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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/magallanica - ISSN 2422-779X (en línea)

MUNDUS EST FABULA”: LA INVENCIÓN DEL FRACASO EN EL DISCURSO DEL MÉTODO DE DESCARTES (1637) *

 

 

 

Iván de los Ríos Gutiérrez

Universidad Autónoma de Madrid, España

 

 

 

 

Recibido:        05/09/2022

Aceptado:       25/04/2023

 

 

 

 

Resumen

 

En palabras de su propio autor, el Discurso del Método es la una fábula en la que se relata en primera persona la historia de dos fracasos consecutivos: el fracaso libresco de la educación tradicional y el naufragio del viajero que, tras haber recorrido el Gran Libro del Mundo, regresa a la soledad de la conciencia con la esperanza de encontrar en sí mismo aquella certeza indubitable que ni las bibliotecas ni el trasiego de la experiencia pudieron ofrecerle. En el presente escrito trabajaremos con la siguiente hipótesis: el discurso grandilocuente de la ciencia moderna que arranca con el Discurso del Método se nutre y depende de una estrategia narrativa en la que la que las figuras de la vida fallida, el fracaso y el hundimiento juegan un papel fundamental. Sugeriremos que el paradigma cartesiano es deudor de una determinada concepción del fracaso como condición de posibilidad de la verdad y del éxito aparejado a la misma y que dicha concepción se articula, a su vez, en una paradójica condena escrita del saber mediato de la literatura Occidental y del viaje como modelo de formación.

 

Palabras clave: Descartes; fracaso; narración autobiográfica; saber científico.

 

 

Mundus est fabula”: THE INVENTION OF FAILURE IN DESCARTES DISCOURS ON METHOD (1637)

 

Abstract

 

In the words of its own author, the Discourse on Method is a fable in which the story of two consecutive failures is told in the first person: the bookish failure of traditional education and the shipwreck of the traveler who, after having traveled through the Great Book del Mundo, returns to the solitude of consciousness with the hope of finding in himself that indubitable certainty that neither libraries nor the transfer of experience could offer him. In this paper we will work with the following hypothesis: the grandiose discourse of modern science that starts with the Discourse of Method is nourished and depends on a narrative strategy in which the figures of a failed life, failure and collapse play a fundamental role. We will suggest that the Cartesian paradigm is indebted to a certain conception of failure as a condition for the possibility of truth and success coupled with it and that said conception is articulated, in turn, in a paradoxical written condemnation of the mediate knowledge of Western literature, and the trip as a training model.

 

Key words: Descartes; failure; autobiografical story; scientific knowledge.

 

 

 

Iván de los Ríos Gutiérrez. Profesor Contratado Doctor Permanente de Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid. Subdirector del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid y Co-coordinador, junto al Dr. Diego S. Garrocho, del Máster en Crítica y Argumentación Filosófica de la UAM Madrid (MCAF) Miembro del Proyecto Internacional de investigación “FAILURE: Reversing the Genealogies of Unsuccess, 16th-19th centuries” (Referencia: 823998). Entre sus libros, se encuentran: Grecia o el azar: divinidad, suerte y destino en la literatura griega antigua (2016, Santiago de Chile: Ediciones de la Universidad Alberto Hurtado) y Azar: el sacro desorden de nuestras vidas (2015, Madrid, Abada).

Correo electrónico: ivan.delosrios@uam.es

ID ORCID: 0000-0002-3804-5402

 

 

 

“MUNDUS EST FABULA”: LA INVENCIÓN DEL FRACASO EN EL DISCURSO DEL MÉTODO DE DESCARTES (1637)

 

 

 

Introducción

 

El Discurso del Método de Descartes (1637)[1] ha pasado a la historia como el acta fundacional del pensamiento moderno en sentido amplio. Un gesto inaugural que abrirá el camino de la ciencia y permitirá al ser humano convertirse en “dueño y señor de la naturaleza” (DM, parte VI)[2] gracias al empleo metódico de la luz natural. En este marco de domesticación epistémica, llama la atención, sin embargo, que el nacimiento de la exitosa ciencia moderna esté vehiculado por un relato autobiográfico que bien podemos identificar con la poética de la desilusión y el desengaño. En efecto, el DM es descrito como una “fábula” (fable) (DESCARTES, 2011: 103) en la que Descartes cuenta en primera persona la historia de dos fracasos consecutivos: el fracaso libresco de la educación tradicional y el naufragio del viajero que, tras haber recorrido el libro del mundo y conocido sus varias costumbres, regresa a la soledad de la conciencia con la esperanza de encontrar en sí mismo aquella certeza indubitable que ni la aventura de los textos ni el trasiego de la experiencia pudieron ofrecerle. Nuestra hipótesis es la siguiente: el discurso grandilocuente de la ciencia moderna que arranca con el Discurso del Método se nutre y depende de estructuras ficticias, relatos y estrategias narrativas en las que el fracaso y el hundimiento juegan un papel fundamental. Intentaremos sugerir que el paradigma cartesiano es deudor de una determinada concepción del fracaso como condición de posibilidad de la verdad y del éxito aparejado a la misma. Dicha concepción se articula, a su vez, en una paradójica condena escrita del saber mediato de la literatura Occidental y del viaje como modelo de formación. La modernidad comienza con la fábula del yo y dicha fábula es la historia de una vida fallida, dos viajes desencantados y un renacimiento: un nuevo arte de pensar y de leer el mundo que, contra la interpretación tradicional de la lectura y los viajes como modelos de formación, invita a hundirse en la incertidumbre de la existencia para desembocar, por fin, en el puerto firme de la ciencia y observar, a salvo, el espectáculo de un naufragio en alta mar.

