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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº18. Mar del Plata. Julio-diciembre 2023.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

El Santo Oficio en Nueva España:

instrumento de la corona en la guerra contra la Francia revolucionaria

(1789-1795)

Carlos Alberto Murgueitio Manrique

Universidad del Valle de Cali, Colombia

carlos.murgueitio@correounivalle.edu.co

William Jiménez Escobar

Universidad del Valle de Cali, Colombia

wjimeneze@unal.edu.co

Recibido:        10/02/2023

Aceptado:        20/06/2023

Resumen

Este artículo reflexiona sobre las estrategias implementadas por la corona española y la Iglesia católica para contener y evadir las “nocivas influencias” de la Revolución francesa en el tribunal del Santo Oficio de México, en la última etapa del siglo XVIII. El objetivo es indagar sobre las medidas tomadas por la Inquisición ante el peligro que supusieron para las autoridades civiles y eclesiásticas del virreinato, con la llegada de estas nuevas ideas a sus jurisdicciones, a través del contacto con ciudadanos franceses y de libros prohibidos, provenientes tanto de Francia como de sus dominios coloniales en el Caribe. Esta indagación se dedica a poner en diálogo la historiografía existente y la documentación hallada en el fondo inquisitorial del Archivo General de la Nación de México, en casos de decomiso de libros prohibidos y procesos a individuos señalados de proferir proposiciones heréticas.

Palabras clave: Inquisición, Nueva España, Revolución francesa, libros prohibidos, proposiciones heréticas.

The Holy Office in New Spain: Instrument of the Crown in the War against Revolutionary France (1789–1795)

Abstract

This article reflects on the strategies implemented by the Spanish crown and the Catholic Church to contain and evade the “harmful influences” of the French Revolution in the court of the Holy Office of Mexico in the last stage of the XVIII. The central objective is to inquire about the measures taken by the Inquisition in view of the danger posed to the civil and ecclesiastical authorities of the Viceroyalty, with the arrival of these new ideas in their jurisdictions, through contact with French citizens and of prohibited books, coming from both France and its colonial domains in the Caribbean. This investigation is dedicated to put into dialogue the existing historiography and documentation found in the Inquisition Fund of the Archivo General de la Nación (Mexico City), in cases of confiscation of prohibited books and processes of individuals accused of uttering heretical proposals.

Keywords: Inquisition, New Spain, French Revolution, Prohibited Books, Heretic Proposals.

El Santo Oficio en Nueva España: instrumento de la corona en la guerra contra la Francia revolucionaria (1789-1795)

Introducción

Durante los treinta años del reinado de Carlos III (1759-1788), los notables de España que ocuparon cargos ministeriales y virreinales se habían educado en Francia o la visitaban con frecuencia y por periodos prolongados, logrando establecer contactos, vínculos y amistades con los miembros de los círculos y logias ilustradas del movimiento de las Luces (Hussey, 1942). El acento francés se manifestó en Nueva España con el liberalismo de las costumbres, que cambiaron de tradicionales a mundanas, relajadas e individualistas. Los gustos europeos con directrices francesas se impusieron en los ritos, modas y atuendos provenientes de la corte de Versalles y en el uso de la lengua francófona, que se leía y empleaba en las tertulias a las que asistían sujetos de los estamentos superiores, ya fuesen peninsulares o criollos (Breñas y Torres Puga, 2019), e incluso sus séquitos de sirvientes, entre los que se solían encontrar cocineros, peluqueros, sombrereros y sastres franceses (Santana Molina, 2022).

El flujo de personas e ideas se acentuó desde mediados del siglo XVIII y también se dio la introducción de todo tipo de mercancías, incluidos los libros, tanto los permitidos por las autoridades reales e inquisitoriales como los considerados “peligrosos” por el Santo Oficio. Unos y otros ayudaron paulatinamente a promover ideas de corte renovador en diversos campos del saber humano. Por otra parte, los considerados como más “perniciosos” y prohibidos promovían el predominio de la razón humana sobre la superstición, la remoción de las autoridades tradicionales (la Monarquía y la Iglesia) y la subversión del orden estamental. Dicha literatura llegó con cada vez mayor frecuencia a los puertos americanos y, en particular, a los novohispanos, difundiéndose por los principales centros poblados de la enorme jurisdicción del tribunal inquisitorial mexicano. Esto se debió a varios factores: por un lado, al crecimiento exponencial de la producción impresa europea y española en el siglo XVIII (López, citado en Lyons, 2012), a las medidas de apertura y fomento hacia la producción y comercio del libro que llevaron a cabo los borbones españoles y a cierta permisividad frente a este tipo de bibliografía de parte de los mismos ministros inquisitoriales, producto de la “regalización” del Santo Oficio (Guibovich, 2014). De esta manera, muchas ideas de corte renovador llegaron a América, tanto a través del tráfico marítimo lícito como por el contrabando, para surtir a un público lector cada vez más amplio, conformado por “funcionarios” de la corona, viajeros, científicos, militares, sacerdotes o seminaristas (Gómez Álvarez, 2011).

El advenimiento de Carlos IV al trono de España coincidió con el estallido de la Revolución francesa y la radicalización de los acontecimientos que modificaron abruptamente las relaciones de convivencia entre las dos coronas y naciones. En reacción al regicidio,[1] acontecido el 21 de enero de 1793, España se enfrentó en ambos mundos a la Francia revolucionaria y trató de contener tanto a sus huestes como a la literatura subversiva que le servía de propaganda (Aymes, 1989). El conde de Floridablanca[2] y el virrey de Nueva España Revillagigedo actuaron en medio de la incertidumbre, se definieron neutrales ante la guerra civil desatada en Francia y sus colonias, adoptaron medidas de precaución, resguardo y vigilancia en las fronteras, y mantuvieron silencio, censurando las noticias provenientes de ese país con tal de evitar el contagio revolucionario (Torres Puga, 2010). Luego, desde 1792, el conde de Aranda en Castilla (Ferrer Benimeli, 1988) y, desde 1794, el virrey Branciforte en la ciudad de México tuvieron que reaccionar ante el desarrollo de la guerra internacional contra la república francesa. Para batir al formidable contrincante, utilizaron la capacidad instalada del Santo Oficio, fortaleciendo los viejos instrumentos de control, vigilancia y castigo en defensa de la “verdadera fe”, para controlar con mayor eficiencia la entrada a España de literatura sediciosa, ejercer control sobre los franceses y afrancesados asentados en sus dominios, considerados sospechosos de ser enemigos de la corona y de la religión “al haberle declarado la guerra al cielo” (Santana Molina, 2022: 443).

El objetivo central de este artículo es el de estudiar la casuística de los procesos provenientes del fondo inquisitorial del Archivo General de la Nación de México, emprendidos por el Santo Oficio de México y las autoridades virreinales de la Nueva España, a los ciudadanos franceses e hispanos afrancesados (españoles que se comportaban y eran tratados como franceses), acusados de proferir proposiciones que se consideraron heréticas, malsonantes, vulgares y ofensivas hacia la corona, la Iglesia y la nación española y revisar los trabajos académicos existentes que hacen referencia a dicha campaña de persecución (Alejandre García, 2007).

Siguiendo los parámetros metodológicos de este dossier, se utilizó el case study, recurriendo a la selección de expedientes y procesos inquisitoriales representativos durante la coyuntura de 1789-1795, los cuales permitieron hacer hincapié en el análisis contextual y detallado de la situación que enfrentaron los franceses y afrancesados, considerados disidentes de modo grupal y, por lo tanto, transgresores de los preceptos de la iglesia católica, y denunciados y enjuiciados ante el tribunal del Santo Oficio de ciudad de México. Siguiendo las palabras de Bartolomé Bennassar, “la Inquisición fue un instrumento de difusión del terror, que actuó sobre los espíritus de los ricos y de los pobres, de los sabios y de los ignorantes, de los eclesiásticos y de los campesinos” (Bennassar, 1981: 94-95). Los casos fueron escogidos con el fin de evidenciar la enorme dimensión jurisdiccional del tribunal; los puertos de Veracruz y Acapulco, el centro de la Nueva España, incluyendo la ciudad de México, las zonas mineras del norte, la provincia de Guatemala y las islas Filipinas, haciendo énfasis en las persecuciones emprendidas contra individuos y grupos de franceses o “afrancesados”, así como contra los libros tachados de “peligrosos”.

