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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/magallanica - ISSN 2422-779X (en línea)

BUSCANDO ALIADOS A LA DISTANCIA. TENSIONES Y CONFLICTOS EN BUENOS AIRES DURANTE LA GUERRA DE SUCESIÓN ESPAÑOLA

 

                                                                              

 

Carlos Maria Birocco

Universidad Pedagógica Nacional, Argentina

 

 

 

 

Recibido:        08/01/2024

Aceptado:       14/06/2024

 

 

 

 

Resumen

 

El presente artículo indaga las causas de las tensiones que se produjeron en Buenos Aires durante la pugna por la sucesión dinástica en España, cuando la conexión de este puerto con su metrópoli quedó en buena medida delegada a los franceses. Los gobernadores del Río de la Plata aprovecharon la escasa fiscalización a la que fueron sometidos para beneficiarse con el tráfico ilícito y adueñarse de los recursos locales, violentando con ello al cabildo y a la vecindad. El monarca tardó en intervenir, acuciado por el conflicto bélico europeo, hasta que estuvo en condiciones de reestablecer la conexión entre Buenos Aires y el complejo portuario andaluz y poner fin a los abusos del gobernador por medio de un juicio de pesquisa.

 

Palabras clave: Río de la Plata; Guerra de Sucesión Española; comunicación política; faccionalismo; comercio de cueros; comercio de esclavos.

 

 

LOOKING FOR ALLIES FROM A DISTANCE. TENSIONS AND CONFLICTS IN BUENOS AIRES DURING THE WAR OF SPANISH SUCCESSION

 

Abstract

 

This article investigates the causes of the tensions that occurred in Buenos Aires during the dynastic succession contest in Spain, when the connection of this port with its metropolis was largely delegated to the French. The governors of the Río de la Plata took advantage of the lack of supervision to which they were subjected to benefit from illicit trafficking and take over local resources by violating the cabildo and the vecinos. The monarch was slow to intervene, urged by the European war conflict, until he was able to reestablish the connection between Buenos Aires and the Andalusian port complex and put an end to the governor's abuses through a fact-finding trial.

 

Keywords: Río de la Plata; War of Spanish Succession; political communication; factionalism; leather trade; slave trade.

 

 

 

Carlos María Birocco. Licenciado en Historia por la Universidad Nacional de Luján y Doctor en Historia por la Universidad Nacional de La Plata. Es profesor asociado ordinario en la Universidad Pedagógica Nacional, donde además es director del proyecto de investigación “La ciudad de Buenos Aires en el marco de la tradición municipal castellana: su actuación como cuerpo político en una monarquía pluriterritorial (1651-1718)”. Miembro del Nodo Rioplatense de la Red Columnaria. Integrante del grupo responsable del PICT “Comunicación política y gobierno del territorio rioplatense, 1580-1700” con sede en la Universidad Nacional del Noreste. Su tema de investigación se centra en el análisis de la sociedad y la historia política de Buenos Aires entre 1650 y 1720. Ha publicado tres libros y varios artículos sobre la referida temática y ha participado en diferentes jornadas y congresos, nacionales como internacionales.

Correo electrónico: cbiroc@yahoo.com.ar

ID ORCID: 0009-0008-7695-5678

 

 

 

BUSCANDO ALIADOS A LA DISTANCIA. TENSIONES Y CONFLICTOS EN BUENOS AIRES DURANTE LA GUERRA DE SUCESIÓN ESPAÑOLA

 

 

 

Buenos Aires durante la contienda dinástica española

 

Al iniciarse el siglo XVIII, Buenos Aires era una ciudad marginal y marginada. Marginal por hallarse en los bordes del inmenso virreinato del Perú, tan alejada de Lima, su capital, que se calculaban semanas de itinerario terrestre para llevar una comunicación al despacho del virrey. Pero más allá de las distancias físicas, lo que la mantenía aislada era su condición de ciudad marginada. Apartada de las principales rutas monopólicas, la legislación de Indias la había condenado a convertirse en un puerto cerrado. Sus pobladores, que tenían prohibido servirse de sus propios barcos para contactarse con Sevilla o Cádiz, debían aguardar que llegaran navíos de registro desde dichos puertos para recibir comunicaciones oficiales y comprar los “efectos de Castilla” que estos trajinaban (MOUTOUKIAS, 1988; AMADORI, 2015). La frecuencia con que zarpaban las embarcaciones con destino al estuario rioplatense se espaciaba a veces por dos años o más.

A lo largo de la Guerra de Sucesión, la falta de fluidez en la comunicación se acentuó y contribuiría a un relajamiento en los controles sobre los gobernadores del Río de la Plata. Aprovechando una coyuntura que los favorecía, estos habían de recurrir a la coerción y al cohecho para adueñarse del manejo de los recursos locales y de los circuitos comerciales, avasallando las prerrogativas de la corporación municipal y los derechos de la vecindad. La escasa respuesta de las autoridades metropolitanas frente a esos abusos fue, de alguna manera, la contraparte de la endeble posición de la que gozó el primer representante de la casa de Borbón en España, Felipe V, hasta que consiguió afirmarse definitivamente en el trono. No obstante, como veremos más adelante, el débil intervencionismo regio en la porción meridional del Virreinato del Perú no era cosa nueva, sino que se remontaba al reinado de los últimos Habsburgo.

Tras la entronización de Felipe V hubo dos acontecimientos que trastocaron el horizonte económico de esta Gobernación. Uno de ellos fue la ocupación española de la Colonia de Sacramento, un asentamiento que los portugueses habían levantado en las actuales costas uruguayas, convenientemente emplazado frente a Buenos Aires. Durante un cuarto de siglo, ambas poblaciones se habían vinculado mediante la práctica habitual del contrabando (MOUTOUKIAS,1988; POSSAMAI, 2014). Pero cuando Pedro II de Portugal firmó el tratado de Methuen y se sumó a las potencias que se oponían a la entronización de Felipe V, el gober­nador Valdés Inclán recibió la orden de apoderarse de la Colonia. A comienzos de 1704, éste alistó un contingente en que participaron unos 4000 guaraníes provenientes de las Misiones y las compañías de milicianos de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires. Estas últimas fueron trasportadas al frente de batalla por dos navíos de registro que se hallaban entonces en el puerto de Buenos Aires, la fragata Santa Teresa y la nao Nuestra Señora del Rosario. Estas embarcaciones impidieron que los portugueses de la Colonia recibieran refuerzos, cuando en noviembre de ese año interceptaron a cinco fragatas que venía de Río de Janeiro a socorrerlos, apresando a una y poniendo en fuga a las demás. Luego de meses de asedio, la Colonia se rindió en marzo de 1705, quedando en manos de los españoles la mayor parte de su arti­llería. Las tropas guaraníes obedecieron la orden de destruir hasta los cimientos sus edificios y sus murallas.[1]

