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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto - ISSN 2451-6961 (en línea)

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº13. Mar del Plata. Enero-junio 2021.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

                                                                           

Alzheimer como constructo disputado desde saberes expertos

Sandra Sande

Departamento de Trabajo Social. Facultad de Ciencias Sociales,

Universidad de la República, Uruguay

sandrasande@hotmail.com

Paula Danel

Instituto de Estudios de Trabajo Social y Sociedad,

Universidad Nacional de La Plata,

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

danelpaula@hotmail.com

Recibido:         17/12/2020

Aceptado:         26/04/2021

Resumen

En el presente trabajo interesa presentar al Alzheimer en su estatuto conceptual y discursivo, a la luz de las tradiciones que los saberes expertos han producido en torno a la experiencia de la enfermedad, a sus efectos personales, subjetivos y en los sistemas de cuidado, con cruces analíticos desde los estudios sociales de la discapacidad. Uno de los ejes que se abordan es el relacionado a las formas en que se produce saber en torno al paso del tiempo, las corporalidades esperadas conformes ese recorrido y su relación con la ampliación de la medicalización de la vida social en este siglo XXI. Las ideas de deterioro y funciones cognitivas, las pensamos, abordamos y analizamos desde las ciencias sociales, en diálogo con las producciones de los campos específicos.

Palabras clave: Alzheimer, saberes expertos, discapacidad, construcción social

Alzheimer's as a disputed construct from expert knowledge

Abstract

In this work it is interesting to present Alzheimer's in its conceptual and discursive status, in the light of the traditions that expert knowledge has produced around the experience of the disease, its personal, subjective effects and in care systems, with analytical crosses from the social studies of disability. One of the axes that are addressed is the one related to the ways in which knowledge occurs around the passage of time, the expected bodilyities according to that journey and its relationship with the extension of the medicalization of social life in this 21st century. Ideas of impairment and cognitive functions, we think, approach and analyze them from the social sciences, in dialogue with the productions of specific fields.

Keywords: Alzheimer's, expert knowledge, disability, social construction

Alzheimer como constructo disputado desde saberes expertos  

Introducción

Este trabajo propone un abordaje conceptual en torno a la condición de salud denominada Alzheimer, reconociendo su inclusión en el universo discursivo de la discapacidad. Nos interesa presentar los modos en que los saberes expertos provenientes de la gerontología, geriatría, psiquiatría, neurología, psicología y estudios sociales de discapacidad proponen miradas en torno a los sujetos que han sido diagnosticados con Alzheimer, las preocupaciones en torno al estatuto de la enfermedad y su inscripción como personas en situación de discapacidad.

Se recuperan tradiciones teóricas que vienen construyendo preguntas en torno al deterioro, los declives y consecuentemente las funcionalidades y normalidades. ¿Dónde se aloja el Alzheimer? ¿Es dominio exclusivo de la neurología? ¿Constituye un punto de inflexión en las trayectorias de los diagnosticados? ¿Cómo opera la pérdida de memoria en la construcción subjetiva y social de los adultos?  

Envejecimiento poblacional y Alzheimer

Los procesos de envejecimiento poblacional y consecuente presencia de un número creciente de personas mayores han posibilitado la producción de saberes provenientes del campo gerontológico y de la geriatría. Estos saberes han tematizado sobre las características demográficas (Paredes, 2014; Peláez y Féliz-Ferreras, 2010) vinculares (Sluzki, 1996), subjetivas (Yuni, 2015) y sociales (Sande, 2014; 2018), han permitido identificar los desafíos que se desatan a partir del cambio en la estructura poblacional. Al mismo tiempo, se han identificado modificaciones en los modos de enfermar y de morir de las poblaciones (Kalache, 2015) y los impactos en los sistemas y políticas sociosanitarias (Paola, 2015; Danel, 2018).

Afirmamos que las transformaciones de la estructura de edad en las formaciones sociales no suponen por sí mismas un problema, sino que lo que produce son deslizamientos en las formas en que se organizan las instituciones, las características que asumen las relaciones sociales y al mismo tiempo revela aquellas situaciones de desigualdad preexistentes.

En tal sentido, nos interesa transitar un recorrido analítico en el que se anuden los modos en que se construyeron ideas sobre la vejez a lo largo del tiempo. Esto supone pensar los procesamientos sociohistóricos sobre el tiempo y las temporalidades. “Envejecer es adentrarse en años, acumular años de existencia. Y eso es edad” (Gutiérrez y Ríos, 2006: 19). Lo que pone en evidencia que el proceso cronológico del tiempo, es uno entre otros posibles, “se recuerda que el tiempo no está antes de la práctica ni se trata de una realidad preestablecida, sino de una temporalización; la práctica no está en el tiempo, sino que hace el tiempo” (Bourdieu, 1999: 275).

