en publicaciones destinadas al público amplio y que por lo tanto no debían estar atiborradas de citas y referencias como lo están las publicaciones académicas, entre lo que efectivamente existe en el registro histórico y aquello que puede atribuirse a la imaginación histórica.

Los historiadores públicos han enfrentado especialmente estos problemas en la medida en que han intentado producir narrativas que no están exclusivamente destinadas al lector académico, sino que tienen un interés en convocar a públicos más amplios y diversos. Piénsese en quienes trabajan en museos o espacios de memoria, en quienes producen materiales escolares o trabajan como asistentes de investigación en producciones fílmicas.[26] Si bien en estos casos existe una cierta tolerancia para la “licencia poética” por parte del historiador, el problema parece ser a la vez más amplio y más fundamental. El autor reseñado por Graham explicaba que la necesidad de inferir los sentimientos y opiniones de su biografiado en ciertas situaciones, había surgido de la negativa de este último a concederle una entrevista en donde el autor pudiera preguntarle directamente. Y si bien en el caso de biografiados vivos esto parece una falta ética evidente – inferir parece demasiado cercano a inventar lo que el protagonista prefiere no revelar –, la reflexión es válida para todos los historiadores que realizamos inferencias y proyecciones a partir de documentación que pertenece a procesos que involucran a personas muertas: ¿en qué momento el pasado se vuelve público? ¿Qué es lo que confiere al historiador la potestad para realizar interpretaciones con pretensiones científicas sobre las acciones de otras personas? Hasta hace algunas décadas, esta cuestión ética solía resolverse – o apartarse de la mente – mediante legislaciones que establecían la inaccesibilidad de ciertos archivos hasta transcurrida cierta cantidad de años, de modo que la integridad y el buen nombre de sus actores o descendientes directos fuera resguardado. También se resolvía a través de la propia definición de “lo histórico” como aquello que guarda una cierta distancia respecto del presente, algo que en rigor no se tornó problemático con la historia pública sino con otras perspectivas, como la historia de la vida cotidiana, la Alltagsgeschcihte, la historia reciente, etc.

Pero el problema ético persiste aun cuando se trate de pasados muy distantes. La cuestión de la posibilidad de inferir la “intencionalidad” de los participantes de un fenómeno histórico ha sido uno de los mayores problemas de la profesión desde su establecimiento como disciplina académica y, si bien se han rechazado suposiciones extremas como la “empatía” o la caracterización psicológica, la posibilidad de realizar interpretaciones correctas sobre la intencionalidad de los actores históricos nunca ha sido descartada (Kellner y Ankersmit, 1995: 63). La mayoría de los historiadores de nuestra era estaría de acuerdo en que la interpretación de cualquier fenómeno histórico se apoya en buena medida en una inferencia de las intenciones o de las perspectivas que sus protagonistas tenían al actuar.[27] De qué otro modo podríamos interpretar, por ejemplo, la premisa teórica de que en la historia sucede “más o menos de lo que está contenido en los datos previos” (Koselleck, 1993: 205), si no consideráramos la diferencia entre las expectativas (inferidas) de los actores y los resultados que sus acciones finalmente tuvieron.

Pues bien, también es verdad que estas inferencias suelen ser más osadas en los escritos no destinados al público académico conocidos como trabajos de “divulgación”. Como afirma Graham:

Los historiadores públicos suelen tener mayores incentivos para alcanzar a, e influir sobre un público más amplio que los profesores. Mientras que los académicos escriben principalmente para colegas que admiran el escrupuloso apego al registro documental y físico, y no tienen un gran interés en el público, los historiadores públicos en diversos ámbitos laborales producen textos, exposiciones e historia viva para ciudadanos cuya imaginación se despierta positivamente cuando las suposiciones disciplinadas del historiador iluminan y llenan los espacios oscuros de la historia (Graham, 1994: 13).[28]

Aunque sigue considerándose una actividad secundaria de la profesión, en los 30 años que nos separan de esa editorial mucho ha sucedido en este ámbito, que es parte importante del área de la historia pública, la cual  ganó mucho con la discusión levantada por este campo, y de la que hoy se ocupan distinguidos historiadores académicos. Una muestra del cambio de perspectiva sobre el tema se encuentra en el artículo de 2014 escrito por Leslie Harris. Allí se propone que la imaginación necesaria para “traer a la vida” ciertos períodos históricos que parecen estar borrados de los archivos – una exigencia de los públicos actuales– no necesita ser inventado, sino que requiere una aproximación diferente al registro archivístico.[29] Esta exigencia de crear retratos más palpables y accesibles del pasado es una de las preocupaciones más extendidas de los historiadores públicos, pero tampoco se limita a ellos. Como bien señalan los historiadores públicos, ningún registro es perfecto – sólo podría serlo si viviéramos en un universo imaginado por Jorge Luis Borges – ni está completo,[30] aun cuando se trate de fenómenos que se consideran bien documentados.

