Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº17. Mar del Plata. Enero-junio 2023.
ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto
Masculinidades y redemocratización en Uruguay (1980-1989). Entre el impulso y sus frenos
Diego Sempol
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República, Uruguay
Recibido: 17/03/2023
Aceptado: 18/05/2023
Resumen
Durante la redemocratización uruguaya cobraron visibilidad los cambios locales en la familia y la relación entre los géneros, así como las críticas y los reclamos introducidos por las organizaciones feministas, homosexuales y el primer grupo de reflexión de hombres. Sus diagnósticos y las resistencias que despertaron se abordan en este artículo a efectos de calibrar las maneras en las que por primera vez se pensó colectivamente sobre cómo las masculinidades usufructuaban en la vida cotidiana los beneficios de un sistema cisheteronormativo.
Palabras clave: transición democrática, Uruguay, masculinidades, movimiento de hombres, feminismo, movimiento homosexual.
Masculinities and redemocratization in Uruguay (1980-1989). Between impetus and obstacles
Abstract
During Uruguay's redemocratization, local changes in family dynamics and gender relations gained visibility, as well as critiques and demands introduced by feminist and homosexual organizations, and the first men's reflection group. This article addresses their diagnoses and the resistances they encountered in order to assess the ways in which, for the first time, collective thought was given to how masculinities enjoyed the benefits of a cis-heteronormative system in everyday life.
Keywords: Democratic transition, Uruguay, masculinities, Men's Movement, Feminism, Homosexual Movement.
Masculinidades y redemocratización en Uruguay (1980-1989). Entre el impulso y sus frenos
Introducción
Durante el proceso de redemocratización uruguayo en los años ochenta se produjo un debate público sobre el varón uruguayo, sus comportamientos y su sexualidad, así como sobre su relación con las mujeres, la estética y el cuerpo. Este proceso se produjo en el marco de una creciente apertura del país al exterior luego de doce años de dictadura (1973-1984), del regreso de miles de exiliados, de la aparición del VIH-Sida y del desarrollo de una subcultura juvenil ligada al rock que promovió cambios importantes en los estilos corporales y de vestimenta. Además, en esos años resurgió el movimiento feminista y aparecieron por primera vez en Uruguay una organización homosexual y una de hombres que reflexionaban sobre la masculinidad y sus efectos. A su vez, la nueva democracia permitió visibilizar y tematizar profundos cambios en la relación entre los géneros que se venía produciendo en forma silenciosa desde la década del setenta: la salida masiva de las mujeres al mercado de trabajo, la disminución de los matrimonios y el incremento significativo de los divorcios. La historiografía uruguaya no ha analizado hasta el momento estas discusiones públicas sobre la masculinidad tradicional y su relación con los cambios sociales y los procesos de redemocratización política y social.[1] A su vez, la década de los ochenta ha sido caracterizada en la reflexión académica como el punto de partida de la “segunda ola” del movimiento feminista y la emergencia del movimiento homosexual. Pero esta mirada terminó por invisibilizar el hecho de que los ochenta fueron también un periodo de visibilización de formas alternativas de ser hombre y el momento de emergencia, por primera vez en Uruguay, de una organización de hombres que buscó reflexionar sobre la masculinidad. Una organización, que además de surgir debido al impacto del movimiento feminista (como suele señalarse en la literatura que estudia el surgimiento de los grupos de hombres), se creó debido al impacto del incremento significativo de los divorcios y la creciente legitimidad de la experiencia clínica sexológica a nivel local.
En este artículo se busca, en primer lugar, subsanar ese vacío historiográfico analizando la forma en que se entendieron e interpretaron estos cambios en el espacio público local. En ese sentido, a través de la revisión de publicaciones de humor, de prensa periódica y de documentación de organizaciones feministas, homosexuales y de la primera organización de hombres del Uruguay se planea rastrear cómo se caracterizó a los varones uruguayos durante la redemocratización, buscando identificar cuáles fueron los principales asuntos tematizados y cuáles fueron las estrategias/caminos sugeridos para modificar los problemas detectados. Además, el texto pretende comprender porque esta organización, pese a contar con un contexto en donde se problematizó públicamente el modelo de masculinidad tradicional y se planteó la necesidad de introducir cambios en la relación entre los géneros, no logró cobrar visibilidad y construir dialogo con actores que podían haber estado afines a su agenda de trabajo. La metodología utilizada para interpretar la información fue el análisis de contenido cualitativo simple, siguiendo la estrategia tripartita que presenta la escuela americana (Strauss y Corbin, 2002; Miles y Huberman, 1994). A lo largo del texto se presentan varias citas que ejemplifican e ilustran el análisis.
El artículo está organizado de la siguiente manera: se inicia con una caracterización de los principales rasgos de la nueva democracia uruguaya y las formas en que cobraron protagonismo los modelos de masculinidad subordinadas en la subcultura juvenil, para luego analizar las críticas a la masculinidad tradicional que plantearon las organizaciones feministas, homosexuales y el primer grupo de reflexión de hombres. A continuación, se intentan caracterizar algunas de las principales respuestas que tuvieron todos estos planteos en el debate público, cerrándose el texto con una serie de reflexiones finales.
La apertura: restauración y cambio
En 1984 se inició el proceso electoral que concluyó con la victoria de Julio María Sanguinetti (Partido Colorado [PC]) con el 41 % de los votos, bajo la consigna “Cambio en paz”. Con el nuevo gobierno se reinstaló el sistema “partidocrático” (Caetano, Rilla y Pérez, 1987), se reeditó el desarrollo de formas institucionalizadas de hacer política y se produjo un intento “restaurador” político y simbólico (Sempol, 2021) que implicó en la izquierda la reedición de propuestas culturales y un tipo de relación entre cultura y política propias del periodo previo al golpe de Estado, así como el reintegro de viejos cuadros dirigentes, tanto al ámbito sindical como estudiantil, que relegaron a los jóvenes que venían liderando en esos espacios colectivos el proceso de oposición a la dictadura. Durante el gobierno de Sanguinetti (1985-1989) el elenco político buscó cancelar cualquier crítica que cuestionara los alcances del nuevo régimen democrático (Rico, 2005), la policía reprimió en forma reiterada marchas estudiantiles y sindicales e hizo razias en lugares de encuentro juvenil, de la población homosexual y travesti (Aguiar y Sempol, 2014), así como el destape local fue muy limitado y resistido.[2] Este clima cultural fue incluso refractario a las innovaciones que trajeron los exiliados, quienes temían despertar confusiones. Cómo criticó el intelectual uruguayo Luis Costa Bonilla:
“Algún tiempo después observé que algunas personas que en Europa se vestían de cierta manera, hombres que usaban un arito en la oreja, por ejemplo, cambiaban la indumentaria y se sacaban el arito para poder aterrizar tranquilos en Uruguay. Seguramente trataban de evitar asociaciones intranquilizadoras y sospechas sobre sus costumbres en el exilio. La vuelta, para muchos exiliados, fue una situación de examen permanente sobre opiniones políticas y costumbres”.[3]
De todas formas, esta matriz cultural enfrentó puntos de fricción importantes y cambios sociales y económicos profundos. La crisis económica y el descenso del salario real produjeron el ingreso masivo de las mujeres al mercado de trabajo. En Montevideo las mujeres pasaron de 1973 a 1986 de ser el 31,7 % al 42 % de la población económicamente activa (PEA), con la expansión del trabajo manufacturero domiciliario y el trabajo en el mercado informal. Esto se reflejó también, como señala Graciela Sapriza (2004), en un cambio en la composición de la fuerza femenina de trabajo, ya que se incrementó la participación de mujeres casadas, divorciadas y jefas de hogar en los espacios laborales, lo que trajo aparejado la instalación de fuertes cambios en las relaciones de poder entre los géneros en el ámbito intrafamiliar. Progresivamente se pasó de un modelo familiar de proveedor único del ingreso familiar a otro de aportante múltiple, con lo que se generó un crecimiento significativo de la diversidad de arreglos familiares (unipersonales, nido vacío, jefatura femenina casi en el 50% de los estratos sociales más bajos y familias extendidas).
