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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº17. Mar del Plata. Enero-junio 2023.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

Entre la movilización feminista y la administración de la justicia: los contornos del consentimiento sexual en debate

Cecilia Varela

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Instituto de Ciencias Antropológicas

Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina

ceciliainesvarela@gmail.com

Catalina Trebisacce Marchand

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Instituto de Investigaciones en Estudios de Género

Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina

catalinaptrebisacce@gmail.com

Recibido:        13/09/2022

Aceptado:        01/05/2023

Resumen

A partir de los años 60 los movimientos feministas y homosexuales pelearon por el reconocimiento de la capacidad de las personas para comprometerse en la actividad sexual que decidieran y/o desearan, logrando reemplazar en las democracias occidentales el estándar reproductivo por el consentimiento como regulador de la frontera entre “el sexo bueno” y “el sexo malo”. Nos proponemos explorar los contornos que asume esta cuestión en la contemporaneidad, reconociendo que este período, al tiempo que propicia nuevas libertades sexuales también desata renovadas ansiedades en torno a los límites de una sexualidad aceptable. Así, revisamos los debates en torno al consentimiento que han tenido lugar en dos contextos de disímiles tradiciones socioculturales (Francia y Estado Unidos) donde se han explorado, definido y discutido intensamente -cada una a su modo- sus sinuosos bordes y límites. En el contexto local, el caso Lucia Pérez escenifica algunos aspectos de estas discusiones sobre la “buena sexualidad”. En este sentido, exploramos algunas declaraciones y expresiones públicas que se dieron en ocasión del caso como una plataforma de definiciones sociales sobre el consentimiento sexual.

Palabras clave: feminismos, sexualidad, consentimiento sexual

Between feminist mobilization and the administration of justice: the contours of sexual consent under debate

Abstract

From the 1960s, feminist and homosexual movements fought for the recognition of people's ability to engage in the sexual activity of their choice and/or desire, replacing the reproductive standard - in western democracies - with consent as the regulator of the boundary between “good sex” and “bad sex”. We propose to explore the contours that this question assumes in contemporary times, recognizing that this period, while fostering new sexual freedoms, also unleashes renewed anxieties about the limits of acceptable sexuality. Thus, we review the debates around consent that have taken place in two contexts of dissimilar socio-cultural traditions (France and the United States) where its sinuous edges and limits have been intensely explored, defined and discussed - each in its own way. In the local context the Lucía Pérez illustrates some aspects of these discussions on “good sexuality”. We explore some public statements and expressions that were made on the occasion of the case in our context as a platform for social definitions of sexual consent.

Keywords: feminisms, sexuality, sexual consent.

Entre la movilización feminista y la administración de la justicia: los contornos del consentimiento sexual en debate[1]

“Una distinción difícil e inestable entre de un lado la justicia (infinita, incalculable, rebelde a la regla, extraña a la simetría, heterogénea y heterótrofa) y de otro, el ejercicio de la justicia como derecho legitimidad y legalidad, dispositivo estabilizante, estatutario y calculable, sistema de prescripciones reguladas y codificadas”

(Derrida, 1994: 50)

Introducción

El 10 de octubre del año 2016 la noticia de la muerte de una joven en una ciudad balnearia de la provincia de Buenos Aires saltó a la prensa nacional tras las declaraciones de la fiscal a cargo de la instrucción. La Dra. María Isabel Sánchez en una improvisada conferencia de prensa atribuyó esa muerte a una “agresión sexual inhumana.” Sostuvo que la joven había sufrido un paro cardíaco luego de una violación y a causa del extremo dolor desatado por una penetración anal con un objeto romo. Desestimó, así, la versión de los primeros momentos que vinculaba su deceso a una sobredosis de drogas. Esta primera versión es la que sostuvieron (y lo hacen hasta el día de la fecha) los imputados como responsables de los hechos en el primer juicio que los investigó bajo la hipótesis de abuso sexual y femicidio.

Las palabras de la fiscal se tradujeron en los medios nacionales (gráficos y televisivos) como una muerte por “empalamiento” en un contexto sexual. Imágenes e interpretaciones que desbordaron y sacudieron las redes sociales en pocas horas. La foto de la joven, Lucía Pérez, a sus 16 años de edad, se convirtió en la expresión de una indignación creciente que atravesó el país.

Este estado de conmoción social se produjo pocos días después del multitudinario Encuentro Nacional de Mujeres en la ciudad de Rosario, el primero luego de las masivas movilizaciones del 2015. Desde aquellas manifestaciones del 2015 en repudio por otros trascendidos casos de violaciones y femicidios, se multiplicaron las agrupaciones feministas y su agenda creció en espacios de organización sindical, social y política, en los medios de comunicación, en las instituciones educativas de todos los niveles, en el mundo del espectáculo, entre otros, materializando una capilarización de la perspectiva feminista en el tejido social de los grandes centros urbanos. A partir de esta densa trama organizativa se gestó una movilización para el 19 de octubre que, bajo el nombre de Paro Nacional de Mujeres, reclamó justicia por Lucía. Desde esta fecha hasta la contemporaneidad la foto de Lucía acompaña cada marcha feminista, dando cuenta de que se ha convertido en “una muerte que importa” (Gayol y Kessler, 2018). Una muerte que importa al punto que personalidades de la política de distintos sectores, como la por entonces gobernadora de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, y la ex presidenta de la nación, Cristina Fernández de Kirchner, a menos de una semana de trascendidos los hechos hicieron intervenciones públicas de apoyo a los familiares.[2]

En octubre de 2018, a casi dos años de los acontecimientos, se realizó el juicio oral en la ciudad de Mar del Plata. La fiscalía acusó a los procesados del caso, Matías Farias y Juan Pablo Offidani, de abuso sexual, femicidio y suministro de estupefacientes a menores. Sobre este último punto el tribunal consideró probado, a través de las pruebas presentadas (fundamentalmente testimoniales y conversaciones de celular), un delito de tenencia de estupefacientes con fines de comercialización agravado por ser en perjuicio de menores de edad y condenó a los acusados a la pena de 8 años en prisión.[3]

En lo que respecta a los delitos de abuso sexual y femicidio el debate discurrió en torno a la naturaleza del consentimiento prestado por Lucía a la relación sexual con Matías Farías. De acuerdo a los fundamentos de la sentencia, durante el transcurso del juicio fue probado que el encuentro sexual se desarrolló en un momento en que ellos estaban solos y que Offidani se habrían acercado a la casa tras el llamado de Matías cuando Lucía ya estaba descompensada. Por un lado, la defensa argumentó por la absolución basándose en los peritajes de la Corte de la Provincia de Buenos Aires que sostuvieron la ausencia de signos de violencia sexual y ubicaron la causa de la muerte en “asfixia por congestión y edema pulmonar por causas tóxicas” como la más probable. Por otro lado, la fiscalía sostuvo la responsabilidad de los dos procesados a partir de reclamar la ponderación de la condición de vulnerabilidad de la víctima por la asimetría de la relación, que contemplaba la condición de género, la edad y el carácter de consumidora de estupefacientes. Finalmente, el tribunal resolvió la absolución de los procesados en los delitos de abuso sexual y femicidio sosteniendo la falta de pruebas para determinarlos y cuestionando a la alegada condición de vulnerabilidad sobre la que se asentó la incapacidad de Lucía para consentir el acto sexual, tal como fue argumentado por la fiscalía.