(El público). La Divulgación es una discusión sobre autoridad

Las diversas intervenciones de la revista muestran cómo el debate sobre la “divulgación” y la consideración de la comunidad más amplia ha modificado la discusión sobre la relación del público no académico con el conocimiento histórico. La “divulgación”  ha dejado de entenderse sólo como la presentación de los resultados de una investigación en formato simplificado, y contempla otras formas de pensar sobre los usos del pasado,[31] que no se limitan a su – a priori maliciosa – instrumentalización política. La historia pública, en cualquiera de sus vertientes, ha señalado la importancia de la historia en la construcción de identidades colectivas y perspectivas comunitarias, la cual ocurre más allá de la intervención de cualquier historiador profesional y cuya narración e interpretación suele estar en manos de cronistas populares o asociaciones de historia local.[32] 

En este sentido, los debates de TPH expresan una lógica que también define a todas las variantes de historia pública: si se piensa en la construcción del conocimiento histórico como una característica de los grupos humanos que excede la actividad académica (Florescano, 2012), es posible establecer un diálogo de saberes fructífero con la comunidad que se narra a sí misma, donde el historiador profesional puede tener un rol importante que desempeñar,[33] pero que es mucho más complejo que el de “iluminar” a los lectores mediante una correcta interpretación de su pasado que ellos serían incapaces de reconocer . Esa tarea consiste en construir una cultura histórica participativa.[34] Así lo señalaban los autores del libro que servía como base para la discusión en la mesa redonda convocada por el Consejo nacional de Historia Pública (NCPH), que tuvo lugar en 1999 y fue publicada en el número del año 2000: La presencia del pasado. Usos populares de la historia en la vida americana, de Roy Rosenzweig y David Thelen (1998). El libro había presentado una serie de relevamientos realizados en Estados Unidos que se proponían entender el uso y la relación de las personas con la historia. El evento del NCPH se proponía rediscutir el rol del historiador profesional en el marco de la historia pública, problematizando las complejas conclusiones presentadas por el libro.

Como se anunciaba en la editorial, se trataba de un número con grandes temas.[35] Rosenzweig levantaba tal vez el punto central de la discusión de la historia pública al señalar que no existe algo así como una relación inmediata con el pasado. Particularmente, critica la idea de la “‘historia sin mediación’ y la ilusión de que las personas pueden conectar directamente con el pasado, ya sea mediante recreaciones o tocando objetos. La pregunta difícil aquí radica en qué tipos de mediación ocurren y quién las realiza”.[36] Aun cuando se trata del pasado individual, esa relación siempre es construida a través de narraciones, libros, imágenes y relatos que las personas tienen a su alcance, y que nunca son neutrales, sino que construyen pasados que reflejan, muchas veces subrepticiamente, y algunas veces intencionalmente, sus propias agendas políticas o personales, lo cual es señalado también en el artículo de R. Conard publicado en el mismo número.[37] Nuevamente, Shelley Bookspan avanzaba sobre esta cuestión señalando que la diferenciación entre historiadores académicos y el público no es siempre tan clara: “¿Después de todo, no es por motivos personales que decidí ser historiadora? ¿no es por un sentido de gratificación personal en conectar de alguna manera y repetidamente con el pasado, que elegí ser historiadora, ser tanto como fuera posible, mi propia mediadora?”.[38] Si bien algunos de los participantes de esta mesa redonda consideraban al interés puramente personal en la historia como un rasgo negativo o un obstáculo para el crecimiento de la ciudadanía histórica, otros entendían que ese interés podía funcionar como un mediador efectivo, que los historiadores podían utilizar para generar y ampliar el interés sobre el pasado y el destino común:

