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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto - ISSN 2451-6961 (en línea)

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº18. Mar del Plata. Julio-diciembre 2023.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

 ‘Muy turbado en su entendimiento’:

Francisco de Ludueña, falso cura en la Inquisición de Lima (siglo XIX)

Mariana C. Zinni

Queens College – City University of New York, Estados Unidos

mariana.zinni@qc.cuny.edu 

Recibido:        18/01/2023

Aceptado:        28/02/2023

Resumen

Francisco de Ludueña, acusado de falso sacerdote, fue enjuiciado por la Inquisición limeña en 1818, quedando su causa suspendida por un diagnóstico de demencia que redefinió su situación procesal. Este estudio de un proceso a un falso cura demente permite indagar en los cambios decimonónicos e ilustrados en los estándares morales y “científicos” en torno al pecado del Santo Oficio, e interpelar en parte la Leyenda Negra tejida en torno a esta institución. Este caso, ocurrido durante los últimos años del tribunal, marcados por la suspensión de 1813 y restauración de 1815, hasta su abolición en 1820, ofrece además un marco interesante para observar la filtración en este tipo de documento, las disputas, altercados, conflictos, problemas personales, políticos y de ejercicio del poder sobrevenidos entre los últimos inquisidores, Abarca Calderón, Zalduegui, Ruiz Sobrino, y el fiscal Ortegón, salpicando incluso a la autoridad virreinal.

Palabras clave: Falso Cura, Lima, Inquisición, Santo Oficio, Demencia, Siglo XIX.

 ‘Very disturbed in his intellect’:

Francisco de Ludueña, false priest in Lima’s Inquisition (19th century)

Abstract

Francisco de Ludueña, accused of false priest, was prosecuted by Lima Inquisition in 1818. His cause was suspended because he was diagnosed with dementia, which redefined his processual status. This case study of a false priest will allow us to inquiry into the nineth-century and Illustrated Holly Office’s moral and “scientific” standards on sin, and to question in part the Black Legend on the institution. This judicial case, happened during the last years of the Lima Tribunal, during the 1813 suspension and 1815 restauration, until its abolition in 1820, will offer as well an interesting framework to appreciate how disputes, conflicts, struggles, personal and political and power issues occurred among the last Inquisitors, Abarca Calderón, Zalduegui, Ruiz Sobrino, y el fiscal Ortegón, and viceregal authorities, were filtered in inquisitorial documents.

Keywords: False Priest, Lima, Inquisition, Holy Office, Madness, 19th Century.

 ‘Muy turbado en su entendimiento’:

Francisco de Ludueña, falso cura en la Inquisición de Lima (siglo XIX)

Se le encarcelará en espera de que recobre la razón; no se puede ejecutar a un loco, pero tampoco se le puede dejar impune.

Francisco Peña, Manual de Inquisidores.

En junio de 1813 Francisco de Ludueña, religioso subdiácono de la orden de San Francisco de Quito, fue reducido a prisión, acusado de celebrante, confesor y administrante de los demás sacramentos sin haber recibido órdenes mayores ni ser sacerdote. El documento que nos llega[1] es un remito a la Suprema de parte del tribunal limeño a mediados de 1818, seis años después de haber ocurrido los delitos y comenzado el proceso. Se trata de una causa que quedó inconclusa por dos razones: en 1815, Ludueña fue diagnosticado de “reflejo melancólico morbo maniático y delirio”[2] y considerado demente, razón por la cual la causa no avanzó, y también por las “dudas suscitadas y desavenencias ocurridas entre los mismos inquisidores”, tal como se especificó en la cabeza de proceso.[3] Lo que empezó como un caso de falso oficiante en 1813, terminó en un envío a la Suprema y suspensión de la causa en 1818 en un Santo Oficio en crisis a partir de la restitución de 1815, y con cambio de jerarquías luego de la jubilación del inquisidor decano, Francisco Abarca Calderón.

Los casos de falsos curas fueron una constante en los tribunales eclesiásticos españoles y americanos desde fines del siglo XVI, e incluso se pueden rastrear en los periódicos hasta el siglo XXI. En el tribunal del Santo Oficio de Lima, entre su instauración en 1570 y su abolición final en 1820, se contabilizaron cincuenta y tres casos.[4] Estos personajes, falsos oficiantes e impostores, aparecen en los estudios inquisitoriales aquí y allá, desperdigados en trabajos como los de Alberro (1988), Chuichak (2012), Nesvig (2008a, 2008b), Millar Carvacho (1998), Moro (1999, 2010), O’Hara (2008), Villa-Flores (2008), Zinni (2017, 2021), pero sin un estudio dedicado exclusivamente al tema, a excepción del libro de William Taylor (2021), Fugitive Freedom, quien analiza los casos de dos impostores, aunque desde el punto de vista picaresco. Interesa particularmente estudiar a estos sujetos, sus circunstancias, motivos, relaciones sociales, accionar, formas de circular y movilizarse en la vasta extensión de los virreinatos, y, sobre todo, las maneras de la impostura y de la performance de ritos altamente codificados, con un valor moral y religioso que atañe nada menos que a la salvación (espuria) de las almas.

Este estudio de un caso relativamente breve (el expediente consta solo de 15 folios), permite analizar, por un lado, un proceso a un falso cura con un componente de demencia que redefine su situación procesal, e indagar en cierta modernización de los estándares “científicos” en torno al pecado que elabora el Santo Oficio que viene de la mano de la Ilustración, y que desbarata de alguna manera parte de la Leyenda Negra tejida en torno esta institución. Por otro lado, al tratarse de un proceso llevado a cabo durante los últimos años del tribunal limeño, años de crisis, problemáticos, enmarcados por la suspensión de 1813 y la restauración de 1815, hasta su abolición definitiva en 1820, período que se cree relativamente vacío, recesivo casi, debido esto en parte a la falta de documentación, pero que fue de intensa actividad, [5] nos sirve para atisbar cómo se filtraron en este tipo de documento inquisitorial las disputas, altercados, problemas personales, políticos y de ejercicio del poder acaecidos entre los últimos inquisidores, Francisco Abarca Calderón, Pedro de Zalduegui, José Luis Sobrino, y el fiscal, Cristóbal de Ortegón, llegando sus repercusiones hasta el virrey marqués de la Concordia.

“Andaba vagante y sin licencia”[6]

Los casos de impostura eclesiástica y sacerdotes fingidos fueron bastante frecuentes a lo largo de los años inquisitoriales, a juzgar por la jurisprudencia existente. La Iglesia advirtió tempranamente estos problemas, y delegó en la Inquisición, aún antes de la finalización del Concilio de Trento (reunido entre 1545 y 1563), las competencias para vigilar la moral del clero y la ortodoxia de sus prácticas (Boeglin, 2006: 144). En la sesión XII del 1 de septiembre de 1551 el Concilio indicaba que el único ministro habilitado para dar la eucaristía era “el sacerdote legítimamente ordenado” (López de Ayala, 1845: XIX). En 1561 el Santo Oficio comenzó a inquirir y castigar a los curas solicitantes y para fines del siglo XVI perseguía y condenaba a los sacerdotes casados y a los falsos curas, en particular los que decían misa sin estar ordenados. A finales de 1574, Gaspar de Quiroga, por entonces inquisidor general, solicitó a la Santa Sede privilegio para que el tribunal de la Inquisición actuara en causas de los que “siendo legos dezían missa y confessavan como si fueran sacerdotes”.[7] Ese mismo año el papa Gregorio XII confirmó la demanda y disipó las dudas respecto de la jurisdicción, definiendo la exclusividad del Santo Oficio en estos temas en el breve Officii nostri (Castañeda Delgado y Hernández, 1995: 1, 403). En noviembre de ese mismo año la Suprema remitió el breve a todos los tribunales, ordenando la actuación en tales casos, e introdujo el delito en los edictos de fe bajo la categoría de “Diversas herejías”, mandando que si alguno que no siendo ordenado de orden sacerdotal haya dicho misa o administrado los sacramentos debía ser delatado o presentarse de motu proprio ante el tribunal. Clemente VIII en 1601 consideró el delito como idolatría y escándalo, cuyo máximo peligro consistía en inducir a los fieles en el crimen de idolatría por ignorancia. Los falsos oficiantes serán acusados de “andar apóstatas”, de sacrilegio y grave daño al sacramento, y de comprometer el bienestar y la salvación del alma. Jacinto Velazquez, por ejemplo, acusado de falso cura en 1656, sabiendo que la acusación de idolatría y de hacer idolatrar es gravísima, declaró que “saue que el que no estar hordenado de sacerdote no consagra aunque diga las palabras de la consagración, i que el no las dijo, que no fue su intento idolatrar ni hacer idolatrar a otros” y pidió misericordia en el castigo.[8]

