¿justicia divina? Críticas teológicas a los procedimientos judiciales para la represión de la brujería en East Anglia (1645-1647) y Salem (1692-1693)
Agustín Méndez
Universidad de Buenos Aires / CONICET, Argentina
Recibido: 25/07/2022
Aceptado: 14/12/2022
Resumen
Los procesos judiciales por brujería ocurridos en East Anglia (Inglaterra) entre 1645-1647 y aquellos centrados en Salem (Massachusetts) en 1692-1693 se destacaron a nivel regional tanto por su extensión temporal como por la cantidad de personas involucradas. Ambos episodios se caracterizaron por la introducción de evidencias y métodos de interrogación hasta ese momento no aceptados como elementos probatorios durante los juicios. Esto provocó la respuesta crítica del teólogo y ministro puritano John Gaule (c.1603-1687) en Inglaterra, y la de su colega Samuel Willard (1640-1707) en la colonia americana. Se plantea como hipótesis que los dos autores recurrieron a argumentos teológicos para rechazar la validez de las pruebas utilizadas para condenar a los acusados, aunque sin negar la existencia de los brujos ni la necesidad de castigarlos.
Palabras clave: juicios por brujería; siglo XVII; East Anglia; Salem; crítica teológica; John Gaule; Samuel Willard.
Divine Justice? Theological responses to court proceedings during witchcraft trials in East Anglia
(1645-1647) and Salem (1692-1693)
Abstract
The witch-trials that took place in East Anglia (England) between 1645-1647, and those centered in Salem (Massachusetts) in 1692-1693 stood out regionally for their length as well as for the number of people involved. Both episodes were also noteworthy for the using of types of evidences and interrogation methods never before accepted in court. These facts gave rise to the critical response by puritan theologian and clergyman John Gaule (c.1603-1687) in England, and from his colleague Samuel Willard (1640-1707) in the American colony. This paper suggests as hypothesis that both authors used theological reasoning to reject the validity of the evidence used as ground for conviction, though without denying the existence of witches nor the obligation to punish them.
Key words: witch-trials; Seventeenth Century; East Anglia; Salem; theological responses; John Gaule; Samuel Willard.
Agustín Méndez. Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente es becario posdoctoral en el CONICET, donde lleva adelante un proyecto que estudia la brujería, la posesión diabólica y otros aspectos del discurso demonológico en relación con el desarrollo de la reforma protestante en Inglaterra durante la modernidad temprana desde una perspectiva basada en la historia cultural e intelectual. En los últimos años ha publicado artículos en revistas académicas de Argentina, España, Estados Unidos, Italia y Reino Unido. En 2020 publicó su primer libro, El infierno está vacío. Caza de brujas, demonología y reforma en la Inglaterra temprano moderna (s. XVI y XVII), editado por la Universidad de Valencia.
Correo electrónico: mendezagustin@live.com.ar
ID ORCID: 0000-0002-5233-8973
¿justicia divina? Críticas teológicas a los procedimientos judiciales para la represión de la brujería en East Anglia (1645-1647) y Salem (1692-1693)
Introducción y propuesta
En su conocido trabajo de síntesis, el historiador británico Brian Levack (2006: 30-73) explica que la represión de la brujería en la Edad Moderna se sostuvo a partir de fundamentos intelectuales -el conjunto de ideas que hizo inteligible y dotó de sentido a la noción del brujo existente entre el Renacimiento y la Ilustración- y legales -los mecanismos y prácticas judiciales que permitieron la praxis punitiva de delitos inexistentes e imposibles. Entre los primeros incluye los elementos centrales del discurso demonológico cristiano durante aquel periodo: la existencia de demonios y su intervención directa en el mundo material, la noción del pacto diabólico, el sabbat, el vuelo de las brujas y la posibilidad de que entidades espirituales y seres humanos pudieran mantener relaciones sexuales entre sí. Entre los segundos, en cambio, destaca el reemplazo del método acusatorio por el inquisitorial, hecho que permitió que las denuncias no requirieran de la acusación formal por parte de la supuesta víctima de un crimen para llegar a juicio, por lo que este podía ser iniciado por otros miembros de la comunidad o directamente por las autoridades judiciales a partir de informaciones obtenidas por su cuenta, incluso a partir de rumores. Este cambio permitió, además, que oficiales de los tribunales investigaran por su cuenta los delitos y determinaran la inocencia o culpabilidad del acusado. De este modo, faltas como la herejía, donde no había víctimas que demandaran retribución, pudieron ser llevadas efectivamente ante la justicia. Finalmente, la interrogación directa por parte del o los jueces, y especialmente la utilización de la tortura mientras aquella se llevaba a cabo, presionaban psicológica y físicamente a los acusados para confesarse culpables de hechos que no habían cometido, e incluso acusar a terceros de ser sus cómplices, algo determinante para crímenes como la brujería, entendida en la modernidad temprana como un delito colectivo (Levack, 2006: 70-108; Moyer, 2020: 172-173).
Si bien el modelo de Levack resulta aplicable para Europa y América, las porciones del orbe donde se desarrolló la caza de brujas entre los siglos XV y XVIII, existen particularidades regionales. De hecho, la relativa lenidad con la que se desarrolló la represión de la brujería en Inglaterra, donde se calcula que alrededor de 2000 personas fueron enjuiciadas y 500 ejecutadas sobre un total continental de 100.000 y 50.000 respectivamente, ha sido vinculada con particularidades del discurso demonológico y de las prácticas judiciales locales. Si el análisis se enriquece incorporando a las colonias inglesas en América, las consideraciones historiográficas mencionadas no se modifican sustancialmente.
En cuanto a la praxis punitiva, Inglaterra se diferenció de buena parte de los países de Europa continental al no haber adoptado el modelo inquisitorial para su sistema legal. Al mantenerse los procedimientos de tipo acusatorio, el inicio de los procesos judiciales descansaba en la denuncia de los directamente perjudicados. A su vez, al menos en teoría, los jueces profesionales no se encargaban de la detección, investigación o condena del crimen, sino que eran árbitros imparciales que presidían el juicio (Levack, 2006: 78). Aquello, entonces, era tarea de dos grupos de jurados, quienes carecían de instrucción legal formal. El primero de ellos, el grand jury, evaluaba las pruebas y testimonios aportados por los denunciantes y decidían si eran suficientes para constituir un caso legal en la corte. Si el resultado era afirmativo, la responsabilidad pasaba al pety jury, compuesto por personas diferentes encargadas de dictaminar el veredicto final (Darr, 2011: 50-56). Tan importante como esto resulta el hecho de que el sistema inglés no contemplaba el uso de la tortura judicial más que en delitos excepcionales, por caso, la traición. Así, en abstracto, las tradiciones legales existentes en Inglaterra durante los siglos centrales de la modernidad no parecían las más adecuadas para generar persecuciones masivas de brujos. A partir de su progresivo establecimiento desde la década de 1620, las colonias puritanas en el norte de América mantuvieron el esquema acusatorio, aunque permitieron la adopción de elementos inquisitoriales, entre los cuales el más evidente resulta la tendencia de los jueces a considerarse como instrumentos divinos obligados a tomar, cuando fuera necesario, un rol más activo en los procesos penales (Moyer, 2020: 174).
Más allá de las particularidades aludidas, lo cierto es que el espacio atlántico inglés conoció procesos judiciales por brujería cuya dinámica se asemejó a las cacerías paradigmáticas de las regiones europeas más afectadas por este fenómeno. Nos referimos a aquellos ocurridos en los condados de East Anglia, en Inglaterra, entre 1645-1647, y los centrados en Salem y sus localidades aledañas, en Massachusetts, durante 1692-1693. Estos episodios se relacionaron con alteraciones de los procedimientos judiciales ordinarios, tales como el uso de tormentos durante interrogatorios, la auto-atribución por parte de privados de facultades propias de profesionales de la ley para conducir investigaciones, pero también por la convalidación de pruebas hasta ese momento no aceptadas por los tribunales para aplicar la pena capital, como fue el caso de la evidencia espectral (Baker, 2005: 27). Estas novedades provocaron respuestas críticas entre los contemporáneos.