Somos tiempo, lo producimos, lo habitamos de modo singular y heterogéneo y desde allí recuperamos los debates que las ciencias sociales han producido en torno al envejecimiento, y las formas en que se producen las marcas subjetivas y objetivas de la vejez.

Simone De Beauvoir (1970) señalaba que la historia de la vejez es imposible. Esto desató búsquedas intelectuales durante los últimos cuarenta años, con intentos por superar esa sentencia. En la literatura, se destacan las obras de Minois (1987), Muchinick (1984), Sánchez Salgado (2005), en las que se reconoce que la vejez es un proceso no lineal y de estatus variable producto de diferentes factores (sociales, políticos, ideológicos, culturales). La idea de la vejez ha oscilado en la historia desde el desprecio, la condena y el ostracismo, hasta la veneración. Para las autoras, posicionadas en la gerontología feminista, existe un carácter androcéntrico en las representaciones, tanto populares como científicas, acerca del ciclo vital homogéneo, con un conjunto de etapas o estadios que se suceden cronológicamente (Freixas, 1997; Danel y Navarro, 2019), no reconociendo que, para las mujeres, estas etapas se intersectan, son maleables, se superponen. Hacer una historia de la vejez supone también entender que la peripecia vital de las mujeres parece estar más relacionado con los acontecimientos familiares y con los cambios de roles en el ámbito doméstico que con etapas predefinidas, mientras que, en los varones, los roles sociales públicos (trabajo, participación social) constituyen marcadores de cada etapa evolutiva (Yuni y Urbano, 2011). El patriarcado como sistema de dominación y subordinación ha colocado en los cuerpos feminizados, las mujeres y las disidencias, la carga de los cuidados, lo que impacta a la vez en la asignación de roles sociales, en las formas que adoptan las vejeces y en los ritmos que se imponen en sus temporalidades.

La historia de la población humana para Pellegrino (2003: 2), es la de “una larga lucha del hombre contra la muerte y la enfermedad” que, en la actualidad, a partir de los avances de la medicina y la tecnología, posibilitó la prolongación de la esperanza de vida y la vida promedio de las poblaciones.

La idea de envejecer ha preocupado a la humanidad desde sus albores. La búsqueda de la eterna juventud es la utopía que rige el comportamiento de la humanidad (desde Herodoto a los más recientes recursos argumentales de regresión temporal), seducidos por la ilusión de ser eternamente jóvenes, y que eso genere admiración. En tanto “la vejez no ha ido acompañada ni de estéticas ni de rituales particulares que la teatralizan, otro elemento que contribuye a la menor densidad del material heurístico disponible” (Otero, 2013: 97).

La carencia de estéticas, de narrativas de la vejez que la nombre, que la expresen, denota las dificultades que el orden social produjo en torno al paso del tiempo. ¿O acaso es el adultocentrismo el que produce la mirada estereotipada a la vejez? Para De Beauvoir (1970) los filósofos, los moralistas, los legisladores, científicos o poetas, van construyendo las distintas concepciones sobre la vejez de acuerdo a intereses de clase. Más allá de las vejeces singulares, como categoría social (tal vez) no ha protagonizado ni ha intervenido en la evolución de las sociedades sino por su inscripción como adulto.

La propia acepción de la palabra viejo ha sido negada, disfrazada con eufemismos, tercera edad, persona de edad, mayor, anciano, todo lo cual subsume la idea de qué viejos son los trapos porque en el imaginario, ser viejo es sinónimo de decrepitud, de pérdida, de muerte. “No hubo nunca una edad de oro de la vejez, sino una evolución caótica a merced de los cambios de valor no sincronizados en las civilizaciones” (Minois, 1987: 399).

Los procesamientos sociales sobre el tiempo, anudan, traman la forma en que se piensa la vejez como proceso y la idea del tiempo como marca de desgaste corporal. La vejez, no es bien recibida por quienes aún no llegaron y, a veces, no es aceptada por los propios mayores, colocándola en un después, en un otro de más edad, o de distinta apariencia, “si Simone de Beauvoir nos recordaba que la vejez es un destino, no por ello debe entenderse una instancia abúlica y decadente de la existencia, sino una nueva etapa creativa y potenciadora de las habilidades sedimentadas en los cuerpos” (Suaya, 2015: 626).

