Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº7 Mar del Plata. Enero-Junio 2018.
ISSN Nº. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto
Orden y violencia política. Argentina, 1870-1880
Flavia Macías
Universidad de Buenos Aires, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Argentina
flamac00@gmail.com
Recibido: 11/04/2018
Aceptado: 29/05/2018
Resumen
Este ensayo discute el lugar de la violencia política en el orden abierto en 1880 mediante una reflexión que contempla la configuración del sistema defensivo nacional inaugurado en 1853 y, en particular, la década de debates y confrontaciones que en torno al uso y control de la fuerza se abrió luego de la Guerra de la Triple Alianza. El objetivo es demostrar, por una parte, que tales disputas definieron una década experimental, la de 1870, cuyas controversias remitieron a conflictos más amplios que referían a cómo se entendía y se pretendía imponer un orden, en el marco del naciente proyecto estatal. Por la otra, que el acuerdo plasmado en 1880 en torno de un tipo de centralización sustentada en la reformulación de la relación provincia-nación, en nuevas formas de disputar el poder político y en el monopolio de la violencia por parte del poder central no logró clausurar aquellas disputas que muy pronto desafiaron al nuevo orden político.
Palabras clave: orden, violencia política, Guardia Nacional, Milicia, Ejército
On political order and violence. Argentina, 1870-1880
Abstract
This essay discusses political violence in the framework of the political order that began in 1880. To this end, the reflection regards the process of configuration of the national defense system –from 1853- and, particularly, focuses on the disputes about the subject of use and control of violence that began in 1870 -after the “Guerra de la Triple Alianza”. The aim is to demonstrate, on the one hand, that such disputes defined an experimental decade -1870 to 1880- whose conflicts responded to broader confrontations on different conceptions of political order and its manners of implementation. On the other hand, the political agreement of 1880 –which established a central political system based on the principle of monopolization of violence, new provinces-nation relationships and particular manners of disputing political power- failed to close those former disputes that very soon challenged political order.
Keywords: political order, political violence, National Guard, Militia, Army
Orden y violencia política. Argentina, 1870-1880[1]
Introducción
Las interpretaciones de Natalio Botana sobre los procesos de construcción del poder y las prácticas políticas durante la configuración del Estado argentino han impactado de manera crucial en el desarrollo y la renovación de la historiografía política reciente. Uno de los trabajos más influyentes es El Orden Conservador. La política Argentina entre 1880 y 1916 que constituye un ensayo de comprensión sobre la manera en que los actores “implantaron un principio de legitimidad, pusieron en marcha un sistema de dominación, lo conservaron, lo defendieron y hasta lo reformaron” (1994: 13). En el Estudio Preliminar a la edición de 1994, Botana define la fórmula orden conservador subrayando que “la palabra orden, en su sentido más fuerte, evoca el monopolio de la violencia legítima dentro de los límites impuestos por una constitución escrita” (1994: II). El adjetivo conservador, por su parte, “califica la configuración concreta de un régimen de hegemonía gubernamental en el que la intención de los actores para controlar la sucesión choca con oposiciones, conflictos y efectos inesperados” (1994: II).[2]A partir de estas definiciones, surgen algunos interrogantes: ¿por qué las provincias suscribieron a un tipo de orden que, al parecer, las despojaba de una potestad tenazmente defendida por décadas?[3] ¿Qué impacto tuvo su imposición en el sistema defensivo nacional, edificado sobre la base de la convivencia en tensión de formas alternativas de concebir la defensa?[4] ¿De qué manera se materializó aquella noción de orden en la actividad política, especialmente dinamizada por el ejercicio de derechos amparados en el principio de la ciudadanía en armas?.[5] Estos interrogantes -y muchos otros- parten de la provocación que el propio Botana plantea al lector en el mencionado Estudio Preliminar. Allí, además de evaluar posibles articulaciones con nuevos abordajes sobre el período, se pregunta si la delimitación temporal de su objeto de investigación – la tipificación de los rasgos básicos de un orden político y su principio de legitimidad entre 1880 y 1916- no soslaya un conjunto de antecedentes a los cuales no se les prestó debida atención y que podrían introducir en el análisis otras dimensiones no menos significativas (1994: II).
