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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/magallanica - ISSN 2422-779X (en línea)

FAMILIAS E INDIVIDUOS: EVOLUCIÓN DE SUS VALORES CULTURALES Y ESTÉTICOS A FINALES DEL ANTIGUO RÉGIMEN

 

 

 

Máximo García Fernández

Juan Manuel Bartolomé Bartolomé

Universidad de Valladolid, España

Universidad de León, España

 

 

 

 

Recibido:        01/03/2022

Aceptado:       19/05/2022

 

 

 

Resumen

 

Entre el peso comunitario y el protagonismo personal (el modelo del clientelismo tradicional y una ideología cosmopolita), el cambio social español de fines del Antiguo Régimen se desarrolló dentro complejas redes de relaciones familiares donde la permanencia de lo imperecedero se mezclaba con un incremento del consumo de bienes. Junto a la fuerza del parentesco y la jerarquía se readaptaron nuevos imaginarios imitando otras apariencias en aquel tránsito hacia la contemporaneidad: las elites representarían en público luciendo indumentarias renovadas y estéticas diferenciadoras. Utilizando fuentes literarias y archivísticas, acercándonos al individualismo juvenil y las tensiones de las reglas de la sociabilidad, se analiza el proceso de modernización de la familia, a través del mundo de los objetos culturales, la evolución de la civilización y los hábitos que abandonaban el ideal del linaje aristocrático.

 

Palabras clave: familia; individuo; cambio social y modernidad; civilización; apariencia; crisis del Antiguo Régimen en España.

 

 

Person and Families: The evolution of cultural and aesthetic values at the end of the Ancient Regime

 

Abstract

 

The Spanish social change at the end of the Ancient Regime reflects a combination of a strong community importance and the personal prominence base on the traditional patronage and the cosmopolitan ideology. This evolution was developed within complex networks of family relations where everlasting goods were mixed with increase in the consumption of articles.

Along with the reasons explained, new tendencies were adopted imitating other appearances in that transition to Contemporary period. The elites wore renewed and up-to-date clothing when they appeared in public events.

We have also analyzed this process of family modernization, using literacy and archives, approaching youth individualism, the cultural objects and the habits ever more distant from aristocratic lineage.

 

Keywords: family; individualism; social change and modernity; civilization; appearance; crisis Ancient Regime Spain.

 

 

 

 

Máximo García Fernández. Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Valladolid. Investigador principal del proyecto de investigación financiado por el Ministerio español: PID2020–113012GB–I00: Conflictos intergeneracionales y procesos de civilización desde la juventud en los escenarios ibéricos del Antiguo Régimen; Fam&Civ; 2021–25. Entre sus últimas aportaciones en forma de libro destacan: Máximo García e Isabel dos Guimaraes Sá (dirs.), Portas adentro: comer, vestir e habitar na Península Ibérica (Séculos XVI–XVIII), Coimbra, Universidade de Coimbra, 2010. Máximo García (dir.), Cultura material y vida cotidiana moderna: Escenarios, Madrid, editorial Sílex, 2013. Máximo García y Francisco Chacón Jiménez (dirs.), Ciudadanos y Familias. Individuo e identidad sociocultural hispana (Siglos XVII–XIX), CD, Valladolid, Ediciones UVa, 2014. Máximo García, Los caminos de la juventud en la Castilla Moderna. Menores, huérfanos y tutores, Madrid, Sílex, 2019. José Mª Imízcoz Beunza, Máximo García y Javier Esteban Ochoa de Eribe (coords.), Procesos de civilización: culturas de élites, culturas populares. Una historia de contrastes y tensiones (siglos XVI–XIX), Vitoria, UPV–EHU, 2019. José Pablo Blanco Carrasco, Máximo García y Fernanda Olival (coords.), Jóvenes y Juventud en los Espacios Ibéricos durante el Antiguo Régimen. Vidas en construcción, Lisboa, ediçoes Colibri–CIDEHUS, 2019.

Correo electrónico: maximo.garcia@uva.es

ID ORCID: 0000-0002-3270-3400

 

Juan Manuel Bartolomé Bartolomé. Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de León. Investigador del proyecto de investigación financiado por el Ministerio español: PID2020–113012GB–I00: Conflictos intergeneracionales y procesos de civilización desde la juventud en los escenarios ibéricos del Antiguo Régimen; Fam&Civ; 2021–25. Entre sus últimas aportaciones en forma de libro o de artículos en revistas especializadas destacan: Juan Manuel Bartolomé Bartolomé y Máximo García Fernández (dirs.), Apariencias contrastadas: contraste de apariencia. Cultura material y consumos de Antiguo Régimen, León, Servicio de Publicaciones Universidad de León, 2012. Juan Manuel Bartolomé, Máximo García y Mª Ángeles Sobaler Seco (eds.), Modelos culturales en femenino. Siglos XVI–XVIII, Madrid, Sílex, 2019. Juan Manuel Bartolomé, organizador IIª Reunión Científica: Familias en movimiento durante la modernidad: identidades, conflictos, tensiones, nuevos retos (siglos XVI–XX), Ponferrada (León), 2019. Juan Manuel Bartolomé, organizador IIIº Seminario Internacional: Desigualdades de edad y contrastes generacionales: ¿una civilización juvenil?, León, 2021. Juan Manuel Bartolomé y Máximo García, “De padres a hijos: revestimientos hereditarios, posiciones de linaje y decisiones individuales (1700–1850)”, Tiempos Modernos. Revista electrónica de Historia Moderna, vol. 9, nº 38 (2019/1), pp. 380-404.

Correo electrónico: jmbarb@unileon.es

ID ORCID: 0000-0001-5905-1468

 

 

 


 

FAMILIAS E INDIVIDUOS: EVOLUCIÓN DE SUS VALORES CULTURALES Y ESTÉTICOS A FINALES DEL ANTIGUO RÉGIMEN

 

 

 

 

 

Los objetivos básicos planteados se centran en comprender el proceso de civilización, junto a los problemas de representación y el desmoronamiento de las jerarquías, producido en la España de finales de la Edad Moderna a través del estudio del mundo de los enseres, de sus necesidades y demandas, en su evolución urbana y rural, de género y edad, popular aristocrática o burguesa. Analizando los hábitos que abandonaban - readaptaban - arrinconaban el ideal del linaje o el honor nobiliario y encumbrando en su imaginario el valor de la modernidad, cuya cosmovisión pasaba por la escuela y la academia. Y, acercándonos a los jóvenes y al individualismo, apreciar las tensiones entre jerarquía - autoridad y disciplina (con disensos y consensos) y estudiar los cambios ideológicos, la readaptación de sentimientos - emociones y las nuevas reglas de la sociabilidad.

La evolución de la demanda (por necesidad) de objetos, permitirá comprender mejor el lento cúmulo de avances y transformaciones producidos a finales de la Edad Moderna, cuando la permanencia de los valores clásicos se entremezclaba con un ascenso del consumo de nuevos enseres culturales que potenciaron el individualismo. Superada la dicotomía peso de la comunidad versus protagonismo personal por encima del núcleo de la parentela (CRUZ, 2009; CHACÓN, 2011), el cambio social solo se entiende desde biografías genealógicas integradas dentro de redes de relaciones familiares complejas. Los actores se moverían -con las contradicciones propias de la organización colectiva de Antiguo Régimen, unidas al desmoronamiento de las jerarquías y múltiples problemas de representación- entre el clientelismo doméstico tradicional y los modernos sistemas de camaradería, amistad y patronazgo que acabaron rompiendo el modelo ordenado por el linaje, siendo sustituido por una civilización material e ideológica cosmopolita.