Las repercusiones del fallo conmovieron nuevamente a la opinión pública, a las organizaciones feministas y de derechos humanos. Es importante aclarar que, aunque en la causa algunos aspectos generales consiguieron ser despejados, en la opinión pública existía (y existe aún) una gran confusión, pues persisten relatos sobre un encuentro sexual entre los tres implicados y la joven, al tiempo que la idea de una tortura inhumana, en esa circunstancia, no desaparece. De modo que, ante el fallo, proliferaron notas de repudio en distintos medios y en las redes sociales. La muerte de Lucía Pérez fue y es aún hoy uno de los casos más resonados de los últimos años que se inscribe como emblemático respecto de situaciones de violencia de género.[4] Tomamos aquí la noción de caso tal como la trabajan Gayol y Kessler (2018), no como un caso mediático ni judicial, sino como un caso cuya construcción heurística permite convertirlo en asunto público, cuando otros similares no lo han conseguido. En este sentido, es importante la distinción que establecen lxs autores entre los acontecimientos sucedidos en un tiempo y lugar determinado y el caso como una narración a posteriori construida a partir de la intervención de múltiples actores. Pero, simultáneamente, es necesario también reconocer que algunos elementos de aquel evento pasado tienen un rol fundamental en la transformación de ese suceso singular en un caso.

Pese a que la fiscal de instrucción fue desplazada del caso por sus declaraciones imprudentes en los medios de comunicación, la imagen del empalamiento nunca pudo ser desplazada y sobrevivió junto a otros relatos iniciales como el de la violación grupal. Para las organizaciones feministas se reeditó la percepción de un nuevo escenario de impunidad y en los medios de comunicación se revivió un conocido escepticismo en torno al poder judicial.[5] Otro plano de la discusión lo dieron agrupaciones y abogadas feministas quienes cuestionaron el uso de la historia sexual de la víctima en los fundamentos de la sentencia de primera instancia, donde las experiencias sexuales previas de Lucia habían sido invocadas para desestimar la condición de vulnerabilidad y la incapacidad de autodeterminación que sostenía la fiscalía.[6] En ese camino parecía volverse sobre ciertos vicios del sistema judicial al traer a colación la reputación sexual de la víctima para subestimar las denuncias (Di Corleto, 2006).[7]

En este estado de cosas, que combinaba la muerte de una joven, relatos espeluznantes de sexo y violencia y lo que se vivía entre las organizaciones feministas como una nueva experiencia de frustración frente al poder judicial, se produjeron apasionadas afirmaciones y posicionamientos respecto de las condiciones de posibilidad de aquellos acontecimientos y del trágico desenlace que tuvieron. Como veremos más adelante, diferentes actores políticxs, militantes y comunicadorxs estuvieron convencidxs de la imposibilidad de consentir una relación sexual, especialmente a la luz de su resultado. La falta de la voz de Lucía y su incomprensible muerte jugaron de un modo determinante para la convalidación de estas posiciones. Su muerte, bajo la caracterización social de femicidio, fue plataforma para producir posicionamientos respecto de las posibilidades del consentimiento sexual en nuestro presente.

Estas definiciones en torno al consentimiento sexual debemos inscribirlas en una discusión más amplia y de más largo aliento, surgida con fuerza en la contemporaneidad. De hecho, en el régimen sexual que prevalecía hasta la primera mitad del siglo XX, el consentimiento no era un criterio de legitimación, sino que el sexo era valorado por su funcionalidad reproductiva De allí que sus aspectos no reproductivos fueran considerados delitos o patologías (Carrara, 2015; Vance, 2014; Iacub, 2008). Fue a partir de los años 60, en el marco de las transformaciones del modo de producción capitalista, de la revolución tecnológica de las comunicaciones y de la divulgación de discursos en torno a la sexualidad -entendida como una dimensión fundante del individuo-, que los movimientos feministas y homosexuales pelearon por el reconocimiento de la capacidad de las personas para comprometerse en la actividad sexual que decidieran y/o desearan,[8] reemplazando el estándar reproductivo por el consentimiento como regulador de la frontera entre “el sexo bueno” y “el sexo malo” (Rubin, 1984).[9] Nos proponemos explorar los contornos que asume esta cuestión, reconociendo que este nuevo período, al tiempo que propicia nuevas libertades sexuales también desata renovadas ansiedades en torno a los límites de una sexualidad aceptable (Gregorí, 2014). En el siguiente apartado revisamos los debates en torno al consentimiento que han tenido lugar en dos contextos de disímiles tradiciones sociocuturales, donde se han explorado, definido y discutido intensamente -cada una a su modo- los sinuosos bordes y límites del asunto. En el último apartado, exploramos algunas declaraciones y expresiones públicas que se dieron en ocasión del caso Lucía como una plataforma de definiciones sociales sobre el consentimiento sexual. Para esta exploración utilizamos tanto los fundamentos de la sentencia judicial, como crónicas periodísticas del caso, comunicados de organizaciones de abogadas feministas y amicus curiae ante el tribunal, notas de opinión en publicaciones feministas y otros medios masivos de comunicación.

Perspectivas en torno al consentimiento

El antropólogo Sergio Carrara (2015) plantea un esquema para comprender las transformaciones propiciadas por los cambios culturales de los años sesenta pensándolas como un cambio de régimen de la sexualidad. En el viejo régimen (desde el siglo XIX a la primera mitad del XX) el sexo es codificado por el lenguaje biomédico como una necesidad fisiológica, legítimo en tanto reproductivo y heterosexual y vinculado al destino de la familia, la raza y la nación. Los códigos penales codificaron las prácticas sexuales por fuera de esos fines como delitos, tales como muchas formas de sexo homosexual, o no reproductivo. La idea de consentimiento aquí estaba ausente, dado que practicar alguna forma de sexo “no natural” era sinónimo de “sexo malo” en tanto que constituía una ofensa contra la familia, la raza y la nación.

A partir de los años sesenta, en el marco de un contexto propicio, los movimientos feministas y homosexuales pujaron por desplazar el estándar del deber reproductivo en pos del consentimiento y el placer sexual de los sujetos en cualesquiera fueran sus prácticas sexuales. Así, es posible decir que luego de la revolución sexual de los años sesenta, se dan una serie de discusiones en países del norte global en torno a la descriminalización de algunas prácticas sexuales; aunque surgen otras que serán cuestionadas y criminalizadas. En la nueva matriz emergente, el lenguaje jurídico reemplaza al biomédico y es el que aparece ahora garantizando libertades y derechos a lxs ciudadanxs en pos de su bienestar sexual individual (ya no son la nación, la raza o la biología los asuntos protegidos sino el individuo). La circulación y consolidación de la idea de “derechos sexuales” es el aspecto más visible de la emergencia de este nuevo régimen secular de la sexualidad, acompañado por un estilo de regulación moral que redefinió las fronteras entre “sexo bueno” y “sexo malo”. El “sexo bueno” no podría ya contener los reclamos por el cumplimiento de obligaciones conyugales o cívicas y desoír la felicidad del sujeto o su capacidad de afirmarse en prácticas sexuales congruentes con su supuesta verdad interior. Dicho de otro modo, el “sexo bueno” se define ahora como aquel que contempla legítimamente el deseo del sujeto en la clave del consentimiento.

Pero tempranamente el consentimiento se develó cómo un territorio problemático. ¿Quiénes pueden dar consentimiento sexual? ¿Qué competencias supone la capacidad de consentir? ¿Existen condiciones para el consentimiento? ¿Es posible el consentimiento en condiciones asimétricas? ¿A partir de qué edad pueden consentir las personas sus relaciones sexuales? Y también ¿qué es lo que se protege cuando se penaliza un delito sexual (el honor, la libertad sexual, la integridad sexual)? Todas estas discusiones, centrales en la emergencia del nuevo dispositivo jurídico de la sexualidad, se producen, por un lado, en sintonía con el avance del paradigma de derechos humanos como camino para suplir los evidentes límites del derecho moderno liberal y, por otro lado, de la mano de la sospecha introducida por el feminismo de la segunda ola en torno a una posible expansión de los privilegios masculinos tras la liberación sexual de los años 60. Estas discusiones delimitaron zonas sensibles para la problemática del consentimiento donde se intensificaron disputas, ansiedades, temores y esperanzas para la delimitación de la “buena sexualidad”.

