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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto - ISSN 2451-6961 (en línea)

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº13. Mar del Plata. Enero-junio de 2021.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

                                                                                       

Notas sobre “La historia social en la encrucijada”

Claves de lectura y apropiación

Carlos Hudson

Centro de Estudios Históricos, Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales,

Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina chudson@mdp.edu.ar

Recibido:        23/12/2020

Aceptado:        31/05/2021

Resumen

El presente trabajo, nacido como ficha de cátedra, busca propender a la comprensión de un texto complejo para la labor docente y para su lectura en general. De alguna manera, la propuesta tiende a salvar las dificultades que genera la escritura críptica de Halperín Donghi para arribar a la comprensión de sus argumentos en toda su complejidad. Para ello, se realiza una exégesis textual enfocada en que resulten captados los problemas planteados por el autor a través de una selección significativa que mantenga la densidad teórica y llame la atención sobre sus muchas derivas.

Palabras clave: Historia Social, historiografía, disciplina, transición, escritura

Notes on “La historia social en la encrucijada”

Reading and appropriation keys

Abstract

The present work, born as a teaching card, seeks to promote the understanding of a complex text for teaching work and for reading in general. In a way, the proposal tends to overcome the difficulties generated by the cryptic writing of Halperín Donghi to arrive at the understanding of arguments in all their complexity. For this, a textual exegesis is carried out focused on capturing the problems raised by its author through a significant selection that maintains the theoretical density and draws attention to its many drifts.

Keywords: Social history, historiography, discipline, transition, writing

Notas sobre “La historia social en la encrucijada”

Claves de lectura y apropiación

El ejercicio de la docencia universitaria presenta desafíos en cualquiera de sus desarrollos posibles. La adecuación de la labor docente a los diferentes públicos ocurre de manera más o menos automática en cada caso, pero cuando la tarea consiste en abocarse sobre la reflexión más profunda acerca de la propia disciplina, lo deseable sería alcanzar los máximos niveles de complejidad analítica y densidad argumentativa. Es el caso de la propuesta que durante los últimos años viene intentando desarrollar el equipo docente de Historia de la Historiografía General y Argentina (Facultad de Humanidades, UNMDP). Sin ahondar en el programa, señalaremos que articula una periodización entre finales del siglo XVII y la actualidad, y un vaivén entre diferentes centros de la historiografía internacional (mayormente Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y Estados Unidos) y Argentina.

La recepción que se manifiesta por parte de los estudiantes, en general tiende a circular entre dos reacciones mayoritarias. Por un lado, parecen exhibir lo abrumados que se hallan ante una forma nueva de articular las temáticas que han trabajado en otras asignaturas; por otro, se perciben distintos momentos de sorpresa ante el proceso mismo de aprendizaje que antes los había abrumado, a medida que los diferentes elementos difusos y dispersos van cobrando coherencia. Si bien eso se manifiesta en distintos pasajes de la cursada, uno de los momentos álgidos de esa experiencia ocurre con la lectura del texto “La historia social en la encrucijada” escrito por Tulio Halperín Donghi (1992), que es el objeto del presente trabajo.

El propósito de esta escritura es tan sencillo como facilitar la comprensión de un texto que presenta un importante nivel de complejidad. Además de las dificultades propias del problema se agrega la críptica escritura de Halperín Donghi, de modo que para su lectura suele ser necesario un despliegue de técnicas de estudio que nos permita, en tanto lectores, acceder a los ejes centrales de la propuesta, y, en el mejor de los casos, captar la densidad de los problemas que plantea. El presente ejercicio se propone como un acercamiento que, en alguna medida, simplifique el trato con el artículo para aportar a su apropiación. A modo de ficha de cátedra, se propone rescatar la densidad argumentativa de la escritura de Halperín y expresarla de una manera, tal vez, más accesible.