Sobre la base de estas inquietudes, me propongo discutir el lugar de la violencia política en el orden abierto en 1880 mediante una reflexión que contemple la dilemática experiencia de construcción del sistema defensivo nacional -inaugurado con la firma del pacto constitutivo- y, en particular, la década de debates y confrontaciones que en torno a las armas y su control se abrió en 1870, como consecuencia de los resultados y efectos políticos de la Guerra de la Triple Alianza. El objetivo es demostrar que estas disputas respondieron a conflictos más amplios que referían a cómo se entendía y se pretendía imponer un orden, en el marco del naciente proyecto estatal.[6] Nociones que apuntaban al disciplinamiento de la vida pública, la redefinición de la ciudadanía y la centralización de la autoridad política –que incluía el monopolio de la fuerza- colisionaron con dinámicas inherentes al funcionamiento republicano de las décadas post-Caseros que comprendían la agitación, la inestabilidad y dosis variables de violencia política. El año 1880 y el interregno circunscripto a la administración de Julio Argentino Roca (1880-1886) plasmaron el acuerdo en torno de un tipo de centralización sustentada en la reformulación de la relación provincia-nación, en nuevas formas de disputar el poder político y en el monopolio de la violencia por parte del poder central. Sin embargo, este acuerdo no logró clausurar aquellas disputas por el uso y control de la fuerza que muy pronto desafiaron al nuevo orden político.[7]
1853: el dilema de la defensa
La conformación de un Estado republicano y federal sobre la base de los preceptos señalados por la Constitución de 1853 enfrentó importantes desafíos, y uno de ellos fue la configuración de un sistema defensivo nacional.[8] La Carta Magna sancionó, por una parte, la subordinación de las fuerzas armadas provinciales al Poder Ejecutivo Nacional. Dado que la existencia y perdurabilidad de la soberanía estatal debían garantizarse ante cualquier tipo de amenaza, la Constitución contempló, por otra, que en caso de peligro que no admitiera dilación, los gobiernos provinciales pudieran movilizar fuerzas, dando luego explicaciones al poder central (artículos 105 y 106). Por último, instituyó, mediante su artículo 21, la responsabilidad ciudadana de armarse en defensa de la república y sus instituciones, cuando la coyuntura así lo requiriera. Establecido este marco jurídico se apostó, al igual que en el resto de Hispanoamérica, por una fuerza mixta que articuló el sistema miliciano (materializado, en este caso, en la existencia combinada de milicias residuales provinciales y su nueva versión, la Guardia Nacional) con una fuerza regular-profesional: el Ejército de Línea.
La Guardia Nacional plasmó una noción descentralizada del poder militar y constituyó un agente casi natural de la defensa y seguridad provincial.[9] La misma institucionalizó el principio de ciudadanía en armas, absorbió la tradición miliciana local y la reformuló en clave nacional. Si bien su movilización era atribución del poder central y su organización de los poderes provinciales, las urgencias hicieron de su alistamiento una práctica instrumentada con asiduidad por los gobernadores, instaurándose como brazo armado de los primeros mandatarios. Su principio fundacional -el del ciudadano patriota virtuoso siempre listo para defender la “seguridad y felicidad” de su patria (la república)- y su composición -ciudadanos electores- le otorgaron un rol decisivo en la vida política provincial, en particular, en dos instancias clave del ejercicio de la soberanía popular: las elecciones y la ciudadanía armada. En la práctica estas funciones se visibilizaron en su participación en conflictos electorales y levantamientos militares. En consecuencia, la Guardia constituyó un actor central entre aquellas instituciones y prácticas que alimentaron la agitación política y la inestabilidad inherentes al funcionamiento republicano post-Caseros (Macías y Sabato 2013).