Aquel sistema social (en continua crisis de larga duración no lineal) permite una compleja pluralidad de miradas sobre matrimonios y familias: entre carreras y méritos personales, avatares singulares, influencias catalizadoras, reflejos decisorios, libertades activas, actitudes divergentes, retratos grupales, solidaridades recíprocas, resistencias pasivas, oportunidades latentes, reproducciones comunitarias, prácticas visibles, lazos de parentela, confrontaciones sentimentales o alteraciones jurídicas y culturales. Nuevos hábitos arrinconaban y readaptaban los ideales del honor nobiliario, al encumbrar en su cosmovisión el valor de la modernidad. Pleno de contradicciones, aspirar al ascenso significaba imitar otras apariencias. Así, manteniendo unas mismas bases hereditarias (bajo reglas sucesorias en evolución), las élites se presentarían en público luciendo estéticas diferenciadoras e indumentarias renovadas respecto a las más tradicionales, mientras se especializaban los salones y menajes domésticos dentro de sus viviendas.

Unas transformaciones también vinculadas a la desaparición de obras pías, memorias y capellanías o una mejor dotación de escuelas de primeras letras que contribuyesen a preparar a la juventud para una madurez ilustrada como eje evolutivo… si bien la permanencia estructural subyacente apenas quedase oculta bajo las coyunturas revolucionarias que han venido acaparando el tránsito hacia la contemporaneidad. Así, el mantenimiento de no pocas prácticas que perpetuaban valores tradicionales ratifican lo dicotómico de aquella realidad móvil, potenciando o no los mecanismos de la fuerza del parentesco, el clientelismo y la planificación -estrategia familiar en la legitimación de las carreras personales presentes en la reproducción social decimonónica (IMÍZCOZ, 2019)-.

El progreso en la cultura material familiar debía ser reflejo de aquella civilización. Así, en las formulaciones de la identidad social por la apariencia se desarrollarían las contradicciones del desmoronamiento de las jerarquías clásicas junto a los problemas de desigualdad y representación móviles dentro de los nuevos valores y estrategias de reproducción doméstica de las carreras matrimoniales. Detrás del paradigma del individualismo, itinerarios, cursos y trayectorias de vida serían mejor espejo público que el caparazón de la sangre, sobresaliendo emociones - pasiones y un novedoso capital simbólico del poder frente al peso mental de los antepasados y la tradición en las distintas áreas del influjo de las relaciones comunitarias pretéritas (FERNÁN-NÚÑEZ, 1680).

En esa travesía hacia la independencia del individuo (plena de incertidumbres y azares domésticos; con notables disparidades en el reparto hereditario que perpetuaron las desigualdades estructurales) se generaron desórdenes en el ciclo vital y brechas generacionales que resquebrajarían aquel modelo normativizado. Ante el concepto de autoridad reinante, tan peyorativo sería el mozo díscolo, la viuda joven o la pícara solterona, traduciéndose en múltiples solidaridades o dependencias (amores frente a desfamiliarización y soledad), incluyendo trayectorias individuales diferenciales tras el protagonismo creciente del sujeto en los procesos de movilidad y cambio social de Antiguo Régimen o en el acervo material de cada familia como centro consumista.

Atentos a una cronología de larga duración y a la extensión de los movimientos culturales, las tensiones entre autoridad y disciplina produjeron cambios ideológicos, readaptación de emociones, presencia de agentes mediadores comunitarios y reglas de sociabilidad nuevas: con disensos y consensos ya claves en el modelo juvenil prenupcial y conformando el nudo gordiano de la moderna identidad individualista.

Resistencias, conflictos y metamorfosis culturales que también explican cómo se produjo el cambio en los modos de vida, con enormes desigualdades y competencias en sentido vertical y familiar: actores reformistas y modernizadores frente a sectores al margen u opuestos, distanciándose hasta la ruptura con el vulgar populacho. A pesar de la eficacia de las redes aldeanas (diferenciales, con conectividades y enclavamientos, glocales), el mérito potenciaría el valor de la conciencia individual, hasta el arraigo del universo de lo privado y las sensibilidades de lo íntimo (familias afectivas) (IMÍZCOZ, 2019).

En suma, a finales del Antiguo Régimen se estaba desarrollando una civilización entre herencias y apariencias (autoridad de lo viejo o modernidad juvenil); bajo la presión de los entornos comunitarios de la sociabilidad pública; con identidades y representaciones camino del individualismo (el traje otro espejo social en clave de ruptura generacional); rodeados de consumos colectivos por imitación y emulación adaptados a cada nueva regla de comportamiento.

 

Identidades y apariencias masculinas: petimetres y dandis

 

Vinculados con las modas, figuras tan prototípicas entonces como petimetres y dandis desafiaron las relaciones de sociabilidad con su conducta y apariencia rupturista. Perfil, imagen y símbolo de urbanidad y modernidad, caracterizaron el paso del Antiguo Régimen hacia una mentalidad burguesa: en el panorama cultural de los siglos XVIII y XIX, al provocar recriminación crítica, alarma en la opinión pública y hasta resistencias sociales ¿su inconformismo visual definió identidades y personalidades individualistas? El descubrimiento de los personajes de Gregorio Fernández “vestidos según la moda de su época, dando una curiosa idea del traje castellano de fines del XVI” (DAVILLIER, 1862: VI 343), en paralelo a los trazos de Alenza y la pintura de casacones novecentista.

Entre excesos afrancesados y elegancias británicas, en ese tránsito -triunfo de lo moderno-, las reticencias a su apariencia marcaron aquella época de mudanza familiar, despertando una enorme polémica. Sus patrones de comportamiento se simplificaron en su figura: una imagen identitaria extravagante y de proyección urbana rupturista (con sus ambiguos estereotipos vestimentarios respecto a la tradición imperante y signo de su compromiso con la novedad civilizadora) que desafiaba la jerarquía clásica en el inicio móvil de un liberalismo más individualista. Personajes masculinos reconocidos a partir de una literatura muy crítica y caricaturesca. Su huella indumentaria enfatizaba y subrayaba su carácter ¿libre; rebelde? frente a la colectividad. Su conducta representaba una fisura en aquel entramado social. Sus afamados comportamientos y resistencias a los valores tradicionales perfilaron una trascendental quiebra cultural aparente.

Las diatribas sobre el concepto modernidad[1] surgieron ya a finales del siglo XV cuando comenzó a favorecerse la movilidad social urbana (focos cosmopolitas de interacción y exhibición; nuevos escenarios de difusión de las apariencias en auge). La moda encarnaba ese proceso (BELFANTI, 2008), condicionando y renovando el sistema de una compleja y contradictoria independencia que desligaba la identidad individual de ataduras arcaicas y colectivas. De ahí se pasaría a aquellos petimetres veleidosos (“jóvenes que cuidan demasiadamente su compostura y el seguir las modas”; 1737) como figura o tipo social preocupados en exceso por su imagen estética. Al igual que su predecesor escénico (el lindo) y su coetáneo contrapunto cultural (el majo), fue protagonista teatral de numerosas obras costumbristas que parodiaban su perfumada y galante cotidianeidad: obsesionado embajador de todos los ademanes y modales franceses (“hablar, reír, andar a la francesa […]”) como modelo y aspiración universal de distinción) (ZANARDI, 2016; HAIDIT, 2007, 1998). Privilegiados galanes vestidos a la última para deslumbrar a sus paisanos e implantar en Madrid el atavío masculino copiado en las Cortes europeas, a la par que, de inmediato, dandis o exquisitos, como única convención social, acicalarse y adoptar maneras exageradamente públicas, máxime en el cortejo y satisfacción del deseo de lujo de las damas (EIJOECENTE, 1785: f. 101).

Aquellos afamados frenchified eran considerados exclusivamente por su afectación a los últimos aires parisinos. Despreciados por el costumbrismo de Mesonero Romanos o Galdós, quienes mostraban su repulsa contra todo lo proveniente del extranjero, al suponer una amenaza para las tradiciones patrias, amén de ser criticados como maniquíes vanidosos solo atentos al lucimiento de unas galas nuevas: “acartonados mozalbetes, los tontos, los faltos de meollo, los superficiales secuaces de cuantas ridículas modas nos regala la veleidosa capital de Francia; los Narcisos admiradores de sí mismos, o mejor de sus cuellos, de sus corbatas y pantalones” (PÉREZ GALDÓS, 1865).