El presente artículo tiene por objetivo analizar dos de ellas apoyándose en la tradición de la historia intelectual y cultural, con la intención de recuperar y entender la articulación de ideas del pasado en el universo histórico y social de quienes las sostuvieron. Es decir, analizar reflexiones complejas y sofisticadas, en este caso de miembros de la elite cultural, para reconstruir las suposiciones y contextos que les otorgaron a esos escritos el significado que originalmente tuvieron (Pocock, 2009: 107-108)[1]. Puntualmente, en las siguientes páginas analizaremos, por un lado, el posicionamiento sobre los procesos judiciales por brujería del clérigo puritano inglés John Gaule, vicario de la iglesia de Great Staughton (Huntingdonshire), quien en 1646 publicó el tratado Select Cases of Conscience touching Witches and Witchcraft; por el otro, la de su colega americano Samuel Willard, pastor de la Tercera Iglesia de Boston, autor de Some Miscellany Observations On Our Present Debates Respecting Witchcrafts (1692). Ninguno de estos textos cuestionó la existencia de los brujos, ni la obligación de castigarlos con la mayor severidad posible. La forma en la que allí se definía la brujería o las acciones típicas de quienes cometían dicha transgresión no se diferenciaban de las corrientes dominantes del discurso demonológico, lo que los alejó argumentalmente de autores británicos escépticos como Reginald Scot (c. 1538-1599), el médico Thomas Ady (1606-1704) o el filósofo Thomas Hobbes (1588-1679). Sus argumentos tampoco descansaban sobre presupuestos de la naciente filosofía mecanicista, el naturalismo o el racionalismo. La revisión propuesta por ambos autores, entonces, apuntaba a los procedimientos judiciales implementados para sostener las condenas. Gaule criticó los numerosos abusos judiciales cometidos por los buscadores de brujos (witchfinders) Matthew Hopkins (c.1620-1647) y John Stearne (1610-1670), mientras que Willard rechazó las evidencias espectrales utilizadas por el tribunal que llevaba adelante los juicios en Salem.
El estudio de los textos de Gaule y Willard es relevante porque ambos ocupaban posiciones eclesiásticas con tareas pastorales en regiones donde la represión de la brujería había alcanzado niveles nunca registrados hasta ese momento en aquellos territorios, así como también debido a que el posicionamiento crítico se realizó durante el desarrollo de los juicios, es decir, en paralelo a los actos que condenaban. Incluso, sus textos no pasaron desapercibidos para los defensores de las persecuciones y sus métodos, como el mencionado Stearne en Inglaterra o el teólogo y ministro Cotton Mather (1663-1728) en Massachusetts, cuyos posicionamientos en el tema serán referidos más abajo. Asimismo, la consideración simultánea de autores que desarrollaron su tarea intelectual en diferentes porciones del espacio civilizatorio inglés pretende romper con las divisiones esquemáticas entre historia europea y americana para la Edad Moderna, primer periodo en el cual ambos continentes se vincularon de manera estable y permanente, facilitando en este caso una perspectiva transatlántica para las discusiones sobre las prácticas punitivas del delito de brujería en la segunda mitad del siglo XVII, algo aun no suficientemente abordado por la historiografía, especialmente en castellano.
De este modo, se plantea como hipótesis que los autores escogidos recurrieron a postulados teológicos para demostrar la irregularidad de las persecuciones de brujos más severas de la modernidad temprana en el atlántico inglés; en otras palabras, aquellas descansaban sobre procedimientos o evidencias que iban en contra de la ortodoxia religiosa que la represión judicial de la brujería afirmaba defender. Así, sin cuestionar los fundamentos intelectuales de la caza de brujas, al abogar por un mejoramiento de los estándares probatorios, Gaule y Willard habrían colaborado desde una postura religiosa a que cada vez fuera más difícil probar el crimen de brujería en los tribunales.
East Anglia (1645-1647): Los tormentos de los buscadores de brujos
En la profusa historia bélica de las islas británicas, la guerra civil inglesa de la década de 1640 logra sobresalir por su brutalidad. Sobre una población de cinco millones de personas, se calcula que el enfrentamiento entre la monarquía y el parlamento provocó la muerte de alrededor de 190.000, lo que arroja una mortalidad proporcional superior, por caso, a la de la Primera Guerra Mundial (Gaskill, 2005: 283-284). Más allá de sus raíces políticas y económicas, este atroz y extenso conflicto intestino tuvo incuestionables motivaciones religiosas, producto del devenir histórico propio del proceso de reforma protestante en Inglaterra (Purkiss, 1996: 71-120). Este cariz potenció el clima apocalíptico tan propio de los siglos XVI y XVII en Europa, y también facilitó la completa demonización de los bandos enfrentados, a pesar de que sus integrantes hablaban la misma lengua, compartían tradiciones y antepasados, y, aunque con matices, adoraban a la misma divinidad. Este marco fue el trasfondo de la persecución de brujas más intensa de toda la historia de Inglaterra.
Entre 1645 y 1647, en la parte más oriental del reino, la región histórica de East Anglia, alrededor de 250 personas fueron interrogadas bajo sospecha de haber cometido el delito de brujería, 200 fueron efectivamente juzgadas y al menos 100 de ellas fueron halladas culpables y ejecutadas en la horca. La mayor parte de dicha actividad judicial se concentró en el segundo semestre de 1645, lo que potencia el impacto de las cifras mencionadas: pocas persecuciones masivas ocurridas Europa continental alcanzaron esa severidad en menos de seis meses (Sharpe, 1996: 129-130). Historiadores como Cecil L´Estrange Ewen (1933: 60), Alan Macfarlane (1999: 139) o Keith Thomas (1970: 50) la relacionaron en menor o mayor medida con la influencia contaminadora de las ideas continentales sobre brujería -mediadas por los buscadores de brujas Matthew Hopkins y John Stearne- en las que el demonismo era determinante y la magia nociva tenía un rol subsidiario. Estas ideas, no obstante, se encuentran actualmente desacreditadas (O´Brien, 2016: 32 y 40-41; Gaskill, 2008: 68). James Sharpe (1996: 140-141) se enfocó, en cambio, en el colapso del sistema judicial inglés durante la guerra civil, lo que habría inhibido su funcionamiento normal, facilitando los abusos judiciales. Peter Elmer (2016: 114-124), por su parte, llamó a no sobreestimar la importancia de aquello, sino a centrarse en las tensiones internas acumuladas en los condados orientales en la década previa a los juicios, así como en la ausencia de batallas en aquellos territorios, lo que había permitido a las autoridades locales concentrarse en la imposición de estándares disciplinarios más severos.
Para los intereses del presente texto, hay elementos a rescatar en todas las interpretaciones mencionadas. Ciertamente, el rol de Hopkins y Stearne es crucial, pero no por la supuesta “novedad” o “peculiaridad” de sus ideas demonológicas, sino por haber sido los que en su rol de witchfinders catalizaron las conflictivas dinámicas de las comunidades de East Anglia, así como los responsables primarios de los abusos judiciales más evidentes durante los interrogatorios a los sospechosos de brujería (Gaskill, 2005: 273).
Lo poco que se conoce de sus vidas antes de su participación en los juicios indica que Hopkins y Stearne provenían de familias puritanas pertenecientes a la gentry del condado de Suffolk. La importancia social que ambos percibían tener no provenía de su riqueza material o títulos nobiliarios, sino por considerarse parte de los santos, aquellos predestinados a la salvación desde el comienzo de los tiempos (Gaskill,2005: 38-39). Para el invierno de 1644-1645, momento en que se inician las acusaciones por brujería, ambos se encontraban en Maningtree (Essex), aparentemente sin relación previa entre ellos. Hopkins intervino en las examinaciones que anteceden a los juicios muy rápidamente. De acuerdo a su propio relato, su injerencia se justificaba por la experiencia que tenía en la materia (Sörlin, 2006: 1206). La misma estaba basada en dos episodios, uno sufrido a lo largo de semanas, en las que todos los viernes oía desde su hogar a los brujos que se reunían en los bosques cercanos para “ofrecerle sacrificios al demonio”; el otro en la terrorífica visita que recibió de parte de un espíritu familiar que, bajo la apariencia de un oso, había sido invocado por los asistentes a las asambleas nocturnas con la intención de amedrentarlo para que callara lo que había oído (Hopkins, 1647: 2-3). Con esta excusa, Hopkins comenzó a interrogar a los primeros sospechosos, procedimientos a los cuales se sumaría Stearne. Cuando los magistrados intervinieron por primera vez en marzo de 1645 recibieron de manos de Stearne una transcripción de las confesiones de diversas mujeres. De acuerdo a lo relatado por aquel, los resultados de la tarea fueron tan satisfactorios que las autoridades redactaron una orden en la que tanto él como Hopkins quedaban autorizados “para investigar a aquellas personas a las que consideraran oportuno” (Stearne, 1648: 14)[2]. El visto bueno fue apenas un reconocimiento de la actividad que ambos witchfinders habían iniciado unilateralmente con anterioridad, pero sirvió para envalentonarlos en el cumplimento de la que creían era su misión. Durante los dos años siguientes, con mayor o menor fortuna, llevaron a cabo la tarea de modo itinerante en toda la región de East Anglia.