El tema del texto está señalado en el título: Halperín marca que, al momento de la escritura del texto, 1985,[1] la historia social se encuentra en una encrucijada crítica tanto por el sujeto como el objeto de estudio:

“a lo largo de este cuarto de siglo la historia social abandona paulatinamente aún la aspiración a organizarse en torno a un definido núcleo temático y problemático; como contrapartida no sólo amplía su territorio sino también enriquece vertiginosamente su repertorio de perspectivas de análisis” (Halperín Donghi, 1985).

Reconoce que hay dos tipos de valoraciones sobre esta situación. Por un lado, están quienes ven este cambio como un fenómeno negativo e interpretan que la difuminación temática hace que la historia social pierda coherencia y hasta la posibilidad de dar cuenta del cambio social. Por otro lado, quienes defienden este cambio consideran que los detractores son velados defensores de perspectivas teleológicas de la historia y que la búsqueda de unidad esconde reduccionismos que fundan su generalogía en el naturalismo decimonónico. En cualquier caso, tanto unos como otros habrían leído esta transición como un cambio de una radicalidad sin precedentes en la historiografía académica. Precisamente esta última afirmación es la que desata el artículo de Halperín: él niega que esa radicalidad sea tal y para demostrarlo se propone historizar el concepto de “Historia Social”.

La idea de que la historia ha pasado a incorporar protagonistas colectivos aparece en el marco de las revoluciones democráticas de fines del siglo XVIII y principios del XIX. Allí, la historia social no es aún una rama de la historiografía con prácticas autónomas, sino que aparece “como nivel más profundo de la historia política.” (1992: 82): historiadores que tienen una lectura del conflicto político presente van hacia el pasado para entenderlo y proyectarlo:

“La perspectiva propia de esa renovada historia política tiene entonces en su base una redefinición radical de las relaciones entre pasado, presente y futuro; es la seguridad con que el historiador cree conocer la meta futura a la que se encamina el proceso histórico, la que le hace posible estructurar una imagen diacrónica de la historia como proceso dotado de dirección y sentido, pero también una imagen sincrónica en que la compleja realidad histórica de cada etapa pasada se estructura en torno a las vicisitudes que durante esa etapa atravesó el conflicto político-social”(1992: 82).

Si nosotros queremos contextualizar el período del que está hablando aquí Halperín (podríamos pensar en la lectura de Koselleck o en las explicaciones de Noiriel o Moradiellos), podemos encontrar Europa continental atravesada por la experiencia revolucionaria, cuyas lógicas, propagadas a lo largo del imperio de Napoleón desatan distintos focos de resistencia y generan, como forma de reacción, grandes relatos con los que se quiere que el sujeto se sienta identificado: el nacionalismo y el romanticismo. El primero tornaría imperiosa la búsqueda de antecedentes que legitimaran el derecho de los pueblos a establecer los parámetros de sus particularidades por fuera de las imposiciones de universalidad establecidos por los revolucionarios franceses en los diferentes pueblos sometidos. De esa búsqueda, la historia tomaría parte fundamental, y retendría, como saldo, un espacio prominente en las universidades. La historia, entonces, propiciaría e incrementaría un debate privilegiado en torno al método. El romanticismo, por su parte, pondría a la historia como discurso fundamental en la argamasa social.

En este contexto, se incorporó a los historiadores entre los cultores principales de la idea de comunidad nacional que iría creciendo a medida que los Estados Nación se fueran consolidando. Esto ocurría con particular fuerza en Alemania, pues el ideal de un estado definido por las características étnico-lingüísticas de su población iba progresivamente concretándose en un camino que no se detendría sino para marcar sucesivos hitos en pos de la unificación. De la misma manera, en Francia, el optimismo de una burguesía que modelaba la sociedad a su criterio y según sus valores, era el denominador común que podía hacer confluir visiones de la historia por otras cuestiones enfrentadas.

“La seguridad de entender qué está pasando en el mundo sobrevive mal al reflujo de los movimientos de 1848, ese revés decisivo del avance revolucionario que, ya se lo definiese como signo nacional, liberal o democrático, había parecido hasta la víspera ofrecer un hilo conductor para el avance del pasado al futuro” (1992: 83).