El desafío fundamental, si queremos escuchar a nuestros encuestados y, al mismo tiempo, honrar la “Historia”, es crear espacios para que los visitantes o estudiantes aprovechen toda su individualidad, incluyendo la exploración de cómo sus circunstancias actuales los moldean, y luego invitar o transportar a las personas a un lugar y una época diferentes para que puedan explorar por sí mismos cómo el pensamiento y la acción se ven moldeados por el tiempo y el lugar, y los trascienden.[39] 

Aparece aquí otra vieja discusión de nuestra profesión, que se materializa en las consideraciones de los historiadores de TPH sobre la historia como una relación mediada que involucra personalmente a los sujetos de la mediación, pero que tampoco es una discusión exclusiva de la historia pública. Desde el siglo XIX, los debates teóricos sobre la objetividad y el distanciamiento como prerrequisitos y criterios de corrección para la interpretación del pasado han dividido a los historiadores y filósofos de la historia.[40] La disciplina parece debatirse entre el mandato profesional de trabajar según criterios de cientificidad desinteresada (Spiegel, 2012) y la repetida constatación de que la exploración del pasado resulta transformadora para quienes se ocupan de ella (Appleby, Hunt y Jacob, 1995).  La imposibilidad de asociar definitivamente la verdad con el desinterés condujo, entre otras cosas, al establecimiento de criterios de validación no epistemológicos, sino comunitarios y principalmente éticos, como en el caso de la validación por pares, que es hoy el principal criterio de verdad de la disciplina. La historia pública visibilizaba, en este sentido, una discusión epistemológica de fondo para la historiografía, a saber, la de cuáles son los criterios de veracidad y validación que pueden plantearse en una disciplina que no encaja con el conocimiento organizado científicamente o, como se planteó más arriba: ¿quiénes son los pares autorizados para decidir sobre la honestidad o calidad de una interpretación histórica?.[41]

Los historiadores públicos nos recuerdan que la restricción del “público” de los escritos a los miembros de la comunidad académica (los pares) es un fenómeno reciente, que coincide con la profesionalización de la disciplina en el siglo XIX,[42] pero que la interpretación del pasado es parte constitutiva de la vida comunitaria en todas sus formas. Con ello, los usos – públicos, políticos, culturales, populares – de la historia no pueden considerarse como formas inferiores de lectura del pasado que requieren corrección o como fuentes o “materiales de trabajo”, que pudieran ser moldeados según estándares que pertenecen sólo a la academia, pues son interpretaciones históricas por derecho propio. De allí surge otra de las definiciones del movimiento de la historia pública: “salir de la academia” no significa incursionar en territorios antes vedados a los historiadores, sino volver a ocupar espacios que fueron desatendidos por los historiadores profesionales cuando se recluyeron dentro de los muros académicos, mediante el reconocimiento de la validez del trabajo de los historiadores no académicos – sus pares.[43] 

Los historiadores públicos reconocen que las lecturas de la historia que se producen fuera de la academia tienen intereses y agendas políticas propias,[44] que algunas veces son parte integral de visiones del mundo cuyas consecuencias últimas no son del todo visibles ni siquiera para quienes las movilizan en la práctica, y que muchas veces se descubren a sí mismos implícitamente defendiendo ideologías con las que no están de acuerdo, al menos conscientemente. Otras veces, ciertos proyectos o agendas políticas son intencionalmente movilizadas a través de lecturas del pasado que se ofrecen como verdaderas, justas o definitivas, pero que suelen tener graves fallas factuales o de interpretación, y esto es lo que suele denunciarse como instrumentalización de la historia. Pero hay una tercera circunstancia, más preocupante en términos del objetivo de construcción de una comunidad histórica responsable y participativa, que caracteriza a la historia pública, la cual  aparece descrita por Michael Zuckerman en esa mesa redonda del año 2000. Lo que la encuesta de Rosenzweig dejaba claro, según Zuckerman, es que los estadounidenses habían llegado a un nivel tal de individualismo y desdén por el destino colectivo, que consideraban a la historia no sólo aburrida sino absolutamente irrelevante.[45] 