El caso Lucía escenifica de alguna manera, contemporánea y localmente, aspectos de estas discusiones sobre la “buena sexualidad”. En nuestro contexto es posible rastrear diferentes momentos de debates en torno al consentimiento sexual, pero no han estructurado posiciones a partir de controversias públicas y/o conformado tradiciones político teóricas.[10] Sin embargo, es posible reconocer dos influyentes escenarios en el norte global que han recorrido el debate sobre el consentimiento cada uno en su propio sesgo, en función de su historia, del clima cultural y de las características de los movimientos feministas y de las disidencias sexuales: Francia de los setenta y Estados Unidos de los ochenta.

Mientras que en Francia la discusión pareció organizarse en torno a la agencia sexual de los menores de edad, en Estados Unidos el consentimiento se debatió en torno a las condiciones sociales de las mujeres de participar en la pornografía y luego en el trabajo sexual. A continuación, reconstruimos algunos de los argumentos centrales de esas discusiones del norte global que con distinta intensidad han impactado y trascendido en los modos en que localmente se ha discutido y definido la cuestión del consentimiento sexual y la violación. Los dos países nos permiten mostrar diferentes maneras de pensamiento, debate y posicionamientos en torno a la libertad sexual, la violencia y el consentimiento, entre otros asuntos. Ahora bien, de todos modos, es importante señalar que en el marco de la americanización de la modernidad (Lamas, 2008) el feminismo norteamericano ha conseguido ser más influyente tanto en el escenario supranacional como en el local.

Francia, la libertad sexual frente a las instituciones

En 1978 en el contexto un proyecto de reforma del Código Penal francés, una larga lista de intelectuales, entre los/as que figuraban Michel Foucault, Jean-Paul Sartre, Jacques Derrida, Louis Althusser, Roland Barthes, Simone de Beauvoir, Gilles Deleuze, Françoise Dolto, firmaron una carta dirigida al parlamento como una petición de derogación de algunos artículos de la ley sobre la edad del consentimiento y la despenalización de las relaciones consensuales entre adultos y menores de edad, denunciado el sometimiento que producía la ley a través de la condición autoritaria y arbitraria de la misma.

La carta era una tardía expresión de un complejo movimiento iniciado al calor del Mayo del 68, en el que participaron actores diversos con agendas que poseían, al mismo tiempo, puntos de contacto y tensiones. Se trató de un tiempo de creciente radicalización e innovación política que tuvo entre sus protagonistas a las juventudes, a las mujeres, a los homosexuales y a lxs militantes de las izquierdas de perspectivas heterodoxas. Estos movimientos se afirmaban en críticas que desbordaban el eje de la opresión capital-trabajo y ponían en cuestión un amplio espectro de instituciones consideradas opresivas, como la familia, la escuela y las instituciones médicas. En estos cuestionamientos la sexualidad tuvo un lugar central. De hecho, “liberalizar la sexualidad” fue un mandato que acompañó consignas tan importantes y trascendidas como “la imaginación al poder” o “prohibido prohibir”, que se enlazaba con la concepción brindada por el psicoanálisis en torno al carácter sexual de la experiencia humana y en particular de la sexualidad infantil.

Entorno a la libertad sexual como valor se organizan tanto los movimientos homosexuales revolucionarios (Le Front homosexuel d’action révolutionnaire, por ejemplo) como movimientos de jóvenes homosexuales (Front de Libération de la jeunesse) que reclamaban una modificación de la edad del consentimiento sexual, que siguiendo una legislación del año 1945, la ubicaba en un doble estándar: 15 años para las relaciones heterosexuales, pero 21 para las relaciones homosexuales. En definitiva, jóvenes y homosexuales contestaban los límites de su libertad sexual impuestos por las instituciones (Berard, 2014).

Durante el gobierno de Valéry Giscard d'Estaing se modificó la mayoría de edad estableciéndola a los 18 años. Si bien ello impactaba en la edad de consentimiento sexual para las relaciones homosexuales, el doble estándar se reducía, pero se mantenía en el contexto de un gobierno que había otorgado el divorcio por mutuo acuerdo y la legalización del aborto. En este escenario los intelectuales franceses firmaron la carta arriba mencionada como un modo de exigir la eliminación de una discriminación hacia los homosexuales y hacia los jóvenes. En una famosa entrevista radial que dio Foucault —junto con Guy Hocquenghem y Jean Danet en 1978—, él sostenía que es necesario dar credibilidad a la palabra del niño, imaginando que una escucha “atenta y empática” haría posible discernir entre “el régimen de violencia o consentimiento al que fue sometido” (Foucault en Fassin, 2008: 166). Finalmente, en 1982 la nueva legislación admitió una misma edad (los 15 años) para el consentimiento sexual, sin importar la práctica sexual. Por debajo de esa edad, las relaciones sexuales serían consideradas como una infracción sexual punible.

En la era post #MeToo, la cuestión de la edad del consentimiento se reactivó con la publicación de dos libros, La familia grande (2021) de Camille Kouchner y El consentimiento (2020) de Vanessa Springora, en donde se testimonian y denuncian relaciones sexuales del pasado sostenidas por adultos (en algunos casos familiares) con menores de edad. Estos testimonios conmocionaron a la opinión pública porque involucraban a personajes, justamente, de la intelectualidad francesa. En este nuevo contexto se revisaron los viejos debates y posicionamientos sostenidos por la intelectualidad de los años setenta (Castro, 2021). Michel Foucault fue acusado por Guy Sorman, en su libro Mon dictionaire du bullshit (2021), de haber mantenido relaciones sexuales comerciales con menores tunesinos.[11]

A comienzo del 2021 se aprobó por unanimidad una reforma al Código Penal por el que las relaciones sexuales con menos de 15 años pasaban de ser infracciones sexuales a delitos por violación (estableciendo la imposibilidad del consentimiento) con un consecuente aumento de las penas previstas. Algunas voces, nuevamente de intelectuales como De Lagasnerie (2022), contestaron la nueva cualificación del delito por entender que se trata de un medio de persecución moral para algunas relaciones sexuales consentidas y porque en los casos de abuso y/o violación instala unos únicos términos para la intelección del problema que no responden necesariamente a las distintas formas de experienciar esos acontecimientos.[12]

Estados Unidos, las ansiedades frente a la expansión capitalista

En el otro lado del atlántico, apenas unos años después (más concretamente en 1980), Linda Boreman, quien había protagonizado el largometraje reconocido como el fundador de la pornografía moderna, Garganta Profunda, se presentó junto a prominentes feministas en una conferencia de prensa para denunciar los hechos de violencia que había padecido al filmar esa película. Se trata de uno de los momentos cúlmenes en el desarrollo del movimiento anti pornografía en Estados Unidos, que más tarde desembocará en la promulgación de ordenanzas contra la pornografía en algunas ciudades y una investigación ordenada por el presidente Ronald Reagan en torno a los efectos de está naciente industria (Meese report, publicado en 1986).

En el contexto de expansión del capitalismo y de la industria cultural norteamericana, el desencanto respecto de las promesas de la revolución sexual de los años 60 y la conciencia creciente en grupos feministas en torno a la violencia contra las mujeres movilizaron a sectores feministas a la denuncia pública. Inicialmente liderados por grupos que protestaban ante la representación sexista y la cosificación de las mujeres en la publicidad, la industria cinematográfica y los medios masivos de comunicación, el movimiento de denuncia se desplazó hacia una problematización creciente de la industria pornográfica en un giro a la vez táctico y retórico (Bronstein, 2011). Hacia fines de los años setenta el movimiento anti pornografía había comenzado a desplegarse en ambas costas de los Estados Unidos.