La caída de las perspectivas de la ilustración y de un progreso lineal en el que la igualdad florecería en el marco de la construcción de una gran comunidad nacional dio paso a un esquema conservador en el que los recorridos hacia la igualdad deberían ser disputados en la lucha social. Halperín señala que esta crisis marcó un “aflojamiento del nexo entre pasado, presente y futuro” (1992: 85) que dejó a la historia y a los historiadores habiendo capitalizado todos los avances metodológicos en torno a la labor documental, pero huérfanos de proyecto: de ahí que se pueda dejar de pensar los procesos históricos en tanto precursores de un presente y se pasa a percibirlos en sí mismos. Si bien los postulados de Ranke son anteriores, el historicismo campearía ahora y la historia tomaría distancia del conflicto político contemporáneo, de modo que “se hace posible conceder una atención menos distraída a otras regiones del objeto histórico”. La contrapartida del enriquecimiento temático que esta perspectiva aporta es “una creciente dispersión y aún incoherencia del enfoque histórico”, que llevado al paroxismo muestra cómo:

“la nueva historiografía aparecía amenazada por la invasión incontenible de una masa de hechos tan innumerables como insignificantes que, a falta de un criterio de selección que reemplazase el tan insatisfactorio de la historiografía liberal-nacionalista, estaban sumergiendo al paisaje histórico bajo las aguas de un desierto océano sin orillas, en el cual la historiografía parecía ya muy cerca de naufragar” (1992: 85-86).

Las diferentes propuestas tendientes a desplazar esa dispersión del centro de las prácticas historiográficas durante la segunda mitad del siglo XIX, no llegan a cuajar de manera que se pudiera consolidar un horizonte superador para la historia en general y que posibilitara alguna forma de autonomía para aquello que ahora conocemos como historia social. La historia se transforma en un fondo en el que las novedades propuestas por pensadores desde Comte a Marx y Nietzche o las disciplinas sociales que se están renovando no alcanzan a impactar en una manera de hacer historia que no para de difuminar sujetos y objetos. Sobre el marxismo, el texto señala la importancia de las duras limitaciones a la libertad de cátedra e investigación como condicionante suficiente para evitar su propagación. En cuanto al positivismo, marca que la perspectiva naturalista no llega a constituir criterios metodológicos con la validez suficiente para que la historiografía se organizara desde ellos.

Esta situación parecía destinada a diluir la importancia de la historia entre el resto de las ciencias del hombre que mostraban más vigor. Sin embargo, permitió que desde la propia disciplina se recusara el lugar central del acontecimiento y se buscara romper las barreras de las humanidades. Para ello, los fundadores de Annales rechazaron las diversas formas en que los episodios en sí mismos se ponían en el centro del relato histórico para volver a encontrar un tema unificador que los justificara: el hombre. Y para tal objeto epistemológico, se podía recurrir ahora al trabajo interdisciplinar, tomando el instrumental que las demás ciencias humanas ofrecían. A través de un nuevo protagonismo del análisis sincrónico, es que se comienza a configurar, con la escuela francesa, el concepto actual de historia social. Un nuevo tratamiento de la historia acontecimental, cruzado con las historias especiales, que hasta entonces venían circunscriptas a su área de interés, enmarcado en la lógica propuesta por Bloch de que cada hombre se parece más a sus contemporáneos que a sus padres, daría un nuevo vigor a la historia como disciplina y, sobre todo, daría cuerpo a una idea de historia social que ya no era solamente profundizar en la historia política.