Y si bien el artículo de Zuckerman sugiere que no tiene sentido hacer historia pública porque, a fin de cuentas, a nadie le interesa, también podría obtenerse la conclusión contraria. Esta actitud displicente frente a la historia y frente a lo público no es casual, no es una ausencia gratuita, sino que resulta, por un lado, de la irreflexividad histórica con la que se sostienen ciertas lecturas de lo social, y por otro, de esas instrumentaciones intencionales de la historia que mencionamos y del destino histórico que proponen. Pensar este tema requiere con certeza mucha más profundidad, pero vale la pena señalar que si se considera la imposibilidad de vivir en un presente total, tanto individual como socialmente, un presente que no contemple ninguna proyección pasada ni futura, sea en la vida diaria de las personas como en la administración de una sociedad, inclusive desde el punto de vista pragmático (White, 2014: 76), veremos que la individualización de esas proyecciones también es parte de un proyecto que requiere un desinterés por la historia colectiva. En otras palabras, así como el pasado que se recuerda cómo el pasado común contribuye a la identidad de una comunidad, la ausencia de ese recuerdo común también forja una identidad. La pregunta que Zuckerman formula en su artículo se comprende en este contexto: ¿Cómo hacemos historia pública para estos privatistas radicales?[46] 

La respuesta de muchos de los autores de TPH tiene que ver con la definición de lo que entendemos como función social de la historia y como “misión” del historiador. El buen historiador es siempre un polemista, cualquiera sea el ámbito en que se desempeña – educación, museos, industria editorial, medios de comunicación, o la propia disciplina.[47] Desafía no sólo las interpretaciones falaces o sesgadas de la historia, sino también el desinterés, abordándolo como un fenómeno que es también una consecuencia del proceso histórico en curso. El riesgo de esta concepción del rol del historiador está siempre presente, como alerta Rebecca Conard en el mismo número, al describir los problemas que pueden surgir de las interpretaciones “orientadas al cliente”.[48] ¿Quién decide, por ejemplo, qué memorias vale la pena conservar y cuáles no? Conard señala que el objetivo de atraer al público hacia la historia puede resultar, incluso a contramano de las intenciones del historiador, en el reforzamiento de visiones sesgadas y complacientes de la historia, especialmente en espacios locales con financiamiento escaso que carecen de los recursos necesarios para abordar la complejización de la relación entre la historia de la comunidad y la historia personal, incurriendo en sesgos interpretativos como la romantización o la balcanización. Y esto también es un problema epistemológico específico de la historiografía en tanto buena parte de sus resultados “científicos” dependen de sus posibilidades prácticas.

(En Público). Consideraciones provisorias a partir de esta primera aproximación a la revista The Public Historian y al campo de la historia pública en el Siglo XXI

La trayectoria de TPH acompaña el camino de institucionalización de la historia pública como subcampo disciplinar en los Estados Unidos. Su lectura ilustra el sinuoso sendero por el que la historia pública abrió un espacio dentro de la Academia y se estableció como un campo disciplinar legítimo. La mayoría de los artículos de los primeros años se ocupan de describir proyectos específicos de historia pública, de mostrar cómo esos proyectos contribuyen a definir los contornos disciplinares, y de explorar los aportes que la historia pública puede hacer tanto a la comunidad como a la profesión historiográfica. Asimismo, muestran los caminos de formación casi autodidacta de los primeros historiadores públicos, que fueron encontrando técnicas y protocolos para recabar, documentar y utilizar información proveniente de lugares y en formatos atípicos, lejanos de los repositorios tradicionales de los historiadores académicos.

Hacia el final de los años 80, muchos artículos reflejan lo que podríamos señalar como el encuentro de los historiadores públicos con los límites epistemológicos y éticos de la propuesta de la historia pública, y de la historia en general. Se embarcan en discusiones amplias y canónicas de la disciplina, como el lugar, la relevancia y la responsabilidad del historiador, los criterios de veracidad del conocimiento, la redefinición de la idea de “archivo” y la relación del campo en construcción con la comunidad de historiadores.

En los últimos años, los artículos de la revista muestran una diversificación temática y epistemológica que es distintiva de los espacios consolidados que pasan del esfuerzo de justificación de su relevancia, a convivir con la diversidad de aproximaciones que caracteriza a cualquier campo de interés histórico. Tras algunas décadas de discusión sostenida, las grandes cuestiones como la ética, la validez y la significatividad de las subdisciplinas suelen pasar a considerarse saldadas,[49] o pierden la urgencia de la primera hora y, eventualmente, el campo se toma por hecho.