La vejez es el resultado de un proceso inexorable -para muchos aciago, para otros positivo- no un mero dato o hecho estadístico, la cantidad de personas mayores de 60 años en un país, esto en sí, no dice nada. Según de qué civilización o pueblo se hable el destino del viejo puede variar, pero en la mayoría de las colectividades el drama de la edad aparece asociado al plano económico. En una economía de abundancia se puede cuidar al débil; en una de escasez el destino es el abandono (Alba, 1992; De Beauvoir, 1970; Minois, 1987). Esta cuestión ha sido analizada por Otero (2013) “conviene matizar las asociaciones mecánicas del determinismo demográfico, ya que la importancia de un grupo de edad se calibra también en función de las formas de organización de una sociedad y de los fines que imperan en la misma” (Otero, 2013: 96).

Si se realiza un recorrido sobre las concepciones que han primado a lo largo de la historia encontramos que en la antigüedad el mito asimila la vejez a la maldad y a la decadencia. Titón a quien Zeus le concede la vida eterna, pero no la juventud, es un ejemplo de ello (Graves, 1992; De Beauvoir, 1970; Sánchez, 2005), así como para los griegos la decrepitud es peor que la muerte. Pero también es cierto lo contrario, Homero asocia la vejez a la sabiduría, Néstor[1] es un consejero al que la experiencia le otorga autoridad, cierto es que no quien triunfa, por lo que se puede matizar la afirmación. A lo largo del recorrido histórico sobre la conceptualización de la vejez, se visualiza la ambivalencia, mientras es lamentable, no deseada, en ciertas singularidades cobra un carácter sublime. Esta dualidad ha sido compartida por las diferentes civilizaciones, coexistiendo ambas visiones con predominio de una sobre otra en los diferentes momentos históricos. De alguna manera se trata de dos formas antagónicas, ¿complementarias?, de entender la vejez que se pueden ejemplificar en las posturas de Platón (427-347 a. C.) quien señala que la vejez otorga la experiencia dada por la educación, por las ideas, ya que el cuerpo es solo apariencia (visión positiva, que podría considerarse como tipo ideal: la postura platónica). Mientras que para Aristóteles (384-322 a. C.), su discípulo, los males del cuerpo, afectan el intelecto, que el cuerpo envejezca conlleva al debilitamiento del carácter, como una propuesta antagónica (aristotélica). “Las transformaciones contemporáneas del proceso de envejecimiento como acontecimiento social han llevado al reconocimiento de la diversidad, la heterogeneidad y la dimensión ecológica del envejecimiento individual y social” (Yuni y Urbano, 2008: 156).

Desde una perspectiva geriátrica el envejecimiento biológico es el aspecto estudiado con mayor énfasis. La Organización Mundial de la Salud (OMS en adelante)[2] plantea que la longevidad humana no ha variado sustancialmente a lo largo del tiempo, si bien hay personas que han vivido hasta los 121 años, su máximo se sitúa alrededor de los 110. No existe en la comunidad científica consenso sobre las razones del envejecimiento, hay múltiples teorías que van desde la propuesta del desgaste (Papalia y Wendkos, 1998), la de catástrofe final (Orgel, 1998) o la de la programación genética del envejecimiento (Burnet, 1970). Para Morín (2007), exceptuando algunas especies que están programadas para morir inmediatamente después de la reproducción (algunas plantas e insectos), el envejecimiento se puede concebir como una desprogramación al término de una programación referida a mutaciones o desarreglos celulares del metabolismo “cada organismo constituido por células está condenado a morir tarde o temprano por la acumulación de errores en el programa de las moléculas directoras” (Morin, 2007: 364).

Desde lo fisiológico, la vejez es un proceso que se inicia con el nacimiento (Penny Montenegro, 2012), posteriormente se alcanza la plenitud, por lo que existe un cambio donde los procesos catabólicos superan a los anabólicos y se produce una pérdida de los mecanismos de reserva del cuerpo que determina un aumento de la vulnerabilidad ante cualquier tipo de agresión.

A lo largo de la vida hay una disminución de la capacidad de reserva funcional que tiene componentes genéticos, pero que se ve influenciada por factores ambientales. En el envejecimiento, existe una gran variabilidad entre personas en el proceso de pérdida de vitalidad (incapacidad progresiva para realizar las funciones fisiológicas), desde el punto de vista biológico y agregamos que cada sujeto también presenta en sí diferencias en el desgaste de sus órganos y sistemas. Si bien existen características generales, como la disminución funcional de carácter universal e irreversible, la velocidad y ritmo del deterioro difiere entre las personas e incluso dentro del mismo organismo. El modelo biomédico se basa en los cambios a nivel funcional, con énfasis en el deterioro y su eje central en la patología.