Esto no aparece explícitamente en el texto de Halperín, sino como supuesto. La idea de una historia total, tan cara a Annales, iba a cristalizar en que fuera a través del abordaje aquello que diferenciaría el carácter de la producción. Si toda historia es historia social, y política, y económica y cultural, el matiz que la define está en el abordaje (más político, más social, más económico). De modo que el problema de la temporalidad pasa a ser el núcleo distintivo de la escuela francesa: desde una historia que parte del cruzamiento con la ciencia económica, Labrousse introduce el concepto de ciclo que luego Braudel emparejará con coyuntura en el marco de su ya clásica tríada de estructura, coyuntura y episodio. Lo que sí señala el autor es que parece claro cómo el problema de la coyuntura marcado por estos historiadores está claramente ligado a la vivencia de la crisis de la que están siendo contemporáneos.

Si los franceses valorizaron la perspectiva temporal, la relación entre el pasado, el presente y el futuro va a ser claramente retomada de un debate que no es histórico: concretamente, del notable éxito del “panfleto” de Rostow sobre las etapas del desarrollo económico:

“cuando vemos de pronto a la cofradía de los historiadores abrirse receptivamente a contribuciones llegadas de otra disciplina a la que habitualmente le presta atención distraída, si de entre esas contribuciones la vemos particularmente atraída por una suerte de manifiesto doctrinario apoyado en una escasa y endeble base histórica, es sin duda porque en él encuentra lo que de antemano esperaba oír” (1992: 93).

Pero, el autor señala, con Paul Veyne, que convertir el desarrollo industrial en el destino de la historia desprecia toda la humanidad anterior al siglo XVII ubicándola en el lugar de prolegómeno de la industrialización. Halperín muestra que la secuenciación de Rostow no era una novedad, ya había experiencias decimonónicas desde, por ejemplo, el naturalismo positivista. Además, una historia determinada por un recorrido tan claro y basado en transiciones económicas, no podía dejar margen a los conflictos sociales. Por último, sostiene que esta perspectiva hubiera sido efímera si no fuera porque el clima de la posguerra resultaba permeable a la reducción de ciertas tipologías a sus visiones históricas simplificadas.

De alguna manera lo mismo ocurre con la perspectiva marxista, que al calor del deshielo postestalinista abandonaba la idea de que los modos de producción debían ser sucesivos para convertirse en modelos en los que se harían encajar las realidades, aun mutilándolas. Para esto, el tamiz de las perspectivas economicistas de las ciencias sociales anglosajonas les brindaba un alto grado de generalidad de la que el propio Althusser desconfiaba. En ese marco de expansión del estructuralismo, la tercera generación de Annales realiza un volumen en el que Pierre Vilar desarrolla una defensa del marxismo que Halperín critica duramente, mientras que, en la misma edición, François Furet entrevé cómo partiendo de la historia cuantitativa, se puede llegar al análisis de los grupos humanos al punto de alcanzar una historia global. La historia propone diferentes perspectivas, entre las que la historia social está forjando una identidad. En conclusión, el volumen Hacer la Historia cierra: “La historia espera quizás a su Saussure” (1992: 102).

Sin embargo, la crisis de identidad de la historia social se avecina, y ese mesías articulador que Le Goff y Norá esperan sólo vendrá luego de que la historia social entre de lleno a esa encrucijada que el título del artículo que nos ocupa grafica. El mismo esquema que Halperín nos proponía para explicar las otras transformaciones de la disciplina es el que explica los elementos que inciden en los nuevos cambios: en primer término, la propia disciplina, a partir de un crecimiento epistemológico tan acumulativo como crítico, presenta nuevas exigencias en virtud del punto de desarrollo en el que se encuentra; en segundo lugar, las características del propio momento histórico de la producción; y tercero, el marco institucional en el que se da la disciplina entre finales de la década de 1960 y la de 1970.

Entonces, aquí está el punto en el que la argumentación de Halperín se vuelve vertiginosa, pues luego de haber reseñado algunos momentos salientes del tránsito de la historia social pasa a explicar la encrucijada que proponía en el título. Claro, el vértigo de la escritura es inversamente proporcional al vértigo de la lectura, pues Halperín despliega toda la densidad argumentativa de la que es capaz en un par de páginas.

