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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº13. Mar del Plata. Enero-junio 2021.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

                                                                           

Las anormales.

Niñas, jóvenes y tutela estatal en Buenos Aires, 1919-1944

Claudia Freidenraij

Instituto de Investigaciones de Estudios de Género

Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina

claudiafreidenraij@gmail.com

Recibido:        18/12/2020

Aceptado:        21/04/2021

Resumen

En este trabajo se indaga en las políticas públicas para las menores mujeres tuteladas por el Estado en la ciudad de Buenos Aires en el período que se abre con la sanción de la Ley 10.903 de Patronato de Menores en 1919 y llega hasta la disolución del Patronato Nacional de Menores en 1944. Atender a las transformaciones producidas a lo largo de estos 25 años en el sistema tutelar de mujeres permitirá conocer mejor la forma en que los agentes y agencias estatales (en relación con las instituciones particulares que también formaban parte de este campo) han incidido de maneras a veces abiertas, otras larvadas, en la construcción de una niñez no ya desviada, sino decididamente anormal y sus destinos. Me interesa poner de relieve el rol que le cupo a las profesionales del sistema tutelar (médicas, maestras, asistentes sociales, funcionarias) en los debates públicos sobre la jurisdicción bajo la cual recae el problema de las anormales en un contexto de disputas por la hegemonía en el campo de la minoridad.

Palabras clave: anormalidad, tutela estatal, infancia

The abnormals.

Girls, young ladies and State guardianship in Buenos Aires, 1919-1944

Abstract

This paper delves into the public policies towards female minors under guardianship of the State in the city of Buenos Aires during the period initiated by the sanction, in the year 1919, of the 10.903 law about the Patronage of Minors, and lasted until the dissolution of the National Patronage of Minors in 1944. Understanding the transformations which took place throughout this 25-year period within the system of guardianship of girls and young ladies will unfold the way agents and state agencies (related to private institutions which were also part of this field) helped bring about, sometimes openly, sometimes covertly, the construction of a not yet deviated, but certainly abnormal childhood and its destinies. It is my interest to bring light to the roles played by guardianship system professional women (doctors, teachers, social workers and the rest of the staff) during the public debates about the jurisdiction under which falls the problem of abnormal girls and young ladies in a context of disputes over the hegemony in the field of minority.

Keywords: abnormality, state guardianship, childhood

Las anormales.

Niñas, jóvenes y tutela estatal en Buenos Aires, 1919-1944

Introducción

Cuando en 1919 se promulgó la ley de Patronato de Menores se le dio reconocimiento legal a una configuración binaria de la infancia que -desde hacía 30 años- se articulaba en dos polos. Por una parte el universo de la niñez, cómodamente abrigada por la familia y educada en la escuela; y por otro, el inframundo de la minoridad: pendencieros, landronzuelos, pilletes, infractores, prostitutas, vagabundos, débiles congénitos, pervertidos y abandonados constituyeron una niñez desviada que fue objeto de tutela estatal y también de las instituciones filantrópicas, que muy tempranamente conoció las leoneras y depósitos policiales, el despacho del defensor de menores, los juzgados, los asilos y los reformatorios (Carli, 2002; Zapiola, 2007 y 2019; Freidenraij, 2020).

Si bien la idea de anormalidad infantil estaba presente desde hacía por lo menos tres décadas, fue hacia los años ’20 y ’30 cuando dejó de ser un adjetivo que, como un manto, cubría a toda esa niñez desviada, para convertirse en una categoría clasificatoria, patologizada, pronunciada ya no por filántropos legos y moralistas, sino por profesionales de la medicina, la pedagogía y los saberes psi.[1] 

En este marco, la anormalidad fue una figura lábil que en principio amalgamaba a los niños que tenían problemas de conducta con los que padecían problemas de salud física o psíquica; a quienes sufrían las enfermedades de la pobreza -raquitismo, tuberculosis, sífilis, paludismo, tracoma- y a quienes presentaban trastornos del carácter, ya fuesen congénitos o adquiridos (Ferro, 2010; de la Vega, 2010).  

Los años ’20 son los de la eclosión de la infancia anormal como problema científico. Nació de la mano de las preocupaciones por la salud infantil y de la ambiciosa acción experimental de la escuela (que puso en pie escuelas al aire libre y colonias de vacaciones para niños débiles, clases diferenciales para retardados pedagógicos e institutos de psicología experimentales). La escuela fue entonces la gran niveladora, una institución que establece el rasero de la normalidad y, en ese acto, descubre a quienes no cuadran en ella, por lo que funcionó en la práctica como un “laboratorio de observación de tendencias antisociales” (Donzelot, 2008: 126). Sin embargo, la escuela no es la única institución clasificadora de la niñez. Los asilos y reformatorios también serán grandes nodos en donde la población infantil se clasificará entre educables, reformables y salvables y aquellxs que no lo son. En función de estas preocupaciones en los años ’20 y ’30 nacerán una serie de nuevos espacios llamados a ejercitar una clasificación todavía mayor: los gabinetes psicopedagógicos; los consultorios de higiene mental; las clínicas de conducta; las cátedras de psiquiatría, paidología, pediatría y pedagogía; las casas de observación, estudio y clasificación. En la confluencia de psicólogos, maestros, médicos, psiquiatras y asistentes sociales se ensanchará el campo de experimentación psicológica y pedagógica. A su vez, la individualización de su población redundará en la insistencia –durante largos años- en la necesidad de contar con distintos tipos de dispositivos que se ocupen de lxs niñxs anormales.

A lo largo de este trabajo me interesa indagar en las políticas públicas para las menores mujeres tuteladas por el Estado en Buenos Aires en el período que se abre con la sanción de la Ley 10.903 de Patronato de Menores y que llega hasta la disolución del Patronato Nacional de Menores (en adelante, PNM) en diciembre de 1944. Atender a las transformaciones producidas a lo largo de estos 25 años en el sistema tutelar de mujeres -del que se sabe sustancialmente menos que del universo masculino de la minoridad- permitirá conocer mejor la forma en que los agentes y agencias estatales (en relación con las instituciones particulares que también formaban parte de este campo) han incidido de maneras a veces abiertas, otras larvadas, en la construcción de una niñez no ya desviada, sino decididamente anormal y sus destinos.

Así, la primera parte del artículo se ocupa de caracterizar el archipiélago penal asistencial involucrado en la tutela de menores entre 1919 y la creación del PNM en 1931. Allí me interesa dar cuenta de las novedades y continuidades de los años ’20 en relación a los ámbitos en los que se produce la anormalidad infantil.

En la segunda parte, se vinculan las crisis cíclicas que se producían en el Asilo de Corrección de Mujeres con la preocupación del PNM por el problema de la tutela estatal de las menores mujeres. La política del PNM a lo largo de su gestión, que se extiende desde 1931 hasta fines de 1944, fue crear instituciones para niñas y jovencitas: el Instituto Tutelar de Menores Mujeres “Cayetano Zibecchi” en Juárez en 1934; el Instituto de Clasificación Hogar Santa Rosa en la ciudad de Buenos Aires en 1938 y el Hogar Santa Rita en Boulogne en 1942. Siguiendo las vicisitudes de la tutela de niñas y jóvenes me interesa indagar sobre la forma en que impactó la Ley de Patronato en el universo de las menores y reconstruir la dinámica de las tensiones dentro del archipiélago penal asistencial que se cernía sobre ellas, para entender el nacimiento de la primera casa de clasificación de menores mujeres.

La tercera parte está dedicada al Hogar Santa Rosa, el primer espacio de producción de saberes sobre las menores mujeres bajo tutela estatal sobre el cual se montarán los reclamos por una política pública de educación de menores anormales. Así, se argumenta que el estudio y clasificación de niñas y jovencitas destacó la magnitud y la naturaleza de la anormalidad de esa población, lo cual fue advertido y divulgado por una serie de mujeres profesionales que ocupaban distintos cargos en esta nueva institución. Me interesa poner de relieve el rol que le cupo a esas profesionales en los debates públicos sobre la jurisdicción bajo la cual recae el problema de las anormales en un contexto de disputas por la hegemonía del campo de la minoridad.