Su afrancesamiento excesivo y afición a las galas les valdría una resistente oposición socio - indumentaria: a la casaca y a sus numerosos accesorios (pelucas o zapatos de hebilla), junto a otras modernas prendas de abrigo originarias de Inglaterra y difundidas desde la extravagancia versallesca (capingot, citoyen, cabriolet o el frac) y presentes hasta en la tonadilla La vida del petimetre, donde se parodiaban con mordaz ironía. Criticada su identidad transgresora; reprobados por su afeminamiento fantástico; perdiendo el tiempo ante el tocador; muy censurable su afición a la presuntuosidad y amor al lujo; muy difundidos los ataques a su hombría: su estética provocaría continuas invectivas por desorden moral subversivo y acusaciones sobre un comportamiento que representaba una profunda brecha rupturista de los patrones patriarcales vigentes.

Por su parte, el dandi en la actualidad definido como elegante y distinguido, esmerado en el cuidado de su imagen, “anglicismo de petimetre”, entonces ambos términos no eran sinónimos. Al objeto de ser más refinados que los macaroni[2], exacerbaban la extravagancia de su colorida indumentaria y ornamental moda; y con ese significado de excentricidad se generalizó a finales del siglo XVIII ridiculizando aquellas apariencias (burlescas en el himno Yankee Doodle), pasando a designar también el prototipo selecto del hombre exquisito, aspirante a entrar en los círculos de la élite del Londres victoriano, pero jóvenes que rápidamente despertaron una corriente de protesta muy crítica con su manera de vivir caprichosa; todo mera estética, solo fama y brillo efímero. Verdaderos pollos[3]. Máxime cuando la imagen masculina urbana tendía hacia la imposición en todas las capitales europeas de un estilo inglés más discreto y sobrio. Una tendencia común hacia la sencillez que rechazaba artificios y adornos en las nuevas levitas, oscuros fracs de etiqueta, chalecos estampados y pantalones ceñidos, presentando un look, en colores y tonos austeros (emblema liberal y burgués), cómodo y holgado. Un atavío complementado con accesorios simbólicamente modernos (chisteras, bastones o guantes) que conferían autoridad y poder, elegancia y distinción.

Culturalmente, también nacía con significado negativo[4], aunque la celebridad de su referencia peyorativa mejoró en cada reedición de manuales de comportamiento (CRUZ, 2009, 2014; DÍAZ, 2006): su distinción, en detrimento de la estética indumentaria, no debía basarse en dominar los “principios del arte de ataviarse; adonizados en un vestido nuevo [… ] vais mal puestos” (REMENTERÍA Y FICA, 1829: 111), otorgando estima a la educación, tras ofrecer otros modelos de elegancia acordes a los patrones de sociabilidad urbanos y cosmopolitas para hombres deseosos de promoción social; sus renovadas pautas civilizadas adaptadas a valores liberales, prevaleciendo el mérito personal sobre claves hereditarias. De ese modo se superpusieron, hasta confundirse, las figuras del romántico dandi y del burgués capitalista; desafiando ambos el viejo orden estamental: antagonistas, ostentando su mérito y su distinguida individualidad contrastada.

Modas y apariencias certifican así aquellas luchas urbanas en plena crisis del Antiguo Régimen enmarcadas en una reacción contra los patrones tradicionales que rompían el orden existente. Entre resistencias y aceptaciones colectivas, unos meros afrancesados sufriendo los ataques críticos dirigidos a mantener la norma social mientras el dandi fue mucho mejor aceptado, si bien ambas figuras públicas dedicadas al culto a su imagen vital e indumentaria como fórmula de reafirmación de su identidad individual: el petimetre enfrentado a los moldes de las jerarquías estamentales, remitía directamente al fasto y la ostentación, prerrogativas nobiliarias; de forma antitética, merecedor de respeto, el joven burgués más cosmopolita definido por su modernidad estética, sin percibirse como una amenaza (GIORGI, 2016).

Los patrones de la moda podían venir marcados por París o desde Londres, tanto los trajes más comunes como las mayores extravagancias juveniles. De Europa llegaba la modernidad. Prototípicos de los cambios producidos a finales del Antiguo Régimen, también de los sociales (y políticos; máxime si se presentaban sans culottes y con corbata o pañuelo al cuello). Las apariencias más censuradas fueron foco visible de otras transformaciones muy profundas cuando cualquier atuendo inédito desafiaba las relaciones de sociabilidad. Sus conductas eran símbolos rupturistas, perfil de urbanidades emergentes. Mostraban el paso hacia una mentalidad burguesa, primero como identidad (cultural) individualista para generalizarse entre las nuevas élites. Aquellas mudanzas familiares despertaron una enorme polémica de fuerte proyección discordante. Frente a las herencias, sus criticadas actitudes deben ser leídas como signos de novedad civilizadora que atacaban la jerarquía clásica en el arranque del liberalismo. Pese al peso corporativo, esas manifestaciones representaban la quiebra del entramado tradicional. El incremento de la movilidad cosmopolita propiciaría la renovación e independencia respecto a las ataduras arcaicas. Aun así, su afición a las galas y afrancesamiento generarían una resistente oposición pública (y no solo a los accesorios indumentarios). Transgresores, su estética exquisita estimularía las denuncias por rebeldía moral y la ampliación de la brecha patriarcal. Cada vez más sobrios y discretos, esa tendencia enmarcaba etiquetas aburguesadas y emblemas liberales, confiriendo autoridad y poder, educación, elegancia y distinción, a todo hombre deseoso de progresar: sus remozados arquetipos civilizados adaptados a los valores contemporáneos, prevaleciendo el mérito personal sobre el principio hereditario. En fin, lucha y reacción vestimentaria contra los modelos ancestrales para romper el orden, con aceptación y resistencia, ataques críticos y triunfos de la norma. El culto a la imagen reafirmando sus identidades individuales y colectivas: majos, petimetres y dandis opuestos a la rigidez estamental y a la vida -porte noble, al igual que a la icónica y ortodoxa casaca ilustrada[5]-.

 

Demostraciones de distinción

 

El vestuario, siempre una demostración de distinción… máxime en momentos de mayor valor simbólico, aún lejos de la Corte.

En las capitulaciones matrimoniales del VI conde de Toreno, comparecería, en 1777, don José Marcelino y el tutor de doña Dominga. Detallaban los gastos de boda pagados en Oviedo por el vizconde de Matarrosa, don Joaquín José Queipo de Llano. La memoria de recados y galas[6] ascendía a 54.823 reales. Una ejemplar referencia de esa época de cambio que entremezcla vestuarios de gala distintivos con la cotidianeidad de las relaciones afectivo - familiares privilegiadas: los uniformes de aquellos nobles, con sus “conjuntos de botones de francia” y dos charreteras a juego con la botonadura de plata, cuatro medias de “las más finas”, doce pañuelos muy delicados “de varios dibujos”, muchas varas de media china “de lo más fino para la bata del señorito”, “un cabriolé de paño azul con galón de plata” o “el vestido de su cuñado don José de Ulloa”.

Entre las galas de la novia huérfana: zagalejo, tontillo, escofietas, tres pares de zapatos y otros dos “bordados, con su hebilla labrada”, un corte de basquiña con cenefa, “un cabriolé de raso”, su circasiana estofada, batas y vestidos de ceremonia. Con abundancia de juegos de botones y adornos de charreteras. Todo rico, fino, exquisito, “del mayor primor” y “nueva fábrica”. Calidad y cantidad indumentaria, mezcla de galas tradicionales y novedades de moda para contrayentes, familiares y servidumbre.