El Ejército de Línea fue, por su parte, la fuerza que debió garantizar un servicio eficaz y permanente frente a los requerimientos de la guerra. Asimismo, constituyó una institución crucial en la definición de las potestades militares del poder central. Para responder a estos desafíos su organización se descentralizó, pero en este caso sobre la base de la división del territorio nacional en circunscripciones regionales diseñadas desde el poder central. Coroneles elegidos por el presidente estuvieron a cargo de cada una de ellas y sus funciones fueron amplificar los alcances de la autoridad estatal en clave militar y garantizar el rápido alistamiento del Ejército de Línea. En la práctica, estos jefes actuaron con bastante autonomía del poder central. En algunos casos se involucraron en la política local y en otros ocuparon la primera magistratura provincial. Tales prácticas dificultaron el control de la fuerza por parte del poder central y, al mismo tiempo, proyectaron al proceso de construcción estatal aspectos característicos de la etapa confederacional rosista: gobernadores con amplias facultades militares, la guerra como instrumento de tramitación de los conflictos interprovinciales, la dinámica regional de la política provincial.[10] Sin embargo, fueron toleradas por los mandatarios nacionales en tanto estuvieran aseguradas la soberanía estatal y la adhesión al gobierno nacional.[11]
1870: un punto de inflexión
La Guerra de la Triple Alianza, iniciada durante la presidencia de Bartolomé Mitre y culminada durante la administración de Domingo Faustino Sarmiento fue un acontecimiento que, si bien redefinió la autoridad militar del poder central sobre las fuerzas armadas, exhibió su limitada capacidad para hacer efectivo su arreglo sin auxilio de las provincias. Los costos humanos y económicos de aquella empresa, el estado del Ejército a su regreso y el impacto de sus resultados en el escenario político nacional ubicaron a la cuestión de la defensa y de la organización de las fuerzas armadas en el centro de las polémicas parlamentarias y de la opinión pública.
El Ejército de Línea, desarticulado luego de la guerra internacional y deudor de un alto número de soldados que ahora debían reincorporarse a su vida cotidiana, protagonizó intensos debates. Periódicos locales y nacionales fueron escenario de críticas y discrepancias respecto del sistema de reclutamiento, de la disparidad en las colaboraciones humanas y económicas provinciales y de la “retrógrada” legislación militar. En un contexto de profundo cuestionamiento hacia una institución catalogada como “decadente”, Sarmiento se propuso recomponerla sobre la base de tres pautas: concentración de la violencia en manos del Poder Ejecutivo Nacional, profesionalización y despolitización de las fuerzas armadas. Estos criterios respondían a una noción de orden que se sustentaba en la centralización de la autoridad estatal, el disciplinamiento de la actividad política y la reformulación del concepto de ciudadanía.
En primer lugar, Sarmiento encabezó el proceso de desintegración del régimen de circunscripciones militares y en paralelo, de todo actor o práctica que, amparado o no en este sistema, constituyera un potencial desafío al poder central: los gobernadores que accionaban como jefes militares, la dinámica regional de la política provincial, los coroneles con aspiraciones políticas, los resabios del partido federal, las montoneras.[12] Algunas dirigencias locales respaldaron estas operaciones ya que visualizaron en las mismas una vía de resolución de sus conflictos regionales, más allá de la definitiva pérdida de sus influencias sobre las fuerzas de línea asentadas en sus fronteras.[13] En otros casos, el gobierno nacional se topó con una férrea resistencia. Frente a ese tipo de oposiciones, se activaron dos instrumentos: la intervención federal y la militar. Mediante una operatoria que se proyectó por casi toda la década –y que superó la administración de Sarmiento- el poder central colocó en el Ejército a coroneles adeptos, desactivó a los actores considerados “peligrosos” y recompuso la conformación de varios de los elencos provinciales.[14]