El otro suceso relevante fue la instalación en Buenos Aires de un consorcio foráneo de traficantes de esclavos. El 27 de agosto de 1701, Felipe V de España había firmado con su abuelo, Luis XIV de Francia, el tratado del Real Asiento, que otorgaba a una firma francesa, la Compañía de Guinea, el monopolio de la trata de negros en las colonias españolas por un espacio de diez años, a contar desde el 1° de mayo del año siguiente (STUDER, 1958; DELGADO RIBAS, 2007). Los permisos de ingreso se extendieron a los capitanes de los buques de la bandera francesa que se dirigían al océano Pacífico, que fueron autorizados a visitar al puerto de Buenos Aires para hacer reparaciones o comprar bastimentos. Podían pagar esos servicios con mercancías que traían en sus bodegas, por lo que aprovecharon esas transacciones catalogadas como legales para disimular un comercio clandestino mucho más voluminoso. Era la primera vez que un contingente de mercaderes extranjeros contaba con presencia permanente en este puerto, sosteniendo un volumen de intercambios que no se había conocido hasta entonces. A lo largo de la guerra recalaron en él poco más de cincuenta barcos de esa bandera francesa, de los cuales veintiocho no tenían por destino a Buenos Aires sino que iban de camino hacia el Pacífico. Los buques que procedían de África occidental transportando una cargazón humana no pasaron, en cambio, de diecinueve (JUMAR, 2000). Respetando lo acordado en el Tratado del Real Asiento, el consorcio negrero tenía permitido introducir en Buenos Aires entre 500 y 600 “piezas de Indias” anuales.[2] Pero la cuota permitida sólo se llegó a completar en 1703, 1705, 1708, 1710 y 1712, mientras que el resto de los años el tráfico fue menor o quedó suspendido. Los africanos desembarcados sumaron 3475 “cabezas”, que equivalían a unas 2802 “piezas” y constituían solamente el 42% de lo que se había estipulado.[3]

El comercio con los asentistas franceses en Buenos Aires vino a sustituir en este puerto al que se sostenía con la metrópoli. Durante la contienda dinástica, la conexión directa con España fue casi inexistente, al punto de que entre 1705 y 1711 ninguna embarcación procedente de Cádiz –puerto desde el cual se articulaban los vínculos monopólicos– se hizo presente en el estuario rioplatense (PEREZ-MALLAINA BUENO, 1982; BIROCCO, 2020). Los franceses, en cambio, estuvieron presentes en forma permanente, lo que los convirtió no sólo en testigos de las arbitrariedades de los gobernadores, sino también en víctimas de ellas. Dos de ellos nos dejaron un retrato de la vida y las costumbres de los habitantes de esta ciudad, en los que no faltaron las referencias al malicioso proceder de quienes los gobernaban. Uno fue Georges Hays, director de la Compañía de Guinea en Buenos Aires entre 1703 y 1710, que en virtud de su cargo estuvo en estrecho contacto con las autoridades locales. El otro fue André Daulier-Deslandes, quien nunca visitó la Gobernación del Río de la Plata, pero transcribió los relatos que le transmitió un anónimo compatriota que llegó a nuestra ciudad en La Sphere, una embarcación negrera.[4] Ambos nos dejaron agudas observaciones, aunque no debe perderse de vista que sus impresiones fueron el fruto de una búsqueda de contrastes entre las costumbres de su país y las de estas tierras, que los impulsó a detenerse en algunos aspectos e ignorar otros. No obstante, debe reconocerse que, en el momento de caracterizar al gobierno español en Buenos Aires, sus puntos de vista fueron notablemente confluyentes, y no fueron sino una manifestación del desprecio con que los círculos ilustrados franceses observaban el atraso en que se hallaba insumida la monarquía hispánica.

Escritos bajo el influjo de los frecuentes conflictos de intereses entre los asentistas franceses y los gobernadores, era de esperar que en ambos relatos se censurara el excesivo poder de que gozaban estos últimos. Georges Hays señalaba que puede “verse a los gobernadores de este país como tiranos y a los habitantes como sus esclavos, a los que exigen derechos injustos y siempre renovados”. Agregaba que siempre hallaban la manera de saquear la hacienda del monarca y de amasar fortunas inmensas mediante toda suerte de violencias y exacciones. El gobernador, según afirmaba, “exige contribuciones sobre todas las mercancías y géneros que pasan de una gobernación a la otra, como si fuera un país extranjero, de suerte que toda la plata del país cae en las manos de los gobernadores, que se preocupan poco del servicio y de los aconteceres que su negligencia pudiera causar en adelante”. A un gobierno de estas características se correspondía necesariamente un pueblo sumiso: Hays emparentaba vagamente a los habitantes de Buenos Aires con los moradores de Asia cuando observaba que tanto unos como otros se hallaban habituados al yugo de la tiranía (ce peuple accoutumé au joug de la tirannie). 

Pero quien se hallaba más familiarizado con la sometimiento de los pueblos asiáticos era Daulier-Deslandes, que había visitado Persia, uno de los bastiones del despotismo oriental. Este coincidió con Hays al caracterizar al gobernador de Buenos Aires como más absolutista que el mismo rey español (plus absolu que le roy d'Espagne), definición verdaderamente cargada de sentido en un viajero que había tratado con los autócratas de Ispahán. En realidad, los testimonios de estos dos franceses no pueden ser leídos fuera de contexto: esa impugnación del poder irrestricto, habitualmente referida a los soberanos orientales, no era sino un cuestionamiento encubierto del poder absolutista de su propio rey. Ese despotismo exógeno, aunque considerado fenómeno intrínseco de las exóticas latitudes de Asia o América, podía llegar a transformarse en la representación emblemática de la monarquía absolutista francesa (GROSRICHARD, 1979; NEAIMI, 2003).