Este trabajo se basa en un conjunto de fuentes primarias de diversa naturaleza, entre las que se destacan leyes, reglamentaciones, estadísticas, informes oficiales de diversos funcionarios (defensores de menores, monjas del Buen Pastor, directoras del Hogar Santa Rosa); las memorias institucionales y la publicación oficial del Patronato Nacional de Menores, la revista Infancia y Juventud; actas de reuniones científicas que abordaron los problemas de la infancia minorizada; escritos de especialistas minoridad (pedagogxs, médicxs, abogadxs, psiquiatras, asistentes sociales) editados en publicaciones especializadas, como El monitor de la Educación Común (órgano oficial del Consejo Nacional de Educación) y el Boletín del Museo Social Argentino. Todas estas fuentes han sido leídas de manera cruzada, buscando entender los diálogos y disputas que se establecieron entre los actores sociales que participaron activamente en el campo de la minoridad. Se ha prestado especial atención a los debates implícitos; a los contextos de producción de los discursos sobre la anormalidad y al peso social de quienes emitían esos discursos (así como a las plataformas desde donde los pronunciaban). En este sentido, se ha querido reponer la forma en que las personas que estaban en condiciones de incidir sobre la forma de la tutela de las menores, contribuyeron al debate sobre el problema de las que reputaban como anormales.

El archipiélago penal asistencial y la producción de la anormalidad (1919-1931)

La sanción de la Ley de Patronato de Menores en 1919 no cambió radicalmente la vida de las niñas y jóvenes bajo tutela estatal. Más bien, supuso la puesta en la legalidad de muchas de las prácticas tutelares que venían desarrollándose durante las tres décadas precedentes. En los años que van entre 1890 y 1919 se montó un circuito jurídico-burocrático que incluía juzgados y leoneras policiales, asilos y reformatorios, defensorías de menores y casas cuna.[2] Se trató del período formativo del sistema tutelar en el que se puso en acto el archipiélago penal-asistencial en el que convergieron niños, niñas y jóvenes bajo tutela estatal.  

La noción de archipiélago penal-asistencial refiere a un puñado de agencias estatales que en ese período se ocuparán de la niñez desviada (policía, defensorías, juzgados, reformatorios) pero también a las instituciones particulares, medios de comunicación, expertos y científicos que -en base a sus prácticas, sus instituciones y sus saberes- intervinieron de formas concretas sobre la vida de una creciente cantidad de niños, niñas y jóvenes. Cada uno de estos actores sociales actuó según su lógica, pero siempre en relación con los demás.

La Ley de Patronato consagró la categoría de “abandono moral y material” a partir de la cual los jueces quedaron habilitados para intervenir aplicando medidas tutelares, que tendían -más que a juzgar los actos que motivaban la intervención- a “proteger” al menor en cuestión invocando siempre “el interés superior del niño” (Villalta, 2012). De esta forma, la justicia de menores que se configura a partir de 1919 -sedimentada en las experiencias y prácticas de las tres décadas anteriores- se caracterizó por entrar en funcionamiento de manera independiente de los actos delictivos de los menores en cuestión: bastaba con que el menor manifestara conductas “irregulares”, que hubiese sido víctima de un delito, que hubiera participado de un conflicto familiar o que perteneciera a sectores marginales o de alta vulnerabilidad social para que el Estado, en nombre de la Ley de Patronato, interviniera dando paso a un expediente tutelar.

En este sentido, si la sanción de la Ley 10.903 no implicó demasiados cambios concretos en los circuitos institucionales y las trayectorias vitales de las infancias minorizadas en general, mucho menos supuso transformaciones reales en las experiencias tutelares de niñas y jovencitas en particular.

Aunque la policía siguió interviniendo y teniendo aún más margen para levantar menores de ambos sexos de las calles, no disponía para alojar a las chiquilinas más que del Asilo San Miguel, creado originalmente para las prostitutas adultas.

Las defensorías de menores tampoco contaban con establecimientos propios para alojar a sus pupilas (ni tampoco a sus pares varones), de modo que su trabajo se centró, fundamentalmente, en dos tareas. Por una parte, negociar plazas en instituciones particulares en donde asilar a las niñas. Por otra, en gestionar el conchabo de las menores en casas de familia como empleadas domésticas.[3] 

Un único establecimiento estatal se dispuso para la corrección de mujeres, tanto menores como adultas: el Asilo de Corrección de Mujeres y Menores, creado en 1892 bajo la administración de la congregación del Buen Pastor.[4]   

Este archipiélago, se completaba con una miríada de instituciones particulares y mixtas que recibían niñas y jóvenes, a veces de manera gratuita, mayormente cobrando una beca pagada por el Estado.

Así, el circuito institucional por el que transitaban a diario miles de niñas y muchachitas no se vio ampliado ni transformado después de 1919, como sí ocurrió en el caso de los menores varones, para quienes se crearon nuevos establecimientos (como la Alcaidía de Menores, el Instituto Tutelar de Menores, el Reformatorio de Olivera, el establecimiento Carlos Pellegrini o Asilo Mariano Ortiz Basualdo).

La sanción de la Ley 10.903 sí dio espacio a la creación de una nueva figura social que, en nombre del Estado o de instituciones particulares, intervino en la vida cotidiana de miles de niños, niñas y jóvenes. Durante la década de 1920 se multiplicaron los inspectores e inspectoras que, en un comienzo ad honorem y más tarde rentadxs, intervenían en las calles identificando a lxs menores en situación de “abandono moral y material”. La reglamentación de la Ley a través de la Cámara Criminal y Correccional afirmó la figura del delegado del tribunal. Los años ’20 fueron testigo de la aparición de los primeros cursos de visitadoras de higiene que intervenían en las escuelas, en concurso con el Cuerpo Médico Escolar. Poco después, a partir de 1930, se inauguró la primera Escuela de Servicio Social (en adelante, ESS) con una fuerte impronta de todo el aparato tutelar, en donde las figuras más sobresalientes del campo de la minoridad tuvieron a cargo una serie de materias troncales en la primera carrera profesional de asistente social. Fundamentalmente compuesta por mujeres de clase media acomodada, la matrícula de la ESS del Museo Social Argentino creció durante toda la década del ’30, funcionando como una usina de asistentes sociales profesionales que ocupó cargos en juzgados, policía, asilos, reformatorios, defensorías, escuelas, hospitales y dispensarios (Freidenraij, 2009). La mayor disponibilidad de asistentes sociales, delegadxs inspectorxs y visitadoras de higiene confluyó con una preocupación estatal creciente por la niñez como capital humano de la Nación (Colángelo, 2011).

Para el pedagogo Ernesto Nelson, la posguerra había dejado, como clima de época, una intensa preocupación por mejorar la condición física del niño.[5] Los años ’20 son formativos de una preocupación cada vez más específica por la infancia desvalida, por la salud infantil y por el rendimiento escolar. Cada vez más niñxs iban a las escuelas, pero alarmaban las modalidades de las experiencias escolares. La asistencia irregular, el problema de los raboneros, la incidencia de las épocas de crisis económicas y del trabajo infantil en las trayectorias escolares, los índices de repitencia, el problema de los subalimentados, las dificultades de aprendizaje se volvieron problemas que requerían de intervenciones diversas. Frente a estas alarmas, maestrxs, médicxs y pedagogxs protagonizarán nuevas experiencias formativas, pondrán en pie instituciones de educación especial y batallarán por desarrollar el campo de acción del Estado. Las alarmas sociales urdidas en torno a la infancia se expresaron en términos de debilidad y desnutrición, tanto como de fracaso e inadaptación escolar, por lo que tempranamente se planteó la necesidad de formar docentes capaces de advertir los síntomas del atraso escolar como manifestación de retardo mental y de los débiles psíquicos escolares.[6] 

La hipoalimentación de los escolares también fue objeto de preocupación y llevó a la creación de cantinas escolares en la capital, así como de colonias de vacaciones tanto en localidades serranas como marítimas, que daban oportunidad de vacacionar a los chicos y chicas de las escuelas para niños débiles (Di Liscia, 2005; Álvarez, 2010; Lionetti, 2018). Estas experiencias que extendían la acción de la educación por fuera del aula tradicional dieron lugar a la aparición de cátedras, consultorios y espacios de observación de conductas, comportamientos y estados clínicos (que cada vez más se entrelazaban con su contexto socio-ambiental) en donde el fantasma del fracaso escolar comenzaba a tomar nombre y apellido.  