Sus militantes argumentaban que la pornografía inducía a la violencia sexista en tanto retrataba a las mujeres como objetos disponibles a ser consumidos por los hombres. El acuerdo que las actrices porno manifestaran en relación a su inserción en la industria era irrelevante ya que el daño presumido era tan grande que la noción de un libre ejercicio quedaba inmediatamente sospechada. Desde la perspectiva de Mackinnon, integrante del movimiento antipornografía que acompañó a Boreman y pionera en la legislación contra el acoso y la pornografía, en las relaciones heterosexuales estructuradas a partir de una asimetría entre varones y mujeres el consentimiento es imposible de darse. En tanto la sexualidad configura un campo de dominación por excelencia masculino no es posible deslindar relaciones consentidas de relaciones no consentidas, todo sexo es una experiencia de violencia. De hecho, Mackinnon introduce en el campo feminista la ponderación de la condición sexual de la violación como lo central de la misma. Mientras que el feminismo, hasta ese momento, había insistido con descentralizar aquella dimensión para poner en relieve la violencia y la voluntad de dominio en el acto de la violación. Ella insistió en que la violación ha sido difícil de definir porque “ha sido definida como algo distinta que el coito, mientras que para las mujeres es difícil distinguir ambas en las condiciones del dominio masculino” (Mackinnon, 1989: 310). Desde su perspectiva, en el terreno de las prácticas sexuales que ponen en relación a varones y a mujeres “la cuestión no [sería] tanto si hubo fuerza como si el consentimiento es un concepto con significado” (Mackinnon, 1989: 318). La defensa que algunas mujeres pueden hacer de su participación en el mercado del sexo queda del lado de una falsa conciencia, producto de la internalización de su opresión en una sociedad patriarcal.

Sin dudas, la posición de Mackinnon es la más extrema, a ella le interesan las continuidades en las formas de violencia implicadas en las relaciones de género y no las discontinuidades. Desde su perspectiva, no sería útil analíticamente distinguir entre la violencia impuesta como violencia - sin consentimiento-, la violencia soportada a falta de otras alternativas —un consentimiento condicionado— y la violencia que no es percibida como violencia —prácticas que las mujeres entienden como parte de sus propias preferencias (Biroli, 2013).

Frente a esta posición emergió lo que pasó a denominarse posteriormente como feminismo pro-sexo en la costa oeste de Estados Unidos. Originalmente esta contestación al movimiento anti-pornografía provino de feministas lesbianas involucradas en la práctica del BDSM (Bondage, Disciplina, Dominación, Sumisión, Sadismo y Masoquismo), una cultura sexual alternativa donde prácticas habitualmente codificadas como violentas formaban parte del repertorio erótico buscado. El BDSM al producir protocolos de acuerdo sobre las prácticas realizadas era, en definitiva, una exploración radical de los límites del consentimiento (Fassin, 2008). Ellas criticaban cualquier distinción entre “sexo bueno” y “sexo malo” que estableciera a priori y por encima del acuerdo de los/las involucrados la valencia de una práctica sexual. No pensaban que la sexualidad fuera en sí misma, o más allá de cualquier configuración histórica, simplemente un campo de dominación masculino (Rubin, 1984).

La discusión fue sintetizada en una obra clásica por Carol Vance (1984) como la tensiones entre peligro y placer; mientras algunas feministas subrayaban el elemento peligro al pensar la sexualidad femenina, otras concebían que la sexualidad podía ser no sólo una vía al placer si no que contenía la capacidad de contestar y reinventar las convenciones de sexualidad y género. Mientras que las primeras ponían en el centro las dificultades y, en algunos casos, la completa imposibilidad de un consentimiento válido en un orden patriarcal, las segundas confiaban en el consentimiento como un modo de producir experimentaciones que desestabilizaran los modelos sexo-genéricos.

Estos desacuerdos al interior del feminismo norteamericano, en lo que respecta a las posibilidades de consentimiento, se han sostenido a lo largo de las décadas siguientes. Si bien el movimiento anti-pornografía perdió su batalla en tanto prevaleció la lealtad liberal hacia la libertad de expresión como valor fundante de la democracia norteamericana, durante la era Bush la campaña contra la trata de personas con fines de explotación sexual logró institucionalizarse y configurar similares límites para el consentimiento en el caso del trabajo sexual. El peso de los Estados Unidos en el arco global logró finalmente expandir esa perspectiva hacia espacios supranacionales, transnacionales y otros estados nacionales (Varela, 2015).

Gregori (2014) sostiene sugestivamente que en la contemporaneidad los términos consentimiento y vulnerabilidad reversionan en el lenguaje de los derechos las tensiones precedentes en el movimiento entre las líneas de placer y peligro (2016). Si en el actual régimen el placer sexual y el consentimiento son los principios legitimadores, ello no evitó que se dibujara una nueva geografía del peligro sexual. Según Carrara (2015) uno de los nuevos peligros ahora viene representado por aquellos que tienen deseos hacia sujetos cuyo consentimiento no se puede presumir, es decir, aquellos seres considerados con incapacidad para desarrollar un correcto discernimiento son identificados como “vulnerables” (trabajadoras sexuales, mujeres, jóvenes) y, por ende, resultarán objeto de políticas de protección.

Sexualidad y poder, entre la disyunción y la fusión

En un texto reciente que revisa las discusiones en Francia en torno al consentimiento, Eric Fassin (2008) encuentra que paradójicamente los argumentos de Foucault parecieran cimentarse en posiciones contractualistas que desdibujan las relaciones de poder, tras las cuales podrían encontrarse sujetos en relaciones de desigualdad. Al defender la competencia del niño de consentir frente a las instituciones que pretenden tutelarlo, el teórico del poder parecía haber eludido y deflacionado el poder en su dimensión constitutiva de los vínculos sociales. Claramente el argumento de Foucault tiene que leerse como una intervención política en contexto, donde estratégicamente ponía en suspenso algunos de sus postulados teóricos.

En el marco de un ejercicio comparativo entre los debates sobre consentimiento, podríamos sostener que Foucault representando posiciones libertarias de un tiempo de revoluciones, con miras a resguardar la sexualidad del ejercicio de la ley, terminaba por generar una estratégica escisión entre sexualidad y poder. Mientras que desde el otro lado del Atlántico, Mackinnon, unos años después, con una lengua de denuncia feminista y en el prometedor despliegue del marco de los derechos humanos, fundía poder y sexualidad en un sentido único, donde la sexualidad para las mujeres siempre era ocasión para el ejercicio del poder y dominio masculino.[13] La estrategia de Mackinnon era hacer del lenguaje de la denuncia de las opresiones una ocasión para la expansión de la lengua liberal del derecho, haciendo de la sexualidad no sólo un espacio politizable sino también legislable.

Desde los años 80, pero especialmente desde la Conferencia de Viena de Naciones Unidas en 1993, donde se reconocen los derechos de las mujeres como derechos humanos, los feminismos han tendido a hacer proliferar esa lengua legal continuando el camino iniciado por Mackinnon.[14] En el marco de este nuevo régimen jurídico de la sexualidad (Carrara, 2015) en los últimos años asistimos a una explosión del lenguaje del consentimiento, consagrado ya definitivamente como el parámetro del “sexo bueno” pero enmarcado en la gramática de los derechos humanos. Fassin sostiene que a través del lenguaje del consentimiento se juega una partida decisiva en lo que refiere a la politización de las convenciones sexuales y de género, hasta hace poco tiempo consideradas como naturales o del orden de las costumbres.