La profesionalización acompañó el proceso de centralización. Este objetivo incluía la formación académica del Ejército de Línea y un proyecto de reubicación de esta fuerza en la ciudad capital. Si bien las divergencias dentro de las fuerzas armadas y en el marco de la opinión pública no tardaron en aparecer, las nuevas instituciones de educación militar se instalaron con bastante éxito y proyectaron la imagen de un Ejército entrenado y, asimismo, disociado de la actividad política. Esto último abrió un intenso y prolongado debate sobre la politización del Ejército de Línea y el requisito de estar enrolado en la Guardia Nacional para poder votar. Durante su presidencia, Sarmiento propuso al Congreso profundizar los castigos para aquellos jefes que hicieran uso de rango militar con fines políticos, y catalogar a estos comportamientos como delitos civiles. Sus planteamientos influenciaron las discusiones previas a una de las reformas electorales nacionales ocurrida en 1877, en las cuales algunos legisladores expusieron al uso político del rango militar como una doble falta: por un lado, “se violaban los deberes del jefe militar como tal”, por otro, “se atentaba contra las ibertades públicas”.[15]
El debate público se nutrió, asimismo, de una profunda discusión sobre la relación Guardia Nacional-elecciones. Posiciones opuestas colisionaron en las reuniones previas a la reforma electoral nacional ocurrida en 1873, donde los argumentos manifestaron una evidente tensión entre distintas maneras de comprender la ciudadanía. Por una parte, estaban quienes reconocían al enrolamiento en la Guardia Nacional como un compromiso casi natural y primigenio de todo ciudadano con su patria. Su incumplimiento se asociaba con la carencia de virtudes cívicas, situación que ponía en duda su capacidad de ejercer el derecho a voto. Por otra, estaban quienes concebían al ciudadano como el votante cuyo deber patriótico, el de enrolarse en la Guardia, constituía una carga inherente a la esfera militar que nada tenía que ver con el ejercicio del derecho a voto. Éstos últimos coincidían, además, en que la directa relación entre el deber de enrolarse y el derecho electoral había funcionado como un mecanismo de manipulación política y corrupción electoral.
Las disidencias encontraron una primera resolución en 1877, con la sanción de la referida reforma electoral de ese año y la anulación del polémico requisito. Se sumó la explícita prohibición de votar a guardias nacionales en servicio, decisión que equiparó su situación con la de los miembros de tropa del Ejército de Línea en períodos electorales.[16] Tales decisiones impactaron en el concepto de ciudadanía y asimismo se vincularon con el objetivo de disciplinar la actividad política, en especial, las elecciones y los posibles alzamientos armados. Algunos gobiernos provinciales acordaron con estos criterios y, para ejercer un efectivo control sobre la participación política de la Guardia Nacional y de las fuerzas de línea, sumaron en sus reglamentos artículos específicos que limitaron aún más su radio de acción durante los comicios. Asimismo, se asignó a autoridades civiles y a los Departamentos de Policía (en proceso de crecimiento y burocratización) las tareas de enrolamiento y seguridad en períodos electorales (Cucchi, 2015; Macías, 2014).
Para Sarmiento, ninguno de estos debates y resoluciones ponía en cuestión a la Guardia Nacional como institución cívico militar integrante del Ejército Nacional. Según el mandatario, la Guardia constituía la versión “moderna y civilizada” de las antiguas milicias provinciales y la institución mediante la cual los individuos cumplían con un “sagrado deber cívico”: el enrolamiento. Bajo estas pautas, la pertenencia a esta institución, más que asociarse con “…el derecho a peticionar y a hacer revoluciones que interrumpen y destruyen las autoridades ya constituidas…”, remitía al cumplimiento de las obligaciones ciudadanas.[17]
Más allá de las reformas y discursos, la práctica revolucionaria no dejó de desafiar a la versión del orden que Sarmiento había intentado instalar y Nicolás Avellaneda afianzar y proyectar. El alzamiento mitrista de 1874, enmarcado en el conflicto por la sucesión presidencial reabrió el debate sobre cuestiones clave del funcionamiento republicano: la revolución como mecanismo de acción política, la relación violencia-elecciones, el principio de ciudadanía en armas, las incumbencias militares.[18] Por otro lado, el procesamiento, castigo e indulto a militares del Ejército de Línea comprometidos con el alzamiento profundizó la discusión pública en torno al papel electoral y político de los jefes militares. Asimismo, el levantamiento demostró que, más allá de su sofocación, la subordinación de las fuerzas armadas no estaba asegurada. La década de debates y confrontaciones se cerró con un nuevo desafío: la revolución de 1880. El enfrentamiento entre Buenos Aires y el poder central revitalizó los argumentos que habían sustentado por muchos años el funcionamiento de la Guardia Nacional y su principio fundante, el de la ciudadanía en armas, asociado a reivindicaciones autonómicas de las provincias en clave militar. En ese sentido, el suceso visibilizó con especial elocuencia la colisión de dos concepciones muy diferentes de Estado, ciudadanía y uso de la fuerza (Sabato, 2008).
