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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº 8. Mar del Plata. Julio-Diciembre 2018.  ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto


 Identidad y genocidio, apuntes de una derrota

Lautaro Masri

Catedra Libre Edward Said, Facultad de Filosofía y Letras Universidad de Buenos  Aires, Argentina

lautaro.masri@gmail.com

Recibido: 21/08/2018

Aceptado: 29/11/2018

Resumen

En sus estudios acerca de los procesos sociales genocidas, el sociólogo argentino Daniel  Feierstein (2014) plantea que toda experiencia de este tipo tiene como intención no solo la  eliminación física de un grupo de personas sino -sobre todas las cosas– la eliminación de las prácticas sociales que dicho grupo encarna. Ello no solo como consecuencia del aniquilamiento  sino también por su efecto disciplinador sobre el conjunto de la sociedad en que dichas prácticas  se llevaban a cabo. En el presente trabajo nos proponemos reflexionar acerca de los efectos que  el genocidio nazi tuvo al interior del campo político judío. Intentaremos comprender qué tipos  de prácticas e identidades fueron expulsadas del horizonte de posibilidad de la experiencia judía,  qué formas de judeidad fueron las que quedaron en pie, y cuáles fueron los procesos y agentes  históricos que jugaron un rol determinante en esta deriva y reconfiguración.

Palabras clave: Judeidad, Genocidio, Agentes

Identity and genocide, notes of a defeat

Abstract

In his studies on genocidal social processes, the Argentinian sociologist Daniel Feierstein states  that any experience of this kind is intended not only for the physical elimination of a group of  people but, above all, the elimination of the social practices this group used to embody. Not  only as a result of annihilation but also because of its disciplinary effect on the whole society in  which these practices were carried out. In the present work we propose to reflect on the effects  that the Nazi genocide had had within the Jewish political field. We will try to understand what  types of practices and identities were expelled from the horizon of possibility of the Jewish experience, which forms of Jewishness were those that remained, and which were the historical  processes and agents that played a determining role in this drift and reconfiguration.

Keywords: Jewishness, Genocide, Agents

Identidad y genocidio, apuntes de una derrota

Introducción

En sus estudios acerca de los procesos sociales genocidas, el sociólogo argentino  Daniel Feierstein (2014) plantea que toda experiencia de este tipo tiene como intención  no solo la eliminación física de un grupo de personas sino -sobre todas las cosas– la  eliminación de las prácticas sociales que dicho grupo encarna. Ello no solo como  consecuencia del aniquilamiento sino también por su efecto disciplinador sobre el  conjunto de la sociedad en que dichas prácticas se llevaban a cabo.  

En el presente trabajo nos proponemos reflexionar acerca de los efectos que el  genocidio nazi tuvo al interior del campo político judío. Intentaremos comprender qué  tipos de prácticas e identidades fueron expulsadas del horizonte de posibilidad de la  experiencia judía, qué formas de judeidad fueron las que quedaron en pie y cuáles  fueron los procesos y agentes históricos que jugaron un rol determinante en esta deriva  y reconfiguración.  

Para comprender estos procesos, creemos necesario partir del análisis tanto de la  relación de los judíos con la modernidad europea, como de la relación que las propias  sociedades europeas tuvieron con la judeidad moderna que emergió en su seno.

En este sentido, con respecto al concepto de “modernidad” y al tipo de  experiencias judías modernas que aquí analizamos, consideramos necesario algunas  aclaraciones. Aunque no desconocemos las discusiones historiográficas y político epistemológicas respecto al concepto de modernidad, sus inicios, sus alcances y sus  características, en el presente trabajo utilizamos el concepto tal como es analizado por la  mayoría de los autores sobre los que nos referenciamos. Aquí el concepto de  modernidad es mayormente asociado al conjunto de procesos políticos, económicos y  socioculturales que tienen lugar a lo largo del periodo que se inicia en el siglo XV, pero  que encuentra un cambio cualitativo con la Ilustración y aquello que habitualmente es  entendido como el proceso de “modernización” de las sociedades europeas. Esta  modernidad ha sido históricamente presentada como un producto europeo noroccidental  y asociada a un conjunto de atributos positivos (proceso de individuación y subjetivación, racionalización del mundo, desarrollo científico, democratización, razón,  progreso, etc.). A lo largo de las últimas décadas esta conceptualización ha sido  contrastada, revisada y ampliada, para incluir en el análisis el papel crucial de la  colonización y la colonialidad en la matriz epistemológica y cultural que se conforma a  partir del siglo XV y con ello los atributos negativos de la modernidad/colonialidad,  (colonización, saqueo, violencia epistémica, racismo, etc.). Pero también, en los últimos  años, se han comenzado a analizar los aportes y producciones “modernas” que tuvieron  lugar fuera de Europa y enriquecieron una modernidad que es presentada como síntoma  y símbolo de la “mundialización” de la experiencia humana antes que de una trayectoria  europea autónoma y única (Dussel, 1992; Wolf, 1993; Lander, 2000; Gunder Frank,  2008)

Aunque no desconocemos la existencia de experiencias judías modernas fuera de  Europa (la judeidad sefaradí en España y Marruecos, las múltiples experiencias de las  judeidades mizrají en países como Iraq, Siria, Egipto o incluso la Palestina histórica, o - más acá en el tiempo- las judeidades modernas en Estados Unidos y Argentina), nuestro  interés radica centralmente en comprender las condiciones que explican el proceso de  surgimiento, carga ideológica y éxito del movimiento sionista, así como el de aquellos  otros proyectos dentro del campo político judío que entraron en competencia con él. A  nuestro juicio, unos y otros tienen su origen y desarrollo en el seno de las sociedades  europeas del siglo XIX y XX.  

El objetivo de este trabajo, entonces, es realizar un análisis que logre integrar el  contexto político-cultural específico en que emerge la mayoría de estas organizaciones  políticas judías modernas y la trama de procesos históricos, políticos y culturales que en  parte explican la victoria del sionismo como proyecto de normalización de los judíos y  la derrota de sus contrincantes en Europa y Palestina.

Genocidio y ciencias sociales

A lo largo de su fundamental libro El genocidio como práctica social: entre el  nazismo y la experiencia argentina (2014), Feierstein buscar continuar el camino  trazado por Zygmunt Bauman (2011) en relación al deber de la sociología de producir  un corpus teórico analítico que permita comparar en alguna medida y comprender de  alguna manera los genocidios producidos a lo largo del siglo XX. Para ello, se propone  analizar en profundidad algunas de las aristas no tenidas en cuenta en torno a lo que él denomina “prácticas sociales genocidas”. Movido por el interés de encontrar una  articulación posible entre la experiencia nazi y la argentina, Feierstein producirá un  conjunto de nociones y perspectivas que no solo permitirán “leer” una trama entre estos  dos procesos sociales, sino también comprender algunas características y lógicas de  funcionamiento de los procesos sociales genocidas en general. Así, sin desatender las  particularidades, complejidades y diversidad de dimensiones de análisis de cada proceso  social genocida, los aportes de este libro resultan de gran utilidad para abordar desde  una perspectiva novedosa y comprender desde otro ángulo tan complejos -y en gran  medida inexplicables- procesos sociales. Con dicho intento articulatorio, Feierstein  produce lo que quizás constituye el aporte más significativo de su libro, como es su  propuesta de pensar el aniquilamiento de una porción de la población de una sociedad  como una “tecnología de poder”, es decir, como:

“Una forma peculiar de estructurar -sea a través de la creación, destrucción o reorganización- relaciones sociales en una  sociedad determinada, los modos en que los grupos se vinculan  entre sí y consigo mismos, y aquellos a través de los cuales  construyen su propia identidad, la identidad de sus semejantes y  

la alteridad de sus ‘otros’” (2014: 26).

Desde esta perspectiva, el genocidio moderno se diferenciaría de anteriores  prácticas criminales no tanto por su magnitud y la relación con la “técnica” que ello  implica, sino por el modo peculiar en que este aniquilamiento se lleva a cabo. Dicha  peculiaridad estaría relacionada con “los tipos de legitimación a partir de los cuales  logra consenso y obediencia” (2014: 35) y con las consecuencias que produce no solo  en los victimizados sino también en perpetradores y testigos, y en la sociedad entera en  que este proceso es llevado a cabo.  

En este sentido, el aniquilamiento de una parte sustancial de la población de una  sociedad no debería ser considerado el fin último de una práctica social genocida, sino  el medio o el instrumento (la tecnología) necesaria para producir una transformación o  reorganización social, que bajo el más drástico disciplinamiento de los cuerpos (y del  cuerpo nacional, pues así es concebido al menos en los proceso genocidas que Feierstein  analiza) buscaría exterminar ciertas prácticas, formas de ver o hacer, habilitando solo  aquellas que no se presentan como corrosivas, subversivas o peligrosas para el poder.  Como señala el autor, de lo que se trataría sería de producir:

“Un quiebre y una transfiguración total de los modos de  

constitución de identidades al interior del territorio, una  

reconstitución de las relaciones sociales que afectan

la moral, la ideología, la familia y las instituciones, buscando eliminar la  construcción de ciertas identidades sociales y eliminando  (material y simbólicamente) la posibilidad de pensarse de ese  modo” (2014: 53).

