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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº15. Mar del Plata. Enero-junio 2022.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

                                                                           

“Ropa hecha”. Trabajo y consumo de indumentaria masculina

en roperías de la ciudad de Buenos Aires, 1851 – 1870

Gabriela Mitidieri

Instituto de Investigaciones de Estudios de Género,

Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires,

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

gmitidieri@gmail.com

Recibido:        20/09/2021

Aceptado:        23/05/2022

Resumen

El presente artículo propone una aproximación a espacios de trabajo y consumo de indumentaria masculina en la ciudad de Buenos Aires a mediados de siglo XIX. Explorar tales sitios resulta clave para interrogarnos, en primer lugar, por las formas que adoptó la industrialización del trabajo en este contexto: la fragmentación de las tareas comprendidas en la confección de ropa y la incorporación creciente de mujeres con nociones de costura en las labores del taller. En segundo lugar, ingresar a las roperías de la ciudad hace posible indagar en las prácticas de adquisición de vestuario entre los hombres de la ciudad: ¿cuánto costaba vestirse? ¿Cuánto duraba la ropa? ¿Dónde conseguían sus ropas los trabajadores pobres de Buenos Aires? A través de un análisis de avisos clasificados, expedientes del Tribunal de Comercio, registros impositivos, cédulas censales, entre otras fuentes, este estudio busca iluminar experiencias cotidianas de labor y consumo de trabajadores y trabajadoras a lo largo de dos décadas en esta ciudad.

Palabras clave: roperías, ropa hecha, costureras, sastres, dependientes, ciudad de Buenos Aires, siglo XIX

“Ready-made clothes”. Labor and consumption of men’s clothing

in slop-shops of Buenos Aires City, 1851-1870

Abstract

This article proposes an approach to work spaces and consumption of men's clothing in the city of Buenos Aires in the mid-nineteenth century. Exploring such spaces is key to question, first, about the forms that the industrialization of work took in this context: the fragmentation of the tasks involved in the making of clothes and the increasing incorporation of women with notions of sewing in the workshop work. Second, entering the city's slop-shops allows us to inquire about the clothing acquisition practices among the city's men: how much did it cost to get dressed? How long did the clothes last? Where did the poor workers of Buenos Aires get their clothes? Through an analysis of newspapers ads, Commercial Court files, tax records, census sheets, among other sources, this study seeks to illuminate the daily labor and consumption experiences of male and female workers over two decades in this city.

Keywords: slop-shops, ready-made clothes, seamstresses, tailors, clerks, Buenos Aires city, 19th century

Ropa hecha”. Trabajo y consumo de indumentaria masculina

en roperías de la ciudad de Buenos Aires, 1851 – 1870

Introducción

El 5 de marzo de 1851, el sastre Diego Gibson publicó un anuncio en el Diario de la Tarde para difundir los servicios de su tienda de la calle Victoria, a metros del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires. Además de comentar los nuevos géneros importados recibidos, se ocupaba de defender la confección a medida por sobre la simple venta de ropa hecha. El sastre hacía referencia a roperías y sastrerías que vendían vestuario en talles estandarizados, en su mayoría, importados. Criticaba la “confección descuidada” de “esos trages destinados a ‘pacotilla’” y señalaba su carácter de “pasado de moda” –por ser “la borra de lo que queda” de los fabricados en Europa–.  Afirmaba que contaba con un sistema de trabajo en el que “sale hecho un paletot [[1]] de primera clase” por la quinta parte del valor de aquellos importados.[2] Gibson intentaba así posicionar su trabajo de confección a medida frente a la abundancia de negocios que le competían en oferta de vestuario barato.

Roperías, depósitos de ropa hecha, baratillos: con estas diferentes denominaciones auspiciaron sus servicios establecimientos que tenían en común la venta de indumentaria para hombres y niños –aunque algunos ofrecieron vestuarios para mujeres- en talles estandarizados. Es decir, no hechos a medida. Se trataba de prendas baratas de origen inglés, otras de mayor valor provenientes de Francia y también ropa confeccionada en la ciudad. La estandarización de los talles no era nueva: desde el siglo XVII en Inglaterra, Francia, Países Bajos, Italia y España se observaba la aparición de este tipo de indumentaria. La difusión de tratados de geometría que permitían la realización de patrones para representar en dos dimensiones la tridimensionalidad del cuerpo, fue puesta al servicio de la necesidad de confeccionar prendas similares en gran escala: indumentaria militar, hábitos para el clero y uniformes para niños y niñas internados en colegios de la ciudad (López Barahona y Nieto, 2011). Tras la revolución industrial, dicha estandarización promovió el consumo de textiles por parte de distintos sectores sociales, en particular de aquellos que no podían costear un traje hecho a medida, tanto en Europa como en distintos puntos del globo. Desde la revolución de independencia hasta comienzos de la década de 1850 la exportación de textiles ingleses constituía entre el 76% y el 93% de las exportaciones totales de Gran Bretaña hacia Sudamérica cada año (Llorca Jaña, 2011: 822). Géneros y prendas podían adquirirse en casas consignatarias de origen inglés situadas en Buenos Aires. Pero además de esas tiendas, a finales del gobierno de Juan Manuel de Rosas, comenzaron a proliferar roperías en la ciudad.  Esta tendencia continuaría hasta los primeros años de la década de 1870, cuando un nuevo tipo de espacio de producción y consumo, las grandes tiendas, destronaría a las roperías de su rol de proveedor de prendas en talles estandarizados (Baldasarre, 2021: 29-64).

El presente artículo tiene como objetivo indagar en la dinámica de trabajo y consumo que promovieron las roperías de la ciudad a mediados de siglo XIX. Argumenta que fueron espacios clave tanto para interrogar las formas del vestir de los trabajadores como para explorar el modo en el que la industrialización de la actividad de confección se apoyó en una marcada división sexual del trabajo, convirtiendo las labores de aguja en una de las principales fuentes de empleo femenino en la ciudad. El recorte temporal propuesto recupera un padrón de establecimientos industriales realizado en el año 1851, así como avisos clasificados de la época, para explorar roperías en funcionamiento sobre el final del período rosista. Se nutre luego de un análisis de prensa periódica, expedientes judiciales y almanaques comerciales a lo largo de las décadas de 1850 y 1860, para observar las prendas ofertadas y la organización del trabajo en tales sitios. Se busca indagar en el fomento al trabajo de confección que implicaron los sucesivos conflictos bélicos entre el Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina en materia de demanda de uniformes.