La composición temática de la revista deja entrever, también, diversas tendencias teóricas y metodológicas que atravesaron a la profesión histórica, como el “giro práctico”, el “giro memorialista”, la historia oral, el “giro interpretativo”, el “giro visual”, el presentismo, etc. Los historiadores públicos de cualquier nacionalidad habitan tanto los pasillos de la academia como las calles de la historia “de base”.[50] Se encuentran en la extraordinaria posición medial entre lo que conocemos como “ciencia básica” – con sus abstracciones conceptuales y debates teóricos –, y el impulso más originario de toda comunidad de conocerse, definirse y diferenciarse en torno a una narrativa común del pasado. En consecuencia, resulta particularmente interesante observar cómo los debates que la academia suele considerar estrictamente teóricos, y que por tanto suelen postergarse o delegarse en el campo teórico o filosófico, se transforman en problemas prácticos que deben ser discutidos incluso para poder abordar el esfuerzo de historización.  

Los números de 2000 y de 2006 se destacan como momentos de “pasar revista” al estado del campo de la historia pública. En el 2000, la mesa redonda que discutía el libro de Rosenzweig y Thelen levantó la cuestión del significado de expandir la comunidad de pares tradicionalmente habilitada a realizar afirmaciones verdaderas sobre el pasado. Esa expansión llevó a la discusión sobre la audiencia a la que se dirige la historia, a cuestiones sobre la administración, investigación e interpretación de la memoria y el patrimonio, y a conceptos como los de “autoridad compartida” (Frisch, 1990), que pasaron a componer el acervo conceptual del campo. En el 2006, la preocupación central giraba en torno a aquello que Rebecca Conard proponía como los ejes de la práctica de la historia pública: la investigación colectiva, la iniciativa de negocios (entrepeneurship), la ética y la educación.[51]

La práctica del historiador público, afirmaban Corbett y Miller, es “siempre situacional y frecuentemente desordenada” (Corbett y Miller, 2006: 19),[52] y se rige más por el intercambio generado en la investigación colectiva, las restricciones institucionales y las habilidades para mediar que en grandes esquemas teóricos. Y sin embargo, como en otros territorios de frontera, la carga de reflexión teórica de la historia pública se ve multiplicada por la necesidad constante de tomar decisiones epistemológicas. Fuera del ambiente controlado de la Academia, donde los protocolos y procedimientos aceptados están bien establecidos, los historiadores públicos se encuentran con materiales, objetivos, equipos de investigación y soportes atípicos, que requieren justificaciones teóricas innovadoras y frecuentemente desafiantes de los sentidos comunes de la profesión.[53] En la historia pública del siglo XXI, encontramos además una gran teoría rectora principal, que se enmarca en la tradición de la teoría de la práctica (Berger, 2022: 95), enriquecida por toda la serie de definiciones epistemológicas que se desprenden del objetivo de construir un relato verdadero sobre un fenómeno que no responde a criterios científicos de autoridad tradicionales. La “autoridad compartida” se manifiesta en la práctica como autoría compartida (Corbett y Miller, 2006: 20),[54] y la historia resultante no se escribe para el público sino con él.  

En 2018, Rebecca Conard reseñó los dos primeros trabajos pensados como libros “de texto” sobre historia pública (Cauvin, 2016; Lyon, Niz y Shrum, 2017).  Si bien la autora expresaba que ambos libros dejaban bastante que desear,[55] tanto el título del artículo – “Aun lidiando con la cuestión de la definición” – como sus consideraciones, sirven para ilustrar una característica actual del campo. Conard interpreta la diversidad de perspectivas que se agrupan bajo la definición-paraguas de “historia pública” como una falla de los autores, pero tal vez esta diversidad pueda entenderse más bien como una descripción de los contornos que el campo ha asumido. Efectivamente, se trata de un campo atípico, laxo y permeable por definición, que reúne intereses profundamente diversos, tanto más diversos en la medida en que aspira a, y procura encontrarse con aquello que no estaba inscripto en su universo de expectativas, y que sólo puede surgir de la relación dialógica de conocimiento. Más que rendirse a la tentación de repetir la trillada muletilla de que “es un campo en construcción”, convendría pensar que el objeto mismo de la historia pública resulta tan diverso que difícilmente pueda encajonarse en criterios de definición académicos. Y eso constituye tanto un problema como una ventaja epistemológica.  