La falsa investidura es un delito grave para la Iglesia. Aunque muchas veces la corte obispal haya hecho “la vista gorda” o solo cambiara de parroquia al culpable en lo que respectan los crímenes del clero que no fueran tan escandalosos, no sucedió así en los casos de falsos curas. Por un lado, una falsa misa no solo ponía en peligro teológico a los fieles, sino también amenazaba el orden católico colonial al poner en duda la eficacia del sacramento, abría el camino al luteranismo, y atacaba las prerrogativas eclesiásticas (Nesvig, 2008b: 222) en la exclusividad del sacerdote de administrar los sacramentos. “Impersonating a priest was a serious crime against the state religion and its institutions that was sure to attract the Inquisition’s attention, especially if the impersonator had jeopardized penitents’ prospects of salvation by pretending to confess and absolve them of their sins” (Taylor, 2021: X). Las penas para estos casos solían ser bastante rigurosas: abjuración (a veces de levi, pero otras de vehementi, de acuerdo con la cantidad de sacramentos administrados y la reincidencia en los mismos), azotes, salida en auto público o privado y presencia en misa con insignias de hereje, destierro, galeras, confinamiento en conventos, privación de voz pasiva y activa, prohibición de ascender a órdenes mayores, e incluso relajación al brazo secular, aunque esto último no fue habitual.[9]

Conviene repasar brevemente cuáles son los motivos por los cuales estos personajes impostaron falsas identidades y recorrieron el virreinato oficiando misas espurias. En primer lugar, notaremos la falta de movilidad social y la cuestión económica. Como señala Nesvig (2008a: 87), los casos de falsos curas revelan la ausencia de sacerdotes en regiones apartadas de los centros virreinales y, a la vez, denotan la presencia de estos “vagabundos” que circulan haciéndose pasar por religiosos. Taylor (2021: 5), por su parte, habla de “many wanderers, without gainful employment or the support of nearly relatives, found lives on the roads as peddlers, prostitutes, beggars, itinerants, laborers, thieves, or worse”, personajes que representan serios problemas para el orden moral y social. Estos sujetos itinerantes no se instalan definitivamente en ninguna doctrina, por lo que gana importancia su presencia en el ámbito rural, alejado de las ciudades y poblaciones donde sería más difícil mantener el engaño y sostener una identidad al menos fluctuante.

El falso cura hace de su impostura una suerte de profesión, donde el breviario y la sotana se convierten en la llave para gozar de alojamiento y comidas gratis, además de los dineros obtenidos por las misas, limosnas y otras obvenciones, como bodas, confesiones, bautismos. En los pueblos de visita, a diferencia de los de asiento de la parroquia, se cobraban las misas, algunas hasta más de los dos pesos estipulados por arancel, siendo estos emolumentos la principal fuente de ingresos de los sacerdotes. Joseph de Quesada, acusado de decir hasta veinte misas, admitió que lo hizo “por verse pobre”.[10] Miguel Melo reconoció que “la necesidad de no tener con que sustentarse le obligó a celebrar misa sin ser sacerdote”.[11] Algunos de estos falsos oficiantes fueron denunciados por cobrar demás, levantando sospechas en la feligresía a partir de su excesiva codicia. Otros utilizaron la impostura como situación de contingencia, como el caso de Atanasio de la Cruz, quien accedió a confesar al cacique “sin hacer reflexion de la gravedad del delito (…) la víspera del dho dia de San Joseph por la tarde, hauendole propuesto el dho Cazique que si confesase la gente de su familia, le daría una bestia para proseguir su camino, llevado de aquel interes y con la misma falta de reflexión, oyo de confesion a la gente de la dha familia”.[12] La necesidad de movilidad es reiterada entre los curas fingidos. Pedro Nolasco, hermano lego acusado de dar misas completamente borracho, dijo que ofició “seis misas, por un caballo y otras especias que necesitaba para su auxilio”.[13]

Escapar de prisión, vivir en la clandestinidad y disimular la identidad también suelen ser motivos reiterados entre los falsos oficiantes. Los cambios de nombre fueron habituales entre los oficiantes fingidos. En el caso que nos ocupa, Francisco de Ludueña huyó de la cárcel y se hizo llamar José Carrión. Matias de Aybar Morales vistió los hábitos para evitar que lo reconocieran en Cuzco, donde se había casado por segunda vez.[14] Juan Cabello, de la orden de San Agustín de México, apareció en Lima en hábito de seglar y letrado, con el nombre de don Pedro de Boherques, licenciado por Salamanca. Llevaba licencias falsas y nunca había pasado por la casa de estudios.[15] Rafael de la Chica Ovalle y Pizarro usó otra identidad por ser de familia noble y tratar de evitarles el escarnio con su mal proceder.[16] Joan Marques de Guzman fue un caso extremo, ya que se lo reconoció por nueve nombres diferentes, celebraba misas y ayunaba andando en hábito de franciscano. Su caso fue tan resonante –además de la irrisión del sacramento de la misa, enseñaba oraciones supersticiosas a sus ocasionales feligreses– que su sentencia fue de destierro perpetuo de Indias por incorregible.[17] Circular por los caminos virreinales con sotana y tonsura alejaba preguntas indiscretas y más aún si a la sotana se la acompañaba de licencias, la mayor de las veces, falsas. Joseff Soler Chivo vistió los hábitos para poder viajar libremente y no ser detenido por el hecho de ser mulato, pero su aspecto físico lo hizo sospechoso de no ser sacerdote.[18]

Si tomamos en cuenta la legislación sobre los casos de falsos curas, inferimos que fueron muchos más que los que encontramos en los archivos. Sabemos de los impostores gracias a la falta, a la falla en la performance, porque fueron descubiertos y castigados, pero ignoramos las vidas de los muchos que pasaron años en los caminos, de doctrina en doctrina, falseando títulos, licencias y sacramentos, llevando estas vidas de impostura y disimulación, cobrando limosnas, oblaciones, regalados por las comunidades y los feligreses que los acogían, ignorantes del escándalo y el peligro en que ponían sus almas.