El absolutismo ilustrado y el Santo Oficio

El regalismo francés, de origen jansenista, proclive a delimitar el poder del clero a su función espiritual y por lo tanto cómplice de la concentración del poder real frente al papado, sirvió de modelo a España desde el advenimiento de la nueva dinastía. Gradualmente, la monarquía compuesta legada por los Austrias se fue transformando, secularizándose y emancipándose en la esfera política de las tutelas eclesiásticas, lo que contribuyó a la concentración de un poder más absoluto y centralista en la soberanía regia[3]. La alianza con Francia, que se inauguró con el siglo XVIII, fue revitalizada desde 1759 por Carlos III, quién consolidó el poder del Estado apoyado por sus ministros y grupos de reformadores, que propugnaron algunos cambios en la estructura eclesiástica, manteniendo la corona su supremacía como patrona de la Iglesia de España y de Indias sobre el sumo pontífice de Roma[4]. Bajo la lógica de que la autoridad del papa se limitaba a lo espiritual, mientras el rey hacía las veces de un obispo exterior de la Iglesia nacional, Carlos III actuó como un “príncipe virtuoso” (Rodríguez López-Brea, 1999). Las relaciones diplomáticas con Roma, pieza fundamental de la Monarquía compuesta de los Austrias, se rompieron como consecuencia de la guerra de sucesión española, permitiéndole a los Borbones negociar un vínculo distinto con los pontífices (Ramos Soriano, 2011). Las tensiones entre las potestades real y papal se incrementaron desde mediados de siglo, en el apogeo del “despotismo ilustrado” (Guerra, 1990).

Esta misma postura regalista se mostró entre la corona y el Santo Oficio: la apertura hacia los saberes que se producían allende los Pirineos y el deseo de controlar la literatura que pudiera considerarse contraria a la corona y la religión produjo una relación compleja entre la Inquisición y las aspiraciones reformistas de los borbones, sobre todo en la segunda mitad del siglo XVIII, lo que llevó a los monarcas de este periodo a hacer una serie de reformas en el Santo Oficio, tanto en España como en las Indias. Por ejemplo, en la real cédula de 16 de junio de 1768, Carlos III exigió al santo tribunal que se escuchara a los autores católicos antes de realizar una prohibición tajante de sus obras y de prohibir la circulación de sus libros. Esta medida según algunos historiadores buscaba por una parte proteger los derechos del autor y, por otra, la afirmación de la autoridad real en esta materia (Guibovich, 2014).

También se estableció que la bigamia no fuera un delito que competiera a la Inquisición, sino que quedara en manos de los tribunales reales. Cabe señalar que el único ente que tenía la competencia de revisar y prohibir la circulación de libros en los reinos de España y de Indias era el Consejo de Castilla. Esto es una muestra de que el regalismo borbónico también afectó a la relación con el tribunal de la Inquisición. Convirtiéndose esta última cada vez más en una corporación al servicio de los intereses de la monarquía por sobre los de la Iglesia (Guibovich, 2014).

El Santo Oficio supo adaptarse a los nuevos controles reales y a los efectos del exilio temporal de la corte de Madrid de Manuel Quintano Bonifaz,[5] inquisidor general del supremo tribunal (Lea, 1922). De allí en adelante la función de los tribunales no solo fue proteger la pureza de la fe, sino también resguardar la figura y la dignidad real y los ataques contra la nación española. De esa manera, la institución siguió funcionando, pero adaptada a los nuevos tiempos. Si para la Nueva España de los siglos XVI y XVII el peligro provenía de los judaizantes y de la literatura herética que estaba siendo producida en la Europa reformada (Alberro, 1988), a mediados del siglo XVIII eran las obras de corte jansenista desde donde provenían las perturbaciones. Pero a finales de la centuria los tribunales inquisitoriales se centraron en controlar la entrada de libros producidos por las corrientes ilustradas francesas, ya presentes en sus distintas jurisdicciones, y que iban en contra del “orden hispano”. En los distintos edictos se hace énfasis en obras heréticas, difamatorias de las dos majestades y, en algunos casos, como se ha mencionado anteriormente, de ofensa contra las costumbres y las tradiciones españolas. Los documentos muestran, en las denuncias presentadas por los vecinos novohispanos contra franceses, otros extranjeros y afrancesados, las proposiciones escandalosas o la práctica de comportamientos indecentes o relajados (Pérez Juárez, 2017: 69). Por tales razones fueron objeto de control la difusión y circulación de obras de autores franceses, como Voltaire, Helvecio y Holbach, y posteriormente de Rousseau (Pérez Munguía, 2004a), considerado un filósofo deísta y revolucionario “que esparcía y sembraba errores opuestos a la religión, las buenas costumbres, el gobierno civil y la justa obediencia debida a los legítimos soberanos y superiores” (Torres Puga, 2019: 68).

Las obras prohibidas fueron calificadas en los diversos edictos e índices (enviados por la Suprema a los tribunales americanos) en diferentes categorías: los títulos heréticos, cargados de injurias contra la Iglesia romana; las obras de carácter filosófico y político, en donde quedaban expuestas las ideas innovadoras; los libros y ensayos deístas o ateístas, que contribuían a “la ruina de las buenas costumbres y al desprecio por las autoridades divinas y humanas”; los textos naturalistas, tolerantes y libertinos, que invitaban a la violencia y al regicidio (Pérez-Marchand, 1945: 123).

La exhaustiva revisión hecha por José Toribio Medina (1991) del fondo inquisitorial del Archivo General de la Nación de México confirmó que desde 1765 hubo un cambio en el tipo de denuncias recibidas, destacándose los cargos de tipo sociopolítico; como las críticas al rey, la práctica de la masonería, la difusión de ideas revolucionarias, materialistas y republicanas, y un incremento en el pronunciamiento de proposiciones heréticas. Más adelante, Monelisa Pérez-Marchand (AÑO) confirmó que la atención del Santo Oficio novohispano se volcó contra los delitos de naturaleza política y filosófica, y la persecución de sujetos que proclamaban públicamente los ideales republicanos. Fue así como la Inquisición se adaptó, sin abandonar sus funciones tradicionales de perseguir las cuestiones relacionadas con la preservación y la defensa de la fe, para dedicarse con mayor fuerza a la detección de la presencia y circulación de literatura prohibida, sobre todo de origen francés, entre los segmentos letrados de la población, y con más recelo hacia los extranjeros residentes en España y ultramar. Con la mirada muy fija en los franceses[6] y sus cómplices hispanos afrancesados, que fueron tachados de traidores y revolucionarios (Greenleaf, 1985: 191).

La presencia de títulos y publicaciones francesas incrementó desde 1763, cuando los vastos territorios de la Luisiana, poblada por francófonos, fueron incorporados a la Monarquía española y administrados desde México. La cercanía geográfica de Nueva Orleans a los puertos de Tampico, Veracruz y Campeche, y el vigoroso intercambio comercial con Francia, que se incrementó desde 1776-1778 debido a la participación conjunta en la guerra de independencia de las colonias británicas de Norteamérica, convirtieron a dicha ciudad en la principal vía de penetración de las ideas modernas y de la filosofía francesa. Los gobernadores hispanos aplicaron las leyes españolas y sembraron las costumbres, pero mantuvieron una actitud flexible en materia de fe, al no introducir el Santo Oficio en una sociedad poco acostumbrada a la vigilancia. La tolerancia de cultos, reconocida por un edicto especial, representaba un atentado contra la unidad católica de la monarquía, por lo que Nueva Orleans fue considerada como el principal “centro de la intriga y del libertinaje” (Gassler, 1922: 61).

La mayoría de los procesos seguidos por el tribunal mexicano, hasta 1783, fueron por blasfemia e irreligión, y los inculpados provenían de los regimientos franceses desplegados en los puertos del Caribe y del golfo de México, encargados de efectuar maniobras conjuntas contra los enemigos ingleses. Las inmunidades de las que gozaba el personal militar no impidieron que se presentasen acusaciones de herejía y libre pensamiento, pero los temores incrementaron tras la conformación de los ejércitos permanentes en América, “con soldados que blasfemaban y cometían excesos” (Ávila y Torres Puga, 2008: 28). En Nueva España, por ejemplo, seis regimientos de caballería e infantería compuestos por hombres de tonalidades variopintas fueron mezclados con los efectivos extranjeros comandados por el general francés Francisco Douché (Buelna Serrano, 1987). Según las denuncias de los vecinos de Veracruz y Tampico ante el tribunal de México, las tropas francesas diseminaban herejías, predicaban la total irreligión entre los soldados (Lea, 1922: 270) y cometían arbitrariedades que violaban las costumbres efectuando sacrilegios en las iglesias y otros lugares de culto.