A su vez, el matrimonio comenzó a ser sustituido por la convivencia y el concubinato, mientras se incrementó en forma importante el divorcio con una creciente precocidad de las rupturas matrimoniales y la extensión de este fenómeno a los matrimonios de duración más avanzada. Wanda Cabella (1999: 17) ha caracterizado este fenómeno como la “revolución de los divorcios”: la relación entre divorcios y matrimonios, que como señala la autora al promediar el siglo era de siete divorcios por cada cien matrimonios trepó en forma significativa alcanzando en 1995 la cifra de treinta por cien. A su vez, Cabella constata que se quintuplicó el número absoluto de divorcios registrados entre 1950 y 1990, incremento que se produjo en un escenario donde la cantidad de casamientos no acompañó al crecimiento poblacional y se mantuvo numéricamente estable, justo antes de empezar a decaer.
Estos cambios en la relación entre géneros y las transformaciones en la ecuación entre matrimonios y divorcios fueron vistos con temor por algunos sectores sociales y como parte de una crisis global del macho. Por ejemplo, un cronista de la revista de humor Guambia[4] en Madrid narraba la apertura española aplicando una mirada montevideana:
“El post-destape ha cambiado bastante las relaciones entre los sexos (todas las combinaciones eh). Es frecuente ver una pareja ‘gay’ de la mano, pero una común anda a los empujones. Los hombres tratan a las mujeres con dulzura y suavidad (yo diría cautela). Ellas en cambio son bochincheras, gritonas y sin pelos en la lengua. El famoso ‘macho’ latino, es una especie en vías de extinción”.[5]
Los cambios y la visualización de otras formas de masculinidad subordinadas y marginales en el exterior y en Uruguay, despertaron dudas y visiones homofóbicas lapidarias. Es que, como señalan Raewyn Connell y James Messerschmidt (2005), si bien las definiciones válidas de la masculinidad son permanentemente disputadas, por lo que la masculinidad hegemónica, lejos de ser una posición inmutable, debe ser pensada como un campo de batalla, existen momentos en especial críticos en los que este proceso abre fuertes desplazamientos y defensas.[6] En ese sentido, durante los ochenta los cambios sociales y económicos en Uruguay pusieron en tensión el mantenimiento de la división tradicional entre hombres y mujeres, así como ciertas nociones de complementariedad y relaciones de poder tradicionales. La supuesta amenaza percibida por los hombres en la relajación de las barreras entre los sexos y las críticas de diferentes actores sociales al modelo tradicional de masculinidad forzaron la aparición de explicitaciones y condenas, que pueden ser vistas como la antesala a ciertas adaptaciones estratégicas (Azpiazu Carballo, 2017: 40).
Hombres con delineador de ojos
Uno de los espacios sociales que desafió el espíritu restauracionista durante la transición democrática fue la llamada en los años ochenta “movida” cultural juvenil o “under”, que se definía en oposición a la cultura oficial y a la política formal y partidocrática, y que buscó en algunos de sus puntos neurálgicos hacer centro en la política del cuerpo y la sexualidad. Estos “jóvenes dionisíacos” (Bayce, 1989: 75) pusieron el énfasis en la vida cotidiana y en la tolerancia por las personas y los grupos calificados como desviados morales en la época, reaccionado contra los verticalismos y el moralismo fariseo. La movida anunciaba, según Stephen Gregory (2009), el destronamiento de la palabra escrita como el ápice de la cultura uruguaya, remplazándola por formas y géneros efímeros, aleatorios y provisionales. Esta subcultura tuvo su punto alto en “Arte en la Lona”,[7] en la movida del rock, en el descubrimiento del video y la creación de fanzines,[8] y en el desarrolló una actitud más abierta hacia los disidentes sexuales, así como un discurso transgresor sobre la sexualidad, ya que algunos de sus representantes más significativos, como el periodista Gustavo Escanlar, se presentaban públicamente como bisexuales. Cantantes del rock nacional y sus seguidores promovieron un estilo específico —ropa justa, pelos largos, anillos y caravanas, maquillaje—, lo que se sumó a la difusión local de diferentes tribus urbanas (punks, metaleros, new romantics) con estilos de vestimenta que difuminaban la tradicional y tajante separación entre ambos géneros o volvían a reificarla bajo otros términos.
Varios medios comenzaron así a incluir páginas destinadas a cubrir eventos de la movida juvenil y sus integrantes más destacados. Por ejemplo, la revista Guambia publicó una breve nota sobre Gustavo Doorman, integrante del grupo Zona Prohibida, en la que lo describía de la siguiente manera:
“es de los jóvenes de esas generaciones más zafado y más loco. Y más allá de sus vestimentas, de sus modales, de su forma de vida, es un flaco que vive su locura con autenticidad (...) se fue del país, respiró la libertad: usar el pelo como le cantara, las ropas extravagantes, zafar de la tristeza uruguaya. En la calle le dicen de todo: ‘ridículo’, ‘sucio’ y varios etcéteras”.[9]
El artículo lo presentaba así aplicando un paternalismo peyorativo (“zafado”, “loco”, “ridículo”) que terminaba por justificar su forma extravagante de ser hombre a través de un supuesto cosmopolitismo y la valentía de explorar la libertad, un rasgo tradicionalmente asimilado a la masculinidad.
Pero estos desplazamientos en las formas de entender qué significa ser hombre generaron tensiones, por la visibilización de modelos subalternos de masculinidad, no solo en el afuera, sino dentro de la propia subcultura juvenil, en la que se cruzaron acusaciones de todo tipo. Por ejemplo, los integrantes de la banda uruguaya Los Tontos señalaron durante una entrevista que en Montevideo tenían una gran cantidad de “enemigos”: “el público punk o heavy nos considera afeminados”[10] afirmaba Trevor Podargo, un integrante del grupo, recalcando que luego de los incidentes que habían sufrido durante su participación en el recital Montevideo Rock II no iban a tocar más en la capital. El rechazo radicaba en la creciente notoriedad que había cobrado la banda y la acusación de haber “tranzado con el sistema”. El ingreso al circuito comercial fue visto por muchos jóvenes de la movida como una rebaja en cierta lógica combativa, una decisión que los volvía “afeminados”. Esto pese a que los que vociferaban estos insultos desde la platea usaban en su gran mayoría toda una batería de adornos y artilugios cosméticos (caravana, delineador de ojos, base) que eran incompatibles con las formas hegemónicas de ser hombre en esos años y por los cuales eran también severamente cuestionados tanto a nivel político como en su masculinidad, algo que a su vez compensaban en forma parcial y defensiva con su gusto por la música pesada, una defensa valiente de la autenticidad y de una lógica antisistema y combativa.