Ofreciendo referencias claves para apreciar el alcance de su protagonismo regional, sobresalían, amén del preceptivo lecho cotidiano: varias chupas adornadas con sus correspondientes botonaduras, una docena de camisolas, pañuelos, corbatines y calzón, seis camisas nuevas y doce pares de calcetas para el novio; dos sombreros con galón de plata y charretera de los lacayos; almillas, jubón, guardapolvo, medias y zapatos de las mozas de cocina; cabriolé y desavillé del criado y la doncella principales de cada consorte; “hechura de dos libreas, guarnecidas de franja y botones”. Unas vestiduras apropiadas, con un interesante intercambio de regalos entre las familias de los prometidos (ya significativa su terminología y destinatarios: “para el señor Pepe”). Muchas joyas, junto al valor de diversos útiles que demostraban posición privilegiada, modernidad cultural, poderío material, posesión de objetos de civilización o artículos únicos muy distintivos, a la vista de todos, mostrando alcurnia y novedad. Pocas eran las vestimentas de procedencia doméstica, encargándose su confección a reconocidos sastres y modistas; las mejores telas traídas de las tiendas madrileñas o compradas “en la fábrica” o en “la feria de Cangas”. Vistiendo a la moda elitista del momento.

Capitales simbólicos: privilegiados en abundancia y calidades, sujetos a ciertas consideraciones imperecederas pero líderes también en novedades. Demostraciones de distinción aquellos desposorios capitulados entre la élite que entremezclaban vestuarios de gala tradicionales (charreteras, botonaduras, uniformes o espadas) junto a la vitalidad cotidiana de los vínculos familiares. Todos los equipamientos a juego, finos y delicados, exquisitos y ricos, con valiosos tejidos para confeccionar las libreas de la ceremonia y con abundancia de adornos “del mayor primor”; pero predominando la novedad de las hechuras de moda en novios, padrinos, servidumbre y parentela. Vestiduras apropiadas con un decidor intercambio de regalos. Revalorizando los enseres que traducían posición, cultura o poderío objetual distintivo. Mostrando civilización, alcurnia y contacto con reconocidas modistas y centros comerciales internacionales donde poder comprar sus atavíos personales como primicias emblemáticas y únicas.

Unas apariencias externas parecidas a las mostradas por el escalafón intermedio del cuerpo diplomático español en distintas sedes europeas entre los años cuarenta y setenta del siglo XVIII (CALDERÓN, 2018: 29-39, 87-90). Y eso que aquellos embajadores aun sufrirían falta de comodidad y notables carencias. Por ejemplo, don Francisco Javier Carrión apenas ofrecería a sus criados “la librea más lisa y llana que puede dar un ciudadano”, y hasta eso le resultaba dispendioso (sin trajes de gala para “representar bien a España” con la decencia requerida en cada lujoso festejo cortesano vienés); sus atavíos bastante apañados para los crudos inviernos, pero no para los calores -“sin vestuario de verano ni atuendo ligero que ponerse” debía conformarse con su ropa vieja “y emplearla cuando para los demás ya es un estorbo”-. Mediado el XVIII, en París o Londres “oprime menos la etiqueta”, si bien el negro se impusiese durante seis meses al llegar a Versalles debido a varios duelos principescos que obligaban a la confección del atrezo imprescindible de la legación española en las demostraciones funerarias. Además, como el lucimiento patrio y personal estaban en juego, tampoco olvidaría portar el hábito y cruz de su apreciada orden de Santiago y vestirse apropiada y elegantemente fue una de sus prioridades capitales (“espejo de su nación” gastaba por encima de lo que su sueldo le permitía para no “ser segundo a ninguno de mi grado”). Al fallecer en Madrid en 1779, su vestuario se había ampliado notablemente: “más de una docena de vestidos de terciopelo o paño, con su casaca, chupa y par de calzones a juego”; solo uno “hechura a la antigua para la Semana Santa” y otro de luto; treinta camisas de trué, quince de lienzo más fino y una docena más bastas o peor tratadas; también abundante el guardarropa y los accesorios de tocador de su difunta esposa (escofietas, rascamoños, pañuelos de gasa, peinadores y decenas de abanicos… y sin las basquiñas ni tocas precedentes). Muy diferente al atuendo más clásico almacenado por un antepasado suyo una centuria antes; y eso que contaba en su Zamora natal con seis colchones en el lecho de su aposento, atesorando “regalillo de seda”, dos sombreros nuevos y “en un arcón dos capas, dos casaquillas y dos ferreruelos”[7], más otro traje compuesto de “casaca, calzón y jubón” (todo en la sala alta de su vivienda); en una segunda arca sita en uno de sus cuartos interiores apenas tres pares de calcetas, cuatro de guantes, cuatro medias, cinco calzoncillos, un casacón y su capote.

Mejoría consumista, necesidades del rango internacional y apariencia y cambio de modas propiciaron aquella modernización, multiplicación y variedad tipológica de los atuendos entre una creciente minoría urbana en los escenarios del poder: sus templos y calles “teatros donde la modestia se ostenta en triunfo” (ironizaba FEIJOO, 1728).

Y es que los inventarios post-mortem de no pocas familias pudientes castellanas en el tránsito final del Antiguo Régimen, muestran unas apariencias externas e interiores domésticos plenos de novedades, en línea con la modernidad madrileña y la asunción de las nuevas modas. Las transformaciones en las salas principales de sus viviendas (sus cambios mobiliarios y el aumento de los artículos de decoración y adorno) (BIRRIEL, 2017) proporcionaban mayor intimidad e individualidad, convertidas en centro de ocio, relación social y demostración. Su vestimenta y complementos adaptados también a los gustos corporales primero ilustrados y después burgueses. Conductas culturales y dinámicas familiares en evolución, el cumplimiento de la voluntad paterna y el incremento del poder doméstico, reafirmado en el fortalecimiento de los lazos generacionales amplios, también debía ser compatible con el mundo de las emociones. Además, a medida que la sociedad reformada se acercaba a la contemporaneidad la afectividad adquiría mayor protagonismo: jóvenes necesitados de una educación que acatase las decisiones ‘maduras’, respetando a sus tutores tanto en el momento nupcial como al recibir sus herencias. En esos contextos y frente a una imagen tradicional, no eran infrecuentes las decisiones individuales, destacando el relevante papel desempeñado por las mujeres (viudas que rompían una ancestral visión femenina secundaria), apreciándose el juego de factores sentimentales junto a las propias prácticas del linaje. Desarrollando estrategias de privacidad personal, revelan una realidad más compleja que las conclusiones usuales a la hora de percibir las grietas del modelo privilegiado y estamental clásico, al tomarse las decisiones siguiendo afectos sucesorios vinculados a intereses patrimoniales y a nuevas consideraciones emotivas (PLAZA, 2009; GARCÍA, 2019).

La nueva imagen de la familia, re - vestida con atavíos más personalizados, iría redefiniendo simbólicamente el conjunto de los cambios sociales.

 

Contrapuntos culturales y mentales. Relaciones sociales dinámicas y lujos ideológicos: jerarquías colectivas - individuales de apariencia

 

Ya popularizada la casaca en los armarios, el montante de aquellas novedades urbanas setecentescas podía superar a los objetos suntuarios atesorados, informando sobre proyección familiar, mentalidades e imaginarios colectivos singulares. En contraste, hungarinas y capas, ropillas y golillas, identificarían a los tradicionales colegiales letrados. Todavía pocos gorros de dormir, fajas interiores, pañitos de barba y peinadores en el guardarropa íntimo, confeccionados por reconocidos maestros sastres[8]. Y frente al atuendo más castizo, kimonos y muchos complementos del traje chambergo a la moda francesa completaban el ajuar privilegiado masculino[9]; con finalidades exclusivas de montar a caballo, por ejemplo, o ya estacionalizadas algunas piezas, transformadas a la moderna y menos reutilizadas; culottes o fracs junto a botones, tricornios, corbatines y hebillas (VV.AA., 2009; LÓPEZ, 2007; BOTTINEAU, 1986).