 

Los gobernadores: arbitrariedad y relajamiento en los controles

 

Para analizar la creciente acumulación de facultades e incumbencias en manos de los gobernadores del Río de la Plata, lo mismo que el escaso control a que fueron sometidos por sus superiores, será necesario que nos remontemos a las tres últimas décadas del siglo XVII. La presencia de los portugueses en Colonia de Sacramento y el temor a la incursión de una armada enemiga en el estuario rioplatense llevó a la corona a incrementar la presencia militar en Buenos Aires. En 1671 esta ciudad había sido convertida en un “presidio” –es decir, en una guarnición permanente rentada por las Reales Cajas de Potosí– y llegó de disponer de casi un millar de soldados. Durante el reinado de Carlos II el número de efectivos se mantuvo bastante estable, debido a que las bajas fueron repuestas mediante el transporte de tropas en los navíos de registro que se dirigían a este puerto (BIROCCO, 2020). A la cabeza de estas compañías colocó como gobernadores a militares de reconocida experiencia militar, que anteriormente habían servido en las plazas ibéricas o en el frente flamenco. El poder discrecional con que se manejaron se volvió tolerable para la corona frente a la conveniencia de colocar a estos militares dotados de una nutrida foja de servicios a la cabeza de aquella remota y problemática Gobernación.

Puede que alguno de ellos hubiera accedido al cargo por medio de la venalidad, pero lo que primó al ser seleccionados fue su anterior desempeño en la carrera de armas (TRUJILLO, 2017). No obstante, desde que Felipe V fue entronizado el dificultoso sostenimiento de la guerra en Europa llevó a que el factor venal pasara a ser prioritario (ANDÚJAR CASTILLO, 2008; SANZ TAPIA, 2009). Este monarca tenía originariamente la intención de poner fin a la venalidad de los oficios en América, pero sus propósitos chocaron con los frecuentes apuros económicos que padeció a lo largo de la Guerra de Sucesión, viéndose empujado a continuar con la política mendicante de los Habsburgo (NAVARRO GARCÍA, 1975). Por tal razón, los dos gobernadores que accedieron al cargo durante la contienda dinástica lo hicieron “beneficiándolo”, es decir, mediante la compra de su empleo. El caso de Manuel de Velasco resulta emblemático a este respecto: había adquirido su empleo ofreciendo por él la suma de 3000 doblones de oro. No resulta entonces llamativo que intentara rentabilizar su inversión durante los cinco años en que debía ejercerlo.

Pero la acumulación de incumbencias a la que aludimos antes fue un proceso que se inició previamente a la Guerra de Sucesión. Se trató en unos casos de la apropiación de facultades que correspondían al cabildo de Buenos Aires, mientras que en otros surgió de circunstancias adversas que los gobernadores supieron aprovechar. La primera de las atribuciones del ayuntamiento de las que se adueñaron fue el control sobre la venta de cueros vacunos en el puerto. Tradicionalmente habían sido sus diputados quienes mediaron entre vendedores y compradores, encabezando las negociaciones y reteniendo una parte de las utilidades de esas transacciones. Pero gracias a una real cédula de Carlos II, esta corporación quedó apartada de ese papel: el Consejo de Indias, en efecto, había autorizado en 1677 a Miguel de Vergara, capitán de dos navíos de registro que se dirigían a Buenos Aires, a contactarse en forma directa con los vecinos de la ciudad para proveerse de corambre. La misma licencia se repitió en las sucesivas capitulaciones firmadas con los navieros. Esto produjo un vacío legal que permitió a los gobernadores interponerse como mediadores en ese tráfico, forzando a los cargadores de dichos navíos a pactar con ellos las cuotas de corambre que se les permitiría embarcar.

Al reemplazar al cabildo porteño de su rol de intermediario en las transacciones de cueros, los gobernadores fijarían el precio por unidad y deducirían de éste una alícuota para su beneficio personal. Tanto en el juicio de residencia a que fue sometido Valdés Inclán como en el juicio de pesquisa que afrontó Velasco, se los acusó de haber aumentado el precio en que se vendían los cueros para enriquecerse. El mismo, que había sido de 6 a 8 reales por unidad hasta fines del siglo XVII, había oscilado a partir de 1705 entre los 9 y 12 reales. De cualquier modo, Valdés Inclán no apartó del todo al ayuntamiento de las transacciones. El segundo director de la Compañía de Guinea en Buenos Aires, Nicolás Maillet, cuyos barcos negreros retornaban a Francia con sus bodegas cargadas con pieles de vacunos, aseguraba que aquel había permitido a los alcaldes ordinarios del cabildo hacer algunos tratos con su antecesor, Georges Hays. Atribuía, por el contrario, un manejo exclusivista a Manuel de Velasco, de quien afirmaba que se había reservado para sí un 25% del importe de cada transacción.[5]

La provisión de cueros provenía de la explotación de las manadas de ganado vacuno cimarrón. Estas habían crecido exponencialmente a partir de 1651, cuando una devastadora epidemia de peste bubónica dejó a las estancias desposeídas de mano de obra, provocando el deceso de la inmensa mayoría de los negros esclavos, indios encomendados y peones que las servían. A partir de ese evento y de un severo ciclo de sequías se produjo el alzamiento masiva de los bovinos, que se mantuvieron dispersos lo largo de más de medio siglo en las praderas pampeanas. A los propietarios de los animales fugados, no obstante, les fue reconocida su “acción” a ellos, y el cabildo de Buenos Aires se convirtió en el administrador de los derechos sobre ganado cimarrón, llevando la matrícula de aquellos “vecinos accioneros” (BIROCCO, 2019). Para poner orden a la explotación de este recurso, fue también esta corporación la que expedía las licencias para que estos salieran a capturar reses y hacer cueros (vaquerías) o para conducirlas a los mataderos de la ciudad o a otras ciudades con el objeto de venderlas (recogidas).

Pero desde finales del siglo XVII, los gobernadores le arrebatarían esa facultad de autorizar las salidas a la pampa. Durante los gobiernos de Valdés Inclán y Velasco, estos seleccionaron a los vecinos accioneros que se les reconoció ese derecho, dejando al resto de los matriculados sin la posibilidad de disfrutarlo. Quienes obtenían el permiso para salir a los campos a vaquear –casi siempre por medio de recomendaciones o sobornos– a menudo no lo hacían en persona sino que contrataban los servicios de un práctico, llamado “vaqueador”, y de su tropa de peones. Pero los gobernadores tampoco les permitieron escogerlo, sino que la elección quedó en manos de uno de sus agentes, el capitán Domingo Cabezas. Este no sólo se ocupaba de seleccionar a los vaqueadores, sino que les adelantaba sumas en plata para que estos pagaran a su peonada y equiparan sus carretas, que habrían de ser reembolsadas cuando los cueros se vendieran en el puerto.

