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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto - ISSN 2451-6961 (en línea)

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº19. Mar del Plata. Enero-Junio 2024.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

                                                                           

“Republicano en las monarquías, anarquista en las repúblicas”. Contornos del protestantismo en De Maistre, Maurras y Guénon

Boris Matías Grinchpun

Centro de Investigaciones Sociales, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y

Técnicas/Instituto de Desarrollo Económico y Social, Universidad Nacional de Tres de Febrero, Argentina.

                 matiasgrinchpun@gmail.com

Recibido: 05/02/2024

Aceptado: 19/04/2024

ARK CAICYT: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s24516961/1vwlzlah5

Resumen

No es arriesgado afirmar que el protestantismo en sus diversas formas ha sido condenado por los principales pensadores contrarrevolucionarios: como la caja de Pandora, el movimiento desatado por Martín Lutero habría contenido el liberalismo, la democracia, el socialismo y demás “males” de la modernidad. Pero este extendido desprecio no excluyó los matices, ya que los contextos específicos en los cuales se recuperaron las transformaciones religiosas del siglo XVI dejaron su impronta. Por ello, este artículo pretende revisar y contrastar las representaciones de la Reforma y sus derivaciones elaboradas por el conde saboyano Joseph de Maistre, el escritor neo-monarquista Charles Maurras y el influyente Tradicionalista René Guénon para observar las peculiaridades de cada coyuntura e intervención, así como la intertextualidad entre ellos y una prolongada corriente de discursos anti-heréticos. De esta manera, se intentará enlazar las perspectivas de cada autor para reconstruir un “concepto acumulativo del protestantismo”, una trama del discurso reaccionario en el largo plazo.

Palabras clave: Protestantismo, contrarrevolución, reacción, Maistre, Maurras, Guénon.

“Republican in monarchies, anarchist in republics”. Contours of Protestantism in De Maistre, Maurras and Guénon

Abstract

It is not risky to assert that Protestantism in its diverse forms has been condemned by the principal Counterrevolutionary thinkers: like Pandora’s Box, the movement unleashed by Martin Luther would have contained Liberalism, Democracy, Socialism and the rest of modernity’s “evils”. But this extended revulsion did not exclude nuance, as marks were left by the specific contexts in which the religious transformations of the 1500s were recovered. That is why this article aims to revise and contrast the representations of the Reform and its derives articulated by Savoyan count Joseph de Maistre, neo-monarchist writer Charles Maurras and influential Traditionalist René Guénon as to observe the peculiarities of each instance and intervention, as well as the intertextuality between them and a prolonged undercurrent of anti-heretical discourse. Thus, the perspectives of each author will be liked to a “cumulative concept of Protestantism”, one thread of reactionary discourse in the long term

Keywords: Protestantism, counterrevolution, reaction, Maistre, Maurras, Guénon.

“Republicano en las monarquías, anarquista en las repúblicas”. Contornos del protestantismo en De Maistre, Maurras y Guénon

“Si quebró la fe en la autoridad, fue

porque restauró la autoridad de la fe.

Si transformó a los curas en laicos, fue

porque convirtió a los laicos en curas.

Si liberó al hombre de la religiosidad

exterior, fue porque hizo a la religiosidad

interior al hombre. Si liberó el cuerpo de

cadenas, fue porque encadenaba el corazón”.

Karl Marx (2012: 55).

Introducción. Reforma, revolución, reacción

El cisma abierto en el cristianismo occidental en 1517 y la plétora de vertientes reformadas surgida desde entonces fueron consistentemente execrados por los más notados referentes de un pensamiento que, no sin miramientos, podría denominarse reaccionario.[1] La atomización de la Iglesia, la libre interpretación de las Sagradas Escrituras y el sacerdocio universal de los fieles fueron anatemizados por estas figuras, quienes vislumbraron allí los prolegómenos del individualismo, el igualitarismo y otros “males” característicos de la modernidad. Adoptando una mirada especular, podría pensarse que el protestantismo –o, mejor aún, las representaciones que de él se hacían– contribuyó a formar la identidad de estos polemistas: al volverse la diatriba un lugar común, habría ofrecido un punto de referencia para definir ideas y afilar argumentos, pero también para erigir un ethos contrarrevolucionario.

                El desprecio fue mayoritario, pero las interpretaciones presentaron divergencias: más allá de los tópicos compartidos, el anti-protestantismo asumió formas particulares en la medida en que los autores privilegiaron diferentes aspectos para concentrar sus ataques y, desde luego, intervinieron en marcos cronológicos heterogéneos. Abrevando en los planteos de Quentin Skinner (2007) y J.G.A. Pocock (1989), podría agregarse que en los contextos de producción de los discursos se hallarían claves ineludibles para comprender los esquemas conceptuales y los lenguajes desplegados en las obras.[2] O, cuando menos, para acercarse a los modos en que éstas podrían haber sido recibidas en el momento en que fueron concebidas, pero también después. Yendo un poco más lejos, las propias imágenes del protestantismo habrían constituido progresivamente un contexto, en tanto fueron dejando un sedimento de significados del cual pudieron nutrirse sucesivas “generaciones” de reaccionarios. En otras palabras, el estereotipo negativo habría adquirido densidad con el tiempo, conformando así un concepto acumulativo al que fueron aportando los contrarrevolucionarios tanto por quererlo ellos mismos como por el afán de sus seguidores por confeccionar un canon.

                Para reconstruir tales procesos, este trabajo abordará a tres autores elegidos por su vinculación con un mismo espacio nacional, por el peso del anti-protestantismo en sus reflexiones y por la relevancia que propios y extraños les confirieron en la “genealogía” de la corriente reaccionaria: el conde Joseph de Maistre, el escritor Charles Maurras y el Tradicionalista René Guénon. Abarcar el corpus de estos pensadores, aún el referido específicamente al cristianismo reformado, es imposible dada la extensión del artículo, así que se optará por un enfoque sinóptico (Jay, 1990: 72-79) para propiciar una reflexión comparativa y poder trazar algunos itinerarios intelectuales entre finales del siglo XVIII y mediados del XX.