En femenino, las marchandes de mode parisinas difundieron la imagen de aquellas esclavas o ya reinas de las modas. Emulación y “triunfo de la mujer en su vestuario”, aunque “sepan lo extravagante y caprichoso de fundar su estimación en lo nuevo” (DE LA PUERTA, 2008; AMAR, 1790). En sus cartas dotales seguían apareciendo íntimas calcetas, enaguas (faldellines), almillas (justillos de ballena, corsés o las -muy criticadas y a suprimir no solo para criaturas y embarazadas o por motivos médicos- cotillas[10]) y corpiños (tontillos o monillos); con escarpines, pañuelos (muchos de faltriquera), ligas, peinadores de tocador, medias y abanicos. Cuerpos bajo largos trajes: batas, vaqueros, vestidos-camisa y polonesas; eliminando el traje de Corte en aras a la naturalidad. Encima, todavía tapadas: cabriolés y mantillas de toalla o de cazuela con cuatro picos.

Colectivamente, en clave de desigualdad social y de imperativos económicos, las leyes suntuarias (repetidamente debatidas en cortes) se justificaban cuando el lujo era considerado el pecado capital español[11]. En paralelo a los populares majos y majas (antítesis de petimetres y currutacos que copiaban las costumbres aristocráticas urbanas y cosmopolitas), proyectados hacia bailes, verbenas o toros por los teatrales sainetes de Ramón de la Cruz, y nutriéndose de una indumentaria tradicional anti-francesa, crearon un estilo propio de identificación nacional cuya difundida imagen simbolizó su singular plebeyismo. A su vez, y superando frenos morales precedentes, la rapidez con la que la élite europea aceptó en el siglo ilustrado los nuevos consumos extra-europeos (asiáticos) subrayaba aquella transformación material y el fuerte vínculo existente entre la esfera comercial y la inmaterial cultural, legitimando un escenario de mayor libertad familiar.

Alternando vanidad y modestia, fastuosidad y economía, el prestigio e influjo de la moda cortesana europea perdía potencia. Mecenazgo aristocrático e identidad urbana se concatenaban para seguir proyectando una estética de exclusividad (también mediante el simbolismo de sus casas y vestuarios, fundaciones pías y sepulcrales, entremezclando como distintivos sus heráldicas, hábitos militares o eclesiásticos y limpiezas de sangre), representando la distinción de ser noble y parecerlo, aunque resquebrajándose como modelo socio - mental a imitar e imagen universal de sus discursos y prácticas, alcurnias y patrimonios. Aquella espectacular apariencia notoria del poder público (retratos de aparato cotidiano; libreas de gala) pugnaba por legitimarse como majestuosa proyección propagandística y visual frente a las nuevas elites reformistas (GONZALBO, 2005[12]; OTERO, 2004). Contra esos atavíos importados surgiría el majismo: reacción encarnada espléndidamente y adoptada rápidamente por el gaditano Armando Palacio Valdés[13].

La Corona había encontrado cada vez más colaboradores entre unas reformadas élites locales, identificadas también por apariencias públicas similares, cuyos ascensos familiares, no vinculados ya en exclusiva a la sangre, sino al mérito, siguieron buscando mecanismos ideológicos que fijasen la ficción de eternidad entre aquella minoría rectora con demostraciones e imágenes uniformadas de pertenencia a una identidad común. Así, el poder se homogeneizaría mediante comportamientos de imitación que adaptaron su traje a las exigencias cortesanas, urbanas e internacionales.

Pero, en tono muy despectivo, algunos ilustrados se referirían a los aristócratas como transgresores de su propia estética, buscando la vulgaridad y remedar el atuendo y pose plebeya de los majos. Aun así, a la par frente al privilegiado y el “purgatorio social inferior”, los grupos intermedios urbanos cada vez se aproximaban más a un estilo de vida elitista uniformado; una existencia “conveniente… con riquezas limitadas, pero con buenas costumbres e identidad no antigua” (MADUREIRA, 1990). Una noción de medianía basada en la oposición a toda ostentación postiza: las galas y pompas no caracterizarían su proceder; “que no excedan sus trajes los límites, buscando otros propios de estados superiores” (CADALSO, 1789: VII, 28).

Asimismo, en las primeras décadas del siglo XIX se afirmaba (ALCALÁ, 1878: 18-73) que se daba mucha importancia a la apariencia, de modo que los trajes evidenciaban claras posiciones ideológicas al relacionar a los distintos grupos sociales:

 

“en el ajuar eran también muy esmeradas sus gentes; el traje de los hombres, en la clase alta y media, era el extranjero, y particularmente el de los ingleses, [mientras] la baja, aunque traía chaqueta no se tapaba a la andaluza; y, al revés, las mujeres, aun cuando no fuesen de majas -el cual no era el atavío ordinario y no estaba en uso común-, al salir a la calle, necesitaban mudarse de ropa, con basquiña, mantilla y jubón, todo lo cual hacía de ellas criaturas especiales, [con] su zapato bajo, un airoso talle y gracioso contoneo” (ALCALÁ GALIANO, 1878: 18-73).

 

En suma, al mezclar una crítica a la nobleza con la nueva moral burguesa, la oposición al lujo (no al confort) replanteaba un orden social más moderno. Así, cabe advertir un cambio de representaciones ciudadanas[14], aunque ni las luchas clericales contra las modas francesas ni los ataques al consumo de artículos europeos suntuosos resultasen novedosos (sí la censura vertida por el periodismo laico, al abogar por esa misma austeridad y decencia con argumentos de sensatez económica y conveniencia material, por ejemplo, hacia las prendas habituales femeninas, ratificadas en el anónimo y nunca sancionado Discurso sobre el lujo de las señoras y proyecto de un traje nacional de 1788). En todo caso, la emancipación individual no equivalía a intimidad y privacidad.

Sin respetar las costumbres como bandera, el gusto dirigía las conductas y la convivencia. No obstante, los arquetipos a imitar variaban: los engolados caballeros de negro dejaron paso a casacas de fantasía y zapato alto; mientras las mujeres guardaron los mantos que las tapaban de pies a cabeza para exhibir faldas acortadas y tejidos transparentes, luciendo atuendos multicolores y sofisticados encajes, botonaduras o lazos, peinetas y mantillas, sombreros y calzado a juego. Cuando la artificiosidad versallesca comenzó a declinar, se implantaría la sencillez del hábito pastoril y, como contrapunto, entraron en escena las redecillas frente al porte petimetre. La moda francesa se alternaba con la española y con la inglesa. Se difuminaban los símbolos externos de las diferencias sociales: ópticamente, las manolas del vulgo miraban a París y las aristócratas lucían como majas[15]; indecisos también ellos sobre qué figura componer, máxime aquellos exagerados macaronis o dandis tras retornar de sus privilegiados viajes del grand tour.

Desarrollando identidades culturales de enorme impacto y pervivencia mental colectivas, los consumos indumentarios nobiliarios se enfrentaban al progreso de las transformaciones modernizadoras (FLAMEIN, 2018) y al conservadurismo típicamente popular (FERRIÈRES, 2004) entre aquellos actores siempre acicalados para potenciar la exposición simbólica social a través de estilos de vida y comodidades domésticas diferenciadas (RUBLACK, 2010; JONES, 2000; BETTONI, 2005). La apariencia y los atributos de representación (la moda) estimulaban el ataviarse para impresionar[16]: ya desde la juventud empezaba a romperse el modelo del organigrama familiar clásico, con cambios notables tras el desmoronamiento o reconfiguración de las jerarquías (CHACÓN, 2011). Por el contrario, vivir al uso, “tanto afán por figurar, tanto esfuerzo por ostentar, tanta miseria escondida tras el aparente lujo y la falsa distinción” (RODRÍGUEZ, 1775), provocó que el reconocimiento por el hábito externo fuese universal y atemporal: junto a la eterna suntuosidad del atuendo cortesano, en nada se modificaron los imperecederos trajes rurales o los vestidos de fe sacralizados.

La posición obligaba a la distinción… y distinguirse marcaba los escalafones. La moda, el lujo y la vanidad (tan criticadas por extranjeros y nacionales) eran pecados y deshonras morales[17] (PARDAILHÉ-GALABRUN, 1988; COQUERY, 1988). Siempre, la necesidad española de aparentar (HART, 2009) (también los menores con su traje infantil similar al adulto). Y, tras el triunfo novecentista de la elegancia impuesta por la minoría elitista, cada vez más en clave de género (SOBALER, 2019): el Fígaro de José de Larra (1835)[18] dibujaba una modesta y decorosa mujer fina, muy atenta al cuidado indumentario y el buen gusto, practicando una beneficiosa economía doméstica familiar, potenciada desde una multiplicada prensa femenina entre 1804 y 1850[19].