Algo similar sucedió con las críticas que recibió la banda Clandestinos cuando Esteban de Armas, uno de sus vocalistas, en Parque Rock-dó (mayo de 1988), antes de iniciar su actuación, tomó el micrófono y dijo: “¡Muera Pinochet, muera Pinochet!, ¡Anarquía! La primera canción se llama ‘Nos cagaremos en el Parlamento’. Se la dedicamos al intendente. ¡Es para esos putos que están en el Parlamento que nos quieren hacer creer que esto es una democracia! (Delgado y Farachio, 2017: 96).
Los insultos tuvieron una fuerte cobertura mediática y la Justicia uruguaya terminó procesando a De Armas con prisión con la figura de desacato. De Armas obtuvo muy pocos apoyos, pero entre los cronistas anónimos que lo defendieron en algunos fanzines de la época se reivindicó su gesto crispado y la valentía de enfrentar al sistema represivo: “los jóvenes reaccionen (devolviendo agresiones, devolviendo el odio que la sociedad les da primero) con rabia, rompiendo con los valores tradicionales, oficiales”.[11] Sin embargo, para otra parte de la movida juvenil esta rabia masculina era problemática. Desde La Oreja Cortada, el ensayista Uruguay Cortazzo, reflexionó sobre los problemas de fondo que dejaba entrever el procesamiento del vocalista y cerró su nota con una pregunta irónica que buscaba cuestionar la homofobia implícita en su acto de desagravio: “Esteban: ¿cómo tienen que putear los putos a los milicos, políticos, y anarquistas antiputos?”.[12]
En ocasiones, la relación entre masculinidad y transgresión dentro de la movida juvenil también apareció asociada al consumo de marihuana. En Uruguay, durante los ochenta, pese a que el uso de drogas no estaba penalizado, la Brigada de Narcóticos procesó a miles de jóvenes aplicando abusivamente la normativa vigente (Garat, 2012). En “carta a mí mismo” uno de los colaboradores anónimos del fanzine Suicidio Colectivo subrayaba:
“¿pensás realmente que el hecho de publicar una revista alternativa o andergraun [sic] te hablita para ser un tipo re-loco (...) me haces acordar a los pendejos que se fuman un porro por primera vez y necesitan mostrarle a todo el mundo que fuman, y marcan apestosamente demostrando que son machos, que están contra lo establecido”.[13]
El fragmento dejaba así al descubierto críticamente todo un sistema de equivalencias en donde se entrecruzaban la valentía (aspecto clave del modelo tradicional de masculinidad), el consumo de drogas y el desafío al statu quo.
También fue frecuente que en los fanzines de la movida juvenil se difundieran visiones alternativas a las hegemónicas sobre la (homo)sexualidad, la masculinidad y la corporalidad. Por ejemplo, en 1987 el fanzine GAS publicó un cuento corto en donde en el marco de un encuentro sexual la mujer sodomizaba a su partenaire varón sin que eso interpelara en apariencia su masculinidad. Otro caso interesante fue nuevamente el de La Oreja Cortada, que, en una ocasión incluyó una nota “¿Cogen mal los hombres?” con opiniones bastante lapidarias, y que, en otra oportunidad, publicó la foto de todo el equipo de la revista (siete hombres) completamente desnudo. Con ello se quiso hacer una intervención en el terreno de la política del cuerpo, mostrando el “cuerpo de redacción” para romper con los prejuicios sobre el desnudo (siempre femenino y nunca entre varios hombres presuntamente heterosexuales) y poner al hombre en forma diáfana en el centro de la reflexión.
Es interesante subrayar que este tipo de desplazamientos en las formas hegemónicas de presentar la masculinidad, de introducir en sociedad a hombres con cierto perfil académico o artístico, fueron consideradas como disruptivas, sospechadas de aspectos homoeróticos o sometidos a la difamación y la burla. Por ejemplo, en la sección de cartas del número 2, un lector anónimo señaló sobre la fotografía con desnudos: “También me llamó la atención la proliferación de pijas ¿el judío Freud pensaría raro de Uds. (...) Qué pasa che? Entre paréntesis les cuento que una mariquita que vio la foto de vuestras vergas, comentó: ‘Pero con estas pijas no hacemos patria!’”.[14] La homofobia (y el antisemitismo en este caso) estuvo presente, como tantas otras veces, como una advertencia, como un límite preciso que no se debía cruzar, como una forma de confirmación que los cambios generados no implicaban de ninguna forma la aceptación de la homosexualidad, funcionado paradójicamente como una forma de validación de lo nuevo al mismo tiempo que restringiendo al máximo sus alcances y cambios. Años más tarde, Héctor Bardanca (uno de los participantes de la foto) defendió la decisión editorial haciendo hincapié en la necesidad de ponerle fin a la duplicidad: “el país y nosotros mismos hemos cambiado muchísimo (...) somos muy de esconder nuestra vida particular, nuestra vida íntima (...) Hay que mostrarse tal cual somos. Pasamos la vida entre las poses y las apariencias”.[15]
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Lo cotidiano como espacio de denuncia y contradicción
El movimiento de mujeres y feminista ganó la calle durante 1983 y 1984 e instaló el debate público sobre la subordinación social de las mujeres y su exclusión de la actividad política. Niki Johnson (2000) calcula que en 1986 existían al menos 37 grupos en Uruguay dentro del movimiento de mujeres y feminista que abordaron una pluralidad de temas (trabajo remunerado, educación, medios, legislación, salud y sexualidad, participación, relacionamiento del movimiento con el Estado y los partidos políticos y violencia doméstica) y que, pese a su capacidad de movilización, fueron mal recibidos en la izquierda, desde la que se los acusaba de erosionar la centralidad de la categoría clase y de ser una perspectiva europeizante y reformista (De Giorgi, 2020).