Desde el paradigma biologicista hay una interpretación del envejecimiento como un problema médico, entendiendo a la vejez como enfermedad y al envejecimiento como anomalía (Margulis y Urresti, 1998; Pellegrino, 2003; Melgar y Penny, 2012).  Para este paradigma, el envejecimiento es un proceso inevitable de fenómenos biológicos que se manifiestan como inmutables, esto conduce a una tendencia social a verlo como un problema que conjuga el binomio enfermedad y deterioro. Esto deja el lugar del saber en el médico y acentúa la creencia de que los problemas del envejecimiento son fundamentalmente fisiológicos.

El envejecimiento de la población incrementa el número absoluto de personas con discapacidades, pero no está claro que una mayor longevidad de la población se traduzca necesariamente en un aumento de la cantidad de años que las personas viven en situación de discapacidad, “ni existen evidencias empíricas concluyentes que permitan establecer una previsión sobre la dirección que seguirá en el futuro la evolución de la prevalencia de las discapacidades en los distintos grupos de edad” (Jiménez Lara, 2009: 68).

Este autor recupera las discusiones entre las teorías de la pandemia o expansión de morbilidad que señalan que los procesos de envejecimiento producirán un empeoramiento del estado de salud medio de la población vieja. Por otra parte, la teoría de la compresión de la morbilidad, destaca que los avances de las ciencias médicas y los cambios en estilos de vida -más- saludables reducen las tasas de mortalidad y posibilitan que los padecimientos crónicos y las incapacidades funcionales se produzcan durante periodos cada vez más cortos y cercanos a la muerte. Finalmente, destaca las teorías del equilibrio dinámico reconociendo que la disminución de la mortalidad puede conducir a un aumento de la prevalencia de discapacidades, pero éstas son menos graves.

“La prevalencia global de demencia en el año 2005 fue de 24.3 millones y en 2010 fue estimada en 35,6 millones; se proyectan 65,7 y 115,4 millones de personas con demencia para los años 2030 y 2050 respectivamente. La incidencia anual de demencia es cercana a 7,7 millones, dato que según la OMS, representa un nuevo caso cada cuatro segundos” (Suárez-Escudero, 2014: 294).

En este escenario traemos la pregunta en torno a la incidencia de la enfermedad de Alzheimer y su clara expresión discapacitante. El proceso salud -enfermedad- atención y cuidados (Laurell, 1986) es interpelado con la emergencia de situaciones de dependencia funcional, y se destaca especialmente disruptiva con la presencia de deterioro cognitivo.

 

Situación de discapacidad asociada al Alzheimer

Se define a la enfermedad de Alzheimer (EA) como la principal causa de demencia entre las personas mayores. Se trata de una enfermedad compleja, en algunos casos vinculada a factores hereditarios, que desde el punto de vista anatómico se caracteriza por la pérdida de neuronas y sinapsis y por la presencia de placas seniles y de degeneración neurofibrilar. Clínicamente se expresa como una demencia de comienzo insidioso y lentamente progresiva, habitualmente inicia con fallas de la memoria reciente y termina con la persona totalmente dependiente (Donoso, 2001; Acosta.2013). Los tratamientos actuales sólo ayudan a paliar los síntomas, no a detener o revertir la progresión de la enfermedad. (Acosta, 2013).

La EA fue descrita en 1906 por el neuropatólogo alemán Alois Alzheimer, quien siguió el curso clínico de una mujer cuya demencia comenzó tempranamente (51 años), hasta su muerte, cuatro años después. En 1911, publicó el caso de Johann F quien sufrió de "demencia presenil", los estudios post-mortem de su cerebro revelaron diferencias con las otras etiologías hasta el momento detectadas, por lo que se le asignó su nombre a la nueva patología.

“A partir del siglo XVII, la descripción de la semiología de los trastornos cognitivos se hizo más precisa, se separaron los trastornos congénitos de los retardos mentales y de los trastornos cognitivos adquiridos (...) y se reconoció que el deterioro cognitivo se explica por un disfuncionamiento del sistema nervioso central” (Custodio, Montesinos y Alarcón, 2018: 237).

Es en la segunda mitad del siglo XIX que se elabora el concepto de demencia y se producen descripciones clínicas precisas. El Manual diagnóstico y estadístico de las enfermedades mentales (DSM) de la American Psychiatric Association (APA) en su quinta versión (DSM-5) introduce el concepto de trastorno neurocognitivo, que ocupa el lugar de los “trastornos mentales orgánicos” de ediciones anteriores (Custodio, Montesinos y Alarcón, 2018: 241).