Para explicar esto, Feierstein se aboca, entre otras cosas, a definir las  características, procedimientos y lógicas que diferenciarían a los genocidios modernos  de anteriores masacres históricas. A grandes rasgos, puede decirse que lo que  caracterizaría al genocidio moderno justamente es su modernidad. Para Feierstein las  prácticas sociales genocidas, sobre todo aquellas llevadas a cabo en el siglo XX, podrían  pensarse como una forma, trágica y radical, de resolver algunas de las contradicciones  que plantea la sociedad moderna. En este sentido, su línea argumental retoma aportes de  diversos autores -Bauman (2011), Arendt (2014), Foucault (1993), por nombrar a  algunos- para pensar dichas contradicciones. De forma sintética, podemos decir que los  argumentos que el autor utiliza para ligar genocidio y modernidad tendrían que ver con  tres dilemas que el periodo plantea: la cuestión de la igualdad, la cuestión de la  soberanía, y la cuestión de la autonomía.

Para el caso de la igualdad, Feierstein sostiene que la aparición del racismo  decimonónico introduce una cuña y marca una diferencia al interior de las poblaciones  pretendidamente “iguales por naturaleza” y con ello pone coto al avance del poder  emancipador que el discurso de la modernidad pudiera tener. De esta manera, siguiendo  a Arendt y Bauman, puede considerarse que la aparición del racismo en Europa (o como  sabemos hoy en día, la reversión del racismo europeo colonial hacia el propio  territorio)[1]es efectivamente una reacción de los sectores dominantes, principalmente  frente a los procesos sociales de igualación y democratización que, con avances y  retrocesos, tienen lugar en la Europa de siglo XIX (Feierstein, 2014: 112). El racismo,  descubrimiento de la aristocracia como discurso que permite restablecer la diferencia  jerarquizada, es decir, la desigualdad, en un contexto de igualitarismo creciente, sería la  antesala del racismo imperialista, que con su estrategia discursiva logra extender su  dominación sin reconocer la igualdad o garantizar derechos a las poblaciones de sus colonias. El genocidio moderno, en este sentido, sería el modo de resolución de estas  contradicciones de la modernidad entre igualitarismo y racismo llevado al paroxismo.  De igual manera, este racismo se presenta también como lógica constitutiva del modo  de ejercicio de soberanía moderna, posfeudal. Siguiendo los aportes de Foucault,  Feierstein señala la utilidad de la teoría racista y el degeneracionismo para un modelo de  gobierno de la población y de soberanía que, como el moderno, propugna la igualdad de  los hombres, pero que debe encontrar una legitimación con respecto al modo de  ejercicio de su poder: aquel que se caracteriza por hacer vivir y dejar morir. De esta  forma, el discurso racista y los discursos acerca de lo normal y lo patológico que se le  adosan, con su carga biologicista y degeneracionista, permiten justificar el ejercicio del  poder, la exclusión y, en última instancia, el aniquilamiento de un sector de la sociedad  como una tarea destinada a salvaguardar el cuerpo social.

Por último, la cuestión de la autonomía y sus contradicciones, tiene que ver con la  transición desde la sociedad tradicional hacia la sociedad moderna. Si la sociedad  estamental se caracterizaba por una moral, un conjunto de conductas, una ley emanada  de la sociedad o la voluntad divina, con la modernidad y la Ilustración los sujetos  comienzan a ser pensados como individuos dotados de capacidad de razonamiento, libre  albedrio y reflexividad frente a las normas. De esta manera, la autonomía o  autodeterminación de los individuos, la confianza en su capacidad para dotarse de una  ley propia, aparece como una fuerza poderosa al momento de pensar la destrucción del  orden feudal. Pero al mismo tiempo, sus reminiscencias, sus continuidades o, mejor  dicho, las fuerzas desatadas por dicha comprobación, se habrían vuelto un obstáculo  para la gobernabilidad de los cuerpos por parte de la burguesía naciente. El concepto de  autonomía y los procesos sociales relacionados, entonces, habrían abierto la puerta a la  liberación y emancipación respecto al poder central, generando nuevas formas de  autonomía política y social y, nuevamente, empujando hacia la democracia, la libertad y  la igualdad en formas no previstas por el poder. En este sentido, para Feierstein, dicha  contradicción entre autonomía y poder es abordada desde comienzos de siglo XX por  los proyectos fascistas, corporativos, de democracia restringida, primero, y por  proyectos de definitiva fragmentación, aniquilamiento y reorganización social, como lo  es la experiencia nazi, después. De este modo, frente a la presencia de un “otro”  autónomo y peligroso, la reacción paranoica y el genocidio se producirían con el  objetivo de eliminar un tipo de relación social, la relación social de igualdad entre pares,  independiente y al margen del poder estatal.

En este sentido, es claro que estas modalidades de aniquilamiento son  cualitativamente diferentes a las producidas en anteriores momentos históricos, bajo  otras epistemes y otras tecnologías de poder. Lo característico y común de todo proceso  social genocida tendría que ver con que la desaparición material (de los cuerpos) traería  aparejada la aniquilación simbólica (de la memoria de su existencia). Entonces, una  diferencia sustancial entre el genocidio moderno y las guerras antiguas o modernas pasa  por los efectos que dicha práctica social tiene sobre los sobrevivientes: aquí la  desaparición material de un grupo significa la desaparición de una identidad, en tanto  síntesis de un ser y un hacer. Desaparición que no se explica solo por la eliminación de  aquellos cuerpos que la encarnan, sino también por la obturación, negación y disciplina  a la que son sometidos todos los integrantes de la sociedad. Podría decirse, entonces,  que el genocidio moderno lleva consigo un mensaje a la población: hay practicas e  identidades, formas de ver, de ser y de actuar que no son posibles, deseables,  permitibles, y que es mejor no llevar adelante.  

Para explicar la elección de los judíos como objeto de la política de destrucción  nazi, Feierstein acude a dos factores fundamentales, interrelacionados entre sí. Por un  lado, aquel lugar en que Bauman ubica a los judíos en el contexto del siglo XIX: “a  horcajadas de la modernidad” (Bauman, 2011: 63). Con esto el autor hace referencia a  la particularidad a-nacional de los judíos europeos, en un contexto de constitución de  sociedades y Estados nacionales. A caballo entre la confesionalización y el  nacionalismo, los judíos tienen en Europa “un pie en cada territorio y el alma en la  humanidad” (Feierstein, 2014: 76). Así, habría en la judeidad cierta praxis humanista,  internacionalista y “a-nacional”, que vendría a significar cierto grado de autonomía  frente a un poder que poco a poco encarna en estados nacionales y territorios definidos  étnicamente.

Por otro lado -y en parte como consecuencia de este lugar inclasificable en que se  encontraban los judíos europeos-, Feierstein sostiene que este internacionalismo, esta  praxis universalista, cobra un nuevo sentido con la revolución bolchevique y el  socialismo. En estos movimientos los judíos toman parte en gran proporción, movidos  como estaban, sobre todo en el Este europeo, por la necesidad y el deseo de destruir una  sociedad en la que no tenían lugar y que consideraban injusta, emancipando a los judíos  en el seno de la emancipación del género humano. Este devenir, habría convertido al  “judío” en el significante de una praxis que lo excedía pero que lo ubicaba como  representante de un conjunto de prácticas de autonomía sexual, moral, religiosa, política y cultural. La construcción de la figura de “judeobolchevique” en pleno proceso nazi,  vendría a condensar entonces los miedos y la reacción frente a esta trayectoria de los  judíos, en donde particularismo a-nacional e internacional es interpretado como  humanismo y luego, socialismo y revolución. Así, cuando Feierstein señala que con la  destrucción de los judíos “se trata no solo de desterrar y eliminar a los judíos, sino a lo  judío de occidente ‘la judaización del propio cuerpo de occidente’” (2014: 107)  podemos decir que hace referencia al carácter anti bolchevique y nacionalista del  nazismo y a los judíos como principal obstáculo para la consecución de su ideal anclado  fuertemente en la reacción anti moderna.  