Lejos del objetivo inicial del proyecto de historia pública, que buscaba un espacio para que los historiadores profesionales pudieran refugiarse en momentos de retracción del financiamiento para la investigación y a la espera de mejores perspectivas de empleo, la historia pública del siglo XXI se ha internacionalizado, ha desarrollado un importantísimo acervo documental y un arsenal teórico-conceptual que vale la pena explorar, como lo señalara Anthony Grafton en 2012, aun para los historiadores que no se interesan por la historia pública.[56] Las comunidades, los medios de comunicación, las organizaciones políticas, las asociaciones de preservación de la memoria, las organizaciones históricas locales, los museos y archivos privados, y otros grupos donde se moviliza el uso presente de la historia, son territorios especialmente valiosos, donde el ojo de historiadores entrenados puede aportar a la reflexión colectiva.[57]

Dicho esto, debe señalarse también que la tendencia a pensar en la historia como un servicio, y a la incorporación del lenguaje empresarial que se encuentra en las primeras editoriales de la revista, no ha menguado.[58] De hecho, esta tendencia podría indicarse como una característica distintiva de la historia pública estadounidense, y futuras investigaciones deberán esforzarse por comprender las diferencias entre ésta y las vertientes europea, africana y latinoamericana, entre otras, revisando la interpretación difusionista de la expansión del campo hasta aquí generalmente aceptada (Cauvin, 2018: 4).

Un punto que no revisaremos aquí, pero que se encuentra fuertemente marcado en las ediciones de la década actual de la revista, se relaciona con la historia como repositorio para la industria del entretenimiento. Así como la validez de la utilización de soportes diversos con el objetivo de atraer a la comunidad hacia el museo, la exposición, la librería o la feria se han consolidado,[59] hay también un nuevo gran territorio de usos “menos nobles” del pasado. Sin duda habrá que rediscutir los riesgos y las potencialidades de este aparente nuevo “boom” del pasado como repertorio de historias para series de televisión, video juegos, canales de streaming, sitios de internet, paseos turísticos, ficciones literarias, experiencias de realidad aumentada y películas contrafactuales, utópicas o distópicas. En el mismo espectro, nuevas preguntas surgirán al considerar qué es lo público y qué es lo privado, y qué constituye un “archivo” en tiempos de la vida en redes sociales e Inteligencia Artificial (Ribeiro de Castro, 2022:153). Los historiadores profesionales somos sin duda mucho más conscientes ahora de que nos toca sólo una parte en la construcción de la realidad histórica, al tiempo que hemos visto nuestra “autoridad” diluirse con este nuevo público y con estos nuevos modos de relacionarse con el pasado. Cabe preguntarse si los historiadores estamos listos para dar esta discusión o si continuaremos defendiendo la comodidad de la torre de marfil como si el mundo circundante continuase siendo un objeto (Cauvin, 2018).

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Eugenia Gay es Magister y Doctora en Historia. Actualmente se desempeña como docente de las cátedras de Introducción a la Historia y Epistemología de las Ciencias Sociales en la Escuela de Historia de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC, y como Investigadora del Centro de Investigaciones María Saleme de Burnichón (CIFFyH- FFyH). Su área de especialización es la teoría y filosofía de la historia. Ha trabajado especialmente temas relacionados a la historiografía europea de los siglos XVIII, XIX y XX, y actualmente desarrolla investigaciones en torno a la epistemología comunitaria y el giro decolonial en la historiografía.

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[1] Conard, Rebecca. (2006). Public history as reflective practice: An introduction. Public Historian, Vol. 28, N° 1, p. 9.

[2] El sitio web del Consejo es un lugar activo de difusión y discusión. Recuperado de https://ncph.org, Consultado el 8/8/2024. 

[3] Recuperado de https://ifph.hypotheses.org, Consultado: 8/08/2024.

[4] Recuperado de https://academic.oup.com/hwj, Consultado: 8/08/2024.

[5] Bookspan, Shelley (1984). Liberating the Historian: The Promise of Public History. The Public Historian, Vol. 6, N°1, p. 59.

[6] Gibbs, Bill, Nettleship, Lois, Orser, Edward, & Webb, Anne (1985). Classroom, Research, and Public History: An Integrated Approach. The Public Historian, Vol. 7, N° 1, p. 6.