Esta inclusión en el manual de la APA nos da pistas para adentrarnos en la incidencia del saber psiquiátrico en los diagnósticos de la condición de salud asociada al Alzheimer y al mismo tiempo en la producción de alternativas diagnósticas. El incremento progresivo y exponencial de asignación diagnóstica lo asociamos junto a Conrad (1997) y Bianchi (2019) a procesos de medicalización de la sociedad, donde se propone la necesidad de precisión diagnóstica, no obstante, durante mucho tiempo no existió una línea definida entre el retraso mental y el síndrome demencial (Llibre Guerra, García Arjona y Díaz Marante, 2014).

Durante el siglo XIX, además de identificar las demencias seniles y atribuirle un substrato neuropatológico, es decir, la presencia de lesiones en el sistema nervioso central, se proponen taxonomías de las enfermedades mentales (Slachevsky, 2016: 50). Durante muchos años se la consideró como una evolución propia de la edad y como sinónimo de envejecimiento. Posteriormente se la conoció con el término de “demencia senil”, como un estadio de pérdida de las facultades mentales vinculada a la edad. Es en las décadas de los 70-80, que se reconoce a la supuesta demencia senil como una enfermedad con signos, evolución y criterios diagnósticos. Esta diferenciación no resulta menor, al reconocerse como enfermedad se aporta a disminuir el estigma que conlleva la generalización de la idea de demencia senil y la posibilidad de tratamiento.

Los organismos internacionales como la OMS y la Asociación de Alzheimer, acuerdan establecer una relación causal entre deterioro cognitivo y pérdida de funcionalidades. La relación deterioro asociado a la enfermedad y sus consecuencias en la organización de la vida cotidiana nos lleva a la configuración de situaciones de discapacidad. En el caso argentino incluso es acreditada por el Estado, a través del otorgamiento de Certificado Único de Discapacidad (CUD).

Frente a este posicionamiento, Brogna nos invita a pensar desde las ideas de condición, situación y posición, “la discapacidad toma cuerpo en un espacio situacional, dinámico e interactivo entre alguien con cierta particularidad y la comunidad que lo rodea” (2006: 7). Hernán Soto Peral (2016) propone pensar la enfermedad de Alzheimer en el marco del repertorio interpretativo de la discapacidad, especialmente de la Convención de Derechos de las personas con discapacidad.[3] El autor plantea el entramado conceptual de la CIF[4] y la mencionada Convención para sopesar la estructura corporal, la función, las limitaciones y restricciones, proponiendo la idea de persona con discapacidad, y evitando el nombrar y mirar patologizado al sujeto.

Reconociendo el carácter progresivo de la patología de base, resulta aún más importante la visualización de la situación de discapacidad que paulatinamente se intensifica en gravedad y complejidad, incrementando con velocidad variable las limitaciones de actividad y participación que la persona enfrenta (Soto Peral, 2016: 124). Si se entiende a la discapacidad como un concepto que evoluciona y resulta de la interacción entre las personas con deficiencias y las barreras debidas a la actitud y al entorno que evitan su participación plena[5] y efectiva en la sociedad, destacamos que la EA es una discapacidad, en la medida que los sujetos incluidos en esta categoría no cuenten con los apoyos suficientes y oportunos.

Por ello, se entiende que esta condición de salud requiere de una sociedad dispuesta a promover entornos comunitarios integradores, accesibles que permitan la generación de oportunidades para las personas con demencia, pero ¿Cómo opera la limitación funcional del orden cognitivo? ¿El diagnóstico médico de alzheimer es homologable al déficit? ¿Qué relación se produce entre diagnóstico, limitación funcional y procesos de exclusión?

“Además de las tecnologías médicas, el rol destacado de la industria farmacéutica y la genética contribuyeron a posicionar a otros conceptos conexos al de medicalización, como farmacologización y genetización, ambas nociones que expresan subcampos en los estudios de la medicalización desde el siglo XXI” (Bianchi, 2019: 5).

Los avances científicos sobre la localización del daño, y los efectos en el orden funcional se entrelazan con tecnologías de poder que operan como marcas sustanciales para identificar a aquellas personas mayores que transitan un envejecimiento saludable y libre de discapacidad (Kalache, 2015) y aquellos que han sido diagnosticados con Alzheimer u otras demencias.