El cabildo resistiría esas imposiciones y presentaría sus reclamos ante la Real Audiencia de Chuquisaca y luego ante el Consejo de Indias, pero el recorrido del pleito por todas las vías recursivas no hizo sino demorar las restitución de sus facultades. Entre tanto, la vecindad se resignó a someterse a las exigencias de los gobernadores. Ni bien se presentaba en el puerto un navío de registro o un buque negrero, se convocaba a una “feria de cueros” abierta a todos los vecinos, pero en la práctica sólo se adjudicaba una cuota de pieles a quienes aceptaran los pesados gravámenes que se les imponían. En una ocasión, Velasco aseguró a los vaqueadores que se les darían 10½ reales por piel entregada, pero luego se rectificó y les comunicó que sólo les pagaría 8½ reales, quedando en su poder los 2 restantes. Como estos ya habían hecho gastos y contratado peones, no les quedó sino aceptarlo. Uno de ellos, Pablo Barragán, denunciaría años más tarde la “tiranía maliciosa” de dicho gobernador, explicando que se habían visto obligados a aceptar sus condiciones “violentados de la pobreza, disimulando por entonces con temor de súbditos”.[6]

Circunstancias fortuitas pondrían en manos de los gobernadores otro recurso: el aprovisionamiento de las tropas del presidio. La corona estableció que los sueldos que cobraban oficiales y soldados fueran transferidos a través del sistema del Real Situado, desde las cajas de Potosí a las de Buenos Aires. Pero desde la década de 1690, el retraso en el pagamento se hizo crónico y llegó a demorarse hasta siete años, generando disturbios y deserciones. Quien era entonces el gobernador, Agustín de Robles, delegó en el general Miguel de Riblos, uno de los comerciantes más ricos de la ciudad, el reparto de indumentaria y alimentos, a cuenta de sus futuros sueldos. A partir de entonces se montó un régimen de venta a crédito por medio de vales que podían ser canjeados en las tiendas señaladas por el gobernador, en las que los militares se veían obligados a proveerse de bienes a precios superiores a los del mercado. En 1702, Alonso de Valdés Inclán, conservó intacto el sistema de vales y encargó a otro mercader de renombre, el portugués Antonio Guerreros, que corriera con el aprovisionamiento de las ocho compañías de la guarnición, a cambio de compartir las utilidades del mismo con aquel. Así lo hizo hasta julio de 1705, en que obedeciendo una real cédula de Felipe V que ordenaba una represalia contra todos los portugueses que residieran en sus posesiones americanas, Guerreros fue apartado y sus bienes confiscados. Su lugar fue ocupado por Antonio Meléndez de Figueroa, que se hizo cargo de los “socorros” que se dieron a los soldados hasta fines del gobiernos de Velasco, en 1712.

El rol desempeñado primero por Guerreros y luego por Meléndez excedió en mucho el de proveedor del presidio. Estos actuaron como “privados” del gobernador, a los que los vecinos debían dirigirse para obtener alguna dádiva o participar de alguno de sus negociados. Desde que los asentistas franceses se afincaron en la ciudad, en 1703, Valdés y Velasco no ignoraron que estos no sólo pretendían subastar esclavos, sino también colocar sus cargamentos de textiles y otras mercancías europeas, traídas en las bodegas de sus barcos para ser vendidas clandestinamente. Los sometieron a chantajes y aceptaron sus sobornos, consiguiendo que una generosa porción de dichos cargamentos fuera a parar a los almacenes de sus “privados” para que estos los repartieran a cambio de vales a los soldados de la guarnición. Estas prácticas extorsivas se hicieron tan corrientes que al presentarse en el puerto, los franceses sabían que debían acordar con el “privado” del gobernador para poder expender efectos europeos en él. El caso del capitán Benoit Benac, capitán de un barco negrero, fue un ejemplo entre muchos. Este no expuso públicamente los fardos que traía, sino que los envió a los depósitos de Meléndez. Afirmaría un testigo que estas mercancías, valuadas en 60.000 pesos, “se vendieron en casa de Don Antonio Meléndez” y que Valdés y su “privado” recibieron un cuarto de aquella suma.[7] 

No obstante, no todas los efectos europeos que ingresaban en los almacenes de los “privados” tendrían como destino abastecer a la soldadesca. Sus excedentes permitieron a ambos gobernadores participar en el tráfico con las provincias andinas y conseguir de este forma un acceso directo a la plata potosina. En el caso de Valdés Inclán, a comienzos de 1706 recibió del capitán de la fragatilla francesa La Dichosa, Charles Terville, varios fardos de mercaderías que fueron primero ocultadas en una chacra en el Riachuelo y luego pasaron a la tienda de Antonio Guerreros. Desde allí fueron transportadas a la Villa de Potosí por Antonio de la Tixera, vecino de Jujuy, donde las ventas dejaron para Valdés 160.000 pesos en utilidades.[8] El gobernador Velasco remitió también un cargamento de textiles franceses a dicha Villa, confiando esa operación a un testaferro, el capitán Diego de Sorarte. En 1708, éste cargó los fardos de ropa en cincuenta y tres carretas y los llevó en primer lugar a Santa Fe, donde los vendió una parte a los padres de la Compañía de Jesús a trueque de yerba caaminí. Posteriormente se dirigió a Potosí con la yerba y los géneros restantes, y no retornó a Buenos Aires hasta 1710, con sus carretas cargadas con ropa de la tierra, elaborada en los obrajes altoperuanos.[9] Poco más tarde, en recompensa, Sorarte fue promovido al empleo de contador de la Real Hacienda.[10]

 

Francisco de Tagle Bracho, procurador del cabildo porteño en Madrid

 

¿Cómo se comportó la élite local frente al poder desmedido de estos gobernadores? La estrategia de las parentelas más prominentes de la ciudad consistió en intentar sumarse a su camarilla, pues se trataba de la manera más eficaz de participar en sus negociados. En el caso de Alonso de Valdés Inclán, éste sostuvo un vínculo privilegiado con una de las principales parentelas de la ciudad, los Samartín, cuyos miembros habían ocupado con frecuencia escaños en el cabildo. La mencionada parentela contaba con dos figuras patriarcales: el maestre de campo Juan de Samartín, un vecino reconocido por sus servicios militares pero también por su participación en los empleos concejiles, y su cuñado, el mencionado comerciante portugués Antonio Guerreros, quien también se había desempeñado como alcalde del cabildo en tres ocasiones y se había enriquecido gracias a su participación en el comercio atlántico.

Este último, como se dijo, se convirtió en el “privado” de Valdés Inclán, hasta que en 1705, en obedecimiento de una represalia contra los portugueses, sus bienes fueron incautados. Ejecutando esta orden regia, Valdés Inclán pudo desembarazarse de los Samartín, que probablemente no se mostraron dispuestos a acatar dócilmente sus requerimientos. A partir de entonces, los miembros de esta parentela organizaron su resistencia desde el cabildo, donde se convirtieron en la facción dominante, y desde allí mostraron su oposición a dicho gobernador. El líder de dicha facción fue Joseph de Arregui, sobrino del maestre de campo Juan de Samartín, quien ejercía en el cabildo el cargo de regidor.