Teniendo en cuenta estas consideraciones, en el presente escrito apuntaremos a dos objetivos fundamentales. En primer lugar, quisiéramos llamar la atención sobre la trenza indeleble que ha unido desde antiguo el gesto enunciativo de la filosofía (que aspira a la verdad universal, a la necesidad de la ciencia y a la generalidad del concepto) con el gesto enunciativo de los saberes narrativos, históricos y hermenéuticos (entendidos como como un conjunto de dispositivos -ficcionales o no- atentos a la singularidad de la existencia que, además, preparan y hacen posible la recreación de la experiencia y la vida en clave no científica). Intentaremos subrayar la potencia teórica derivada de una práctica escritural determinada: una práctica que, en los albores de la Modernidad y de la mano de Descartes, combina los contenidos proposicionales del saber teórico, la construcción dramática de situaciones cotidianas como motor de la escritura filosófica y las estructuras clásicas del relato autobiográfico como herramienta al servicio de la preparación para el advenimiento de una genuina forma de saber. Partiendo de la contaminación mutua entre la dramatización literaria y los contenidos proposicionales, nuestro segundo objetivo será concentrarnos en un aspecto concreto de lo que llamaremos “fabulación filosófica” o “ficción especulativa”: el fracaso y la construcción dramática de una vida fallida como recurso narrativo al servicio de una verdad que no se deja contar ni historiar; una verdad solo captable de manera inmediata por el intelecto en la evidencia de su autodonación que se presenta como un saber genuino sin historia ni procedencia. Desde este ángulo, trataremos de explicitar la función que una determinada construcción del fracaso vital y experiencial desempeña en las narrativas grandilocuentes de la modernidad filosófica y científica y, en concreto, la función que cumple la narrativa del desengaño y el fracaso en el Discurso del Método cartesiano. Intentaremos demostrar que el nacimiento de una nueva concepción de la ciencia y de la práctica filosófica se nutre de estructuras narrativas indispensables al servicio de la fuerza explicativa de los conceptos y las hipótesis de investigación. De este modo, defenderemos que el Discurso del Método forma parte de lo que María Portuondo ha llamado las “narrativas triunfalistas de la Modernidad” (ROCCO, 2021: 17): vehículos expresivos que tienden a la autobiografía o a la autoficción y que operan como condición de posibilidad de la emergencia de una verdad que ya no es de índole narrativa o ficticia, sino que sólo es asible por un acto de intuición intelectual previamente preparado por el despliegue y el relato de la propia vida: una vida fallida cuyo fracaso inicial se muestra, sin embargo, reversible. Ahora bien, insistiremos en que Descartes no sólo potencia las narrativas de la grandilocuencia, sino que lo hace precisamente en la medida en que emplea el dispositivo moderno y teodiceico del fracaso como un instrumento necesario en el descubrimiento subjetivo de la verdad. Al hacerlo, instala la convicción de que el hundimiento experiencial es la condición de posibilidad del éxito científico y que todo mal gnoseológico (esto es: todo error) no es más que un tropiezo provisional en el camino de la ciencia, el gobierno y el control de la naturaleza por parte del intelecto. En otras palabras: que la vida, la historia y el mundo que se nos ofrecen mediante instancias de mediación como la percepción, la experiencia sensible, la literatura, los viajes o el contacto con otras culturas, deben ser recorridas enteramente con el único fin de poder ser abandonadas al final del trayecto como elementos incapaces de satisfacer las condiciones exigidas por una nueva ciencia que, obsesionada por eludir el equívoco en todas sus formas, aspira a una verdad indubitable.

 

El éxito de la ciencia y el fracaso de la vida

 

“El abuso de los libros mata la ciencia”

J.J. Rousseau, Emilio o de la educación

 

Desde el pensamiento griego antiguo, la filosofía transita por una senda ambigua y contaminante que se presta con facilidad a la seducción, la tentación y el desvío. Por un lado, el camino[3] seguro de la ciencia, sendero de un saber divino articulado en torno a las coordenadas de la verdad, la perfección, la certeza, la inmutabilidad y la necesidad de un objeto científico no susceptible de ser relativizado o sometido a puntos de vista particulares. Por el otro, el territorio irregular y endeble de la experiencia y de la vida, que no se ajustan a los parámetros de la exactitud científica y que no pueden ser reducidos sin residuo a un cuerpo de proposiciones falsables o verificables. El camino de la ciencia es el camino de la verdad y, por ende, la única vía de acceso posible a un conocimiento auténtico e indubitable. El camino de la vida, en cambio, es un trayecto engañoso y seductor que, como la etimología sugiere (se-ducere), tiende a apartar del camino recto y a desorientar la ruta natural de la bona mens y del bon sens en su búsqueda de la verdad:

 

“El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun los más descontentadizos respecto a cualquier otra cosa no suelen apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que más bien esto muestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan solo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes, y no consideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno, lo principal es aplicarlo bien” (DESCARTES, 2011: 101).

 

El objetivo es claro: aplicar el ingenio con rectitud y emplear la facultad de distinguir lo falso de lo verdadero mediante un método por medio del cual sea posible “aumentar gradualmente mi conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto más alto a que la mediocridad de mi ingenio y la brevedad de mi vida puedan permitirle llegar” (DESCARTES, 2011: 102). Como es sabido, ni la supuesta mediocridad de su ingenio ni los años que tuvo en suerte vivir (1596-1650) impidieron a Descartes desplegar una programa personal que inauguraría en buena medida el llamado paradigma cartesiano, un ideal fundacionalista y deductivo ejemplificado por el conocimiento matemático y que se articula en torno a la pregunta por las condiciones de posibilidad del conocimiento verdadero, a la crítica de la noción de verdad como correspondencia y a la localización del criterio de verdad en la evidencia con que la conciencia se percibe a sí misma en su actividad pensante. En todo caso, lo que nos interesa en este momento es la voluntad de dominio epistémico, explotación e instrumentalización técnica que dicho método estaba llamado a posibilitar y a legitimar desde el propio DM. En la parte VI, y tras haber recorrido el estudio de la física y de las ciencias matemáticas de la naturaleza, Descartes reconoce un deseo claro de

 

“procurar el bien general de todos los hombres en cuanto ello esté en nuestro poder. Pues esas nociones me han enseñado que es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida y que, en lugar de la filosofía especulativa enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los emás cuerpos que nos rodean tan distintamente como conocemos los oficios varios de nuestros artesanos, podríamos aprovecharlas del mismo modo en todos los usos a que sean propias, y de esa suerte hacernos como dueños y poseedores de la naturaleza” (DESCARTES, 2011: 142).