El lenguaje del consentimiento se expandió, así, arrastrando una tensión fundamental: por un lado, la necesidad de afirmar el consentimiento como índice del sujeto, de su capacidad de autodeterminación, y, por otro lado, la sospecha en torno a la capacidad de (¿algunos?) sujetos de brindar de manera lúcida aquel consentimiento. La noción de vulnerabilidad,[15] al combinar una pretensión sociológica, una sensibilidad psicológica y la legitimidad de la lengua legal, se convierte en la (contra)figura en la que se proyectan los temores y ansiedades en torno a los límites de un legítimo consentimiento sexual.

Caso Lucía: entre el consentimiento y la vulnerabilidad

Gayol y Kessler (2018) sostienen que en la historia política argentina las “muertes que importan” han sido centrales para construir demandas sociales y delimitar responsabilidades tanto de lxs ciudadanxs como del Estado. Lxs autores distinguen fases de la historia reciente donde han tomado centralidad distintos tipos de muertes (los casos de gatillo fácil de los años ochenta, los muertos del poder y los casos de muertes por inseguridad de los años noventa, los muertos de la crisis de los 2000, entre otros). En cada una de estas fases las muertes devienen casos a partir de un encuadre ligado a la coyuntura social y política y a los actores movilizados. Es decir, las “muertes que importan” resultan de una intelección específica de los eventos en la que quedan expresados los malestares de un tiempo. El caso Lucía manifiesta, sin dudas, uno de los malestares mayores de nuestro tiempo, vinculado a la demanda de una revisión de las convenciones de género y de sexualidad, donde representaciones de la violencia extrema funciona de marco (de urgencia) para esa revisión.

En la contemplación de la complejidad de los elementos que hacen a la muerte de Lucia, podríamos pensar que en otro tiempo hipotético ella podría haber sido una “muerte que importa” por otras causas, como el consumo de sustancias ilegalizadas. En los años 90 María Soledad Morales no fue un caso de femicidio (aunque hoy hubiera reunido los elementos para ello), sino un caso de “las muertes del poder” porque en su tiempo esas eran las coordenadas de los malestares. En otras palabras, las razones que se atribuyeron a la muerte de Lucía podrían haber sido otras. Pero este argumento es contrafactual. Lucía fue “el caso de femicidio” más trascendido del último calor feminista, que tomó la figura del consentimiento y, su envés, la vulnerabilidad, como medios para la politización del caso y a través de él a las convenciones de sexo-género. Para graficar su centralidad citamos en extenso una crónica de la movilización realizada por una de las referentas del movimiento feminista local.

“Lo que se vivió por entonces, debajo de la lluvia durante la jornada del primer paro nacional de mujeres el 19 de octubre de 2016 (...), fue un sonido de vibración. La potencia feminista que compuso un masivo ‘cuerpo vibrátil’, como lo llama Suely Rolnik (2006). Lo que se escuchaba como temblor era ese grito que se hace golpeándose la boca. Un aullido de manada. De disposición guerrera. De conjura del dolor. Un grito muy viejo y muy nuevo, conectado a una forma de respirar. En aquella fecha se dueló el asesinato, bajo métodos coloniales, de la joven de 16 años Lucía Pérez, en la ciudad de Mar del Plata. Fue violada y empalada hasta morir en los mismos días en los que 70 mil mujeres, lesbianas, trans y travestis nos encontrábamos en el Encuentro Nacional de Mujeres de Rosario (...). Cuando se supo del crimen de Lucía, eran las vísperas del 12 de octubre, fecha que se ‘conmemora’ la ‘conquista’ de América. Por eso la imagen colonial parecía también un mensaje con un texto que no dejaba de escribirse entre líneas: tanto el método como la fecha del asesinato parecían contener pliegues que resuenan en un inconsciente colonial colectivo” (Gago, 2019: 34).

Podríamos decir que el caso detenta dos tiempos. En un primer tiempo predominaron estas representaciones del martirio de la violación grupal y el “empalamiento”. Aunque sus evidencias perdieron fuerza a través de los peritajes de la Junta Médica de la Corte Suprema de la Provincia de Buenos Aires, mantuvieron ecos que resonaron durante y después del juicio. Así, Diana Maffía, una importante académica feminista, tras conocerse la sentencia expresó en un tweet: “Una de las formas patriarcales de la justicia es ‘leer’ la escena del crimen. En el caso del femicidio de Lucía Pérez, de 16 años, las lesiones físicas fueron consideradas compatibles con una relación sexual consentida. Ella no estaba para testimoniarlo, su cuerpo habló, pero…”. En estas pocas líneas Maffía daba a entender que existía un cuerpo que aún hablaba y no había sido bien leído por la justicia. El cuerpo que habla desde este tweet recupera las representaciones del martirio de las declaraciones de la primera fiscal de instrucción y hace de las lesiones físicas señaladas en la autopsia -pero identificadas por los peritos como compatibles con una actividad sexual consentida- la clave para el sostenimiento de la sospecha.[16]

En un segundo momento -que tuvo su punto cúlmine con la sentencia en noviembre 2018- la centralidad del debate pasó por las formas de hacer del poder judicial y la naturaleza del consentimiento sexual, más allá de las evidencias médicas. Así, al día siguiente de que se conocieran los fundamentos de la sentencia en un artículo titulado “‘Lucía tenía sexo con quien quería’ y otras frases para negar un femicidio” publicado en Cosecha Roja se explicó que los jueces habían determinado que si bien Farias le había suministrado estupefacientes a Lucía y que habían mantenido relaciones sexuales todo se había dado “con el consentimiento” de Lucía. La misma nota observaba críticamente que esta conclusión fue fundamentada, por un lado, a partir de las declaraciones de los peritos que dijeron que no hubo lesiones compatibles con agresión sexual y, por otro, en consideración de las conversaciones privadas del Lucía con sus amigxs, por las cuales se podía entender que ella tenía una vida sexual activa que incluía encuentros con personas mayores de edad. El artículo recuperaba los alegatos de la fiscalía y de la querella que sostuvieron la existencia de una relación de poder y dominación entre Lucía y Matías que habría impedido el libre consentimiento. Pero, discute la nota, los jueces entendieron que la asimetría de género que se produce generalmente entre varones y mujeres no estaba presente en este caso, y que, por otra parte, la diferencia de edad (ella 16 y él 23) no era significativa para pensar en una inequidad marcada en términos etarios. Desde las voces feministas que se recuperaban para contestar la perspectiva de los jueces, se sostenía que la dominación tiene carácter estructural y no necesariamente deja huellas físicas.