“Exerciendo los actos de su orden sacerdotal que no tenía”

Entre octubre y diciembre de 1812, Francisco de Ludueña, subdiácono,[19] se hizo pasar por falso sacerdote y administró todos los sacramentos en Mulalo, jurisdicción de Jacunda, y en el anexo de Moche, provincia de Quito. Fue acusado de oficiar sesenta misas, algunas con hostias consagradas por legítimo sacerdote, otras por él mismo, y algunas sin consagrar, dando con ellas comunión a cinco personas, dar un viático de enfermos, escuchar cinco confesiones, administrar bautismo solemne a ocho personas, aunque sin aplicar crisma, y predicar cuatro veces, bajo el nombre ficticio de José Carrión.[20]

El caso salió a la luz en enero de 1813, cuando el acusado se presentó ante el tribunal, declaró reconociéndose culpable de los cargos y pidió clemencia. Se recogieron entonces tres testimonios (Juan Bayas, Manuel Leonardo de Secoira y Bernardo Jacome, maestro de primeras letras a quien el acusado pidió que le escribiera sus licencias eclesiásticas, alegando haber perdido las suyas en el camino),[21] y se pidió información respecto de su estado sacerdotal.[22] El notario capitular del Juzgado Ordinario y Audiencia Episcopal, en Quito, acreditó que el reo había recibido orden de subdiácono en octubre de 1810 y no tenía otras. Se lo conminó a prisión en Ambato, de donde huyó, justificando luego que prefería presentarse ante el tribunal en Lima, pero no pudo hacerlo por estar éste suspendido.[23] Entre agosto de 1815 y enero 1817 vivió en el pueblo de Cariamanga, sin actividad conocida, y con frecuentes viajes a Loxa. El 17 de marzo de 1817 Ludueña dirigió al tribunal, ya restituido, una presentación en la cual pidió ser absuelto de sus cargos, acogiéndose al edicto de gracia de 1815. Ludueña, a sabiendas que no se presentó ante el tribunal dentro del tiempo prescripto por el edicto, alegó que prefirió esperar hasta llegar a Lima y pedir clemencia postrado a los pies de los inquisidores pese a que se pudo haber autodenunciado en Loxa. Dijo también que “había venido dos veces a Lima voluntariamente a denunciarse, por cuyos méritos creía comprenderse el indulto publicado en aquella capital en 29 de octubre de 815, por tanto que debía ser absuelto”.[24] La presentación espontánea de Ludueña en Lima dio pie a una serie de tecnicismos respecto de la posibilidad de indulto que involucró el tenor de los delitos, la calidad de su arrepentimiento y su salud mental, puesto que fue afectado por un grave caso de melancolía que derivó en una demencia incurable, elemento que además puso en duda el libre ejercicio de su voluntad y, por ende, su capacidad de pecar. Además, señaló las profundas desavenencias ocurridas entre los inquisidores y el fiscal del tribunal limeño, como veremos a continuación.

“En el indulto de gracia no hay delito imperdonable”

Acusado de administrar los sacramentos sin ser ordenado sacerdote, Ludueña pretendía la absolución de sus crímenes, para lo cual se presentó ante el tribunal limeño autodenunciándose y declarándose “verdaderamente arrepentido”. Pidió ser absuelto a cambio de las penas que el tribunal resolviese convenientes “para la reparación de los daños ocasionados por su desarreglada conducta”, puesto que “el indulto de gracia solo exigía para su absolución de la espontánea y sincera denuncia de todo delito cometido antes de su publicación”.[25]

Aquí comienzan los problemas: en primer lugar, probar la calidad de espontánea de la autodenuncia, que le valdría merced en la sentencia, y, por otro lado, averiguar si Ludueña se arrepintió efectivamente dentro del término del edicto de gracia.[26] El edicto aludido se publicó en Lima el 29 de octubre de 1815, durante cuatro días, y en Loxa, ciudad que el reo aparentemente frecuentaba, el 4 de diciembre de 1815, donde “acabado de publicar se fixo en el paraje de costumbre, en cuyo termino no se denuncio el religioso corista ni jamas habia parecido”.[27] Ludueña no se autodelató en Loxa dentro del tiempo proscripto porque prefirió hacerlo en Lima, aduciendo haber llevado a cabo tal arduo viaje “de más de quinientas leguas” hasta la capital dos veces, una el 13 de marzo de 1814, encontrando el tribunal suspendido, y la otra “hacia el mismo tiempo del 817”. El reo fue puesto en prisión por primera vez en Ambato en 1813 y trasladado a Cuenca en 1814 por los delitos publicados, “pero que (Ludueña) conociendo que solo alli (en Lima) podia ser juzgado se huyo de la carcel con el objeto de presentarse a este Tribunal: y encontrando el tribunal extinguido comparecio ante el Exmo Sr Arzobispo”, y dijo haber vivido este tiempo arrepentido de sus errores.[28]

El fiscal Cristóbal de Ortegón[29] consideraba que Ludueña “era uno de los verdaderos espontáneos y por tanto devía gozar del amplísimo indulto” y

“(...) alega que en el indulto de gracia no hay delito imperdonable y solo requiere en el reo la calidad de denunciarse con espontaneidad y sinceridad, lo que el reo tenía acreditado una y otra vez con el muy penoso trabajo de viajar mas de quinientas leguas (…) que la prueba de ser este reo un verdadero espontaneo era que sin antecedente que pudiese inducirle a miedo de prueba o persecucion, vino a presentarse y pedir misericordia emprendiendo una marcha muy penosa, lo que arguia una verdadera disposicion para el arrepentimiento y deseo de ser absuelto: que aunque este reo puede decirse no hizo la denuncia en el tiempo prescripto contra este reparo habia la poderosa reflexión de que si hubiera tenido noticia del Indulto, le fue mas fácil denunciarse ante cualquier comisario que venirse a esta ciudad peregrinando y pidiendo limosna y sufriendo los trabajos consiguientes”.[30] 

El tribunal, constituido por el inquisidor decano, Pedro de Zalduegui,[31] y José Luis Sobrino (fiscal en ejercicio durante el primer período de la causa),[32] elevado al cargo de inquisidor segundo luego de la jubilación de Francisco Abarca Calderón[33] el año anterior, reunido en consulta el 17 de octubre de 1817 dictaminó de unánime conformidad no absolver al reo, votando por la continuidad de la causa y confinando a Ludueña a reclusión en el convento de la orden de los franciscanos, sin reducirle a cárceles secretas.

“Se hallaba con la mente turbada”

A raíz de la negación del indulto a Ludueña por parte del tribunal, el fiscal Ortegón solicitó la suspensión del proceso alegando que por ese entonces el reo había sido diagnosticado con melancolía y demencia y, por lo tanto, correspondía suspender el curso de la causa. El fiscal advirtió al tribunal que Ludueña todavía “se hallaba con la mente turbada (…) y que habiendo sido prolixamente curado no habia sanado perfectamente” para ser juzgado, y a raíz del

“lastimoso estado de demencia en que el reo se hallaba era preciso adoptar el medio de que por entonces y hasta no constar de su sanidad se suspendiese el curso de la causa: que este incidente en concepto del Fiscal daba inicio a persuadir que el reo en su animo e intencion no habia sido tan abandonado como pensaba el Sr. Inquisidor: pues los males se adquirian por grados y no se declaraban hasta que con el tiempo cobraran toda la fuerza para hacerse conocer con cuyo principio no era extraño que este reo quando cometio sus crimenes hubiese sido impulsado por la demencia”.[34]

A partir de la normativa jurídica del Santo Oficio, se consideraba la locura como eximente en los delitos de herejía (Bernabéu, 2018). En particular, los de herejía requerían el pleno uso de sus facultades, puesto que se trataba de delitos de la voluntad, pero también del intelecto. Ludueña no podría confesarse culpable, ni tampoco sería consciente de la sentencia y los alcances del castigo impuesto. El procedimiento criminal debía ser suspendido porque el reo no había sido consciente de la comisión de los delitos. Los reos declarados dementes e insanos no fueron castigados con frecuencia por el tribunal,[35] lo que hace al nuestro más interesante aún, puesto que nos permite estudiar el accionar del Santo Oficio frente a casos problemáticos como el de los falsos curas, que solían escudarse en influencias demoníacas, sobre todo en procesos anteriores al siglo XVIII,[36] pero el advenimiento de la Ilustración y las ideas médicas complejizaron estos argumentos en pos de un incipiente ensayo sobre la salud mental de los acusados. La locura y la melancolía, en tanto que impedimentos para pecar y ser castigado, comienzan a aparecer paulatinamente en los archivos del Santo Oficio.

        Quizás el caso más notorio de locura fingida en los tribunales inquisitoriales y que termina con el reo relajado al brazo secular haya sido el de Simón Santiago (1600), un calvinista que se presentó como loco para no ser ajusticiado por hereje.[37] José Toribio Medina fue el primero en llamar la atención sobre este caso, y lo cita en extenso. Medina dice al respecto:

“(...) fingió estar loco, hizo muchos desatinos en las cárceles por tiempo y espacio de un año, y por haber constado por información del alcaide, médico y otras personas que se pusieron en su compañía de la ficción de su locura, fue puesto a cuestión de tormento. Y a la quinta vuelta de cordel, dijo que no estaba loco, sino muy cuerdo, y en su juicio, y que si había fingido estarlo, fue con intento de librarse del Santo Oficio” (Medina, 1905: 160).