Valdés Inclán, asistido desde entonces por Antonio Meléndez de Figueroa, siguió aplicando exitosamente su política extorsiva, gracias a la cual consiguió que el grueso de las mercancías contrabandeadas se canalizara por un circuito que se encontraba bajo su dominio. Pero sus manejos fraudulentos terminaron siendo bien conocidos por la vecindad y serían denunciados por el clan de los Samartín, que los haría públicos cuando se residenció a dicho gobernador.

El juicio de residencia era uno de los mecanismos de control con que contaba la corona española para evaluar el desempeño de sus funcionarios, escuchar a quienes habían sido perjudicados por estos y penalizar los excesos. Cuando un virrey o un gobernador finalizaban su mandato, se establecía un tribunal que valoraba no sólo su desempeño, sino también el del resto de los oficiales reales que les estaban subordinados (GARCIA MARIN, 2010; MORENO AMADOR, 2019; HEREDIA LOPEZ, 2022). Cualquier poblador que considerara vulnerados sus derechos podía iniciar un “capítulo” –es decir, introducir una denuncia– ante dicho tribunal, presentar testigos y evidencia documental en defensa de sus reclamos y aguardar un resarcimiento.

Se ha afirmado que fue en el territorio americano donde la práctica del juicio de residencia tuvo un mayor impacto en el conjunto del aparato de gobierno de la monarquía. La historiografía, no obstante, ha puesto en duda su eficacia, ya que los jueces advertían que la animosidad de los denunciantes podía dar lugar a la desestabilización política y solían proceder con moderación (GARCIA MARIN, 2010). Las autoridades juzgadas, por su parte, luego de haber sido sentenciadas a la incautación de bienes o al pago de una multa, solían dirigirse al Consejo de Indias, que actuaba como tribunal supremo, donde no era inusual que fueran amnistiadas. Aunque se consideró que lo más apropiado era designar como jueces de residencia a comisionados que contaban con los saberes técnico-legales necesarios para evaluar la actuación de las autoridades residenciadas, en la América española se impuso la costumbre de que el gobernador saliente fuera residenciado por el gobernador entrante.

Así sucedió en Buenos Aires con Alonso de Valdés Inclán, que fue sometido a juicio de residencia por quien sería su sucesor, Manuel de Velasco. Este último, que arribó a la ciudad en febrero de 1708, se constituyó poco más tarde en cabeza del tribunal que lo juzgaría. Las principales acusaciones fueron presentadas por el cabildo de Buenos Aires, que confió la tarea de presentar las denuncias a Francisco de Tagle Bracho. Este era oriundo de la comarca castellana de Cigüenza, integrante de una conocida familia que se había dispersado a ambos lados del océano Atlántico y que contaba con ramas en Lima y otros puntos del virreinato (AGUILAR SÁNCHEZ, 2010, GUERRERO ELECALDE Y TARRAGÓ, 2012). No obstante, su promoción debió poco a sus parientes peninsulares o limeños, y se basó más bien en los vínculos personales que tramó en Buenos Aires desde que contrajera matrimonio con doña Antonia de Loyola, emparentada con los Samartín, en enero de 1700. El cabildo, liderado por uno de los miembros de dicho clan, el regidor Joseph de Arregui, había incorporado por primera vez a Tagle Bracho a su planta en enero de 1702, al designarlo síndico procurador. Se trataba de un oficio concejil cuya función era la de desempeñarse como el “personero del común”, es decir, solicitar lo que fuera de utilidad para los vecinos y peticionar contra aquello que pudiera perjudicarlos. En agosto de ese mismo año el gobernador Valdés Inclán, que todavía se hallaba en buenos términos con dicha facción, le sumó el empleo de “protector de los naturales y personas pobres, miserables y negros y mulatos”, constituyéndose en defensor tanto de los pobres de solemnidad como de la “gente de casta” en los juicios de carácter civil o criminal.[11]

Arregui estaba interesado en que se conservara en este último empleo, que le permitía supervisar al gobernador y a sus acólitos para que no abusaran del pobrerío imponiéndole trabajos excesivos, y en 1707 ofreció fianza para que se mantuviera en el ejercicio de la protectoría.[12] En agosto del año siguiente, Tagle Bracho volvió a ser designado síndico procurador de la ciudad. Esta acumulación de funciones le permitiría participar activamente en el juicio de residencia que se le inició en 1708 a Valdés Inclán. Las acusaciones que se presentaron no sólo apuntaron a delatar su participación en el comercio ilícito con los franceses, sobradamente demostrada por el testimonio de numerosos vecinos. También se le imputó que durante su mandato, dos de los regidores del cabildo habían muerto y él había procedido a designarles un reemplazo. Esa facultad le hubiera correspondido ejercerla al cabildo, pero Valdés Inclán la había usurpado para introducir a dos de sus acólitos en el seno de dicha corporación.

En su carácter de síndico procurador, Francisco de Tagle Bracho lo incriminó por haber prohibido a los vecinos de Buenos Aires que pasaran a la Banda Oriental a proveerse de las maderas duras que necesitaban para construir sus viviendas. El gobernador, que se servía de cuadrillas de indios para cortarlas del otro lado del río y las transportaba en balsas a esta ciudad para venderlas a precios subidos, fue acusado de “querer ser el dueño de las maderas, caña y todo lo demás que se puede traer de la otra banda de este río”.[13] Desde su rol de protector de naturales, Tagle Bracho denunció la sobreexplotación que habían sufrido los poblados indígenas de Santa Cruz de los Quilmes y Santo Domingo Soriano. Aunque ambos asentamientos se hallaban dentro de la jurisdicción territorial de Buenos Aires, su carácter de “reales pueblos de indios” hacía recaer su administración en el gobernador. Como los juicios de residencia permitían que se diera voz a los indígenas (JIMENEZ PELAYO, 2009), Tagle Bracho pudo presentar las quejas de dos caciques –es decir, las jefaturas étnicas– de Santa Cruz de los Quilmes, quienes afirmaron que estaban continuamente ocupados en el servicio del gobernador, sin que éste les permitiese atender sus sembrados, tal como estaba pautado por medio del sistema de mita.  Esta práctica de origen andino implantada en Buenos Aires obligaba a estos indígenas a presentarse a trabajar cada vez que se los llamase, pero les garantizaba que pudieran mantenerse dentro de sus comunidades en tiempos de siembra o de cosecha. Los sacerdotes que adoctrinaban a los indios de ambos poblados dieron testimonio de los atropellos que estos habían sufrido y de los trabajos incesantes a que los sometió, utilizándolos a tiempo completo en las obras de las fortificaciones de la ciudad,