En los ochenta, algunas integrantes de este movimiento retrataron, desde productos periodísticos, con un tono académico o humorístico, las formas en que funcionaba cotidianamente la desigualdad entre hombres y mujeres. Esto se hizo visible con claridad en las coberturas de la publicación feminista de la época Cotidiano Mujer sobre participación política, sexualidad, aborto y violencia. Por problemas de espacio, aquí solo se abordan tres ejes que giraron en forma central sobre los hombres y las lógicas de desigualdad. En primer lugar, la publicación buscó discutir el sentido común a partir del que se interpretaba la masculinidad, y su relación con la sexualidad y la participación, así como intentó problematizar el encuadre de las coberturas mediáticas sobre algunas masculinidades subalternas. Sobre este último punto, por ejemplo, en 1985 se denunciaba la atención desigual que generaba en los medios masivos el tema de los cuidados cuando eran llevados a cabo por un hombre: “¿Cuántas mujeres hicieron y hacen la ‘profesión de madre’ desde hace siglos? ¿Por qué un hombre que se ocupa de los hijos da para un artículo de periódico?”.[16] La estrategia aquí fue —al igual que en otros temas— partir de esta situación micro para capturar lógicas más globales y problematizar así el doble estándar que naturalizaba los cuidados cuando eran las mujeres quienes los practicaban, pero los valoraba y destacaba cuando los encaraba un hombre.
El divorcio, problema de época, fue otro de los nudos presentes en la publicación. En los artículos se buscó señalar el diferente impacto de la separación en hombres y mujeres (los varones no se “divorcian de la mujer, sino de la familia entera”),[17] los derechos legales existentes y la fuerte contradicción que tienen los hombres que luchan por una sociedad más justa, pero no pagan sus pensiones alimentarias: “Que terrible contradicción que monstruoso contrasentido. ¿Dónde se gestó la certeza de que los cambios se deben producir solo fuera, en la sociedad y que, en su casa, en su persona está todo bien?”.[18] La mirada buscaba politizar así la intimidad y el divorcio proponiendo una mirada alternativa a la que minimizaba la importancia de lo personal y visibilizaba tanto la perpetuación de las desigualdades como también desnudaba la desconexión de cierto tipo de masculinidad entre su actuar público y privado, un cuestionamiento a la escisión de ambas dimensiones que fue típica del feminismo rioplatense de los ochenta y que sería replicada por el movimiento homosexual y el primer grupo uruguayo de hombres.
Por último, Cotidiano Mujer buscó visibilizar la opinión de los hombres sobre la agenda feminista en la medida que consideraba que los cambios solo se iban a lograr si el movimiento los involucraba de alguna forma. Para ello creó en 1988 la sección “Cuando los hombres hablan” y llegó a publicar también fragmentos de la obra del especialista Joseph Vincent Márquez donde se abordaba la situación de los hombres en la sociedad patriarcal. Varias personas entrevistadas —de ámbitos políticos, periodísticos y culturales— reconocieron en ese espacio la desigualdad de género existente y la hipocresía en cómo se abordaba el tema, así como mostraron frecuentemente su escaso conocimiento sobre temas ligados al feminismo, a la masculinidad y a la sexualidad.
También otras militantes feministas eligieron hacer intervenciones en publicaciones generales, buscando hablarle a las mujeres, pero al mismo tiempo llegarle al gran público. Por ejemplo, en la revista El Dedo se abrió una columna para ellas (“El Dedal”) y otra para ellos (“Dedo Macho”), y luego se creó también un espacio regular para esta agenda en la revista Guambia. En ambos casos, se pueden identificar ensayos que, apelando al humor, plantean diagnósticos sobre los modelos de masculinidad y sus privilegios en el mundo laboral y en la sexualidad. Por ejemplo, en 1982 las militantes feministas Elina Carril y Pilar González buscaron retratar seis tipos diferentes de jefes varones: los “sátiros babeantes”, los “seductores”, los “autoritarios”, los “obsesivos”, los que “se hicieron de abajo” y por último los “tímidos”, quienes “no entienden ni un solo chiste y si chocamos con ellos en un pasillo, enrojecen como novicias”.[19] La caracterización fundaba un nuevo estereotipo y ubicaba al varón en el lugar de observado, problematizando sus acciones en el ejercicio del poder en el mundo laboral —territorio considerado por excelencia masculino—, mostrándolo lleno de vicios, violencias, contradicciones y haciéndolo así desacreditable y cuestionable.
Otros de los temas que apareció con cierta recurrencia en los ochenta fue el de los privilegios de los hombres en la vida sexual y el de la doble moral que premiaba exclusivamente sus biografías sexuales: “Porque el hombre no es adúltero, las adúlteras son las mujeres. El hombre es hombre y ta”.[20] En el artículo donde Carril afirmaba lo anterior, denunciaba las formas en las que funcionaba la sexualidad para hombres y mujeres, y cómo la “infidelidad” de los hombres era invisibilizada y entendida como un aspecto instintivo, inevitable y normal de la masculinidad. El tema se introdujo de forma similar en otras publicaciones, como la revista de circulación comercial Mediomundo, donde se entrevistó a cuatro mujeres para que hablaran sobre sexo: “la mujer tiene que cebarle mate, lavarle la ropa y a nivel sexual es exactamente igual (...), porque si el hombre tiene ganas de hacer el amor, vos tenés que tener ganas de hacer el amor”.[21]
Además, la caracterización de las relaciones de pareja en muchas de estas publicaciones buscó poner en discusión, lo que desde el presente llamaríamos, las formas cotidianas de micromachismos y visualizar la inequidad entre los géneros en el espacio íntimo. Por ejemplo, una nota de Maggie titulada “¡Por favor, póngannos en un altar!” mostraba una radiografía despiadada sobre la forma en que se jugaban las relaciones de poder en una pareja heterosexual en asuntos tan cotidianos como el ocio. Maggie señalaba cómo los hombres imponían muchas veces lo que ellos deseaban ver en televisión abierta, aunque luego se durmieran, o describía humorísticamente el proceso de selección de una película para ver en el cine: él presionaba y presionaba (“elegí bien, porque la entrada es cara y no nos vamos a clavar”) hasta que al final se salía con la suya por más que la que decidiera en apariencia y en la formalidad fuera ella.[22] El artículo buscaba visibilizar las diferentes formas de manipulación que circulan en un vínculo de pareja heterosexual, con el fin de puntualizar algunas claves de la sujeción de las mujeres y de dar cuenta de los silenciosos malestares y decepciones que muchas experimentaban cotidianamente en sus relaciones matrimoniales. La nota buscaba evidenciar la ceguera y el egoísmo que los varones reproducían en sus vínculos afectivos, politizando el espacio de pareja y desnudando los sinsentidos del amor romántico (Giddens, 1998).
No obstante, las críticas al macho en los ochenta surgieron también por otro lugar. En Uruguay, en el marco de la redemocratización, apareció por primera vez una organización homosexual y lésbica, Escorpio, cuyo objetivo fue el de llevar adelante una batalla cultural contra la “opresión” y la discriminación social y laboral que sufrían los homosexuales (Sempol, 2013). En 1985, Escorpio publicó su “Manifiesto homosexual”, donde planteó la necesidad de fundar un “nuevo orden erótico” que pusiera “fin al machismo” y que permitiera “destruir el esquema de roles rígidos existentes por sus derivaciones opresivas y autoritarias” para lograr así “una vida digna” para todos.[23] Proponía pensar el autoritarismo ligado a la política corporal de la cultura uruguaya y politizar la relación entre géneros y las formas en que la homofobia le marcaba límites a la gestión del cuerpo y a las prácticas sexuales. El manifiesto tuvo cierto impacto mediático y una recepción fuertemente homofóbica (Sempol, 2013), pero fue el punto de partida de una mirada que proponía dignificar y reconocer otro tipo de masculinidades.