En su estudio clásico acerca del mercado laboral en Buenos Aires entre 1850 y 1880, los historiadores Hilda Sábato y Luis Alberto Romero (1992) se propusieron mostrar una tendencia ascendente hacia la extensión del trabajo libre y asalariado, así como el abandono de pautas artesanales de organización del trabajo. Centrar la mirada en las décadas de 1850 y 1860, como este artículo propone, ilumina de qué manera la industrialización de una actividad como la de la confección se nutrió a la vez de la presencia de artesanos formados en el oficio de sastre y de la difusión de las habilidades de costura entre mujeres durante la primera mitad del siglo XIX y en adelante.

Por su parte, en una investigación clave para abordar los cruces entre mundos del trabajo y prácticas de consumo a fines de siglo XIX, Fernando Rocchi (1998) indagó en conformación de un mercado de bienes al alcance de trabajadores y trabajadoras, entre los cuales se encontraba la ropa hecha a bajo precio. La presente pesquisa busca poner de relieve que, más allá de miradas impresionistas de los propios contemporáneos -que observaban asombrados el crecimiento fabuloso de la ciudad y su gente hacia el 900-, la experiencia de las roperías en las décadas centrales del XIX puede matizar la novedad de tales consumos y de ciertas formas de organizar el trabajo.

En sus respectivas investigaciones en torno al período rosista, Ricardo Salvatore (2018) y Marcelo Marino (2013) señalaron la importancia del vestuario masculino tanto para hacer visible la adhesión a la causa federal como para distinguir clases sociales y, en particular, hombres susceptibles de ser enrolados para el ejército. La propuesta de este artículo es explorar los años finales de aquel período y observar prácticas de moda y consumo de ropa entre hombres de la ciudad para indagar en las pervivencias y en las mutaciones luego de Caseros.

El artículo se organiza de la siguiente manera. En un primer apartado, me interrogo por las formas de conseguir vestuario, abiertas a distintos hombres de la ciudad y describo la oferta de ropa hecha que podía encontrarse específicamente en roperías. En un segundo momento, exploro los arreglos de trabajo habidos en esos establecimientos, la división generizada de las tareas y las calificaciones demandadas. Por último, sintetizo los principales ejes y aportes posibles que se desprenden del artículo.

Vestirse en la ciudad

Hacia 1851, el padrón de establecimientos industriales y de casas de comercio de la ciudad contabilizó 56 sastrerías, 15 tiendas de modista y una tienda de ropa hecha. De acuerdo al padrón, había otros establecimientos donde podían adquirirse prendas importadas listas para usar: las casas consignatarias, en su mayoría de origen inglés, como aquella que administraba George Temperley en la calle Merced.[3] El Diario de la Tarde por aquel entonces auspiciaba a sastres como Gibson, mencionado al inicio, y también a sastrerías como la de Paladio Sanglas, que además de confecciones masculinas a medida ofrecía ropa hecha importada como chaquetas o chaponas y sobretodos de invierno. Existían también por aquel entonces baratillos donde era posible adquirir gorras, pañuelos, guantes y piezas de género a bajo precio.[4] Como señaló Salvatore, durante el rosismo se buscó enaltecer la vestimenta masculina del hombre de campo, -el poncho, la camisa y el chiripá-, adoptándola incluso como uniforme militar para algunos cuerpos, como se observa en la representación del soldado de la guardia de Rosas (Imagen 1). Puede apreciarse en la imagen a un soldado vistiendo una camisa roja propia de las tropas federales sobre una camisa blanca, gorro de manga, el chiripá cubriendo el calzoncillo y en sus pies botas de potro. No obstante, en la ciudad, aquellos que podían costear el trabajo de sastres solían adquirir levitas y fraques –vestuario con el que se solía caricaturizar a los opositores unitarios-, engalanados con alguna divisa punzó que marcaba la adhesión a la causa federal (Salvatore, 2018: 169-177). El retrato de Miguel Otero (Imagen 2) permite observar tal indumentaria y también el moño federal característico.

Imagen 1: Raymond Monvoisin “Soldado de la Guardia de Rosas”, 1842.

Fuente: Wikimedia. https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Monvoisin,_Raymond_-_Soldado_de_la_guardia_de_Rosas_-1842.jpg. Consultado en 10/03/2022.

Imagen 2: Daguerrotipo tomado por J. A. Bennet en Buenos Aires, 1845.

Fuente: Museo Histórico Nacional (MHN 12336).[5]

Imagen 3: Moño federal.

Fuente: Museo Histórico Nacional (MHN 2630).

Luego de la Batalla de Caseros, que implicó la caída del gobierno provincial de Juan Manuel de Rosas, una serie de reacomodamientos políticos e institucionales terminaron por separar de modo definitivo al territorio bonaerense de la Confederación Argentina. El flujo de inmigrantes que se había incrementado durante la década de 1840 mantuvo su tendencia. El nuevo proyecto de gobierno promovió reformas edilicias en el área urbana, a través de la inauguración de mercados de abasto, un muelle de pasajeros, la creación de la municipalidad, la extensión del alumbrado a gas y la instalación de la primera vía férrea. En 1855, el Censo de Población de Buenos Aires contabilizó alrededor de 92.000 habitantes para la ciudad capital. Un 41% de esa población era de origen migrante. Ese mismo año se publicó el Almanaque Comercial y Guía de Forasteros para el Estado de Buenos Aires, en el que se contabilizaban 15 casas de modista, 81 sastrerías y un total de 349 locales que comprendían el rubro de ropería, tiendas y mercerías en los que podían adquirirse prendas de ropa hecha.[6] Estos 445 establecimientos se encontraban en un radio de diez cuadras alrededor de la Plaza de la Victoria, centro político y económico bonaerense. Un Anuario General de Comercio editado ese mismo año destacaba un total de 28 tiendas específicamente ocupadas de la producción y venta de ropa hecha, administradas algunas de ellas por sastres de la ciudad como Paladio Sanglas, Benito Turdera o Manuel Rodríguez.[7] La tienda de Temperley, antes casa consignataria, aparecía en el Anuario como establecimiento de ropa hecha.[8]

En materia de vestuario, el período que se abría tras Caseros marcó algunas modificaciones en la indumentaria masculina. Se abandonaba el color punzó y el grana, que se asociaban al período rosista, realizándose incluso quemas públicas de divisas federales de ese color.[9] También, en la prensa y en escritos de políticos de la época, se enfatizaba el gusto por el vestuario al estilo europeo como signo de civilización y modernidad. Si bien la moda femenina tenía un lugar predilecto en la prensa (Hallstead, 2004; Garabana; 2020), El Nacional, dirigido por Domingo F. Sarmiento, contaba con notas críticas sobre el vestuario de caballeros en las fiestas que se realizaban en el Club El Progreso, de reciente creación. En 1860, distintas notas reseñaron la rivalidad entre el frac y la levita en aquellos eventos.[10]

En la calle de la Merced, las roperías abundaban. Pero dos en particular, casi contiguas, competían en oferta de indumentaria para hombres y niños y auspiciaban sus tiendas con vistosos avisos publicados en las últimas páginas del diario. La ya mencionada ropería del inglés George o Jorge Temperley y el Depósito de Ropa Hecha de Cayetano Descalzo, se ubicaban en Merced Nº 62 y Nº 35 respectivamente. Ofrecían vestuario importado y enumeraban puntillosamente en aquellos avisos todas las prendas que recibían de forma regular desde París.[11] Levitas de casimir, de paño, de seda; sacos de lustrina, pantalones de brin; sombreros de castor, de paja y de terciopelo; pañuelos, medias, calzoncillos de hilo, corbatas, entre muchos otros, podían encontrarse en sus tiendas.