Las pruebas eran incontrovertibles, pero Manuel de Velasco, el nuevo gobernador, no habría de actuar de manera imparcial. Aunque condenó a Valdés Inclán al pago de una sustanciosa multa, la sentencia quedaría finalmente en suspenso. No se proponía castigarlo por sus excesos, sino más bien mantener en funcionamiento el aparato extorsivo que había recreado. Velasco pretendía aprender de su predecesor sobre cómo podía sacar rédito de su posición de poder: en este sentido, el juicio de residencia que tomó a Valdés Inclán le fue de gran utilidad para instruirse sobre qué resortes debía activar para enriquecerse. Resulta revelador que luego de finalizado el juicio, tomara a su servicio al secretario de éste, Francisco Antonio Martínez de Salas, y al “privado” que había administrado sus almacenes, Antonio Meléndez de Figueroa, pues ambos estaban muy al tanto de sus operaciones fraudulentas. Meléndez continuó así al frente de los tratos con los franceses. Dicho juicio de residencia no sólo nos permite apreciar cómo el gobernador saliente había gestionado sus políticas extorsivas, sino también que la red vincular tramada por este no se fracturó con el traspaso de mando.

Francisco de Tagle Bracho, en cambio, fue condenado a pagar 500 pesos de multa. En opinión de Velasco no había probado nada contra Valdés Inclán, sino que se había conducido como un revoltoso, manifestando “su travieso bullicioso e inquieto natural, queriendo con la mezcla de indios, frailes seglares y clérigos alborotar al pueblo”.[14] Aquel no aceptaría la condena que se le impuso y decidió presentar una apelación en el Consejo de Indias. En enero de 1709 el cabildo le reiteraría todo su apoyo al otorgarle el empleo de alcalde ordinario de segundo voto, a pesar de que Velasco se mostró disgustado con ello e intentó infructuosamente impedirlo.[15] Pero dos meses más tarde, Tagle Bracho decidiría renunciar a la alcaldía para embarcarse en un navío francés que se dirigía a España. Antes de partir dictó su testamento, dejando la resolución de sus asuntos personales y la tutoría de su hijo menor de edad en manos de su esposa, a la que consideraba merecedora de toda su confianza. El nombramiento de albaceas testamentarios le brindó la oportunidad de activar su propio dispositivo familiar frente a posibles imprevistos: designó a su sobrino Simón para ejecutar su testamento en Buenos Aires, y en el caso de que su deceso se produjese en la península, a su padre Dn. Antonio y su hermano Dn. Iñigo, que aún vivían en su Cigüenza natal.[16] El cabildo, por su parte, aprovechó para designarlo como su procurador en la corte de Madrid, con el preciso encargo de que negociara “el restablecimiento de sus regimientos, sin los gravámenes a que los han reducido los gobernadores”.[17] Al encomendarle esa misión, demostraba que su principal preocupación era recuperar la facultad de nombrar nuevos regidores para cubrir las vacancias que se produjeran por renuncia o muerte, la cual como dijimos le había sido usurpada por Valdés Inclán.

Antes de concluido ese año, Tagle Bracho se presentaba ante el Consejo de Indias y lo ponía al tanto de la situación vivida en Buenos Aires, acusando a Velasco de haber traficado sin ningún disimulo con los franceses y enviado de su propia cuenta un cargamento de efectos europeos a Potosí. El fiscal del Consejo puso una consulta en la sesión del 21 de enero de 1710, instando a los miembros del sinodio a que resolvieran de qué manera debía procederse, y estos decidieron recomendar a Felipe V que hiciera deponer y encarcelar al gobernador. Para instrumentar este plan, se debería despachar un juez pesquisidor en los navíos de permiso que estaban entonces preparando su partida para el Río de la Plata, a cargo de Andrés Martínez de Murguía.

 

La respuesta de la corte de Madrid

 

La presencia de procuradores del cabido de Buenos Aires en la corte no era cosa nueva. Desde comienzos del siglo XVII, la corporación se había valido de ellos para presentar súplicas y peticiones y, eventualmente, denunciar el mal proceder de los gobernadores. La monarquía hispánica, ávida de informarse sobre lo que ocurría en sus dominios más apartados, privilegió esta modalidad de comunicación política, como se deduce del alto nivel de respuestas a los planteos y protestas presentados por sus súbditos ante el Consejo de Indias (BRENDECKE, 2012). Pero la misma ofrecía también sus desventajas: las distancias hacían costosa la gestión y la espera de una resolución favorable se alargaba con frecuencia durante años (AMADORI, 2020; GAUDIN Y STUMPF 2022). La anterior vez en que el cabildo porteño había remitido a un procurador a Madrid había sido en 1695. En esa ocasión confió las tratativas a uno de sus alcaldes ordinarios, Gabriel de Aldunate, al que se encargó que presentara un memorial con sus peticiones y gestionara la recomposición de la planta capitular. A resultas de su labor se consiguieron veintiséis reales cédulas a favor de la ciudad, por las que se logró que la vecindad y el cabildo recuperaran algunos de los derechos y privilegios de los que habían sido despojados (BIROCCO, 2021). Pero la mayor parte de estas disposiciones, que se conocieron en Buenos Aires dos años más tarde, acabarían siendo ignoradas por el entonces gobernador Agustín de Robles.

En los primeros años del reinado de Felipe V, sus súbditos rioplatenses siguieron viendo irrespetados sus derechos. No sabemos si el rey estaba al tanto de ello, pero si lo estuvo parece haber preferido no alterar el statu quo. A pesar de esa actitud aparentemente prescindente, los vecinos de Buenos Aires mostraron una decidida lealtad a la causa borbónica. En febrero de 1707, cuando el monarca solicitó un donativo de sus súbditos indianos, ciento cincuenta y ocho pobladores de la ciudad, entre vecinos y militares del presidio, contribuyeron con sumas que iban desde los 25 a los 100 pesos.[18] Estos siguieron con atención las noticias que llegaban de Europa, a veces con bastante retraso, pues venían por la ruta de Lima. La victoria de Almansa, acaecida el 25 de abril de 1707, fue recién conocida aquí en febrero del año siguiente, cuando el virrey remitió unas gacetas en las que se anunciaba no sólo el triunfo de las tropas borbónicas, sino también el embarazo de la reina Luisa Gabriela.[19] El cabildo conmemoró ambos eventos adornando las calles de la ciudad con cien luminarias, “en aplauso de la felicidad que ha tenido Su Majestad”.[20]