Ahora bien, según el autor, todo genocidio tiene como objetivo final, no solo la  eliminación física de aquellos sujetos que encarnan una praxis subversiva, sino también  de toda posibilidad de existencia de esa praxis. Para el caso de los judíos, el propio  autor esboza que gran parte de la tradición humanista y a-nacional de los judíos, con  todo lo que ello tenía de creativo y autónomo respecto a los modos en que el poder se  configuraba, habría quedado obturada y eliminada luego del nazismo. Para el caso de la  identidad judía, esta obturación de una praxis especifica no se debería solo al extermino  físico de los judíos que encarnaban esa judeidad, sino también a los modos en que, de  allí en adelante, se habría reconfigurado tal identidad, referenciada fuertemente en el  Estado de Israel.

Los judíos en la modernidad europea

Quien continúa esta línea argumentativa es Enzo Traverso. En su libro El final de  la modernidad judía. Historia de un giro conservador (2014) el historiador italiano  postula que luego del genocidio nazi y la creación del Estado de Israel, habría  comenzado el declive de un periodo que, trágico y angustioso, también habría  constituido el momento más brillante, creativo y revolucionario en la historia de los  judíos en Europa. A partir de entonces, habría comenzado un periodo de alineamiento  político de los judíos con el conservadurismo en sus países y con el occidentalismo  como valor cultural en general, además de un encolumnamiento acrítico detrás del  Estado de Israel y sus políticas respecto a la población palestina.

Para explicar esta deriva, Traverso hace foco en las condiciones de vida de los  judíos a lo largo de lo que él llama “la modernidad judía” y sus variaciones a través del  tiempo. Alejado de lo que considera narraciones históricas judeocentricas e hilaciones lacrimales de la historia judía, donde el nazismo es presentado como el corolario de un  proceso lineal, transhistorico y universal de hostilidad generalizada hacia los judíos, el  historiador italiano busca comprender la historia judía como “prisma a través del que  leer la historia del mundo” (2014: 17). Es decir, plantea la necesidad de pensar a los  judíos no como protagonistas de una historia separada sino más bien como el  sismógrafo de las sacudidas que han transformado al mundo moderno.

En este sentido, puede decirse que el periodo histórico que se inicia a finales del  siglo XVIII y comienza su declinación con el genocidio nazi, la instauración del Estado  de Israel y la reconfiguración del escenario europeo luego de la Segunda Guerra  Mundial, puede dividirse en dos grandes bloques. Un primer bloque que inicia a fines  del siglo XVIII y se extiende hasta la Primera Guerra Mundial, podría ser entendido  como una etapa de creciente integración social y cultural de los judíos a lo ancho del  continente, con particularidades en cada caso, y una emancipación jurídica progresiva,  que a fines del largo siglo XIX es casi generalizada, y en donde la situación de los  judíos condensa y simboliza el estado de situación general de cada región, en lo que  tiene que ver con el grado de libertad e igualdad política y jurídica de cada país. Es aquí  donde la “modernidad judía” encuentra su desarrollo más fructífero.

Este sería un ciclo de producción intelectual y cultural en el que los judíos, o al  menos las principales figuras intelectuales, científicas, políticas, se habrían constituido  como el “polo crítico de occidente” (Traverso, 2014: 13). Ubicados en el centro de la  modernidad europea, la intelectualidad judía (entre quienes Traverso ubica a Kafka,  Freud, Benjamin, Rosa Luxemburgo y León Trotsky) habría constituido una presencia  intelectual y políticamente subversiva, actuando en general como “contrapunto¨ de las  tendencias generales de Occidente. En tensión constante entre cosmopolitismo y  particularismo, ubicados por fuera de los círculos oficiales de prestigio y con una actitud  reacia frente a lo instituido, la judeidad europea de fin del siglo XIX se habría  constituido en representante de un “ethos”, una experiencia del mundo de compromiso  existencial con los oprimidos y de denuncia de la modernidad como sistema de  dominación. La secularización, el abandono de la tradición, el cosmopolitismo, la  movilidad extrema, la asimilación[2]cultural y el multilingüismo, serían todas  características de esta modernidad judía llevada adelante principalmente por los judíos  de los sectores medios urbanos de Europa.

El periodo de entreguerras daría inicio al segundo bloque dentro de la serie  histórica que abarca esta trayectoria judía moderna. Aquí el contexto es el del  cuestionamiento y crisis de los logros y avances del proceso de integración, que ubica a  los judíos en el centro de la escena política europea, para, en su punto más álgido,  concluir con el genocidio nazi, y luego con la instalación del Estado de Israel en  Palestina en 1948. Este periodo, contrariamente al anterior, estaría marcado por la  polarización política y el agravamiento de las condiciones de vida de los judíos  europeos, quienes, luego de participar en las luchas y disputas de sus tiempos, habrían  sido destruidos junto con el mundo del que formaban parte. A partir de entonces, habría  comenzado un periodo de agotamiento de una trayectoria judía moderna, critica,  subversiva del poder, dando lugar al final de la modernidad judía.

Desde ese entonces -y marcadamente luego de la década de 1960- las principales  figuras públicas judías habrían quedado integradas a las esferas del poder y con claras  orientaciones conservadoras, dejando el rol de críticos de occidente a pensadores y  figuras provenientes del mundo poscolonial: asiáticos, árabes, africanos, etc. Raymond  Aron, Ariel Sharon y Henry Kissinger constituirían las figuras más representativas de  esta judeidad pos genocida. Merced al alineamiento con el Estado de Israel y a su propia  incorporación a las altas esferas de los Estados en que viven, los judíos se habrían  ubicado, así, en el corazón de los dispositivos de dominación de Occidente.

Este reacomodamiento, que constituye el final de la modernidad judía, se  explicaría a partir de un conjunto de procesos más generales. En primer lugar, Traverso  destaca el genocidio nazi y el consecuente aniquilamiento de la judeidad europea y sus  modalidades de existencia; en segundo término, la migración masiva de los judíos hacia  Estados Unidos e Israel, que desplaza el eje del mundo judío hacia fuera de Europa;  finalmente y al mismo tiempo, la reconfiguración de los Estados y sociedades europeas  desde una lógica multicultural, posnacional y antinacionalista. Todos estos serían  factores que habrían contribuido a una disolución de la “cuestión judía” (un problema  eminentemente europeo) y a una retracción del antisemitismo. Como señala Traverso:

“El antisemitismo nació en la segunda mitad de la secuencia

histórica a la que hemos hecho referencia (1850-1950). Durante  

este periodo el judío encarnó la abstracción del mundo moderno,  

dominado por fuerzas impersonales y anónimas. La sociedad de  

masas era percibida como un universo hostil conformado por las  

grandes ciudades, el mercado y las finanzas, la velocidad de las  

comunicaciones y de los intercambios, la prensa, el  

cosmopolitismo, el igualitarismo democrático. La  

transformación de las sociedades occidentales engendró el  

antisemitismo hacia finales del siglo XIX. [L]a estabilización  

del continente y el restablecimiento de un nuevo equilibrio  

internacional después de 1945 determinaron, finalmente, su  

ocaso” (2014: 30-31).

En este sentido, el autor italiano señala que éste nuevo punto de equilibrio tiene  que ver con la construcción de una comunidad europea cuyos orígenes se remontan a  1951, que estaría fuertemente anclada en el concepto de ciudadanía, alejada del  nacionalismo étnico y con fronteras nacionales más bien difusas, todo ello en línea con  procesos más amplios ligados al desarrollo del capitalismo y la globalización de los  intercambios. Así, al poner en cuestión las soberanías nacionales y al volver  problemáticas las categorías políticas heredadas del siglo XIX, la globalización habría,  paradójicamente, comenzado a elevar a modelo los rasgos anteriormente atribuidos a los  judíos europeos (2014: 34).  

De esta manera, puede pensarse que, si la judeidad europea de siglo XIX y  principios de siglo XX constituía un contrapunto respecto de las tendencias de su época,  los propios cambios producidos luego de la Segunda Guerra Mundial habrían  favorecido la integración de los judíos y algunos de los valores asociados a su identidad.  Estos cambios incluyen, así mismo, cierto aprendizaje y cierta pedagogía respecto al  genocidio nazi y el antisemitismo, que habría sido acompañada por la emergencia de  una ética anclada en la perspectiva de los derechos humanos y cierto sentimiento de  “estar en deuda” (Traverso, 2014: 95) que habría sustituido gradualmente el antiguo  sentimiento de desprecio hacia los judíos en Europa.  

“La destrucción de los judíos y la integración de la memoria  

histórica del genocidio en la memoria histórica europea tuvo un  

efecto catártico al proscribir el antisemitismo de los aparatos del  

Estado, del espacio público y las instituciones culturales.  

Paralelamente, la fundación del Estado de Israel, cuya alianza  

con las potencias occidentales se ha ido consolidando con el  

transcurso del tiempo, modificó tanto la identidad como las  

condiciones de existencia de la diáspora judía. El mundo judío  

se ha polarizado en torno a dos referencias esenciales: la  

memoria de la shoah y la defensa de Israel; la nueva religión  

civil de los derechos del hombre y el puesto avanzado de  

occidente en el mundo árabe. Los antiguos aguafiestas y  

perturbadores del orden se han convertido en uno de sus pilares”  

(2014: 106).