El Cuerpo Médico Escolar (en adelante CME) fue un espacio en el que convergieron maestrxs, médicxs, pedagogxs y psiquiatras, que -como en el caso de Carolina Tobar García- ensayaron sus diagnósticos sobre las infancias que parecían no encontrar lugar en la escuela, ya fuese desde los gabinetes psicopedagógicos del CME o desde las instituciones tutelares (Cammarota, 2018; Ramacciotti y Testa, 2014).

Tanto las autoridades educativas interesadas en el problema de la anormalidad infantil como quienes se especializaban en la infancia minorizada compartieron la impugnación del abandono del anormal a manos de lo que buenamente cada familia pudiera hacer con él/ella. También rechazaron la convivencia de niñxs normales y anormales, argumentando que tanto unxs como otrxs perderían en esas circunstancias: lxs normales porque la atención de la docente estaría puesta en quienes precisaban mayor ayuda, nivelando hacia abajo la educación; lxs anormales porque no recibirían una educación adecuada a sus posibilidades y necesidades. Frente a este diagnóstico, pedagogxs, médicxs, abogados, jueces y funcionarios de minoridad coincidieron en plantear la necesidad de una educación especial. Particularmente en los reformatorios, el Agente Fiscal Jorge E. Coll (que la década siguiente sería el presidente del PNM y, más tarde, ministro de Justicia) hacía una clara diferenciación entre aquella mayoría que sólo requería una “dirección moral superior” y aquellos “menores retardados y profundamente tarados (…) que necesitan instituciones especiales para la atención médica y psiquiátrica”.[7]

Para entonces, la única institución en pie que se ocupaba de los “menores tarados en general” era la Colonia de Retardados ubicada en la estación Torres del ferrocarril, inaugurada en 1915 bajo la dirección del alienista Domingo Cabred (dependiente del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto).[8]  Más o menos para la misma época Luis Morzone había creado la Escuela Especial de Afásicos en La Plata, en donde funcionaba un curso para retardados pedagógicos, que ofrecía la base para un curso teórico y práctico para maestros. A su vez, Telma Reca inauguró a comienzos de ‘1930 el Consultorio de Higiene Mental Infantil en el Hospital de Clínicas. Las experiencias de Lanfranco Ciampi en Rosario y de Gregorio Berman en Córdoba, completaban el universo institucional a nivel nacional (Ramacciotti, 2018a y 2018b; Cesano, 2016; Allevi, 2017).

Desde los años ‘20 la preocupación por la debilidad y la anormalidad infantil creció y se manifestó en términos cuantitativos (según estudios bibliométricos, constituyó el 30% de las publicaciones de El Monitor de la Educación Común y de la revista educativa La obra); pero también en términos cualitativos (Castillo y Rojas Breu, 2008).[9] 

El Consultorio Psico-fisiológico a cargo del Prof. Luis Morzone en la órbita del CME examinaba alumnos de ambos sexos remitidos por los médicos escolares y las directoras, “a fin de que fuesen debidamente clasificados de acuerdo a la índole y gravedad de los trastornos físicos, sensoriales y mentales que padecían”.[10] Para el ciclo lectivo de 1929, de más de 70 mil niños y niñas de primero inferior y superior de la capital estudiados por Morzone, el 15% “no podían aprovechar la enseñanza colectiva o presentaba vicios de pronunciación”.[11] 

En las revistas especializadas se encuentran varios artículos que tienden a establecer diversas clasificaciones de esa anormalidad,[12] así como las tesis doctorales inspiradas en las experiencias de un puñado de profesionales formados en los Estados Unidos, que durante los años ’30 se ubicarán justo en el centro del campo del saber-poder en el que se anudan la medicina, la criminología, la pedagogía y los saberes psi (Molinari, 2018).[13] Desde allí intervendrán no sólo en el campo del saber en sí, sino sobre todo en la práctica cotidiana, en la vida y destino de miles de niños, niñas y jóvenes.

Si la salvación de la infancia anormal pasaba por una readaptación que suponía “convertirlo de malo a bueno”, entonces necesariamente se debía

“conocer bien su pasado, remoto y cercano, la vida de sus antecesores y sus antecedentes patológicos, así como su desarrollo, y por otra parte su estado presente en todos aquellos aspectos morales, médico-antropológico y sociales que nos puedan arrojar alguna luz acerca de su personalidad y de las causas lejanas o recientes de su estado actual”.[14]

Los vasos comunicantes entre la escuela y las instituciones tutelares estuvieron dados no sólo por estas figuras que participarán de ambos mundos (tal el caso de Carolina Tobar y Ernesto Nelson) sino también por el establecimiento de ciertos consensos acerca de lo que constituye la normalidad y -por lo tanto- también la anormalidad (Talak, 2008). Al nacer la preocupación por la anormalidad infantil surge con ella el problema de cómo identificarla, contra qué medirla. Es decir, ¿cómo sabemos que un niño es anormal o no lo es? Pues comparándolo con una medida estándar de desarrollo mental y físico que se traduce como lo “normal”, como el rasero contra el cual se medirá a los anormales.[15] Ciertas adaptaciones (como la de Terman) y su combinación con otras mediciones y observaciones redundó en clasificaciones que, asociando la edad mental con la edad civil o cronológica, daba por resultado distintos grados de inteligencia defectiva. Idiotas, imbéciles, morons, bordelines y dulls se configuraron como etiquetas que no daban cuenta del origen ni de la naturaleza del problema de los sujetos que las portaban, sino que indicaba una escala que iba del idiotismo (una categoría en la que la edad mental del individuo no superaba los 3 años) a la normalidad (en la que la edad mental se correspondía con la edad civil o cronológica). Según la opinión de la joven Carolina Tobar, la escuela no era el espacio adecuado para la educación de idiotas, imbéciles y morons (cuyas edades mentales oscilaban entre los 3 y los 10 años), sino que debían crearse nuevas instituciones.[16] 

El corolario de esta insistencia en la individualización de la infancia anormal fue una presión creciente por fundar establecimientos que respondieran -con sus instalaciones, sus tratamientos y su personal- a esa necesidad. La puesta en pie de espacios de clasificación de la infancia anormal a partir de centros residenciales en donde el niño, la niña o el joven permanecieran durante un tiempo prudencial mientras se lx estudiaba en todas sus facetas (en su estado físico, en su constitución psíquica, pero también en el trato con sus compañerxs, en su actitud frente al trabajo y las clases, en su relación con la autoridad) sería la base sobre la cual se decidiría cuál era el establecimiento más adecuado para la criatura, en base a un conocimiento profundo de su historia y carácter.[17] 

En conclusión: lo que constituirá una novedad en los años ’30 en relación a la infancia anormal no es la preocupación en sí (que se remonta con suma facilidad a los años ’20), ni la vocación clasificatoria del ámbito criminológico (que se manifestaba desde fines de siglo). Lo que es nuevo es la puesta en práctica de una institución específicamente creada para la observación, estudio y clasificación de menores mujeres, diseñada para tal fin, que se concretó a fines de la década.

De la creación del Patronato Nacional de Menores a la inauguración del Instituto de Clasificación de Menores Mujeres Hogar Santa Rosa (1931-1938)

La creación del PNM en 1931 puede interpretarse como un intento de centralización institucional del campo de la minoridad que todavía tenía una fuerte presencia de asociaciones particulares de protección a la infancia desvalida (Gómez, 2018; Giménez, 2009; Stagno, 2009; Guy, 2011). Se trató, como sostiene Mariela Leo (2020), de un giro en la historia de las batallas por la legitimidad en torno a la intervención sobre el segmento de la infancia tutelada.  