La primera reacción pública de Felipe V contra los abusos cometidos por Valdés Inclán y Velasco se pospondría hasta el otoño de 1708. Para entonces el dominio militar borbónico en España se había consolidado, con excepción de Cataluña y las Baleares, aunque se habían sufrido considerables pérdidas territoriales en Flandes e Italia (FAYARD, 1982; ALVAREDA SALVADÓ, 2010). Disfrutando de una tranquilidad provisoria, el rey y su Consejo de Indias decidieron enfocarse con mayor detenimiento en los asuntos rioplatenses. El 11 de septiembre se expidieron tres reales cédulas, dos de las cuales dotaban de recursos fiscales propios al cabildo de Buenos Aires, mientras que la restante garantizaba a sus vecinos el libre uso de aguadas, pastos y maderas de sus montes. Algo más tarde se emitieron dos reales cédulas más: el 7 de diciembre se reconoció la facultad que tenía el cabildo de nombrar regidores en caso de que se produjeran vacancias y el 11 de diciembre se convalidó el derecho que tenían los vecinos accioneros al ganado cimarrón, que no debía ser perturbado por los gobernadores (TAU ANZOATEGUI, 1991).

Estas disposiciones regias no eran innovadoras, sino que replicaban otras anteriores, que aunque habían sido concedidas en 1695 gracias a las gestiones de Gabriel de Aldunate ante el Consejo de Indias, fueron desobedecidas durante los gobiernos de Robles, Valdés Inclán y Velasco. De modo que al presentarse en la corte de Madrid, Francisco de Tagle Bracho se halló con que el Consejo de Indias ya había aprobado una batería de medidas para rectificar la penosa situación que se vivía en Buenos Aires y que sólo faltaba comunicarlas a su cabildo. La actuación de este procurador quedó de esa manera reducida a denunciar los abusos cometidos por Velasco.

Tras recibirlo, el Consejo se decidió a enviar al Río de la Plata a un emisario para que lo sometiera a un juicio de pesquisa. Esta era otro de los mecanismos de control utilizados por la monarquía para revisar la actuación de un agente de gobierno o de un cuerpo. A diferencia del juicio de residencia, que era un procedimiento ordinario celebrado con regularidad cuando un funcionario finalizaba su período de mando, la pesquisa se realizaba mientras éste se hallaba aún en ejercicio de su empleo. Apuntaba a un objetivo más limitado, que era el de verificar la certeza de acusaciones concretas, y cómo se hallaba vinculada a la comisión de delitos de índole penal, implicaba la suspensión del sujeto pesquisado hasta que se finalizaba con el procedimiento judicial (HERZOG, 2000; ANDUJAR CASTILLO, FEROS Y PONCE LEIVA, 2017).

La pesquisa fue confiada a Juan Joseph de Mutiloa y Andueza, alcalde de Casa y Corte. Se le concedieron 1000 pesos (luego aumentados a 2000) como ayuda de costas y se ordenó a Andrés Martínez de Murguía, armador de dos navíos de registro que se aprestaban a zarpar en dirección a Buenos Aires, que se hiciera cargo de transportarlo. De las instrucciones que se entregaron a Mutiloa sólo se conserva un escueto parte en el libro de oficios, ya que las restantes se mantuvieron secretas. Por dicho parte sabemos que debía hacer averiguación de los excesos cometidos por Velasco y que en el caso de que de sus delitos resultase su prisión, debía asumir el gobierno político del Río de la Plata, mientras que el gobierno militar quedaría en manos del comisario de la caballería Manuel de Barranco y Zapiain, que era el oficial de mayor rango del presidio.[21]

Una sucesión de imprevistos haría que la misión de Mutiloa se postergara durante casi dos años. A poco de zarpar del puerto de Cádiz, las naos en las que se había embarcado fueron interceptadas por una flotilla holandesa, que las condujo secuestradas a Ámsterdam. Martínez de Murguía remitió a sus apoderados a los Países Bajos para negociar su devolución y consiguió luego de unos meses que el Colegio del Almirantazgo neerlandés se las restituyera (CRESPO SOLANA, 2010). Pero mientras se celebraban estas tratativas, Felipe V enfrentó uno de sus más duros reveses militares: en septiembre de 1710 se vio obligado a huir de Madrid, que cayó en manos de la caballería del general británico Stanhope. La remisión de un pesquisidor a Buenos Aires quedó, lógicamente, en suspenso.

El plan volvería a retomarse con lentitud luego de que el ejército austracista fuera derrotado en Brihuega, dos meses más tarde. El primer paso consistió en reflotar la licencia de Martínez de Murguía. La corte se había desplazado a Zaragoza, donde entre abril y mayo de 1711 se emitieron nuevas reales cédulas en reemplazo de las que se habían perdido durante el asalto de la flotilla holandesa, reeditando licencias y condiciones de embarque (TAU ANZOATEGUI, 1991).  Pero no sería hasta el mes de junio que Felipe V se reenfocó en el Río de la Plata. La corte se había mudado nuevamente, esta vez al poblado navarro de Corella, obedeciendo las recomendaciones de los médicos de la reina Luisa Gabriela, que padecía de tuberculosis, pues eran del parecer que el clima seco de aquella región contribuiría a aliviarla. Allí el Consejo de Indias reeditó las reales cédulas de 1708 y encargó puntualmente a Mutiloa, que fue reconfirmado como juez pesquisidor, que las hiciese obedecer para que cesasen “los continuos agravios que ha experimentado [la ciudad de Buenos Aires] a causa de los violentos procedimientos de sus gobernadores”.[22]

La nao Nuestra Señora de la Concepción y la balandra Nuestra Señora del Pópulo, los dos navíos de registro al mando del capitán Andrés Martínez de Murguía, finalmente zarparon en dirección al Río de la Plata, llevando consigo a Mutiloa. Al arribar a Buenos Aires, en marzo de 1712, el pesquisidor se encontró con que la situación se había agravado hasta el extremo: Velasco había expulsado a Joseph de Arregui y a otros dos regidores contestatarios del cabildo y los había mandado a encarcelar, a la vez que colocaba en sus puestos a individuos pertenecientes a su camarilla. Ya sin rivales que lo cuestionaran, se disponía junto con su “privado” Antonio Meléndez a enviar otra tropa de carretas a Potosí con las mercancías que seguían proveyéndole los franceses. La reacción del pesquisidor fue inmediata: ordenó que Velasco fuera confinado en un camarote de la nao y allí lo mantuvo hasta que se le inició la pesquisa. En cuanto a los cabildantes perseguidos, poco después los repuso en sus empleos. Un último paso fue restituir al cabildo las facultades corporacionales que le habían sido usurpadas.