El jacobinismo en religión, o la religión del jacobinismo

Algo después de sus famosas Considérations sur la France (1796), De Maistre redactó unas Réflexions sur le protestantisme dans ses rélations avec la souveraineté (1798). En ellas, el saboyano definía a su objeto de estudio como “el gran enemigo de Europa que habría que ahogar por todos los medios que no son criminales, la úlcera funesta que infecta todas las soberanías y las corroe sin descanso, el hijo del orgullo, el padre de la anarquía, el disolvente universal” (De Maistre, 1893: 64).[3] La amenaza alcanzaba escala continental, por no decir civilizatoria, ya que el cristianismo reformado era una fuerza puramente nihilista: “¿es un anglicano, un luterano, un calvinista, un zwingliano, un anabaptista, un cuáquero, un metodista, un moravo, etc.? […] Es todo eso, y no es nada. El protestante es un hombre que no es católico: de manera que el protestante no es sino una negación” (De Maistre, 1893: 95).[4] 

        La proclividad a la desagregación y la pulsión negativa provenían del “derecho a examinar” supuestamente consagrado por Lutero, a través del cual se diseccionaban todos los preceptos heredados para luego rechazarlos, de manera tal que “no habrá no habrá más una creencia común, más tribunal, más dogma reinante” (De Maistre, 1893: 91-92). De la destrucción de la autoridad religiosa a la imposibilidad del orden político no había más que un paso. Si se añadía la centralidad otorgada a la Biblia, la libre interpretación engendraba una aberración teológica: “si la religión está fundada sobre un libro, si nosotros debemos ser juzgados por este libro y si todos los hombres son jueces de ese libro, el Dios de los cristianos es una quimera mil veces más monstruosa que el Júpiter de los paganos” (De Maistre, 1893: 76-77). El contrapunto entre la Iglesia romana, pretendidamente monolítica, y el protestantismo, diseminado en una pléyade de denominaciones, era una prueba de falsedad que los católicos habían esgrimido desde los albores del cisma, y que en Francia estaba fuertemente asociado con Jacques-Bénigne Bossuet (1921). Formado por los jesuitas, De Maistre probablemente haya conocido a las plumas pioneras de la Contrarreforma al igual que las invectivas del “águila de Meaux”.[5]

        No obstante, el aristócrata fue más allá, en tanto la “herejía religiosa” era para él equiparable a la “civil”: sin importar bajo qué gobierno se encontrasen, los protestantes siempre eran los súbditos más díscolos. “Republicano en las monarquías, anarquista en las repúblicas”, el cristianismo reformado era, con su “insurrección de la razón individual contra la razón general […] todo lo que se puede imaginar de malo” (De Maistre, 1893: 76-93). Al igual que los legisladores de la Revolución Francesa, pretendían que sus entelequias doblegaran la tradición, la historia y la naturaleza. En este sentido, la persecución lanzada por reyes y hombres de Estado quedaba ampliamente justificada. Sin ir más lejos, las medidas persecutorias de Luis XIV –auspiciadas, entre otros, por el abate Bossuet– fueron reivindicadas por haber protegido y revitalizado a la nación: “aquello que nuestro miserable siglo llama superstición, fanatismo, intolerancia, etc., era un ingrediente necesario de la grandeza francesa” (De Maistre, 1893: 76-93).

        Mientras el Rey Sol pisoteó a los herejes, y por ello falleció “en su lecho, brillante de gloria y cargado de años”, su descendiente “Luis XVI lo acarició, y murió en el patíbulo” (De Maistre, 1893: 82). En otras palabras, los orígenes de 1789 se remontarían a 1517, una filiación quizás inspirada por el hecho de que el opúsculo fue compuesto mientras arribaban al Piamonte noticias de los triunfos bélicos obtenidos por los ejércitos revolucionarios, los mismos que en poco tiempo enviarían al conde al exilio. Sin apelar a teorías del complot, como haría su corresponsal Auguste Barruel, De Maistre apuntó contra el jansenismo como uno de los principales responsables de la hecatombe, ya que su papel como vector del protestantismo lo hacía tan pernicioso como el “filosofismo” (1893: 79).[6] No sólo vinculaban libre albedrío con gracia como los protestantes, sino que guardaban silencio ante las atrocidades de los revolucionarios, lo que probaba sin lugar a dudas la anuencia, cuando no la complicidad. De hecho, tras plantear inicialmente que entre protestantismo y jacobinismo existían lo que Max Weber llamaría afinidades electivas, el saboyano obliteró la frontera entre ambos para concluir que el primero era “positivamente, y al pie de la letra, el sans-culottismo de la religión. Uno invoca la palabra de Dios; el otro, los derechos del hombre [...] Estos dos hermanos han dañado la soberanía para distribuirla a la multitud” (De Maistre, 1893: 97). Al buscar “siempre conceder la autoridad al número más grande” y reconocer a todos la facultad de interpretar, los reformados eran adversarios irreductibles de las religiones verdaderas y los gobiernos estables, ambos basados en preceptos divinos y, por ende, esencialmente incognoscibles e incuestionables (Armenteros, 2017: 72-78; Berlin, 1965; Compagnon, 2007: 84-85). En pocas palabras, la soberbia de creer conocer los designios hacía del protestantismo un obstáculo insalvable para el orden, por lo que vulneraba al cuerpo social en su conjunto.