En primer término, combina su argumento con una afirmación de Pierre Chaunu para marcar una periodización: la tormenta que sacude a Europa en 1968 y que se manifiesta más discretamente en Estados Unidos, señala el pasaje a la etapa posindustrial. El cambio concreto en términos historiográficos aparece en la cita, amarga queja que en 1979 manifestaba el historiador británico Tony Judt y que Halperín refiere cuando menciona que en la disciplina había tomado preponderancia un nuevo tipo de izquierda con visiones diferentes, pues:

“Negaba abiertamente toda categoría social y económica objetiva, y reclamaba el derecho de identificarse como quería y con quién quería. El individuo, antes que la clase, era ahora la ‘unidad’ revolucionaria, y ‘estratos’ ocupacionales o subjetivos, tales como estudiantes o intelectuales, pasaron a dar nombre colectivo a esas unidades.” (1992: 103).

Inmediatamente, Halperín se pregunta si esta perspectiva llegó a los jóvenes historiadores de esa nueva izquierda por generación espontánea o hay, en el mundo que los circunda, algún elemento que haga posible suponer una sincronicidad entre su perspectiva y su realidad social. Por eso, a diferencia de lo que interpretaba Renzo De Felice cuando minimizaba la importancia del mayo francés, la cesura de 1968 está presentada como algo tan significativo; porque en ese movimiento en París, la clase trabajadora sólo es fuerza de apoyo de un movimiento conducidos por… ¡estudiantes! Si se quiere, el escenario puede cambiar a Praga, pero es más evidente en Estados Unidos, en donde la juventud que se moviliza contra la guerra de Vietnam había sido precedida en el dominio de las calles por las reivindicaciones contra el racismo. En cualquier caso, lo que esos ejemplos ponen sobre el tapete es que los nuevos movimientos de masas que surgen no tienen a la clase social como centro. Las formas nuevas de la política ven debilitada la principal amenaza que había existido para el orden social en el último siglo y la obligan a incorporarse a un esquema de grandes alianzas; así, los reclamos de la clase trabajadora deberán sumarse a otros grupos de interés en condiciones de movilizar a grandes sectores: quienes luchan por la libertad sexual y de género, quienes protegen el medio ambiente, quienes exponen los problemas de la industria alimenticia, etc.

De la misma manera que se difuminan las formas de encarar las problemáticas del presente, se renuncia a la preminencia de un tema y a un sujeto central en el estudio del pasado. Para la academia francesa, con la excepción de Braudel que nunca se había atado al marxismo, el cambio generó que los historiadores tuvieran que hacer un importante esfuerzo en la búsqueda de núcleos alternativos para sus propuestas. En el mundo anglosajón y en Alemania, en donde el marxismo no fue de gran predicamento como marco epistemológico para la historiografía académica, el recorrido fue inverso: con esas perspectivas múltiples se opera un redescubrimiento del marxismo.

Halperín señala que hay dos reacciones posibles por parte de la disciplina histórica frente la pérdida de un sujeto y un tema central. La primera es fundar el relato en otro eje, pero marca que el hecho de que Braudel lograra un relato diferente se debe a su propia excepcionalidad y no a un éxito del campo disciplinar. La otra es asumir que la pretensión de universalidad propia de la historia debe coexistir con una pluralidad de perspectivas, aún con el riesgo de que entre ellas se manifiesten contradicciones.

En el desarrollo de esta última posibilidad se halla el punto nodal de la encrucijada, básicamente porque también se encuentra una clave que explica la transición histórica hacia el capitalismo posindustrial y el crecimiento de las posturas más radicales del liberalismo económico y su capacidad performativa sobre las sociedades. Si deseamos llevar este argumento hasta sus extremos, podemos utilizarlo para entender el éxito del bloque occidental en la guerra fría y podemos seguir. Pero, además, llama la atención en este pasaje la tónica decidida con que Halperín asigna responsabilidades y decisiones en políticas institucionales que van a definir las prácticas en esta transición hacia la sociedad posindustrial.