Si bien Santiago hizo gala de un excesivo mal comportamiento e hiperactividad para actuar su falsa condición, esto, según los oficiales del Santo Oficio, no condijo con sus hábitos. En el expediente constan gritos, rotura de muebles, e incluso llega a arrojar objetos sobre otras personas, maneras en que su conducta produce molestias, incomodidades y disturbios en la cárcel, al punto que lo encadenaron. En su estudio del caso, Herlinda Ruiz Martínez (2017) dice que Santiago se comportaba violentamente y no dejaba dormir a los otros prisioneros a causa de sus gritos. Por su parte, el testimonio del carcelero indica que cuando Simón se creía sin vigilancia rezaba, se comportaba con normalidad y rezaba frecuentemente. Gabriel Torres Puga (2015:77) confirma documentalmente que Manuel Gómez Silvera, preso por judaizante, fue enviado como espía a su celda por el Santo Oficio para evaluar su conducta u salud mental. La postura del reo respecto de su locura fue desestimada luego de once meses de observaciones y torturas, pues “los testimonios indicaban que era un actor chapucero e incompetente. Dormía bien, mostraba buenos modales para comer y sus hábitos de limpieza desmentían la exhibición de conducta trastornada que hacía para el carcelero, el médico y los jueces de la Inquisición” (Greenleaf 2015: 209). El doctor Jerónimo Herrera lo declaró cuerdo,[38] y continuó el proceso, que termina con su ajusticiamiento en el auto de fe del 25 de marzo de 1601 junto con los portugueses judaizantes y la familia Carbajal.

Jiménez de Olivares (1992: 27) menciona casos de reos con delitos graves cuyas causas se retrasan hasta constatar que no haya melancolía u otras afecciones, como mal de corazón, y enfermedades mentales. En numerosas ocasiones, anota, se pidió “información acerca de su proceder [del reo], entereza de juicio y melancolías”. Sacristán (1992: 29) señala que “instituciones de vieja acuñación, como los tribunales, atienden a dilucidar las sospechas de locura antes de dictar sentencia, pues formalmente el loco no comete verdadero delito al faltarle la voluntad y el conocimiento, no incurriendo tampoco en las sanciones establecidas por el derecho, según admite la tradición legislativa española desde las Leyes de Partidas”. Ramos (2022: 10) afirma que la locura “was a physical impairment that warranted medical treatment and judicial lenience rather than punishment” y sugiere que la Inquisición se convirtió en una herramienta de medicalización en estas instancias, y no de confinamiento masivo, disciplina o castigo de los reos perturbados. Lo interesante es que esta “piedad ilustrada”, como Ramos la caracteriza, dio pie a una “Inquisición ilustrada”, que surgió precisamente en época de crisis, donde hubo un reordenamiento de los libros prohibidos, una persecución más aguda de lectores desobedientes y sentencias más enérgicas para sospechados de iluminismo.

Para Ramos (2022), la demencia presentó serios retos en términos morales, epistemológicos e incluso médicos para instituciones como el Santo Oficio, pero también para las autoridades coloniales, preocupadas por mantener el orden público y la ortodoxia religiosa. Estas cuestiones se ponen de manifiesto en los procedimientos legales utilizados por el tribunal, como vemos en el caso de Ludueña, que amerita la suspensión de la causa: la demencia, al igual que la melancolía, altera el juicio de las personas, que no estarían en condiciones de pecar o de reconocer el pecado como tal, o de atacar conscientemente las cuestiones de fe que conducen al delito de herejía.[39] Los reos menos ilustrados, desconocedores de la cuestión médica, o los examinados en siglos anteriores, utilizaron la figura del engaño por el demonio como estrategia de defensa con el mismo propósito: pedir misericordia, suspender las causas o el castigo corporal. Por ejemplo, Diego Piñero, acusado de haber dicho más de treinta misas, se defendió alegando “que lo hauia hecho engañado del demonio dexandose lleuar de la vanidad del mundo”.[40] Pedro de Quesada, falso sacerdote con falsos títulos, dijo que “no lo auia hecho por sentir mal de los sacramentos de la eucaristhia y penitencia sino engañado por el diablo como moço de poco sauer porque le tuuiesen por hombre honrado y le hiciesen mas honra en los caminos”.[41]

Los inquisidores, conocedores del alma humana y los signos de posesión demoníaca, ubicaron estos casos dentro de cuadros de demencia en el contexto de la progresiva medicalización de los reos. Para ello utilizaron testigos competentes, incluyendo calificadores eclesiásticos, sacerdotes y médicos. El físico quirúrgico que examinó a Ludueña lo diagnosticó con “un reflexo melancolico morbo maniático y delirio creciente de las lunaciones pasadas las quales quedaba tranquilo y en su razon aunque siempre melancolico y maniatico”.[42] Incluso los médicos que lo observaron antes de este diagnóstico le habían recetado baños de mar.[43] “(T)he Spanish Inquisition effectively became the institution charged with making such diagnosis, of deciding who was possessed, who was a saint, who was a fraud, and who was insane” (Shuger, 2009: 278).

Gacto (2012: 111) afirma que “la demencia nunca debe presumirse y es necesario que el reo o su defensor la demuestren”, para lo cual no hay una serie de pruebas firmes y tasadas, sino que el proceso debe descansar en cuestiones circunstanciales como informes médicos, análisis de las exposiciones del acusado para advertir desvaríos, desórdenes de la memoria, inconsistencias en la narración, etc., y también comprobar “si hubo o no algún intervalo de locura con anterioridad”. Otros factores a tener en cuenta respecto de la frágil salud mental de los reos fue el confinamiento en las cárceles secretas del Santo Oficio, que resultó siempre una experiencia extrema que pudo acrecentar o acelerar el deterioro intelectual,[44] y la extensión en el tiempo de los procesos, muchas veces sin resolución a la vista, sin sentencia u olvidados en la reclusión. Ortegón, conociendo estos factores, argumentó a su favor que “el reo habia quedado inabsuelto dando lugar que con esta morosidad le aumentase la locura”.[45]

Uno de los debates más acuciantes suscitados en torno a la salud mental y el confinamiento de los acusados surgió respecto de qué debería suceder si el reo hubiera enloquecido después de cometer el delito. Algunos tratadistas recomendaron no castigar al acusado hasta que éste recuperara la cordura, pero esto no descartaba las sanciones económicas. El tribunal accedió a suspender el curso de la causa de Ludueña para que los facultativos “indagasen el estado de salud i demencia sucesiva” y trasladaron la resolución al fiscal, “mas quando de ello podia resultar se recobrase el reo en su salud” por un término de cuatro meses, pero, si no se curase, el tribunal podía pedir a la provincia de Quito el dinero para los gastos ocasionados por la causa. Luego de una nueva ronda de consultas, el tribunal cambió de opinión y solicitó “al reo para su comparecencia los días en que el Facultativo decía que se hallaba con su razon cabal”.[46] Inmediatamente Ludueña salió a la primera audiencia, donde reconoció los delitos de los que se le acusaban y pidió nuevamente misericordia. En las segunda y tercera audiencias no agregó más y Ortegón volvió a solicitar el indulto, pues “que por las circunstancias contenidas en el Proceso y demas fundamentos que expondria no estaba en estado de que al reo se le pusiese acusacion: que las razones porque habia pedido y de nuevo pedia la suspension consistian en que devia gozar del indulto y por la justificada demencia que le habia sobrevenido de la qual no se hallaba sano según dictamen del facultativo”.[47] En suma, como consigna Ramos (2022: 83), la Inquisición, considerada durante siglos como una de las instituciones más atrasadas y antirracionales, “become a driving agent for the medicalization of madness in 18th century”.