Imagen 4: Aviso El Nacional.

Fuente: Hemeroteca de la Biblioteca del Congreso de la Nación. Aviso El Nacional, 5 de diciembre de 1855, p. 3.

También aseguraban que en sus tiendas se cortaba toda clase de ropa para hombres y niños, haciendo referencia a indumentaria de confección local. En los avisos de “baratillos” o “depósitos” de ropa hecha que ofertaban indumentaria importada, se destacaba el nombre del buque europeo por el cual habían ingresado las prendas. Se mencionaban con mayor énfasis aquellos provenientes del puerto del Havre, en la región de Normandía, los cuales traían lo último en materia de moda francesa.[12] En las páginas del diario también solían publicarse los listados de despachos de aduana, en donde se consignaban las mercaderías importadas y el empresario que las recibía. Debajo del ítem “Artículos franceses”, en septiembre de 1860, figuraba el cargamento arribado a nombre de Jorge Temperley, conteniendo camisas, calzoncillos y baúles de ropa hecha para el verano.[13] Parecía confirmarse aquel dicho del sastre Gibson: con la finalización del otoño en el hemisferio norte, era exportada desde Europa hacia Sudamérica “la borra de lo que quedaba” de la moda estival allí concluida.

Además de ofrecer ropa hecha importada y prendas de confección local, las roperías también habrían comprado ropa nueva o usada que hombres y mujeres de la ciudad vendían allí, para luego revenderla a precios más elevados. Hacia 1858, la ropería de Cayetano Descalzo cobró notoriedad tras haber sufrido un robo. El ladrón, tras sustraer las prendas, procedió a venderlas en una pulpería, y luego su comprador intentó revenderlas en la misma ropería de Descalzo.[14] Esta noticia ponía de relieve, el circuito de compra-venta de las prendas y su cualidad de portadoras de valor. La re-venta de ropa usada o de ropa adquirida de forma ilegal ubicaba a la ropería como parte de un entramado de rebusques de supervivencia del que participaban hombres y mujeres de la ciudad.

El vestuario como marca de diferencia social

En 1855 fue publicado en el diario El Nacional un listado de jornales de trabajadores y trabajadoras de la ciudad.[15] Tal listado informaba que un peón de albañil o de carpintero recibía entre 25 y 35 pesos diarios; entre 18 y 30 un peón de saladero; un changador entre 25 y 40 y un zapatero entre 20 y 25. El jornal de una costurera, por su parte, rondaba un monto entre los 15 y 24 pesos.

¿Qué prendas podrían costear estos sueldos? Un pantalón comprado en una sastrería valía entre $40 y $130; los fracs y levitas entre $150 y $300; un chaleco entre $60 y $80 y una camisa alrededor de $50.[16] En las tiendas de mercería, “baratillos” y depósitos de venta de ropa hecha de menor costo tales prendas podían conseguirse a la mitad de ese valor.[17] Hombres de bajos recursos en la ciudad también podían apelar a otras estrategias para garantizar su vestuario. Salvatore señaló que ya durante la década de 1840 existía un mercado clandestino de compra-venta de uniformes usados que aseguraba a los hombres de la campaña rural bonaerense acceso a ropa barata (2018: 190). En abril de 1857, El Nacional publicó una solicitada del 5º Batallón de Guardia Nacional en la que se amonestaba a aquellos ciudadanos que vestían su uniforme no estando en servicio, al usarlo “en trabajos ordinarios”.[18] Al día siguiente, el jefe del batallón reforzaba la advertencia al señalar que quien fuera encontrado portando uniforme en tareas civiles sería castigado con quince días de arresto.[19] Esto permite afirmar que probablemente tales soldados no contaran con otra indumentaria para vestirse además del uniforme provisto.

También los veteranos que habían combatido en las guerras de independencia podían hacer valer los servicios prestados a la patria y reclamar en momentos de pobreza que se les otorgase un uniforme para su vestido. Tal fue el caso de Juan Manuel Posadas, un anciano de casi 80 años que había servido en el ejército al mando de Manuel Belgrano en las batallas de Ayohuma (1813) y Sipe Sipe (1815) en el Regimiento Nº 6 de Pardos y Morenos.[20] En agosto de 1855, el entonces comisario de guerra y marina Bartolomé Mitre dispuso que “se entregue al soldado inválido Juan Manuel Posadas” una chaqueta de paño, un pantalón de bayetón, dos camisas, dos calzoncillos y un par de zapatos.[21]

Además del ejército, algunas ocupaciones laborales también suponían la entrega de vestimenta por parte de los patrones. Niños y jóvenes de ambos sexos que se empleaban en el servicio doméstico o que eran colocados como aprendices de oficios o dependientes, solían recibir prendas de vestir de parte de sus patrones como parte de la remuneración o contraprestación esperada.[22] 

Hacia 1861, El Nacional publicó una carta de lectores que firmaban “Unos Guardias Nacionales que dejan a sus familias”. Allí, este grupo de soldados que se disponía a salir rumbo a la Batalla de Pavón protestaba públicamente por la decisión municipal de prohibir las casas de empeño o montepíos de la ciudad.[23] Se trataba de establecimientos que favorecían a trabajadores y a trabajadoras pobres, tanto por la posibilidad de adquirir bienes usados de uso corriente a menor precio, entre los cuales se contaba la vestimenta, como por el hecho de proveer algo de dinero en efectivo en momentos de necesidad. Analizar esta publicación junto con aquella amonestación por el uso de uniforme a los guardias nacionales en la ciudad, hace posible estimar el escaso poder adquisitivo de estos hombres y sus familias. Hacia el final de esa década, quedó registro en el mismo diario de la existencia de ropavejeros en la ciudad que compraban y vendían prendas de vestuario usadas.[24] 

Imagen 5: Esteban Gonnet, “Carretas de Campaña”, 1864.