De esta manera, la judeidad habría pasado de constituir una alteridad negativa a  convertirse en signo de respeto. Con ello, la historia de los judíos, sus tradiciones  religiosas, su particularismo, habría sido también incorporada en la narrativa occidental  como parte de su pasado y de su presente. En el contexto de la guerra fría y de las  derivas antisemitas de la Unión Soviética, y en el marco del conflicto israelí-palestino,  la judeidad posgenocida, integrada y en ascenso en Estados Unidos[3]y reconfigurada en  clave nacional y tribal en Israel,[4]abrazará ese movimiento de defensa de ciertos valores  liberales y de defensa de Occidente que la ubicarán dentro del campo imperialista,  primero, y anticomunista, más tarde.

Estos factores, que en parte explican el final de la modernidad judía, la disolución  del antisemitismo y de la cuestión judía, sin embargo, deben ser analizados, a nuestro  juicio, en función de la politicidad de la experiencia judía europea “moderna”, de las  corrientes políticas e ideológicas que atravesaron el campo político judío y la  imbricación de estas con los movimientos más generales de la historia. En este sentido,  desde nuestro punto de vista, sostenemos que en paralelo a estos procesos más  generales, que explican el final de la modernidad judía como una función del  reacomodamiento de los judíos luego del genocidio nazi, es necesario también explorar  el rol activo de los judíos y sus organizaciones dentro de este escenario, sus variadas  disputas y su lugar en la historia de esta reconfiguración. Para pensar esto,  consideramos necesario profundizar en las variadas condiciones de integración de los  judíos en los países de Europa, los desafíos que esto presentó a los judíos y las  respuestas que darán a ello los principales protagonistas de aquello que aquí llamamos  “modernidad judía”.

Modernidad judía y politización

Como dijimos, el periodo de emergencia y florecimiento de la modernidad judía  se extiende hasta la Primera Guerra Mundial, en el marco de un proceso de  modernización, aburguesamiento y urbanización en Europa, ligado al desarrollo del  capitalismo industrial cuyas consecuencias sociales, políticas y culturales encontró en  las comunidades judías a algunos de sus principales beneficiarios (Hobsbawm, 1998).  Estos factores, sumados a la alteración de las relaciones de autoridad y de prestigio  social, a la individualización de las oportunidades de ascenso social y a la laicización  que debilitó el poder de las iglesias cristianas pero también de la autoridad comunitaria  judía, convergieron dando por resultado una participación activa de los judíos en los  procesos de formación y modernización que atravesaron las sociedades y los Estados  europeos, pero también pusieron en tensión la definición identitaria y la relación con la  religión de gran parte de los judíos en Europa.  

En Francia y Gran Bretaña, el temprano desarrollo capitalista, la hegemonía del  liberalismo político y, sobre todas las cosas, el escaso número de judíos, habrían  permitido una integración socioeconómica exitosa, y una “asimilación” armónica que  habría favorecido la emergencia de un conjunto de intelectuales y funcionarios  totalmente asimilados a sus patrias (Karady, 2000: 63). En cambio, la modalidad de  existencia de los judíos en el centro y este de Europa habría otorgado matices y  características específicas a la modernidad judía, dando como resultado la emergencia  de dos grandes culturas judías, el Yiddishkeit oriental y la cultura judeo-germana en  mitteleuropa.  

Tanto en lo que refiere a la judeidad mitteleuropea como a la judeidad del  yiddishland, las características comunes de una y otra experiencia tienen que ver con la  existencia y elaboración de una cultura letrada, de un conjunto de organizaciones  políticas y culturales judeogermanas o específicamente yiddish, que entrarán en  competencia y convivirán durante todo el periodo con modos de vida tradicionales, de  persistencia de la religiosidad como marco normativo y de la ruralidad como forma de  vida tanto en el este del imperio de los Habsburgo como en el imperio zarista (Karady,  2000).

Merced a las condiciones políticas del periodo previo a la Primera Guerra  Mundial, estas judeidades modernas habrían podido desarrollarse aun cuando su modo  de existencia tendía a no ajustarse a la triada moderna anclada en la correspondencia  estricta entre Estado, nación y soberanía. En efecto, tanto la cultura mitteleuropea de  lengua germana -“una creación judía” (Traverso, 2014: 43)- como el Yiddishkeit,  constituían fenómenos que excedían o no respetaban las fronteras nacionales y que  tuvieron lugar principalmente en el contexto de los imperios multinacionales del siglo  XIX. Como señala Traverso: “Los rasgos específicos de la diáspora judía -textualidad,  carácter urbano, movilidad, extraterritorialidad- se adaptaban mejor a ellos que a los  estados nación. Los imperios eran mucho más heterogéneos en el aspecto étnico,  cultural, lingüístico y religioso¨ (2014: 24).

Estas características, que para Traverso formaron el sustrato de las vanguardias  intelectuales judías y alentaron el internacionalismo judío, constituían también una  semántica ambigua, una anomalía “alojada en el corazón mismo de las tensiones que  marcaron el proceso de modernización de Europa a lo largo del siglo XIX y  posteriormente su crisis entre las dos guerras mundiales” (2014: 29). Es que justamente  el estatus híbrido, incomodo e incierto en que vivían, habría generado las condiciones  para la emergencia de una judeidad políticamente inconformista, culturalmente plural y  multilingüe, profundamente cosmopolita y universalista, cuando no radicalmente  internacionalista.  

En Europa Central esta judeidad moderna es la que se constituye como el cemento  cultural de la región. En tensión permanente entre liberalismo y conservadurismo, la  historia de los Estados alemanes y el imperio de los Habsburgo y su relación con los  judíos puede describirse como un proceso complejo y plagado de contradicciones, que  no son distintas a las contradicciones generales y las disputas políticas que afectan a  toda la sociedad.[5] Así, puede observarse aquí la convivencia de un conjunto de factores  que se imbrican y producen un esquema particular, en donde la “emancipación”,  concepto ilustrado y de impronta civilizatoria, se “ofrece” de manera condicional, solo  como el resultado de la asimilación o germanización cultural. Este esquema no debe ser  visto únicamente como un proceso traumático y violento en el que los judíos debieron  despojarse de su particularismo para integrarse a la sociedad. Por el contrario, tal como  la continua migración de judíos desde el Este hacia los países del centro de Europa  parece mostrar (Karady, 2000), este periodo, hasta 1914, puede ser entendido como un periodo de cosmopolitismo, integración cultural, imbricación e identificación de los  judíos con las sociedades en que vivían o de las que pasaron a formar parte. En efecto,  es esta integración a partir de la adopción de la lengua germana la que da lugar a la  emergencia de una judeidad, patrióticamente germana, culturalmente híbrida y  sinceramente judía laica.  

Estas condiciones dan pie a la aparición de una tupida red de asociaciones cívicas  y culturales, tales como la Asociación Central de Ciudadanos Alemanes de Fe Mosaica,  cuyo patriotismo liberal, sin embargo, “no menoscabó ni un ápice el cosmopolitismo de  un grupo cuya vida social e identidad cultural se habían definido siempre en el interior  de un espacio europeo que trascendía las fronteras” (Traverso, 2014: 26).  

Así, los judíos hacen convivir su nueva nacionalidad alemana con una existencia  atravesada por redes económicas y culturales transnacionales que le otorgan una  identidad europea, posnacional, que, sin embargo, encuentra sus límites. Es que, dentro  de una Alemania profundamente atravesada por el nacionalismo romántico, la  judeofobia comienza a ganar terreno a partir de 1880 y la igualdad formal y la  integración cultural conviven con cierta discriminación social y cierta exclusión de los  estamentos del Estado. Este ambiente cultural, de crecimiento del antisemitismo  político, radicaliza a muchos de estos judíos que, a principios del siglo XX, se vuelcan a  los partidos revolucionarios. Como lo explica Traverso:

“Fueron los intelectuales judíos quienes tuvieron un papel  

fundamental en la transformación del universalismo ilustrado en  

internacionalismo socialista (…) Por su posición cultualsingular  

a medio camino entre los estados nación y los imperios  

multinacionales, entre la asimilación y el renacimiento nacional  

yiddish, los judíos se convirtieron en actores de esta  

metamorfosis. [E]n cierto modo el cosmopolitismo fue el  

sustrato del internacionalismo” (2014: 60).