La auto-designación de Hopkins y Stearne para liderar los interrogatorios ya constituía una transgresión del normal funcionamiento del sistema judicial. Esta usurpación de roles fue el origen de todos los abusos posteriores. Los witchfinders buscaban testimonios que dieran cuenta no de la utilización de magia nociva, sino de que los sospechosos habían establecido un pacto con Satán y que formaban parte de una conspiración de gran escala para la derrota del puritanismo en la guerra civil y la posterior destrucción de la reforma en Inglaterra (Gaskill, 2005: 47). Para obtenerlos, recurrieron a métodos hasta ese momento no aceptados en los interrogatorios por brujería realizados en suelo inglés, pero que fueron característicos de los ocurridos en 1645-1647.
Con todo, aquellos no se correspondían con el uso de la estrapada o el potro al modo de los juicios continentales, tampoco con otras torturas físicas que legalmente se podían emplear en Inglaterra frente a otros crímenes. Sí lo hacían, en cambio, con prácticas cuyo objetivo era generar condiciones de extrema presión psicológica, tal como el encierro y la imposibilidad de dormir (De Waardt, 2006: 1183). En The Discovery of Witches (1647), texto publicado por Hopkins (1647:8) para justificar su accionar durante los dos años previos, el autor señala que los sospechosos eran “removidos de su hogar” con la “intención de separarlos de sus cómplices” y dejarlos en “malas condiciones” para que comprendieran la gravedad de su pecado. Una vez encerrados, “eran mantenidos en vela por dos o tres noches” de manera tal que los examinadores pudiesen atestiguar la visita de los espíritus familiares que colaboraban con aquellos (1647: 2-3). En el mismo texto intentó suavizar las prácticas afirmando que eran los propios acusados los que preferían no dormir, aunque -como señaló Malcolm Gaskill (2005: 258)- olvidó comentar a los lectores que aquellos estaban atados, sentados incómodamente y con los pies sujetados por cuerdas (Hopkins, 1647: 5). La llamada tormentun insomniae también incluía “prácticas extremadamente crueles” tales como largas caminatas sin descanso dentro de una pequeña habitación (Darr, 2011: 252). Luego de varias noches de agotamiento y privación de descanso, la realidad se fusionaba con la fantasía. Ninguna acción delictiva era lo suficientemente fantasiosa como para no ser confesada por los detenidos o descartada por los interrogadores (GASKILL, 2005: 89-90). De este modo, hombres y mujeres por decenas comenzaron a incriminarse como acólitos de Satán y partícipes en el sabbat, al tiempo que daban los nombres de sus supuestos cómplices.
Por su parte, Stearne también redactó un texto apologético de su tarea y la de su colega: A Confirmation and Discoverie of Witchcraft (1648). Además de relatar los tormentos arriba aludidos, se centró en la prueba del agua, un resabio de las ordalías medievales que consistía en arrojar a los sospechosos a un banco de agua y aguardar uno de los siguientes resultados: si se hundían por completo, eran inocentes; si flotaban, era evidencia de su culpabilidad. La práctica era conocida desde el siglo X, pero fue prohibida en el XII como parte del abandono de los juicios de inspiración divina. Su revival en el siglo XVII fue de la mano con su completa asociación al delito de brujería: era el método principal para la detección de quienes eran culpables de aquel, algo expresamente prohibido por las leyes seculares y desaconsejado por las autoridades eclesiásticas (Darr, 2011: 158-159). Pese a ello, Stearne (1648: 18) reconoce que él y su compañero llevaron a cabo dicha práctica, aunque “en un momento del año en el que no era dañino hacerlo”, únicamente cuando los sospechosos “solicitaban su realización” y limitadamente al comienzo de los juicios, “antes de que los ministros religiosos advirtieran su ilegalidad”. Este ensayo de justificación, incluso, es empañado líneas después: el autor nunca niega la utilidad de la prueba como evidencia de la pertenencia a la secta de los brujos. Las personas culpables “aunque intenten meter sus cabezas o cuerpos bajo el agua no lo consiguen”; de hecho, el líquido “nunca entra en ellos, aunque sí lo hace en las personas inocentes” (1648: 18-19). Tal era el pavor que esta práctica causaba en los sospechosos que una de ellas le aseguró a Stearne (1648: 16) que una de sus compañeras se encargaría de destruirlo porque “él la haría nadar”. Por su parte, Hopkins (1648: 6) repitió la estrategia de responsabilizar a los sospechosos por los abusos cometidos. Satán convencía a los acusados de presentarse voluntariamente ante los witchfinders con la excusa de que utilizaría sus habilidades preternaturales para hacerlos superar las pruebas a las que fuesen sometidos. Así, confiados, aceptaban afrontar la prueba del agua porque el demonio les había prometido “que se hundirían y serían exonerados”, solo para terminar flotando y comprobar “que nuevamente los había engañado”. Además, aunque Hopkins (1647: 6-7) sostiene que dicha prueba no fue utilizada como evidencia, insiste con el potencial probatorio del agua al dejar entrever que la aversión de aquel elemento hacia los brujos se muestra también en su incapacidad para llorar, ya que al ser acusados de esa falta gravísima “no se les cae ni una lagrima”.
Salem (1692-1693): El uso judicial de la evidencia espectral
Si bien los juicios por brujería centrados en la ciudad portuaria de Salem -la segunda más importante de Massachusetts después de Boston- y su hinterland rural no ocurrieron en medio de una guerra civil, sí se enmarcaron en un periodo de profunda inestabilidad política en la región, producto del recorte que la monarquía inglesa impuso sobre la autonomía de las colonias de Nueva Inglaterra durante los reinados de Carlos II (1630-1685) y Jacobo II (1633-1701), y que serían profundizadas por los soberanos entronizados luego de la Revolución Gloriosa de 1688 (Lovejoy, 1972: 160-250; Stanwood, 2011: 25-139). En Massachusetts esto se materializó en la anulación de la carta de gobierno de 1629 -documento que reconocía la existencia de aquella unidad política y aseguraba sus libertades básicas- en 1684, la remoción de las autoridades locales, nuevas tasas impositivas y la tolerancia hacia el anglicanismo, lo que marco de hecho el fin de los privilegios que los puritanos habían gozado desde los inicios de la experiencia migratoria (Baker, 2005: 8 y 26; Ray, 2015: 66 y 86). Recién en mayo de 1692 la colonia recibió su nueva carta de gobierno, la que le reconocía una autonomía mucho menor que la original. Cuando el documento llegó desde Londres a Boston, las cárceles de Salem ya se encontraban repletas. Entre febrero de 1692 y mayo de 1693, la brujería adquiriría proporciones epidémicas: las 152 acusaciones formales y 19 ejecuciones atravesaron a más de veinte comunidades (Boyer y Nissenbaum, 2003: 21).
La cantidad de denuncias y la extensión geográfica de las mismas, inusitadas para toda Nueva Inglaterra, se puede explicar por el papel desempeñado por la Court of Oyer and Terminer (“corte para escuchar y determinar”) convocada en mayo por el recién arribado gobernador William Phips (1651-1695) esencialmente con el objetivo de solucionar de modo definitivo un problema que estaba poniendo en peligro la estabilidad del flamante gobierno (Ray, 2015: 7; Boyer y Nissenbaum, 2003: 17-18)[3]. Entre las evidencias aceptadas por este tribunal, la más determinante fue la de tipo espectral. La misma tiene su origen en la idea de que los brujos, al establecer un pacto voluntario con Satán, aceptan que este pueda copiar su apariencia -creando así un espectro- para atacar a otros seres humanos. Importante para esta forma de evidencia era la creencia subsidiaria en que las víctimas tenían la capacidad de identificar a la persona representada por el espectro, lo que constituía una prueba a ser utilizada ante las autoridades judiciales para fundamentar la acusación (Weisman, 2006: 1074). En este sentido, es importante destacar dos cuestiones. En primer lugar, sin importar qué evento o suceso hubiese precipitado la acusación, o qué afirmaciones hubieran ocurrido después, los acusados eran procesados por atacar a sus acusadores durante su propio interrogatorio. Es decir, mientras estaban siendo cuestionados por los jueces, su espectro golpeaba, pellizcaba o asfixiaba a quienes los habían denunciado, de modo que la evidencia espectral casi sin excepción se producía el mismo día de la interrogación (Rosenthal, 1993: 44). Por otra parte, solo los afectados por los ataques eran capaces de ver la figura fantasmal, el resto de las personas, incluidos los magistrados, solamente podían convalidar una experiencia completamente ajena a sus sentidos (ROSENTHAL, 2003: 417).