Éstos hechos, considerados como un atropello a la moral pública, sirvieron como precedente para la campaña de desprestigio a la que fueron sometidos los franceses entre el pueblo raso (Ávila y Torres Puga, 2008). La persecución contra los extranjeros, aunque sin penas ni castigos efectivos, se volvió costumbre. En 1776, el marinero vasco Pablo Echegoyen y el alférez de fragata Francisco Maurelly, de origen francés, fueron denunciados por francmasones y lectores de Voltaire (Pérez-Marchand, 1945). El año siguiente, el coronel francés del regimiento de dragones Agustín Beven fue señalado de poseer obras políticas antimonárquicas en lengua francesa, de Montesquieu, Voltaire y D’Alambert, que contenían proposiciones contrarias a las costumbres cristianas (Buena Serrano, 1987). El nuevo brote de galofobia incluyó a ciertos autores como Guillaume Thomas Raynal y su Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux Indes (1770), Jean François Marmontel, por su libro Les Incas, ou la destruction de l’empire du Pérou (1777), o el texto de Nicolas Masson de Morvilliers Géographie Moderne, que apareció en la Encyclopédie Méthodique de Charles Panckoucke (1782), títulos que causaron estupor entre las autoridades hispanas. Pues, Marmontel justificaba el levantamiento de los pueblos indios de los Andes, mientras que Raynal calificaba la administración de España sobre su imperio como denigrante y Masson atacaba directamente a la Inquisición, considerándola un tribunal bárbaro, producto de la ignorancia y la falta de ilustración de la sociedad española (Venturi, 1991: 286).

Después de 1783, en la medida en que el reino de Francia entró en la profunda crisis producto de la bancarrota estatal, el mismo Carlos III renovó la normativa que prohibía la introducción y venta de libros extranjeros y restauró el vigor de las órdenes, las leyes, estatutos, ritos, dogmas, doctrinas, usos y estilos españoles. Además, la corona apoyó las traducciones al castellano de libros de corte científico y de otra índole que sirvieran al proyecto ilustrado borbónico, muchos de ellos escritos originalmente en francés (Lafarga, 1999). Fue así como el libre comercio intraimperial estuvo dirigido precisamente a romper el monopolio comercial francés que se efectuaba a través de Cádiz (Maxwell, 1993). Anticipándose a los acontecimientos por venir, el ministro Floridablanca se alejó de los franceses, dejándolo manifiesto en la instrucción reservada para la dirección de la Junta de Estado de 1787, en la que subrayó como obligaciones prioritarias del trono eran la protección de la religión católica y la obediencia a la santa sede, la moderación como criterio político y brindarle impulso a la Inquisición (García Cárcel, 2002).

La estrategia del silencio ante la Revolución francesa en España y Nueva España

El estallido de la Revolución francesa horrorizó a los españoles de ambos hemisferios y transformó la política exterior del reino, que revirtió el espíritu reformista por uno hispanista y tradicionalista. Para preservar a España por fuera de la esfera de un posible contagio francés, Floridablanca trató de mantener a los súbditos en la ignorancia de los sucesos de París. “Ni la Gaceta de Madrid ni el Mercurio Político, los periódicos oficiales de España, hicieron alguna mención a la Convocatoria de los Estados Generales ni de los graves acontecimientos que le siguieron” (Torres Puga, 2010: 269). El peligro en que se encontraba España en ultramar quedó expuesto en septiembre de 1789, “cuando el diputado Cotein se pronunció en la Asamblea Nacional de Paris por la introducción del manifiesto de los Derechos del Hombre en el extranjero” (Rangel y Toro, 1929: 64), buscando seducir a los pueblos a sacudirse de cualquier forma de dominación.

El secretario de Estado Floridablanca reaccionó incrementando el número de tropas y controles en los puestos fronterizos de los Pirineos y los puertos (Carr, 2001: 193) y combatió la propaganda a través de la censura. Además, fortaleció aún más la alianza existente entre la corona y la Iglesia, reforzando los controles de los oficiales de las aduanas con la importante función de los ministros del Santo Oficio en su tradicional tarea de control y vigilancia de la lectura y circulación de libros prohibidos provenientes de Francia, y, en este caso, difusores de las máximas revolucionarias. Fue así como inició el brote agudo de galofobia que caracterizó ese lustro (Santana Molina, 2022).

Desde su llegada a Veracruz, el 13 de julio de 1789, el virrey novohispano don Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla y Horcasitas,[7] II conde de Revillagigedo, actuó según las órdenes, con discreción, buscando mantener absoluto silencio sobre los sucesos de Francia. Coordinó con los capitanes generales de Cuba, Luis de las Casas, y de Santo Domingo, Joaquín García y Moreno, el despliegue de un cordón sanitario en las fronteras, movilizando regimientos y caudales, y levantando hospitales. Vigiló los puertos de La Habana, Tampico, Veracruz y Campeche, activó redes de espionaje que involucraron a los gobernadores y obispos del centro y norte de Nueva España, y elevó controles sobre los correos e incluso las obras de teatro con el apoyo del Santo Oficio. Sin embargo, a pesar de las barreras, las noticias de la Francia se filtraron por el Caribe y toda América, pero en vez de irradiar en los ánimos desobediencia y rebelión, provocaron un encendido descontento y exhortaciones de fidelidad y obediencia a la monarquía (Herrejón Peredo, 1992).

El tribunal del Santo Oficio de México, para ese momento, compuesto por tres inquisidores, José Antonio de Idárraga, Antonio Bergosa y Jordán[8] y Bernardo de Prado, un notario, Juan de Uzelay, algunos auxiliares, como Joseph Pereda y Chávez, y unos cuantos comisarios, consultores y calificadores, encargados de censurar y dictar sentencia, debía ejercer jurisdicción sobre el inmenso territorio que abarcaba la real audiencia de México y a las diócesis de Oaxaca, Michoacán y Tlaxcala, ubicadas en el centro de la Nueva España, las extensiones despobladas de Nueva Galicia y Nueva Vizcaya hacia el norte, y el istmo centroamericano al sur, desde Chiapas y Guatemala hasta Honduras y Verapaz, además de los archipiélagos del océano Pacífico, o las islas Filipinas y Marianas, ubicadas a miles de leguas de distancia del puerto de Acapulco.

Estos momentos de gran revuelo en las colonias españolas de América y en la misma península, obligaron a que la Suprema emitiera una serie de edictos que perseguían específicamente las ideas liberales, contrarias a los principios monárquicos y a la posición de la Iglesia. Desde 1784, se activó el proceso contra el pintor veneciano Felipe Fabris,[9] denunciado por pronunciar proposiciones heréticas y practicar la francmasonería. Cargos que reconoció tras ser encerrado en las cárceles secretas y sometido a frecuentes interrogaciones hasta que se resolvió su expulsión de Nueva España (Tambs, 1965; Méndez Rodríguez, 2022: 145-146). Los ataques de la Inquisición también se enfilaron contra la literatura subversiva, igualitaria y republicana, siguiendo lo consagrado en el edicto del 28 de febrero de 1789, que se pronunció contra “los papeles anónimos con lenguaje libertino, que tenían como pretexto el de instruir al público en la corrupción de las costumbres, esforzar la arrogancia, debilitar el respeto a las superiores potestades, destruir la piedad religiosa y valorar los perniciosos escritos de enemigos declarados de los sagrados dogmas”.[10]

El Santo Oficio de México ya había localizado a algunos individuos, sobre los cuales se habían interpuesto denuncias e iniciado los respectivos procesos por simpatizar con las ideas francesas. Tal fue el caso del coronel del regimiento de dragones Agustín Beven, cuyos contactos y la inmunidad que gozaba por pertenecer a la corporación militar incapacitaron al tribunal para enjuiciarlo (Calvo Maturana, 2016). Además, los agentes del tribunal detectaron, mediante las delaciones de los vecinos, a grupos de ilustrados extranjeros, españoles y criollos que se reunían en las tertulias (Breña y Torres Puga, 2019) llevadas a cabo en las casas de importantes personalidades, como el marqués de Rivas Cacho, el de Guardiola, el conde de Sala y el francés Juan Larroche, mejor conocido como el Jorobado, en donde se compartían noticias sobre los sucesos de Francia e intercambiaban lecturas prohibidas (Buelna Serrano, 1987).