Volviendo al argumento, esta segunda forma de reaccionar frente a la pérdida del sujeto y tema principal de la historia se veía favorecida por el contexto político y por el clima historiográfico según se ha mencionado. Pero faltaba aún hablar del marco institucional, y aquí está el desarrollo más sorprendente. Ahora, Halperín asume una tónica casi propia de la militancia estudiantil:

“Este último [el contexto institucional para el trabajo histórico] iba a hacerse sentir con particular intensidad en los Estados Unidos, donde en el último medio siglo el Estado y sus instituciones han tomado a su cargo la tarea de atenuar el impacto de las desigualdades socioeconómicas, a partir de una imagen de la sociedad que las relaciona con variables étnicas, sexuales o de edad, mientras elude cuidadosamente proyectarlas sobre ninguna perspectiva de clase. Dada esa situación, no es sorprendente que el peso del marco institucional se haya hecho sentir decisivamente en favor de visiones históricas que proponen un paisaje social más heterogéneo que contradictorio, en que distintos actores, ubicados en distintos parajes dentro de él, elaboran a partir de su experiencia imágenes ellas mismas heterogéneas de esa totalidad” (1992: 106-107).

Lo que describe este fragmento es el diseño y aplicación de una biopolítica. Aquí las cosas no ocurren, sino que “el Estado y sus instituciones” deciden y aplican una política deliberada que consiste en ocultar el conflicto de clase. Para ello, la forma de simular las desigualdades socioeconómicas pasa por privilegiar la batería de desigualdades que se manifiestan en la sociedad y que no se centran en la clase social.  En este esquema, la victima de la opresión proyectará sus frustraciones sobre cuestiones que en la visión marxista resultarían superestructurales: la raza, la etnia, la religión, la opción sexual o de género, el corte generacional, etcétera.

Como si se tratara de un panfleto, lo que estamos leyendo es que la mayor superpotencia mundial, a la vez que centro del imperio, se ha ocupado de presentar una imagen de la sociedad “más heterogénea que contradictoria” con un objetivo que es transparente: lograr que en el océano de las heterogéneas formas de la opresión se diluyeran las que se vinculan a las relaciones económicas, para que las frustraciones de los oprimidos no se proyectaran sobre su condición de clase, no jerarquizaran la explotación ni la extracción de plusvalía y, en definitiva, no se hicieran comunistas. Esta forma de jerarquizar la subjetividad por sobre lo comunitario implica también una manera de privilegiar la libertad por sobre otros valores de la vida social, lo que caracterizaría, en adelante, las relaciones sociales posindustriales.

“En el marco de este proyecto el papel del historiador consistirá en fundar más rigurosamente la validez de esas imágenes, pero también en eliminar de ellas todo lo que podría disuadir a esos actores de adoptar los modos de conducta que contribuirían a borrar las desigualdades de las que son víctimas” (1992: 107).