Fuente: Wikimedia. https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Gonnet_Carretas.jpg. Consultado: 10/03/2022.

Esta imagen del fotógrafo Esteban Gonnet, presuntamente tomada en las inmediaciones del Mercado de Constitución, en la periferia sur de Buenos Aires, permite apreciar el contraste entre dos modos de vestir de hombres que vivían de su trabajo en la ciudad hacia 1864. En cuclillas, al pie de la carreta, un hombre y dos niños, probablemente trabajadores de campo que trasladaban sus productos hasta la ciudad, lucían chiripá, camisa y sombreros gastados. De pie, junto a ellos, tal vez un inspector del mercado que revisaba las carretas que llegaban, lucía un vestuario que podría haber sido adquirido en una ropería. El traje en talle estandarizado, sin ajustes sobre la medida del propio cuerpo, se adivina en la caída de la línea de hombro hacia el brazo, así como en el largo excesivo de las mangas y el ruedo del pantalón. No obstante, la calidad de las prendas y de los géneros a partir de las cuales estaba confeccionada –así como el hecho de ir calzado y portar un sombrero más elegante y urbano- resultarían marcas de diferenciación social entre los hombres de la imagen

¿Cuánto duraba la ropa? ¿Cada cuánto era necesario reponerla? Es probable que aquellas personas con menor poder adquisitivo contaran con uno o dos trajes que debían mantener todo lo que fuera posible, a través de remiendos periódicos. La lectura de una demanda judicial del año 1861 que involucró a un sastre y a su cliente permite acceder a información sobre pautas de consumo de quienes podían costearse un traje a medida. El señor Bernabé Quintana se rehusó a pagar una cuenta por un total de tres levitas hechas en un año. En su defensa señalaba que “parece imposible de creer que en el escaso tiempo de menos de un año pueda persona alguna gastar tanta ropa”.[25]

Las roperías como espacios de trabajo

A través de un expediente en el que se registró el remate de existencias de una ropería en 1856, es posible imaginar el espacio de trabajo de dicho establecimiento. Al ingresar, los clientes se encontraban con un gran mostrador en el que se realizaba el despacho de las prendas. Al fondo, un mostrador similar funcionaba como mesa de corte en la que trabajaba el cortador del lugar. Había un banco para colocar ropa, una tarima de coser, dos mesas, dos planchas de sastre y seis sillas. Tal vez allí realizaran su labor algunas costureras. Dos espejos permitirían que los clientes lucieran las prendas puestas. Dos quinqués o lámparas de aceite iluminaban el lugar al caer el día.[26] Ese mismo año, una ropería se auspiciaba en el diario como “Baratillo: todo hecho en el país”. Aprovechaba el aviso para demandar 4 costureras, 2 de chaleco y 2 de pantalón, “buenas y con garantías”.[27] Sin embargo, al difundir sus servicios, estos establecimientos solían destacar, no a tales costureras, sino al artesano cortador, a cargo de ejecutar el corte de géneros con rapidez y precisión.[28]

La estandarización de la vestimenta fragmentó el proceso de confección de las ropas y multiplicó las operaciones en tareas distintivas dentro del espacio de trabajo.  Implicó la ponderación de ciertas habilidades, por lo general tareas de corte de géneros, realizadas por hombres, y la descentralización de labores de costura, las que comenzaron a ser entendidas como de menor calificación y atribuidas a mujeres, que cosían a veces en el taller y otras en sus sitios de morada. La difusión de habilidades de costura en escuelas públicas y privadas para niñas, pudo haber extendido la consideración de que coser era una labor feminizada, sencilla de aprender y, por tanto, de menor calificación y más barata de contratar. Ya desde comienzos de siglo XIX, las pocas niñas que asistían a escuelas de primeras letras en la ciudad, como Mariquita Sánchez, aprendían allí nociones de bordado y costura.[29] La historiadora Magdalena Candioti analizó que en un pleito para disputarse la potestad sobre una niña liberta llamada Juana en al año 1824, Juan Vitón, el antiguo amo de la madre de Juana, señalaba los gastos hechos para “pagarle la escuela pa’ que le enseñasen con perfección a leer y coser” (Candioti, 2019: 14). Esto podía ser indicio de la costura como una habilidad necesaria dentro del trabajo doméstico gratuito que se esperaba por parte de la niña. En 1855, 5844 mujeres declararon la ocupación de costureras en la ciudad[30] y 1239 niñas asistían a las catorce escuelas públicas administradas en la ciudad por la Sociedad de Beneficencia, presidida por una ya anciana Mariquita.[31] Allí aprendían lectura, escritura, aritmética, y costura y bordado. Una nota aparecida en el diario El Nacional en julio de 1856 señalaba que coser era el oficio de moda entre las mujeres y que hasta “la más andrajosa” pretendía pespuntear como ninguna.[32] El cronista consideraba que no hacía falta una gran formación para ganarse la vida a través de la costura, subrayando su cualidad de oficio poco calificado.

Algunas de estas costureras trabajarían en roperías, sastrerías o tiendas de modista, pero la gran mayoría lo haría desde sus domicilios. En 1861, El Nacional publicó una breve pieza teatral en la que un grupo de mujeres llegaba hasta un establecimiento de ropa hecha para entregar las piezas cosidas y recibir así la remuneración correspondiente. El dueño de la tienda solo retribuía a algunas, argumentando no tener dinero para pagar a todas. Una de ellas señalaba que vivía muy lejos, que por favor le pagara, pero su pedido no tenía éxito.[33] Esto resultaría evidencia de que, aunque las roperías se encontraban en el centro de la ciudad, las trabajadoras que cosían para dichos establecimientos habrían residido en ocasiones en la periferia urbana.