Otro edicto, publicado el 13 de marzo de 1790, prohibió la introducción de libros y papeles sediciosos que pudieran excitar al pueblo hacia una rebelión contra los poderes legítimos (Rydjord, 1929). Fue bajo estas premisas que se incrementaron las retenciones de libros en la aduana de Veracruz. La lista de obras prohibidas incluyó trabajos de la Ilustración francesa, como Lettres persanes de Voltaire, las comedias de Mirabeau, l’Encyclopédie de Diderot, L’Histoire de la révolution de France de Servain Mereghal, Esquisse d’un tableau historique des progres de l’esprit humain de Condorcet, Droits de l’homme de Thomas Paine y Emilio o la educación de Rousseau (González Casanova, 1958). Esta literatura, considerada en muchos casos contraria a la religión, a la monarquía y a las sanas costumbres, basada en proposiciones erróneas, que conducían a la rebelión y la anarquía, turbaba la paz cristiana y debía ser combatida a ultranza, con tal de aniquilar cualquier brote revolucionario hasta conseguir la expulsión de los franceses (Santana Molina, 2022: 443). Las requisas frecuentemente descubrían obras polémicas, como sucedió con el cargamento perteneciente al capellán fray Andrés Santiago Matia, que contenía “diccionarios y variedad de libros en lengua francesa, obras de Buffon, Jacquier, Condillac, y Juan Benito Gerónimo de Feijoo”.[11] Aunque estos no estuvieran en los índices, por estar la mayoría escritos en francés, fueron objeto de una ferviente vigilancia.

Los franceses ya eran tenidos por herejes, impíos, sacrílegos y corruptos, y no solo hablaban una lengua diferente, sino que sus manifestaciones públicas cargaban un tono sarcástico y burlesco que chocaba con las tradiciones del pueblo novohispano, guatemalteco y filipino, devoto y creyente. Además, expresaban oralmente o mediante sus actitudes el reproche que sentían ante lo autóctono con un evidente tufo de superioridad. Esa actitud solo profundizó la brecha y confirmó la idea de que se habían convertido en una “ponzoña pestilente”. Las denuncias por proposiciones heréticas señalaban las muestras de irreligión, deísmo o ateísmo, y el pronunciamiento de frases libertinas, que eran el centro de la atención, tanto de los denunciantes como de los comisarios que las recibían. Las delaciones interpuestas ante el tribunal contra súbditos franceses y afrancesados en Nueva España, Guatemala y Filipinas así lo evidencian. Los casos del peluquero Alejandro Samhon, el panadero Luis de Córdoba, el médico Juan Langouran y los comerciantes Francisco Ramo, Quintanal y Maureli, llevadas a cabo entre el 2 de junio de 1789 y 3 de noviembre de 1792, y que se tratarán a continuación, sirven de referencia.

Los denunciantes ante el Santo Oficio de México hicieron alusión a comportamientos y pronunciamientos desafiantes que efectuaban los extranjeros franceses contra la religión católica, los sistemas de creencias y las costumbres hispánicas. Josefa Torquemada y su madre María Josefa Carrión atestiguaron que el peluquero Alejandro Samhon criticaba los dogmas y el culto a las imágenes de Jesucristo y la Virgen, y que no rendía reverencias. Según decían, para él las imágenes “eran pedazos de madera o papel pintado, que algunas veces jugaba con ellas, quitándoles el cabello, la corona y la túnica, que hacía burla de los sacramentos, y no lo habían visto hacer acto alguno de religión”.[12] Ambas mujeres agregaron que Samhon había dicho que “después de la muerte no iba el alma al infierno o al cielo, ni al purgatorio, ni a otra parte. Que después de la muerte no hay tal alma, y que nuestro señor Jesucristo no había de venir el día del juicio a juzgarnos, ni había tal juicio, el que una vez moría ya no volvía”.[13]

Contra el panadero afrancesado Luis de Córdoba, su denunciante, Pedro Godolimpio, se pronunció acerca de un regalo que le había hecho de una bula de la santa cruzada, a la que se había referido bajo términos denigrantes, que “le servía para limpiarse el trasero” y que, además, este sujeto “no se confesaba, tiraba las estampas de la Virgen, y le decía pícaro a Dios”.[14]

En Guatemala, Rafael López, teniente de infantería, denunció al médico francés Juan Langouran, natural de Burdeos y residente en Tegucigalpa, ante el vicario y juez Thomas Parrilla, por proposiciones heréticas y ser protestante. Langouran había vivido por largas temporadas en el Santo Domingo francés (o Saint Domingue) y Nueva Orleans y comerciaba desde el puerto de Trujillo con La Habana, razones que incrementaban los niveles de sospecha. Según López, el francés hacía mofa de los rezos y criticaba la confesión y la extremaunción. Además, decía “que la fornicación no era pecado, que para contraer matrimonio no había necesidad de ministro, que no había infierno ni Dios da más castigo a los hombres por los pecados que el frío, el calor y los trabajos de este mundo, que no adorasen las imágenes de los santos”.[15]

Otro francés, el comerciante Francisco Ramo, fue denunciado por sospechas de herejía, pues “no cargaba rosario ni rezaba, y decía que quien rezaba no tenía nada. No se vio que ayunase, ni se apurase por que los de su familia lo hiciesen, no se hincaba cuando asistía a la misa, y se quedaba parado”.[16] Además, el sujeto era disoluto al hablar, trataba sin celos de la fornicación y no se sabía si tenía fe de bautismo.

Los edictos inquisitoriales promulgados desde 1790 y las investigaciones llevadas a cabo por los ministros y agentes del tribunal mexicano develaron la complicidad y simpatía del virrey de Nueva España con los residentes franceses, hasta ser tenido el alter ego como su protector. La Inquisición conoció detalles sobre la estrecha relación que mantenía el dignatario con el cocinero Juan Laussel, que vivía en su propia hacienda en Xalapa, y con el pintor veneciano Felipe Fabris, condenado por el santo tribunal, en marzo de 1789, a ser expulsado del reino, pero alojado en el palacio del virrey, bajo el pretexto de habérsele encomendado un retrato. A este escándalo Revillagigedo respondió quejándose ante el ministro de Hacienda y Guerra, Antonio Valdés (Rangel y Toro, 1929), pero la discordia dejó en evidencia que ninguna campaña dirigida por este contra la influencia francesa tuvo credibilidad entre las potestades eclesiásticas, declaradas como verdaderamente comprometidas a combatir la fuente o la raíz de las doctrinas innovadoras y a mantener a raya el avance de la Revolución francesa.

Debido a la crisis generada por la situación francesa, el Conde de Aranda reemplazó a Floridablanca como secretario de Estado desde el 28 de febrero de 1792. Sus disposiciones iniciales fueron: “el fortalecimiento de las defensas en las fronteras, el acopio de trigo, cebada y paja para el tiro de los carruajes, proveer armamentos y municiones a los regimientos y aprovisionar las vías romanas” (Ferrer Benimeli, 1988: 26). Desde marzo de 1792, el virrey de Nueva España conoció la noticia enviada por Aranda de que habían salido de Brest varios navíos franceses enviados por el diputado de la asamblea nacional de Paris Kersaint “y que estos llevaban emisarios propagandistas y papeles incendiarios con el objeto de esparcir en los reinos americanos las máximas de la independencia y la sedición” (Rangel y Toro, 1929: 99). Fue precisamente en esa coyuntura que el Santo Oficio de México arreció contra el cirujano francés Mateo Coste,[17] quien, según informes del capitán general de Cuba, Luis de las Casas, había salido de Saint Domingue en una pequeña embarcación con esclavos negros y algunos géneros de contrabando y se había avistado en las inmediaciones de la Barra de Tuxpan. Coste estaba casado en Nueva España y era propietario de la hacienda el Sapo, ubicada en las cercanías del pueblo San Martín de Acayucan, en la provincia de Oaxaca. Revillagigedo ordenó una comisión, dirigida por el capitán de fragata de la real armada, Ignacio de Olañeta, para perseguirlo e impedir la introducción de sus mercancías. Sin embargo, pese a los esfuerzos y la vigilancia dispuesta entre las costas de Campeche y las riberas del río Coatzacoalcos, no lograron avistarlo (Herrejón Peredo, 1992).