 

Desde finales del siglo XIX hacia el XVIII

 

El realismo de Clarín en su Regenta (1884) retrataba las modas culturales de una todavía levítica y atávica Vetusta (Oviedo) a finales del siglo XIX (SERRANO, 2001; LUENGO, 2014; VALIS, 2010). “Caballero en la ventana del campanario”[20], el joven Celedonio ceñía a su cuerpo, aunque raída y manchada de cera, una sotana; bien conocía el monaguillo el orgullo del carca magistral “en el menear los manteos”, abundantes en ricos pliegues y vuelos de medio tiempo que producían un rumor silbante al rozar las losas; “¡aquello era señorío!; media dorada y zapato de esmerada labor con hebilla de plata” (el montañés don Fermín… “hubiera sido en su aldea el mozo de más partido” si luciese algo entallado, sus dedos tan afilados como los de una aristócrata de alcurnia). Aun sociedad sacralizada, repleta de visibles devotos y practicantes: don Saturnino

 

“encargaba unas levitas de tricot como las de un lechuguino, pero el sastre veía con asombro que vestir tal prenda y quedar convertida en talar era todo uno; siempre parecía que iba de luto y pocas veces quitaba la gasa negra del tocado porque se tenía por pariente de toda la nobleza local… a los pésames salía disfrazado de capa y sombrero flexible”

 

Frente al comportamiento de las señoras ovetenses, como la viuda doña Obdulia,

 

“que solo había que notar cómo iba engalanada a la catedral; señoras que desacreditan la religión al ostentar una capota de terciopelo carmesí sobre una cascada de rizos de un rubio artificial… la falda del vestido de raso oscuro; pero lo peor era una coraza de seda escarlata que ponía el grito en el cielo, apretada contra algún armazón que figuraba formas de una mujer exageradamente dotada de los atributos de su sexo; escándalos en la iglesia … entendiendo la devoción de un modo que podría pasar en un gran centro, en Madrid o París, pero no aquí [confesaba atrocidades en tono confidencial, como podía referirlas en el tocador a una amiga de su estofa, y ¡mil absurdos! proponía rifas católicas, organizaba bailes de caridad, novenas y jubileos a puerta cerrada para las gentes decentes]”.

 

Los nuevos obispos de levita podían aburrir, pero seguía predominando “el olor de los recintos sahumados por el incienso… cuchicheos de beatas… éxtasis de autolatría el chisporroteo de cirios y lámparas” desde el púlpito. Aun así, “¡cuán lejanos estaban aquellos tiempos!; ¿quién se acordaba de Meléndez Valdés?; habían hecho estragos el romanticismo y el liberalismo”. Compleja convivencia de viejas y modernas actitudes.

Aquel naturalismo restaurado propio de La Regenta, según el Prólogo de Pérez Galdós, seguía la tendencia de época de la pintura de casacones para retratar la España provinciana de la mano de doña Ana Ozores y don Fermín de Pas, anclados en sus pietistas ensoñaciones, perdidos entre lo clerical y lo laico, y de un Álvaro de Mesía, “cotorrón guapo de buena ropa… distinguido inerte” sin estilo (“todo lo que pide buen gusto y confort”): “dime como duermes [en la alcoba] y te diré quién eres”.

Por entonces, en aquel contexto simbólico de la reproducción social, la normativa municipal de 1877 (ABELLA, 1883) proscribió los comportamientos y conductas cotidianos exteriorizados en las actividades de recreo populares. Oligarquías locales y autoridad central reorganizaron la vida diaria de cada villa bajo sus presupuestos ideológicos y religiosos, conformando un modelo festivo (todas las prácticas colectivas reguladas legalmente) supeditado a los parámetros morales rectores para eliminar (aunque sin lograr siempre) el carácter irreverente y profano de muchos de los divertimentos públicos.

“En tiempos de máscaras”[21] desde 1835 se trataba de mantener el buen orden y evitar excesos (nocturnos) bajo tales disfraces y danzas de careta carnavalescos, tras prohibir el uso de las “vestiduras clericales, de las extintas órdenes religiosas o militares y de trajes de altos funcionarios y de milicia”. Por razones de seguridad, otra cláusula restrictiva autorizaba a los alcaldes a “desenmascarar y sancionar a la persona que no guardare el decoro correspondiente”. La devoción de los pueblos tampoco debía empujarles a acudir en romería a los santuarios como mero estímulo de “algazaras, bullicios y excesos en comer y beber”, controlando a la cofradía convocante. Los omnipresentes vendedores ambulantes de mercería, quincalla, bisutería, aguardiente o dulces (así como la asistencia de titiriteros, danzantes, prestidigitadores y músicos) debían contar con permisos municipales; invitando, mejor, a colocar en los balcones tapices y luminarias como muestra espontánea de regocijo público para celebrar la fiesta del patrono (“todos los vecinos, sin excepción, barrerán el espacio de calle que da frente a sus respectivas casas, y retirarán todas las basuras, inmundicias y lodos”). También debía reglamentarse y vigilarse la concurrencia masiva de ferias y mercados en las plazas y fechas señaladas; lo mismo que los días festivos, cuando cesa el trabajo (“no se labre ni se tengan las tiendas abiertas” salvo licencia parroquial), seguían condicionando el calendario anual, pese a la considerable reducción de su número acordada en 1867 con el Vaticano, justificada en “beneficio del comercio, fomento de las artes y provecho agrícola”; y verbenas o bailes (aún menos los de salón) nunca debían “degenerar en reuniones tumultuosas y en focos de escándalo” que ofendiesen el recato.

Su capítulo quinto se centraba en una constante vigilancia de las buenas costumbres: “morigerar, moralizar y educar a las poblaciones”, impulsando el amor a la familia, el cumplimiento de los deberes sociales, la instrucción y el respeto a la divinidad para evitar extralimitaciones y vicios. Entre otras medidas, de acuerdo la autoridad eclesiástica con los alcaldes, debían corregirse los desórdenes causados por “voluntarias separaciones de los matrimonios, amancebamientos de los solteros y vida licenciosa de los cónyuges”, procurando la defensa de la decencia (o la “persecución de vagos y gentes de mal vivir”), reprimiendo con mano dura la degradante y repulsiva embriaguez. Una activa defensa frente a toda perturbación y escándalo (“no ofender la honorabilidad, la honestidad y el decoro”) para “no ser señalados por la opinión”. Control social colectivo.

Con anterioridad, ya la Novísima Recopilación era tajante a la hora de vigilar las frecuentes y ruidosas rondas y cencerradas perturbadoras del sosiego público.

En suma, novelas costumbristas y normativas de control inciden en unas mismas claves que, desde una óptica estética, reflejan la estructura social vigente. En España la moda cultural decimonónica continuaba definida simbólicamente por las sotanas (una devoción de campanario) como marca de señorío y alcurnia. Aunque los manteos fuesen más entallados y sus levitas simulasen la hechura de un lechuguino se mantenía el poder de lo sacro, las prendas talares y los fúnebres lutos como seña también de parentela nobiliaria. Disfrazados tras sus capas, aparentando y engalanadas ellas. Después de confesar sus escándalos, beatas en los templos, proponían modernas obras pías privadas a la manera orquestada ya en las capitales europeas. Decentes gentes provincianas entre inciensos y púlpitos. Tiempos nuevos con notables permanencias muy tradicionales. Lo laico y levítico todavía -siempre- profundamente imbricados. Enfundados en buenas ropas, distinguidos por gustos y estilos confortables, pero atados a moldes muy clásicos. ¡Cuán lejanos y cercanos los estragos del Antiguo Régimen! De ahí que la preservación del orden público municipal, familiar y católico, en los ámbitos de la fiesta o en los días de mercado, entre máscaras, rondas y cencerradas, en cualquier actividad de recreo popular cotidiano, resultase moralmente prioritario. Nada de excesos ni disfraces con vestiduras carnavalescas clericales o militares. Decoro, decencia y usos apropiados siguiendo el calendario eclesiástico anual. Mundos agrícolas donde las verbenas nunca degenerasen en escandalosos tumultos. Bien educados, se evitaría todo vicio, observando mejor las buenas costumbres, entre las que el amor a la familia seguiría prevaleciendo para no ser juzgados por el vecindario, corrigiéndose los desórdenes causados por licenciosas vidas conyugales, separaciones matrimoniales o amancebamientos célibes. Coartando las demostraciones individuales en aras a una positiva vigilancia encorsetadora del conjunto de la comunidad, uniformada para no dislocar la estabilidad colectiva.