Ahora bien, si la combinación de la “desigualdad de trato” (Traverso, 2014: 69)  con la tradición cosmopolita explica la masiva presencia de intelectuales judíos entre los  cuadros de la socialdemocracia alemana, la combinación de esta desigualdad con el  ambiente romántico y el auge de los nacionalismos tribales de la región tiene por efecto  en los judíos de sectores medios alemanes la creación de un programa político de  “normalización”. Con un primer antecedente en Moses Hess en la década de 1860 -y  retomando algunos de sus postulados- en 1896 aparece en Europa el libro de Theodore Herzl, El Estado Judío,[6]que dará inicio si no al proyecto sionista, pues sin dudas  pueden encontrarse antecedentes y corrientes alternativas en otras regiones y momentos  previos de la historia, al menos sí a su fase de formalización y de consolidación  institucional. El sionismo se propondrá entonces la resolución de la “anomalía judía” a  través de la creación de un Estado Nacional solo para judíos en Palestina.  

El surgimiento de este movimiento, habitualmente presentado como única opción  frente al antisemitismo de la época, responde a nuestro juicio a un conjunto de factores.  Por un lado, la cuestión identitaria, que en las regiones del centro de Europa se presenta  de manera más conflictiva que en el oeste y el este europeo. Ni excluidos ni asimilados,  la situación híbrida en la que se encuentran los judíos de mitteleuropa, encuentra una  respuesta posible en el nacionalismo judío. Por otro lado, la propia dinámica política de  la región, con el crecimiento del antisemitismo político y la reacción romántica y anti  liberal del ambiente intelectual alemán, opera como amenaza para los judíos, pero  también como marco ideológico para la construcción de un proyecto de nacionalismo  tribal, utópico y mesiánico (Lowy, 1997; Sternhell, 2013). Finalmente, un tercer factor  son los pogroms desatados en la Rusia zarista que inician un proceso migratorio de  grandes dimensiones en donde las ciudades alemanas, austriacas y checas aparecen  como destinos elegidos con mayor preferencia. Para estos sionistas, la migración de los  judíos desde el Este se presenta problemática, en dos sentidos, incluso contradictorios  entre sí. Por un lado (y por momentos), porque la incorporación exitosa de estos judíos  del Este, generalmente portadores de una judeidad más tradicional y un particularismo  cultural marcado, podría significar la desaparición de los judíos como entidad. Por otro  lado, porque la llegada de estos judíos del Este podría generar un aumento de la ya  creciente xenofobia que comenzaba a poner en cuestión la relativa integración de los  judíos de Alemania y el Imperio de los Habsburgo.  

Para estos sionistas de lo que se trataba era de mantener cierta identidad, cierta  autonomía y particularidad judía, que solo podía estar garantizada por un Estado nación,  preferentemente en Palestina. Para Herzl, la asimilación aún era una opción, aunque  indeseable: “El que pueda, quiera y deba perecer, ha de extinguirse. La personalidad del  pueblo judío no puede, ni quiere, ni debe desaparecer”.[7] 

En cambio, para Max Nordau, continuador de la gesta sionista, la asimilación no  era otra cosa que un suicidio nacional y la “emancipación” un fracaso y un error  histórico. Según él, el proceso de integración iniciado con Napoleón había exigido a los  judíos que “[r]enunciaran a su fe mesiánica, que depusieran sus esperanzas nacionales,  que abandonaran sus formas de vida peculiares; en resumen, que se entregaran al  suicidio nacional”.[8]

Así, puede decirse que, desde sus inicios románticos y literarios hasta sus fases  instituyentes, el sionismo está marcado y opera en el interjuego entre la amenaza  identitaria y la judeofobia que despierta el proceso de integración en las sociedades  europeas. De esta forma, el sionismo entrará en competencia, tanto en Alemania como  en el Este europeo, con todas aquellas vertientes asimilacionistas que, ya sea desde una  perspectiva liberal y más bien conformista o bien desde una perspectiva revolucionaria,  buscarán dar respuesta a las encrucijadas de la modernidad europea en el propio  territorio europeo. Como bien sintetiza Sternhell en su estudio sobre el origen del  sionismo:

“Sería simplista asimilar el sionismo del último tercio del siglo  

XIX a una ideología que respondía únicamente a la inseguridad  

física que, en ese entonces, no dejaba de agravarse para los  

judíos de Europa central y, en particular, Europa del Este. El  

sionismo también fue una respuesta de tipo Herderiano, por no  

decir tribal, al desafío de la emancipación. Para David Ben  

Gurión, (1886-1973) para no citarlo más que a él, el sionismo no  

debe su auge a los sufrimientos y discriminaciones que sufrían  

entonces los judíos de Europa del Este, sino a la voluntad de  

hacer frente a los riesgos de desaparición de la identidad judía”  

(2013: 24).

A diferencia de lo que ocurre en mitteleuropa, en el Este europeo la modernidad  judía comienza décadas más tarde, recién a finales del siglo XIX. El escenario en la  Rusia zarista y demás países de la región podría ser descripto como un escenario de  exclusión y negación de la igualdad jurídica a sus súbditos, en general, hasta 1861 y  hacia los judíos, en particular, hasta bien entrado el siglo XX. Karady explica el  surgimiento de la “cuestión judía” y las políticas relacionadas con ello bajo el zarismo a  partir de la transición del feudalismo hacia el capitalismo y el consecuente trasvase en la  situación socioeconómica de los judíos. También influye aquí el efecto de las políticas  de incorporación y gobierno de las grandes masas de judíos que, entre otros pueblos,  quedaron bajo administración zarista luego de la partición de Polonia, haciendo de la  cuestión judía un problema más dentro de la naciente “cuestión nacional”. Para el caso  particular de los judíos, se suma como factor a tener en cuenta la larga tradición de  hostilidad cristiana, transformada aquí en discurso de Estado. Así, la penetración del  discurso de la Ilustración en un contexto de exclusión social y antisemitismo habría  dado como resultado la emergencia de una moderna cultura judía nacional, anclada en el  yiddish y elaborada por fuera o más allá de las fronteras nacionales, que habría contado  con un conjunto de organizaciones sociales y culturales orientadas a la renovación y  reelaboración de una cultura popular judía laica. Esta cultura y esta lengua, que vivió y  se nutrió en dialogo con otras lenguas y culturas, emerge como el efecto de la  modernidad, la asimilación y la urbanización dentro del imperio zarista y más allá de él  

En este escenario conviven de manera yuxtapuesta un conjunto de movimientos  políticos, corrientes ideológicas con diferentes posicionamientos respecto al proceso de  integración en un contexto de crisis de transición al capitalismo, exclusión y pogroms. Entre quienes ven en el proceso de integración y la asimilación un peligro, se  encuentran, en primer lugar, las autoridades religiosas, que proponen la vuelta a la  ortodoxia, la revalorización del judaísmo como marco de referencia y la despolitización  de una judeidad que a medida que se aleja de la religión pone en cuestión las  prerrogativas políticas y económicas de la autoridad rabínica (Mendes, 2014: 32). En  segundo lugar, y anclados en temores similares, se encuentra también el sionismo  organicista ruso, que postulará la necesidad de hacer frente a la integración sociocultural  y, al mismo tiempo, resolver la cuestión judía a partir de la migración masiva a  Palestina. Para Aaron David Gordon, uno de sus principales referentes, al igual que para  Nordau, la integración es una amenaza:

“Si no podemos vivir una vida nacional plena y completa, da lo  

mismo asimilarnos totalmente. Si no colocamos el ideal nacional  

por encima de cualquier otra consideración, terminemos de una  

buena vez con esto, dejémonos fundir para siempre con los  

pueblos entre quienes estamos dispersos. Hay que comprender  

claramente que, si no tomamos la delantera, la asimilación se  

hará de manera natural. Dado que el peso de la religión ya no es  

lo que era, las cosas irán más rápido cuando la situación de los  

judíos mejore verdaderamente” (Citado en Sternhell, 2013: 76).

Por otro lado, quienes valoran positivamente el proceso de integración, urbanidad  y asimilación protagonizarán el florecimiento de un conjunto de organizaciones  políticas que, de una u otra forma, buscarán resolver no solo la situación de los judíos  sino también la del resto de sus coterráneos. Nos referimos al Bund (La Unión General  de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia), a los partidos comunistas ruso y  polaco y al Poalei Zion. Cada una de estas corrientes, de clara formación marxista, con  diferencias y oposiciones fuertes entre sí, se ocupará de organizar políticamente a los  trabajadores judíos en función de sus intereses y necesidades (materiales y de seguridad  frente a la avanzada pogromista) y presentará diferentes nociones acerca de cómo  responder a las encrucijadas del periodo que, entre 1880 y 1948, los tendrá en el centro  de la escena.