Las comunicaciones enviadas al tribunal de México por Carlos Masvidal, comisario del Santo Oficio en Manila, fechadas entre los meses de diciembre de 1791 y septiembre de 1792, señalaron la presencia de comerciantes franceses, entre los que se encontraban Quintanal y Maureli, sujetos extranjeros que negociaban en ese archipiélago con Manuel de García Herreros, asentado en Acapulco. Masvidal se refirió a éstos como “mozos libres y poco escrupulosos, que adoptaban los pensamientos de Rousseau y Raynal”.[18] Además, alertó sobre la presencia de literatura prohibida en Manila, como los cuatro tomos de Voltaire que reposaban en la biblioteca del colegio de Santo Thomás de Basey, cerca del golfo de Leyte. Títulos que ya habían sido prohibidos por la Suprema desde 1789. Luego, el mismo comisario hizo referencia de la llegada de un folleto de la constitución francesa de 1791, así como de obras de Parmett, Condillac y Helvetius, impresas en Ginebra, halladas en una embarcación procedente de la isla francesa de Mauricio.[19]

El 23 de noviembre de 1792, una tercera comunicación enviada desde Filipinas, esta vez del comisario del Santo Oficio Nicolás Cora, informó sobre las diligencias practicadas a Luis Robert, médico francés nacido en Languedoc, que había salido de Marsella, pasando por Mauricio rumbo a Manila. Según los testimonios de sus delatores, entre sus mercancías se hallaban libros ateístas, libertinos y materialistas que enseñaban a Spinoza y Montesquieu, como Recueil précieuse de la maçonnerie, impreso en Filadelfia, en 1787, y Almanach de muses, impreso en París, en 1773, además de otros títulos que se pronunciaban contra la pureza, el decoro y la religión.[20]

La persecución a los franceses y afrancesados por el tribunal mexicano  

El regicidio de Luis XVI conllevó a que su primo el rey de España, Carlos IV, declarara la guerra a la recién proclamada república francesa. Los actos de exaltación patriótica con odas al rey y a los futuros triunfos para las armas castellanas, acompañados del adoctrinamiento religioso que emprendieron las autoridades eclesiásticas de Madrid y México, convenció a los feligreses del carácter de santa cruzada que tenía el conflicto contra la anarquía, la irreligión y la herejía. Los españoles tuvieron que resguardarse antes de emprender acciones de conquista, y depurarse tanto de sujetos peligrosos, especialmente los extranjeros franceses y españoles o criollos afrancesados, señalados de proferir proposiciones y conspirar contra las legítimas autoridades.

La Suprema emitió el edicto del 17 de abril de 1793, con una nueva lista de libros prohibidos in totum. La disposición incluyó tratados, papeles heréticos y obras escandalosas, obscenas e injuriosas, publicadas en París, Londres y La Haya. Títulos como Les Incas, Ou la destruction de l’empire du Pérou, de Marmontel, que contenía, según la Inquisición, una suma de falsedades e imposturas contra los sacerdotes y los monarcas; Les erreurs instructives, ou mémoires de Comte, de autor desconocido y publicado en 1765; Le Réformateur, ou nouveau projet pour régir les finances, augmenter le commerce, la culture des terres, sin autor, publicado en 1757; Histoire de l’Alcoran ou l’on découvre le Système Politique et religieux de Faut Prophète, de M. Turpin, de 1775; e Histoire de l’Amérique, de Guillermo Robertson, de 1777, entre otros textos,[21] fueron proscritos. Además, los agentes del Santo Oficio procedieron en sus indagaciones y comprobaron la existencia de una red de información y opinión conformada por vecinos, que se reunían a discutir sobre los efectos de los edictos y demás papeles públicos emitidos por el tribunal (Torres Puga, 2010). Entre el 12 de agosto de 1793 y el 7 de octubre de 1794, el Santo Oficio entrevistó a varias personas que se encargaron de nutrir los expedientes de los franceses denunciados previamente.

Tal fue el caso del peluquero Pedro Larrúa, natural de Bayona, quien fue citado por el tribunal mexicano para confirmar las sospechas que se ceñían contra su compatriota y compañero de oficio, Juan Bastida, denunciado por poseer y leer libros prohibidos. Larrúa expuso como “en una ocasión, el denunciado hablando de la revolución en Francia, dijo que la Asamblea estaba pujante y que ganarían, y que era falso lo que se decía en esa capital de las ventajas que los ejércitos contrarios habían adquirido sobre ellos y se conocía el deseo de que sucediesen las cosas a favor de la Asamblea”.[22] Sobre la revolución agregó “que tenían razón los autores de ella, que los obispos tenían mucha renta y la gastaban en París con mujeres y otras cosas, y que el Rey estaba muerto porque les había engañado con su juramento”.[23] El testimonio de Larrúa incluyó a otros peluqueros, como Juan Purròa, también francés, quien había dicho “que, con motivo del nuevo gobierno, Francia estaría mejor gobernada por medio de sus diputados como que estos estarían mejor instruidos”,[24] y a Miguel Matrelet y Juan Malvert, de quienes dijo “ser unos hugonotes que habían conocido y servido a la reina de Francia”.[25] 

Pedro Larrúa, además, hizo referencia a las tertulias que se habían celebrado en la casa del Jorobado, Juan Larroche, ya muerto, y sobre la asistencia de Jerónimo Covarrubias, empleado del tribunal de cuentas, el músico de la catedral Josef Ximénez, los médicos Esteban Morel y Juan Durrey, el cocinero Juan Laussel, traído de Nueva Orleans por el mismo Revillagigedo, y Lorenzo Mariscal, sastre que también estaba a su servicio. Así quedó al descubierto la existencia de un círculo compuesto por franceses y afrancesados que conspiraba contra la monarquía y la religión, y que había gozado del beneplácito de las autoridades novohispanas, específicamente del antiguo virrey, quien, desacreditado, había agotado su política. Es oportuno recordar que incluso el secretario de Estado Aranda, que se había distanciado tempestivamente de los franceses y enfrentado a ellos, no había sobrevivido la crisis y fue destituido el 15 de noviembre de 1792, aún antes del regicidio, por el duque de Alcudia (Ferrer Benimeli, 1988).

La llegada del nuevo virrey, el marqués de Branciforte, a Veracruz, el 18 de junio de 1794, consagró la alianza entre el representante del rey en Nueva España y el tribunal del Santo Oficio de México. Branciforte, crítico de la laxitud de su predecesor Revillagigedo, e inició sus funciones con agresividad. Las delaciones continuaron durante el verano y vincularon por primera vez a sacerdotes y seminaristas, como la causa interpuesta contra Anastasio Pérez Alamillo, cura de la población de Otumba, ubicada al oriente de la ciudad de México, por pronunciar proposiciones contrarias a la religión católica y al Estado. Según el testimonio de Josef Nicolás de Larragoiti y de Juana Sánchez Garrido, en entrevista celebrada en la hacienda de Ometusco ante los agentes de la Inquisición, los delatores dijeron del denunciado Alamillo que este “se puso a hacer crítica y mofa diciendo que en los libros piadosos se ponen mentiras, que no había certeza de la aparición de la virgen de Guadalupe, y que nuestro señor Jesucristo no derramó su sangre por todos”.[26] A lo que agregaban que había dicho “que los franceses tenían motivos suficientes para haber hecho lo que hicieron con su rey”.[27]

Otro caso se registró en el Colegio Real y Pontificio de México, mejor conocido como la Real y Pontificia Universidad de México, entre los estudiantes de filosofía. El presbítero Ignacio Ylzarde denunció a Andrés Conto y Juan José Pastor Morales,[28] considerándolos devotos de las máximas enciclopedistas.[29] En la inquisición practicada en la morada del señor marqués de Castañiza, Ylzarde los señaló de pronunciar proposiciones heréticas. Según Ylzarde, Pastor Morales “se había manifestado en muchas conversaciones como apasionado de los franceses, en los puntos de libertad e independencia, difundiendo y aprobando el sistema republicano y la muerte de Luis XVI, hablando de la libertad de los pueblos”.[30] Además, según el testimonio, Morales había dicho que, “cuando el rey no cumple, su gobierno era el más inútil para la felicidad del pueblo, que se alegraría que los españoles hiciesen lo mismo que habían hecho los franceses con su rey, que él sería el primero en tomar las armas”.[31]