El repudio al fallo que movilizaron activistas locales alcanzó espacios supranacionales. En una nota publicada en el diario nacional Página 12, Mariana Carabajal informó que el comité de Expertas del Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belém do Pará (Mesecvi) había enviado una carta a la Corte Suprema de la Nación, en la que expresó su preocupación por la sentencia. La abogada rosarina, Susana Chiarotti, representante de Argentina del Comité dijo ante la periodista:

“(...) hay tres cosas que me parecen muy perjudiciales: Primero, el doble estándar utilizado para analizar a la víctima y al/los victimarios. Ante la mirada complaciente de los jueces, la víctima es estudiada minuciosamente y se pone sobre la bandeja toda su vida privada: testimonios de amigas/os, familiares; whatsapps, mensajes, chats. Para ella no hay derecho a la privacidad. Su vida privada, sexual, afectiva, es mostrada en la vidriera, por la defensora de los acusados, sin ninguna restricción. Sin embargo, cuando el fiscal trata de poner en evidencia que el principal acusado visitaba páginas porno, los jueces se indignan y reclaman para él la protección constitucional del art. 19.[[17]] O sea, para él hay principio de reserva y derecho a la intimidad. Para ella, no. Segundo: Hay en el fallo una naturalización de cuestiones aberrantes. Se la plantea a Lucía como alguien independiente, empoderada, que decide a las 9 de la mañana de un sábado ir a drogarse y tener sexo con un señor a quien no conoce, pero que le proveerá de drogas. [Los imputados] contaban con su dependencia de las drogas para accederla sexualmente. No hay ningún análisis en el fallo sobre esto, ninguna opinión. Para los jueces todo fue voluntario. ¿Tienen idea los jueces de la inestabilidad y vulnerabilidad de una adolescente de 16 años que está probando drogas? ¿Hubieran hecho el mismo análisis si hubiera sido su hija?”.[18]

Las discusiones feministas con el poder judicial en el contexto latinoamericano tienen largo aliento y han conseguido evidenciar la estructura misógina no sólo de normativas sino de la lógica del propio proceso judicial penal (Vain, 1989; Birgin, 2000; Rodríguez, 2000; Di Corletto, 2006; Costa, 2014). Desde los años ochenta, feministas y abogadas denuncian el empleo de información de la vida sexual de las mujeres para desacreditar sus demandas. También, desde ese mismo período, se vienen pensando y tejiendo estrategias para sortear un problema que se evidencia de raíces más profundas que la propia burocracia judicial. La construcción de un perfil sexual moralmente indiscutido o el planteo de que la vida sexual de las víctimas no pudiera ser parte de las pruebas a considerar, fueron algunos caminos de resguardo de las mujeres denunciantes de abuso y/o violación, a quienes se les podía cuestionar su consentimiento sobre los hechos denunciados. Vivimos un tiempo en el cual las viejas estructuras del poder judicial conviven con una vibrante discusión que dan abogadas feministas y militantes en torno a las lógicas que organizan el proceso penal. Convencidas de lo necesario y bienvenido de este proceso, vale interrogarnos también sobre los límites de las operaciones que podemos construir y desplegar en este escenario. En el caso de Lucía, la ausencia de una voz en primera persona y el vacío en torno a los acontecimientos que dejarían los nuevos estándares procesales propuestos por la perspectiva de género, parecen ser sustituidos por la incorporación de indicadores abstractos de vulnerabilidad que pasan ahora a constituir los hechos judiciables y a establecer los límites del consentimiento. Así afirmaron las testigos especializadas que declararon en el juicio a pedido de la fiscalía:

“(...) intentamos argumentar porqué creemos que es preciso utilizar la figura penal del femicidio para investigar y juzgar y qué dimensiones creíamos significativas poner en juego para ponderar los contextos de violencia y dominación que operaron en el crimen de Lucía (...) Esos contextos no dejan marcas en el cuerpo y son invisibles para las pericias forenses. Deben por lo tanto ser restaurados por la perspectiva de género. Este es un punto central en la causa de Lucía donde las pericias no constatan la existencia de ‘actos de resistencia’. Nos preguntamos, ¿será que esperaban que Lucía se defienda de una opresión histórica a golpes de puño? Sin embargo, el asesinato se produce en un contexto de dominación donde tres varones adultos usan la droga para vincularse con una joven de apenas 16 años. Una relación claramente desigual. Por ende, no es necesario para identificar un femicidio que exista violencia o agresión física. Esta mirada nos conduce a interpelar el modo en que los operadores judiciales definen y caracterizan la noción de autonomía sexual de las mujeres y las adolescentes como concepto vinculado al consentimiento”.[19]

Así, en este caso, la vulnerabilidad de Lucía fue argumentada en el debate público a partir de la consideración de su edad y de su condición de género,[20] como indicadores determinantes de una situación de subordinación, lo que demandó desplazar otros elementos de contexto y vinculares que hubieran conformado una intelección de los acontecimientos, sin duda, más compleja pero probablemente más fiel a la singularidad del caso.

Se producen así dos movimientos que nos interesa destacar. Por un lado, la (re)construcción de los acontecimientos a partir de indicadores generales de vulnerabilidad, que no siempre recuperan la complejidad de lo social, podría terminar obturando la consideración de situaciones concretas y complejas. Estas situaciones, como pueden ser las derivadas del contexto de clandestinidad en el que se practica el consumo de drogas ilegalizadas también requieren pensamiento, militancia e intervención social. En este sentido, y profundizando en el cuestionamiento, es notorio como algunos marcadores de diferenciación social se absolutizan y aparecen siempre como problemáticos a priori por sobre otros, (la edad, el género, por ejemplo) y difícilmente son puestos en relación a otros marcadores (como la clase) o instituciones que producen a su vez otras instancias de subordinación (como la familia, la educación). Podríamos pensar que son los ánimos sociales, o los malestares de cada tiempo, los que construyen la jerarquía entre estas dimensiones, y que ella no resulta a efecto de los acontecimientos que se intentan capturar.

A su vez, en un segundo movimiento problemático podríamos observar una trasposición de las posiciones sociales de desigualdad de género en las posiciones penales de víctima y victimario. Y en este mismo sentido, vale interrogarnos sobre el riesgo del establecimiento de una relación de determinación o correspondencia necesaria entre las posiciones sociales de desigualdad de género y las categorías jurídicas de víctimas y victimarios, antes que representar la advertencia de una posibilidad. Lasagnerie (2021) denomina a este movimiento el doblete sociológico-represivo. Así, las interacciones son percibidas en tanto inscriptas en relaciones sociales, pero la teoría social que entró por la puerta grande es expulsada luego por la ventana, toda vez que se somete el tratamiento de esas relaciones a un análisis individualizante y criminalizante. Dice Lagasnerie “(...) la sociología es todo o nada. No se puede apelar a ella para aprender las causas y olvidarla para aprehender sus efectos” (2021: 42). Es decir, se retoman las categorías sociológicas de dominantes y dominados, pero para proyectar ahora sobre ellas las categorías individualizantes de victimarios y víctimas y expandir la lógica penal. Al tiempo de tratarse de una operación que ninguna teoría social podría autorizar, otra vez la singularidad del caso queda desdibujada frente a unos universales puestos al servicio de una gestión práctica del conflicto que no redunda necesariamente en una intervención justa.

A modo de cierre

Nuestras sociedades contemporáneas, como cualquier otra organización social, lejos de vivenciar a la ley como un simple medio técnico para la resolución de asuntos (patrimoniales o sociales), mantiene una experiencia moral con ella. El sistema legal, y más ampliamente el universo jurídico, constituye uno de los ordenadores no sólo prácticos sino eminentemente simbólicos. Se trata del dispositivo organizador de nuestras prohibiciones fundamentales (Tonkonoff: 2019), que ha crecido en las últimas décadas tras la pérdida de otros organizadores morales y que encuentra en el escenario penal su territorio más prometedor.

El antropólogo Clifford Geerz (1983) afirma que el presente de las sociedades occidentales está asediado por una “ansiedad legal”. Una ansiedad que surge a efecto de la imposibilidad de aceptar la distancia insalvable entre el hecho y la ley. Una ansiedad que, por otra parte, no para de crecer en la obstinación por intentar eliminar dicha distancia. Como si, de alguna manera, viviéramos bajo la convicción fantasiosa de que la coherencia es una posibilidad en el mundo de las cosas, que la contradicción es una anomalía a extirpar y que un mundo sin conflictos es algo que nos han robado y que la ley o el castigo nos lo puede restituir.