La Comisión Directiva del PNM estuvo encabezada por grandes figuras del campo de la minoridad: por una parte, el Agente Fiscal Jorge Eduardo Coll, que lo presidirá entre 1931 y 1938, cuando deja el cargo para ocupar el de Ministro de Justicia. Por la otra, el médico de policía Carlos de Arenaza, pionero de los estudios médico-legales de menores “abandonados y delincuentes”, con una vasta trayectoria académica e institucional,[18] que asumirá la conducción del PNM en 1938 hasta su disolución dentro de la protagónica Secretaría de Trabajo y Previsión en enero de 1945.[19]

La atención del PNM al problema de la tutela estatal de las menores mujeres fue un rasgo de su política. En 1932, frente al hacinamiento reinante en el Asilo de Corrección de Mujeres y Menores, el PNM resuelve la internación de menores en diferentes asilos particulares -“dadas las condiciones poco higiénicas en que éstas se encuentran alojadas en la actualidad”- hasta tanto se acondicionara el establecimiento de Juárez, producto de la donación de la familia Zibecchi.[20] 

El hacinamiento, sin embargo, no era el único problema del Asilo de Mujeres. Sor María del Sacramento, la superiora a cargo, se quejaba de los frutos que la educación primaria no daba, ya que la rotación permanente de menores hacía imposible el aprendizaje. Según la monja, las niñas serían “fácilmente reeducables si pudieran permanecer internadas durante un tiempo más o menos largo (…) Pero no es posible llegar a ello si solo permanecen el tiempo indispensable para luego emplearlas en el servicio doméstico, donde solo aprender a querer la libertad que les resulta perniciosa”.[21] La Madre Superiora solicitaba en 1934 más personal, así como el aumento del número de Hermanas para atenderlas y dejó en claro que el local que administraban no era propicio para las menores de edad.[22]

En ese contexto, el PNM se congratulaba de haber trasladado del Asilo de Corrección a otras instituciones a 45 niñas “que pueden consideradas salvadas de la triste vida que les esperaba, si hubieran seguido rodando, por no disponer el Estado de establecimientos suficientes, ni prestar suficiente colaboración (…) las instituciones particulares”.[23] Proponía, asimismo, que el Estado crease nuevos establecimientos donde albergar a las pupilas y que se dedicase el edificio del Asilo Correccional como centro de recepción y clasificación de carácter transitorio. Aunque esta propuesta no prosperó, la intención de dar cuerpo a un establecimiento de observación y clasificación de las menores tuteladas ya había tomado forma.

En 1937 volvió a producirse una sobrepoblación del 173% en el Asilo de Corrección de Mujeres y a fin de año se clausuró la posibilidad de seguir enviando niñas al Asilo de Mujeres de la calle San Juan (y también de menores varones a la Alcaidía de la Policía de la calle Tacuarí) por estar ambos internados excedidos. Entonces los defensores volvieron sobre un reclamo histórico: la habilitación de establecimientos propios que “aleje el amago de clausuras sucesivas” dado el “ininterrumpido tráficos de pupilos” que manejaba esta repartición.[24] 

En un establecimiento en el que cabían 150 chicas, estaban depositadas 260. Por eso se trasladaron 42 muchachitas al Zibecchi, 25 a los establecimientos de la Sociedad Damas de Caridad, 20 a la Comisión de Asilos Regionales y otras 33 a la Sociedad de Beneficencia.[25]

Fue en este contexto de crisis del Asilo que el PNM dedicó más del 90% de su presupuesto a gestionar un sistema de becas en instituciones particulares, buscando ganar tiempo hasta tanto se inaugurase la Colonia Hogar Santa Rita en San Isidro -que, sin embargo, no abrirá sus puertas sino hasta 1942-.[26] 

Pero antes que la Colonia, se concretó la casa de clasificación de menores mujeres. La decisión de abrir una casa de observación, estudio y clasificación de niñas y jovencitas se tomó en marzo de 1938 y nueve meses más tarde se inauguró. El reglamento del “Amparo Santa Rosa” estableció que el mismo estaría destinado a las menores de hasta 18 años de edad (“siempre que por las condiciones de su personalidad no acusen anomalías orgánicas, enfermedades contagiosas o desviaciones morales”), quedando las menores entre 18 y 22 años en el Asilo de Corrección de Mujeres, así como aquellas que “acusen peligrosidad o tendencia al delito”.

El Hogar Santa Rosa como casa de observación y plataforma de reclamos institucionales (1938-1944)

Santa Rosa fue inaugurado con bombos y platillos. Las fotos de la ceremonia muestran a una impecable, seria y jovencísima directora, Blanca Cassagne Serrés, junto con el presidente del PNM Carlos de Arenaza, el Ministro de Justicia Jorge Eduardo Coll, el Obispo de Buenos Aires Mons. Santiago Luis Copello y el mismísimo presidente, Roberto M. Ortiz.[27] No faltaron tampoco los ministros de la Suprema Corte, los vocales de la Cámara del Crimen, los jueces, asesores y defensores de menores y representantes de numerosas sociedades benéficas. Se trataba del primer instituto de estudio y clasificación para niñas y jovencitas que existió en el país, fundado 33 años después del primero que hubo para varones (Freidenraij, 2017 y 2018).

Coll comenzó su discurso haciendo de esa inauguración un acto de reparación moral frente al triste espectáculo de las miserias del Asilo de Menores Mujeres, en donde hasta entonces se habían apartado de la vida social a

“criaturas desamparadas por muerte, abandono o extrema indigencia de los padres; niñas de excelente moral que por múltiples causas quedan transitoriamente sin protección alguna; jovencitas que un momento de desviación en su conducta expone a definitiva corrupción, si alguien no las protege oportunamente; niñas madres, adolescentes víctimas de abusos y martirios; criaturas raquíticas por alimentación insuficiente; agobiadas otras por trabajos impropios o excesivos, cuando no debilitadas por sevicias graves; pequeñas tuberculosas mantenidas allí sin aire ni tratamiento adecuado; débiles mentales y retardadas profundas de expresión repulsiva para su compañeras; deficientes de los sentidos, cieguitas y sordomudas; y, en fin, la caravana constantemente renovada de muchachas pervertidas, por índole o por hábitos, de difícil cuando no imposible recuperación moral”

Esa multiplicidad de niñas y muchachitas sería objeto de la atención del Hogar Santa Rosa, que venía a poner fin a esa “trágica promiscuidad”. [28]

Para el presidente del PNM, la concreción de Santa Rosa era la culminación de una vasta trayectoria profesional.[29] De Arenaza destacó en su discurso inaugural que se trataba de una obra trascendente por su significación: “corona un perseguido anhelo de racionalización del método pedagógico”.[30] Con la apertura del Hogar Santa Rosa, el PNM pudo hacer efectivo el designio de la clasificación infantil como parte constitutiva del procedimiento de admisión a la tutela pública. El Gabinete Psicopedagógico materializó un largo anhelo del PNM: el estudio, la observación y la clasificación de las menores mujeres. Por primera vez en medio siglo de tutela estatal de niñas y jovencitas, se comenzaría a procurar conocerlas.

De acuerdo con Rossi (2009), los protocolos de observación de Santa Rosa -así como los de la Colonia de Marcos Paz- se diferenciaban de los de otras instituciones de menores porque incluían dentro del examen psicológico la dimensión de la “vida afectivo activa”. Sin embargo, los descriptores relevantes en una y otra institución estaban modulados en clave de género.[31] Esta noción de “vida afectivo activa” era fundamental para determinar la peligrosidad de las menores, así como la capacidad de integración a la vida de los hogares infantiles a donde serían derivadas. Por otra parte, la educabilidad era otro concepto significativo, muy ligado al empleo de pruebas de inteligencia, pero que no se concebía estático, sino que se actualizaba mensual y trimestralmente, anotando la evolución de la menor.

Para ello se diseñó un dispositivo que encontraba a Blanca Cassagne Serrés en la dirección, a Susana Fernández de la Puente en la vicedirección, a Sara B. de Rojo en la Secretaría, a la Dra. Carolina Tobar en el gabinete junto con tres ayudantes: Martha B. de Vedoya y Clemencia Cortés Funes (delegadas que recogían antecedentes en las defensorías y juzgados y practicaban informes ambientales) y Olimpia Romero Villanueva (que se ocupaba de ordenar antecedentes, pedir informaciones, llevar libros de estadísticas, hacer test mentales y ocuparse de la internación de las menores que padecen afecciones nerviosas, mentales o que están embarazadas).[32] Santa Rosa tuvo una constitución netamente femenina, desde su directora hasta sus pupilas, pasando por la jefa del servicio psicológico, maestras y celadoras.