El fraile Juan Ramírez de Arellano, de la parroquia de Texcoco, también fue implicado en este tipo de procesos. Sus delatores, el carmelita descalzo fray Manuel de San Rafael, del convento de San Ángel, y fray José de Armentia, del de San Francisco, coincidían en sus versiones. Ramírez de Arellano fue señalado de haber dicho en conversación con Manuel de Enderica que “los franceses han hecho muy bien en quitar el gobierno del reino, pues no hay razón que una multitud de hombres esté mandada por una cabeza”, y que luego había agregado que “los reyes se habían tomado un dominio despótico que no tenían, enviando al cadalso a los que no les parece, y libertando a los que quieren” (Rangel y Toro, 1929: 16). Estas proclamas, de carácter antimonárquico, fueron consideradas a la vez herejía y traición, ya que implicaban un atentado contra los órdenes temporales y además un crimen contra la corona y el rey.

Las denuncias no se limitaron al centro de la Nueva España, pues en las zonas mineras del norte la campaña fue dirigida contra los residentes franceses y súbditos vascos y navarros, cercanos y expuestos a los franceses en ideas y costumbres. Estos fueron señalados de proferir proposiciones heréticas y difundir “las pestilentes doctrinas, errores y monstruosas costumbres” (Ávila y Torres Puga, 2008: 36). Estos franceses y afrancesados estaban pagando el precio de los rumores que circulaban de que la convención nacional republicana tenía agentes esparcidos que trabajaban de acuerdo para incendiar al mundo entero. En agosto de 1794, José Lorenzo de Alva, minero de Zacatecas, presentó denuncia contra los vascos tenidos por franceses, Martín de Letechepia y Manuel Reátegui Bengoechea, supuestos propietarios de un libro prohibido. Según el testimonio del delator, habían estado hablando con uno de los cajeros de la tienda de Juan Martín de Cerros, al cual le habían compartido “que tenían motivos los franceses para no obedecer al papa” y “que había leyes en Francia para que en caso extraordinario pudiesen determinar los ciudadanos sobre puntos de religión sin anuencia ni acuerdo del papa”.[32] Otra denuncia, interpuesta esta vez por Pedro Ignacio Alardín por medio de Francisco Aramburu ante el comisario Ignacio Aguilar y Joya, en la villa de Real de Catorce, señaló al francés Simón de Lacroix como predicador de la actual revolución de Francia.[33]

Los incidentes de agosto de 1794 en la ciudad de México

Durante la mañana del 29 de agosto de 1794, aparecieron varias copias de un pasquín seductor en las principales esquinas del centro de la ciudad de México. Este acontecimiento sirvió de pretexto para desatar la furia contra los residentes franceses de la Nueva España y sus colaboradores. El papel, arrancado de las paredes por el presbítero Agustín Alcocer y remitido a la real sala del crimen, rezaba así: “Los más sabios son los franceses. El seguirlos en sus dictámenes, no es un absurdo. Por mucho que hagan leyes, nunca podrán sofocar los gritos que inspira la naturaleza”.[34] El panfleto estaba firmado por un tal Bonilla.

En un frente común, todas las autoridades novohispanas, el Santo Oficio de México, el arzobispo Alonso Núñez de Haro y el alcalde Joaquín Romero de Camaño, emprendieron la campaña contra los enemigos de España, de la monarquía y la religión romana. Las acusaciones de libertinaje y de realizarse comentarios imprudentes sobre los sucesos de Francia en las tertulias de México, donde se leían libros y se comentaban noticias, no comprobaban ningún esfuerzo de parte de la república francesa para introducir la revolución en América, y menos la organización de actividades conspirativas dispuestas a levantarse contra la autoridad de la monarquía (Guerra, 1990). Sin embargo, la ocasión sí le facilitó al nuevo virrey Branciforte el despliegue de los mecanismos de estricta vigilancia a los extranjeros de Nueva España. Envió a los intendentes órdenes para hacer censos de los antiguos súbditos franceses residentes en sus distritos y mantener estricta observación a su conducta, detectar a los sospechosos y arrestarlos (Rydjord, 1929).

Branciforte, sorprendido ante las muestras de la tolerancia de su predecesor Revillagigedo, al permitirles a tantos franceses libre residencia en México y las ciudades del interior, sin desconfiar de ellos, se pronunció así: “estos vivían a la sombra de un disimulo indulgente, diametralmente opuesto a las sabias, justas y saludables deliberaciones que se tomaron en España contra los hombres fanáticos y seductores” (Rangel y Toro, 1929: 8). El nuevo virrey tomó medidas enérgicas para expulsarlos, pero no hacia su metrópoli sino hacia las mazmorras españolas de la Berbería, donde no presentaran peligro alguno.

Durante los meses que siguieron el escándalo de la ciudad de México, las investigaciones del tribunal inquisitorial novohispano se concentraron en revisar los testimonios recopilados en las denuncias y declaraciones seleccionadas durante años. Los testimonios del peluquero Pedro Larrúa, que había denunciado tanto a las dignidades que asistían a las tertulias organizados por el Jorobado, ya fallecido, como a sus compañeros de oficio (Juan Bastida, Juan Purroa, Miguel Matrelet y Juan Malvert) y al cocinero Juan Laussel, adquirieron mayor relevancia. Todos los nombres mencionados fueron perseguidos y sujetos franceses residentes en la ciudad de México, Veracruz, Acapulco y en las regiones mineras del norte fueron implicados en un complejo e incomprensible entramado de cómplices y partidarios de la convención nacional, quienes, según la Inquisición, recibían correspondencia de Francia y Filadelfia.

Como bien lo expone Gabriel Torres (2005: 58): “el miedo, alimentado por el gobierno y el clero, se esparció por las ciudades, alarmó incautos y generó delatores”. En total, la lista hecha por las autoridades novohispanas implicó a 372 franceses y acólitos. El 20 de septiembre de 1794, el cirujano francés Juan Durrey fue denunciado por aprobar el regicidio y por hereje. Según el delator, Joseph Javier Jiménez de Vargas, Durrey había dicho:

Que Dios había destinado a los franceses para reformar el mundo y establecer su sistema y religión, que era la verdadera la que había adoptado en la actualidad la Francia, que aprobaba la muerte del Rey y la reforma hecha por el Estado, y que él hubiese cortado de la nación a los canónigos, el que se gobernase por un Senado, y todo lo demás que se ejecuta en Francia, y que el mismo se había de extender por todo el mundo, y países principalmente a España, donde tenían puesta la mira. Que igualmente se había de retomar América, que se debería establecer un Senado, matando al virrey y al arzobispo.[35]

Las diligencias practicadas a los delatores Juan González Candamo y María de Jesús Paula López, ante el comisario del Santo Oficio Antonio Rubín de Celis, confirmaron la versión de Pedro Larrúa contra el médico Juan Durrey. Según ellos, el galeno había expuesto en casa de Joseph Villamil que “las guerras no eran por la fe, sino por los intereses, que lo querían en Francia era que los bienes fueran comunes, porque todos eran iguales”.[36] Luego, las miradas se dirigieron a Juan Laussel, el cocinero del antiguo virrey Revillagigedo. Este había sido denunciado por pronunciar frases contrarias a la religión y al Estado, y por francmasón. Según las delaciones, Laussel había dicho que “en Francia hay una unión, secta o hermandad, que aprobaba y decía abiertamente que era individuo de ella, y que su propósito era acabar con los Borbones”.[37] El testimonio dejaba en claro las razones de por qué el mismo Revillagigedo había tenido que colaborar con la Inquisición remitiéndoles a Laussel y todos sus bienes, desde su hacienda de Xalapa. Tal y como lo expone su carta al tribunal mexicano, firmada el 27 de septiembre, se declaró pronto para auxiliar al santo tribunal en el tiempo de su mando en el reino y que había contribuido al arresto de su cocinero Juan Laussel, “mandado a conducir por vosotros a sus cárceles estrechado de las obligaciones de conciencia y justicia con que debe desempeñar su sagrado instituto”.[38]