Claro, nosotros miramos con “el diario del lunes” y vemos que efectivamente los Think tank norteamericanos de principios de los noventa se ocuparon de teorizar y naturalizar ese concepto (podemos pensar en Huntington). La segregación de las minorías resulta tan prolija que no hay una mayoría a la que culpar, y peor aún, no queda siquiera una minoría definida a la que se le pueda endilgar el papel de “segregacionista”. Si nosotros utilizamos estas lógicas para interpretar la realidad norteamericana actual en la que la violencia racista puso en evidencia la temática, vemos claramente cómo la comunidad negra ha sido víctima de la segregación y la violencia. Podemos señalar al aparato policial como responsable, y todas las estadísticas de violencia policial lo confirman. Sin embargo, resultaría exagerado decir que los diferentes organismos policiales sean cotos del supremacismo blanco. Si dejáramos de mirar a las minorías segregadas desde lo racial (mayormente negros e hispanos) y deseáramos ver a los grupos supremacistas blancos, lejos estaríamos de encontrar mayorías integradas y exitosas. En lugar de ello encontraremos una mayoría de actores que socialmente están en un lugar subalterno y que subliman sus frustraciones en otro al que culpan de su mala fortuna. En el juego de la segregación, el sistema logra una cierta estabilidad, que no se rompe sino cuando en la práctica son traspuestos los límites de lo tolerable, como ocurrió con el asesinato de George Floyd en mayo de 2020. Inclusive, si quisiéramos buscar una minoría opresora entre la elite dirigente, también nos resultaría difícil por su falta de homogeneidad, pues encontraríamos las mismas identidades y las mismas prácticas de segregación que en el nivel subalterno, aunque con otros mecanismos para su gestión que no pasan por el ejercicio directo de la violencia física; de hecho, estas formas de identidad en las elites norteamericanas garantizan fuentes de financiamiento para los grupos de presión identitarios que participan en el juego político y que, en definitiva, coadyuvan al funcionamiento de un orden social.

Pero volviendo al texto, Halperín señala cómo este estado de cosas vino a conformar un espacio historiográfico a través de narrativas de lo subjetivo, llevadas adelante por historiadores que “comparten sus raíces con el grupo del cual hacen la historia” (1992: 109). Que la vacancia de un tema y un sujeto para la historia fuera ocupada por esta pluralidad de propuestas aún sin apoyos institucionales fue más efectivo en Estados Unidos que en Europa, donde el vacío historiográfico se ponía en evidencia con más énfasis. En todo caso, la renuncia a la posibilidad de que las investigaciones llegaran a algún principio de universalidad mostraba el peligro de que la producción histórica se convirtiera en un diálogo de sordos, en el que las propuestas contradictorias coexistieran y que la crítica fuera más apasionada, o peor aún, amable y desaprensiva, que metódica y reflexiva.

El problema de la subjetividad podía saldarse si se lograba que ésta quedara en las preguntas y afirmaran, con Weber, que “la respuesta ofrece un conocimiento válido en cuanto ha sido dictada por el objeto antes que por el sujeto” (1992: 111). Pero lo que subraya Halperín es que la ambigüedad está en el objeto mismo, por lo que explicar las formas en que las subjetividades se expresaron en el pasado, a la manera inversa de los historiadores positivistas, parece ser el modo en que se puede establecer una nueva narrativa histórica. En este marco, se propone una vindicación de la figura de Michel Foucault, quien había sido mencionado páginas atrás acusado de ser un continuador delirante de la obra de Annales por Pierre Vilar.

Foucault sería un posible articulador de una disciplina que ha entrado en una encrucijada, “el Saussure de la historia que Le Goff y Norá profetizaban para la historia en 1974” (1992: 112). Sin embargo, se describe cómo su obra se funda en sugestivas proposiciones teóricas que nunca terminan por alcanzar el rigor necesario. A pesar de que “cada indagación tiene como punto de partida la constatación del fracaso de las pretensiones teóricas de la anterior” (1992: 114), se ha llegado a conformar un importante núcleo de historiadores que le tributa. El más relevante de ellos, Paul Veyne “sostiene más bien que, aunque Foucault se haya propuesto otra cosa, lo que ha revolucionado no es la teoría de la historia, sino la historia misma” (1992: 114). De alguna manera, los fundadores de Annales sí podían encontrar en Foucault un continuador, pero sobre todo porque en su calidad de filósofo, podía llevar adelante el mismo programa, pero de una manera que superara la inspiración y tendiera a sistematizar un caudal de premisas desde las cuales salir en búsqueda de nuevos caminos epistemológicos:

“El impacto de la revolución foucaltiana sobre los historiadores es así de paradójico: ella partía sin duda de la constatación de la coexistencia de perspectivas plurales en el campo histórico, pero esa constatación la llevaba a replantear radicalmente el problema de la validez del conocimiento histórico, que Foucault se esforzaría tan obstinada como vanamente por resolver; la lección que de ella iba a deducirse era más bien la legitimación de ese pluralismo, y una incitación a utilizar sin reticencias los nuevos márgenes de libertad que él abría al historiador.” (1992: 116)