 

Conclusiones

 

Somos conscientes de que este enfoque aborda diversos ángulos concomitantes desde una cronología muy amplia, interesados por los enseres para comprender los procesos de descomposición de las estructuras sociales, las nuevas reglas de sociabilidad y de comportamientos en relación con las tensiones entre autoridad y disciplina, la moda y la apariencia con los modelos de género o los propios cambios culturales no ligados a la tradición con el surgimiento del individualismo. Dentro de un férreo control público, inventarios, dotes y la literatura impresa informan sobre guardarropas normalizados o de la transgresión indumentaria masculina y femenina entendida como seña de identidad y mecanismo de distinción… puntos desde los cuales seguir replanteando las cuestiones que alumbren el final de una civilización (de una mentalidad y de las prácticas familiares asociadas a la misma) y el nacimiento de otros patrones más modernos.

La alcurnia hidalga montañesa se ligaba a su imagen; debían mostrarlo, figurando por encima del resto del vecindario; aunque no quisieran sobresalir del común (MARURI, 2016), estaban obligados a distinguirse; no obstante, avanzado el siglo XVIII, antes que los blasones, la instrucción marcaría el visible brillo de sus nuevas casacas. Cortesía, urbanidad, honesta galantería y educada modestia como virtudes (CORTÉS, 1795). Un traje apropiado para definir los nuevos rangos burgueses, marcando culpabilidades y contrastes civilizatorios (ELÍAS, 1988) ¿reconociéndose padres e hijos, cada generación, por sus respectivos atuendos? Todavía siempre dentro de una sociedad muy disciplinada (PALOMO, 1997), sacralizada y clerical, se mantuvieron lutos, sotanas y el pecado de la vanidad femenina (CABRERA, 2014).

La adaptación familiar a los cambios siguiendo el curso vital y las jerarquías y desigualdades sociales pasan por el análisis de los procesos civilizatorios en el tránsito final del Antiguo Régimen. Individual y familiarmente, los vínculos horizontales y los lazos verticales del traje cotidiano (al utilizar el porte externo como valor reconocible, mensaje simbólico, principio legitimador e instrumento de poder) distinguía y alejaba, aislaba y unía, diferenciaba y agrupaba; generando brechas entre discursos y prácticas, con enormes distancias de sociabilidad, rusticidad y casticismo (FLORES, 1883).

Constituyen retratos muy representativos del escenario meseteño castellano (con frecuencia mal comprendida y valorada su parálisis, frente al dinamismo civilizatorio de las experiencias periféricas y madrileñas), erigidos en bandera de aquel conflicto mental emergente, al incluir planos, direcciones y ritmos de asimilación contrapuestos. Aunque el peso conceptual de la tradición y la continuidad local se resistían a las novedosas imágenes cosmopolitas del patrón afrancesado, se movilizaron recursos indumentarios innovadores en un enorme esfuerzo reformador que partiendo de la élite cortesana o comercial incorporaría a los grupos en ascenso comarcal a un mundo reeducado y revestido por etiquetas modernas. Hábitos públicos que acabaron modificando la base socio - cultural relacional de la notoriedad; con mutaciones que trascendían la mera estética para generar procesos de cambio de gran impacto nacional - global[22]. Sobre una apariencia de continuidad y permanencia, las transformaciones fueron profundas, génesis de un ordenamiento contemporáneo, aunque todavía bajo el escudo de inercias ideológicas cuyos contornos tardarían en desmoronarse. Viejos caparazones petrificados y muy resistentes a aquella nueva realidad de unas modas rápidamente triunfantes.

Se perciben atrasos frente a modernizaciones, la permanencia de conciencias e identidades colectivas disciplinadas definidas como reguladores básicos comunitarios. Pero, entre complejos y lentos giros, triunfaría el tiempo del individuo por encima de los capitales lazos de la sangre y el parentesco. Primero, calando en las élites estatales, en un proceso modernizador, mental y socialmente acelerado; imitado, después, por distintos sectores terratenientes fuera de los principales ámbitos urbanos. ¿Cuál fue su alcance real?: el peso de las estructuras antiguorregimentales y de las permanencias familiares seguirían siendo muy notables durante mucho tiempo; los consumos de apariencia lucidos para la demostración pública desigualmente comprendidos, cuando las construcciones intra-domésticas fueron tanto estáticas (los hijos vestidos como sus padres) como cinéticas (revolucionarios petimetres rompiendo los moldes estéticos dominantes).

La máxima galdosiana “con el vestir a la antigua vendrá el pensar a la antigua” (1872: V) muestra que la proyección familiar, sus mentalidades e imaginarios colectivos, se reflejaban en sus atuendos. Golillas los más clásicos, el cortesano traje chambergo a la moda francesa, fracs burgueses, castizas redecillas del majo tradicional opuesto a lo extranjero, petimetres y currutacos copiando las extravagancias urbanas cosmopolitas, culottes revolucionarios; entre emulaciones. Eliminando o no las distintas hechuras en aras a la liberalidad y perdiendo vigencia las leyes suntuarias. Un singular plebeyismo enfrentado a tricornios y sombreros de copa, cubiertos siempre por el paraguas de una estricta militancia católica. Aun en escenarios de mayor libertad, los conflictos sociales brillarían bajo indumentarias diferenciadoras. Alternando también vanidad y mesura, mostrando el simbolismo de la representación del ser alguien y parecerlo. Modelos civilizatorios a imitar e imagen universal de sus discursos y prácticas. Unos retratos de aparato cotidiano para aparecer espectacularmente en público. Una fisonomía notoria legitimada por la propaganda visual. Mecanismo de ascenso de comerciantes y grupos intermedios: imágenes uniformadas de pertenencia a una afinidad común ‘no vieja’ muy distanciada de la plebe. Sus galas, sin pompas estridentes, evidenciaban ya posiciones ideológicas, próximas a la nueva moral burguesa y a un orden ciudadano modernizado (líderes en novedades) al variar los arquetipos a reproducir, aunque el color oscuro siguiese prevaleciendo como distintivo de calidad. No obstante, las identidades culturales mantenían un enorme impacto jerárquico al ataviarse para impresionar y cada vez más alejados todos del harapo rural. El estatus obligaba a la distinción y distinguirse marcaba los escalafones. El buen gusto apreciado en clave de género, practicando una beneficiosa economía doméstica: atentos a demostraciones comunitarias de imitación y a aspiraciones individuales frente al poder basado en una mera alcurnia vinculada.