Los peluqueros Juan Malvert, Miguel Matrelet, Juan Bastida y Juan Purròa, y otros, como Vicente Lulié y Nicolás Bardel, quienes habían vivido en París, también fueron denunciados. Según el delator Larrúa, todos habían dicho que “los reyes estaban bien muertos, porque eran tiranos y oprimían a sus vasallos con excesivos impuestos, y porque el rey francés había faltado a su palabra en lo que prometió a la Asamblea en los principios de la Revolución”.[39] Pedro Godolimpio, Godonet en francés, agregó sobre Malvert que lo había oído decir “que los reyes de Francia estaban justamente muertos por sus maldades y delitos”, y que además había difamado al rey Carlos IV de perjuro y a la reina María Luisa de prostituta, y que “pretendió persuadir de que las máximas sobre que los franceses querían establecer su república eran bien fundadas, y que por la Convención derramaría hasta la última gota de sangre en su defensa y derechos”.[40]

Otros implicados y sospechosos de afrancesamiento, por compartir los espacios de reunión, hablar públicamente en la lengua francesa y pronunciar frases escandalosas y sediciosas contra la religión y la corona, fueron: Domingo Durroá, Pedro Lanoa, Juan Abadía, dueño del billar El Coliseo de la calle de la Profesa, el médico Esteban Morel, el relojero Nicolás Taguiz, y el sastre Galiani, quien además fue señalado de judío[41]. Luego, en octubre de 1794, el virrey Branciforte encomendó al Santo Oficio y a la administración de correos interceptar la correspondencia de tres sujetos: Jerónimo Portatui y Covarrubias, el capitán Juan María Murguier y el coronel Agustín Beven, ambos del regimiento de dragones de Xalapa. A la lista de traidores fueron agregados: Juan Guerrero, contador de la nao de Manila y vecino de Acapulco, señalado de haber planeado un levantamiento contra las autoridades del reino, y sus colaboradores, Armando Mexanes y Juan Fourier.

La campaña de detención de sospechosos incluyó, desde noviembre de 1794, a clérigos y seminaristas señalados de simpatizar con las ideas francesas. Los interrogatorios celebrados por el Santo Oficio mexicano al clérigo Manuel Mallol, al maestro de filosofía y diácono del arzobispado José Julio Torres y a los hermanos Francisco Noriega y Romualdo José Marion y Torquemada escudriñaron acerca de la complicidad de ciertos colegiales del real y pontificio seminario, como Pastor Morales y Bartolomé Escaurriaza, señalados como los responsables de la difusión de la propaganda sediciosa de los franceses. De Morales dijeron que: “aprobaba las máximas de los franceses y su gobierno como el más útil para la felicidad de los pueblos”.[42] Y de Escaurriaza afirmaron que lo habían visto orar por la “victoria de los franceses” y “que era origen de opiniones extrañas y leer libros modernos”.[43] Ambos fueron señalados de afrancesados.

El 10 de diciembre de 1794, dos días antes del sermón guadalupano, ante la sala del crimen, el fiscal civil Francisco Xavier Borbón sostuvo que: “los peluqueros, cocineros, modistos, y la gavilla, no habían traído utilidad al reino más que el lujo y la locura con que lograron apocar el espíritu, afeminar el carácter y difundir la corrupción entre los buenos españoles”.[44] A esta proclama se sumaban los procesos que se le seguían al personal del clero, cuyas declaraciones implicaban al padre fray Andrés Rubín de Celis, prior del convento de Zelaya y residente del convento de los Juaninos del pueblo de San Juan del Río, quien hacía dos años había dicho: “que estaba para levantarse la Francia, destronar a su Rey y publicar la libertad, y que si él estuviera en Francia ayudaría a los franceses, y que haría lo mismo que ellos, que en este reino eran unos tontos”.[45]

Luego, a inicios de junio de 1795, las declaraciones de Juan M. San Vicente, natural de Vigo, también salpicaron a Manuel Esteban de Enderica y a José María Jiménez, músico y novicio de la catedral de México. El delator dijo de Enderica que era muy adicto a los franceses y que había dicho en su presencia que: “los reyes habían sido puestos, no elegidos por los pueblos, y que Dios los había concedido para castigo de las gentes, y por consiguiente podían quitarlos”.[46] Mientras de Jiménez, que era tachado de jacobino, y que “usaba voces francesas, se juntaba con los franceses en las fondas, y con Covarrubias, recogiéndose muy tarde en la noche. Invocaba cantos franceses y tenía por fundamento quitar a los pueblos de la tiranía”.[47] El día 8 Branciforte decretó “la aprehensión de los franceses y demás sospechosos que intentaban perturbar la pública quietud de los dominios de España”.[48] Aquí se puede observar como a los implicados se les adelantaron dos procesos, uno por el Santo Oficio y otro por las autoridades reales. Estas últimas decidieron castigar a los más peligrosos, una lista de 21 sujetos. Estos fueron encerrados en la cárcel de corte y luego deportados de Veracruz a Cádiz, el 14 de mayo de 1796.

Conclusiones

La política de la Monarquía española y el comportamiento de sus oficiales en ultramar variaron con el estallido de la Revolución francesa. La Inquisición, que ante las nuevas realidades regalistas de la corona española se había convertido en un importante brazo de control real, sobre todo tras el reinado de Carlos III, además de seguir luchando los delitos relacionados con la pureza de la doctrina religiosa y de comportamientos antirreligiosos se vio volcada, tras los “sucesos de Francia”, a dirigir enormes esfuerzos a combatir el ingreso de las ideas que promocionaban los revolucionarios allende los Pirineos y en el Caribe. Esta disputa se centró sobre todo en la vigilancia de los comportamientos de los anteriormente aliados franceses y de los súbditos del rey de España que en forma pública defendieran estos mismos postulados. También en convertirse en una especie de barrera ante la entrada de literatura prohibida recién salida de las prensas europeas, en la que las mismas ideas estaban consignadas.

La radicalización experimentada en las jornadas de 1792 en París, que terminaron en la proclamación de la república, marcaron una inflexión en los mecanismos de la neutralidad y silencio que habían mantenido el secretario de Estado Floridablanca y el virrey Revillagigedo de Nueva España, quienes anticipándose al conflicto desplegaron un cordón sanitario para mantener resguardados las fronteras y los puertos, tratando de evitar la entrada de la literatura subversiva y de extranjeros “contaminados” de las máximas exaltadas por el nuevo sistema.

Tras el regicidio de Luis XVI, estalló la guerra contra la Convención francesa, lo que significó el inicio de una persecución y represión contra los extranjeros y sus acólitos, los afrancesados, que fueron señalados de enemigos del rey y de la fe. El nuevo secretario de Estado, el conde Aranda, y el virrey Branciforte aprovecharon la red de control y vigilancia con la que contaba la Inquisición de México para enfrentarse a la proliferación de las ideas revolucionarias en sus respectivas jurisdicciones. Serían los comerciantes, libreros, lectores de libros prohibidos y los “afrancesados” los principales objetivos de estas políticas de control social y político.

Los procesos seguidos por el Santo Oficio lograron desmantelar la supuesta red de conspiradores, franceses y afrancesados, que se reunían en tertulias y círculos literarios o que estaban vinculados a redes de contrabando, y a individuos y grupos de lectores de literatura prohibida dentro de los estamentos superiores y las corporaciones militar y eclesiástica. La guerra tomó la forma de cruzada contra la sedición y la lucha contra los republicanos ateos fue también de carácter religioso. Los implicados, especialmente peluqueros y cocineros franceses, fueron capturados, procesados y deportados a las mazmorras de la Berbería.

Archivo

AGN. Archivo General de la Nación, ciudad de México

Fuentes impresas

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Carlos Alberto Murgueitio Manrique es politólogo de la Universidad de los Andes de Bogotá, Colombia. Magister en Historia Contemporánea de América de la Universidad Central de Venezuela. Doctor y Magister en Historia de El Colegio de México. Es profesor asociado del Departamento de Historia de la Universidad del Valle de Cali, Colombia. Es miembro del grupo CEHA (Centro de Estudios Históricos y Ambientales) y de ACOLEC (Asociación Colombiana de Estudios del Caribe). Entre sus principales líneas de investigación se encuentra la Historia Conectada, la Historia Trasatlántica y la Historia Colonial. Entre sus más recientes publicaciones está el libro “La Revolución Francesa en La Española: Saint Domingue - Santo Domingo, 1789 - 1795” publicado en República Dominicana.