Una forma de articular la libertad con esa pluralidad ha sido hallada en el trabajo colectivo. La presentación de un problema histórico trabajado desde diferentes perspectivas por diferentes autores. Pero Halperin afirma claramente que para eso, el rol de las instituciones en el sostenimiento de proyectos colectivos es fundamental. En el marco de sistemas de investigación precarios, el libro de autor sigue siendo la forma en que las innovaciones disciplinares se presentan.

La otra perspectiva por la que la historia social puede sostenerse como práctica es la entrada oblicua a los problemas, a la manera que propone Karl Schorske: describir la decadencia de la burguesía del imperio austrohungaro a través de la descripción de las prácticas: arte, ideas, instituciones, ideologías, consumos. De esta manera, la historia social vuelve a sus fuentes, que están en su interés por las múltiples dimensiones de la experiencia humana.

En treinta páginas Halperín exhibe la complejidad del cambio epistemológico que se transita entre fines de la década de 1960 y principios de la de 1990. El saldo más concreto que permite en el trabajo áulico es comprender esa cesura en tanto tiempo bisagra, para usar la metáfora de Koselleck. A partir de la exégesis de “La historia social en la encrucijada” se pueden ensayar habilidades de lectura y realizar una hermenéutica de un período crítico. Así como Halperín se va hasta fines del siglo XVIII para comenzar a explicar el problema epistemológico que presenta, la forma en que él contextualiza la encrucijada nos sirve a nosotros en tanto lectores para dar sentido a procesos que de otra manera pueden interpretarse desde la excepcionalidad (como puede ser el mayo francés), y eso se expresa en la devolución que los estudiantes.

Sin mucho esfuerzo, y siempre desde los ejemplos sugeridos por la lectura, se ve claro el nexo entre esa transformación epistemológica y los procesos políticos y sociales que lo explican y le dan carnadura. Si la labor docente puede articularlos e incorporar los otros procesos, los posteriores, los que Halperín no podía mirar con historicidad y que nosotros sí conocemos con la perspectiva procesual, el resultado del trabajo docente con este recurso termina siendo virtuoso. Para ello hay que eludir la hojarasca de la complicación en la escritura de Halperín y concentrarse en su objetivo pragmático y su efecto comunicativo.

Bibliografía

Halperín Donghi, Tulio (1996). Ensayos de historiografía. Buenos Aires: El cielo por asalto.

Halperín Donghi, Tulio (1992). La Historia social en la encrucijada. En Cornblit, Oscar (Comp.). Dilemas del conocimiento histórico: Argumentaciones y controversias (pp. 79-121). Buenos Aires: Sudamericana - Di Tella.

Huntington, Samuel (1997). El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Barcelona: Paidós.

Koselleck, Reinhart (2004). historia/Historia. Madrid: Trotta.

Moradiellos, Enrique (2001). Las caras de Clío. Madrid: Siglo XXI.

Noiriel, Gérard (1997). Sobre la crisis de la historia. Madrid: Cátedra.

Carlos Hudson es Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Buenos Aires y Doctor en Historia por la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires. Ha desarrollado investigaciones sobre historia política argentina, particularmente las décadas de 1950 y 1960. Es docente en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades, en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales y en la Escuela Superior de Medicina, todas unidades académicas de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

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[1] “La historia social en la encrucijada” inicialmente fue presentado para las VII Jornadas de Historia Económica de la Asociación Argentina de Historia Económica de 1985, luego fue corregido y publicado en la compilación Dilemas del conocimiento histórico. Argumentaciones y controversias de Oscar Cornblit en 1992 y luego, nuevamente, en su propia compilación Ensayos de Historiografía de 1996.

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