El derecho constituye, sin dudas, una de las aporías centrales de nuestras sociedades. Instaura una distancia entre lo social y las categorías de intelección legal y, paradójicamente, promete conducir una resolución al problemático mundo social. La promesa de justicia y reparación que sólo descansa en la justicia penal, nos coloca frente a una aporía que tiende a producir más malestares e insatisfacción. Los feminismos contemporáneos, como todos los movimientos sociales tomados por la ansiedad de legal de nuestro tiempo, transitan así entre un deseo de justicia que solo puede ser “infinita, incalculable, rebelde a la regla, extraña a la simetría, heterogénea y heterótrofa” y el ejercicio de justicia como “derecho, legitimidad y legalidad, dispositivo estabilizante, estatutario y calculable, sistema de prescripciones reguladas y codificadas” (Derrida,1994: 50). Basculan, así, entre una insatisfacción constitutiva propia del ejercicio del derecho, que sólo puede traicionar las demandas de un deseo de justicia incalculable, y un deseo de justicia que no cesa de reclamar legitimidad a través de la legalidad.

Ofrecer aporías puede dejar sabor a poco, pero la traducción de nuestros deseos de justicia a los lenguajes de los estados liberales es un asunto de una complejidad que las feministas no debiéramos menospreciar. Es posible que no exista un lugar fuera de las aporías y las paradojas, pero sí modos más lúcidos de reconocerlas y de intentar, al menos, explorarlas.

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Cecilia Varela es antropóloga, investigadora de la Carrera de Investigador Científico del CONICET en el Instituto de Investigaciones de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Se desempeña como docente en el Departamento de Ciencias Antropológicas de la FFyL-UBA y docente de posgrado en la Universidad de Lanús. Publicó artículos en revistas y libros nacionales y extranjeros sobre comercio sexual, la campaña anti-trata en argentina y aspectos epistemológicos de la investigación social. Dirigió y dirige proyectos de investigación de UBA y de la Agencia Nacional de Promoción Científica. Compiló junto con Deborah Daich Los feminismos en la encrucijada del punitivismo (2022).

Catalina Trebisacce Marchand es antropóloga, investigadora de la Carrera de Investigador Científico del CONICET en el Instituto de Investigaciones en Estudios de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Se desempeña como docente en el Departamento de Ciencias Antropológicas de la FFyL-UBA y es docente de posgrado en la Universidad Nacional de Lanús y en la Universidad de Tres de Febrero. Publicó artículos en revistas nacionales y extrajeras en torno a la historia del movimiento feminista local de último tercio del siglo XX.

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[1] Este trabajo fue realizado a través del apoyo del FONCyT PICT 2020- 4431 “El paradigma de la violencia de género: saberes, experiencias”. Agradecemos la lectura y comentarios que hicieron del borrador de este texto Vir Cano, Marisa Tarantino y Martin Tornay, sus miradas enriquecieron el manuscrito.

[2] María Eugenia Vidal recibió a los padres de Lucía Pérez. (15 de octubre de 2016). Infobae. Recuperado de https://www.infobae.com/politica/2016/10/14/maria-eugenia-vidal-recibio-los-padres-lucia-perez/. Consultado: 20/07/2022.

La carta de Cristina en la que recuerda a Lucía Pérez. (18 de octubre de 2016). La Capital. Mar del Plata. Recuperado de https://www.lacapitalmdp.com/la-carta-de-cristina-en-la-que-recuerda-a-lucia-perez/. Consultado: 20/07/2022.

[3] Como consta en la sentencia del Tribunal en lo Criminal Nro.1 de la ciudad de Mar del Plata, al llegar a la instancia final de alegatos, la fiscalía desistió de la acusación al tercer imputado, Alejandro Maciel, por todos los delitos. Maciel había sido acusado en primer lugar por colaborar con el encubrimiento del hecho lavando el cuerpo de Lucía. La hipótesis del lavado del cuerpo surgió de la autopsia preliminar en la que la misma médica que afirmó la muerte por dolor extremo, sostuvo que el cuerpo “no tenía olor a sexo”. En la autopsia definitiva con un ateneo de médicos forenses en la ciudad de La Plata quedaron descartadas aquellas dos ideas.

[4] Al calor del repudio y las movilizaciones en torno al caso, en agosto de 2020 el Tribunal de Casación bonaerense dispuso la nulidad del primer juicio y ordenó la realización de uno nuevo. El Tribunal Oral en lo Criminal (TOC) N°2 de Mar del Plata confirmó que el segundo juicio se realizará la primera semana de febrero de 2023.

[5] Nadie es culpable del femicidio de Lucía Pérez. (26 de noviembre de 2018). Latfem. Recuperado de https://latfem.org/nadie-es-culpable-del-femicidio/. Consultado: 20/07/2022; Por qué para los jueces la muerte de Lucía Pérez no fue femicidio. (27 de noviembre de 2018). Cosecha Roja. Recuperado de https://www.cosecharoja.org/por-que-para-los-jueces-la-muerte-de-lucia-no-fue-femicidio/. Consultado: 20/07/2022; Racak, Carolina; Malacalza, Laurana y Caravelos, Sofía (17 de noviembre de 2018). Lucía Pérez: el femicidio en clave judicial. Latfem. Recuperado de https://latfem.org/lucia-perez-femicidio-clave-judicial/. Consultado: 20/07/2022; ‘Lucía tenía sexo con quien quería’ y otras frases para negar un femicidio. (27 de noviembre de 2018). Cosecha Roja. Recuperado de https://www.cosecharoja.org/lucia-tenia-sexo-con-quien-queria-y-otras-frases-para-negar-un-femicidio/. Consultado: 20/07/2022; INECIP (27 de noviembre de 2018). Lucía Pérez: un caso de (in)justicia patriarcal. Recuperado de https://inecip.org/prensa/comunicados/lucia-perez-un-caso-de-injusticia-patriarcal/. Consultado: 20/07/2022; Un fallo que no considera la violencia de género. (27 de noviembre de 2018). Página/12. Recuperado de https://www.pagina12.com.ar/158205-un-fallo-que-no-considera-la-violencia-de-genero. Consultado: 20/07/2022; Sin justicia para Lucía Pérez. (27 de noviembre de 2018). Página/12. Recuperado de https://www.pagina12.com.ar/158104-sin-justicia-para-lucia-perez . Consultado: 20/07/2022.

También las redes sociales fueron medio para expresar repudio y descrédito al fallo judicial. Distintas referentas del feminismo (organizado, institucional, del espectáculo y académico) se manifestaron por Twitter y Facebook en esos días de conocimiento del fallo. También se impulsó una campaña por twitter por la que se invitaba a las personas a postear el siguiente texto: “Me llamo Lucía Perez Montero. En el 2016 fui drogada, violada, empalada y asesinada. Hoy la (no)justicia absolvió a los 3 acusados por mi femicidio. Lo contamos nosotras, porque Lucía no puede hacerlo.” En esta campaña de redes participaron incontable cantidad de personas anónimas, pero también organizaciones sociales, figuras del feminismo y del espectáculo.

[6] Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales – INECIP (2018), Amicus Curiae ante el Tribunal de Casación de la Provincia de Buenos Aires en la Causa “FARIAS Matías Gabriel, MACIEL, Alejandro Alberto y OFFIDANI Juan Pablo s/ Recurso de Casación”; Centro de Estudios para el desarrollo y la Integración regional; CEDIR (2018). La necesidad de humanizar la justicia por todas las Lucía. Recuperado de http://cedirestudios.com.ar/?p=763. Consultado: Consultado: 20/07/2022; Arduino, Ileana y Lorenzo, Leticia (2018). Imposible violar a una mujer tan viciosa. Anfibia. Recuperado de www.revistaanfibia.com/imposible-violar-a-una-mujer-tan-viociosa. Consultado: 10/09/2022.