Como lo muestran Brossat y Klingberg (2016), son estos judíos de la clase  trabajadora del imperio zarista y de Polonia los que, a partir de la construcción de  organizaciones de trabajadores judíos, constituirán la base de lo que luego serán los  partidos socialdemócratas y revolucionarios del imperio zarista y demás países del  yiddishland. Hasta la revolución bolchevique, es el Bund el partido de izquierda que  logra mayor adhesión en el mundo yiddish. Este partido, que combina la actividad  cultural y la organización política de los trabajadores judíos, tiene como objetivos no  solo la reivindicación de una cultura judía urbana y específicamente europea oriental,  sino que también busca hacer frente a la miseria y la desigualdad que padecen los  judíos. De formación marxista, los militantes bundistas entrarán en tensión entre  particularismo judío y universalismo a lo largo de todo el periodo que va desde su  formación en 1897 hasta 1948. Aunque originalmente surgida como organización de  trabajadores judíos, cuya principal actividad se centraba en la creación de una red de  instituciones comunitarias, la penetración del socialismo entre la clase trabajadora rusa  y polaca y los eventos políticos de 1905 y 1917 encontrará a sus dirigentes tanto entre  los más fervientes revolucionarios como entre sus principales opositores.  

Estas disyuntivas y encrucijadas que atraviesan al Bund se hacen al mismo tiempo  extensivas al conjunto de organizaciones políticas en que los judíos del Este se  incorporan hacia principios de siglo XX. Como señala Mendes, la contingente simbiosis  entre estos judíos y los partidos de izquierda se presenta no del todo generalizada, al  mismo tiempo que con matices, avances y retrocesos durante el periodo que aquí  abarcamos.

Si bien es cierto que en los movimientos de izquierda de principios del siglo XX  se evidencia una sobrerrepresentación de judíos en comparación con su participación en  la población general, al interior del campo político judío estás opciones distarán de ser  mayoritarias. Una gran parte de los judíos de los sectores medios urbanos se siente  atraída por la posibilidad de replicar la experiencia occidental del liberalismo  asimilacionista. Por otro lado, la persistencia del judaísmo como religión, como  tradición y marco de referencia constituye también una realidad para una porción  importante de los judíos de la región.

Dentro de este complejo escenario, la vinculación de los judíos con los  movimientos de izquierda presenta algunos obstáculos adicionales. Mendes muestra  cómo hacia finales del siglo XIX, los partidos socialistas marxistas y no marxistas  tienden a reproducir los prejuicios antisemitas del ambiente, considerando a los judíos  como representantes de las clases dominantes. Desde la perspectiva de los partidos y  dirigentes socialistas de la región, los pogroms, las persecuciones y la discriminación  específica que sufren los judíos son interpretados generalmente como una disputa inter burguesa.  

Estas nociones, que permearán provisoriamente el campo político marxista, sin  embargo, serán dejadas de lado hacia inicios del siglo XX en paralelo a la  intensificación del proceso de proletarización de los judíos y su vinculación con los  partidos de izquierda. Con el cambio de siglo y la influencia del marxismo en los  partidos socialistas y socialdemócratas del Este, los movimientos de izquierda  comenzarán a reconocer las divisiones de clase al interior de la judeidad, y sumarán a su  lucha por la emancipación general, el reclamo por igualdad de derechos para los judíos  (Mendes, 2014: 48)

Sin embargo, este universalismo que permite la incorporación de los judíos y  postula la resolución de la cuestión judía en el marco de la disolución de la sociedad de  clases, presenta, al mismo tiempo, ciertas reservas respecto a cualquier particularismo  religioso, cultural o nacional. Este tipo de posiciones tienen para los judíos del Bund y  el Poalei Zion, primero, y los militantes de las secciones judías de los partidos  comunistas y socialdemócratas, después, una doble significación. Por un lado, como  señala Mendes, la perspectiva materialista con que los movimientos marxistas, y sobre  todo el partido bolchevique abordará la cuestión judía, llevará a los partidos de  izquierda a desconocer, minimizar y subestimar los factores políticos y culturales  anudados detrás del racismo y el antisemitismo. Un antisemitismo que, como se demostrará en la propia Unión Soviética, será fácilmente reactivado desde el discurso de  Estado, independientemente de cualquier modificación en la “estructura económica” de  la sociedad (2014: 64). Por otro lado, este tipo de nociones ejercerá una presión  considerable respecto a la judeidad yiddish de estos trabajadores y militantes, quienes se  posicionarán de diversas maneras con respecto a las formas en que hacer convivir una  identidad cultural mayormente valorada, con un ideal universal en el que fundirse.

Sin embargo, más allá de las tensiones, avances y reacciones, lo cierto es que  hacia principios de siglo XX, gran parte de la juventud trabajadora del yiddishland se  abocará activamente a participar en la elaboración de una cultura judía laica,  internacionalista, utópica y de izquierda que, aun con sus contradicciones a cuestas,  luchará por la igualdad y la emancipación de los judíos, pero también del género  humano en general. Con la revolución bolchevique y el ascenso de los partidos  socialistas, comunistas y socialdemócratas en la región, gran parte de los militantes del  Bund, y las secciones judías de los partidos de izquierda se plegarán a los movimientos  revolucionarios, en tanto judíos, pero en aras de un ideal universal.

Imbuidos de una formación marxista y una sensibilidad judía nacida en las luchas  contra los “pogromistas blancos”, estos judíos se guiarán por una ética que los llevará a  luchar en todas las batallas por la emancipación de los pueblos en Europa y a padecer en  carne propia la deriva reaccionaria de su época en Alemania, Polonia y también la  Unión Soviética. Para el caso del Bund, la revolución bolchevique y la emergencia de la  Unión Soviética en un inicio presentan un desafío que obliga al partido a replantear sus  posiciones, en alianza tensa y desconfianza mutua con el comunismo. En cambio, el  ascenso del fascismo, el antisemitismo creciente en Polonia, la proscripción del partido  en esos territorios, primero, y las purgas y ataques al particularismo judío encabezadas  por Stalin, hacia 1936, pondrán a estos militantes en el centro de la escena padeciendo  en carne propia la persecución, la proscripción y el aniquilamiento a partir del estallido  de la Segunda Guerra Mundial.  

Similares trayectorias pueden rastrearse para los militantes comunistas y del  Poalei Zion.[9] Para los primeros, la efervescencia, el desencanto y el terror estarán profundamente ligados a la propia trayectoria del partido que integraban, el cual pasará  de ser el lugar de la utopía y el instrumento para la construcción de un mundo  igualitario en que fundirse, a convertirse en un dispositivo de control del estalinismo.  Los militantes del Poalei Zion, en cambio, deberán su marginación política a las propias  derivas del movimiento sionista y a la subsunción de su utopía “socialista nacional”  dentro de un proyecto nacionalista y excluyente en Palestina. Originalmente nacido de  la mano de Borojov hacia fines de siglo XIX, este sionismo socialista presentará  contradicciones aún más fuertes que las del Bund y las demás opciones “territorialistas”.  En medio de la encrucijada entre socialismo y nacionalismo, estos militantes sionistas  deberán optar entre el proyecto de un Estado Judío en Palestina y la lucha por la  igualdad de los judíos en Europa y serán testigos y protagonistas principales no solo de  las revoluciones y batallas que darán en el viejo continente, sino también de la  disolución y marginación de sus concepciones políticas dentro del campo ideológico  sionista, incluida la posibilidad de construcción de una patria socialista para todos los  habitantes del territorio en disputa.  

Con la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, primero, la crisis del  liberalismo y la emergencia del fascismo, después, aquellas variaciones políticas que  según Traverso habrían propiciado la emergencia de dos judeidades modernas,  comienzan a diluirse y las opciones políticas de los judíos se van polarizando. Como  señala Arendt (2014), a partir de la segunda década del siglo XX se inaugura una nueva  etapa en cuanto a los derechos del hombre y los acuerdos internacionales. Las guerras,  revoluciones, alzamientos y disputas políticas cada vez más radicalizadas producen  masivos desplazamientos de poblaciones, tensionando el sistema de Estados nación y  los compromisos de protección jurídica bilaterales. Opositores políticos, poblaciones  indeseables o directamente “enemigas” son ahora víctimas de la “desnacionalización”,  recurso político por el cual aquellos expulsados de sus países, sin protección jurídica en  los países de acogida, tampoco pueden ser repatriados a sus lugares de origen, puesto  que ya no poseen la nacionalidad. La fragmentación de los estados multinacionales y la  constitución de estados étnico/nacionales construidos bajo la lógica de homogeneidad  tensionan aún más la situación. Desplazados por la guerra o expulsados por los  gobiernos, estos sujetos que quedan al margen de cualquier jurisdicción estatal  conformarán la figura cada vez más extendida y problemática de “refugiado” y serán los  sujetos de las primeras políticas concentracionarias en territorio europeo. Cuando hacia  el final de la guerra, las conferencias de paz y el tratado de Versalles reconozcan y  legislen sobre la autodeterminación de los pueblos y los derechos de las minorías, la situación política y social hará que el único efecto que estas medidas tengan sea la de  operar un “marcaje” hacia dichas poblaciones. Como señala Traverso, luego de  finalizada la Primera Guerra y el Tratado de Versalles “los judíos pasaron a ser una  minoría vulnerable que -fuera ya del espacio heterogéneo, multinacional y  pluriconfesional de los antiguos imperios- era percibida como un cuerpo extraño en el  seno de los nuevos estados” (2014: 23).  