A lo largo de la década de 1850, la ocupación de cortador comenzó a ser cada vez más demandada tanto desde sastrerías como de roperías.[34] También existieron sastres que auspiciaron sus servicios como cortadores en las mismas páginas.[35] El cortador era un sastre que dejaba de lado el conjunto de habilidades aprendidas en el oficio para centrarse en la que probablemente fuera la más apreciada, la que permitía aprovechar al máximo y tratar con cuidado géneros de gran valor: el arte de cortar. La consideración de que tal habilidad era prueba de una mayor calificación, podía llegar a remunerar a estos artesanos hasta $1200 mensuales, a diferencia de lo que ocurría con la valoración social y laboral de la costura femenina.[36] De todos modos, ciertos sastres de la ciudad comenzaban a resentir esa fragmentación de las habilidades que componían el oficio. Hacia 1857, la incipiente Sociedad Filantrópica de Oficiales Sastres, elevaba a la Municipalidad su reglamento, en el que constaba que no se admitirían ni patrones ni cortadores en su organización.[37] 

Costureras de uniformes

La oferta de uniformes militares que auspiciaban ciertas roperías de la ciudad involucraba otro tipo de arreglos de trabajo. Algunos empresarios roperos se presentaron a convocatorias abiertas por el gobierno de Buenos Aires para abastecer de vestuario para el ejército en tiempos de enfrentamientos con la Confederación Argentina. El 29 de octubre de 1861, a poco más de un mes del enfrentamiento militar entre el ejército de Buenos Aires y el de la Confederación Argentina en la batalla de Pavón, el diario El Nacional publicaba una breve crónica sobre la tienda de don Ángel Martínez. De acuerdo con el periodista que describía la escena, desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche, en la puerta de la tienda, sobre la calle Defensa, se aglomeraban mujeres que se ganaban la vida cosiendo indumentaria militar por piezas. Piezas que eran previamente cortadas por sastres o cortadores: “‘Viva la guerra’, gritaban algunas. ‘¡Guerra a todo el mundo para que a las pobres no nos falten costuras!’ Pero que sea siempre de Ángel Martínez, el contratista que paga bien las costuras y protege a las pobres”.[38] 

En mayo del año anterior, el gobierno del Estado de Buenos Aires confirmaba a Martínez como el empresario elegido para abastecer de 4400 gorras, 4400 corbatines, 2200 camisetas de paño, 2200 valijas de lona y 4400 chiripás de paño a la caballería; 3800 blusas de lienzo gris a todos los cuerpos del ejército, y 1600 pantalones de paño a la infantería y la artillería.[39] Es posible afirmar que la producción de tal volumen de indumentaria habría afianzado un modo de organizar el trabajo a gran escala, consolidando la división de tareas entre las realizadas por el cortador y las confecciones por pieza hechas por mujeres en sus domicilios.

Los establecimientos de ropa hecha continuarían dando trabajo a costureras de la ciudad a lo largo de la década de 1860. La historiadora Valeria Pita distinguió los arreglos laborales de trabajadoras pobres de la ciudad como la costurera Tránsito Gómez, quien declaró hacia 1865 que se mantenía a través del “pequeño producto de las costuras con que la favorece un tendero hace tiempo” (Pita, 2020: 125).

Años después, una ropería de la calle Perú 77, publicaba avisos demandando trabajadoras especializadas en la costura de camisas y calzoncillos.[40] Hacia 1869, la ciudad había casi duplicado su población y se contabilizaban 7097 costureras en la capital y 8122 en la campaña circundante.[41] Pero además de costureras y cortadores, también jovencitos ocupados como dependientes encontrarían trabajo en las roperías de la ciudad.

Trabajos de dependientes

El 6 de octubre de 1855, El Nacional hacía una breve mención de un hecho que, de acuerdo con el redactor, resultaba digno de repudio.[42] En la ropería de Cayetano Descalzo, el dependiente principal Francisco Deluqui había atado de pies y manos, “y de una manera bestial”, a un muchacho de 15 años –que también era dependiente de la ropería–, “manteniéndolo atado a la vista del público”. Recién al llegar el dueño de la ropería el dependiente pudo ser liberado. Según algunos testimonios, “esta crueldad” había sido motivada porque al muchacho se le había perdido un corte de pantalón de un valor de 50 pesos. Otros opinaron que estaba ligada a que “el niño había andado huido”. En aquel momento, 50 pesos podían constituir el sueldo de una semana de trabajo de un dependiente joven.[43] La referencia a una posible huida podría ser indicio de la existencia de una colocación forzosa, de la obligación de residir en el sitio laboral y, tal vez, de la regularidad de maltratos como el descripto en aquella noticia.  

¿De qué se ocupaban los dependientes? Las tareas esperables que componían su jornada laboral eran atender al público, realizar mandados y, en ocasiones, llevar la contabilidad de la ropería.[44] Es por esto último que en avisos clasificados se solicitaba que supieran leer y escribir, que tuvieran nociones de matemática y que entendieran algo de géneros.[45] También existían avisos en donde algunos jovencitos –o sus padres- ofrecían su trabajo para sastrerías y roperías de la ciudad.[46] La edad promedio de los jóvenes ocupados como dependientes oscilaba entre los 12 y los 15 años.[47] Salvo raras excepciones, solía contratarse a varones.[48] ¿Qué otras tareas los ocupaban? En 1848, los dueños de una ropería situada en la Recova Vieja recurrieron a la policía para apelar por una multa recibida, que tenía como motivo penalizar los gritos con los que sus dependientes solían atraer la atención de los transeúntes para avisar de las ofertas de la tienda en géneros y ropa.[49] 

La vida laboral de estos trabajadores se encontraba entrelazada con la vida íntima de sus patrones, ya que solían ser incorporados al trabajo en la infancia o en la temprana juventud y se esperaba que residieran en la tienda. Así, las fronteras entre relaciones familiares, de dependencia y de trabajo resultaban sumamente difusas. Por ingresar siendo jóvenes, los patrones podían alegar que los primeros años de trabajo habían sido en calidad de aprendices del oficio o “a mérito”, con lo que lograban evadir el pago en dinero y argumentaban que la casa, la vestimenta, el alimento y el cuidado habían sido sueldo suficiente.[50] Asimismo, padres y madres buscaban colocar a sus jóvenes hijos en calidad de dependientes y publicaban avisos en la prensa para tal fin. En 1857, un anuncio indicaba que se deseaba colocar un niño de 15 años en alguna casa de comercio. Se subrayaba que tenía buenas recomendaciones y que no exigía sueldo alguno.[51] ¿Por qué se entenderían como aceptables este tipo de arreglos? Una pista la encontramos en la demanda realizada por José María de Iturriza a Alejandro Lago, dueño de la ropería El Globo Verde, en la que José María había colocado a sus dos hijos en calidad de dependientes. Iturriza protestaba por la falta de sueldo percibido por los menores y señalaba que si se había aceptado tal trato era porque se esperaba que el tiempo de trabajo culminara con una habilitación, es decir, el arreglo por el cual un dependiente pasaba a estar al frente de la tienda, y percibía por ello un tercio de las ganancias netas mensuales de aquella.[52] A diferencia de otras ocupaciones en las que se imbricaban el trabajo, la cohabitación y las relaciones de tutela, como en el caso de los conchabos domésticos para mujeres y niñas, en el puesto de dependiente existía una expectativa de estabilidad laboral y de posibilidades de ascenso. Estar al frente de la tienda y a cargo de la atención al público en roperías, además, implicaba usualmente que los jóvenes recibieran vestimenta elegante como parte de su remuneración. Esto ubicaba al trabajo de dependiente como un arreglo laboral destinado mayoritariamente a varones jóvenes, que podía dotar de cierto prestigio a quien lo realizara.