Una primera evaluación diagnóstica de la población del hogar Santa Rosa la encontramos en el trabajo de Olimpia Romero Villanueva, que constituía una prolija exposición de los datos obtenidos de las primeras 200 egresadas del Hogar Santa Rosa. Los estudios del Gabinete se orientaron al estudio de la emotividad, voluntad, carácter, moral, instrucción, ocupación, motivo de los ingresos (por contravenciones, por amparo) y reincidencia. Los datos eran alarmantes. Alrededor del 60% de las menores habían presentado “un déficit mental, comprendidos los marginales, sub-normales y débiles mentales (…) más los frenasténicos de grado imbecílico”. Según Romero, “eran pocos los débiles mentales simples. La mayoría [eran] desarmónicos, inestables, impulsivos”. A su vez, estimaba que “todas las menores con deficiencias mentales provenían de hogares desintegrados por fallecimiento, enfermedad, etc., o tenían taras alcohólicas, inmoralidad, neurosis, miseria, etc., es decir, que contando con un promedio de inferioridad ‘innata’ convergieron y se criaron en una situación desfavorable”.[33] Herencia y ambiente se sobreimprimían según su análisis.

Fue justamente en base a ese saber nacido del gabinete de observación de las muchachas del Santa Rosa que se elaboraron seis agrupamientos de internas, para cada uno de los cuales se preveía una terapéutica y un destino específicos. Así, en 1° lugar, estaban las niñas normales, tanto por su rendimiento intelectual como por su temperamento. Algunas estaban en condiciones de integrarse a establecimientos educativos, mientras otras podían reintegrarse al seno de su familia. En 2° lugar, encontramos a las débiles mentales simples de psiquismo armónico, cuya característica era la lentitud en el aprendizaje y la pobreza de su rendimiento intelectual, que si bien les permitía ser alfabetizadas, se preveía que alcanzasen el 2° o 3° grado, por lo que -al no presentar trastornos de conducta- podían ser formadas en ciertos oficios o en el desempeño de tareas domésticas. En 3° lugar, se identificaban a las débiles mentales desarmónicas, cuyo rendimiento intelectual no difería del grupo anterior, pero presentaban anomalías constitucionales que las identificaban como bobas, hipermotivas e inestables. En 4° lugar, se hallaban las niñas que, teniendo una inteligencia media, acusaban defectos de comportamiento que se vinculaban más a deficiencias en su educación, que a anormalidades psíquicas. Se trataba de falsas anormales: para ellas se preveía que un ambiente adecuado y una labor educativa específica lograrían profundas modificaciones en su carácter. En 5° lugar, aparecían las niñas de psiquismo desarmónico, independientemente de su capacidad intelectual: se trataba de los tipos paranoicos, esquizoides, esquizo-paranoico y algunas manifestaciones de excitación psicomotora. Para este grupo, no se disponía de establecimientos especiales y se consideraba inapropiada su convivencia con las demás por las graves irregularidades de su conducta, por lo que solían ser derivadas al Asilo Correccional de Mujeres. Finalmente, en 6° lugar, se identificaban a las imbéciles y débiles mentales muy profundas, que estaban incluías en el concepto psiquiátrico de anormales y hasta de alienadas, que, en opinión de las autoridades de Santa Rosa, debían estar bajo la jurisdicción de la Comisión Nacional de Asilos Regionales que gestionaba las colonias para anormales, como la de Torres.[34] 

Como demuestra esta clasificación, Santa Rosa no era suficiente frente a la complejidad de las niñas y jóvenes tuteladas. Con la información recabada en los estudios médico-legales se sugería un destino, pero la realidad limitaba mucho las posibilidades concretas.[35] La dirección del PNM caracterizaba el problema general de los “menores anormales, retardados, epilépticos o enfermos crónicos” como de urgente solución, y si bien se trataba de un problema que estaba presente en todos los establecimientos a cargo del Patronato, se hacía una referencia explícita al cuadro de situación que se abre con la instalación del Hogar Santa Rosa: las anormales parecían preocupar especialmente.[36] 

El Gabinete Psicológico de Carolina Tobar García jugó un rol central en la formulación de clasificaciones en base a los estudios practicados, que a su vez daban pie a que se reforzaran los pedidos de nuevos establecimientos. Esa información (reunida, recopilada, sistematizada) no sólo se empleó en su dimensión terapéutica para aconsejar tal o cual tratamiento o el traslado a una institución u otra; sino que también se empleó para establecer diagnósticos más generales en base a la experimentación y la comparación de los resultados de estos exámenes con los de otros establecimientos que reunían a otras poblaciones infantiles. Así, en 1940 Tobar García publicará los resultados de sus estudios experimentales en los que compara el desenvolvimiento niños y niñas procedentes de la Escuela Herrera Vegas, el Colegio Ward, la Escuela al Aire Libre N°6 y el Hogar Santa Rosa, confrontando el cociente evolutivo de sus alumnados. Mientras el estudiantado de la Escuela Herrera Vegas representó el parámetro de normalidad (cociente evolutivo muy cercano a 1), el del Colegio Ward mostró mayor propensión a los superdotados -que resultaba de una media aritmética muy superior respecto de la escuela común por su “elevada selección económica y aún intelectual”-.[37] Por su parte, los niños débiles de la escuela al aire libre mostraban una marcada tendencia al atraso escolar, cuyas causas no dependían mayoritariamente de lo psíquico sino de factores ambientales, por lo que con métodos adecuados mostraban alentadoras mejorías. Finalmente, las niñas del Santa Rosa -aún en su heterogeneidad- acusaban una curva de distribución que se desplazaba hacia a anormalidad, situándose la cima de la campana de Gauss sobre la línea de la debilidad mental. Su conclusión, ante las 37 niñas y jovencitas que presentaban “signos intensos y fijos que las hacen inadaptables a los ambientes educativos comunes”, era que hacían falta establecimientos especiales para quienes presentan trastornos diferenciados: la mayor parte de esas chicas estaba en el Asilo Correccional, consideradas “desarmónicas con perversiones instintivas”, libradas a su suerte gracias a esa clasificación, dado que todas las instituciones que las acogían, pronto las expulsaban, retornando una y otra vez al Asilo de la calle San Juan.

Si la noción de anormalidad se usaba en psicopatología infantil para designar deficiencias psíquicas cuantitativas y cualitativas, la distinción entre idiotas, imbéciles y débiles mentales abría el juego a comenzar con un proceso de segregación de las anormales. Idiotas e imbéciles (categorías muy emparentadas a la irreversibilidad) eran tributarias de la Colonia de Torres. Sin embargo, sostenía Tobar García, las débiles mentales ofrecía una enorme heterogeneidad: en términos cuantitativos, se reconocía la existencia de tres grados de debilidad mental (profundos, medianos y leves); en términos cualitativos, se agrupaban en dos grandes tipos clínicos: armónicos (educables gracias a estar exentos de anomalías de temperamento y de carácter) y desarmónicos (extremadamente difíciles por su espíritu falso e inestabilidad). Las chicas caracterizadas como débiles desarmónicas (bobas, hiperemotivas e inestables psicomotoras) se mostraban inadaptables al ambiente colectivo de Santa Rosa y necesitaban “un internado especial para su derivación ulterior”. En cambio, las débiles armónicas (que eran la mayoría) eran útiles y necesarias para desarrollar ciertas tareas dentro de las instituciones que la cobijaban, podían aprender a leer y escribir, así como adquirir oficios manuales. Su rendimiento pobre y su retraso intelectual en relación a la edad civil no les impedían una adaptación discreta al medio. Asimismo, las irregularidades de comportamiento que frecuentemente presentaban parecían ser de origen ambiental, por lo que con un tratamiento adecuado podían mejorar mucho.[38] 