        Joseph de Maistre retornó a estas cuestiones años después, al preparar unas misivas en defensa de la inquisición española para un “gentilhombre ruso”. De acuerdo con Isaiah Berlin, el conde desplegó todo un género epistolar abocado a refutar las “mentiras”, “exageraciones” y “calumnias” elucubradas por el Siglo de las Luces y los protestantes contra el Santo Oficio (1965). Las ejecuciones, por ejemplo, no serían responsabilidad de los clérigos sino de la Corona y los tribunales seculares, quienes las avalaban para luego llevarlas a cabo. Quien creyera otra cosa sería un necio, aseguraba el aristócrata, en tanto “¡a qué oreja no ha llegado jamás el axioma eterno de esta religión, la Iglesia aborrece la sangre!” (De Maistre, 1852: 18). Hasta la incisiva pluma de Voltaire concedía que los pontífices habían sido “dulces” y “piadosos”, mientras que múltiples relatos concordaban en resaltar los “métodos humanitarios” y las “sentencias misericordiosas” de los inquisidores. En cuanto a la península ibérica, tanto la tortura como la pena capital por crímenes de lesa majestad hallaban paralelos en otros momentos y lugares, con antecedentes tan prestigiosos como la Grecia de Solón y la Roma de los Césares (De Maistre, 1852: 51-58). De ahí que pudiera desecharse la “Leyenda Negra” como un cúmulo de falacias e invenciones nacidas de las malas intenciones manifiestas en ciertos protestantes e iluministas, aunque también de su ingenuidad: al evocar los Viajes por España de Joseph Townsend, en los que se describía un “quemadero” de impíos e infieles, De Maistre inquiría socarronamente

 

“En primer lugar, ¿qué es un edificio destinado a quemar herejes? Un edificio que tuviera esa función ardería él mismo a la primera experiencia, y no serviría sino una vez. Un edificio que sirve de matadero es una cosa tan perversa que no se imagina nada que la supere. Lo que es todavía más eminentemente placentero es esta recomendación de proteger el secreto hecha al viajero inglés. ¡El secreto de una plaza pública destinada a las ejecuciones por medio del fuego! [...] Yo no dudo por un instante que la gravedad española se ha burlado, en esta ocasión, de la credulidad protestante” (1852: 75-76).[7]

        Los detractores del Santo Oficio no reconocían que la institución a la que ensuciaban era una reacción defensiva ante las destructivas creencias de los cismáticos, o bien distorsionaban la crónica histórica adrede. Asumiendo la voz de un español, el conde expuso la galería de horrores inaugurada por la Reforma:

“Vean la guerra de treinta años alumbrada por los argumentos de Lutero; los excesos inauditos de anabaptistas y campesinos; las guerras civiles de Francia, de Inglaterra, de Flandes; la masacre de San Bartolomé, la masacre de Mérindol, la masacre de Cévennes; el asesinato de María Estuardo, de Enrique III, de Enrique IV, de Carlos I, del príncipe de Orange, etc., etc. Un buque flotaría sobre la sangre que sus novedades han hecho verter; la Inquisición no habría derramado sino la vuestra” (De Maistre, 1852: 97-98).[8]

        Por cierto, varias de las diatribas contenidas en las Réflexions… reaparecieron en las cartas al noble eslavo, como la certeza de que el protestantismo era “la religión de todos los negativos, no es más que un odio contra la afirmación; entonces, si se suprime el objeto de un odio, ¿qué queda? Nada” (De Maistre, 1852: 128). Al igual que un parásito, necesitaba de otros para vivir en tanto “su ser no es otro que una protesta contra la autoridad, ninguna diversidad en la protesta alteraría su esencia, y no podría, en general, cesar de protestar sin cesar de ser” (De Maistre, 1852: 128). Una sedición irreductible que insinuaba la inevitabilidad de la persecución, la expulsión o penas incluso más severas. Otra invectiva reiterada fue la mofa de la obsesión bíblica, la que habilitaba a cada denominación a proclamarse “escritural” para incrementar su prestigio en vez de sincerarse como calvinista, anglicana o luterana (De Maistre, 1852: 129). En otros aspectos, De Maistre innovó, como al postular que el protestantismo se degradaba con el paso del tiempo, quedando con el tiempo sólo una cáscara vacía. Esto se debía a que sus creencias, sin contenido ni firmeza, desembocaban ineluctablemente en una religión ritualista y exotérica: “he conocido muchos protestantes, muchos ingleses sobre todo, por lo que me he habituado a estudiar el protestantismo. Jamás he podido ver en ellos más que teístas más o menos perfeccionados por el Evangelio, pero completamente ajenos a eso que se llama fe” (De Maistre, 1852: 134).

        La referencia a los británicos no era azarosa, ya que los vicios y males denunciados por el conde se condensaban en “la pérfida Albión”, a la que estaba dedicada la más extensa de las epístolas: el “pueblo inglés, sin duda el primero entre todos los pueblos protestantes, es el único de ellos que tiene una voz nacional y el derecho de hablar como pueblo” (De Maistre, 1852: 111). Reproduciendo las estrategias de sus rivales, el saboyano detalló minuciosamente las persecuciones brutales ocurridas bajo el reinado de la “feroz Isabel”: vejaciones y atrocidades “tales [...] que se esperaría encontrarlas antes en la historia de una provincia turca, que en la de una provincia inglesa” (De Maistre, 1852: 119).[9] El respaldo no habría escaseado, ya que el mismo Sir Francis Bacon habría aludido despreocupadamente a una Irlanda alfombrada con cadáveres católicos como una fuente confiable de materia prima para sus experimentos.