Es en este escenario cuando la “cuestión judía” se convierte en un problema  político de gran envergadura: devenidos minorías nacionales, ubicados -correcta o  erróneamente- como elementos subversivos asociados con el internacionalismo y la  revolución, la mayoría de los judíos se ve en la disyuntiva de optar entre “normalizar”  su existencia en un Estado propio en territorio de ultramar o hacer saltar la semántica  moderna y construir un mundo nuevo a través de la revolución.  

Si es cierto que en las luchas, revoluciones y guerras que se suceden desde 1914  en Europa se juega el futuro del socialismo y la emancipación de los trabajadores,  igualmente es cierto que también aquí se decide la suerte de los judíos y de sus  modalidades de existencia. Es que la deriva reaccionaria del continente europeo  encontrará a los judíos “con los dedos en todas las puertas” (Bauman, 2011: 79). Tanto  para quienes apuestan por la revolución como para quienes se encolumnaron detrás de  proyectos de integración con mayor o menor énfasis en la reivindicación de una  identidad judía, las formas en que decantarán los acontecimientos de las décadas del ’30  y ’40 significarán una derrota histórica, cuando no el fin de sus propias vidas. La Guerra  Civil Española, la Segunda Guerra Mundial, las purgas, persecuciones estalinistas a las  organizaciones y dirigencias judías a partir de 1936, pueden ser leídos a nuestro juicio  como síntoma de una Europa que poco a poco va expulsando el internacionalismo como  aspiración y como horizonte de la praxis política.  

Es en este contexto, de emergencia y reconfiguración de los Estados europeos  según la lógica excluyente del nacionalismo étnico/tribal, que se produce el  encadenamiento de éxitos diplomáticos del sionismo iniciado con la Declaración  Balfour en 1917.[10] Desde nuestro punto de vista, en tanto proyecto de normalización y  desasimilación, de rechazo del proceso de integración de los judíos y de migración  masiva de los judíos fuera de Europa, el movimiento sionista puede ser pensado como  un agente de la deriva reaccionaria, antiliberal y anti socialista de Europa. La destrucción física de la mayoría de los judíos europeos en el contexto del  genocidio nazi y la derrota el internacionalismo al interior del campo comunista  vehiculizada por Stalin, tendrán como consecuencia el fin de la cultura y el mundo en  que los judíos desarrollaban modalidades de vida vanguardistas, cosmopolitas,  internacionalistas y profundamente europeas. El ascenso del sionismo, especialmente de  aquellas corrientes que hegemonizan dicho movimiento desde la década de 1920,  operará como correlato de estos procesos, cuyo corolario incluirá también la expulsión  del horizonte de cualquier posibilidad de reconocer e incluir a los palestinos en su  proyecto de construcción de un Estado para los judíos.

Consideraciones finales

En el presente trabajo hemos intentado analizar lo que a nuestro juicio es el  vínculo estrecho que el ascenso del sionismo, su victoria y la derrota de las otras  opciones políticas para los judíos han tenido con la época en que esos procesos se  producen.  

Retomando los aportes de Feierstein, para quien la eliminación física de los  individuos que encarnan ciertas prácticas autónomas o subversivas para el poder tiene  su correlato simbólico en la eliminación o borramiento de dichas prácticas en los  discursos sobre el periodo, creemos no equivocarnos al sostener que el sionismo -y el  Estado de Israel como su continuidad estatal- han operado como agente de esta  eliminación simbólica.  

Así lo muestra Zertal en su libro La nación y la muerte: la shoá en el discurso y la  política de Israel (2010). Allí la autora señala que, luego de concluida la Segunda  Guerra Mundial y constituido el Estado de Israel, pero sobre todo a partir de la década  del ’50, la dirigencia sionista se habría orientado a elaborar un conjunto de  interpretaciones sobre el genocidio en un ejercicio de memoria colectiva que, con  oscilaciones a lo largo de la historia según el momento histórico de su elaboración o  reactualización, se habría constituido en herramienta fundamental para la construcción  de una narración para la nación judeo-israelí y para los judíos de todo el mundo. Esta  narración incluyó “un proceso dialectico de apropiación y exclusión, de rememoración y  olvido” a través del cual “la sociedad israelí se define en todo momento con respecto a la Shoá, se considera heredera y procuradora de sus víctimas, en un doble movimiento  de expiación de sus pecados y redención de su muerte” (Zertal, 2010: 25). Estos ejercicios de rememoración y exclusión estarían anclados básicamente en la  contraposición entre, por un lado, la figura del Sabra, como nueva forma de ser judío en  Israel, en contraste con la figura del judío de la diáspora y su experiencia en Europa. Por  el otro, en la reivindicación de cierta estatura moral y política del sionismo frente a las  encrucijadas de la historia, en contraste con la decadencia moral y la ingenuidad política  de la dirigencia judía europea asimilacionista liberal o de izquierda. Así, Zertal muestra que haciendo una descripción por momentos caricaturesca de  los judíos europeos del siglo XIX y XX, el Estado de Israel presentaría un conjunto de  discursos tendientes a elaborar un juicio crítico acerca de las formas de vida y el  conjunto de prácticas de la vida cotidiana de los judíos europeos. La descripción de la  judeidad europea que Zertal rastrea en el discurso público israelí, en los estamentos  judiciales y en la palabra de la dirigencia del Estado de Israel, tiende a presentar a los  judíos del pasado como individuos denigrados, humillados, orientados únicamente por  el instinto de conservación. A esta figura del judío de la diáspora, el Estado de Israel  contrapone al Sabra, judío nacido en su “ambiente natural”, una vez concluida la  existencia angustiosa de 2 mil años en territorio extraño y hostil.  

El judío israelí, de figura atlética, personalidad segura y decidida, sería la  encarnación y la prueba fehaciente de los efectos que una vida estatal normal en “la  tierra histórica” podría propiciar. En efecto, la contraposición de una figura y otra tiene  como objetivo enjuiciar negativamente la experiencia judía del pasado, las opciones de  vida tomadas por los judíos europeos o incluso su traducción política en organizaciones  políticas asimilacionistas liberales o de izquierda. Sirve también como discurso en favor  no solo del Estado sino también de la concepción de los judíos como nación con un  origen en “Eretz Israel”, cuyo desarrollo físico, productivo y psicológico habría estado  obturado por una existencia desdichada fuera de su territorio natural.

Este conjunto de nociones en torno a la figura del Sabra tiene relación directa con  el segundo eje en que se anclan los discursos y elaboraciones narrativas sobre el pasado  desde el Estado de Israel. Nos referimos a aquellos discursos destinados a presentar al  movimiento sionista como el único proyecto político que, frente a las encrucijadas de la  historia contemporánea, habría presentado respuestas políticamente realistas y  moralmente irreprochables. Como lo entiende Zertal, a partir de la década del ’50, el  Estado de Israel habría elaborado un conjunto de discursos tendientes a “sionizar” todo acto de heroísmo o resistencia llevado a cabo por los judíos europeos bajo el nazismo.  La resignificación del levantamiento del gueto de Varsovia como una lucha “inspirada  en la gesta del sionismo palestino” (Zertal, 2010: 38) y los juicios a Eichmann y a  determinadas figuras judías acusadas de colaboración con los nazis tienden a presentar  al sionismo como la única alternativa existente frente a la impotencia de una dirigencia  judía europea ingenua, timorata y vergonzante.

De esta forma se habría instaurado una norma según la cual “[l]a muerte de la  inmensa mayoría de los judíos perseguidos que, desde el punto de vista sionista, se  encaminaba al matadero en un estado de sumisión pasiva era una muerte ‘abyecta’ (…)  En cambio la muerte de los rebeldes que resistían en los muros de los guetos era una  muerte bella” (2010: 59).

Este tipo de reelaboración a posteriori, pretendidamente realista, tiende a idealizar  el quehacer del sionismo durante el periodo en cuestión, proyectando en el  asimilacionismo liberal y de izquierda algunos cuestionamientos que también podrían  corresponderle a sí mismo.[11] Del mismo modo, la reivindicación del sionismo como  único movimiento político capaz de reaccionar frente a la agresión antisemita y ofrecer  respuestas realistas, tiende a sumir a la experiencia judeoalemana en la vergüenza y a  negar la existencia y el rol fundamental de las organizaciones políticas de izquierda al  este del Rhin, cuyo quehacer político cultural constituyó la experiencia de organización  judía de mayor masividad y resistencia del periodo en cuestión (Brossat y Klingberg,  2016).