[7] Grele, Ronald J. (1981). Whose Public? Whose History? What Is the Goal of a Public Historian? The Public Historian, Vol. 3, N° 1, p. 46.

[8] Kelley, Robert (1978). Public History: its Origins, Nature, and Prospects. The Public Historian, Vol. 1, N° 1, p. 19.

[9] Kelley, Robert (1978). Public History: its Origins, Nature, and Prospects. The Public Historian, Vol. 1, N° 1, p. 17.

[10] Bookspan, Shelley (1984). Liberating the Historian: The Promise of Public History. The Public Historian, Vol. 6, N° 1, p. 60.

[11] Kelley, Robert (1978). Public History: its Origins, Nature, and Prospects. The Public Historian, Vol. 1, N° 1, p. 24.

[12] Stowe, Noel J. (1987). Chairman’s Annual Address: The Promises and Challenges for Public History. The Public Historian, Vol.  9,  1, p. 48.

[13] Kelley, Robert (1978). Public History: its Origins, Nature, and Prospects. The Public Historian, Vol. 1, N° 1, p. 23.

[14] Walkowitz, Daniel J. (1985). Visual History: The Craft of the Historian-Filmmaker. The Public Historian, Vol. 7, N° 1, p. 64.

[15] Gibbs, Bill, Nettleship, Lois, Orser, Edward, & Webb, Anne (1985). Classroom, Research, and Public History: An Integrated Approach. The Public Historian, Vol. 7, N° 1, pp. 65–77.

[16] Stowe, Noel J. (1987). Chairman’s Annual Address: The Promises and Challenges for Public History. The Public Historian, Vol. 9, N° 1, p. 51.

[17] Stowe, Noel J. (1987). Chairman’s Annual Address: The Promises and Challenges for Public History. The Public Historian, Vol. 9, N° 1, p. 51 – Traducción de la autora.

[18] Las comillas se han incluido porque el propio término es peyorativo y sugiere una narrativa de calidad inferior a la presentación de trabajos en lenguaje “científico” destinado a los especialistas.

[19] Karamanski, Theodore J. (1986). “Ethics and Public History: An Introduction”. The Public Historian, Vol. 8, N° 1, pp. 7-8.

[20] Karamanski, Theodore J. (1986). “Ethics and Public History: An Introduction”. The Public Historian, Vol. 8, N° 1, p. 9.

[21] Karamanski, Theodore J. (1986). “Ethics and Public History: An Introduction”. The Public Historian, Vol. 8, N° 1, p. 10.

[22] Ryant, Carl (1986). The Public Historian and Business History: A Question of Ethics. The Public Historian, Vol. 8, N° 1, p. 33.

[23] Ryant, Carl (1986). The Public Historian and Business History: A Question of Ethics. The Public Historian, Vol.  8, N° 1, p. 35.

[24] Ryant, Carl (1986). The Public Historian and Business History: A Question of Ethics. The Public Historian, Vol. 8, N° 1, p. 37.

[25] Graham, Otis L. (1994). Editor’s Corner: History + Fiction= Faction / Miction. The Public Historian, Vol. 16, N° 1, pp. 10–13.

[26] El famosísimo libro de Zemon Davis (2013) es un gran ejemplo en este caso. En la introducción Zemon Davis explica que el libro nació de su participación en la realización de la película homónima, y en la preocupación histórica que surgió del modo en que el registro histórico era tratado en la construcción de la trama ficcional.  

[27] Una buena exposición diacrónica de este tema está en Grüttemeier (2022).

[28] Graham, Otis L. (1994). Editor’s Corner: History + Fiction= Faction / Miction. The Public Historian, Vol. 16, N° 1, p. 13.

[29] Harris, Leslie M. (2014). “Imperfect archives and the historical imagination”. The Public Historian, Vol. 36, N° 1, p. 78.

[30] Harris, Leslie M. (2014). “Imperfect archives and the historical imagination”. The Public Historian, Vol. 36, N° 1, p. 80.

[31] Rosenzweig, Roy (2000). “Not a simple task”: Professional historians meet popular historymakers. The Public Historian, Vol. 22, N° 1, pp. 35–38.

[32] Grele, Ronald J. (1981). Whose Public? Whose History? What Is the Goal of a Public Historian? The Public Historian, Vol. 3, N° 1, p. 43.