En 1867, aquella impresión aparecería reforzada por la circulación de cierto dato biográfico del entonces candidato a presidente y ex editor del diario El Nacional Domingo Sarmiento, quien a los 15 años habría comenzado a trabajar como dependiente de tienda.[53] Por aquel entonces, en el último tramo de la década de 1860, continuaban apareciendo ofertas de trabajo para dependientes en las páginas de la prensa.[54] 

Obreros en la ropería de Descalzo

Conforme pasaban los años, la ropería de Descalzo empleaba cada vez más trabajadores y trabajadoras. En octubre de 1859, publicitaba a Mr. León, su afamado cortador;[55] en enero de 1861, demandaba un nuevo dependiente de entre 14 y 15 años;[56] en marzo, solicitaba “obreros” para ser empleados todo el año.[57] No era usual que los trabajadores solicitados fueran llamados de esa forma, lo que podría ser una señal de la progresiva pérdida del estatus artesanal de la actividad de sastrería. En este caso, se trataba de 6 oficiales sastres para piezas grandes y 6 chalequeros y pantaloneros. Tanto costureras como sastres podían especializarse en la costura de una prenda específica, lo que daba la pista de una delimitación de las tareas propia de la industrialización de la actividad. El flujo de trabajo de ese año debió de haber sido particularmente elevado, porque el 18 de julio, dos meses antes de la Batalla de Pavón, Cayetano Descalzo publicó un aviso en el que solicitaba para su ropería 20 oficiales sastres y 30 costureras.[58] Es probable que la mayoría de las convocadas por Descalzo también cosieran por pieza desde sus domicilios, en un tiempo en el que todavía la tarea se hacía a mano. Su ropería aparecía así como un establecimiento que daba trabajo a cincuenta personas, sin contar a aquellas contratadas previamente, a través de diferentes arreglos laborales, según se tratara de jóvenes dependientes, trabajadoras mujeres o artesanos varones. En junio de 1864, en la calle Florida 234 se demandaban costureras para máquina e hilvanadoras.[59] De esta manera, aparecía así un nuevo trabajo femenino dentro del espacio del taller, el de aquellas que unirían las piezas de tejido por medio de un hilván a mano, que luego otra trabajadora reemplazaría por la costura definitiva a máquina. Un año después, esa misma tienda demandaba costureras para la confección de “ropa de tropa”, es decir, vestuarios para el ejército.[60] Una conexión semejante entre introducción de la máquina de coser e industrialización de la confección de indumentaria para el abastecimiento del ejército fue señalada tanto para la Francia de Louis Napoleón como para el contexto de la Guerra de Secesión estadounidense (Coffin, 1996; Breakwell, 2010). No obstante, seguir la pista de las roperías de Buenos Aires en estas décadas permite afirmar que la industrialización de la actividad precedió a la incorporación de nueva tecnología; que la producción de uniformes pudo haber servido como fomento para consolidar una división generizada del trabajo, y que no fue la mecanización la que incidió en los bajos salarios, sino la consideración social de que la costura realizada por mujeres era una habilidad de baja calificación.  

Conclusiones

A lo largo de este artículo me interrogué por las prácticas de adquisición de indumentaria masculina en la ciudad y centré la mirada específicamente en ciertas roperías que ofertaron vestuario accesible, tanto importado como confeccionado localmente. A través del análisis de imágenes de la época, mostré cómo la ropa condensó en su materialidad marcas de desigualdad social y distinción. Describí las diferentes actividades laborales que tenían lugar en roperías, identifiqué los diferentes arreglos de trabajo que involucraron a sastres, costureras, cortadores y dependientes y señalé cómo la industrialización de la fabricación de ropa fue posible a través de arreglos laborales segmentados, jerarquizados por género y edad. Busqué subrayar que, al igual que ocurrió en otras latitudes contemporáneamente al período aquí analizado, el abastecimiento de uniformes para los nuevos ejércitos pudo haber servido de impulso para expandir este tipo de organización del trabajo. Me interesó mostrar que la fragmentación del oficio de sastre dio lugar a la ponderación privilegiada de la habilidad de corte y a la consecuente demanda de cortadores especializados en dicha tarea. A su vez, implicó la aparición de sastres y costureras especializados en la costura de prendas específicas. En el análisis de la figura del dependiente puse de relieve la existencia de trabajadores jóvenes en las roperías que no siempre ni necesariamente percibieron remuneración en dinero. Señalé también que hasta bien entrada la década de 1860, mujeres costureras que trabajaban por pieza, confeccionando a pedido de roperos, declararon tal ocupación como modo estable de ganarse la vida. En suma, argumenté que escudriñar aquello que pasaba puertas adentro de las tiendas de venta de indumentaria “lista para usar” arroja luz sobre experiencias cotidianas de labor en un mercado de trabajo urbano en expansión en la ciudad de Buenos Aires.

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Gabriela Mitidieri es profesora y licenciada en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Es doctoranda en Historia y realiza su tesis doctoral a través de una beca interna CONICET, con lugar de trabajo en el Instituto de Investigaciones de Estudios de Género, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, bajo la dirección de la Dra. Valeria S. Pita. Es docente interina de la materia Problemas de Historiografía: Historia Social y Género de la carrera de Historia (Ffyl-UBA). Es docente del Profesorado de Historia Alfredo L. Palacios. Es asistente de redacción de la Revista Mora (IIEGE). Su proyecto de investigación propone un estudio de las experiencias sociales de trabajo de costureras, modistas, sastres y aprendices en la ciudad de Buenos Aires entre 1848 y 1870. Forma parte del Proyecto UBACyT “Género, trabajo, derechos y ciudadanía en la Argentina (desde mediados del Siglo XIX a la actualidad)”, dirigido por la Dra. Dora Barrancos.

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[1] Saco largo de hombre, similar a la levita.

[2] Diario de la Tarde, 5 de marzo de 1851, p. 3. Diario incluido en el expediente del Archivo General de la Nación (AGN), Tribunal Comercial, 1851-D. Agustín Savia contra Don Ramón Arriola Hnos. sobre la estención de una escritura de venta de la ballenera.

[3] AGN, Sala X-27-2-2. Padrón de los Establecimientos de las diversas Casas de comercio, industria y profesión que pagan Patente. Sección 1a de policía, 1851, Jorge Temperley, f.13.