A esta movida hay que sumarle la circulación durante estos años en Uruguay de una serie de ensayos y relatos ficcionales sobre la experiencia erótica entre hombres, y la desestabilización que generaban sobre la imagen del macho. En la “Carta a un heterosexual” publicada en un fanzine juvenil, un homosexual reclamaba ser reconocido como hombre y como ser humano y le exigía a quien lo leyera dejar atrás “tu machismo, tu homofobia o tu represión”.[24] Otro ejemplo interesante es la publicación que en 1990 hizo Juan José Quintans, un conocido poeta homosexual, en el fanzine La Oreja Cortada titulada “Un muchacho del café” en la que narraba un flirteo entre dos hombres que terminaban teniendo un encuentro sexual: “Hubo hambre de abrazar (vendría la lección de anotomía… lengua y miel, pelo y labios, plexo húmedo y muslos… todo) temblando de alegría e inocencia, que eso es el sexo y saber que sin hablar fuimos buscando lo más hondo (...) Supiste y supe”.[25] Lo interesante del relato es que ambos hombres tenían una vida pública como heterosexuales y que el encuentro es recreado en la ficción como un episodio intenso, pero sin mayores consecuencias en lo vincular o social, buscando de esta forma visibilizar la porosidad del par binarista hetero/homo y cómo el homoerotismo puede llegar a trascenderlo y difuminarlo. Comenzaba así a dejarse atrás el personaje homosexual, analizado por Michel Foucault (1998), para que la atención pasara a centrarse en la homosexualidad como una práctica erótica posible en cualquier vínculo.
La emergencia de un campo de reflexión y acción de varones
La creciente visibilización de modelos alternativos de masculinidad y las críticas sobre la desigualdad generaron un espacio fértil para el surgimiento del primer grupo de hombres en Uruguay. A finales de 1986, el conocido sexólogo uruguayo Arnaldo Gomensoro[26] escribió el primer texto local a favor de la creación de un movimiento de “liberación masculina”. El documento, publicado en la Revista Uruguaya de Sexología, fundó así un campo de reflexión que buscó problematizar en forma colectiva la “condición del hombre” e iniciar lo que en la actualidad llamaríamos un proceso de deconstrucción de la masculinidad hegemónica. Su expresión condición del hombre imitaba el lenguaje que habían instalado en Uruguay los grupos feministas durante los años ochenta, quienes hablaban de la condición de la mujer, en la medida en que la categoría género comenzó a circular a nivel local recién en los noventa.
La propuesta de Gomensoro justificaba desde el inicio la utilización del término liberación en una sociedad signada por el “machismo” y el “patriarcalismo”: “debemos preguntarnos si es cierto que el opresor es libre. Si alguien puede ser libre en un mundo de esclavos. Si se puede ser libre cuando se es agente directo o cómplice de esa esclavitud”.[27] A través del parafraseo de la vieja reflexión hegeliana la dialéctica del amo y el esclavo, subrayaba cómo la opresión restringe también a quien oprime, en tanto queda sujeto a lógicas de reconocimiento que rigidizan y clausuran alternativas en forma definitiva.
A su vez, en el terreno teórico, la fundamentación apelaba a conceptos como “machismo” y “patriarcalismo”, citaba a reconocidas autoras como la feminista alemana Alice Schwarzer, pero también a algunas pensadoras controversiales, como la ensayista antifeminista Esther Vilar. Esta confluencia sincrética de perspectivas revela, por un lado, la lectura independiente de Gomensoro y, por otro, la libertad con la que se relacionaba con la literatura académica y de divulgación a efectos de construir una mirada propia que la experiencia acumulada durante sus años de trabajo clínico le permitiera capturar. Además, este encuadre general incluía algunas afirmaciones o énfasis que en el presente resultarían políticamente polémicos, pero que, en su momento, tal vez porque el feminismo estaba aún en plena formación en Uruguay, no fueron interpretados como incompatibles con considerar a Gomensoro y a su grupo como posibles aliados en la lucha contra la opresión de las mujeres.[28] Un ejemplo de esto es la forma en que el artículo, al momento de caracterizar la relación entre hombres y mujeres, desestabilizaba el binomio víctima/victimario señalando la existencia de una “ética del esclavo” en la que la mujer “inventa sus estrategias y sus tácticas de compensación” para utilizar “la debilidad como instrumento para lograr dominar al dominador” y lograr así, finalmente, “domesticarlo”.[29]
Pero el texto también trasluce sus lecturas y experiencia clínica en el Consultorio de Orientación Psico-sexual y su trabajo en la Asociación Uruguaya de Planificación Familiar e Investigaciones sobre Reproducción Humana (AUPFIRH) durante los años setenta en donde entró en contacto temprano con la “revolución de los divorcios” y los problemas en la sexualidad que vivían el matrimonio heterosexual. De hecho, su texto La servidumbre sexual de la mujer (1975) puede ser visto como un antecedente directo de este documento, ya que allí Gomensoro rastreaba los factores que generaron la crisis de la familia patriarcal, el matrimonio y algunas disfunciones sexuales y proponía las bases de una “nueva familia” anclada en el “amor y la solidaridad” (Gomensoro, 1975: 20). Sus planteos formaban parte de la rápida consolidación de la sexología en Uruguay como un área profesional, impulso que tuvo en 1980 un mojón importante con la realización del Primer Congreso Uruguayo de Sexología, en donde confluyeron médicos, sexólogos clínicos y profesionales que se desempeñaban laboralmente en el área de la educación sexual y la planificación familiar. La convocatoria a la “liberación masculina” tuvo así una fuerte influencia de todo ese acumulado, y por eso el texto apareció originalmente publicado en la revista de sexología local y los principales ámbitos de actuación de la organización que se creó más tarde estuvieron ligados a los espacios de discusión y encuentro del campo sexológico. Si bien Gomensoro desarrollaba una visión crítica sobre la sexología y sus promesas biomédicas, al mismo tiempo la evaluaba como un espacio posible para desarrollar una clínica que cuestionara las relaciones de poder y promoviera relaciones más igualitarias.