Si bien este tipo de testimonios fue utilizado en juicios por brujería en Francia, su asociación más directa es con Inglaterra (puntualmente los juicios de Bury St. Edmunds ocurridos en 1662) y, sobre todo, con los de Massachusetts que aquí nos conciernen, en los que hasta 79 acusaciones fueron iniciadas en base a aquellos (Clark, 2007: 148). Excepto en los casos donde los supuestos brujos confesaban, la evidencia de tipo espectral era la base legal de las condenas y, en consecuencia, de las ejecuciones (ROSENTHAL, 1993: 68). Por ejemplo, en marzo de 1692, Ann Putnam Jr., una de las primeras afectadas por las habilidades dañinas de las brujas locales, declaro en la corte que “la aparición de Sarah Good” la había atacado gravemente mientras aquella era interrogada por los jueces, tormentos que instantes después repitió sobre los cuerpos de sus amigas Elizabeth Parris y Abigail Williams (ROSENTHAL, 2009: 138). En base a estos testimonios, Good fue hallada culpable y ejecutada en julio (Roach, 2004: 202-203). De modo semejante, Elizabeth Hubbard afirmó ante los magistrados del tribunal que “la aparición de Sarah Osburn” la aterrorizó con pellizcos y pinchazos, accionar que se extendió entre el 27 de febrero y el 1º de marzo, cuando su victimaria fue citada por las autoridades para ser cuestionada. Sin embargo, estar frente a las autoridades no detuvo a la maliciosa atacante “quien siguió torturándola muchas veces más” (ROSENTHAL, 2009: 138-139). Osburn no llegó a ser ejecutada por declaraciones como las de Hubbard debido a que murió en prisión antes del juicio (Roach, 2004: 119). Para complementar, en los interrogatorios de abril, la acusada Mary Warren anticipó los argumentos de los jueces y afirmó que temía que “fuera el demonio” el que estuviera atacando a la gente utilizando su apariencia (ROSENTHAL, 2009: 203).
Esto último era una de las principales advertencias que teólogos y ministros religiosos realizaban respecto de la evidencia espectral. Inmediatamente después de las primeras ejecuciones ordenadas por la corte en junio de 1692, el gobernador Phips y su consejo le solicitaron a un grupo de expertos en teología su opinión sobre el desarrollo de los procesos por brujería. La respuesta escrita llevó por título “The Return of several ministers”, cuyo redactor fue una de las autoridades religiosas más prestigiosas de todas las colonias inglesas en el nuevo mundo, Cotton Mather, y que además fue firmada por su aún más respetado padre, Increase Mather (1639-1723), y el propio Samuel Willard, entre otros (ROSENTHAL, 1993: 69; GODBEER, 1992: 217). El contenido del texto se caracterizó por su ambigüedad. Por un lado, los firmantes aclaran que no necesariamente concuerdan con “los principios que algunos jueces han sostenido” sobre la imposibilidad de que Satán pudiera crear el espectro de una persona que fuera inocente, motivo por el que, si una representación espiritual era vista por una de las personas afectadas, eso automáticamente probaba la culpabilidad de aquella (C. Mather, 1692: 1). Al ser los demonios capaces de transformarse en ángeles de luz, como advierte Pablo en 2 Corintios 11-14, nada impedía que la figura que replicaran fuera la de una persona piadosa e inocente. De allí que reclamaran “ternura”, con aquellos que hubieran sido denunciados, pero “fueran personas con una reputación previa inmaculada” (C. Mather, 1692: 2). No obstante, como indica Mary Beth Norton, el documento nunca pone en duda el sufrimiento de personas como Ann Putnam Jr. o Elizabeth Hubbard. Tampoco cuestiona que el motivo de su padecer proviniera del mundo invisible, ni siquiera la realidad de las visiones espectrales. Únicamente se preguntaban si aquellas debían ser creídas incuestionablemente (NORTON, 2002: 215). Más importante aún, el documento “recomienda al gobierno una veloz y vigorosa persecución” de la brujería (C. Mather, 1692: 2). Estas últimas palabras fueron percibidas por los jueces como un respaldo a su tarea, en la cual profundizarían a lo largo del siguiente trimestre (BAKER, 2005: 188; ROSENTHAL, 1993: 71).
Ante el constante aumento de las condenas, las dudas sobre los métodos de la corte continuaron. Los reparos más significativos fueron esbozados por Increase Mather (1693: 34-35), quien desde octubre hizo circular entre los miembros de la elite el manuscrito de Cases of Conscience, pieza en la que se plantea abiertamente que nadie debía ser arrestado y menos aún condenado en base a visiones espectrales, ya que Satán podía manipular los sentidos de los sufrientes e imitar la anatomía de personas inocentes[4]. Sus ideas contaron con el apoyo expreso de los clérigos más importantes; el propio Willard mostró su aprobación al redactar el prefacio al texto de su colega, quien cerró sus argumentos con una frase inequívoca: “es mejor que diez brujos sospechados escapen a que una persona inocente sea condenada” (I. Mather, 1693: 66; Baker, 2005: 40).
Ante esta refutación de peso, desde la gobernación le encargaron al hijo del autor, Cotton Mather, la redacción de un relato oficial de lo ocurrido en Salem desde febrero de 1692. El mismo llegó a las imprentas en octubre -un mes antes que el trabajo de su padre-bajo el título Wonders of the Invisible World. A lo largo de sus páginas reaparecen las ambigüedades. El teólogo coincide con lo expresado en The Return of Several ministers y en el manuscrito de su padre: “los demonios en ocasiones pueden representar a una persona inocente para atormentar a otra” (C. Mather, 1693: xv). Sin embargo, también expone que muchas de las personas espectralmente representadas fueron adecuadamente “condenadas por practicar la maldita brujería” y “comprometerse en el infernal designio de arruinar nuestra tierra” (1693: xiii). Así, la aparición de espectros “razonablemente debe despertar la curiosidad de los magistrados” por averiguar si la persona “está en alianza” con espíritus impuros (1693: xxiv). El más joven de los Mather fue muy puntilloso en la defensa de los magistrados. Se cuidó de aclarar que la evidencia espectral solo fue utilizada para “iniciar investigaciones más profundas” que luego “fueron fortalecidas con otras pruebas” (1693: 39). De allí que los miembros de la corte mereciesen ser considerados como “jueces honorables” y personas de “excelente espíritu”, que en caso de haber cometido errores únicamente lo hicieron producto de una “bien intencionada ignorancia” (1693: xxii y 39). Con esta defensa, Mather aspiraba a frenar la crisis política que la brujería había desatado en el gobierno de la colonia (Baker, 2005: 200). En un periodo de transición política como el que estaba atravesando Massachusetts en 1692, la alianza entre la autoridad civil y el poder eclesiástico era considerada una necesidad para preservar la hegemonía puritana (WEISMAN, 1994: 169).
Al lector moderno puede resultarle claro que Increase y Cotton Mather tenían posturas con matices. Evidentemente, algo semejante se creyó en 1692, ya que Cotton le solicitó a su padre que incorporase un postfacio para la primera edición impresa de su Cases of Conscience en el que defendiera la apología de la tarea judicial ensayada en The Wonders (Ray, 2015: 157; Baker, 2005: 148-151)[5]. Increase cumplió el pedido: en la sección incorporada a pedido a último minuto, el ministro calificó a los jueces como hombres “sabios y buenos” que habían actuado fielmente y eran merecedores de “piedad y oraciones antes que de censuras” (I. Mather, 1693: 70-71). Esta adenda resignificó por completo el texto que Willard había apoyado mediante la redacción del prefacio. Mather no tuvo la gentileza de advertírselo, por lo que la edición impresa de Cases of Consciense, con su final laudatorio hacia los magistrados, al menos formalmente, contaba con el aval de Willard[6]. La respuesta de este no se hizo esperar y llegaría por escrito pocas semanas después.