“Cada cultura define de una forma propia y particular el ámbito de los sufrimientos, de las anomalías, de las desviaciones, de las perturbaciones funcionales, de los trastornos de la conducta que corresponden a la medicina, suscita su intervención y le exigen una práctica específicamente adaptada” (Foucault, 1996: 21).

La EA es colocada en un lugar de saberes expertos, en los que operan los procesos de medicalización, corrección y encauzamiento. Passanante señala que la expectativa de salud refiere a la expectativa de vida sin discapacidad:

“La enfermedad y el envejecimiento son fenómenos distintos, pero la primera se añade a las alteraciones derivadas del segundo. Las patologías geriátricas (mentales, locomotrices o sensoriales) suponen un aumento de incapacidades, pero no la mortalidad” (2011: 164).

La autora nos trae el interrogante en torno a, si nuestras sociedades están preparadas para afrontar las situaciones de dependencia que presenta una población longeva. Para responder, nos ponemos en diálogo con los aportes de Haraway, quien nos desafía señalando:

“El dolor es un camino para comprender la vida compartida y la muerte entrelazada; los seres humanos debemos lamentarnos, porque estamos en este tejido de la ruina. Sin un recuerdo sostenido, no podemos aprender a vivir con fantasmas y, por lo tanto, somos incapaces de pensar. Como los cuervos y con los cuervos, vivos y muertos, ‘estamos en juego en la compañía del otro’” (2017: 19).

La EA centra su anclaje en la pérdida de la memoria y con ello se asocia la pérdida de la identidad. Si la idea del déficit se centra en un cerebro con capacidades cognitivas, el avance de la enfermedad genera una alteración de la memoria y la palabra, que impide la reconstrucción de la propia trayectoria y con ella la identidad biográfica. Las personas en una primera etapa se confunden, no recuerdan hechos recientes, presentan dificultad para procesar lo que dicen y para la toma de decisiones. En las etapas avanzadas la pérdida de funciones cognitivas comprende el olvido de su historia y de sus vínculos. Se pierde la palabra, la narrativa personal, el recorrido.

Haraway (2017) nuevamente nos invita a pensarnos entrelazados, y en reconocimiento de la compañía de los otros como fundante de nuestro existir. Esta situación, vuelve a traer la idea de discapacidad como experiencia social situada, en la que la corporalidad en su dimensión organicista es un aspecto entre otros, en la definición de esa posición de discapacidad (Brogna, 2006). Si la persona pierde su voz, en tanto individuo en peripecia, se puede pensar en esa historia como construida en trayectorias de vidas entrelazadas, entonces cabe la posibilidad de que esa palabra sea repuesta por otros, como atributo de la comunidad y no como una pertenencia personal.

Correa-Gómez (2009) evidencia el lugar que la medicalización, la normalización y sus tecnologías se han enlazado con los discursos médico-legales para procurar exámenes periciales del cuerpo y para su objetivación como “enfermos”.

La construcción política de un ideal de salud pública, se enlaza con la producción idealizada del paso del tiempo.

Gubernamentalidad del Alzheimer

Nos interrogamos si la idea de cerebro saludable no opera como forma de amenaza medicalizada a los adultos en proceso de envejecimiento. También pensamos que si el mayor factor de riesgo de adquirir Alzheimer (ADI, 2018)[6] es el paso de los años, por qué la sentencia médica se coloca como parte de un repertorio de gubernamentalidad sobre nuestros cuerpos

“la EA probablemente corresponde a un proceso de múltiples etapas que incluye eventos ambientales, epigenéticos y genéticos, lo que concuerda con las evidencias clínico-epidemiológicas y experimentales (...) proteger las neuronas intactas es un objetivo más importante que reparar las neuronas ya dañadas. Retrasar la aparición de la enfermedad de Alzheimer es un paso importante. Actualmente contamos con buena evidencia a partir de investigaciones científicas que muestran que adoptando un estilo de vida ‘cerebro saludable’, se puede reducir el riesgo de desarrollar deterioro cognitivo” (Acosta, 2013: 80).

Desde esta conceptualización aparecen preguntas que siguen sin tener una respuesta clara ¿El Alzheimer resulta un dispositivo? Colocar a la EA como una discapacidad ¿plantea una mayor visibilización?

“La biopolítica estaría por tanto compuesta por el llamado dispositivo disciplinario y por los mecanismos reguladores o dispositivos de seguridad (...) En combinación con la soberanía estos elementos habrían ido configurando desde su nacimiento distintas formas de biopolítica asociadas a otras tantas gubernamentalidades” (Cayuela Sánchez, 2017: 115).