Como apuntábamos anteriormente, la pérdida del juicio indica que la persona no puede pecar porque no conoce la extensión ni gravedad de su pecado. Para pecar hace falta ser consciente de los actos, sobre todo en casos de herejía, donde la comisión del pecado debe ser voluntaria. Probar la sanidad mental del acusado era fundamental para establecer el castigo apropiado, razón por la cual la locura desestabilizaba los procesos inquisitoriales y es lo que diferencia la labor de los jueces ordinarios, más interesados en el delito cometido, de la de los inquisitoriales, más preocupados por las motivaciones morales de los reos (Lewis, 2003: 43). Como señala Shuger (2009: 277), debido a la paulatina secularización de la sociedad, los procesos inquisitoriales comenzaron a incorporar y adaptar un marco científico que la fue diferenciando de su contraparte medieval y, en consecuencia, la defensa por insania fue invocada con más asiduidad. Una de las estrategias más populares de defensa en casos de falsos curas, como hemos sugerido, fue la de alegar confusión mental y engaño por parte del demonio: el reo, con la mente nublada ya sea por su precaria salud mental o por acción del demonio, suerte de diablo-ex-machina en casos como estos, pedía atenuante en las penas. Lo importante era establecer que el acusado no se hallaba en pleno uso de sus facultades al momento de cometer el delito. Esto se pone de manifiesto en el informe médico de fray Francisco Ludueña:

“(...) del físico quirurgico en que este dixe: que habiendo presentado en aquella Infermeria Fr. Franco Ludueña con afecto melancolico, morbo nostaligco y que siendo examinado acerca del principio de su enfermedad, dixo que habiendo sido mandado con otros Religiosos en tiempo de la revolucion,[48] de miedo del caudillo Montes se huyo para Lima con otros Religiosos, en cuyo camino habiendo llegado al Pueblo de Mulalo se le calentó mucho la cabeza y se arrebato en un delirio furioso del que por algunos días se curo y siguió su viaje”.[49]

¿Cómo probar este estado de alteración mental, puesto que el hereje podía fingir demencia o posesión demoníaca? Nicolau Eymeric, en su Manual de inquisidores, recomendaba apelar a la tortura para dilucidar si la locura era verdadera o fingida y evitar el castigo al enfermo, puesto que el hereje merecía la condena, pero el loco no. El tormento debía administrarse de modo que la vida del reo nunca corriera peligro, fuera lo suficientemente fuerte como para provocar una confesión, pero no tanto porque podía afectar la condición mental del acusado.[50] Eymeric señalaba que los heréticos eran más inteligentes que los locos y estaban más informados en sus argumentos, mientras que los locos poseían una erudición superficial y repetían más fácilmente sus errores.

“A veces para enmascarar sus errores, se fingen fatuos y mentecatos, responden en los interrogatorios riéndose y pronunciando muchas palabras impertinentes, irrisorias y sin sentido, y parece que cuanto hablan lo dicen en plan burlesco. Por lo común son muy expertos en este fingimiento lo mismo si intentan pasar por locos completos que si se fingen dementes con intervalos lúcidos” (citado en Gacto, 2012: 27).

Los dementes eran considerados, desde las Siete Partidas y al igual que por el derecho penal de la Inquisición, como menores de edad.[51] Puesto que la herejía requería para su perfección una mínima madurez intelectual, las sentencias y el castigo asignado dependían de otros factores, y se tendía a aplicar la regla más favorable al reo porque, tal como manifestaba Francisco Peña, era preferible correr el riesgo de que un delincuente quedara impune antes que castigar a quien no tenía conciencia de sus actos. A los menores de edad no se les aplicaban penas ordinarias, salvo casos excepcionales. Sin embargo, siempre quedaba abierta la posibilidad de castigo si el reo recuperaba la razón, o se probaba, como hemos mencionado, que había cometido los delitos sin turbación mental. La posibilidad de indulto o de otorgar una pena más clemente no sucedió en el caso de Ludueña a raíz de las profundas desavenencias desatadas entre los inquisidores y el fiscal, como veremos a continuación.

“Dudas suscitadas y desavenencias ocurridas”

Lo que comienza en 1813 como un caso más de impostura eclesiástica, termina en 1818 con un envío a la Suprema y suspensión momentánea de la causa, en un Santo Oficio en crisis luego de la restitución de 1815 y con cambios en las jerarquías dentro del mismo tribunal. No sabemos qué sucedió efectivamente con Francisco de Ludueña y si fue o no castigado por sus ofensas. Con una Inquisición actuando al borde de las independencias americanas, comienzan a filtrarse en los documentos ansiedades y conflictos, desacuerdos y desavenencias, disputas por el poder real y simbólico, y, sobre todo, alianzas políticas en pos de la supervivencia de la institución como tal. Es este el último caso de falso cura registrado en los archivos inquisitoriales de Lima, ocurre durante los años de transición, y queda irresuelto en parte por los problemas políticos que aquejaron a los miembros del tribunal. Este proceso, que no era de fácil resolución debido al diagnóstico de demencia que pesaba sobre el reo, se complejizó aún más por las disputas de poder que sucedieron desde el nombramiento de Zalduegui, las inquinas entre Abarca Calderón y el virrey Abascal, y, ya en este expediente en particular, el rol que ejerciera Ruiz Sobrino, primero como fiscal de la causa y luego como inquisidor segundo. Ruiz Sobrino, en su doble función pidió para Ludueña la misma sentencia como inquisidor que como fiscal. Chocó entonces con la postura más benévola de Ortegón, a quien acusó de laxo en sus imputaciones, e incluso llegaron a cruzarse insultos entre las partes. Analizar en profundidad este caso no solo nos permite atisbar cuestiones referidas al uso del discurso médico y la Ilustración en el tribunal decimonónico, sino también entender los conflictos de los últimos inquisidores entre sí y con la autoridad virreinal, con el objeto de recomponer el poder y determinar los alcances de la actividad procesal del Santo Oficio.

A partir de lo sucedido en la tercera audiencia, en la que el reo no agregó información, el fiscal Ortegón volvió a pedir la suspensión de la causa afinando un poco la estrategia de la defensa. No solo utilizó la cuestión médica, sino que también apeló a cuestiones jurídicas, indicando que “si el hecho de haber actuado su fiscal (Ruiz Sobrino) el Sr. Inquisidor 2do. hasta el caso de pedir la clamora obstaba si no por que en hasta dicha causa pudiese continuar como Juez, todo con el fin de que se observasen las formalidades proscriptas en aquellos juzgados”,[52] y pidió la abstención de Ruiz Sobrino, quien, con fecha de 18 de julio de 1818, respondió con una negativa a partir de un tecnicismo legal: “el Tribunal en consulta habia determinado que se siguiese la causa porque el reo dentro del termino del indulto ni pidió se le aplicare si hiso confesión de sus crimenes”,[53] agregando que “el oficio de Fiscal entre dos opiniones devia seguir la mas rigurosa compitiendo solo a los Jueces seguir la moderada, que su oficio era de Acusador y no Protector de delinquentes… que la apelacion interpuesta por el Fiscal era contra ordinem juris por haber tomado la qualidad de protector de delinquentes en lugar de acusador”.[54]

Ortegón insistió en la recusación al “oponerse al que el Sr Inquisidor 2do hiciese de Juez habiendo hecho de Fiscal” y por el hecho de que Ruiz Sobrino “amase su dictamen como a si propio”.[55] En los dos folios siguientes, el fiscal se quejó de sufrir “graves vejaciones e insultos de voca del Sr Inquisidor 2do en presencia de todos los individuos de la Junta y S[ecreta]rio sin que fuese bastante a contenerle ni lo respetable del acto ni lo que tan estrechamente tiene prescrivido la Superioridad quando prohíbe no se de lugar a que los Subalternos trasciendan las indisposiciones del Tribunal”,[56] y, viendo dañado su honor y buen nombre, interpuso un recurso de información sobre los dichos insultos. Ruiz Sobrino se defendió a su vez con otro escrito solicitando no se diera lugar a la querella presentada por el fiscal, que tales antecedentes no debían entenderse como prejuicio en el caso de Ludueña, que él mismo se apartaría de la causa “manifestado la gran conjuración que contra su persona se había formado y en la que entraban personajes de alta calidad y poder sosteniendo al partido contrario; por lo que juzgando que en tales circunstancias su silencio y retiro eran precisos suplicaba la venia del Tribunal para retirarse mientras pasaba la tempestad”.[57] El secretario primero recibió instrucciones de tomar el lugar vacante de Ruiz Sobrino en este caso. Ahí termina nuestro documento, con el pedido de licencia del inquisidor segundo, acusado de querer ser juez y fiscal, enamorado de su sentencia, e involucrado en una disputa de poderes que implicaba al mismo virrey.