Voces críticas en ambas orillas del Atlántico
Entre los siglos XVI y XVII dudar de la existencia de los brujos casi sin excepción provocaba la acusación de saduceísmo primero y de ateísmo después. Philip Almond (2014: 196) escribió acerca del periodo referido que “era tan imposible no creer en Satán como lo era no creer en Dios”. La norma de la época era que los que aceptaban la existencia de la brujería eran los moderados y cautos, mientras que los escépticos eran los extremistas, obstinados y dogmáticos (Goodare, 2020: 171). Vinculado con los argumentos del presente artículo, la oposición que los clérigos y teólogos puritanos John Gaule y Samuel Willard plantearon ante las acusaciones y condenas por brujería que frente a sus ojos se salían de control no se basaban en la negación de la existencia de los brujos. Ambos fueron muy cuidadosos a la hora de aclararlo y así desactivar posibles críticas hacia sus argumentos por parte de los apologetas de los juicios en East Anglia y Salem respectivamente[7]. En Select Cases of Conscience (1646: 1-2), el autor inglés advierte que las posturas escépticas con respecto a la brujería son un camino directo hacia el ateísmo, ya que necesariamente implica “creer que no hay demonio y, en consecuencia, que no hay Dios”. Según sus propias palabras, el “ateísta” y el “adiabolista” cometían errores que se originaban en una “seguridad carnal”. Algo semejante propuso Willard (1692: 2) en las colonias americanas. En Some Miscellany Observations, texto redactado siguiendo el modelo del diálogo socrático, el personaje S (en referencia a Salem) le pregunta a B (por Boston) si cree que los brujos existen, a lo que este responde de manera tajante “si, sin dudas” ya que las Escrituras eran claras respecto de su presencia en el mundo desde la Antigüedad[8].
Una vez señalado esto, puede advertirse al lector que las críticas de nuestros autores tampoco se fundamentaron a partir de una definición o caracterización de dicho crimen diferente a la de quienes impulsaban los procesos judiciales. En 1646, Gaule (23) define a aquella falta como un acto o rito en el que los brujos “se consagran y entregan al servicio del demonio” a partir del establecimiento de un “pacto, alianza o confederación” con aquel. Este pasaje no se diferencia, por ejemplo, de las líneas de A Confirmation and Discovery of Witchcraft en las que el cazador de brujas John Stearne (1648: iv) califica a la brujería como “el crimen más atroz de todos”, ya que quienes lo cometen “renuncian a Dios y a Cristo entregándose por medio de un pacto al demonio”. En Massachusetts puede trazarse un paralelismo semejante entre autores con posiciones opuestas. En el tratado Memorable Providences, Cotton Mather (1689: 4) cataloga a la brujería como “la realización de actos extraños y maléficos por medio de la ayuda de espíritus malignos” con los que los hijos impíos del hombre “establecieron un pacto”. En el texto redactado para criticar a los juicios que Mather apoyaba, Willard (1692: 15) explica que los brujos “abjuraron de Dios y Cristo al entregarse al demonio, el padre de las mentiras”.
En base a lo mencionado hasta aquí, resulta importante afirmar que todos los autores de tratados sobre brujería mencionados en estas páginas coincidían en la imperiosa necesidad de escarmentar aquel crimen del modo más severo posible. Stearne (1648: 7-9) considera a los brujos como “los peores idólatras que pueden existir”, y que por tener “un pacto explícito con el demonio deben morir”. Décadas después, en A Discourse of Witchcraft, uno de los sermones que componen su Memorable Providences, el pastor Cotton Mather (1689: 10) señala que quienes se “alinean con el infierno en contra del Cielo y la Tierra” no deben ser tolerados ni en el primero ni en la segunda porque su accionar es “un crimen capital”. Desde luego, nada de esto resulta sorprendente proviniendo de férreos defensores de la caza de brujas, ya sea en términos generales o los particulares sucesos de mediados del decenio de 1640 o los de comienzos de la de 1690. Sin embargo, palabras tan severas como estas se encuentran en las páginas escritas por quienes esbozaban reparos frente a las persecuciones. Gaule (1646: 173) entiende que los brujos “merecen toda clase de penas que puedan aplicarse o imaginarse, ya sean temporales, espirituales o eternas”. El personaje B del dialogo crítico escrito por Willard (1692: 2) especifica que es “indudable” que quienes traicionan a Dios deben ser penados y que la muerte es la sentencia correspondiente a dicha transgresión. Las objeciones, no obstante, no tardan en aparecer entre ambos grupos de autores. El religioso inglés solo reserva los castigos a los “verdaderos y reales brujos” para evitar que la “sangre de los inocentes” se derrame, por lo que considera peligroso pronunciar a cualquier persona como culpable en base a “falsas evidencias, reportes vulgares, simples sospechas o eventos casuales” (Gaule, 1646: 177-178).
En América, su par plantea que antes de aplicar los preceptos divinos hay que probar la culpabilidad de los sospechosos, por lo que recomienda proceder con “prudencia y cautela” respetando las “reglas correctas de investigación”. Ambas posturas solo adquieren pleno sentido si se conocen los eventos y las prácticas de las que los dos eclesiásticos estaban siendo contemporáneos. El castigo de la brujería en East Anglia y Salem no estaba siguiendo los métodos teológicamente apropiados, por lo que una tarea inicialmente deseable se había convertido en una afrenta directa a la divinidad.
En el caso de Gaule, ello se verifica en sus reflexiones sobre los witchfinders, de cuyo accionar fue testigo directo debido a su rol pastoral en Huntingdonshire, una de las localidades donde aquellos desempeñaron su disruptiva tarea (ELMER, 2016: 158). Una de las primeras observaciones que el ministro realiza tiene que ver con la novedad que dicha tarea supone: “es una profesión de la que hasta ahora no se había oído” (GAULE, 1646: 88). La guerra civil había generado un contexto propicio para que “personas privadas” escogieran esa ocupación, algo con lo que el autor no estaba satisfecho debido a que, antes que todo, esa tarea no debe ser concebida ni como una vocación ordinaria ni como una extraordinaria. Lo primero debido a que carece de “principios, bases, preceptos, reglas y prácticas” que le sean propias; lo segundo, en cambio, debido a que aquellos a quien la divinidad agracia con un don semejante son separados y distinguidos de las demás personas de “modo milagroso” y en “ocasiones excepcionales” (GAULE, 1646: 94-95). Así, las pautas del accionar de los buscadores de brujos no son fruto más que de su invención y, más importante, de sus supersticiones. Siguiendo las definiciones tradicionales de la teología cristiana que pueden rastrearse hasta los escritos de Agustín de Hipona, Gaule (1646: 40) cataloga a la superstición como la realización de prácticas a partir de las cuales se esperaban obtener resultados “para los que no eran naturalmente aptas ni habían sido ordenadas por la institución divina”. Dentro de esta categoría, por ejemplo, incluye a evidencias que los buscadores de brujas consideraban suficientes para que una persona fuese condenada a muerte en tanto brujo.
De este modo, “la tradición de que los brujos no lloran”, así como la de “arrojarlos al agua con los pulgares de pies y manos atados entre sí” para demostrar su culpabilidad eran hijas de la “ignorancia y la superstición” (1646: 75-80). Este tipo de proceder, así como mantener a los sospechosos de brujería atados en un banco y despiertos noches enteras para intentar registrar la visita de sus espíritus familiares, no eran signos piadosos para detectar culpables, sino para demostrar “que no había otros brujos más que los que incurrían en ellos” (GAULE, 1646: 77).