[4] Diario de la Tarde, 5 de marzo de 1851, p. 3. Diario incluido en expediente AGN, Tribunal Comercial, 1851-D. Agustín Savia contra Don Ramón Arriola Hnos. sobre la estención de una escritura de venta de la ballenera

[5] Se trata del retrato del ex gobernador de Salta Miguel Otero. Se aprecia la confección de su indumentaria hecha a medida, un chaleco que por su brillo se adivina de seda y un moño federal prendido de la chaqueta. Otero habría solicitado además que el chaleco y el moño fueran coloreados en rojo sobre el daguerrotipo para resaltar aún más su adhesión a la causa federal. Agradezco a Inés Van Peteghem, especialista en conservación de textiles del MHN por la información sobre las distintas prendas analizadas en el artículo.

[6] AA.VV. (1855). Almanaque Comercial y Guía de Forasteros para el Estado de Buenos Aires, pp. 118, 129-130 y 131-138. Recuperado de https://repositorio.anh.org.ar/handle/anh/131. Consultado: 20/04/2021. 

[7] Estos cuatro sastres ofrecían sus servicios en la ciudad al menos desde el año 1848, año en el que realizaron una compra conjunta de bienes rematados de una sastrería de la ciudad para abastecer sus propias tiendas. Ver AGN, TC, 1848-Don Manuel Rodríguez, Don Diego Gibson y Don Benito Turdera contra Don Paladio Sanglas sobre cobro de pesos.

[8] Bernheim, Alejandro (1855). Anuario General del Comercio, de la Industria, de la Magistratura y de la Administración de Buenos Aires, 1854 - 1855. Buenos Aires:  Imprenta del British Packet, pp. 125-128 y 167. Recuperado de https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Anuario_General_del_Comercio,_de_la_Industria,_de_la_Magistratura_y_de_la_Administraci%C3%B3n_de_Buenos_Ayres_1854-1855.pdf?uselang=es. Consultado: 20/04/2021.

[9] Con el título “Auto de fé”, El Nacional publicó una columna en la que se celebraba la reciente quema de un total de 150.000 moños federales y divisas punzó que existían en el depósito del parque de artillería, El Nacional, 25 de abril de 1857, p. 2.

[10] El Nacional, 17 de febrero de 1860; 17 de abril de 1860, p. 2.  

[11] Ver avisos de Temperley en El Nacional, 24 de octubre de 1854, p. 3; 22 de diciembre de 1854, p. 3; 26 de abril de 1855, p. 3; 26 de noviembre de 1855, p. 3; 12 de febrero de 1856, p. 3; 1 de octubre de 1856, p. 3; 29 de octubre de 1856, p. 3; 23 de abril de 1857, p. 3; 4 de diciembre de 1857, p. 3; 7 de julio de 1857, p. 3; 13 de abril de 1858, p. 3; 7 de mayo de 1858, p. 3; 12 de junio de 1858, p. 3; 14 de septiembre de 1858, p. 3; 28 de septiembre de 1858, p. 3; 11 de octubre de 1858, p. 3; 30 de noviembre de 1858, p. 3; 15 de diciembre de 1858, p. 3; 12 de abril de 1859, p. 3. Ver avisos de Descalzo en El Nacional, 5 de diciembre de 1855, p. 3; 20 de marzo de 1857, p. 3; 7 de abril de 1859, p. 3; 13 de julio de 1859, p. 3; 27 de julio de 1859, p. 3; 6 de octubre de 1859, p. 3; 10 de abril de 1860, p. 3; 14 de septiembre de 1860, p. 3.

[12] “Se acaba de recibir por el paquete Racine un brillante surtido de ropa hecha para hombres y niños”, El Nacional, 7 de mayo de 1858, p. 3. “Hemos recibido de París por el paquete Saintonge un gran y variado surtido de ropa hecha”, El Nacional, 17 de mayo de 1861, p. 3.

[13] El Nacional, 27 de septiembre de 1860, p. 3. Sobre Temperley, su trayectoria como comerciante y luego como hacendado, miembro de la Sociedad Rural y fundador del pueblo homónimo, consultar la biografía realizada por Rolando Ríos publicada online en https://www.temperleyweb.com/george-temperley Consultada: 10/3/2022.

[14] El Nacional, 31 de diciembre de 1858, p. 3.

[15] El Nacional, 1 de agosto de 1855, p. 1.

[16] Ver avisos con precios de prendas El Nacional: “Sastrería y Ropa Hecha Al Pobre Diablo”, 14 de diciembre de 1854, p. 3; “Sastrería y ropa hecha gibraltarina”, 16 de diciembre de 1854, p. 3; “Sastrería Italiana”, 6 de agosto de 1855, p. 3; “Sastrería del Capricho”, 12 de mayo de 1856, p. 3; “Sastrería Rivadavia 229”, 19 de octubre de 1857; “Sastrería del Capricho”, 20 de mayo de 1858, p. 3 y 1 de julio de 1858, p. 3; “Sastrería Buen Orden 257”, 23 de septiembre de 1859, p. 3.

[17] Ver avisos de “baratillos” en El Nacional: 1 de diciembre de 1854, p. 3; 29 de enero de 1855, p. 3; 16 de febrero de 1856, p. 3; 22 de julio de 1856, p. 3; 25 de agosto de 1856, p. 3; 5 de junio de 1857, p. 3; 30 de julio de 1857, p. 3; 10 de agosto de 1857, p. 3; 3 de octubre de 1857, p. 3; 6 de abril de 1858, p. 3; 10 de mayo de 1858, p. 3; 12 de julio de 1858, p. 3; 16 de septiembre de 1858, p. 3; 8 de noviembre de 1858, p. 3; 13/12/1858, p. 3; 20 de agosto de 1860, p. 3.

[18] El Nacional, 20 de abril de 1857, p. 2.

[19] El Nacional, 21 de abril de 1857, p. 2.

[20] AGN, DE, BN, 342-F8, Apuntes del movimiento del Asilo de Mendigos de Buenos Aires, por Antonio Pillado, Nº 142, Juan Manuel Posadas.

[21] AGN, Sala III, 9-1-4, Comisaría de Guerra y Marina. Rendiciones de cuentas. 1854-1855. 10/8/1855. Sobre Posadas y sus últimos días en el Asilo de Mendigos, ver Mitidieri y Pita, 2019: 6-9.

[22] Ver incumplimiento de una contrata en donde el maestro zapatero se había comprometido a proveer vestimenta al niño aprendiz cada año: Expediente Juicio María Cabral-Ricardo Jacobi. AGN, Tribunal Civil. Legajo 33-IND. Gral. Año 1852.

[23] El Nacional, 2 de julio de 1861, p. 2.  