En el volumen 1 del tomo XXII de Documentación oficial española recopilado por Guillermo Lohmann Villena encontramos una carta del virrey José Fernando de Abascal y Sousa, marqués de la Concordia, al secretario de Estado y del despacho universal de Indias, fechada en 29 de marzo de 1815, en la cual hace un recuento de los numerosos escándalos en los que se vio envuelto el Santo Oficio desde su establecimiento en Lima, en 1571, y pone especial énfasis en la situación del tribunal durante la suspensión de 1813, las quejas promovidas contra sus miembros y las necesarias reformas que deberían llevarse a cabo. En este escrito, Abascal menciona que “este recomendable cuerpo se halla hoy sujeto a la voz del Fiscal don José Ruiz Sobrino por la absoluta deferencia del Inquisidor más antiguo don Pedro de Zalduegui, siguiendo en esta parte la antigua costumbre de dividirse en partidos, llevándose el más poderoso la mayor parte o el todo de los dependientes, que por lo regular obran conforme a sus fines particulares” (Lohmann Villena, 1972: 369). El virrey va más allá del mero comentario respecto de la situación del tribunal:

“Esta ha sido y será siempre la dificultad casi invencible para remediar las inquietudes y continua oposición en que viven, pero las del día son de más bulto, y a tan notoria luz claras, que los partidarios de Sobrino no escusan de publicar el genio fuerte, emprendedor y amigo de novedades de este eclesiástico, como su empeño terco en sostener sus propios pensamientos temáticos y llenos de ardor y fuego, a que agregan otros la falta de prudencia, de lenidad y de moderación que recomienda el Supremo Consejo se observe con los ministros subalternos y aún con los mismos reos” (Lohmann Villena, 1972: 369).

Como vemos en el escrito de Abascal, la fama de Ruiz Sobrino lo precedía. En consecuencia, recomienda se separe a Zalduegui del tribunal para desactivar estas facciones, “Abarca sujetaría la inconsideración de Sobrino”, y quizás así se resolvieran los casos pendientes, puesto que “en tal caso vendría a suceder que las disensiones no serían ya con Zalduegui, pero sí con el colega que de nuevo se les mostrare”. Más adelante en la carta también solicita la remoción de Sobrino, “pues además de los inconvenientes precedentemente expuestos se halla distraído en el negocio de una hacienda en la jurisdicción de Santa” (Lohmann Villena, 1972: 369-370). Si bien, como aclara Abascal, no era ilegal que los eclesiásticos poseyeran bienes y tierras, no era recomendable “a los que están dedicados y estipendiados para hacer justicia. Su manejo con esclavos y con los demás vecinos hacendados no parece tampoco conforme al método de vida que corresponde a un Inquisidor” (Lohmann Villena, 1972: 370). Lo que no tuvo en consideración el virrey es que Abarca se jubilaría en 1816 y Sobrino ascendería de fiscal a inquisidor segundo, manteniendo los bandos y enemistándose con Ortegón, el próximo fiscal.

Conclusiones: “sin exigirle letras que le autorizasen”

Como sugiere Michael Gordian (2014), si ponemos estos casos de disimulación eclesiástica en un contexto más amplio, no solo el socioeconómico, sino también en situaciones de poder y de ejercicio del mismo en un ámbito colonial, podremos adoptar nuevas perspectivas críticas para el estudio de falsos curas. A pesar de que escogimos el último caso de falso cura acusado por la Inquisición limeña, resulta un ejercicio interesante estudiar el accionar del tribunal del Santo Oficio en casos de engaño, disimulación e impostura eclesiástica a lo largo de los siglos virreinales, ver en los procesos los cambios en los motivos que llevan a los sacerdotes fingidos a perpetrar su artificio, y las diferentes estrategias de defensa de los acusados, como, por ejemplo, apelar a argumentos como el engaño del demonio, imbecilidad y pocas luces, hasta demencia y melancolía. También podemos analizar cuestiones migratorias y movimientos sociales si examinamos los recorridos realizados por los falsos curas en la periferia del imperio, así como también cuestiones de raza y clase, circunstancias y estrategias de (di)simulación (Pérez Zagorín, 1990). En el caso que nos ocupa, añadimos temas como las relaciones de micropolítica dentro del tribunal y de ejercicio de poder en la sociedad virreinal, en especial en este período tardío de la Inquisición.

Los sacerdotes no ordenados no representaron casos aislados en la labor tribunalicia, incluso se convirtieron en caracteres presentes en la cultura popular.[58] Estos sujetos elijen una profesión y un disfraz que los empodera económica y socialmente. Era más frecuente que impostaran la identidad por cuestiones económicas y no por herejías manifiestas y sin embargo en estos casos siempre actuaba el Santo Oficio porque se trataba de crímenes de fe, que ponían en peligro la salvación de las almas. Si así no lo fuera, al igual que otros charlatanes, serían juzgados en el fuero criminal como estafadores, pero aquí el peligro era tal que podía hacer tambalear la estructura del poder colonial, la evangelización del Nuevo Mundo y, sobre todo, el bienestar del alma cristiana.

Taylor (2021: 23) señala que “the crime [of false priest] was both a mortal sin and an intolerable affront to the integrity and prestige of the Holy Office and the Church. By repeatedly perverting a vital sacrament, their actions jeopardize the souls of those who had come to these impostors in Good faith for confession and absolution”. La impostura eclesiástica, la irrisión de los sagrados sacramentos eran delitos graves y se castigaban de manera ejemplar. No eran contravenciones que se pudieran dejar impunes. Sin embargo, como hemos visto en este trabajo, con el correr de los siglos y el advenimiento de la Ilustración, se comenzaron a tener en cuenta a la hora de la sentencia cuestiones relacionadas con la salud mental de los reos, atendiendo la imposibilidad de pecar, confesar el pecado y aceptar el castigo. Ramos (2022: 86) anota que a pesar –o quizás a causa– de las reglas tan rígidas del Santo Oficio, no se acostumbraba a dar veredictos anticipados o preconcebidos para casos como estos. Se analizaban todos los elementos disponibles, sobre todo en procesos que involucraran reos cuya sanidad mental estuviera en interdicción. Por tanto, los inquisidores no deberían ser caracterizados como “rabid fanatics bent on burning and torturing bodies but as concerned (albeit forbiding) judges and chuchmen who worried intensely about matters involveing evidence, motive, and the possibility of wrongfully punishing an inoncent offender -or, by that same token, of letting the guilty go free” (Ramos, 2022: 86). Esto implicó, como vimos, incluso desavenencias dentro del mismo tribunal respecto del castigo adecuado, la aplicabilidad de las leyes de los edictos de gracia y la estabilidad emocional de los reos.