Un mundo de herencias u ostentación (peso de lo añejo o conciencia distintiva); los trajes, espejos notorios en clave de quiebras de edad; bajo la presión comunitaria, la familia se revestía en el ámbito de la privacidad; demandas colectivas por emulación y readaptando sus cánones de comportamiento. Según la documentación manejada, el consumo de enseres culturales novedosos fue potenciando el individualismo. En el entorno familiar, el protagonismo de aquellos actores circulaba dentro de unos sistemas (contradictorios) de camaradería, amistad y mérito que acabaron rompiendo el modelo ordenado por el linaje (ser distinto ya una fuerza en alza). Articulando una civilización material e ideológica más cosmopolita, el universo de las representaciones aristocráticas o burguesas, sus transformaciones y avances, explican el desmoronamiento progresivo de las jerarquías sociales clásicas. Aun desde el núcleo matrimonial y sobre sus pautas hereditarias, nuevos hábitos e imaginarios más liberales arrinconaron el ideal del honor nobiliario, encumbrando el valor de la modernidad cultivada, donde aspirar al ascenso significaba imitar portes extranjeros, presentándose en público luciendo renovadas indumentarias, espacios hogareños especializados y estéticas muy diferenciadoras de las tradicionales. No obstante las notables permanencias estructurales en el tránsito hacia el siglo XIX, el progreso en la cultura material corría parejo a la propia identidad social y la apariencia: el capital simbólico del poder sería fiel reflejo de sus trayectorias vitales y emocionales. Vivencias cada vez más individuales generaron desórdenes en el ciclo intergeneracional que resquebrajaron la norma, traducidos en otras solidaridades o dependencias parentelares, incluyendo vías diferenciales tras el creciente auge del sujeto en los procesos de movilidad, amén de tensiones y disensos entre autoridad y disciplina; resistencias y conflictos en las reglas de la sociabilidad (hacia el triunfo de la intimidad privada del salón) que también revelan cómo se modificaron los modos de vida reformistas (con enormes desigualdades y competencias) frente a ciertas figuras al margen u opuestos; distanciados hasta llegar a muy beligerantes rupturas domésticas ilustradas o ‘vetustas’. Nuevas apariencias estéticas controladas desde el poder.

 

 

 

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[1] Moda “costumbre en boga durante algún tiempo o en un determinado país, con especialidad en los trajes y adornos recién introducidos”; Diccionario de Autoridades, 1734. Con ese significado se difundió para designar todo nuevo modo opuesto a la tradición y contrapuesto a “la antigüedad y usanza clásica” (Corominas recordaba que procedía de “modo, o sea, solo hace un momento”).

[2] Término peyorativo muy en boga en la Inglaterra del siglo XVIII, referido a los hombres amanerados que vestían de manera ostentosa y poco convencional (McNEAIL, 2000; PENROSE, 2016).

[3] “… un almibarado jovencito de estos, que antes se conocieron como lechuguino, petimetre o dandi, y que hoy llamamos pollos” (MESONERO ROMANOS, 1833).

[4] Así, al grabar Francisco de Goya la serie Espejo Mágico (1798) protagonizada por un personaje enfrentado a su alter ego, con el título de La tortura del dandy, un joven enfundado en un redingote, buscando el reflejo de su vívida imagen, únicamente hallaba la irónica caricatura de un ignorante y mero imitador mono.

[5] Junto a ellos, aun permanecían las buenas capas castellanas o los típicos trajes de toreros (grabados por Antonio Carnicero hacia 1790). En 1789 la Revolución Francesa aboliría las diferencias de clase en cuanto a la libertad e igualdad en el vestido: privilegios exclusivistas y distintivos de prerrogativa suntuaria perderían su valor ante el común. No fueron menos las transformaciones introducidas por la más funcional etiqueta de la moda británica, con fracs, levitas y chaqués, otra vez en negro elitista, tan bien acogida su estética (sin la teatral extravagancia de la peluca versallesca) por la burguesía urbana europea en ascenso, “distinguidas por su extremada elegancia y buen tono” (LE BOURHIS, 1989).

[6] Biblioteca de la Universidad de Oviedo, Archivo Toreno, caja 30, doc. 31; capitulaciones de don José Marcelino Queipo de Llano y doña Mª Dominga Ruiz de Saravia; noviembre de 1777.

[7] Todos estos entrecomillados se extraen de la obra Fernando Calderón Quindós (2018: 29-39 y 87-90).

[8] Informan sobre atuendos y honestidad, distintivo profesional y social, identificando a: mujeres públicas, lacayos, judíos (en 1486 se mantuvo que “traigan de continuo dicha señal de paño bermejo en el hombro derecho”), moriscos sin “vestido de moros” (precepto de 1566) o universitarios (PÉREZ, 1998).

[9] Como los inventariados en casa del rico José de Velasco y Patiño en 1734 (ROSILLO, 2018: 124).

[10] “El venir de Francia les da todo el precio”; el oficio de cotillero, símbolo del Antiguo Régimen (CALDEVILLA, 1737). Y tras su difusión en la España de 1729, en Virtud al uso y mística de la moda Fulgencio Afán de Rivera criticaba que el gobierno del hogar se dejase a amas “con cotilla, basquiña con cola y delantal de faralaes… cosa muy extraña en casa donde se profese la virtud [busques, mejor, beata con fruncida toca, saco y cordón]”; Biblioteca Nacional de España, ms. 6505; doc. 17, f. 79.

[11] También mediante la pragmática de febrero de 1623 la Junta de Reformación trataría ya de restringir los innecesarios gastos populares en vestir sus nuevas golillas.

[12] CURIEL, G., “Ajuares doméstico. Los rituales de lo cotidiano”, II, La ciudad barroca, pp. 81-109; y III, El siglo XVIII: entre tradición y cambio.

[13] Contrastando respecto al consumo y apariencias externas de las elites leonesas hasta 1850: diferentes novedades en los espacios domésticos de notoriedad burguesa de las familias de comerciantes, de profesionales liberales y entre sus nobles (como los vizcondes de Quintanilla) (BARTOLOMÉ, 2017).

[14] Madrid, los puertos andaluces, mediterráneos y del norte peninsular (también Oporto o Lisboa) eran muy receptivos a todo lo extranjero, pero en el interior castellano el ritmo vital seguía marcado por lo sacro. Aun así, sorprende la rapidez con que a lo largo del siglo XVIII se volatilizaron las tradicionales virtudes heredadas, perdía prestigio lo antiguo y el pueblo se hacía cada vez menos eco de las costumbres y opiniones de sus ancianos (PERROT, 1995).

[15] “Las majas rivalizan en lenguaje, porte y libertinaje; gentes de rango han tomado como modelos a estos héroes del populacho, adoptando sus modales” (BOURGOING, 1788: V 502).

[16] Según la conclusión del congreso: Ambizioni nobiliari e agi di città. I Gambara fra diplomazia, cultura materiale e mecenatismo, secc. XVI-XVII (Ateneo di Brescia, noviembre 2018) Ya en 1558 Giovanni della Casa, en su Il Galateo, certificó el “desprecio a la ciudadanía regida por nuevas usanzas, cuando la costumbre debe ser vestir según la condición y la edad”.

[17] Fray Bernardino de Siena (Contra mundanas vanitates et pompas, de 1427) predicaba contra el pecado de todo tejido lujoso, resumiendo diez ofensas a la divinidad a través del vestido y la moda femenina. Después, las Misiones y sermones del padre Pedro de Calatayud (1754) concentraban muchos despectivos términos, como lujurear, espejos, adorno arrogante, inmodestia, chischiveos, gustos o modas (RIELLO, 2012: 12-24). Muchas otras obras de la época criticaron a la mujer por sus trajes y vanidades.

[18] Pilar Sinués, La dama elegante. Manual práctico y completísimo del buen tono y del buen orden doméstico, 1892; o Enrique Rodríguez-Solís, Majas, manolas y chulas: tipos y costumbres de antaño, 1886.

[19] Editándose una treintena de periódicos; entre los más interesantes: El correo de las damas (1833-1844); La moda o recreo semanal del bello sexo (1829-1830); La moda (1842-1927; desde 1863: La moda elegante: periódico de las familias); El correo de la moda (1851-1853).

[20] Todos los entrecomillados relacionados con esa particularmente ‘anticuada’ visión novecentista de Oviedo se extraen de la obra de Leopoldo Alas Clarín (1884: 12 y ss).

[21] Todos los entrecomillados se extraen de la obra de Fermín ABELLA Y BLAVE, Manual de las atribuciones de los alcaldes…, 1883: 33 y ss.

[22] Seminario: Urban Renewal and Resilience. Cities in comparative perspective, Roma, agosto 2018 (European Association for Urban History).

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