En consonancia con estos antecedentes directos, la propuesta de 1986 presentaba un diagnóstico sobre la situación de las relaciones erótico-afectivas heterosexuales de la época en el que señalaba la existencia de graves problemas y de amargas asperezas: un “juego sucio entre el hombre y la mujer” que volvía imposible cualquier encuentro afectivo, ya que al terminar la “hostilidad, la indiferencia se instala”,[30] en una suerte de pulseada continua marcada por la incomunicación y los intentos de mutua imposición, sin éxito. A esto se agregaba como otro nodo problemático el despliegue de una serie de mecanismos autodefensivos ante los cambios que se estaban produciendo en lo social, tanto en hombres como en mujeres: desde la simplificación y caricaturización de los planteos del feminismo, hasta la negación de los problemas y desencuentros en las parejas. Por eso para Gomensoro el “enemigo está entre nosotros” y la liberación no implicaba una “guerra” contra los “opresores de afuera”, sino una “revolución contra los cipayos de adentro”.[31]
Otra de las dificultades identificadas por el autor era la persistente imposibilidad de los hombres de ver a las mujeres como algo más que un “objeto sexual”, así como el profundo miedo que les generaba una eventual igualdad entre ambos géneros, lo que terminaba por alinear a una pluralidad de actores políticos y religiosos conservadores en una agenda común, ante quienes este sexólogo levantó la consigna “Perder una sirviente, ganar una compañera”, recalcando la relación entre la subordinación femenina, el trabajo doméstico no reconocido y la objetivación de sus cuerpos. El cambio era posible, aseguraba, en movimiento, por eso su artículo convocaba a los hombres a la acción, ya que nadie “se libera solo, ni solo en pensamiento (...) nos liberamos con los otros y en la acción”,[32] a una praxis que desnudara el hecho de que estos problemas no son “naturales” ni solo el efecto final de “causas que los determinan desde el pasado”, sino, antes que nada, fruto de “opciones existenciales que los proyectan hacia el futuro”.[33] Para Gomensoro, siguiendo su influencia existencialista, siempre existía la posibilidad de elegir, por lo que la relación amo-esclavo nunca era fruto de una necesidad.
Su crítica centrada en la agencia buscó desencializar las identidades de género, reubicarlas en su contexto histórico y en las formas de producción de la desigualdad y en la economía afectiva de las parejas heterosexuales de ese momento, problematizando a partir de allí los límites y frustraciones de los vínculos amorosos. El acercamiento, fruto de su tiempo, es cisheteronormativo y binario, pero constituye un claro primer paso en la problematización de la persistente biologización en las que se agazapa muchas veces la masculinidad hegemónica.
La convocatoria a la acción no tuvo resultados inmediatos: tomó tiempo y mucho esfuerzo lograr crear el Grupo de Investigación y Trabajo sobre la Condición Masculina,[34] un espacio que funcionó en forma testimonial hasta 1993. La organización siempre fue pequeña y se reunía todos los sábados para reflexionar a partir de textos, discutir situaciones personales particulares y tuvo algunos intercambios con diferentes representantes feministas para discutir sobre temas de coyuntura. La intervención más importante del grupo fue en 1991, cuando se posicionaron públicamente denunciando la violencia de género que sufrían las mujeres, algo que les dio visibilidad y despertó críticas entre la población masculina.
Pero a medida que pasó el tiempo se volvió claro que el grupo no terminaba de despegar y que el apoyo de los hombres era escaso por la “ostensible resistencia de los varones invitados a involucrarse en la iniciativa”.[35]Pero el limitado impacto de la organización también pudo haber estado relacionado a las características de la propia propuesta: si bien el llamamiento se ubicó en forma equidistante entre los dos polos narrativos sobre los que, como señala Azpiazu Caraballo (2017: 57), suelen trabajar los grupos de hombres (los privilegios y los daños que causa en los varones el patriarcado) la reflexión se centró casi excluyentemente en los problemas que enfrentaba una parte de las parejas heterosexuales (crisis de los matrimonios detectada durante el trabajo clínico) y no se incluyeron planteos que pudieran atraer a varones que enfrentaban algún tipo de violencia por el régimen sexo genérico del momento, algo que habría podido aumentar su resonancia entre disidentes sexo-genéricos y en la subcultura juvenil. Como se analizó previamente, la emergencia del grupo se produjo en un contexto de críticas de estos actores sociales a la masculinidad tradicional, pero ni el llamamiento ni la organización que se creó más tarde, buscaron integrarlas de algún modo. Estas limitaciones del marco interpretativo, su baja capacidad de resonancia por su tono abstracto y académico, pueden ser factores explicativos de porque la experiencia tuvo tan poco impacto. Su aparición, por ejemplo, no fue reseñando en ninguna de las revistas feministas del momento, y casi no hubo acciones conjuntas con el resto de las organizaciones sociales contemporáneas.
La resistencia a los cambios
La masculinidad tradicional y el sexismo tuvieron sus defensores, aunque muy pocos decidieron confrontar públicamente las críticas y las propuestas de cambio. De esta forma, la disputa explícita se tramitó en forma mayoritaria a través del humor, esa vieja herramienta disciplinante de las sociedades pequeñas. Muchos discursos machistas se agazaparon en este tipo de material, buscando visualizar el malestar masculino, ridiculizar el feminismo y exigir un límite para sus reclamos, que consideraban excesivos.
En general, la defensa del statu quo en las arenas del humor apeló, en forma esquemática, a tres estrategias diferentes. Un primer camino buscó señalar cómo el supuesto reclamo de tanta igualdad anulaba la diferencia sexual y, con ello, el amor, la seducción y la erótica, una idea fuerza que reproducía fuertes patrones heterosexistas:
“No nos sentimos machistas. Simplemente defendemos los derechos de una inmensa masa de compatriotas que en el anonimato sufre de alegatos a favor de los derechos de las mujeres en vez de un mimo, de análisis antropológicos en vez de morbo, de teorías biológicas en vez de libido, y de un exceso de igualdad que nos hace olvidar aquellas diferencias que descubrimos en el jardín de infantes… ¿se recuerdan que hay algo que ustedes no tienen y nosotros tenemos? A ver: hagan memoria…”.[36]
La segunda estrategia fue la de mostrar a las mujeres como victimarias, intentando subrayar supuestos privilegios o el peso de asumir roles masculinos. Por ejemplo, en un “Pequeño alegato machista” se señalaba: “Mucho se habla de feminismo, (...) y yo me pregunto ¿Y nosotros por qué no nos liberamos también? (...) Más aún, que las cosas sean al revés, cambiemos los papeles, por un rato, a ver qué pasa… ¿a qué no les gusta?”.[37]
En tercer lugar, cualquier comportamiento masculino que se apartara de los patrones tradicionales o que expresara lógicas más igualitarias era identificado con un deseo homosexual o con cierta feminización del varón. Por ejemplo, en una nota promotora de la buena onda se incluía una viñeta en la que un hombre era felicitado por una pareja formada por una mujer y un varón, donde este último le decía al primero: “¡Estamos emocionados! En toda 18 de Julio, usted fue el único que no le miró babosamente la cola a mi novia y tampoco dijo ninguna guarangada”,[38] pero por detrás del personaje felicitado aparecía una mujer con cara de duda que decía: “¿Será raro?”.[39] De esta forma, todo lo positivo de la escena se diluía cancelando cualquier posibilidad de imitación y volvía así incompatible en los hechos la igualdad, la heterosexualidad y una performatividad masculina alternativa.