1880: ¿se clausura el debate?
La imposición del poder central sobre Buenos Aires luego del levantamiento de 1880 marcó un límite definitivo a todo intento de desafío a la nación por parte de cualquier provincia y dio lugar a la centralización estatal. ¿Cuáles fueron las implicancias de esta centralización en clave militar? La consagración de la potestad del Estado Nacional sobre el Ejército de Línea pareció cuajar en un escenario que combinó la desmovilización de la Guardia Nacional porteña, su pase a jurisdicción nacional con la declaración de la Capital Federal y acuerdos previos de las sucesivas dirigencias nacionales con las autoridades provinciales respecto del disciplinamiento electoral. La presidencia de Roca y el triunfo del PAN reformularon el vínculo provincia-nación e incorporaron nuevas formas de disputar y de acceder al poder político que pusieron límites concretos a la revolución, el principio de ciudadanía en armas y la Guardia Nacional.
En ese contexto, la defensa de la soberanía estatal y del orden interno quedó en manos del Ejército de Línea (operado desde el poder central) y las funciones de seguridad en los departamentos de policía provinciales. ¿Qué tarea le cupo en este esquema a la Guardia Nacional? Los debates en torno a la ley sancionada el 20 de octubre de 1880 (cuya letra no hace justicia de la riqueza de los argumentos y polémicas que la antecedieron) demuestran que una norma diseñada para coronar el monopolio de la violencia por parte del poder central terminó por exaltar posiciones divergentes sobre los alcances de la centralización militar. El proyecto de ley originado en el Poder Ejecutivo Nacional -que sin especificación alguna prohibía a las autoridades provinciales la formación de cuerpos militares “bajo cualquier denominación que sea”- fue rápidamente cuestionado por legisladores de ambas cámaras del Congreso de la Nación. Según sus argumentos, dicho proyecto contrariaba, por una parte, los artículos 105 y 106 de la Constitución Nacional. Por otro, desconocía la naturaleza del sistema defensivo nacional constituido e institucionalizado sobre la base de una potestad compartida entre nación y provincias, materializado en la coexistencia del Ejército de Línea y la Guardia Nacional. Los representantes reivindicaron a la Guardia como brazo armado de las autoridades provinciales y aseguraron que su disciplinamiento y alejamiento del acto electoral, así como su desvinculación de las posiciones autonomistas más extremas, no implicaba su desnaturalización como fuerza defensiva provincial, responsable de proteger los límites territoriales locales y de sofocar cualquier revolución -mucho más con la progresiva reubicación de las fuerzas de línea en la Capital Federal. La aceptación por parte del poder central de estos términos, expresando que la polémica normativa no alcanzaría a estas fuerzas, permitió negociar su aprobación -más allá de que el acuerdo nunca figuró en la letra de la ley.
La conservación de este equilibrio involucró permanentes transacciones entre Roca y los gobernadores provinciales y no logró proyectarse más allá de su administración. El relevante protagonismo de los partidos, la faccionalización del Ejército de Línea y el regreso de la práctica revolucionaria abrieron nuevos desafíos y conflictos en el marco de los que provincia y nación disputaron su jurisdicción para accionar con sus fuerzas y reinstalar el orden. Las discrepancias promovieron rivalidades que se materializaron en la toma de decisiones superpuestas frente a coyunturas concretas -como las revoluciones de 1893, por ejemplo-[19] o bien en debates que trascendieron el fin de siglo y que reabrieron fuertes discusiones en torno la tradición defensiva republicana.