Asimismo, también caracteriza como “supersticiosas y profanas” las comunicaciones que el demonio, los brujos y los witchfinders entablan durante los interrogatorios en los que se fomenta la curiosidad sobre “ceremonias falaces” y “creencias engañosas” (GAULE, 1646: 66 y 150). A partir de esto, hombres como Hopkins y Stearne colaboraban en generalizar opiniones equivocadas y errores teológicos que lejos de librar al reino de los brujos, “los expone a ellos” (1646: 150). Los habitantes de las regiones rurales, a quienes el autor asocia con la falta de conocimiento teológico ortodoxo, ya confiaban más en el “infalible y maravilloso” poder de los buscadores de brujos que en el de “Dios, Cristo o el de los Evangelios predicados” (GAULE, 1646: 93). No resulta menor que Gaule plantee que “la superstición es el inicio de la brujería, y que la brujería es la superstición terminada” (1646: 40). Los witchfinders, entonces, no solucionaban problemas, sino que colaboraban en su profundización (DARR, 2011: 166). Encontrar y castigar a los brujos es algo “honorable y necesario”, pero debe recaer sobre la autoridad de quienes gobiernan la “Iglesia y el Estado”, ya que es una actividad “extremadamente difícil” de realizar adecuadamente (GAULE, 1646: 88-91).
En medio del creciente descontento a causa de los juicios en Salem, el reverendo Willard desplegó contra la Court of Oyer and Terminer argumentos que compartían la naturaleza de los planteados por Gaule contra los witchfinders. El objeto de la crítica, nuevamente, era el tipo de evidencia en que se basaban los veredictos, en este caso, la de tipo espectral. Sobre esto, a través de la voz del personaje B, el autor americano plantea que aquellos testimonios no son válidos debido a que “no provienen del conocimiento propio de los hombres” (WILLARD, 1692: 7). Los seres humanos conocen por medio de sus “sentidos y de acuerdo al uso natural de aquellos”, de modo que lo que no se sabe a través de ellos, proviene “por revelación de Dios o inspiración del demonio”. El origen divino, a su vez, quedaba descartado debido a que personas afectados por las visiones –por caso, Abigail Williams o Elizabeth Hubbard– afirmaron haber visto al “Hombre Negro”, algo que no ocurría cuando “Dios escogía profetas”, ya que a ellos se les revelaba “de otro modo” y no “por medio de Satán” (WILLARD, 1692: 10). Rechazadas las vías natural y sobrenatural, solo quedaba una explicación que tuviera raíces diabólicas. Por este motivo, B propone que los espectros que las afligidas afirmaban ver no eran el resultado de un embrujo que las estuviera victimizando, sino de espíritus impuros que las habían poseído directamente. Los ataques convulsivos que sufrían al mirar a las sospechosas en la corte serían semejantes a los experimentados por los posesos “en las historias de los Evangelios” (WILLARD, 1692: 8). Así, mientras que el crédulo S –la voz de los auspiciantes de los juicios– consideraba que “las extraordinarias visiones”, “el conocimiento de sucesos lejanos”, “y la mención de nombres de personas que jamás habían oído” referidos por las víctimas/testigos eran “efectos de la brujería”, B afirmaba que en lugar de ser “mera brujería”, provenían “directamente del demonio” y no podían ocurrir “sin una posesión” (WILLARD, 1692: 8-9)[9].
La cuestión planteada por B no es un mero tecnicismo, es un punto de vista alternativo que anula la utilidad judicial de la evidencia central de los juicios desde una matriz teológica. Cuando S le pregunta a B si quienes ven espectros de los supuestos culpables son “testigos competentes”, el segundo responde negativamente y concluye que sus testimonios “no pueden ser la base de las condenas” (WILLARD, 1692: 9). Para justificar esto, B invierte los roles fijados hasta ese momento y le pregunta a S quién le provee información a los afligidos para, por ejemplo, acusar a gente “de la que nunca antes habían oído”. El personaje interrogado responde sin dudar: “los espectros”. Esa respuesta es, justamente, la que llena de nulidad los procesos judiciales tal como se habían desarrollado hasta ese momento, ya que B considera que esas visiones son “el demonio devenido en informante” (WILLARD, 1692: 14). Por ello, el planteo del autor no es que los espectros son falsos, sino que no prueban que la persona por ellos representada “sea un brujo” (1692: 14)[10]. Willard, siguiendo los reparos planteados por otros autores, no está de acuerdo con la idea de que el demonio no pueda representar la figura de una persona inocente: “nadie lo ha podido probar, por lo que no puede ser creído” (WILLARD, 1692: 10). Incluso, destaca que Satán tiene “particular malicia” contra los “hombres buenos”, por lo que replicar la silueta de uno de ellos era una estrategia que privilegiaba por sobre otras (WILLARD, 1692: 14).
Reparos semejantes plantea con otra de las evidencias utilizadas por la corte. En mayo de 1692, Abigail Soames fue acusada de brujería por la ya aludida Mary Warren. Uno de los fundamentos de la acusación fue que mientras Warren sufría un ataque de espasmos con pérdida de conocimiento delante de las autoridades judiciales, Soames fue obligada a mirarla primero y tocarla después, lo que –se consideraba– provocó que la víctima recuperara sus sentidos (ROSENTHAL, 2009: 269). Esta prueba era conocida con el nombre de “touch test” (prueba del tacto) (BAKER, 2005: 27). Si bien no fue tan importante a nivel judicial como la evidencia espectral, Willard no dejó pasar la oportunidad de denunciarla. Para el reverendo, su uso durante un juicio era “completamente ilegal” debido a que “no constituye evidencia, sino que es extremadamente falaz”. El motivo para adjetivar a la prueba de ese modo tenía que ver con que “el efecto era preternatural”, es decir, el inicio de los episodios de tipo epiléptico y su finalización no eran ni producto del poder de un supuesto brujo ni tenían origen natural, eran causadas directamente por Satán (WILLARD, 1692: 15). Así, aunque eliminar a quienes pactaran con el Enemigo era deseable, tal como vimos más arriba, Willard concluía que “muchas personas inocentes podían ser arruinadas” si los procesos no se realizaban con cautela: “tareas piadosas no habilitan la realización de acciones injustificables”. Y eso era justamente lo que la Court of Oyer and Terminer había llevado a cabo: juicios para castigar faltas graves, pero sostenidos sobre evidencias que transgredían los métodos teológicamente adecuados para comprobarlos. Antes que escarmentar a Satán, los jueces estaban inspirándose en sus engaños.
A partir de todo lo apuntado hasta aquí se desprende que Gaule y Willard consideran necesario perseguir la brujería, aunque manteniendo considerables objeciones al modo que se ello se estaba haciendo en East Anglia y Salem respectivamente. Con todo, sus propuestas no se agotan en la crítica, sino que indican cómo sí deberían llevarse a cabo dichos procesos judiciales. En el caso del autor inglés, es importante el rol que deben cumplir “magistrados y ministros”, es decir, las autoridades civiles y religiosas constituidas formal e institucionalmente (GASKILL, 2005: 239). Aquellos deben ser los encargados de elegir “personas idóneas” para hallar a los brujos. Las características que hacen a un individuo apto para dicha labor son “el criterio, la discreción y el conocimiento”. El último punto es importante ya que los buscadores de brujos deben estar formados en filosofía natural, física, teología y derecho (GAULE, 1646: 98-101). Así, los distintos jurados deberán estar compuestos por los “mejores y más eminentes” médicos, abogados y teólogos que existan en el reino (1646: 194-195). Por el contrario, personas “ignorantes, profanas y codiciosas” debían ser excluidas (GAULE, 1646: 98). No hace falta que los mencione por su nombre para entender que la referencia negativa directa eran Hopkins y Stearne.
En páginas previas se mencionaron los métodos supersticiosos, y por lo tanto ilegítimos, utilizados por los autodesignados buscadores para condenar a alguien por el delito de brujería. Sin embargo, Gaule señala que existen otros dos tipos de signos: los probables y los infalibles. Dentro de los primeros incluye sospechas sostenidas a lo largo del tiempo, ser descendiente de personas con antecedentes por aquel delito, las declaraciones de las víctimas de magia nociva, el uso de insultos y lenguaje malsonante para dirigirse a sus vecinos o llevar un estilo de vida impío y libidinoso. Entre los segundos, en cambio, menciona negarse a declarar antes la justicia o incurrir en contradicciones, evidencias de haber abandonado a Dios, relacionarse con otros brujos, no asistir a los oficios religiosos, o “una confesión libre y evidencia para respaldarla”. Para Gaule (1646: 83-85), las evidencias consideradas como probables son aceptables, pero solo para establecer una “sospecha o estimación”; mientras que la condena solo puede ser justa si existen elementos probatorios de los considerados infalibles.