Finalmente, la figura del falso cura nos sirve para pensar una religiosidad inestable en las periferias del imperio. “If simulation was at times a form of resistance, it was not just resistance, but simultaneously a form of religious acceptance, compliance and affrmation” (O’Hara, 2008: 237). O’Hara así indica que las prácticas de los falsos curas contienen niveles de significado más profundos que la simple distorsión de las jerarquías, a lo que agregamos que el falso cura transmite un mensaje esencialmente ortodoxo más allá de los motivos, de lo que se simula o se finge. Lo que se falsea es la pertenencia a una institución como la Iglesia, que otorga al (falso) oficiante un manto de estabilidad y nivel social que no poseía, y que era inaccesible para estos personajes. Al apropiarse de modelos, comportamientos y apariencias a los que no accedían sino como miembros de otra clase social, se convirtieron en agentes de desestabilización social y semiótica (Gordian, 2014: 95), pero también política e institucional al momento en que replicaron los mecanismos religiosos y sus convenciones en una suerte de mímesis imperfecta. La inestabilidad de la identidad de estos falsos sacerdotes puso de manifiesto los límites de los mecanismos de la Iglesia, en particular las identidades, que se probaban a partir de licencias (falsas), hábitos y performances (Taylor, 2021), una población móvil descontenta, capaz de impersonar a un cura, en las periferias coloniales. Así, “inquisitorial proceedings against impostors reveal much more than the axiety of a repressive institution or the inventiveness of illicit representatives (…) reveal the way in which people simultaneously respected the authority of the law, and also understood its capriciousness” (Villa-Flores, 2008: 253). Creemos que el caso de Francisco de Ludueña, sobre el filo del período inquisitorial en el Perú, resulta ilustrativo de estas cuestiones, y nos permite además seguir explorando y cuestionando la influencia del tribunal no solo en la construcción de una sociedad virreinal, sino también las estrategias y maneras de aproximación de una institución ortodoxamente católica a las incipientes ciencias de la salud mental.

Fuentes documentales

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AHN, Inq., 1234. Carta acordada del 23 de noviembre de 1574.

AHN, Inq., 1028. Fray Juan Cabello […] vuino a esta ciudad de Los Reyes en abito de seglar y de letrado y se nombraua el Licenciado don Pedro de Boherques y llegado aquí andaua negociando ser recibido.

AHN, Inq., L1028. Joan Marques de Guzman que andaba en abito de clerigo que se ha nombrado por estos nueue nombres diferentes como consta en las informaciones fue testificado que andando en abito de frayle de sant franco vagando fue de convento dezia no comer carne sino pan y agua siendo mentira.

AHN, Inq., 1029. Por hauer dicho missa sin ser ordenado.

AHN, Inq., 1031. Por auer dho missa.

AHN, Inq., L1031. Fray Joseph de Quesada. Misa sin ser sacerdote. Diacono; Misa sin ser sacerdote. Lego.

AHN, Inq., 1032. Matias de Aybar Morales, español por casado sinco veces, blasfemo y fingiose sacerdote y confessor.

AHN, Inq., 1056.7 Proceso de fe de Atanasio de la Cruz […] seguido en el tribunal de la Inquisición de Lima, por haber dicho misa y administrado el sacramento de la penitencia sin estar ordenado sacerdote.

AHN, Inq., 3730.103. Relación de la causa contra Fr. Pedro Nolasco García, del orden de Sn Juan de dios, por a ver celebrado el Sto. Sacrificio de la Misa, siendo lego.

AHN, Inq., 3732.272. El Fiscal de Lima contra fr Franco de Ludeña, Religioso subdiacono del orden de San Franco en la Provincia de Quito, por celebrante, confesor y administrante de los demas sacramentos. El Tribunal remite al Consejo esta Causa fuera de estado en razon de dudas suscitadas y desavenencias ocurridas entre los mismos Inquisidores como V.A observara.

AHN, Inq., 3733.92. Espontanea declaración que tiene hecha fray Rafael de la Chica Ovalle y Pizarro.

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Mariana Zinni es catedrática en las áreas de literatura colonial y postcolonial en el Departamento de Lenguas y Literaturas Hispánicas de Queens College, CUNY. Su investigación y publicaciones se encauzan en literatura y cultura colonial latinoamericana. Es autora del libro Mímesis, Exemplum, Narración: La crisis de la hermeneusis cristiana en la enciclopedia doctrinal de fray Bernardino de Sahagún (2014). Ha publicado artículos en revistas como Revista Hispánica Moderna, Estudios de Cultura Náhuatl, Estudios Hispánicos, IA Iberoamericana, Nueva Revista de Filología Hispánica, Calíope, entre otras, así como capítulos de libros. Asimismo, participa con asiduidad de congresos y simposios internacionales. En 2013 obtuvo el Isaias Lerner Memorial Award otorgado por The CUNY Academy for the Humanities & Sciences y en 2021 el President’s Award for Excellence in Teaching by a Full time Faculty in the School of Arts and Humanities.

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[1] AHN, Inq., 3732.272. Agradezco al personal del Archivo Histórico Nacional de Madrid por facilitarme éste y el resto de los documentos utilizados en el presente artículo.

[2] AHN, Inq., 3732.272, f. 11r.

[3] AHN, Inq., 3732.272, f. 1r.

[4] René Millar Carvacho reconoce estos 53 casos distribuidos temporalmente de la siguiente manera: entre 1570 y 1635 halla quince casos, entre 1636 y 1699, trece, y entre 1700 y 1818, veinticinco, lo que refuerza la hipótesis que sostiene que las últimas décadas de actividad del tribunal limeño se enfocaron más en cuestiones de censuras, licencias y prohibición de libros y los delitos propios del clero, como la solicitación, sacerdotes casados y la falsa administración de los sacramentos. Para una enumeración del tipo de procesos llevados a cabo por el tribunal durante sus décadas finales, véase Millar Carvacho (1998).

[5] Esta aparente recesión de la actividad inquisitorial reflejada en la falta de documentos se debió en parte al saqueo y consecuente pérdida de los archivos durante los años de la suspensión. En julio de 1813 se conoció en Lima, a raíz de un bando firmado por el virrey Abascal, la suspensión de la actividad del tribunal del Santo Oficio, y quedaba en manos de obispos y vicarios de iglesias metropolitanas (jurisdicción episcopal) el juzgamiento de herejías (Peralta Ruiz, 2002). El mismo virrey ordenó la confiscación de los bienes del tribunal, así como la remoción de los sambenitos de las iglesias, y otros elementos que mencionaran el nombre de los penitenciados, a la vez que se secuestraba la documentación en manos de la Inquisición. Muchos vecinos limeños, temerosos de ver sus nombres o los de sus antepasados salir a la luz en la posible difusión de los documentos secretos, con el consiguiente detrimento del honor, etc., se unieron a la plebe en el saqueo de los archivos. Muchos de estos documentos se destruyeron, otros permanecieron en manos de las familias implicadas, resurgiendo en el siglo XIX en bibliotecas personales y colecciones privadas. La dispersión de los documentos, así como la lenta restauración de la labor del Santo Oficio en los años siguientes, fue el motivo por el cual se supuso que estos años finales fueron lentos, de pocos procesos, sin demasiada actividad. Sobre los últimos años de la Inquisición en Lima, véanse Millar Carvacho (1998), Peralta Ruiz (2002), Bethencourt (2009), Cicerchia (2017), Guibovich (2017) y Torres Puga (2017).

[6] Todos los subtítulos de este artículo son extractos del expediente de Francisco de Ludueña, AHN, Inq., 3732.372.

[7] AHN, Inq., 1234, f. 39v.

[8] AHN, Inq., 1031, f. 368r.

[9] Raffaele Moro (2010: 297) anota un solo caso de condena a muerte, el del celebrante mulato Fernando Rodríguez de Castro.

[10] AHN, Inq., 1031, f. 493r.

[11] AHN, Inq., 1031, ff. 488r-488v.

[12] AHN, Inq., 1656.7, ff. 3r-3v.

[13] AHN, Inq., 3730.103, f. 3r.

[14] AHN, Inq., L1032, f. 384.

[15] AHN, Inq., L1028, ff. 142-144v.

[16] AHN, Inq., 3733.92.

[17] AHN, Inq., 1028, ff. 5-5v.