 

La importancia de este pasaje no puede ser exagerada. Descartes, en efecto, responde a un momento espiritual y a una coyuntura histórica en la que las facultades racionales del ser humano y, en concreto, sus capacidades industriosas y la aplicabilidad de sus conocimientos matemáticos comienzan a compensar y a superar de manera espectacular la situación de debilidad y servidumbre en la que el animal humano había vivido durante siglos. En este sentido, autores como Hans Blumenberg (2008) han reivindicado la Edad Moderna como una era legítima en sí misma y no como el mero proceso de secularización de los viejos conceptos de la teología medieval. A juicio de Blumenberg, la Modernidad europea, con Descartes, Bacon, Copérnico y Galileo a la cabeza, es una época de autoafirmación del sujeto racional frente a los múltiples factores que tradicionalmente lo han convertido en un títere al antojo de fuerzas que no comprende plenamente, que no controla ni predice y que, sin embargo, inciden significativamente el decurso de su existencia. La Modernidad se presenta a sí misma no solo como el progresivo abandono de nuestra culpable minoría de edad o la invitación a servirnos de nuestra razón sin la tutela de otros, según el célebre sapere aude kantiano. La modernidad es, además, un ejercicio de crítica constante y exigente con respecto al paradigma antropológico de la precariedad y sometimiento existencial. Un paradigma que, por cierto, aparece muy bien expresado en diversos lugares de la tradición clásica y helenística, como en el siguiente fragmento conservado de Alcmeón de Crotona: “Tanto en el ámbito de lo invisible como en el de las cosas mortales, los dioses tienen el conocimiento inmediato. Pero nosotros, a causa de nuestra condición humana, estamos limitados a conjeturas” (24: B 1, en: BERNABÉ, 2008). El conocimiento de los seres humanos está ya siempre mediado y es, por ende, limitado, a diferencia del saber divino, que es pleno, evidente e inmediato con respecto a la totalidad de las cosas y a las estructuras de inteligibilidad que todo lo atraviesan.

En la misma línea, distintos pensadores romanos insistirán en los límites infranqueables de la naturaleza humana frente a la verdad última sobre todas las cosas, reservada únicamente a los dioses. Séneca afirmará que “sólo los dioses poseen la ciencia de lo verdadero” (2013: IV, 29 y 30), un comentario que bien pudiera pertenecer al Cicerón de las Tusculanas:

 

“Todas estas cosas, Lúculo, están ocultas, cubiertas y circundadas por crasas tinieblas, de modo que ninguna agudeza del ingenio humano es tan grande que pueda penetrar en el cielo o entrar en la tierra. No conocemos nuestros cuerpos, ignoramos cuáles son las posiciones de sus partes, qué poder tiene cada una de ellas; y así, los médicos mismos, a quienes interesaba conocerlos, los abrieron para que se vieran; y, sin embargo, los empíricos dicen que no por ello son más conocidos los cuerpos, porque pueden ocurrir que, abiertos y puestos al descubierto, se alteren” (CICERÓN, 1980; LÚCULO, 39)

 

Frente a estos ejemplos de sometimiento y heteronomía radical del ser humano ante una realidad que le condena a la fragilidad en términos de fuerza y a la ignorancia en términos de verdad, el paradigma moderno se abre a las posibilidades infinitas del intelecto humano. En efecto, el modelo heterónomo de la tradición pre-cartesiana se ve paulatinamente sustituido por la actitud prometeica y el convencimiento de que el saber es, ante todo, una forma de gobierno: un ejercicio de doma epistémica mediante el uso correcto de la razón natural metódicamente dirigida y cuyos testimonios más contundentes y preclaros siguen siendo los de Francis Bacon e Immanuel Kant. En una sentencia inolvidable -por su dureza y su carácter premonitorio en términos de devastación natural- Bacon llegará a sugerir que los “secretos de la naturaleza se manifiestan mejor bajo el hierro y el fuego de las artes, que en el curso tranquilo de sus ordinarias operaciones” (BACON, 2011: I, 98) y a desear que “el género humano recobre su imperio sobre la naturaleza, que por don divino le pertenece” (BACON, 2011: I, 29). Kant, por su parte, en el Prólogo a la segunda edición de su Crítica de la razón pura, aduce que la razón humana debe comportarse con respecto a la naturaleza no al modo de un “discípulo que escucha todo lo que el maestro quiere, sino como juez designado que obliga a los testigos a responder a las preguntas que él les formula”. En definitiva, y resumiendo las posturas anteriores, el historiador de la ciencia Lenoble escribe:

 

“Está llegando el momento (con Galileo) en que, dentro de pocos años, la Naturaleza pierda su condición de diosa universal para convertirse, desgracia nunca antes conocida, en una máquina. Este acontecimiento sensacional podría recibir una fecha precisa, 1632. Galileo publica los Diálogos sobre los dos principales sistemas del mundo y los personajes que ahí discurren se encuentran en el arsenal de Venecia. Hoy nos podemos imaginar lo que esta puesta en escena aparentemente anodina –la de que la verdadera Física pueda salir de una discusión entre ingenieros- tenía de revolucionaria (…) El ingeniero conquista la dignidad del científico, porque el arte de la fabricación se ha convertido en el propósito de la ciencia. Esto implica una nueva definición del conocimiento, que ya no sería por contemplación, sino mediante la utilización; es una nueva actitud del hombre frente a la naturaleza, pues deja de observarla como un niño mira a su madre, tomándola como modelo; lo que quiere es conquistarla, ser su dueño y poseerla (R. Lenoble, Histoire de l´idée de la nature, en: HADOT, 2015: 157)

 

La modernidad científica y filosófica parte de una determinada experiencia del fracaso y el desencanto frente a la ciencia tradicional, que se ha mostrado profundamente errada en sus concusiones y en su cartografía del universo. Este desencantamiento teórico y espiritual coincide con la ruptura de la imago mundi aristotélica y renacentista (VILLORO, 1992: esp. 13-24). El descubrimiento científico de Copérnico y de Galileo nos muestra que la humanidad ha habitado en el error geocéntrico durante más de veinte siglos, de modo que la pregunta que ahora se impone al investigador no es una cuestión meramente temática por la naturaleza Dios y del Mundo, el libre albedrío o la inmortalidad del alma. Tras el fracaso de los saberes de la tradición, lo primero que compete al ejercicio filosófico es garantizar las condiciones de posibilidad de un conocimiento indudablemente cierto. Solo entonces podremos comenzar a volcar nuestro intelecto con seguridad y certeza sobre los diferentes ámbitos de la realidad material o espiritual. En otras palabras: la Modernidad nace no tanto de la obsesión por la Verdad como del miedo al error y de la necesidad de extirparlo completamente del horizonte de la investigación. Dicho miedo impone una cautela. La misma que, según se cuenta, Spinoza llevaba inscrita en el sello con el que lacraba todas sus cartas: caute. De manera heurística y preambular, entonces, la filosofía debe constituirse como “preocupación metodológica” (RÁBADE, 2006: 37) y comenzar su andadura garantizando para sí misma la posibilidad de un saber indubitable que elimine toda posibilidad de error y todo fracaso a lo largo del proyecto. Antes de plantear cualquier problema metafísico, físico, moral o psicológico, la filosofía está obligada a establecer un método y un camino que conduzca necesaria e inevitablemente a la verdad.