A su vez, fuera del terreno del humor, también fue común durante estos años la invisibilización de los mecanismos informales de desigualdad entre los géneros, lo que permitía responsabilizar a las mujeres de su exclusión en los espacios de decisión. Por ejemplo, el dirigente colorado Enrique Tarigo, que luego de 1985 sería vicepresidente de Uruguay, señalaba sobre la baja participación femenina en su partido y en la política que “La verdad que tuvimos el propósito de que hubiera más mujeres, pero no tienen deseo de protagonizar y de estar en los primeros planos y prefieren reducirse a hacer tareas de colaboración dentro de la organización”.[40]
Por último, como un síntoma extremo de estas resistencias sociales, a finales de los ochenta, un estudiante avanzado de Psicología, Omar Freire, convocó a los hombres a organizarse en torno a un movimiento de liberación —sí, otro— con ideas conservadoras, sexistas y misóginas. Freire denunciaba la excesiva protección jurídica que tenían las mujeres y exigía despenalizar la violación, ya que la “abstinencia sexual no es un derecho, es un abuso” y que la mujer tenía, por naturaleza, la “obligación de acostarse con el hombre”.[41] Este discurso vinculaba estas ideas con la defensa del amor libre y con el fin de la monogamia, así como exigía “más prostitutas y menos madres de familia”.[42] Si bien estos planteos no cosecharon apoyos y las ideas de Freire fueron evaluadas como ridículas y fruto de un problema de salud mental, su singularidad y su relación con un tema de preocupación social las volvió mediáticamente llamativas, por lo que obtuvieron en su momento relativa visibilidad
Reflexiones finales
Durante los ochenta se volvieron visibles cambios que se venían produciendo en forma silenciosa en lo demográfico y lo socioeconómico. Las fuertes transformaciones en la relación entre los géneros y en la familia tuvieron allí su primer punto de enunciación. A su vez, el proceso de redemocratización incluyó la disputa social sobre los alcances y sentidos de la categoría democracia, lo que implicó, entre otras cosas, que la crítica al autoritarismo involucrara tanto aspectos político-partidarios como íntimos, algo que facilitó que parte del debate público indagara sobre la anatomía del hombre heterosexual, su comportamiento, su sexualidad y sus formas de hacer política.
A esto se le debe agregar como elementos facilitadores tanto la apertura del país al exterior luego de doce años de dictadura —lo que fomentó la circulación de otras culturas sexuales y de género—, como la acción local de diferentes organizaciones sociales feministas, homosexuales y de hombres. Si bien es difícil en el estado actual de acumulación del campo de los estudios sobre los años ochenta determinar el tipo de convergencia entre estos aspectos y qué tanto se extendieron los modelos de masculinidad alternativos al tradicional, parece claro que el protagonismo que lograron las críticas a ciertos estándares normativos de apariencia y conducta sobre lo que significaba ser hombre, forzaron a generar algún tipo de respuesta, y estimularon la proliferación de discursos homofóbicos, que buscaron redefinir los límites de lo nuevo y, al mismo tiempo, legitimar algunos cambios señalando en forma explícita que no había intención de dinamitar uno de los pilares de la masculinidad en Occidente, donde ser hombre es aparentemente incompatible con ser homosexual.
De todas formas, en esta escena local compleja, cargada de resistencias y cambios, logró abrirse camino una reflexión nueva sobre la masculinidad tradicional y las masculinidades subordinadas. En los ochenta, en primer lugar, el feminismo, el movimiento homosexual y el grupo de hombres dieron un paso importante: dejaron de hablar solo de la opresión de la mujer o de los homosexuales y pasaron a describir cómo y quiénes se beneficiaban con esa lógica, cuestionando su autoridad y sus prácticas. Se construyó así, colectivamente, un diagnóstico que permitió identificar las formas micropolíticas del problema, así como la sinergia entre emociones, subjetividad, violencia y lo cotidiano. Las denuncias públicas desnudaron y desnaturalizaron las formas en las que operaban los privilegios del hombre cisheterosexual de clase media —fuera de izquierda o de derecha—, sus problemas y debilidades, a partir de una visión que, trascendiendo la mera anécdota, lo pensaban como parte integral de un sistema que producía las desigualdades entre géneros y entre los propios hombres. En segundo lugar, la “revolución de los divorcios” y los cambios entre los géneros instalaron un debate sobre la masculinidad tradicional y sobre la aparición de modelos alternativos. Estos asuntos tuvieron cierta visibilidad en la prensa feminista, en el humor y en la subcultura juvenil. Y fue también uno de los factores que generó la aparición por primera vez en la historia del Uruguay de una reflexión colectiva sobre lo que significa ser hombre, sus privilegios y debilidades, que llevó adelante un grupo de varones que fundaron un campo de reflexión con objetivos liberacionista, en donde la influencia teórica del feminismo se vio mediada por el discurso sexológico que lograba cobrar fuerza en ese momento en la región. El resultado fue modesto por las razones reseñadas, pero su trabajo inició, sin lugar a dudas, un camino de reflexión a nivel local.
Por último, toda movilización política y social implica también batallas por la representación, los sentidos y el lenguaje, y, como señala Bourdieu (2000), el orden masculino prescinde de cualquier justificación traficando su mirada como algo neutral y objetivo. Así, en los ochenta comenzó precisamente una impugnación de esta perspectiva androcéntrica mediante el desarrollo de una gramática nueva sobre la relación entre los géneros, sobre la forma en que se entendieron las masculinidades en el ámbito local y sus efectos a nivel partidario y cotidiano, un vocabulario que si bien durante estos años mantuvo un lugar o posición minoritaria comenzó a desnaturalizar esta opresión y disputar simbólicamente la forma en que se piensan y construyen las transformaciones en los modelos de familia, la identidad de género y la sexualidad
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Diego Sempol es Doctor en Ciencias Sociales en la Universidad Nacional General Sarmiento-IDES (Argentina), investigador del Departamento de Ciencia Política (Facultad de Ciencias Sociales, UdelaR), nivel I del Sistema Nacional de Investigadores. Su campo de trabajo es pasado reciente, violencia estatal, masculinidades y sexualidades, movimientos sociales y teoría queer. Entre sus publicaciones más recientes destacan Johnson, Niki y Sempol, Diego (2023). Feminist and Queer Perspectives on Latin American Social Movement. En Rossi, Federico (Ed.) The Oxford Handbook of Latin American Social Movements. New York: Oxford University Press y Sempol, Diego (2022). Moral ineptitude in primary education: The dismissal of homosexual teachers during the Uruguayan civilian-military dictatorship (1973-1984) Anos 90, Vol. 29.
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[1] José Pedro Barrán (1996), al analizar las formas de masculinidad de las primeras décadas del siglo XX, señaló cómo se fraguó una forma de ser hombre centrada en la actividad pública y el rol de proveedor, que redujo a las mujeres a sus funciones reproductivas (a nivel sexual y cultural). Esta masculinidad tradicional legitimaba en los hechos la existencia de una doble moral sexual para hombres y mujeres, promovía cierta moderación en el coito, infantilizaba a las esposas y visualizaba la homosexualidad como una traición a su propio género.
[2] El término acuñado originalmente en España se usó para referirse a la brusca liberación de la censura y a la represión que trajo aparejado el retorno a la democracia luego de décadas de dictadura franquista, cambio que implicó una ampliación de los horizontes temáticos y formales en el terreno de la cultura. El término cruzó el océano Atlántico y fue utilizado en Argentina durante su transición democrática (Milanesio, 2021; Manzano, 2019).