[18] ADG, Real Audiencia del Reino Galicia Legajo 26339/13.

[19] El subdiácono era ordenado de órdenes menores y tenía entre sus obligaciones el ayudar en misa y asistir a su parroquia los días de fiesta. La edad mínima para la ordenación era de 22 años (Taylor, 1996). No podían administrar sacramentos ni oficiar misa, aún en ausencia del cura.

[20] AHN, Inq., 3732.272, f. 11v.

[21] Testimonia Bernardo Jacome que “habiendo llegado a la casa del declarante y pidiéndole tintero y pluma [Francisco Ludueña] le preguntó si sabía escribir, y le hiso escribir sus licencias, diciendole que las que tenia se le habían perdido en el camino” (AHN, Inq., 3732.272, f. 3r).

[22] AHN, Inq., 3732.272, ff. 2-3.

[23] Este es un dato importante, fundamental para su causa, puesto que el tribunal fue abolido por primera vez en 1813 por decreto de las Cortes de Cádiz, a raíz de la prisión de Fernando VII, y restituido en 1815 con el objetivo principal no ya de perseguir herejes, sino mayormente de vigilar ideas de los enciclopedistas franceses que pudieran pasar a las Indias. Finalmente, el tribunal fue abolido en 1820 por el virrey José de la Serna.

[24] AHN, Inq., 3732.272, f. 6r.

[25] AHN, Inq., 3732.272, f. 6r.

[26] Ver supra la inclusión del delito de falsedad eclesiástica en el breve de la Suprema, por el cual se conminaba a los sacerdotes fingidos a presentarse de motu propio ante el tribunal. Sobre los edictos en general y los de gracia, en particular, véanse Chuchiak (2012) y, sobre el breve, Castañeda Delgado y Hernández (1995).

[27] AHN, Inq., 3732.272, f. 7r.

[28] AHN, Inq., 3732.272, ff. 8r, 11r.

[29] Cristóbal de Ortegón, licenciado y doctor en cánones por la Universidad de San Marcos, ejerció el cargo de fiscal desde 1817 hasta 1820, año de la abolición definitiva del Santo Oficio en Perú. Fue su último fiscal. Su designación fue algo problemática y tuvo muchos desencuentros con los inquisidores restantes, en particular con su antecesor en el cargo, José Ruiz Sobrino, elevado al puesto de inquisidor general una vez jubilado el inquisidor decano, Francisco Abarca Calderón.

[30] AHN, Inq., 3732.272, ff. 7v-8v.

[31] Pedro de Zalduegui, licenciado y doctor en cánones por la Universidad de San Marcos, tuvo una larga y promisoria carrera en el Santo Oficio, comenzando en 1774 como sacristán de la capilla de San Pedro Mártir, para ascender a capellán mayor en 1779, secretario del secreto en 1787, fiscal en 1792 y finalmente inquisidor en 1803. Peralta Ruiz (2002: 80) anota que su vida pública estuvo rodeada de escándalos, ya que obtuvo el cargo de secretario “con falsas preces, defraudación al Obispado de Trujillo y falsificación de títulos y recomendaciones”, lo que le valió un proceso y pedido de renuncia. El dictamen final del proceso lo absolvió de todos los cargos y posibilitó su ascenso a inquisidor segundo en 1803, pero su reputación no salió ilesa. Pese a eso, en 1816 fue elevado al cargo de inquisidor decano debido a la jubilación de Abarca Calderón.

[32] A diferencia de Zalduegui y Ortegón, José Ruiz Sobrino obtuvo su doctorado en cánones en la Universidad de Santo Tomás de Quito. En 1778 fue designado sacristán de la iglesia matriz de Guayaquil, donde también ejerció el cargo de secretario del obispo de la diócesis. Fue cura y juez eclesiástico del pueblo de Machachi, entre 1784 y 1778, cuando fue promovido al curato de Quisapincha con el mismo cargo de juez eclesiástico. En 1787 fue designado fiscal del Santo Oficio y, en 1816, con la jubilación de Abarca Calderón, ocupó el puesto de inquisidor segundo.

[33] Francisco Abarca Calderón se graduó en cánones en la Universidad de Oñate. Fue catedrático en el colegio mayor del Espíritu Santo y abogado del colegio de Madrid entre 1776 y 1778, cuando fue nombrado fiscal del Santo Oficio de Madrid y honorario del Consejo de la Suprema. En 1784 fue elevado al cargo de inquisidor segundo, hasta que en 1797 fue designado inquisidor decano, cargo que ostentó hasta su jubilación en 1816.

[34] AHN, Inq., 3732.272, f. 9v.

[35] La bibliografía sobre Inquisición y demencia no es muy extensa. Véanse Jiménez de Olivares (1992), Nalle (1992), Sacristan (1992), Shuger (2009), Gacto (2012), Bernabéu (2018) y Ramos (2022).

[36] Sobre el papel del demonio en las colonias ultramarinas véanse Cervantes (1994), Cervantes y Redden (2013), Ciaramitaro (2020) y Estenssoro Fuchs (2003), como introducción al tema.

[37] Sobre el caso de Simón Santiago, hay varios estudios que siguen el caso a partir del pionero Medina (1905), como Báez Camargo (1960), Poggio (2004), Greenleaf (2015), Torres Puga (2015) y Ruiz Martínez (2017).

[38] “(…) este testigo por esto nunca le ha tenido ni tiene por loco sino por bellaco, atrevido, soberbio, desvergonzado y que finge ser loco”, citado por Ruiz Martínez (2017: 163).

[39] Para un muestreo de otras causas suspendidas por demencia o melancolía, en particular en mujeres acusadas de brujería y hechicería, véase Jiménez (1992).

[40] AHN, Inq., 1029, f. 25v.

[41] AHN, Inq., 1029, f. 278r.

[42] AHN, Inq., 1029, f. 11r.

[43] AHN, Inq., 1029, f. 9r.

[44] Sobre las cárceles secretas véase Schaposhnick (2015) y sobre el uso del secreto y el miedo en los acusados véanse Benassar (1984) y Cañeque (1996).

[45] AHN, Inq., 1029, f. 10r.

[46] AHN, Inq., 1029, f. 10r.

[47] AHN, Inq., 1029, ff. 11v-12r.

[48] En un momento se teme que Ludueña haya sido espía de insurgentes (AHN, Inq., 1029, f. 10r), tema candente en el momento, ya que durante la suspensión del tribunal el virrey Abascal había destinado las cárceles inquisitoriales para encerrar a insurgentes (Medina, 1956: 349). Sobre la insurgencia en los últimos años del Santo Oficio limeño, véanse también Guibovich (2017) y Torres Puga (2017).

[49] AHN, Inq., 1029, f. 10v.

[50] Vale notar que Simón Santiago fue, como señalan Medina y Poggio (2004), torturado para desestabilizarlo y desbaratar su fingimiento.

[51] La minoría de edad llegaba hasta los 25 años y hasta entonces al reo le designaban, además de un abogado defensor, un curador, hasta que cumpliera la edad requerida.

[52] AHN, Inq., 1029, f. 12r.

[53] AHN, Inq., 1029, f. 12v.

[54] AHN, Inq., 1029, ff. 12v-13r.

[55] AHN, Inq., 1029, f. 13v.

[56] AHN, Inq., 1029, f. 15r.

[57] AHN, Inq., 1029, f. 15v.

[58] Por ejemplo, Martín de Villavicencio y Salazar, conocido como Martín Garatuza, encarna en su legendaria figura el estereotipo del falso oficiante y personaje picaresco novohispano. Garatuza aparece en la vida de la capital virreinal a partir de su proceso inquisitorial, llevado a cabo a mediados del siglo XVII, y encuentra su camino en la cultura popular mexicana en autores de la talla de Sor Juana Inés de la Cruz y Luis de Sandoval Zapata, hasta la novela que lleva por título su nombre, publicada en 1868 por Vicente Riva Palacio. De tal personaje viene el verbo “engaratusar”, engañar o hacer trampas.

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