[33] Graham, Otis L. (2000). “Dealing ourselves back in: Professional historians and the public”. The Public Historian, Vol. 22, N° 1, p. 28.

[34] Rosenzweig, Roy (2000). “Not a simple task”: Professional historians meet popular historymakers. The Public Historian, Vol. 22, N° 1, p. 36.

[35] Bookspan, Shelley (2000). Editor’s Corner: Does History Speak for Itself? The Public Historian, Vol. 22, N° 1, pp. 9–11.

[36] Rosenzweig, Roy (2000). “Not a simple task”: Professional historians meet popular historymakers. The Public Historian, Vol. 22, N° 1, p. 36.

[37] Conard, Rebecca (2000). Do you hear what I hear? Public history and the interpretive challenge. Public Historian, Vol. 22, N° 1, p. 16.

[38] Bookspan, Shelley (2000). Editor’s Corner: Does History Speak for Itself? The Public Historian, Vol. 22, N° 1, p. 10.

[39] Thelen, David (2000). But is it history? The Public Historian, Vol. 22, N° 1, p. 41.

[40] Para citar solo trabajos del ámbito norteamericano que estamos discutiendo, véase Novick (1988), Rorty (1991), y Daston y Galison (2007).

[41] Ryant, Carl (1986). The Public Historian and Business History: A Question of Ethics. The Public Historian, Vol. 8, N° 1, pp. 31–38.

[42] Grele, Ronald J. (1981). Whose Public? Whose History? What Is the Goal of a Public Historian? The Public Historian, Vol. 3, N° 1, p. 42.

[43] Grele, Ronald J. (1981). Whose Public? Whose History? What Is the Goal of a Public Historian? The Public Historian, Vol. 3, N° 1, p. 45.

[44] También las tiene la historia académica. No olvidemos que la profesionalización de la historia en la Alemania del Siglo XIX fue un proyecto intencional de fortalecimiento del Estado en construcción y se dedicó a sostener su ideología. Véase Beiser (2011), 19-20, passim.

[45] Zuckerman, Michael (2000). The presence of the present, the end of history. The Public Historian, Vol. 22, N° 1, p. 19.

[46] Zuckerman, Michael (2000). The presence of the present, the end of history. The Public Historian, Vol. 22, N° 1, p. 20.

[47] Grele, Ronald J. (1981). Whose Public? Whose History? What Is the Goal of a Public Historian? The Public Historian, Vol. 3, N° 1, p. 48.

[48] Conard, Rebecca (2000). Do you hear what I hear? Public history and the interpretive challenge. Public Historian, Vol. 22, N° 1, p. 18.

[49] Babaian, Sharon (2006). So far, so good: Ethics and the government historian. Public Historian, Vol. 28, N° 1, pp. 101–106.

[50] Corbett, Katharine T., y Miller, Howard S. (2006). A shared inquiry into shared inquiry. Public Historian, Vol. 28, N° 1, pp. 15–38.

[51] Conard, Rebecca. (2006). Public history as reflective practice: An introduction. Public Historian, Vol. 28, N° 1, p. 11.

[52] Corbett, Katharine T., y Miller, Howard S. (2006). A shared inquiry into shared inquiry. Public Historian, Vol. 28, N° 1, p. 19.

[53] Miles, Tiya (2016). Edges, ledges, and the limits of craft: Imagining historical work beyond the boundaries. The Public Historian, Vol. 38, N° 1, p. 9.

[54] Corbett, Katharine T., y Miller, Howard S. (2006). A shared inquiry into shared inquiry. Public Historian, Vol. 28, N° 1, p. 20.

[55] Conard, Rebecca (2018). Still grappling with the definition question. Public Historian, Vol. 40, N° 1, p. 119.

[56] Bergstrom, Randolph (2012). Historians-at-Work: The New Plan A. The Public Historian, Vol. 34, N° 1, p. 8.

[57] Miles, Tiya (2016). Edges, ledges, and the limits of craft: Imagining historical work beyond the boundaries. The Public Historian, Vol. 38, N° 1, pp. 11-12.

[58] Bookspan, Shelley (2006). Something ventured, many things gained: Reflections on being a historian-entrepreneur. Public Historian, Vol. 28, N° 1, p. 68.

[59] Bergstrom, Randolph (2016). The Past Enhanced, Endowed, Engaged. The Public Historian, Vol. 35, N° 1, pp. 5–7.

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