Los reclamos de “establecimientos especiales para la educación de menores deficientes mentales (perfectamente educables con sistemas adecuados)” se intensificaron en ese período: muchas de las intervenciones públicas de las mujeres que ocupaban puestos relevantes de la estructura institucional del Santa Rosa hacían claras alusiones a que se trataba del momento más “propicio para llevar a la práctica las ideas mejores, que logren una organización inteligente y completa que permita prevenir la delincuencia en forma científica y ordenada”. Con Coll y De Arenaza ocupando la dirección política, no se debía dilatar más la “creación de un establecimiento -tipo Binet- para educación de menores mujeres, deficientes mentales y la organización de un curso anexo de preparación técnica para maestras”.[39]

Las referencias a la trayectoria, la sapiencia y la experiencia de quienes dirigían entonces el PNM y el Ministerio de Justicia por parte de estas mujeres abocadas a la tutela de niñas y jóvenes se multiplicaron y constituyeron una plataforma desde la cual manifestar la necesidad de avanzar en un sistema tutelar que reconociera las diferencias de las anormales, sus necesidades e incluso su derecho a ser educadas.[40] Ese derecho tenía una dimensión que involucraba los derechos individuales de las personas anormales, pero también se aludía al imperativo social de formar “seres aptos para la vida común, capaces de incorporarse a la sociedad como miembros útiles”.[41]

Reflexiones finales

Cuando en 1942 se celebró la II° Conferencia sobre Infancia Abandonada y Delincuente, organizada por el Patronato de la Infancia con motivo de su 50° aniversario, el campo de la minoridad estaba en plena disputa por la hegemonía sobre la niñez desviada.[42] Desde su creación, una década antes, el PNM procuró erigirse como agencia estatal coordinadora y centralizadora del archipiélago penal-asistencial de protección y reeducación de esa infancia minorizada. En este sentido, los debates desarrollados en la Conferencia en torno a quién correspondía ocuparse de niños y niñas anormales pueden leerse como parte de esas tensiones más generales por la organización científica de la caridad.  

Es importante notar que una de las figuras que hizo subir la temperatura de la discusión durante la Conferencia fue Carolina Tobar García, que tomó parte del evento en la sección destinada a los “Establecimientos para anormales: deficientes mentales y anormales psíquicos”. Allí, basándose en sus experiencias de una década de especialización en cuestión de la anormalidad infantil y, especialmente, en sus tres años de estudio y observación desde el Gabinete del Hogar Santa Rosa, concluía que más del 30% de las niñas y jóvenes que habían pasado por ahí requerían de internados específicos: las anormales de carácter y las débiles mentales desarmónicas demandaban una segregación espacial y un tratamiento específico que las poco más de 1000 plazas del Asilo de Torres no estaba ni cerca de poder solucionar.

Para Tobar García, cuyo discurso en la Conferencia fue subiendo de tono, no se trataba de una incomprensión de la naturaleza ni de la urgencia del problema por parte de quienes detentaban los poderes públicos. Eso, Coll y De Arenaza, lo sabían bien: su necesidad era sentida. El problema era de carácter político, no científico: “la protección del niño desamparado, la vigilancia del contraventor, la custodia del deficiente, la reeducación del pervertido, la reclusión del condenado se reparten en tres ministerios distintos”.[43] 

¿De quién son los anormales? Si los frenasténicos profundos no presentan dificultad de jurisdicción (dado que el código penal y la psiquiatría coincidían en su diagnóstico), más dudosa era la pertenencia de los débiles mentales armónicos, que podían vivir libremente por no ser alienados, gozando de derechos sociales y -si se trataba de varones- derechos políticos. Los anormales de carácter (esos “niños difíciles” que requerían vigilancia y educación), decía Tobar, deberían estar a cargo del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública.[44] 

Lo cierto es que su proposición era la inclusión de los anormales bajo la esfera del PNM, algo que no se hallaba bajo su esfera (sino diluido en instituciones dependientes del Departamento Nacional de Higiene y de la Comisión Asesora de Asilos y Hospitales Regionales). Por fuera de la alienación, la internación de los anormales en sus diversas manifestaciones debía ser resuelta por la justicia, “que por medio de sus agentes puede legalizar y organizar debidamente la segregación por razone similares a las del estado peligroso predelictual”.

Finalmente, Tobar García cerró su intervención poniendo en tensión la cuestión de a quién pertenecen los anormales. Puntualmente, se sugería debatir si el problema de los anormales de carácter correspondía exclusiva o preponderantemente al Estado, y en este caso, cuál era el ministerio que debía ocuparse del asunto (poniendo en duda el hecho de que el sector privado de la asistencia social pudiese establecer diferenciaciones dentro de sus propios establecimientos, que respondieran a las diferencias psicológicas de sus protegidos). Esta politización de las anormales -que suponía inscribirlas como asunto público- tenía sus antecedentes, pero en este contexto se volvieron objeto de disputa directa.[45] Si aquí retomamos la palabra de Carolina Tobar García (claramente confrontativa, decidida a poner blanco sobre negro lo que estaba en juego en torno a las anormales), no hay que perder de vista que muchas de estas jóvenes mujeres profesionales del campo de la minoridad jugaron roles clave en las disputas por la forma que adquiría la tutela pública sobre niños, niñas y jóvenes minorizadxs.

A comienzos de los años ’40 la política de subsidiar becas en las instituciones filantrópicas y caritativas se erosionó bajo las críticas sobre la eficacia de esa forma de intervención sobre la niñez desviada. La multiplicación de instituciones particulares de los ’30 -de la mano de las políticas tercerizadoras de la asistencia social a la infancia- se leyó una década después como un sistema inadecuado (una asistencia fragmentada, multiimplantada, descentralizada, librada a la iniciativa privada, sin contralor estatal). Estas tensiones son palpables en las intervenciones públicas de muchas de estas mujeres profesionales que habían conquistado un lugar significativo en la labor de las agencias estatales de la minoridad. En los casos de Blanca Cassagne Serrés, Carolina Tobar García, Susana Fernández de la Puente y otras especialistas podemos advertir que la pregunta por las anormales se constituyó en una arista más de ese debate por la hegemonía dentro del campo de la minoridad.

El estudio, la observación y la clasificación de las menores en el Hogar Santa Rosa funcionaron como un mecanismo de gobierno de las menores tuteladas y sus categorizaciones angostaron los destinos de las niñas y jovencitas direccionándolas en sus recorridos institucionales existentes y, por lo tanto, percudiendo sus experiencias de infancia (Leo, 2020). En esa producción del saber sobre la niñez minorizada, las profesionales de la asistencia social de la infancia (médicas, psiquiatras, maestras especiales, asistentes sociales) hicieron de las ausencias bandera y se involucraron activamente en la lucha política por la organización científica de la niñez desviada. En ese proceso, sus estadísticas y boletines sirvieron para sacar conclusiones sobre la orientación que debía tomar el campo de la minoridad y para discutir las responsabilidades del Estado en ese problema. El saber nacido del estudio íntimo y a la vez sostenido de las anormales también funcionó como estandarte en la pelea por la hegemonía del campo de la minoridad: la disputa por quién era responsable de las anormales y el lugar que le cabía al Estado frente a ellas pusieron en evidencia, una vez más, el carácter político tanto de la infancia como de la anormalidad.

        

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Claudia Freidenraij es profesora y doctora en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Sus investigaciones se desarrollan en el campo de estudios de la historia de la infancia. Sus trabajos se han publicado en revistas científicas nacionales y del exterior, así como en volúmenes colectivos. Es autora de La niñez desviada. La tutela estatal de niños pobres, huérfanos y delincuentes, Buenos Aires 1890-1919 (colección «Ciudadanía e Inclusión», Biblos, 2020).

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[1] En este trabajo se ha optado por el uso de las categorías nativas vinculadas a la anormalidad infantil (entre las que se encuentran voces tales como retardados, débiles mentales o psíquicos; fracaso, inadaptación o atraso escolar; frenasténicos, tarados, idiotas, imbéciles, bobas, morons, dulls, bordelines y un largo etc.), tal como fueron empleadas en su contexto original. Para evitar un texto empastado, hemos omitido el entrecomillado de estas palabras.

[2] Retomo en este trabajo muchas de las conclusiones a las que llegué en Freidenraij, 2020.