William Jiménez Escobar es historiador de la Universidad del Valle de Cali, Colombia. Magister en Historia de la Universidad del Cauca de Popayán, Colombia. Aspirante a Doctor en Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Es miembro del grupo Estado Nación: organizaciones e instituciones, y de GRIHCES (Grupo de Investigación Histórica: cultura, escritura y saberes). Entre sus principales líneas de investigación se encuentra la Historia de la Ciencia, la Historia del libro antiguo y la Historia Colonial. Entre sus más recientes publicaciones está el capítulo de libro: “Prácticas ilustradas y minería en la provincia de Popayán: El manifiesto de acuñación para las reales casas de moneda de América de don Tomás Ruíz de Quijano” en el libro “A la sombra de las catedrales: cultura, poder y guerra en la Edad Moderna” publicado en Colombia.

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[1] “Para la tradición jurídica hispana, iusnaturalista y escolástica, la muerte de la cabeza del Estado era la negación del orden político y la perturbación de las leyes divinas”. “La guerra de 1793, que fue producto de la muerte de Luis XVI, se emprendió como una cruzada contra la Revolución y los enemigos de Dios”. La galofobia es el miedo al menoscabo de los valores culturales hispanos por el desafío generado por las perturbaciones y seducciones de la Revolución francesa (Santana Molina, 2022: 440-441).

[2] José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca (1728-1808) es considerado uno de los principales reformistas de la monarquía borbónica española, ostentando diversos cargos de importancia en los reinados de Carlos III y Carlos IV. En 1772 Carlos III le otorgó el cargo de ministro plenipotenciario interino ante la santa sede. Defensor y promotor de la medida de expulsión de los jesuitas, logró el breve de extinción de la orden en 1773, en negociaciones con el papa. Como secretario del despacho de Estado se encargó principalmente de la política exterior de España entre 1777 y 1792. Ante la llegada de ideas revolucionarias adelantó una política de cordón sanitario, conocida como el “pánico de Floridablanca”. Sobre Floridablanca la bibliografía es inmensa, entre otros, véase Juan Hernández Franco (1984).

[3] En los dominios ibéricos, este proceso de concentración de poder y reducción de las competencias eclesiásticas se dio a partir del siglo XV: patronato real, Santo Oficio, incorporación a la corona de las ordenes militares. Véase el reciente libro de Fernando Ciaramitaro (2022).

[4] Los reyes católicos le dieron un carácter particular a la Inquisición: “centralizaron el tribunal en un mando único” e integrado a la estructura administrativa de la monarquía, para lo que se formó el Consejo de la Inquisición, conocido como Suprema. “Los tribunales creados en las Indias Occidentales no fueron autónomos” (Traslosheros, 2014: 38).

[5] Arzobispo de Farsalia, doctor en teología, confesor de Felipe V y Fernando VI, bibliotecario. Fue administrador de la arquidiócesis de Toledo y, en 1755, nombrado inquisidor general de España. Realizó un informe para la corona sobre los procedimientos de censura y su violación en determinadas obras y durante su mandato no faltaron los roces con el rey en lo relativo a la práctica y desarrollo de la censura. Durante los años en que Quintano Bonifaz regentó el Santo Oficio pudo advertirse el afianzamiento del regalismo, que vino a significar el paulatino debilitamiento de la influencia inquisitorial, cuyos poderes y atribuciones iban desplazándose hacia los cauces de la justicia secular. Carlos III llegó a la adopción de enérgicas medidas contra este inquisidor, desterrándole y obligándole a solicitar el indulto, que le fue concedido. En 1761 por desobedecer sus órdenes fue desterrado para el convento benedictino de Sopetrán, no muy lejos de la corte, del que regresó un mes después. Poco antes de su muerte, en 1774, renunció al puesto de inquisidor general. Le sucedió el obispo de Salamanca Felipe Bertrán (Gómez del Val, s.f.).

[6] Así lo comprueba Carmina Pérez Juárez (2017), que aborda la vida de dicha mujer, quien atraviesa un proceso judicial en el periodo exactamente previo a la temporalidad tratada en este artículo.

[7] Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla y Horcasitas (La Habana 1738-Madrid 1799), II conde de Revillagigedo, en agosto de 1789, fue nombrado virrey de Nueva España, teniendo que enfrentar los inicios de la Revolución francesa. El virrey Revillagigedo ha sido considerado como un “funcionario” de corte reformista, que acometió distintas reformas urbanas en la capital del virreinato, además de mejoras en las vías que conectaban a esta con el puerto de Veracruz y con el interior de México.

[8] Acerca de este personaje, es importante destacar que fue quien logró rescatar el archivo inquisitorial mexicano durante la primera supresión del Santo Oficio, entre 1813 y 1814 (Quezada Lara, 2016).

[9] El pintor Felipe Fabris fue denunciado por ser francmasón, por proferir proposiciones heréticas, comerciar con arte, pinturas provocativas y lascivas, con posturas y ademanes protagonizados por hombres y mujeres desnudos (Méndez Rodríguez, 2022).

[10] AGN, Inquisición, 1240, leg. 2, ff. 9-14.

[11] AGN, Inquisición, 1231, leg. 26, ff. 339-340.

[12] AGN, Inquisición, 1242, leg. 3, f. 10.

[13] AGN, Inquisición, 1242, leg. 3, f. 11.

[14] AGN, Inquisición, 1366, leg. 8, f. 61.

[15] AGN, Inquisición, 1365, leg. 21, f. 226.

[16] AGN, Inquisición, 730, leg. 13, f. 193.

[17] Sobre el caso de Mateo Coste, véase Documenta insurgente (2003: 38).

[18] AGN, Inquisición, 730, leg. 15, f. 208.

[19] AGN, Inquisición, 1382, leg. 18, ff. 151-152.

[20] AGN, Inquisición, 1235, leg. 34, f. 243.

[21] AGN, Inquisición, 1234, leg. 13, f. 76.

[22] AGN, Inquisición, 1239, leg. 7, f. 460.

[23] AGN, Inquisición, 1239, leg. 7, f. 462.

[24] AGN, Inquisición, 1239, leg. 7, f. 470.

[25] AGN, Inquisición, 1239, leg. 7, f. 474.

[26] AGN, Inquisición, 1367, leg. 34, f. 331.

[27] AGN, Inquisición, 1367, leg. 34, f. 332.

[28] Sobre el personaje y su pensamiento existe el estudio de Juana P. Pérez Munguía (2004b).

[29] AGN, Inquisición, 730, leg. 11, ff. 184-186.

[30] AGN, Inquisición, 1361, leg. 1, f. 5.

[31] AGN, Inquisición, 1361, leg. 1, f. 6.

[32] AGN, Inquisición, 1351, leg. 2, ff. 9-10.

[33] AGN, Inquisición, 1351, leg. 4, ff. 23-24.

[34] AGN, Inquisición, 1248, leg. 20, f. 180.

[35] AGN, Inquisición, 1357, leg. 4, ff. 36-37.

[36] AGN, Inquisición, 1357, leg. 4, f. 54.

[37] AGN, Inquisición, 1369, leg. 8, f. 108.

[38] AGN, Inquisición, 1248, leg. 20, f. 179.

[39] AGN, Inquisición, 1369, leg. 8, f. 110.

[40] AGN, Inquisición, 1239, leg. 7, ff. 464-465.

[41] AGN, Inquisición, 1239, leg. 7, f. 467.

[42] AGN, Inquisición, 1248, leg. 2, f. 13.

[43] AGN, Inquisición, 1248, leg. 2, f. 14.

[44] AGN, Inquisición, 1248, leg. 2, ff. 15-16.

[45] AGN, Inquisición, 1363, leg. 16, f. 231.

[46] AGN, Inquisición, 1049, leg. 19, f. 272.

[47] AGN, Inquisición, 1049, leg. 19, f. 273.

[48] AGN, Inquisición, 1248, leg. 16, ff. 211-212.

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