[3] Relaciones, abril de 1988, Nº 47, p. 34. Biblioteca Nacional. Montevideo.
[4] Las revistas El Dedo (1982-1983) y Guambia (1983-2000) tuvieron gran tiraje e impacto entre los movimientos sociales y el sistema político durante los años ochenta. Ambas publicaciones incluyeron caricaturas, historietas, notas y entrevistas periodísticas y relatos humorísticos y reflejaban un criterio editorial muy cercano a la izquierda política. La revista Relaciones tiene un perfil académico y tuvo una distribución importante durante los primeros años de la posdictadura.
[5] Guambia, Julio 1986, Nº 53, p. 33. Biblioteca Nacional, Montevideo.
[6] Azpiazu Carballo (2017) señala cómo el concepto de masculinidad hegemónica a veces termina produciendo un estereotipo que invisibiliza la persistencia de modelos de masculinidad socialmente más respetadas, pero igual de opresivas.
[7] Arte en la Lona (14 al 25 de abril de 1988) fue una muestra cultural alternativa organizada en el Club de Boxeo Palermo en donde confluyeron una enorme variedad de espectáculos culturales y muestras pictóricas.
[8] Durante los años ochenta se crearon una gran cantidad de fanzines con tiraje reducido que se vendieron y circularon de mano en mano en centros educativos, ferias y eventos artísticos de la subcultura juvenil. Pero algunos fanzines (La Oreja Cortada, Cable a Tierra, Kamuflaje, Suicidio Colectivo) lograron llamar la atención del gran público convirtiéndose así en representativos de la movida, lo que facilitó tanto su difusión como el trasiego de cronistas y dibujantes de estas publicaciones a la prensa establecida.
[9] Guambia, junio 1987, Nº 70, p. 51. Biblioteca Nacional, Montevideo.
[10] Kamuflaje, febrero 1988, Nº 3, p. 4. Fondo digital Devenir otros cuerpos. Recuperado de https://www.devenirotroscuerpos.com/kamuflaje/. Consultado: 28/04/2023.
[11] Una ventana en la pared, julio 1988, p. 3. Fondo digital Devenir otros cuerpos. Recuperado de https://www.devenirotroscuerpos.com/una-ventana-en-la-pared/. Consultado: 28/04/2023.
[12] Cortazzo, Uruguay (setiembre 1988) La Razzia. La Oreja Cortada, Nº 3, p. 3. Biblioteca Nacional. Montevideo.
[13] Suicidio Colectivo, noviembre 1987, p. 18. Fondo digital Devenir otros cuerpos. Recuperado de https://www.devenirotroscuerpos.com/suicidio-colectivo/. Consultado: 28/04/2023.
[14] La Oreja Cortada, otoño 1988, p. 29. Biblioteca Nacional. Montevideo.
[15] Forlán, Raúl (23 de agosto 1989). Entre el atraso y la sociedad amortiguadora. La República, p. 21. Biblioteca Nacional. Montevideo.
[16] Cotidiano Mujer, diciembre de 1985, p. 2. Archivo Sociedades en Movimiento. Montevideo.
[17] Cotidiano Mujer, junio de 1988, p. 9. Archivo Sociedades en Movimiento. Montevideo.
[18] Cotidiano Mujer, octubre de 1988, p. 3. Archivo Sociedades en Movimiento. Montevideo.
[19] El Dedo, noviembre de 1982, p. 18.
[20] El Dedo, diciembre de 1982, p. 17.
[21] Mediomundo, julio de 1986, p. 33.
[22] Maggie “¡Por favor, pónganos en un altar!”. (junio de 1985). Guambia, Nº 33, p. 57. Biblioteca Nacional. Montevideo.
[23] Opinar, 25 de mayo de 1985, p. 9. Biblioteca Nacional. Montevideo.
[24] Berp and Puaj, octubre de 1989, p. 7. Fondo digital Devenir otros cuerpos. Recuperado de https://www.devenirotroscuerpos.com/berp-and-puaj/. Consultado: 28/04/2023.
[25] Quintans, Juan José (diciembre de 1990). Un muchacho de café. La Oreja Cortada, p. 28.
[26] Gomensoro tuvo militancia en el anarquismo, fue psicólogo, sexoterapeuta, educador sexual e integrante de diferentes organizaciones profesionales de sexología.
[27] Gomensoro, Arnaldo (marzo de 1987). Movimiento de Liberación Masculina. Fundamentos y propuestas. Revista Uruguaya de Sexología, Vol. 6, Nº 1, p. 16.
[28] Gomensoro estuvo casado con Elvira Lutz, una conocida militante feminista uruguaya, vínculo que pudo haber facilitado su diálogo con el movimiento feminista.
[29] Gomensoro, Arnaldo (marzo de 1987). Movimiento de Liberación Masculina. Fundamentos y propuestas. Revista Uruguaya de Sexología, Vol. 6, Nº 1, p. 16.
[30] Gomensoro, Arnaldo (marzo de 1987). Movimiento de Liberación Masculina. Fundamentos y propuestas. Revista Uruguaya de Sexología, Vol. 6, Nº 1, p. 16.
[31] Gomensoro, Arnaldo (marzo de 1987). Movimiento de Liberación Masculina. Fundamentos y propuestas. Revista Uruguaya de Sexología, Vol. 6, Nº 1, p. 17.
[32] Gomensoro, Arnaldo (marzo de 1987). Movimiento de Liberación Masculina. Fundamentos y propuestas. Revista Uruguaya de Sexología, Vol. 6, Nº 1, p. 18.
[33] Gomensoro, Arnaldo (marzo de 1987). Movimiento de Liberación Masculina. Fundamentos y propuestas. Revista Uruguaya de Sexología, Vol. 6, Nº 1, p. 17.
[34] En un primer momento el grupo se autodenominó Movimiento de Liberación Masculina, pero cambio rápidamente su nombre luego de que Omar Freire creara una organización de igual nombre cuya agenda era profundamente machista y misógina.
[35] Gomensoro, Arnaldo (s/f). ¿Qué pasa con los varones? Montevideo: Mimeo, p. 2. Fondo Elvira Lutz, Archivo Sociedades en Movimiento.
[36] Guambia, diciembre de 1987, Nº 78, p. 27. Biblioteca Nacional. Montevideo.
[37] Guambia, junio de 1984, Nº 20, p. 45. Biblioteca Nacional. Montevideo.
[38] Guambia, noviembre de 1988, Nº 92, p. 38. Biblioteca Nacional. Montevideo.
[39] Guambia, noviembre de 1988, Nº 92, p. 38. Biblioteca Nacional. Montevideo.
[40] Guambia, junio de 1984, Nº 20, p. 43. Biblioteca Nacional. Montevideo.
[41] La Oreja Cortada, abril de 1989, Nº 4, pp. 26-27. Biblioteca Nacional. Montevideo.
[42] La Oreja Cortada, abril de 1989, Nº 4, pp. 26-27. Biblioteca Nacional. Montevideo.
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