[3] Los varones tutelados tuvieron un abanico mayor de experiencias: fueron remitidos al campo para trabajar como peones rurales; colocados en industrias y talleres como aprendices; consignados en distintas fuerzas armadas como aspirantes a marineros o a las bandas de música; enviados a los colegios religiosos del Sur como pupilos o asilados en diferentes instituciones públicas y particulares que florecieron en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores desde la década de 1890 (Freidenraij, 2020).

[4] En el solar que antiguamente fuera de los jesuitas, ubicado en la manzana delimitada por las calles San Juan, Balcarce, Humberto I° y Defensa, se emplazaba el único espacio que el Estado había dispuesto para la corrección y enmienda de las niñas, jóvenes y mujeres adultas de la ciudad de Buenos Aires. En la sección destinada a las menores se albergaba a las muchachitas a partir de los 5 años y hasta la mayoría de edad (que por entonces se alcanzaba a los 22 años). Sobre la historia de este reclusorio de mujeres ver Guy (2000) y Caimari (2007).

[5] Nelson, Ernesto (1940 [1933]). La delincuencia juvenil [con especial referencia al estudio y tratamiento de este problema social en los Estados Unidos]. Buenos Aires: Biblioteca Policial, p. 343.

[6] Casinelli, Luis N. (agosto de 1915). Escuelas de niños débiles. El Monitor de la Educación Común, Año 33, N° 512, pp. 105-114. Biblioteca Nacional de Maestros, Buenos Aires.

[7] Coll, Jorge E. (1919). Los reformatorios. Congreso Americano del Niño de Montevideo, Buenos Aires: Talleres Gráficos L. J. Rosso y Cía., p. 8.

[8] Se inauguró a fines de julio de 1915 con 30 retardados varones procedentes del Hospicio de las Mercedes, pero a lo largo de ese año ingresaron 298 frenasténicos más. A fines de los años ’20, la población de Torres ascendía a 1118 personas, sin que se hubieran modificado los principios médico-pedagógicos que se implementaban desde su inauguración. Bregante, Amelia T. (1935). Asistencia social a los anormales y retardados. Boletín del Museo Social Argentino, N° 155-156, p. 133 y ss. Biblioteca ‘Emilio Frers’, Universidad del Museo Social Argentino, Buenos Aires.

[9] Nelson, Ernesto. (mayo de 1920). Aspectos sociales de la educación. El retardo mental y su influencia en el orden social, El monitor de la educación Común, Año 38, N° 569, pp. 156-179. Para un estudio de las formas de pensar la inteligencia ver Molinari 2019.

[10] La detallada estadística de 1926 respecto de la primera camada de escolares estudiados dio cuenta de un 29% de “retardados pedagógicos” (por lejos la figura más prominente dentro de la clasificación propuesta); un 2% de “débiles mentales” y otro 3% de “desatentos” y “abúlicos”. El otro 66% de los estudiados se diseminaban a través de otras 29 categorías clasificatorias. Nelson, Ernesto (1940 [1933]). La delincuencia juvenil [con especial referencia al estudio y tratamiento de este problema social en los Estados Unidos]. Buenos Aires: Biblioteca Policial, p. 288 y ss.  

[11] De 10.621 alumnos “anormales”, el 34% no aprovechaban la enseñanza colectiva por diversas causas; el 16% tenía vicios de pronunciación diversos; el 13% eran niños apáticos o indiferentes; el 12% presentaban deficiencias en la lectura mecánica o comprensiva; el 10% repetía de grado; el 8% era considerado caprichoso e indisciplinado; el 5% era tartamudo y 2% padecía de dureza de oído pronunciada. Consejo Nacional de Educación (1930). Educación Común en la Capital, las provincias y los Territorios Nacionales. Informe presentado al Ministerio de Instrucción Pública por el Consejo Nacional de Educación. Años 1928-1929. Buenos Aires: Consejo Nacional de Educación. Ese mismo año se inauguró el Instituto de Psicología experimental en el ámbito del CME a cargo del Dr. Enrique M. Olivieri (Cammarota, 2018).

[12] Rojas, Nerio (1931). La anormalidad psíquica en la delincuencia de Menores. Boletín del Museo Social Argentino, N°112-114. Tobar García, Carolina (1933). La educación de anormales en Estados Unidos. Sugestiones para su implantación en la Argentina. Boletín del Museo Social Argentino, N° 127-129. Cassagne Serrés, Blanca (1937). Menores retardados e inestables. Infancia y Juventud, N°5.

[13] Reca, Telma (2015 [1932]). Delincuencia infantil en los Estados Unidos y en la Argentina. Córdoba: Buena Vista Editores; Nelson, Ernesto (1940 [1933]). La delincuencia juvenil [con especial referencia al estudio y tratamiento de este problema social en los Estados Unidos]. Buenos Aires: Biblioteca Policial. Tobar García, Carolina (1944). Higiene mental del escolar. Buenos Aires: El Ateneo.

[14] Berman, Gregorio (1929). Direcciones para el estudio de menores abandonados y delincuentes.  Revista Argentina de Neurología, Psiquiatría y Medicina Legal. Vol. 2, Buenos Aires: Imprenta de la Universidad, p. 19. Archivo Gregorio Berman, CEA – Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Córdoba.

[15] Berman, Gregorio (1929). Direcciones para el estudio de menores abandonados y delincuentes. Revista Argentina de Neurología, Psiquiatría y Medicina Legal. Vol. 2, Buenos Aires: Imprenta de la Universidad, p. 21. Si bien en Argentina la introducción del test de coeficiente intelectual de Binet y Simon data de las primeras décadas del siglo XX, en opinión de Gregorio Berman todavía no existían estándares mentales fiables: en nuestro país apenas existían en la capital algunos estándares de desarrollo físico, pero nada se sabía en el interior del país, por lo que proponía desarrollar exámenes en las escuelas municipales, provinciales y en establecimientos de beneficencia que permitiesen comenzar a generar una medida de la normalidad infantil contra la cual comparar a los que quedaban por fuera de ellos. En este trabajo Berman presentaba un Boletín que se ocupaba de una encuesta sobre la familia y el ambiente social, la historia del menor, la herencia patológica y el examen médico-antropológico, el examen psicológico (que comprendía el lenguaje, humor, temperamento, carácter y sentimientos, la inteligencia y edad mental, el sentido moral, la voluntad, los hábitos, tendencias e instintos).

[16] Tobar García, Carolina (1933). La educación de anormales en Estados unidos. Sugestiones para su implantación en la Argentina. Boletín del Museo Social Argentino, N° 127-129. Por sobre la normalidad, otra escala (talentos, casi genios y genios) indicaba en qué medida los sujetos portadores de las mismas se ubicaban por encima de la media, en la medida en que su edad mental superaba en diferente grado su edad civil. Es importante destacar que cada psiquiatra manejaba distintas escalas, etiquetas y clasificaciones.  

[17] Berman, Gregorio (1929). Direcciones para el estudio de menores abandonados y delincuentes.  Revista Argentina de Neurología, Psiquiatría y Medicina Legal. Vol. 2, Buenos Aires: Imprenta de la Universidad. El trabajo de Carlos de Arenaza Menores delincuentes. Clasificación y estudio médico-psicológico (1922. Buenos Aires: Imp. A. Ceppi) tuvo un enorme peso en quienes vinieron detrás de él, y fue especialmente valorado en los años ’30, cuando el PNM ya estaba en marcha.

[18] Desde la inauguración en 1905 de la OEML de la Cárcel de Encausados, De Arenaza se desempeñó como médico legista de menores procesados por la comisión de delitos. A partir de la Ley 10.903, se distinguió por su labor como organizador de la Alcaidía de Menores de la Policía -de la que fue Médico Director-; para la misma época, ocupó la presidencia de la Asociación Tutelar de Menores. Sus viajes a Europa, Estados Unidos y América Latina (entre 1927 y 1929) y su profusa producción escrita sumaron otra arista a su carrera profesional. Fue Jefe de la Sección Sanidad de la Policía; Profesor de la cátedra de “Infancia abandonada y delincuente” en la ESS del MSA; integró la Comisión Honoraria de Superintendencia de Patronato de Menores de 1924, hasta su desembarco en la primera plana del PNM.