Con la pesquisa de Mutiloa se puso fin a una larga etapa de conflictividad en Buenos Aires. Aunque retrasó su intervención hasta finales de la contienda dinástica, la monarquía hispánica jamás había subestimado la relevancia geopolítica de la Gobernación del Río de la Plata (GONZALEZ MESQUITA, 2010; BIROCCO, 2020). Esa demora tiene una explicación. Luego de haberse desalojado a los portugueses de Colonia de Sacramento, el estuario rioplatense no dejó de hallarse bajo la amenaza de posibles incursiones de potencias enemigas. La infraestructura defensiva no habría permitido a Buenos Aires afrontar una invasión: el fuerte construido junto al río, aunque fue objeto de algunas mejoras, no estaba equipado para resistir el embate de la artillería enemiga, mientras que el número de efectivos con que contaba la guarnición, que era de unos 850 hombres en 1700, había ido descendiendo por falta de relevos procedentes de la península, y en 1712 sólo disponía de unos 550. Esto explica que durante los primeros años de su gobierno, Felipe V tolerara las arbitrariedades cometidas por los gobernadores: tanto Valdés Inclán como Velasco era militares experimentados y le resultaba imperativo mantenerlos en su sitio, pasando por alto los continuos agravios sufridos por los vecinos de Buenos Aires.

Durante esos mismos años, el monarca se vio forzado a recurrir a los franceses para mantener la comunicación oceánica con el Río de la Plata. Gracias a su presencia, Buenos Aires se vio inundada de mercancías europeas, ingresadas por circuitos semilegales o ilegales que se hallaban casi enteramente bajo el control de los gobernadores. Su puerto actuó, además, como sostén del comercio francés en el Pacífico, ya que recalaban en él las embarcaciones de esa bandera que se dirigían a comerciar con los peruanos por el estrecho de Magallanes (MALAMUD RIKLES, 1986). Felipe V se mostró tolerante con este tráfico mientras necesitó del apoyo naval de Francia, pero a partir de 1709 se postura cambió radicalmente. Fue ese el año en que su abuelo Luis XIV, que había sido su principal sostén militar, se vio abrumado por los gastos militares que le conllevaba atender a varios frentes y ordenó a sus tropas que combatían en la península ibérica para que regresaran a su país, a la vez que negociaba con sus enemigos la finalización de la contienda y la entronización del pretendiente austríaco en Madrid.

Sabido es que Felipe V, aunque sabiéndose solo, siguió resistiendo contra el ejército enemigo hasta lograr imponerse en las batallas de Brihuega y Villaviciosa. Una de sus reacciones contra la quita de apoyo de su abuelo fue excluir a los franceses del comercio con los puertos americanos, que sólo debían franquear el ingreso a los buques negreros autorizados por el tratado del Real Asiento. Esta decisión quedó convalidada por medio de una real cédula de 1710, que prohibió que bajo cualquier pretexto los navíos franceses ingresaran a los puertos de Indias, salvo si contaban con permisos especiales para hacerlo (PEREZ-MALLAINA BUENO, 1982).  Paralelamente a ello, decidió reactivar la ruta marítima entre Andalucía y el Río de la Plata, otorgando licencia a Martínez de Murguía para conducir sus dos navíos de registro hacia Buenos Aires. En ellos transportó al pesquisidor Mutiloa, que no sólo debía escarmentar a un gobernador fraudulento, sino también acabar con el contrabando con los franceses. Ambas medidas del primer Borbón español deben ser tomadas como parte de una nueva política, que fue la de recuperar su entero dominio sobre la región rioplatense.

 

 

 

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[1] Colonia de Sacramento, su sitio, Archivo General de la Nación, Buenos Aires [AGN] IX-40-5-1.

[2] Se estableció la “pieza de Indias” como una forma de cuantificar a los esclavos según su aspecto físico, pudiendo establecerse que unos valían más y otros valían menos que una unidad, de modo que un individuo que excedía la talla media podía ser tomado por una pieza y cuarto. La “cabeza” hacía alusión al conteo por persona, independientemente de su calidad física.

[3] Razón de las cabezas de negros ingresadas en el puerto de Buenos Aires durante el Asiento de Francia, Archivo General de Indias, Sevilla [AGI] Charcas 231.

[4] Ambos relatos fueron publicados en francés a comienzos del siglo XX (DAULIER-DESLANDES,1929; HAYS, 1929). La traducción de las citas pertenece al autor de este artículo.

[5] Interrogatorio a Maillet en la causa contra Velasco, Archivo General de Indias, AGI, Escribanía de Cámara 877B.

[6] Causa de Pablo Barragán contra Velasco, AGN, IX-40-3-5.

[7] Causa contra Francisco Antonio Martínez de Salas, AGN. IX-41-5-8.

[8] Prisión y embargo de Diego de Sorarte y Miguel Castellanos, AGN, IX-39-9-3.

[9] Autos contra Juan Joseph de Ahumada, AGN IX-40-1-2.

[10] Libro menor borrador de la Real Hacienda, 1707-1715, AGN, XIII-43-2-9.

[11] Acuerdos del Extinto Cabildo de Buenos (1925).

[12] Fianza a favor de Francisco de Tagle Bracho, AGN, Registro de Escribano N°2 de 1707-1709, f. 493.

[13] Capítulos puestos al Juicio de residencia de Valdés Inclán, AGN, IX-11-1-3.

[14] Capítulos puestos al Juicio de residencia de Valdés Inclán, AGN, IX-11-1-3.

[15] Acuerdos del Extinto Cabildo de Buenos (1925).

[16] Testamento de Francisco de Tagle Bracho, AGN, Registro de Escribano N°2 de 1707-1709, f. 554.

[17] Libro de Propios del Cabildo, AGN, IX-19-8-2.

[18] Relación de las personas en quienes se ha solicitado el donativo mandado por Su Majestad, AGI, Charcas 212.

[19] Acuerdos del Extinto Cabildo de Buenos (1925).

[20] Libro de Propios del cabildo de Buenos Aires (1695-1719), AGN, IX-47-8-13.

[21] Registro de oficio y partes para el Río de la Plata (1707-1716), AGI Buenos Aires 4, L.13.

[22] Registro de oficio y partes para el Río de la Plata (1707-1716), AGI Buenos Aires 4, L.13.

                                                        

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