         “Más terrible que la española”, esta “Inquisición anglicana” suscitaba desprecio en De Maistre, aunque a sus ojos Inglaterra no habría mejorado desde la época de los Tudor. Por el contrario, su decadencia se hacía evidente en la exaltación nacional de un “auténtico ateo” como David Hume, cuyo escepticismo lo hacía más peligroso que el autor de Candide. El ascenso de tan nefasto intelectual cobraba sentido en una tierra donde se había instaurado, bajo “el nombre especioso de tolerancia”, “una indiferencia absoluta en el plano de religión” convertida luego en criterio para evaluar a las demás naciones, “a los ojos de las cuales esta indiferencia es la más grande de las desgracias y el más grande de los crímenes” (De Maistre, 1852: 113). En efecto, “la religión que Él ha establecido es una precisamente como Él. Siendo la verdad intolerante por su naturaleza, profesar la tolerancia religiosa es profesar la duda, es decir, excluir la fe” (De Maistre, 1852: 114-115). La relatividad en materia doctrinal se volvía un caldo de cultivo para las ideas más obscenas, pero ante todo marginaba la dimensión espiritual de la vida cotidiana. Justamente, de lo que tanto se enorgullecían los ingleses era de ser la primera entre las naciones para las que

“Deorum injuriae diis cura […] Esta vida común de aproximadamente veinticinco años, acordada al hombre, cautiva las atenciones de sus legisladores. Ellos no piensan sino en las ciencias, en las artes, en la agricultura, en el comercio, etc. No osan decir expresamente: Para nosotros, la religión no es nada; pero todos sus actos lo suponen, y toda su legislación es tácitamente materialista, porque no hacen nada por el espíritu y por el futuro” (De Maistre, 1852: 115).[10]

        Invocando a Tácito, De Maistre embestía contra la secularización y el materialismo. ¿Estaba pensando también en un Condorcet, en un Helvetius? Ensañado con los ingleses, el aristócrata no los citaba, pero los conocía y no es arriesgado suponer que los tenía en mente (Armenteros, 2017: 124-127; McMahon, 2001: 99).[11] Menos aventurado aún es proponer que esta era una de las interpretaciones disponibles para los antimodernos que se acercaron posteriormente a los escritos del saboyano. En cualquier caso, el conde no parecía dudar que la indiferencia y la tolerancia eran hijas del protestantismo, responsable así de vaciar los dogmas y las instituciones milenarias del cristianismo sin crear una jerarquía alternativa, lo que arrojaría a las naciones europeas al abismo.

        Podría replicarse, tal cual hiciera con malicia Emil Cioran, que toda esta vituperación chocaba con una Inglaterra que se podía jactar de un sistema político estable y de haber evitado las revueltas que habían desgarrado al continente durante el Siglo de las Luces. Algo similar podría acotarse a sus apreciaciones sobre el cristianismo reformado: si los anabaptistas de Münster podían ser estigmatizados por su rebeldía, difícilmente se podría acusar a Calvino de haber vertido sobre sus seguidores una doctrina favorable a la sedición y el libertinaje. El propio Lutero había condenado los alzamientos campesinos en términos inequívocos, llamando a los señores a sofocarlas a hierro y fuego. Hasta podría pensarse que la pesimista antropología sostenida por muchos cristianos reformados no era disímil a la del conde, obsesionado con la Caída, convencido de vivir en un mundo que era un altar a cielo abierto donde se realizaban constantes sacrificios y profeta del temor como única manera de mantener bajo control a los seres humanos, hechos a imagen y semejanza de Dios pero capaces de las mayores vilezas sin una formación adecuada (Armenteros, 2017: 190-194; Compagnon, 2007: 137-141).

        No obstante, estas “imprecisiones” o “deformaciones” no serían esenciales para analizar las representaciones articuladas por De Maistre y los usos que les dio. Enemigo del cristianismo auténtico, y virtualmente de cualquier religión, el protestantismo era un cáncer, por lo que no daba lugar a atenuantes. Si había concordancias aisladas, pesaban menos que los rasgos perjudiciales como la libre interpretación y el “instinto de rebelión”. Si “ninguna institución es sólida y duradera si no reposa más que sobre la fuerza humana” y las soberanías “no tienen fuerza, unidad y estabilidad sino en la proporción en que estén divinizadas por la religión”, entonces Lutero y su legión de herederos eran anarquistas por definición (De Maistre, 1893: 93).[12] Desde una óptica salvífica, el protestantismo podía ser equiparado con la Revolución de 1789 ya que el tendal de cadáveres que dejaban a su paso podía ser interpretado como una de las convulsiones que atravesaba la Humanidad para purgarse. Tal cual propone Carolina Armenteros, el sacrificio era un motor de la historia (2017: 195).

        Varias de estas posturas fueron actualizadas por De Maistre en el que quizás fue su último libro importante, Du pape (1819), obra señera del ultramontanismo del siglo XIX debido a su encendida defensa del Papa como vía para unir, estabilizar y pacificar al Viejo Continente. Religión y política se imbricaban en una autoridad con toda la potencia de lo inapelable, y los límites derivados de reconocerse inferior a Dios. Infalible en lo espiritual y soberano en lo temporal, el Sumo Pontífice ponía coto a los absolutismos nacionales y gravitaba incluso sobre los cristianismos reformados, presa de un ineludible agotamiento. En este sentido, podría pensarse al protestantismo como una de las tramas a través de las cuales leer el corpus del polemista saboyano: tras colocarlo al nivel del “filosofismo” y el jacobinismo en los años de Considérations…, el conde expandió su vituperación en panfletos y cartas para, finalmente, reivindicar la misma institución condenada por el monje agustino en 1517. Así como Francia no requería “una revolución contraria, sino lo contrario de la revolución” (1797: 183), Europa necesitaba una Reforma inversa, la reabsorción de una herejía decaída en el seno de la Iglesia romana.