En ese sentido, la cuestión de las confesiones era esencial, ya que Hopkins y Stearne tenían como aval para su tarea el reconocimiento de culpabilidad extraído a los sospechosos. Por este motivo, en Select Cases of Conscience se plantea que la confesión de un acusado por brujería es suficiente para justificar una ejecución si la persona no había sido forzada por métodos violentos o a través el miedo para realizarla y si estaba en pleno uso de sus facultades mentales (GAULE, 1646: 192). En caso de que estas consideraciones no fuesen tenidas en cuenta, los sospechosos “serían diabólicamente engañados” para “confesar improbabilidades o imposibilidades”. La tortura o la melancolía eran capaces de transformar la “semilla de la superstición” en una realidad. Por este mismo motivo, la mera confesión de haber realizado un pacto con Satán no era justificativo para aplicar la pena capital sin un “hecho real” que demostrase que ese pacto existió efectivamente. Si no se consigue la “evidencia completa”, Gaule (1646: 195-197) concluye que lo más “seguro y satisfactorio” para la justicia humana es “no caer en la ejecución o la venganza”. Si el hecho permanece oculto es un signo de que “Dios ha reservado para su justicia y venganza” el escarmiento de el crimen en cuestión.
En las páginas del texto de Willard abundan argumentos similares a los recién esbozados. Al comienzo del dialogo que constituye Some Miscellany Observations (1692: 3-4), el personaje S explica que “aliarse con el demonio” es un crimen que por su naturaleza solo puede juzgarse en base a “presunciones”. Si no se recurre a evidencias de este estilo, el crimen no puede probarse y los culpables escapan de su justo escarmiento. B argumenta, por el contrario, que los brujos (como otros criminales) “no pueden ser ejecutados hasta ser detectados” y que ello no ocurre hasta que su falta “se demuestra indubitablemente” respetando “las formas de Dios”. A partir de ello, este personaje propone distinguir “presunción” y “certeza”. Las primeras pueden ser suficientes para justificar un interrogatorio y hasta el encierro del sospechoso, pero nunca una condena (WILLARD, 1692: 4). La segunda, aquellas que sirven de fundamento para una ejecución, provienen, por ejemplo, de “confesiones libres y completas” realizadas por la persona acusada, las cuales se caracterizan por no ser el resultado de un estado melancólico ni del uso del miedo o de la fuerza (WILLARD, 1692: 5). Esto último se debe a que la melancolía y el uso de la violencia provocaban “extrañas imaginaciones que llevaban a creer cualquier cosa sobre uno o sobre otros” y “provocaban confesiones” (WILLARD, 1692: 6). Para evitar los abusos cometidos por la corte de Salem, la cual examinó judicialmente a decenas de personas que no tenían vínculo con otros acusados o el grupo de las afligidas, el personaje B aclara que solo deben ser llamados a declarar aquellas personas sobre las cuales existe una “presunción fuerte”, ya que lo contrario implicaba romper la “regla de caridad” que impide pensar mal del otro. También se incluye dentro del grupo de evidencias válidas para aplicar el castigo máximo “el testimonio de dos testigos humanos” sobre un mismo hecho de brujería (WILLARD, 1692: 6).
Frente a esta propuesta que mejoraba notablemente los estándares de evidencia aceptados por la corte de Salem, S expresa su frustración al señalar que “si estas reglas siempre se siguen, será difícil castigar la maldad”. La respuesta de B es que “si no se respetan cuidadosamente, no habrá seguridad para la inocencia” (WILLARD, 1692: 7). Para finalizar su defensa de la necesidad de evaluar con mayor severidad las pruebas admitidas, el personaje que representa la postura de Willard explica, como había hecho Gaule más de cuarenta años antes, que “Dios nunca pretendió echar luz sobre todos los actos ocultos” de quienes se asocian con la oscuridad, por lo que, si el celo precipitado y vehemente castiga “crímenes no probados”, se incurre en un pecado (WILLARD, 1692: 12-13). Así, la “palabra divina” requiere que las premisas del castigo “sean ciertas” (WILLARD, 1692: 12).
consideraciones finales
La historiadora Gerhild Scholz Williams (2013: 69) define a las demonologías como tratados escritos por teólogos, juristas, médicos o filósofos en los que se examinaban todos los aspectos de las interacciones que entre los siglos XV y XVIII se creían que tenían lugar entre los demonios y los seres humanos. A los autores de estos textos, conocidos como demonólogos, el especialista escocés Julian Goodare (2020: 366-367) los divide en dos grandes grupos. Por un lado, los “demonólogos perseguidores” (“prosecuting demonologists”), aquellos que entendían que los brujos eran seres humanos que entablaron pactos con espíritus impuros y que por ello debían ser ejecutados. Usualmente argumentaban como fiscales antes que como jueces imparciales y daban argumentos para explicar la necesidad de las condenas. Dentro de este colectivo incluye, entre otros, a autores como el dominico alemán Heinrich Krämer (c. 1430-1505), el jurista francés Nicolás Remy (1530-1616) y Cotton Mather. En segundo lugar, menciona a los “demonólogos no perseguidores” (“non-prosecuting demonologists”), quienes tenían preocupaciones más abstractas y teóricas respecto de la brujería, relacionándola frecuentemente con otros temas y sin demandar el exterminio de los brujos. El médico inglés Joseph Glanvill (1636-1680) y el teólogo español Martin de Castañega (1511-1551), por ejemplo, pertenecen a esta categoría.
Si se sigue la clasificación sugerida por Goodare, autores como Gaule y Willard obligan a crear una subcategoría dentro de los demonólogos perseguidores, aquellos que consideraban una obligación cristiana la extirpación de la brujería y el aniquilamiento de los culpables, siempre y cuando los juicios se llevaran a cabo respetando procedimientos justos y teológicamente sustentados[11]. Tan importante como la represión era la utilización de estándares de evidencia que impidieran que los jueces se convirtieran ellos mismos en instrumentos de Satán (DARR, 2011: 270).
Visto en retrospectiva, al menos en el espacio atlántico inglés, el proceso de reducción y finalmente desaparición de los juicios por brujería está más asociado a factores judiciales que a la incredulidad respecto del delito de brujería o a cambios de tipo político. En relación con el llamado “escepticismo educado”, el inglés Reginald Scot planteó los cuestionamientos más críticos a las creencias demonológicas imperantes en todo el continente en 1584, lo que no impidió que los juicios en Inglaterra continuaran aumentando en las décadas siguientes. Tampoco los argumentos de Thomas Ady, esencialmente los mismos de Scot, lograron lo propio en el decenio de 1650. A pesar de los esfuerzos intelectuales de ambos autores, sus ideas no dejaron de ser marginales hasta la década de 1710, aproximadamente treinta años después de la última ejecución por brujería en Inglaterra, y veinte después de la última en las colonias americanas dependientes de aquel reino (BOSTRIDGE, 1997: 3). Las transformaciones introducidas en el Atlántico inglés luego de la Revolución Gloriosa no implicaron un paso inmediato o automático a teorías seculares sobre el estado que provocaran un deshielo en las concepciones de la política cristiana dentro de los cuales la brujería como idea y crimen estaba incrustada (Bostridge, 1997: 3; Elmer, 2016: 276). De hecho, los juicios de Salem ocurren en una colonia inglesa en los años inmediatamente posteriores al cambio dinástico de 1688.
Desde el medievo tardío, la brujería diabólica fue considerada como un crimen exceptum, un delito tan grave y difícil de probar que requería el relajamiento de las reglas y garantías judiciales ordinarias (DURSTON, 2019: 18-19). Una vez que se establecía que un individuo no era un ser humano ordinario sino un brujo, no había límites respecto de cuán lejos las autoridades podían correr las normas morales y sociales para escarmentarlos. Las propuestas de autores como Gaule y Willard, que creían en la realidad de los brujos y no demostraron desafiar las concepciones sacrosantas del poder político, refuerzan la idea de que fue el escepticismo de tipo judicial el que inició el proceso hacia la descriminalización de la brujería. Como explica Brian Levack, la esencia de este posicionamiento era una duda genuina respecto de que las personas enjuiciadas fueran culpables de las acciones que se les adjudicaban, lo que llevó progresivamente a dudar si el delito de brujería podía probarse legalmente en los tribunales. La represión judicial de la brujería solo podía ocurrir en tanto aquella fuese considerada una falta excepcional; al cuestionarse primero y abandonarse después los procedimientos extraordinarios para su comprobación efectiva, el castigo de la brujería acabó por resultar imposible, sin necesidad de que su naturaleza fuera considerada de ese modo. Así, no concuerdo con Ivan Bunn y Gilbert Geis, quienes afirman que sólo cuando “los cargos no son considerados creíbles, y no cuando son rechazados” los acusados pueden ser puestos en libertad (BUNN y GEISS, 1997: 7-8). Los reparos mencionados marcaron la transición de la brujería como delito, cuyo escarmiento era auspiciado por las elites políticas e intelectuales, a la brujería como creencia, la cual se mantendría vigente en los siglos posteriores asociada mayoritariamente a los sectores populares no educados, sin despertar ya el interés de los dispositivos judiciales y punitivos.