Las narrativas emanadas desde el Estado de Israel, representan a nuestro juicio  una línea de continuidad respecto a la impronta anti-asimilacionista del sionismo desde  sus inicios. En este sentido, la reivindicación de su proyecto de normalización como la  única opción política realista y a la nacionalización de los judíos como el principal  aprendizaje a extraer del genocidio nazi, constituye para nosotros un ejercicio que sólo  es posible a partir de la invisibilización de una parte sustancial de la historia, no solo de  los palestinos que vivían allí donde la “normalización” se hizo carne, sino también la de  los judíos europeos, sus trayectorias y proyectos. Así, frente a aquellos discursos que  postulan al sionismo como el producto de la necesidad histórica y de una voluntad de  poder que es la contracara de la impotencia asimilacionista, desde nuestro punto de  vista, la destrucción de la judeidad europea, su negación posterior, así como la  emergencia y éxito del sionismo deben y pueden ser explicados en dialogo con la época  que las produjo. En este sentido, la deriva reaccionaria, el auge de los nacionalismos  tribales y la eclosión del mundo plural, multilingüe y humanista que los judíos supieron  vivenciar, sin dudas son factores a tener en cuenta al momento de pensar la emergencia  del sionismo como opción política atractiva a los ojos de las potencias europeas. Como  señalan Brossat y Klingberg: “The triumph of Zionism did not flow from the implacable  ‘logic’ of history, some kind of ontological necessity, but was rather the product and  avatar of the most irrational phase of our days” (2016: Posición 474-475).[12]

Desde este punto de vista, la “normalización” de los judíos que el Estado de Israel  encarna, debe ser analizada en relación a aquellas judeidades que hoy niega y sobre las  que emerge victorioso, pero también en su vínculo con la tradición cultural y política  transgresora que aquellos judíos elaboraron en sus días. Es que, a nuestro juicio, la  destrucción de los judíos del yiddishland y mittleuropeos, ya sean considerados como  grupos específicos o parte sustancial de una entidad colectiva mayor, sin dudas  constituye una amputación material y simbólica de una praxis judía que hoy en día  constituye un contrapunto respecto a los modos en que se ha configurado la judeidad a  partir de 1948. El ocaso de estas corrientes, la creciente identificación de los judíos con  el sionismo y el Estado de Israel y la negación de la judeidad europea se han convertido,  consciente o inconscientemente, en el correlato simbólico de la praxis genocida y de la  eliminación de una judeidad humanista, cosmopolita y a contrapelo del poder.

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Lautaro Masri es profesor en Ciencias Antropológicas, FFyL, UBA. Es investigador y  docente en la Cátedra Libre Edward W. Said, FFyL, UBA desde el año 2012. Su  investigación hace foco en la historia contemporánea de los judíos europeos y del  movimiento sionista desde una perspectiva antropológica en cuanto a la relación entre  identidades sociales y procesos socioculturales.

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Pasado Abierto. Nº 8. Julio-Diciembre de 2018 Página 259  


[1] Véase a este respecto el precursor ensayo “Sobre el imperialismo” en Arendt (2005). Adicionalmente,  una profundización en la historia del racismo y su relación con el imperialismo puede encontrarse en las  elaboraciones posteriores de Lander (2000).

[2] Son muchas y divergentes las definiciones acerca del concepto de asimilación al momento de pensar la  situación de los judíos en Europa. Para Karady, autor que tomamos como referencia para pensar el  periodo, la asimilación se trata de la “apropiación forzosa o voluntaria de la cultura en sentido  antropológico, del modo de vida, de los valores y de los proyectos sociales de la sociedad de acogida”  (Karady, 2000: 145). Es decir que tiene tintes similares al concepto (perimido y problemático) de “aculturación”. Esta concepción de la cultura y de la identidad colectiva, típicamente colonial/moderna,  es la misma que atraviesa el pensamiento de todos aquellos que intentaron responder al interrogante  planteado por “la cuestión judía” durante el siglo XIX y gran parte del siglo XX. Por ende, no es extraño  que muchas de las respuestas y propuestas al respecto estarán ancladas en la misma matriz conceptual.  Para Traverso (2014: 45), ubicado en el seno de la posmodernidad, la asimilación judía debe ser  entendida como un proceso de imbricación cultural, hibridez y traducción recíproca entre los aspectos de  la cultura judía y los de las demás poblaciones con quienes conviven.

[3] Un análisis de la situación de los judíos luego de la Segunda Guerra Mundial en cada uno de sus países  de residencia fuera del Estado de Israel puede encontrarse detalladamente en Philip Mendes (2014).

[4] Respecto a esta reconfiguración identitaria, sobre la que volveremos luego, es por demás interesante el  trabajo de Schlomo Sand (2011) en donde el historiador israelí rastrea la genealógica del nacionalismo  judío y el proceso de transformación del concepto religioso de “pueblo judío” en el concepto político de  “nación judía”.

[5]  Para un panorama de los avances y retrocesos de cada una de las posiciones en la Mitteleuropa durante  el siglo XIX, véase Langewiesche (2000: 169).

[6] Herzl, Theodore (1968 [1896]). El estado judío. En El sionismo: crítica y defensa. Buenos Aires: Centro  Editor de América Latina, pp. 5-25.

[7] Herzl, Theodore (1968 [1896]). El estado judío. En El sionismo: crítica y defensa. Buenos Aires: Centro  Editor de América Latina, p. 10.

[8] Nordau, Max (1968[1897]). El fracaso de la emancipación, en la antología El sionismo: crítica y  defensa. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, pp. 27-37.

[9] Una indagación en profundidad acerca de las particularidades de vida y el rol de los militantes políticos  comunistas, bundistas y sionistas de izquierda del yiddishland puede ser encontrada en el ya citado libro  de Brossat y Klingberg (2016). Así mismo, el libro de Zeev Sternhell (1996) constituye a nuestro juicio  una fuente de consulta fundamental para comprender la progresiva exclusión del Poalei Zion del campo  político sionista.

[10]  Para un análisis de las negociaciones previas, las posiciones en disputa y la discusión semántica en  torno al contenido y significado de la Declaración Balfour, véase Mallison (1973).

[11] Si bien no es objeto de este estudio y no nos consideramos con derecho a juzgar las decisiones tomadas  por la dirigencia judía en el contexto de la opresión nazi, creemos necesario señalar la heterogeneidad en  cuanto a posiciones políticas por parte de la dirigencia que formó parte de los judenrat. Así mismo, como  lo muestran numerosos estudios sobre el tema en cuestión, también la dirigencia sionista tomó parte en  negociaciones con el régimen nazi y tuvo conductas que podrían encuadrarse en aquello que Arendt  categorizó como “decadencia moral” de la dirigencia judía. Los acuerdos Haavara, por caso, tendientes a  organizar la migración de los judíos jóvenes a Palestina a cambio de deponer la iniciativa de boicot  propuesta por la dirigencia judía estadounidense, es un ejemplo de cómo aquella distinción entre  “notables” y “comunes” al interior de la comunidad judía que Arendt encuentra jugando un papel crucial  en la decadencia moral de los judíos, no solo se ancla en la diferencia de clase aceptada por la burguesía  liberal judía, sino también en la diferencia racial (judíos occidentales vs ostjuden) y en el clivaje político  (sionistas vs asimilacionistas liberales o de izquierda). Así mismo, tanto por su realismo político extremo  como por su anti bolchevismo, la dirigencia sionista en Europa y en Palestina sin dudas habría, también  ella, subestimado el peligro que el régimen nazi significaba para los judíos. Así lo sostenía Arendt: “Estos  sionistas concluyen que sin antisemitismo el pueblo judío no podría haber sobrevivido en los países de la  diáspora; y por eso ellos se oponen a cualquier intento en gran escala para liquidar el antisemitismo. Por  el contrario, ellos declaran que nuestros enemigos los antisemitas ‘serán nuestros más confiables amigos y  los países antisemitas nuestros aliados’ (Herzl). El resultado solo puede llevar, verdaderamente, a una  total confusión en la que nadie podrá distinguir entre el amigo y el enemigo, en la que el enemigo se  convierte en el amigo y el amigo en el enemigo escondido y, por lo tanto, en el más peligroso” (Arendt  2005: 150). Respecto a los juicios y reflexiones sobre el quehacer de la dirigencia judía bajo el régimen  nazi, véase Arendt (1999). Sobre el papel del sionismo y los acuerdos Haavara, véase Brenner (2011).  Acerca del rol que comunistas, bundistas y Poalei sionistas jugaron en el periodo, véase Brossat y  Klingberg (2016).

[12] “El triunfo del sionismo no fluyó de la "lógica" implacable de la historia, una especie de necesidad  ontológica, sino más bien fue el producto y el avatar de la fase más irracional de nuestros días" (Brossat y  Klingberg, 2016: Posición 474-475).

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