Nos interrogamos sobre las formas que asume la producción del Alzheimer como dispositivo, en el que el saber experto opera como estrategia de organización de la vida. En artículos anteriores, señalábamos que

“El foco lo colocamos en las consecuencias, en la cotidianidad, que produce esa condena, las implicancias que se despliegan frente a la situación de que a alguien de la familia se le coloque esa etiqueta diagnóstica. Nos interesan las relaciones que se afectan, los cambios que se avizoran y el sufrimiento que conlleva”. (Danel y Sande, 2021: 13).

Los estudios de las ciencias sociales que cruzan el tema de Alzheimer ponen el acento en los cuidados, en los sistemas y en las intersecciones de género.

El cuidado como don, el cuidado como reciprocidad y el cuidado como mercancía forman parte de sistemas morales diferentes, a menudo contradictorios y que pueden operar en direcciones contrapuestas. El don implica regalar sin tener garantías de recibir nada a cambio; la reciprocidad se inscribe en el principio del retorno, mientras que la mercancía se conforma por el intercambio de bienes o servicios (Comas-d’Argemir, 2017: 19).

El cuidado como don, la reciprocidad como forma de habitar el mundo, nos coloca en el plano de las relaciones sociales entre los sujetos de todas las edades y en el reconocimiento de las improntas que la gubernamentalidad neoliberal produce.

Haraway nos vuelve a provocar

“¿Qué sucede cuando los organismos y los entornos difícilmente pueden ser recordados por razones similares, que incluso los individuos con deudas con Occidente son incapaces de reconocerse a sí mismos como individuos y como sociedades de individuos en narrativas exclusivamente concebidas para seres humanos? Seguramente un tiempo tan transformador en la Tierra no debería ser llamado Antropoceno.” (2016: 23).

Estamos en un momento histórico sin precedentes, la mayor expectativa de vida de la historia, se producen documentos internacionales que reconocen derechos a aquellos que son incluidos en el dispositivo de la discapacidad y al mismo tiempo hay un desarrollo exponencial de saberes expertos en torno a lo esperable en relación a los funcionamientos cognitivos.

En tal sentido, retomando el aporte de Campana y Brizuela (2019) señalamos que la gubernamentalidad neoliberal produce racionalidades políticas que estructuran los instrumentos de los saberes expertos. Y en el caso de Alzheimer identifica estrategias diagnósticas centradas en el daño cerebral produciendo estrategias terapéuticas farmacológicas.

Conclusiones

La gubernamentalidad neoliberal encuentra en el Alzheimer el súmmum paradojal de celebración del envejecimiento y producción de recomendaciones de salud que culpabilizan a todo aquel envejeciente que no responde con adherencias a las mismas. Como dijimos, el mayor factor de riesgo de Alzheimer es la edad, lo que resulta inevitable, y agregaremos deseable. Las recomendaciones en torno a dietas saludables, actividad física regular y consumo cultural sostenido, operan como estrategias de dominación y perpetuación de la imagen adultocéntrica del mundo.

La inclusión de la EA en el campo de la discapacidad, ha generado un entramado jurídico que sustenta de modo persistente las diferencias socioeconómicas. En el caso argentino, aquellos sujetos que tienen acceso a información en tiempo y forma, logran disponibilidad de atención asertivas y la posibilidad de contar con adecuadas estimulaciones. Los servicios especializados, mayoritariamente son desarrollados por el sub sector privado y los accesos resultan desiguales.

Los saberes expertos colocan al Alzheimer como dominio absoluto de algunas disciplinas, entre los que destacamos a la geriatría y la gerontología, que señalan que la dependencia en la vejez está vinculada a situaciones de fragilidad a medida que avanzan los años, “la cuarta edad es la edad de la fragilidad (…) es la fragilización lo que caracteriza a las personas mayores de 80 y más años” (Oddone y Pochintesta, 2019: 332). Por su parte, la neurología ubicará en la organicidad cerebral las razones del Alzheimer y su apuesta central será por producir cerebros sanos. Desde la neurología se señala que la discapacidad puede explicarse desde el sistema nervioso, no solo porque es el asiento de las enfermedades neurológicas, sino también porque es el sistema que permite al ser humano y a la sociedad disolver o mantener prejuicios, avanzar en las definiciones y conceptos, propiciar barreras y también diseñar facilitadores, y al mismo tiempo mostrar la potencialidad del ser humano con discapacidad (Suárez-Escudero, 2014: 296).