Ahora bien, ¿puede el ser humano descubrir por sí mismo la verdad o ese hallazgo, como sugerían Alcmeón, Séneca o Cicerón, está reservado exclusivamente a los dioses? Y si no lo está: ¿qué rasgos ha de tener un pensamiento para ser verdadero? Lo que interesa entonces a la filosofía es someter al entendimiento a una purga metodológica que garantice la exclusión del error y las posibilidades del conocimiento verdadero. Con todo, si la tarea elemental de la filosofía moderna es, ante todo, la de una metacrítica del conocimiento que, antes de tematizar un objeto de competencia o estudio, garantice las posibilidades de un acceso epistémico verdadero al mismo; y si esa tarea se conduce mediante la ejecución de un método riguroso que conduzca a la razón desde sí misma al despliegue de sus virtualidades y a la lectura del libro del Mundo escrito en el lenguaje de la matemática, resulta sin duda curioso -y, ante todo, muy sugerente- advertir cómo el metodismo científico y filosófico de Descartes, orientado a la firmeza de la ciencia, debe ponerse en escena mediante la utilización de una serie de estrategias enunciativas que obstaculizan por definición la certeza, la universalidad, el rigor y la necesidad ahistórica de las verdades de la aritmética y la geometría. ¿Cómo opera el metodismo científico del paradigma cartesiano para alcanzar niveles de abstracción universalmente válidos aplicables más allá de las perspectivas, las costumbres los tiempos y las latitudes? ¿Cómo ha conseguido la ciencia moderna instalarse en la Historia humana como una “fuerza que somete al hombre y a la naturaleza a unas leyes rígidas e inexorables que determinan cómo opera un universo mecánico”? (Portuondo en: ROCCO, 2021:15). El filósofo alemán Odo Marquard se hace cargo de esta pregunta con su agudeza habitual:

 

“Las ciencias naturales modernas y exactas, para ser exactas, tienen que transformar toda la realidad en un laboratorio y convertir en intercambiables sus científicos, y para ello neutralizan la historia, en la cual consiste el mundo de la vida humana… Las ciencias exactas son, en este sentido, fundamentalmente ahistóricas, porque las historias del mundo de la vida, en las cuales se halla inmerso el científico, son dejadas de lado, son neutralizadas. Con ello surge una inevitable pregunta: si las ciencias exactas no lo hacen, ¿entonces quién se preocupa de aquello que los científicos de laboratorio, para ser exactos, dejan necesariamente fuera, las historias del mundo de la vida? Como respuesta a esta pregunta específicamente moderna aparecen, específicamente modernas, las ciencias del espíritu; de manera compensatoria, éstas se ocupan de las historias del mundo de la vida para saldar la ahistoricidad de las ciencias exactas, y al ser ciencias narrativas conservan esas historias explicándolas: historias para conservar, historias para sensibilizar, historias para orientar” (MARQUARD, 2001: 35).

 

Las ciencias exactas, entonces, y las ciencias del espíritu; el éxito de la ciencia y el fracaso de la existencia; el laboratorio y la ciudad; la verdad universalmente válida y las historias del mundo de la vida. Del accidente no es posible la ciencia, como enseñaba Aristóteles, y, sin embargo, ese ámbito no reconducible a la exactitud de las ciencias puras es precisamente el horizonte en que trasegamos los mortales, siempre alejados de lo eterno e inmersos en la turbulencia de la sensibilidad, la cotidianidad y la historia; en los límites del espacio y el tiempo que nuestra suerte constitutiva nos brindó al nacer y que intensifica nuestra condición situacional. El pasaje de Odo Marquard nos permite avanzar un poco más en la clarificación del camino que transita la filosofía. Un sendero ambiguo y contaminante, decíamos, porque, lejos de renunciar a las historias del mundo de la vida en el despliegue del enfoque netamente científico, teórico o proposicional, la filosofía también se sirve de modo explícito, escandaloso y, en ocasiones, muy hermoso, de las historias del mundo de la vida y de la dimensión singular de la existencia en la que se despliegan los cuerpos y sus avatares, las vidas y sus relieves, el relato en el que consiste ese animal tendencioso que puede decir “yo” y que no se resiste a narrar biográficamente la génesis de su construcción y el pasado de su identidad. Es en este enclave donde la filosofía, la escritura y la actitud de Descartes cobran un brillo inesperado y paradójico. En efecto, el filósofo francés, con el fin de alcanzar un plano de realidad y verdad que goce de los rasgos de la inmutabilidad, la indubitalidad y la ahistoricidad de las ciencias exactas, se ve obligado a contar su propia vida en uno de los pasajes más célebres de la historia del pensamiento moderno: la narración de un puñado de peripecias autobiográficas en las que el filósofo convierte su relato en una fábula y en un retrato de sí mismo del que, quizá, sea posible extraer algún tipo de moraleja para la Modernidad. Una vida fallida que, triunfante, resurge de las ruinas de la erudición y del viaje formativo.

 

Derivas del mal gnoseológico: la invención del fracaso reversible

 

En este apartado, exploraremos y defenderemos tres afirmaciones mayores: i) el fracaso de la experiencia es el preámbulo del saber genuino; ii) no hay efecto explicativo sin estructura narrativa; y iii) la estructura del cogito está sometida a una ley de fabulación.

La primera afirmación describe con fidelidad el lugar, el sentido y el alcance del DM como introducción y prólogo a los escritos teóricos de Dióptrica, Geometría y Meteoros. En dicha introducción, el filósofo francés relata en clave autobiográfica el itinerario educativo y formativo que le condujo, primero, al universo de los libros y a la tradición humanista imperante en la Escuela de La Fléche y, después, hacia un periplo por el Gran Libro del Mundo que le llevó a entrar en contacto, como soldado, con diferentes pueblos, culturas y costumbres. El relato autobiográfico no deja lugar a dudas: se trata de una historia en la que el propio Descartes se dibuja a sí mismo “como en un cuadro” (DESCARTES, 2011: 102), tratando de subrayar hasta qué punto tanto las bibliotecas como los viajes a lo largo y ancho de la Tierra fueron dos formas rotundas de fracaso y de desengaño, por cuanto ninguno de los dos ámbitos pudo ofrecerle el cimiento firme que buscaba para el fundamento de una nueva ciencia. Del mismo modo en que el primer capítulo del DM sirve de prólogo autobiográfico al resto de la obra y a los escritos de Dióptrica, Geometría y Meteoros, así también la narración del fracaso de los saberes tradicionales transmitidos en los libros y del fracaso en los viajes servirá a Descartes como punto de partida, preámbulo y condición de posibilidad del hallazgo genuino de un saber indubitable y evidente por sí mismo como el que se nos presenta en la experiencia del cogito me cogitare.