[7] Estas otras críticas de carácter técnico-políticas a la confección de la sentencia tomaron la forma de un pedido de enjuiciamiento a los jueces del caso. El Jury comenzó en noviembre de 2021, tres años después del pronunciamiento de la sentencia, y el mismo aún está en curso. Ver: Blanco, Patricia. (23 de noviembre de 2021). Suspensión y jury para los jueces que absolvieron a los acusados del femicidio de Lucía Pérez. Infobae. Recuperado de https://www.infobae.com/sociedad/policiales/2021/11/23/suspension-y-jury-para-los-jueces-que-absolvieron-a-los-acusados-del-femicidio-de-lucia-perez/. Consultado: 20/07/2022; Caso Lucía Pérez: suspendieron y enjuiciarán a los jueces que absolvieron a los acusados. (23 de noviembre de 2021). Télam. Recuperado de https://www.telam.com.ar/notas/202111/575674-femicidio-lucia-perez-justicia-reclamo-jury.html. Consultado: 20/07/2022; Suspendieron a los jueces que absolvieron a los acusados del femicidio de Lucía Pérez. (24 de noviembre de 2021). Página/12. Recuperado de https://www.pagina12.com.ar/384590-suspendieron-a-los-jueces-que-absolvieron-a-los-acusados-del. Consultado: 20/07/2022.

[8] Utilizamos las expresiones “decidir” y “desear” unidas, al mismo tiempo, por una conjunción y una disyunción porque partimos de la premisa de que en el terreno de la experiencia humana decidir y desear no resultan equivalentes ni se acompañan necesariamente de manera armoniosa. Por el contrario, pueden resultar asuntos antitéticos donde el sujeto hace experiencia de su división (Lacan, 1963). En este mismo sentido, pero desde una perspectiva teórica alternativa, en torno al consentimiento De Lagasnerie (2022) ha planteado la necesidad de pensar la sexualidad en una lógica del deseo anudada al cuerpo, excedente de la consciencia y de la voluntad.

[9] La distinción entre “sexo bueno” y “sexo malo” proviene de un clásico trabajo de Gayle Rubín (1984) que se propone construir una analítica para comprender la jerarquía de los sujetos sexuados y la distribución de recursos, derechos, privilegios, reconocimiento y respetabilidad en este marco de desigualdad.

[10] Entre esos momentos se podrían mencionar, por ejemplo, el debate parlamentario de 1999 sobre los delitos contra la integridad sexual donde específicamente se buscó proteger la capacidad de autodeterminación en el ejercicio del trabajo sexual, y los debates producidos sobre el consentimiento en el marco de la importación de políticas antitrata que bajo el influjo de los feminismos del norte anularon cualquier capacidad de consentimiento (Varela y Morcillo, 2017). Asimismo, testimonios y publicaciones (como el libro de Miriam Lewin y Olga Wornat Putas y guerrilleras de 2014) revisitaron las relaciones que mujeres detenidas mantuvieron con sus represores durante la última dictadura bajo una nueva óptica feminista que repensaba las posibilidades del consentimiento sexual en esos contextos.

[11] Lo que resulta interesante de los testimonios de Camille y de Vanessa es que se trata de denuncias por abuso y violación en el seno de las relaciones familiares, una de las instituciones que los firmantes de la carta de 1978 denunciaban como problemática para el desarrollo sexual de los infantes.

[12] En este sentido recupera la historia de Samantha Geimer quien a sus 13 años fue drogada y violada por el director de cine Roman Polanski. Geimer publica su libro The Girl en 2013 en donde arremete contra los medios de comunicación, el juez del caso y la lógica de espectacularización con la cual fue tratado todo el asunto. Ella sostiene finalmente que todo ello la impactó más negativamente que la violación por sí misma, en tanto y en cuanto terminaba por expropiarla de su propia experiencia.

[13] Bajo la óptica de Wendy Brown (1995) la subsunción del ámbito de lo sexual al poder que formuló Mackinnon no consiguió extenderse por efecto de sus aciertos analíticos sino especialmente por su eficacia retórica, es decir, por la capacidad de interpelación a través de una explicación sencilla que reinstala un dualismo (de varones y mujeres; de dominantes y dominados, de victimarios y víctimas), en el marco de un mundo cada vez más complejo, de relaciones inestables que solo formalmente pueden ser estabilizadas en categorías estáticas.

[14] Mackinnon, como ya dijimos, expresa una posición extrema de la discusión feminista, pero en otro sentido sus argumentos despliegan al máximo la demanda feminista transversal al movimiento de la segunda ola: “lo personal es político”. Este lema reclamaba producir un cuestionamiento político de las relaciones en general y de las relaciones interpersonales en particular.

[15] Esta noción que surgió originalmente para tomar en consideración las situaciones de subalternidad y atender a los límites de la igualdad jurídica formal es referenciada en nuestro contexto en las Reglas de Brasilia sobre el acceso a la justicia. Para ver alguno de los límites de esta noción incluso desde una perspectiva jurídica puede verse Castilho (2013) y una excelente revisión sobre el interjuego de las nociones de consentimiento y vulnerabilidad en el debate sobre la trata de personas y el abuso sexual infantil se encuentra en Lowenkron (2015).

[16] Citamos en extenso un fragmento de la sentencia en torno al peritaje y los distintos campos semánticos (el médico y el judicial) en los que puede tomar sentido el término “lesiones”: “Lo que se ha probado respecto del encuentro entre Farías y Lucía surge de la esclarecedora reunión de peritos médicos, cuya conclusión resultó unánime (...). La DRA. GABRIELA TINTO, perito médica forense, señaló respecto de las lesiones anales en hora 5 y 6 que ‘la literatura las toma como penetración con fuerza sin ningún tipo de consideración delictiva... hay lesiones antiguas, ninguna actual, hay equimosis, pero no como excoriación, el mecanismo es roce o fricción’. Aclaró que en casos de resistencia quedan lesiones que habitualmente son sangrantes, pero que en el cuerpo de Lucía no se vieron y que ningún lavado hubiese evitado la continuidad del sangrado o de la hemorragia. Descartó por completo un empalamiento ya que no fueron detectados desgarros ni lesiones internas ni intestinales. Afirmó, Tinto: ‘acá no hay causal de muerte por empalamiento, no hay lesión, no hay hemorragia, nada que indique empalamiento’. (...) En torno a [las] lesiones (no recientes) explicó: ‘no es cierto que en relaciones consentidas no haya lesiones, puede haber equimosis o lesiones, no es una cuestión del perito hablar de voluntad y consentimiento, no es una cuestión forense, en las relaciones consentidas puede haber lesiones’”. (Tribunal en lo Criminal 1, Mar del Plata, Causa 4974).

[17] El fiscal en sus alegatos procuró sostener que el descubrimiento en la computadora de Offidani de consumo de sitios pornográficos constituía evidencia de ser una persona que “cosificaba” a las mujeres y por lo tanto habría abusado (o al menos intentado) de Lucía.

[18] Carbajal Mariana (3 de diciembre de 2018). La OEA critica el fallo. Página/12. Recuperado de https://www.pagina12.com.ar/159395-la-oea-critica-el-fallo. Consultado: 20/07/2022.

[19] Racak, Carolina; Malacalza, Laurana y Caravelos, Sofía (17 de noviembre de 2018). Lucía Pérez: el femicidio en clave judicial. Latfem. Recuperado de https://latfem.org/lucia-perez-femicidio-clave-judicial/. Consultado: 20/07/2022.

[20] En la instancia judicial también se argumentó sobre su vulnerabilidad a partir de considerar su condición de consumidora de estupefacientes. Este argumento no estuvo presente en el debate público, pero en el juicio tuvo el mismo peso que la edad y su género como mujer.

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