La inclusión de la EA en el universo de la discapacidad, posibilita el reconocimiento de la vitalidad que representan los lazos sociales y al mismo tiempo produce una interpelación a los sistemas públicos de cuidado e introduce la necesidad de aportar a la desfeminización de los mismos. En artículos anteriores, destacábamos que el Alzheimer se feminiza en la dimensión de los/as sujetos (mayor incidencia femenina en las personas diagnosticadas), en la de los lazos familiares (feminización de los cuidados) y en la de las relaciones asistenciales profesionalizadas (feminización de los perfiles profesionales).

La homologación de la lógica gerontológica asentada en la dependencia, y la lógica jurídica apostada en la discapacidad, ha generado que el constructo Alzheimer sea estructurado en un espacio liminar. Si la EA, entendida como discapacidad, sigue sostenida en un saber experto, biologizada y tratada desde el modelo médico individual, la herramienta terapéutica será la farmacológica y la compensación. Desde perspectivas hegemónicas, emerge la reclusión como mecanismo de “protección” en espacios exclusivos para las personas en similar condición (casas de salud, residenciales, entre otras).

Por otro lado, en el Alzheimer -quizá- más que en otras situaciones de discapacidad prevalece la idea de déficit basada en una limitación funcional existente y esencializada. El desafío será generar prácticas que habiliten a las personas a transitar sus circunstancias con la mejor calidad de vida, desligándose de la valoración como tragedia personal e inscribiéndose como una temática social.

La EA nos coloca entre los bordes, al desafiar los constructos teóricos sobre la discapacidad como contraparte del individuo adulto, sano y sin fallas, ya que se trata de una condición que puede emerger y colocar del lado de lo anormal a quienes la nombran. Se calcula que para el 2030 el total de personas con demencia alcance a los 82 millones. La connotación de la discapacidad se reactualiza al intentar fundamentar estrategias, porque a la vez se define desde la norma para asignar formas de actuación (Foucault, 2008) en la medida que “todos los discursos sociales inventan y reinventan para cada época, categorías clasificatorias que de modo binario operan como dispositivos de inclusión o exclusión” (Emmanuele y Cappelletti, 2001: 119).

Cómo señalamos anteriormente, la persona pierde su voz, su memoria, esa palabra y memoria podrían ser repuestas por otros, por su red, por su comunidad. Para cuidar, tal vez, haga falta una aldea. Y la misma debiera ser capaz de producir lazos sociales democratizados, y cuidados equitativamente distribuidos.

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Sandra Sande es Doctora en Ciencias Sociales con especialidad en Trabajo Social de la Universidad de la República (UDELAR), Uruguay. Investigadora de la ANNI, docente DT de la Licenciatura en Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales (UDELAR).  Integrante de la Red Latinoamericana de de Profesionales y Docentes de Trabajo Social en el Campo Gerontológico – RedGeTS -

Paula Danel es Doctora en Trabajo Social por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Investigadora del CONICET con lugar de trabajo en el Instituto de Estudios de Trabajo Social y Sociedad (IETSyS) de la Facultad de Trabajo Social de la UNLP, Argentina. Integra el equipo de coordinación de la Red Latinoamericana de de Profesionales y Docentes de Trabajo Social en el Campo Gerontológico – RedGeTS -. Profesora en la Facultad de Trabajo Social de la UNLP.

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[1] Nestor, Hijo de Neleo y Cloris, fue rey de Pilos, el más anciano y sabio de los aqueos que combatieron en Troya (Graves, 1992). Homero lo retrata como a un viejo sabio, al que se le pide consejo frecuentemente, pero a la vez, ese consejo aparece como anacrónico y, en ocasiones, conducente al desastre, por ejemplo, cuando aconseja a Patroclo que se disfrace de Aquiles, lo cual lo lleva a la muerte a manos de Héctor.

[2] Véase: OMS (2015). Informe mundial sobre el envejecimiento y la salud. Recuperado de https://www.who.int/ageing/publications/world-report-2015/es/. Consultado: 7/6/2020.

[3] Naciones Unidas (2006). Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad. Naciones Unidas. Recuperado de http://www.un.org/disabilities/documents/convention/convoptprot-s.pdf. Consultado: 7/6/2020.

[4] OMS (2010). Clasificación Internacional de Enfermedades versión 10 (CIE-10). OMS. Recuperado de http://ais.paho.org/classifications/Chapters/. Consultado: 7/6/2020.

[5] Naciones Unidas (2006). Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad. Naciones Unidas. Recuperado de http://www.un.org/disabilities/documents/convention/convoptprot-s.pdf. Consultado: 7/6/2020.

[6] Alzheimer’s Disease International.

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