Descartes comienza con un recuerdo infantil:

 

“Desde mi niñez fui criado en el estudio de las letras, y como me aseguraban que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de aprenderlas. Pero tan pronto como hube terminado el curso de los estudios, cuyo remate suele dar ingreso al mundo de los hombres doctos, cambié por completo de opinión. Pues me embargaban tantas dudas y errores, que me parecía que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho descubrir cada vez más mi ignorancia” (DESCARTES, 2011: 103).

 

Descartes confiesa. En efecto, el relato parte del deseo incandescente con el que el muchacho se adentra en el universo de los libros en una de las escuelas más importantes de Europa: el colegio de La Fléche, fundado en 1604 por Enrique IV y en el que nuestro filósofo estudió entre 1606 y 1614. Allí fue instruido en las disciplinas de la literatura clásica, la retórica, la gramática y, en los últimos años, la filosofía, que comprendía lógica, física, metafísica y moral. Es importante subrayar que el propio texto insinúa que el “vivísimo” deseo que animaba sus lecturas estaba ligado a la supuesta utilidad de las letras para la vida y a la posibilidad de adquirir, mediante ellas, un conocimiento claro y seguro. Tal y como decíamos en el apartado anterior, el gesto fundacional del paradigma cartesiano es deudor de una experiencia de desencanto científico y, por tanto, de una renovación de la noción misma de saber y del concepto tradicional de verdad. Dicha renovación se presenta con claridad en las Regulae ad directionem ingenii, que constituyen un nuevo escenario ejemplar para las ciencias y su ejercicio. En la primera de ellas, Descartes afirma que “el fin de los estudios debe ser la dirección del espíritu, para formar juicios firmes y verdaderos acerca de todas las cosas que se le presentan” (DESCARTES, 2011: 3)[4]. La firmeza y la verdad de dichos juicios depende estrechamente de la defensa de la unidad sólida de todas las ciencias: la ciencia es una y se aplica por igual a todos los ámbitos de la realidad. El saber propio de la ciencia, entonces, que aumenta y potencia la luz natural, no debe ser diseminado en multitud de ciencias particulares que orientan su acceso epistémico al objeto dependiendo de la naturaleza del mismo y del ámbito concreto de la realidad que debe ser investigado (la naturaleza de las leyes de la geometría, por ejemplo, implicaría un tipo de acceso epistémico completamente distinto al que sería requerido para aprender a cocinar, a pilotar un barco o a persuadir a una asamblea mediante el uso eficaz de la palabra).

La segunda regla -fundamental para nuestros intereses- afirma que “conviene ocuparse solo de aquellos objetos, cuyo conocimiento cierto e indudable, nuestra mente parece capaz de alcanzar” (DESCARTES, 2011: 5). La ciencia unitaria y omniabarcante que se nos presentaba en la primera regla es ahora definida con mayor precisión:

 

“Toda ciencia es un conocimiento cierto y evidente; y el que duda de muchas cosas no es más docto que el que jamás pensé en ellas, sino que aún me parece más indocto que éste, si de alguna de ellas llegó a concebir falsa opinión; y, por tanto, es mejor no estudiar nunca que ocuparse acerca de objetos hasta tal punto difíciles que, no pudiendo distinguir los verdaderos de los falsos, nos veamos obligados a admitir los dudosos por ciertos, ya que en ellos no hay tanta esperanza de aumentar la doctrina como peligro de disminuirla. De modo que, por la presente regla, rechazamos todos los conocimientos tan sólo probables y establecemos que no se debe dar asentimiento sino a los perfectamente conocidos y respecto de los cuales no cabe dudar” (DESCARTES, 2011: 5).

 

En esta regla se cifra con claridad el rechazo cartesiano a toda forma de mediación en la búsqueda de la verdad y la condena moderna del fracaso de los saberes de la tradición. La ciencia es un conocimiento articulado en torno a la certeza y a la evidencia, siendo así que ambas son experiencias inmediatas de la conciencia sobre su propia actividad cognoscente. En este sentido, Descartes decide rechazar metódicamente toda forma de saber conjetural, plausible o probable, tomándola exactamente igual que si fuera del todo falsa. Como puede observarse, cualquier forma de acceso al mundo que no goce de la certeza, la inmediatez y la evidencia intuitiva de los conocimientos matemáticos, será despreciada, pues entre las disciplinas conocidas “solo la aritmética y la geometría están puras de todo vicio de falsedad o incertidumbre” (DESCARTES, 2011: 6). Y lo están por cuanto, a diferencia de los conocimientos procedentes de la sensibilidad o el conocimiento vago, el saber que proporcionan procede genéticamente de intuición simple y de la consecuente deducción o inferencia de una cosa a partir de otra. Tan solo la aritmética y la geometría se ocupan

 

“de un objeto tan puro y simple, que no hace falta admitir absolutamente nada que la experiencia haya hecho incierto, sino que consisten totalmente en un conjunto de consecuencias que son deducidas por razonamiento. Son, pues, las más fáciles y claras de todas, y tienen un objeto como el que buscamos, puesto que en ellas, si no es por inadvertencia, parece que el hombre apenas pueda cometer error… Más de todo esto se ha de concluir, no que sólo se debe aprender aritmética y geometría, sino únicamente que los que buscan el recto camino de la verdad no deben ocuparse de ningún objeto acerca del cual no puedan tener una certeza igual a la de las demostraciones aritméticas y geométricas” (DESCARTES, 2011: 7).

 

Partiendo de las dos primeras reglas, Descartes puede ya habilitar las bases para una delimitación de las condiciones de posibilidad de un saber genuino, esto es, de una experiencia indubitable de la conciencia sobre sí misma: si el saber genuino es un conocimiento claro y distinto basado en la captación inmediata (sin mediación ni riesgo) de la conciencia sobre su objeto o en las deducciones a partir de dichas intuiciones, entonces debemos rechazar todas las formas de saber cuya fuente no sea la experiencia misma de la conciencia. En otras palabras: debemos rechazar todos los saberes fundados en fuentes ajenas y externas a la propia experiencia de la evidencia aritmética o geométrica con que se nos presentan las verdades de la geometría en el interior de la conciencia. Desde este enclave, Descartes puede permitirse el rechazo de todo el saber libresco mediado por una tradición que se nos impone sin satisfacer el criterio de verdad basado en la certeza y en la evidencia. Dicho de otro modo: la tercera regla permite al filósofo despachar sin ambages el dominio de los saberes hermenéuticos, históricos y narrativos. Y la palabra “hermenéutica” cobra aquí especial relevancia y belleza, pues, como es sabido, abreva en la figura mitológica del dios Hermes que, no en balde, se identifica desde antiguo con un ámbito del máximo riesgo para el proyecto cartesiano: el horizonte de la movilidad constante, el intercambio, el mestizaje, la mezcla y la mediación. Jean Pierre Vernant ha emparejado las figuras de Hermes y Hestia en la mitología griega como dispositivos de inteligibilidad del espacio de lo humano en sentido estricto. Ahora bien, allí donde Hestia representaría la inmovilidad enclaustrada, ensimismada y cerrada sobre sí misma de los espacios íntimos, domésticos e interiores, Hermes simbolizaría más bien las formas de la exterioridad, el cruce, la mezcla, la traducción y el intercambio:

 

“También Hermes, pero de otra forma, está ligado al hábitat de los hombres y más generalmente a la superficie terrestre… Pero si él se manifiesta de esta forma en la faz de la tierra, si habita con Hestia en la casa de los mortales, Hermes lo hace a la manera del mensajero…como un viajero que viene de lejos y que se apresta ya a la partida. No existe en él nada de inmovilidad, de estable, de permanente, de circunscrito, ni de cerrado. Él representa en el espacio y en el mundo humano, el movimiento, el paso, el cambio de estado, las transiciones, los contactos entre elementos extraños” (VERNANT, 2001: 137-38).

 

Se diría que si existe una figura ajena al proyecto filosófico de Descartes esa es, precisamente, la figura del dios viajero y errante para el que no existen “ni cerraduras, ni vallas ni frontera” (VERNANT, 2001: 138). Descartes contra Hermes. Pero, ante todo, aquello contra lo que quiere advertir y de lo que quiere proteger el genio francés en sus tres primeras Regulae es el ámbito inseguro de todo espacio de intercambio y toda mediación, tanto en clave vital y experiencial como en clave puramente libresca o letrada. Por eso, el comienzo de la tercera regla advierte sobre el peligro de leer en exceso a los antiguos. Y por eso, como es obvio, la lectura y el viaje serán dos elementos metafóricamente intercambiables que apuntan a un mismo plano ontológico: el devenir, la exterioridad, la sensibilidad, la historia y la aventura:

 

“Se deben leer los libros de los antiguos, porque es un inmenso beneficio poder utilizar el trabajo de tantos hombres, ya para conocer lo bueno que en otro tiempo ha sido descubierto, ya también para saber lo que queda ulteriormente por descubrir en todas las ciencias. Sin embargo, es muy de temer que tal vez algunos errores, contraídos de su lectura demasiado asidua, se nos peguen fuertemente a pesar de nuestros esfuerzos y precauciones” (DESCARTES, 2011: 7).

 

La regla III, entonces, distingue la vivencia falaz de la genuina experiencia de la conciencia (experientia) y nos advierte contra el peligro de la lectura, de los viajes (que también son las lecturas) y del intercambio (con los otros, con el prójimo, con el pasado y sus muertos). Hemos de desconfiar de todo aquello que otros han pensado y han dicho; hemos de dudar de cuantas cosas hayamos escuchado decir a otros porque ese camino conduce a todo tipo de engaños voluntarios como involuntarios. Y en ambos casos, como recuerda Marion en su estudio, el engaño

 

“se desprende indefectiblemente de la distancia entre la cosa misma y el lector, una distancia en la que el lector hace de pantalla…La experientia desaparece al aparecer la distancia histórica. Esta introduce una nueva contingencia, la de las opiniones, con que Descartes sustituye la del mundo, eliminada de derecho (regla II)… Las opiniones no engendran sino una historia de los errores, puesto que ya no tienen contingencia alguna que garantizar. Los antiguos sólo nos son conocidos como “historias”: ahora bien, la verdad no tiene historia ni la admite…Pero lejos de ser lo esencial, dejar aparte a los antiguos no es sino una banalidad; más decisivo parece el motivo único que excluye también cualquier historia (en las dos significaciones del término) del despliegue de la verdad: lo único que produce certeza es la inmediatez, pues la certeza impone que se tome posesión de lo verdadero, y no se toma posesión por mediación de nadie. Se debe recuperar la separación, de un autor o de una historia, pues, a fin de cuentas, los autores “narran historias” y la historia no hace más que coleccionar autores: el desprecio cartesiano por la historia de la filosofía pertenece al pensamiento fundamental de las Regulae. Lo verdadero solamente se abre, por tanto, a una experientia sin historia: presencia del principio sin recurrir a un comienzo pasado, saber que se engendra a partir de sí mismo: ciencia sin genealogía, en que el sabio se produce sin padre” (MARION, 2008: 57-58)

 

Como puede observarse, las Regulae de Descartes nos permiten comprender el alcance preciso de la afirmación con la que abríamos este apartado: el fracaso de la experiencia (sensible, mediata, histórica y distante de toda verdad) es el preámbulo del saber genuino. Se entiende que Descartes está distinguiendo aquí entre un sentido estricto del término experientia (la experiencia de la autoconciencia y de la evidencia) y otro que podríamos llamar “común”: el “sentido común” del realismo metafísico de raigambre aristotélica que confía en la sensibilidad y en las opiniones del vulgo. La experiencia genuina de la que nos habla Descartes se diferencia de toda forma de saber conjetural, aproximativo o interpretativo y, por supuesto, de cualquier forma de saber poético, pues, en efecto, si bien la historia, la vida y la poesía pueden constituir momentos ineludibles en el camino de la existencia humana, nada tienen que decirnos desde el punto de vista meta-histórico de la verdad eterna e imperecedera. La historia, la vida y la poesía no cumplen con las condiciones del conocimiento verdadero y deben, por tanto, ser relegadas al espacio preambular, heurístico y metódico de todo aquello que debe ser atravesado, escudriñado y, en última instancia, abandonado como un lastre engañoso que, sin embargo, puede motivar el acceso al verdadero camino de la ciencia. Y es en este punto, precisamente, donde el filósofo comienza su particular invención del fracaso. Si tenemos en cuenta las tres primeras Regulae, observamos que la narración autobiográfica del comienzo del DM opera como una estrategia de habilitación discursiva: un mecanismo ficcional que prepara el advenimiento del auténtico saber tras la reversibilidad del fracaso histórico de los libros y de los viajes. La narración de Descartes es un relato histórico contra toda forma de historicidad: la narración retrospectiva (y triunfal) de un espíritu desengañado y lúcido que representa la propia vida como un campo experimental en el que, bien conducido, el intelecto puede alimentarse del fracaso histórico que suponen la formación libresca y los viajes pedagógicos. Los libros y los viajes son momentos de fracaso indispensables y reversibles: indispensables, porque el sujeto es un animal situacional ya siempre anclado en el cuerpo extenso y en el arrastre de una determinada tradición y de una coyuntura geográfica, epocal e histórica; pero también reversibles, porque el saber impone la toma de conciencia de la condición falaz e insuficiente de dicha tradición y la constatación experta y vital de quien ha experimentado en sí mismo la insuficiencia y el fracaso de la vida y la historia desde el punto de vista de una gnoseología de certezas absolutas. Descartes narra su historia y cuenta su vida para constatar que ni la historia ni la vida pueden ofrecer garantía de conocimiento indubitable alguno. El filósofo francés mira hacia el pasado y no encuentra más que la extensión onírica de la tradición libresca y el autoengaño de los viajes en los que alguna vez se sumergió: una inmersión de la que emergerá renacido y preparado para el advenimiento de una verdad sin historia y sin mediación. Pero esa verdad sin historia aparece necesariamente precedida, para su correcta captación, de la historia de dos fracasos: el fracaso de la lectura, por un lado, y el fracaso de la experiencia en el Gran Libro del Mundo, por el otro. Larrosa ha incidido en esta particular experiencia del desengaño y en el papel de la decepción cartesiana con respecto a las dos grandes maquinarias de formación espiritual elevadas por la tradición europea:

 

“Descartes no puede iniciar la construcción de su método sino después de un ejercicio de vaciado de todo lo que se le había ido pegando en sus lecturas y en sus viajes, de todos los errores que se le habían podido adherir a lo largo de su trayecto errático por todos los rincones de la biblioteca y por los caminos de Europa. Los libros y los viajes son, para Descartes el prólogo de su obra. Y algo con lo que su obra tiene que romper violentamente para constituirse como tal, para que esa obra se a posible. Son el prólogo que la obra, al iniciarse, suprime. Pero, al mismo, tiempo, en su abolición misma en el mismo iniciarse de la obra, los libros y los viajes son su condición de posibilidad” (LARROSA, 1998: 196-7).

 

El fracaso, entonces, se convierte en el preámbulo del saber. Un prólogo caracterizado, además, desde coordenadas patológicas y en el vocabulario irresistible de la inmunidad y el contagio: la vida, la historia, la literatura y el universo de opiniones cambiantes y extremadamente subjetivas que en ellas imperan constituyen un territorio de enfermedad contagiosa para el intelecto humano. El método, en cambio, como puede observarse en todos los pensadores modernos, es una suerte de antídoto, una terapia y una enmienda que corrige las tentaciones desviadas del intelecto, lo cura de los errores pasados y genera la condición de posibilidad de un posicionamiento verdaderamente saludable en el plano de la teoría y en el de la propia existencia. La ausencia de método, entonces, conduce necesariamente a la enfermedad, la locura, la errancia y el extravío[5].

Si avanzamos ahora hacia la segunda afirmación con la que abríamos este apartado, conviene mencionar un estudio de Bernard Williams sobre las nociones de verdad, veracidad y genealogía. Williams sugiere que el efecto explicativo de una determinada teoría viene siempre acompañado y precedido de una estructura narrativa. Más aún: si y solo si dicha estructura narrativa opera con agilidad y eficacia podríamos hablar, como hace Williams, de un verdadero efecto explicativo (2006: 13-31). La interpretación resulta del mayor interés, por cuanto la explicación se nos presenta como un efecto, como una consecuencia cuya emergencia en el discurso y en la mente del receptor dependen directamente del modo en que dicho efecto haya sido estimulado, promovido y provocado por un escenario previo de índole dramática, ficcional o narrativa. Como acabamos de ver, ese escenario es, para nosotros, el escenario del fracaso: el fracaso de la mediación, la historia, los libros y los viajes. Y ese fracaso debe ser contado en primera persona. De este modo, la modernidad filosófica aposenta el grosor de la validez de las ciencias matemáticas de la naturaleza sobre una estructura literaria y narrativa que dibuja -como en un cuadro, precisamente- las peripecias erráticas de un espíritu que debe perderse para encontrarse verdaderamente y que está llamado a naufragar para poder triunfar definitivamente. La explicación del cogito cartesiano y de su aparición en la historia de la filosofía no se reduce a la mera acumulación de una serie de proposiciones o principios teóricos, sino que también abreva en la eficacia de una estructura narrativa común: un modelo narrativo con efectos explicativos que sigue la senda marcada por el esquema tradicional que, desde Platón hasta Schopenhauer, pasando por las tradiciones orientales o la literatura de Calderón de la Barca, coinciden en señalar la condición onírica y falaz del sentido común y la necesidad de vaciar la propia conciencia de los errores pasados para poder acceder finalmente a la verdad de la luz, la vigilia y el desengaño. Y es en este sentido, por último, y de la mano de Jean-Luc Ferry/Nancy, que podemos dar paso a la tercera de las afirmaciones que abrían este apartado: “la ley del cogito está sometida a una ley de fabulación”. Una última sentencia que puede ayudarnos a valorar la sobredosis narrativa que sirve de preámbulo al método cartesiano y a la filosofía moderna: la estructura del cogito, verdad primera e indiscutible en el proceder cartesiano y puerta de entrada al orden estructural de Dios como garante epistémico de toda verdad indubitable, estaría sometida a una ley de fabulación. Dicha fabulación, desplegada artísticamente, no sería otra que la autobiografía intelectual de Descartes, en la que se nos presenta un relato articulado en torno a la poética del desengaño, el fracaso y el malogro de la experiencia mundana como condición de posibilidad de la emergencia heroica de la verdad.

 

A modo de conclusión

 

Al finalizar estas páginas, podemos recoger algunas ideas sugerentes relativas a la trenza inextricable entre los dispositivos ficticios, la historia y la voluntad filosófica de sistema en los albores de la filosofía moderna.