De los hugonotes a los Dreyfusards

Fundador del “nacionalismo integral”, Charles Maurras dedicó a la “cuestión protestante” varios textos polémicos como los recopilados en La politique religieuse (1912). De acuerdo con Stephane Giocanti, el odio del escritor provenzal por este grupo surgió en su infancia, cuando recibió el influjo de su devota madre y del abate Jean-Baptiste Penon (2007).[13] Esa revulsión maduró con el Affaire Dreyfus, cuando el respaldo de muchos reformados al desgraciado capitán provocó que el joven crítico literario los tildara de “tribu cosmopolita aliada a todas las razas germánicas y anglosajonas del mundo” (Baubérot, 1973: 185). Una connivencia comprensible a la luz de su común pertenencia a la “anti-Francia”: dada su incompatibilidad con las maneras, las tradiciones y la cultura galas, ellos serían enemigos declarados de la nación, al igual que los masones, los judíos y los “metecos”. Su apoyo al “traidor”, entonces, tendría por finalidad desprestigiar y debilitar al Ejército, para así dejar al país indefenso ante sus rivales foráneos.

        Las heridas abiertas por esta cause célèbre tardaron en cicatrizar, tanto en la sociedad francesa como en el pensamiento de Maurras. Más de un decenio después, el periodista insistió en que “la inmensa mayoría del ‘pueblo protestante’, y también la aristocracia, el senado, la clase dirigente del mismo pueblo, han hecho un bloque con los Dreyfus” (Maurras, 1912). Abroquelamiento que, una vez más, respondía a la naturaleza de su religión, la cual

“se organiza en una provincia distante, en diócesis moral y mental totalmente separada, suerte de islote que no se comunica sino por puentes muy estrechos con el resto de la vida francesa: pero grandes carreteras, numerosas pasarelas, espaciosas elevaciones de tierra reúnen por el contrario al mundo hugonote francés con Alemania (por Suiza), con Holanda, con Inglaterra, es decir con los pueblos de Europa menos conformes por la lengua, las costumbres, la civilización, a nuestra tradición y a nuestro origen” (Maurras, 1912).

Por cierto, el influjo de estos grupos no sólo se había hecho sentir durante el affaire. Muy por el contrario, el inspirador de Action Française aseguró que su presencia en el gobierno era tan constante como desmesurada: al tratarse de sectores demográficamente reducidos, “la dominación incontestable del mundo protestante es la de una minoría ínfima, y se ejerce contrariamente al ‘derecho’ de la democracia, que es el gobierno de la mayoría, la cual, en Francia, no es ni puede ser sino católica” (Maurras, 1912). Desde luego, el admirador de Hippolyte Taine, de Ernst Renan y de Auguste Comte habría sido menos un adversario de las elites per se que del carácter antinacional que éstas revestirían en la Tercera República. Nada extraño había en ello, ya que esta forma de gobierno siempre había tenido un carácter extranjerizante.

En línea con De Maistre, el autor de Anthinéa hallaba un correlato directo entre males pasados y presentes, como al sentenciar que “ya los hugonotes del siglo XVI eran los teóricos de la República” (Maurras, 1912). De hecho, Maurras también borraba las distinciones entre los conceptos para crear un continuum político, filosófico e histórico:

“ni la Revolución, ni el Romanticismo francés, se explican sin esta división previa de las consciencias que la Reforma nos impuso, y que dejó descubiertas nuestras fronteras intelectuales en los costados del norte y del este; entonces, el Bloque y todos los furores de los que el Bloque es el padre, son de formación romántica, revolucionaria y consecuentemente protestante” (Maurras, 1912).

Sin embargo, una diferencia crucial emergía al considerar el alcance geográfico: mientras el saboyano temía una enfermedad de escala europea, para el poeta félibrige solamente Francia se veía afectada. En efecto, en el Segundo Imperio Alemán “el Centro Católico ha podido negociar muy útilmente con luteranos ortodoxos. Allí, la comunidad del sentimiento cristiano puede servir de base a la unión [...] En Francia, la Reforma es siempre anárquica. El protestantismo protesta aquí eternamente” (Maurras, 1912). Otro tanto podía decirse de Holanda e Inglaterra y, por vía de esta última, de los Estados Unidos.

Fiel al “empirismo organizador” que atribuía a Charles Sainte-Beuve, Maurras sostenía que una somera ojeada al pasado nacional bastaba para revelar que los períodos de mayor esplendor coincidían con monarquías fuertes, pero esta fortaleza había sido posible gracias a una estrecha alianza con la Iglesia católica, identificada con las creencias y costumbres de la población. La tolerancia, esa palabra odiada por De Maistre, había habilitado a los protestantes a conspirar junto a hebreos, logias y extranjeros para destruir el país, como venía ocurriendo desde hacía más de un siglo. Pero esto no obligaba a extirpar a los hijos de la Reforma de Europa: en su lugar, el neo-monarquista aceptaba su existencia en países vecinos y hasta le otorgaba un carácter benéfico, en tanto permitía reafirmar diferencias. Así como Francia había preferido un arte “clásico”, basado en el carácter, al “romántico”, volcado hacia los sentimientos, la Grand Nation marcaba su distinción al rechazar el protestantismo en favor del catolicismo.  

Maurras también coincidió con el conde en el tópico de la rebeldía: nutrido por el “individualismo germánico”, el cristianismo reformado tenía “por raíces oscuras y profundas la anarquía individual, por follaje lejano y por última cumbre la insurrección de los ciudadanos, las convulsiones de la sociedad, la anarquía del Estado […] no tiende más que a quebrar o a interrumpir todos los lazos sociales en beneficio del individuo” (1912). Como toda pasión, la insubordinación podía llegar al absurdo: al reseñar una carta en la que el geógrafo Onésime Reclus criticaba su propia religión, el provenzal preguntaba burlonamente “¿qué, un protestante contra el protestantismo? No hay nada más natural. El hábito de protestar y de reclamar contra todo lo conduce a desgarrarse a sí mismo” (Maurras, 1912). La crítica sistemática le había permitido a Calvino, Zuinglio y sus émulos demoler dogmas con eficacia, pero habría imposibilitado la instauración de otros nuevos. Era una serpiente que se mordía la cola o, para utilizar un término más cercano a De Maistre, una anti-religión.