Epílogo
Los interrogantes planteados por Natalio Botana respecto de la demarcación temporal de su objeto de investigación y sus efectos en el establecimiento y elección de dimensiones analíticas significativas estimularon el presente ensayo, su delimitación temporal y problemática. El objetivo fue activar una discusión que inserte los acontecimientos de 1880, en particular, los dilemas en torno del uso y control de la violencia, en una reflexión de más largo plazo que contemple cuestiones más amplias e inherentes al problema de la construcción del Estado y la configuración de un orden político republicano. Desde esta óptica, el análisis de una década experimental, la de 1870, enmarcada en un proceso mayor, la configuración de un sistema defensivo republicano y nacional, hizo posible interrogar la noción de orden planteada por Botana y su directa asociación, en 1880, con el monopolio estatal de la fuerza.
El referido sistema defensivo se constituyó sobre la base de un régimen potestades compartidas en permanente tensión y negociación. Si bien este esquema no eludió controversias, dio lugar a la existencia y proyección de la naciente soberanía estatal. La Guerra de la Triple Alianza y sus resultados marcaron un punto de inflexión y abrieron una etapa en la que diferentes nociones de orden se definieron con claridad y, a su vez, disputaron la reformulación de ciertas pautas del funcionamiento republicano, entre ellas el uso y control de la fuerza. Versiones centralistas sustentadas en la monopolización de la violencia, el disciplinamiento de las prácticas políticas y ciertos reajustes en el concepto de ciudadanía colisionaron con nociones que reivindicaban la autonomía provincial en lo relativo a la organización y movilización de fuerzas, así como el principio de ciudadanía en armas. Por una parte, estas tensiones promovieron prolongados debates en torno a la relación fuerzas armadas-elecciones, las incumbencias militares y la conscripción ciudadana. Por la otra, dieron lugar a alzamientos partidarios y provinciales que desafiaron al poder central y su versión del orden.
El año 1880 y la administración roquista materializaron el triunfo de una noción centralista del ordenamiento republicano que selló varios acuerdos, entre ellos, la imposición del poder central frente a las provincias. La aceptación de este principio no eludió la reivindicación provincial de sus potestades militares, a las que asociaban con su naturaleza y definición en cuanto tales. La Guardia Nacional fue la institución que canalizó este reclamo, cuya aceptación y resolución implícita terminó por aplazar una discusión que debía definir en clave institucional y reglamentaria las jurisdicciones provincia-nación respecto de la organización y movilización de fuerzas en el marco del nuevo orden. El conflicto estalló una vez que Roca finalizó su administración, junto a la reemergencia de la vía armada como mecanismo de tramitación de los conflictos políticos. Por una parte, la violencia política asociada con la actividad partidaria y la faccionalización del Ejército de Línea reavivó los debates y confrontaciones en torno al uso y control de la fuerza así como respecto del sistema defensivo republicano. Por la otra, abrió un crudo enfrentamiento provincia-nación en el que ambos centros de poder disputaron sus jurisdicciones en clave militar así como su legítima capacidad para accionar con sus fuerzas frente a determinados conflictos y reestablecer el orden.
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Flavia Macías es Licenciada en Historia por la Universidad Nacional de Tucumán, Doctora en Historia por la Universidad Nacional de La Plata y Magister en Historia Iberoamericana por la Universidad Complutense de Madrid y el CSIC – Madrid. Investigadora Adjunta del CONICET en el Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani (UBA-CONICET). Especialista en Historia Política Argentina del siglo XIX con especial referencia al papel de las milicias y la violencia en la construcción republicana decimonónica. Miembro del Consejo Directivo del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, del Comité Editorial de Población & Sociedad, y Directora de Foros de Historia Política (Programa Interuniversitario de Historia Política www.historiapolitica.com).
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[1]Agradezco las lecturas y observaciones de Hilda Sabato (Instituto Ravignani /UBA-CONICET), Noemí Goldman (Instituto Ravignani /UBA-CONICET) y Eduardo Zimmermann (UdeSa) así como las valiosas sugerencias de las editoras de la presente Sección. Una primera versión de este ensayo fue presentada en XIII Congreso Nacional de Ciencia Política (SAAP), Universidad Torcuato Di Tella, agosto de 2017.
[2] Para una discusión sobre la noción de régimen (Alonso, 2010).