[19] En marzo de 1945 se creó la Dirección de Menores bajo la órbita de la Secretaría de Trabajo y Previsión, asumiendo las mismas funciones y atribuciones que le cabían al PNM desde 1931. Agradezco a Leandro Stagno el compartir conmigo la trama legal detrás del evento que da cierre a este artículo.

[20] Patronato Nacional de Menores (1933). Memoria del MJeIP Año 1932. Tomo 1. Buenos Aires: Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, p. 423 y ss. Entre los asilos particulares de la Capital que recibían niñas y jovencitas becadas por el PNM se encontraban los hogares de la Sociedad Damas de Caridad de San Vicente de Paul (como el “Carolina Estrada de Martínez”); el Asilo “Hijas del Divino Salvador”; el Asilo “San José” de la Asociación de Damas Católicas; la Sociedad de Beneficencia Hermanas de Dolores; el “Amparo Maternal”; el Hogar policial “Victoria Aguirre”; el “Asilo de la Santísima Trinidad”, la Asociación Tutelar de Menores, la Asociación Colonia de Niños Débiles, Escuelas y Patronatos, etc. En el resto del país, se becaba a pupilxs del PNM en la Escuela Hogar Agrícola “María Mazzarello” (localidad de 6 de Septiembre, Morón, Pcia. de Buenos Aires); colegios María Auxiliadora de la Obra de Don Bosco; Colegios Salesianos “San Francisco de Sales”, Obra de Don Bosco; Sociedad de Beneficencia de Río Gallegos, Santa Cruz y una serie de Patronatos de Menores provinciales (La Pampa, Chubut, Misiones, Río Negro). Patronato Nacional de Menores (1940). Memoria del MMJeIP Año 1939, Buenos Aires: Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, p. 441.  

[21] Asilo de Corrección de Mujeres (1935). Memoria del MJeIP Año 1934. Buenos Aires: Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, p. 535.

[22] Asilo de Corrección de Mujeres (1935). Memoria del MJeIP Año 1934. Buenos Aires: Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional. El Asilo de Mujeres recibía población desde los 5 hasta los 20 años en su sección menores. En 1934 había recibido 50 menores entre 5 y 10 años (5%), 239 menores entre 10 y 15 años (24%) y 715 de entre 15 y 20 años (71%). El 80% eran consideradas analfabetas. Más del 90% eran argentinas.

[23] Patronato Nacional de Menores (1935). Memoria del MJeIP Año 1934. Buenos Aires: Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, p. 395.

[24] Defensorías de Menores (1938). Memoria del MMJeIP Año 1937. Buenos Aires: Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, pp. 233-234.

[25] Las menores en el Asilo del Buen Pastor (1937). Infancia y Juventud, N°4, pp. 111-113. Centro de Estudios Histórico Policiales ‘Crio. Inspector Franciso L. Romay’, Buenos Aires. Allí se detallaba que 20 las niñas que pasaban a la jurisdicción de la Comisión de Asilos Regionales eran las “retardadas biológicas (idiotas)”, las que irían a parar al Asilo de Torres y al Manicomio de Mujeres.

[26] Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional (1946). Memoria del MJeIP Año 1944. Buenos Aires: Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, pp. 121-122.

[27] Según Donna Guy el gobierno de Roberto Ortiz supuso mayores incentivos a la legislación asistencial que iban en línea con su ideología afín al ala radical de la alianza gobernante, lo cual se expresaría en un mayor compromiso con la causa del bienestar infantil y las reformas de la asistencia estatal (2011: 194).

[28] Inauguración del Hogar Santa Rosa. Discurso del Exmo. Sr. Ministro de Justicia, Jorge E. Coll (1938). Infancia y Juventud, N°9, pp. 13-14.  

[29] Inauguración del Hogar Santa Rosa. Discurso del presidente del PNM, Carlos de Arenaza (1938). Infancia y Juventud, N°9, pp. 19-20.

[30] Patronato Nacional de Menores (1939). Memoria del MJeIP Año 1938. Buenos Aires: Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, p. 471.

[31] Mientras que el foco en las niñas y jóvenes estaba puesto en la emotividad, humor, tendencias, manifestaciones sexuales, moralidad, sentimientos familiares, actividad, “pica” o “malicia”, juego, risa, hábitos, aspiraciones, aptitudes, temperamento y carácter; en el caso de los varones se orientaban a los sentimientos familiares, sociales, morales, amor propio, pudor, actividad, energía, perversiones instintivas y hábitos tales como vagancia, vagabundeo, juegos de azar, pendencias, alcoholismo, tabaquismo y prostitución.

[32] Hogar Santa Rosa (1940). Memoria del MJeIP Año 1939. Buenos Aires, Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, p. 504. Olimpia era egresada de la Escuela Argentina de la Liga de Higiene Mental y de la Escuela de Servicio Social del Museo Social Argentino.

[33] Romero Villanueva, Olimpia (1939). ¿Herencia o ambiente? Infancia y Juventud, N°14, p. 21. Inflexión de género masculino y comillas en el original.

[34] Fernández de la Puente, Susana (1940). Hogar Santa Rosa, casa clasificadora. Infancia y Juventud, N°16. Para entonces la autora era la directora de este establecimiento.

[35] Las opciones eran la reintegración a sus respectivas familias y su ocupación en trabajos adecuados (bajo la inspección de las delegadas del PNM) o su traslado a las instituciones privadas que recibía menores becadas del PNM.

[36] Patronato Nacional de Menores (1940). Memoria del MJeIP Año 1939. Buenos Aires: Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, pp. 439-440.

[37] Tobar García, Carolina (1940). Cociente evolutivo psíquico normal en la edad escolar. Infancia y Juventud, N°14, pp. 54-63.

[38] Tobar García, Carolina (1942). Hogar Santa Rosa. Infancia y Juventud, N°23, p. 19-39.

[39] Cassagne Serres, Blanca (1940). La reeducación de la menor delincuente. Boletín del Patronato de Recluidas y Liberadas, N°20-22, p. 25. Biblioteca ‘Joaquín V. González’, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Nacional de La Plata.

[40] Tobar García, Carolina (1942). Hogar Santa Rosa. Infancia y Juventud, N°23. En ese trabajo Tobar García filia la acción del gabinete a su cargo con las enseñanzas derivadas de las múltiples experiencias llevadas adelante por Carlos de Arenaza a lo largo de su carrera en cuanto al método de observación de menores.

[41] Reca, Telma (1944). La educación de niños anormales. El Monitor de la Educación Común, N° 857.

[42] Como desarrollé anteriormente (Freidenraij, 2009), la asamblea participante tuvo una sobrerrepresentación de las asociaciones particulares de asistencia social de la infancia y los altercados con el sector público se manifestaron en varias oportunidades a propósito de distintos tópicos en debate.

[43] Todas las referencias del discurso de Carolina Tobar García fueron tomadas de: Patronato de la Infancia (1944). Segunda Conferencia Nacional de la Infancia Abandonada y Delincuente. Buenos Aires: Talleres Gráficos Peuser, p. 188 y ss.  

[44] Una posición semejante había sostenido Jorge E. Coll en 1933 durante la I° Conferencia: en la medida en que el problema se hallaba comprendido en la moderna institución del Tribunal de Menores, a su juicio no cabían dudas de que era el Ministerio de Justicia quien debían absorber esta cuestión (Freidenraij 2009).

[45] Ya en 1931 José María Paz Anchorena había advertido el intríngulis: las instituciones particulares de protección a la infancia eran tan útiles como las públicas y se trabajaba en colaboración. Sin embargo, el problema de los menores “pervertidos”, “corrompidos”, “rebeldes” y “tarados” solía caer en la órbita del Estado. Las instituciones particulares los rehuían, porque les espantaba la clientela. Paz Anchorena, José María (1931). Las instituciones oficiales y privadas en la prevención y protección a la infancia desvalida y delincuente. Boletín del Museo Social Argentino, N° 112-114. En la misma línea, el alienista Nerio Rojas consideraba que “las instituciones filantrópicas deber ser de colaboración; y en ella la obra de la mujer es muy importante pero debe ser -disculpen ustedes- nada más que complementaria, no de dirección”. Rojas, Nerio (1931). La anormalidad psíquica en la delincuencia de menores. Boletín del Museo Social Argentino, N° 112-113, pp. 440-441.

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