De acuerdo a los argumentos de Gaule y Willard, la brujería no era imposible, pero sí lo era comprobar jurídicamente su comisión siguiendo reglas y métodos considerados como auténticamente cristianos o propios de la teología ponderada como ortodoxa. En este sentido, no es casualidad que Willard sugiriese que el accionar del tribunal a cargo de los juicios en Salem cometía abusos comparables a los de la “Inquisición española”; tampoco lo es el paralelismo que Gaule traza entre la autoridad profana de los buscadores de brujos y la de los exorcistas “papistas” (WILLARD, 1692: 6; GAULE, 1646: 95)[12]. Posturas como las de los autores que hemos analizado surgen como respuesta a cacerías de brujos que se habían salido de control, tal como claramente había ocurrido en East Anglia y en Salem. No resulta menor que luego de esos episodios –y de publicaciones como las de Gaule y Willard– nunca más hubiesen ocurrido en Inglaterra o Nueva Inglaterra juicios masivos y sumarios como en los que habían participado los witchfinders o los que fueron presididos por la Court of Oyer and Terminer[13].
Bibliografía
Fuentes primarias editas
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[1] Dentro de la historiografía del discurso demonológico, esta perspectiva ha sido desarrollada previamente por autores como Stuart Clark (1997), Tausiet y Amelang (2001) y Robert Muchembled (2002), entre otros.
[2] Como explica James Sharpe (1996: 142), la súbita influencia adquirida por Hopkins y Stearne no debe resultar llamativa en un contexto en el que hombres que pertenecían a ese mismo estrato social lideraban sectas religiosas o asumían puestos de poder en el Nuevo Ejército Modelo, el parlamento y el gobierno ejecutivo.
[3] A lo largo de sus cuatro sesiones llevadas a cabo entre junio y septiembre de 1692, la corte conformada por nueve miembros del consejo del gobernador halló culpables a las 28 personas que juzgó. De aquellas, 18 fueron ejecutadas, una murió a causa de los tormentos durante los interrogatorios, mientras que los restantes fueron liberados de sus cargos luego de que la corte fuera disuelta en octubre de ese año (Baker, 2005: 186).
[4] Increase Mather tituló su trabajo en homenaje al publicado por Gaule en 1646 (Baker, 2005: 195-196).
[5] No debe perderse de vista la existencia de investigaciones que plantean que Cases of Conscience y The Wonders no sostenían posiciones diferentes, incluso si se ignora el postfacio (Levin, 1985). En una sintonía similar, Stuart Clark (2007: 148-151) considera que Cotton Mather fue más crítico que benevolente respecto del uso de evidencia espectral.
[6] Algo que debe haber sido particularmente ofensivo para Willard ya que, en las sesiones de agosto, la Court of Oyer and Terminer había condenado y ejecutado a su pariente John Willard. Actualmente se sospecha que producto de ello, el ministro de la Tercera Iglesia de Boston habría colaborado en la fuga de los acusados Philip y Mary English hacia Nueva York (Baker, 2005: 197). De las cinco personas escarmentadas en la horca en el mes de julio, cuatro fueron varones. Nunca antes de esa fecha un hombre había sido ejecutado por el delito de brujería en Massachusetts (ROSENTHAL, 1993: 107-108).
[7] De todas formas, las dudas expresadas por Willard desde el púlpito primero y por escrito después provocaron que las jóvenes acusadoras en Salem lo consideraran parte del complot de los brujos. Si bien la acusación fue descartada por las autoridades judiciales –tres de los miembros del tribunal a cargo pertenecían a la congregación de la cual Willard era pastor a cargo– no deja de ser un elemento que prueba lo peligroso que era oponerse a los juicios (Ray, 2005 82; Weisman, 1984: 146; ROSENTHAL, 2009: 20).
[8] Si bien el texto original señala a la ciudad de Filadelfia como su lugar de publicación, actualmente se sabe que fue impreso en Boston. La incongruencia responde a la necesidad de sortear la censura impuesta por el gobernador Phips a todas las publicaciones que refirieran a los juicios por brujería (NORTON, 2002: 280-281). Por ese mismo motivo, los textos de Increase y Cotton Mather figuran como publicados en 1693, cuando en verdad salieron de las imprentas durante el año anterior.
[9] En 1671 Willard estuvo a cargo del cuidado de la adolescente Elizabeth Knapp, quien sufría ataques y parálisis semejantes a los que dos décadas después experimentarían las afectadas en Salem. Luego de meses de observación, el ministro puritano concluyó que el sufrimiento de Knapp era producto de una posesión diabólica y no el resultado de un acto de magia nociva, lo que impidió que el caso deviniera en una investigación judicial por ese delito. Willard relató su experiencia personal en A Brief Account of a Strange and Unusual Providence of God Befallen to Elizabeth Knapp of Groton (1672) (MOYER, 2020: 166-167; RAY, 2015: 75).
[10] Vinculado con lo mencionado más arriba, dudar de la existencia de los espectros también podía ser interpretado como un cuestionamiento a la existencia de Dios (BAKER, 2005: 27).
[11] Ya sea por sesgo confesional o por desconocimiento, ni Gaule ni Willard mencionaron en sus textos que las críticas que ambos realizaban a lo que identificaban claramente como abusos judiciales para comprobar los delitos de los brujos hallaban precedentes en las obras de dos teólogos jesuitas alemanes de la primera mitad del siglo XVII: Adam Tanner (1572-1632), quien se ocupó del tema en su Universa theologia scolastica, speculativa, practica (1626), y Friederich Spee (1591-1635), que hizo lo propio en el tratado Cautio Criminalis (1631) (BEHRINGER, 2004: 179-181).
[12] La asociación que sutilmente plantea entre la corte de los juicios en Salem y el Santo Oficio permite matizar la idea sostenida por Mary Beth Norton (2002: 282) respecto de que Willard no habría criticado a los jueces de la Court of Oyer and Terminer. Misma estrategia repite el ministro americano cuando el personaje B afirma que “algunas personas piensan” que individuos de buena reputación fueron acusados únicamente en base a evidencia espectral, algo que S, desde luego, niega (Willard, 1692: 14). Ciertamente, Willard no ataca de manera personal a los magistrados, varios de los cuales, recordemos, eran parte de su feligresía, pero negar tajantemente que haya cuestionado su accionar quizás resulte exagerado. Por otra parte, la conexión que Willard propone entre abusos judiciales para la represión de la brujería y el Santo Oficio no se corresponden con la postura mayoritariamente escéptica de dicha institución en relación con aquel delito, tanto en el reino de España como en sus posesiones ultramarinas, posición que también podría extenderse a la Inquisición portuguesa y sus áreas de influencia. En la región ibérica, durante los siglos XVI y XVII, la bujería diabólica era considerada un problema relativamente menor en comparación al que significaban los conversos judíos o musulmanes. Al menos desde 1520, los tribunales inquisitoriales mantuvieron una política basada en la precaución respecto de la realidad física del crimen de brujería, expresada en el esfuerzo por mantener su jurisdicción sobre aquel (Henningsen, 1983: 215-339; Monter, 2013: 268-282; Bethencourt, 1993: 406-422; Gareis, 2006: 1070-1073). Este uso confesional de la noción de brutalidad judicial asociada con catolicismo en general y la Inquisición española en particular puede hallarse en el espacio atlántico inglés desde el primer tratado demonológico, publicado por el ya mencionado Reginald Scot (MÉNDEZ, 2020: 1-27).
[13] En el caso de Nueva Inglaterra, los procesos centrados en Salem constituyeron una interrupción de la tendencia hacia la cautela judicial y progresiva ausencia de juicios multitudinarios que desde hacía décadas tenía lugar en Europa Occidental y en las colonias españolas y portuguesas en América.
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