[3] Desde la sanción de la Constitución Nacional, el vínculo provincia-nación puso en juego el manejo de un instrumento que había sido fundamental en la definición de los Estados provinciales y ahora también lo era en la del poder central: la violencia, es decir la fuerza y su legítima utilización para accionar ante contingencias internas o externas que pusieran en peligro la soberanía estatal, la república y sus instituciones (Macías, 2014).
[4] En el marco de la tradición republicana hispanoamericana, la cuestión de la defensa manifestó la coexistencia de diferentes visiones en tensión: aquellas asociadas al principio de la ciudadanía en armas y materializadas en el sistema miliciano y otras vinculadas con una concepción eficaz, profesional y regular del servicio de armas plasmadas en el Ejército de Línea. Los ejércitos de las repúblicas hispanoamericanas combinaron ambas fuerzas y sus principios (Macías y Sabato 2013: 72).
[5] El principio de ciudadanía en armas se asociaba al ejercicio del deber-derecho de empuñar las armas para resistir cualquier despotismo que pusiese en peligro a la república y sus instituciones (Sabato, 2008).
[6] Partimos de hipótesis plateadas en Macías y Sabato (2013).
[7] La reflexión que propongo a continuación se inscribe en la novedosa producción historiográfica de la última década que de manera original se ha preguntado por el lugar de la violencia política en la construcción estatal decimonónica. Una síntesis en Sabato (2009), Míguez (2012) y Zimmermann (2012).
[8] Previo a 1853, las provincias se nuclearon mediante un sistema confederal laxo y conflictivo donde funcionaron como unidades políticas autónomas y soberanas con potestad sobre sus fuerzas armadas. Sus ejércitos se conformaron por milicias y, en algunos casos, por regimientos regulares de línea.
[9] El conflicto provincia-nación por las incumbencias militares es abordado a través del estudio del funcionamiento provincial y político de la Guardia Nacional en mi libro, Armas y política (2014).
[10] Durante la primera mitad del siglo XIX, los Estados provinciales establecieron mecanismos de vinculación cuyo liderazgo fue motivo de disputa entre sus dirigencias. Tales ambiciones trasladaron los conflictos provinciales al plano regional, constituyéndolo en referente sustancial de la política local.
[11] Una excepción fue la corta administración de Santiago Derqui quien se inclinó por el sistemático recurso de la intervención militar para desactivar conflictos y actores “peligrosos”.
[12] Las montoneras, surgidas de las resistencias y motines regionales organizados frente a la leva consecuente de la Guerra de la Triple Alianza, provenían de regimientos disidentes de la Guardia Nacional. Sus reclamos se unieron con reivindicaciones asociadas con principios autonomistas, constituyéndolas en instrumento de permanente desafío al poder central (De la Fuente, 2000).
[13] La dirigencia tucumana apoyó la desarticulación política y militar de los hermanos Taboada. En Mendoza y Corrientes las acciones del poder central se asimilaron a controversias locales y dificultaron los objetivos de la nación (Bragoni y Miguez, 2010).
[14] Uno de los ejemplos paradigmáticos es el dilatado enfrentamiento contra el partido federal liderado por López Jordán y asociado a la milicia entrerriana. Sobre la categoría de elencos políticos ver Bressan (2018).
[15] Este debate se proyectó hasta el fin de siglo (véase Sillitti, 2014). Sobre los diferentes aspectos de las reformas electorales nacionales (1873 y 1877) establecidas luego de la sanción de la Ley Electoral Nacional de 1863, Navajas (2014).
[16] Soldados, cabos y sargentos en servicio no podían emitir voto, más allá de mantener pleno goce de sus derechos civiles.
[17] Sarmiento, Domingo (1899). Obras completas. Buenos Aires: Imprenta y Litografía Mariano Moreno, pp. 310-331.
[18] Las “revoluciones” refieren a los “levantamientos” o “alzamientos” armados sustentados en el principio de la ciudadanía en armas.
[19] Nos referimos a la intervención militar del poder central en Tucumán como consecuencia del levantamiento ocurrido en septiembre de 1893. Esta decisión puso en cuestión las acciones y resoluciones políticas que las autoridades provinciales vigentes ya habían asumido -con el auxilio de sus guardias nacionales- para sofocar aquella revolución (Macías, Navajas y Rojkind, 2017).
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