En primer lugar, el DM de Descartes se posiciona en una tradición antigua -tanto, al menos, como los diálogos de Platón- en la que la filosofía se presenta como un gesto discursivo y enunciativo enmarcado en escenarios dramáticos y situacionales que sirven de horizonte polemológico para la construcción de posiciones teóricas (tesis) que batallan ente sí reforzándose y destruyéndose con el fin de fundamentar cada vez mejor la posibilidad de un soberbio hallazgo: el encuentro de una verdad que garantice la certeza de nuestros saberes y la corrección de nuestros haceres. Asimismo, ya en el Fedro de Platón se nos presentaba una paradoja fértil de la que se nutre el propio Descartes: una contradicción performativa, donde la escritura es criticada mediante la escritura misma. Descartes parece estar jugando con esta tensión paradojal cuando instala, como preámbulo para la presentación del método que garantizará el advenimiento de la verdad más allá de toda perspectiva subjetiva, un relato en primera persona: el relato del desencanto, la frustración y el fracaso en su búsqueda de la verdad en el territorio extraviado de los libros y el mundo. En este sentido, el gesto cartesiano es también deudor de una convicción platónica muy bien estudiada por autores de la talla de Charles Kahn, W. Wieland y Alejandro Vigo: al menos desde el Eutidemo y el Gorgias de Platón, el fracaso en el diálogo filosófico (pero también en el monólogo) constituye el motor de toda auténtica investigación que no se conforme con falsos cimientos o saberes espurios. La frustración (de los interlocutores o del monologuista) ante las encrucijadas, los vértigos y las aporías promovidas por Sócrates y por Descartes, lejos de cancelar la pesquisa y la interrogación, la elevan a un mayor nivel de exigencia, exactamente como sucederá en las Meditaciones metafísicas y como ya, de algún modo, se anuncia en el DM. Las narrativas triunfalistas de la modernidad científica dependen también, paradójicamente, de estructuras narrativas, de ficciones y de relatos en los que no importa tanto su verdad como su función: narrativas al servicio del encumbramiento del sujeto heroico.

En segundo lugar, observamos que la experiencia y la narrativa del fracaso y del desengaño terminan siendo en Descartes tan metódicas como su duda hiperbólica. Como sugiere Rábade (2006: 190-204), tal vez Descartes nunca dudara de absolutamente nada, pero necesitaba la duda misma para dar garantizar una gnoseología de certezas absolutas. Del mismo modo, la modernidad se instituye en plena revolución científica como un ideal de crecimiento ilimitado e infinito: a diferencia del modelo del límite imperante en toda la tradición occidental -donde las capacidades del ser humano, pese a ser inmensas, están limitadas por las voluntades divinas o por el azar y la potencia de la naturaleza parcialmente indomable- el paradigma de la modernidad es un paradigma de control epistémico ilimitado. En este sentido, todo fracaso no sería más que un momento instrumentalmente necesario y provisional para el hallazgo del éxito futuro. Un éxito que, en tanto sujetos racionales iluminados por la luz natural, estaríamos llamados a plenificar siempre que hagamos un uso recto y correcto, es decir, metódico, de nuestra inteligencia. En definitiva, la modernidad también insinúa formas teodiceicas de justificación y desmalignización del error: todo aquello que se presenta a primera vista como un mal y, en concreto, como un mal epistémico, opera como motor y potencia de reversibilidad en el marco de la confianza ciega en las facultades intelectuales y en las habilidades técnicas del ser humano, llamado a convertirse en amo y señor de la naturaleza.

Por último, advertimos que, como indica el propio Williams en su estudio sobre Descartes (1996: Introducción), la modernidad europea está atravesada por una fuerte tensión entre la voluntad de verdad o la exigencia de veracidad y la desconfianza frente a la verdad misma. La modernidad filosófica es también la sospecha de que toda supuesta forma de verdad no es más que una trampa o una mera perspectiva relativa, subjetiva y falaz. Esa tensión estaría bien encarnada en la puesta en escena del DM de Descartes, donde el filósofo francés ejemplifica con crudeza su desconfianza ante la tradición y su deseo de anular la historia y de eliminarla de toda concepción estricta de la verdad y de la ciencia. Todo saber tradicional es, para Descartes, sospechoso, y toda explicación histórica debe ser ignorada por su exceso de mediación. Sin embargo, el destructor de la historia, el enemigo de la tradición y el defensor de la aniquilación de toda forma de procedencia y de genealogía, no puede sino cimentar la nueva imagen del mundo y del yo en la más íntima de las confesiones: el relato de sí y la fábula de la vida fallida. Descartes desconfiará de la explicación histórica de la verdad y, sin embargo, recurrirá a una historieta, a una fábula, para contar la historia de la Verdad y del descubrimiento de la verdad. Esa historia narra precisamente el fracaso de las tentativas de Verdad del saber tradicional y el fracaso de la verdad cuando quiere ser extraída de la diversidad cultural de las costumbres en un universo plural.

Terminemos con algunas preguntas: ¿cuentan historias los científicos que se encargan de denunciar el carácter erróneo, falaz o tendencioso de los diferentes relatos sobre el pasado? ¿Cuentan historias los matemáticos para descartar la historia y la literatura como vehículo de conocimiento verdadero? Y si lo hacen: ¿qué tipo de historias cuentan? ¿Qué tipo de fábulas? ¿Qué tipo de historia y de fábula es el mundo, tal y como sugiere el relato autobiográfico del fracaso juvenil de Descartes? No deja de ser inquietante e impertinente pensar que la fórmula con la que se accede a la ciencia del sujeto moderno no es ni más -ni menos- que es un hermoso latinajo: “mundus est fabula”.

 

 

 

Bibliografía

 

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BERNABÉ, A., (Ed.) (2008). Fragmentos presocráticos, Madrid: Alianza.

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RÁBADE, S., (2006). El racionalismo. Descartes y Espinosa, Madrid: Trotta.

ROCCO, V., (Ed.) (2021). Glosario del fracaso, Madrid: Círculo de Bellas Artes. SÉNECA, L.A., (2013). Cuestiones naturales, Madrid: Gredos.

VERNANT, J.P., (2001). Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Barcelona: Ariel.

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* Texto desarrollado en el marco del proyecto REVFAIL "Failure. Reversing the Genealogies of Unsuccess, 16th-19th Centuries" en el programa Marie Skolodowska-Curie Research and Innovation Staff Exchange (H2020-MSCA-RISE 2018).

[1] En adelante, DM.

[2] Citaremos las traducciones de Descartes de acuerdo con la edición de sus Obras completas (2011), editadas en Madrid por Gredos.

[3] Sobre la función general de la metáfora en el pensamiento de Descartes, véase: (BRODY, 1974; GUEROULT- GOUHIER, 1957; CAHNÉ, 1980 y VAN DEN ABBELE, 1992). Sobre la metáfora particular del camino y el laberinto, nos remitimos a: (NADOR, 1962).

[4] Sobre las Regulae y su relación de contraposición con el modelo aristotélico del saber, véase el excelente estudio de Marion (2008).

[5] No parece casual, desde luego, que el reverso exacto del nacimiento filosófico de la modernidad se encuentre en la novela cervantina y, más en concreto, en la figura del caballero Don Quijote: un lector voraz, desorientado y desubicado condenado al vicio de la aventura, al laberinto y a la divagación.

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