        Otro paralelo podría hallarse en el tratamiento del “libre examen”, excrecencia de “ese curioso espíritu protestante que se ha tomado todas las licencias contra la interpretación católica de las Escrituras” sin perjuicio de someterse a los textos bíblicos (Maurras, 1912). Así, “estos liberados de Roma son los siervos de Jerusalén” por rendirse ante libros escritos por un puñado de “judíos oscuros”. Contra la exégesis democratizada, y su heredero directo el libre pensamiento, Maurras reivindicaba –como el embajador en San Petersburgo– el valor de lo apodíctico: “la civilización es sostenida por la tradición de una enseñanza. La ciencia es un cuerpo de doctrinas, un haz de dogmas, leyes del espíritu o de la naturaleza, respecto de las cuales nadie invoca la libertad de consciencia o de pensamiento” (1912). El seguidor de Comte invertía incluso un trillado argumento anti-eclesiástico para aseverar que “el pensamiento no puede llegar a ser libre sino por un dogma, es decir, en buen francés, en buen latín y en buen griego, una enseñanza” (Maurras, 1912).

        Finalmente, ¿qué proponía el cultor de la politique d'abord? Lejos de mirar con nostalgia el Edicto de Nantes o la Inquisición española, Maurras apostaba por una asimilación que, al menos en 1911, no le parecía imposible. En su réplica a Gaston Japy, Maurras admitía que “hay en los protestantes un viejo fermento de sangre de Francia” e inquiría “¿cómo dar a este elemento su supremacía profunda? ¿Y cómo hacerlo predominar sobre los elementos que le han venido de afuera?”, respondiendo que “se lo debe extirpar, no los hombres protestantes, que son nuestros hermanos, sino el espíritu protestante, que es nuestro enemigo y el suyo” (1912). El derrotero de Action Française, como ha mostrado Eugen Weber, acabó por desmentir estas buenas intenciones. Algo atribuible quizás a que, según Michel Winock, ni siquiera un nacionalista convencido como Maurice Barrès

“estaba tan dotado como Maurras de ese deseo inmoderado de dejar su verdad sobre todas las cosas. No era lo bastante sectario ni fanático para privarse del placer, después de una batalla o de un artículo incendiario, de dejarlo todo y partir para soñar a orillas de los lagos italianos, y sumergirse en un universo limpio de todos los furores que había sabido atizar. Y además, en Barrès había demasiada sensibilidad, demasiado respeto por el adversario, y no suficiente odio” (2010: 101).

Individualismo para la Edad Oscura

En La crise du monde moderne (1927), uno de sus ensayos más renombrados, René Guénon ubicaba al protestantismo entre las corrientes iniciadores del período moral y espiritualmente decadente que denominó como “mundo moderno” (Bisson, 2013; Sedgwick, 2004). A partir del sombrío diagnóstico ya presentado en Orient et Occident (1924), el esoterista francés sentenciaba que el malestar epocal no emanaba del quiebre provocado por la Gran Guerra, como muchos intelectuales planteaban, sino que el origen estaba en un espíritu y una civilización que habían abandonado la “Tradición” primigenia, universal y supra-humana. Estos principios trascendentes eran fundamentales para cualquier sociedad estable y virtuosa, ya que sin normas universales se caía en la tiranía de los sujetos:

“Quien dice individualismo dice necesariamente rechazo de admitir toda autoridad superior al individuo, como también toda facultad cognoscitiva superior a la razón individual: las dos cosas siendo inseparables. Como consecuencia, el espíritu moderno debía rechazar toda autoridad espiritual en el verdadero sentido de la palabra, tomando su origen del orden supra-humano, y toda organización tradicional, que se basa esencialmente sobre tal autoridad” (1946: 100).

Dado que el protestantismo era “el individualismo mismo aplicado a la religión”, la Reforma era un hito en la degeneración que Guénon observaba no solo en su tiempo, sino también en los siglos precedentes. No por azar había coincidido el Cisma de Occidente con el Renacimiento, ya que ambos venían a profundizar la brecha abierta en el siglo XIV para así ingresar al Kali-Yuga, la “edad sombría donde la espiritualidad es reducida a su mínimo por las leyes mismas del desarrollo del ciclo humano, logrando una materialización progresiva a través de sus diversos períodos” (Nguyen, 1984: 176). El matemático y metafísico rechazaba toda narrativa progresiva para afirmar, como los Vedas y Hesíodo, que la historia del mundo estaba dividida en etapas de creciente declinación.

De manera reminiscente al conde saboyano y al escritor provenzal, en el corazón del cristianismo reformado Guénon observaba “como en el mundo moderno en general, una negación, aquella negación de principios que es la esencia misma del individualismo” (1946: 99). Sin embargo, el autor de La crise… se distanciaba al considerar que no era contrario a las religiones, sino que las reducía a su mínima expresión:

“el protestantismo es ilógico en que, aún esforzándose por “humanizar” la religión, deja todavía subsistir a pesar de todo, al menos en teoría, un elemento supra-humano, que es la revelación; no osa empujar la negación hasta el final, pero, librando esta revelación a todas las discusiones que son la consecuencia de interpretaciones puramente humanas, la reduce de hecho a no ser más nada” (Guénon, 1946: 102).