[24] En la sección Crónica Local se comentaba que una mujer con un marido enfermo, estimando su pronto fallecimiento, se había apurado a desprenderse de la vestimenta de su pareja, vendiéndola en la tienda de un ropavejero. El Nacional, 1 de septiembre de 1868, p. 2.

[25] AGN, Tribunal Comercial - 1861 - Don Bernabe Quintana contra el concurso de Mauricio Olivera sobre cobro de pesos.

[26] AGN, TC 1856 - Don Jose Ma Lagos contra D Rafael Gonzalez sobre una habilitación, f. 6.

[27] El Nacional, 15 de enero de 1856, p. 3.

[28] El Nacional, 20 de octubre de 1857, p. 3, 26 de octubre de 1858, p. 3, 6 de octubre de 1859, p. 3.

[29] Sánchez de Thompson, Mariquita (2010 [1860]). Los recuerdos del Buenos Ayres virreinal. En Sánchez de Thompson, Mariquita. Intimidad y política. Diario, cartas y recuerdos. Edición crítica de María Gabriela Mizraje. Buenos Aires: Ed. Adriana Hidalgo, p. 124.

[30] Elaboración sobre la base de Massé (1996: 96).

[31] Provincia de Buenos Aires (1855). Registro Estadístico de la Provincia de Buenos Aires. Recuperado de https://books.google.com.ar/books/about/Registro_estadistico_de_la_Provincia_de.html?id=rU4zAQAAMAAJ&redir_esc=y, p. 98. Consultado: 20/10/2021.

[32] El Nacional, 16 de julio de 1856, p. 1.

[33] El Nacional, 31 de agosto de 1861, p. 2.

[34] Ejemplos de demanda de cortadores en roperías y sastrerías de la ciudad: El Nacional, 9 de febrero de 1855, p. 3; 5 de mayo de 1855, p. 3; 14 de junio de 1855, p. 3; 17 de julio de 1855, p. 3; 16 de octubre de 1855, p. 3; 18 de mayo de 1857, p. 3; 3 de noviembre de 1857, p. 3; 21 de enero de 1858, p. 3; 27 de abril de 1858, p. 3; 28 de marzo de 1860, p. 3; 8 de mayo de 1860, p. 3; 31 de diciembre de 1860, p. 3; 29 de septiembre de 1869, p. 3.

[35] Ver avisos en El Nacional de cortadores que ofrecieron sus servicios en las siguientes fechas: 24 de enero de 1855, p. 3; 9 de febrero de 1855, p. 3; 16 de febrero de 1855, p. 3; 3 de marzo de 1855, p. 3; 22 de septiembre de 1855, p. 3; 14 de noviembre de 1855, p. 3; 16 de abril de 1856, p. 3; 8 de mayo de 1856, p. 3; 13 de diciembre de 1860, p. 3; 31 de diciembre de 1856, p. 3;

[36] Remuneración prometida al cortador Jorge Honoré, en AGN, TC, 1855-Honore, Jorge contra Agustín Saavedra por cobro de pesos.

[37] Reglamento de la Sociedad Filantrópica de los Oficiales Sastres, 31/05/1857. Caja 6-1857 Gobierno, Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires.

[38] El Nacional, 29 de octubre de 1861, p. 2.

[39] El Nacional, 19 de mayo de 1860, p. 3.

[40] El Nacional, 7 de junio de 1867; 17 de enero de 1868 y 31 de enero de 1868, p. 3.

[41] República Argentina (1872). Primer Censo de la República Argentina. Buenos Aires: El Porvenir, pp. 66, 70 y 73. Recuperado de http://www.estadistica.ec.gba.gov.ar/dpe/Estadistica/censos/C1869-TU.pdf Consultado: 23/10/2021.

[42] El Nacional, 6 de otubre de 1855, p. 2.

[43] En el pleito que sostuvo ante el Tribunal de Comercio en reclamo del pago de salarios a sus hijos, José María Iturriza afirmaba: “No hay ni ha habido hace muchos años un solo dependiente el más infeliz el más subalterno de cualquier casa de comercio que no haya ganado según su edad y sus aptitudes, desde 200 pesos hasta 500”, AGN, Tribunal de Comercio, 1854-Don Jose Maria de Iturriza contra Don Alejandro Lago reclamando sueldo de sus hijos, f.21.

[44] Ver además del pleito de Iturriza ver por ejemplo AGN, TC, 1858-Don Fernando Iriarte contra los Sres. Filgueira y Sosa por cobro de pesos.

[45] Ver avisos de demanda de dependientes en El Nacional, 27 de julio de 1857, p. 3; 28 de septiembre de 1857, p. 3; 27 de julio de 1860, p. 3; 29 de octubre de 1860, p. 3.

[46] El Nacional, 5 de agosto de 1857, p. 3 y 25 de octubre de 1860, p. 3.

[47] Ver avisos de demanda de dependientes especificando edades entre 12 y 15 años. El Nacional, 27 de julio de 1857, p. 3; 29 de octubre de 1857, p. 3; 2 de diciembre de 1857; 29 de abril de 1858; 20 de julio de 1860; 17 de enero de 1861, p. 3.

[48] En 1860, la modista y fabricante de corsets Madame Reine demandó una costurera que además pudiera trabajar de dependiente; es el único aviso encontrado a lo largo de mi investigación en el que se demandaba a una mujer para este puesto. El Nacional, 10 de diciembre de 1860, p. 3.

[49] AGN, Sala III, 10-04-01. Contaduría General 1848, 20/5/1848.

[50] Ver AGN, TC, 1854-Don Jose Maria de Iturriza contra Don Alejandro Lago reclamando sueldo de sus hijos y 1858-Don Fernando Iriarte contra los Sres. Filgueira y Sosa por cobro de pesos.

[51] El Nacional, 5 de agosto de 1857, p. 3.

[52] AGN, TC, 1854-Don Jose Maria de Iturriza contra Don Alejandro Lago reclamando sueldo de sus hijos, f. 1.

[53] El Nacional, 4 de diciembre de 1867, p. 1.

[54] “Dependiente se necesita uno para una ropería en la calle Defensa num. 78”. (21 de enero de 1867). El Nacional, p. 3; Dependiente se precisa con conocimientos en el ramo de tienda, ocurra para tratar en la calle Rivadavia 118. (13 de diciembre de 1867). El Nacional, p. 3.

[55] El Nacional, 6 de octubre de 1859, p. 3.

[56] El Nacional, 17 de enero de 1861, p. 3.

[57] El Nacional, 5 de marzo de 1861, p. 3.

[58] El Nacional, 18 de julio de 1861, p. 3.

[59] El Nacional, 17 de junio de 1864, p. 3.

[60] El Nacional, 5 de mayo de 1865, p. 3.

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