El matiz no reducía en absoluto la nocividad, ya que el afán por cuestionar había inspirado la “historia de las religiones”, cuya crítica disolvente “pretendiendo no reconocer otra autoridad que aquella de los Libros sagrados, ha contribuido en gran parte a la destrucción de esta misma autoridad” (Guénon, 1946: 103). Por ello, en la vena de Bossuet, se presentaba “la dispersión en una multitud siempre creciente de sectas, no representando cada uno sino la opinión particular de algunos individuos” como una de las muestras más claras del error protestante, pero también de su nihilismo. En este punto, Guénon descargaba su furia sobre el “libre examen”, esto es “la interpretación dejada al arbitrio de cada uno, aún de ignorantes e incompetentes, y fundada únicamente sobre el ejercicio de la razón humana” (1946: 100). En tándem con el racionalismo, heraldo de “todas las discusiones, a todas las divergencias, a todas las desviaciones”, el protestantismo habría reemplazado el orden por el caos, la unidad trascendente por la fragmentación inmanente. Como Joseph de Maistre y Charles Maurras, el metafísico veía entre la Reforma y las revoluciones tan sólo una diferencia de grado y de tiempo.

También se acercaba Guénon a estos autores cuando acusaba al cristianismo reformado de ser exterior y formalista: siendo “imposible entenderse sobre la doctrina, esta pasó rápidamente a un segundo plano, y es el costado secundario de la religión, queremos decir la moral, la que tomó el primer lugar: de allí esta degeneración en ‘moralismo’ que es tan sensible en el protestantismo actual” (1946: 100-101). Más que de una religión, “aún aminorada y deformada”, se trataba “simplemente de religiosidad, es decir vagas aspiraciones sentimentales que no se justifican por ningún conocimiento real” (Guénon, 1946: 101). De esta manera, podían pasar por legítimos discursos y prácticas de lo más diversos, incluyendo algunos verdaderamente preocupantes como los rituales extáticos y la invocación de espíritus.

         Por atractivas que parezcan, las analogías no deberían ser aceptadas sin más. Desde luego, la apelación guenoniana a “autoridades superiores” podría ser emparentada con el pensamiento del conde, quien veía en lo trascendente y lo incognoscible bases firmes para la soberanía, pero no a las ideas de Maurras, quien reivindicaba la monarquía no por tradición sino por considerarla, “objetiva” y empíricamente, la forma de gobierno que más orden, felicidad y prosperidad había traído a Francia. El criterio pragmático del escritor, por lo demás ateo, no agradaba al esoterista, reticencias que fueron retribuidas por el provenzal (Boutin, 2007). Tampoco habrían sido menores las divergencias con el noble saboyano: el pensamiento de Guénon presentaba rasgos gnósticos e iniciáticos que marcaban quiebres importantes, por no mencionar la notable influencia de las doctrinas orientales (Nguyen, 1984: 175-176). Esto no quita que el Tradicionalista haya circulado sin mayores problemas en medios contrarrevolucionarios y reaccionarios, al tiempo que fue reivindicado como un “maestro” y un “pensador de la Derecha” por personajes como Julius Evola, Ezra Pound y Pierre Pascal (Boutin, 2007). Más bien se trataría de recordar el carácter orientativo de estas categorías, las cuales reúnen a figuras conformando no un monolito sino un mosaico.

        Expresión de la “literatura de la crisis” (Watson, 2001: 365-367), La crise du monde moderne no privilegiaba los peligros en apariencia inminentes del capitalismo y el comunismo: el desprecio por la política, tan ajena a los “principios superiores”, hacía que para Guénon estos desarrollos no causaran mayor consternación que los ocurridos cientos de años antes. De hecho, el autor no modificó sustantivamente sus puntos de vista después de la Segunda Guerra Mundial: en Le regne de la quantité et les signes des temps (1945) se remachaba sobre “el predominio acordado [en el protestantismo] a la moral sobre la doctrina, siendo esta última, también ella, simplificada y aminorada cada vez más hasta que se reduce a casi nada, a algunas fórmulas rudimentarias que cualquiera puede entender” (Guénon, 1945: 109-110). Se repetía asimismo que, si no llegaba a “rechazar toda religión”, se encaminaba no obstante al ateísmo “en virtud de tendencias anti-tradicionales que le son inherentes y que aún lo constituyen propiamente” (Guénon, 1945: 110). Entre esos elementos malsanos se contaba el racionalismo, reflejo filosófico del “libre examen” ya que ambos encumbraban “lo humano” como “negación de todo lo que es orden supra-individual” (Guénon, 1945: 125). De ahí el “humanismo”, eufemismo para la visión crasamente antropocéntrica que la modernidad elevaría al status de axioma (Guénon, 1945: 259).

        Además de desempolvar viejos argumentos, el matemático preparó algunas invectivas nuevas, como la crítica a la pretensión manifestada por algunos reformadores de “volver a una ‘simplicidad primitiva’”, la cual “no ha sin duda existido jamás sino en su imaginación” (Guénon, 1945: 110). Fuera un subterfugio para maquillar sus verdaderas intenciones o “una ilusión de la que son ellos mismos los juguetes”, el Tradicionalista apelaba a la biología para remarcar que “el germen de un ser cualquiera debe necesariamente contener la virtualidad de todo aquello que ese ser será a continuación, es decir que todas las posibilidades que se desarrollen en el curso de su existencia ya están ahí incluidas”, por lo que “el origen de todas las cosas debe en realidad ser extremadamente complejo” (Guénon, 1945: 111). La falacia había tenido consecuencias funestas, ya que había salido de los monasterios y universidades europeas para sumergir a todo Occidente en tinieblas.

Conclusión. El protestantismo á la mode

Los pensadores y las posiciones repasados en este artículo ciertamente no agotan las modulaciones posibles del tópico, aunque la repercusión alcanzada por estos autores –usualmente ubicados dentro del “canon” contrarrevolucionario– hace que sus posturas se vuelvan cuando menos representativas de las vertientes reaccionarias del discurso anti-protestante. Desde luego, la animadversión común no implicó una coincidencia plena: la incidencia de los contextos de producción del discurso, sin ir más lejos, dejó una impronta insoslayable. La Revolución Francesa para Joseph de Maistre, el fin-de-siècle para Charles Maurras y el zeitgeist de Entreguerras para René Guénon fueron como prismas a través de las cuales observaron no sólo el protestantismo, sino buena parte de las cuestiones que los cautivaron. Así, el enemigo de toda autoridad que había bañado a Europa en sangre se convertía, en los ensayos del escritor provenzal, en un adversario que habría buscado sistemáticamente desnacionalizar a Francia para así debilitarla. En la tercera década del siglo XX, la peligrosidad política sobre la que alertaban el aristócrata y el neo-monarquista había cedido su lugar a un temor más difuso y general: el protestantismo no comportaba un riesgo porque el mal ya estaba hecho, y la oscuridad resultante no estaba devorando solamente a franceses y europeos, sino a la Humanidad entera. No se agotan los matices en la incidencia de las circunstancias cronológicas: se deberían contemplar también las diferencias de formación entre un aristocrático funcionario de carrera, un crítico literario que se preciaba de su positivismo comteano y un matemático devenido estudioso de las religiones para quien politique d’abord! suponía poner lo intrascendente en el lugar de lo esencial. Tampoco habría que obviar los condicionamientos intrínsecos a los géneros discursivos, desde la carta y el ensayo hasta el suelto periodístico y el tratado “metahistórico”.

        Más allá de estas precisiones, las similitudes entre estas figuras no deberían ser subestimadas. En primer lugar, una inquina que poco tiene de fingida. Segundo, la escasa especificidad del protestantismo al que combaten: antes que atacar a las Iglesias reformadas en sí, como se puede apreciar en la exigüidad de citas directas, se prefiere denostarlas al vincularlas –culpables por asociación– con fenómenos pretendidamente conexos como el racionalismo, el jacobinismo o el republicanismo. Resulta sugestivo que los “pecados” de los protestantes sean, para los tres autores, en gran medida los mismos, a saber el libre examen, la rebeldía, la atomización, el formalismo, la anarquía. Hijos todos, quizás, del orgullo humano que con soberbia exclamaba a la divinidad “Non serviam”. En este sentido, podría pensarse en un concepto acumulativo, en tanto los topoi se habrían estabilizado a partir de las lecturas que los contrarrevolucionarios hacían de sus antecesores y contemporáneos. Puesto de otro modo, el protestantismo fue conocido en estos medios principalmente a través de sus enemigos. Y difícilmente podría esperarse otra cosa: si, como sugería Berlín, todo gran pensador exagera un poco, de escasa utilidad era explorar el cristianismo reformado a través de sus fuentes. Para combatirlo, había que tratarlo como un mal irreductible o, para utilizar un sintagma maistreano, “la pura impureza”.

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Boris Matías Grinchpun es doctor en Historia (FFyL-UBA), becario posdoctoral del CONICET con lugar de trabajo en el Núcleo de Memoria del CIS-IDES y docente en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. Ha publicado en revistas académicas de la Argentina y el exterior y contribuido en obras colectivas como Hacer patria (Teseo Press, 2020), La Argentina y el siglo del totalitarismo (Prometeo, 2022) y Argentina’s right-wing universe during the democratic period (Routledge, 2023). Es miembro del Núcleo de Estudios Judíos (CIS-IDES) y la Red de Estudios Interdisciplinarios sobre Derechas (REIDER), al tiempo que ha realizado estancias de trabajo en Europa y Estados Unidos. Su actual tema de investigación es el rol de las extremas derechas como emprendedoras de memoria desde las etapas finales de la última dictadura cívico-militar.

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[1] Sobre la historia y la pertinencia del término “reacción”, ver Castro (2023), McMahon (2001), Robin (2018) y Starobinsky (1999).

[2] Una propuesta relativizadora del contextualismo puede hallarse en Peter Gordon (2014: 37-47).

[3] Las traducciones del francés son mías. Esta sentencia es uno de los fragmentos más citados de este pensador: calificada por Antoine Compagnon como “una bella gradación de la prótasis” (2007: 224), es retomada asimismo por Isaiah Berlin (1965) y Emil Cioran (1986).

[4] Años después, el conde ratificó su sentencia calificando al protestantismo de “nadismo” (Giroux, 2015).

[5] Vale acotar que De Maistre no escatimó reparos al religioso francés, de la misma manera que no ahorró elogios al jansenista Blaise Pascal (Armenteros, 2017: 142).

[6] Sobre el abate y su relación con el saboyano, consultar McMahon (2001: 100-113).

[7] Cursiva en el original.

[8] Esta letanía de crímenes era similar a la presentada por Maistre en el repaso de la “destrucción violenta de la especie humana” incluido en las Considérations..., donde definía al protestantismo como “uno de los mayores azotes del género humano” (De Maistre, 1797: 46-47).

[9] Cursiva en el original.

[10] “Las ofensas a Dios son cosa suya”. Cursiva y latín en el original.

[11] Podría trazarse un paralelo con la operación ejecutada en el Examen de la philosophie de Bacon, donde De Maistre utiliza al polígrafo inglés para pasar factura a la ciencia moderna y la Ilustración.

[12] No por ello dejó el aristócrata de tener relaciones cordiales, por ejemplo, con la calvinista Madame de Staël (Armenteros, 2017: 139).

[13] Ver también Dard, 2013; Nolte, 1967; Sutton, 1982; y Weber, 1962.

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