Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº1. Mar del Plata. Enero-Junio 2015.
ISSN Nº2451-6961.
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto
El Estado en búsqueda de democracia.
Un estudio de caso sobre las reformas educativas 1983-2010
Daniel Pedro Míguez
Instituto de Geografía, Historia y Ciencias Sociales,
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Técnicas, Argentina
dpmiguez@gmail.com
Recibido:26/11/2014
Aceptado: 10/03/2015
Resumen
Este articulo analiza la manera en que se configuraron los vínculos entre Estado y sociedad civil en los procesos de reforma del sistema educativo argentino que tuvieron lugar entre 1983 y 2010: el inicio de un conjunto de reformas que buscó democratizar la educación y una serie de revueltas estudiantiles que ocurrieron al final de período y que, en algún sentido, son los emergentes de ese proceso de reformas. Siguiendo las premisas de un clásico ensayo de Guillermo O’ Donnel, la tesis que sostiene el trabajo es que esas relaciones entre Estado y sociedad se articularon en función de una comprensión igualitarista de la democracia que da primacía a las formas de participación directa que entró en conflicto con los principios de representación indirecta que son parte de las formas republicanas de gobierno.
Palabras claves: Democracia, Educación, Estado, Sociedad Civil
The State in Search of Democracy. A case study of educational reforms 1983-2010
Abstract
This article discusses the links between state and civil society in the process of educational reforms that took place in Argentina between 1983 and 2010: the beginning of a system of reforms that sought to democratize education and a series of student protests that occurred at the end of period and that, in some sense, emerged from these reforms. Following the premises of a classic essay by Guillermo O'Donnell, this paper holds the thesis that these relationships between state and society were articulated in terms of an egalitarian understanding of democracy that gives primacy to forms of direct participation and that were conflictive with the principles of indirect representation that are part of the republican forms of government.
Keywords: Democracy, Education, State, Civil Society
Estado en búsqueda de democracia.
Un estudio de caso sobre las reformas educativas 1983-2010
“In writings on political institutions there is a good deal of discussion about the nature and the origin of the State, which is usually represented as being an entity over and above the human individuals who make up society, having as one of its attributes something called sovereignty, and sometimes spoken of as having a will (law being often defined as the will of the State) or as issuing commands. The state, in this sense, does not exist in the phenomenal world; it is a fiction of the philosophers. What does exist is an organization, i.e. a collection of individual human beings connected by a complex system of relations. Within that organization different individuals have different roles, and some are in possession of special power or authority […]” (Radcliffe-Brown, 1961: 23)
Introducción
Observar las formas en que se han constituido los conflictos entre sociedad y estado durante los procesos de reforma del sistema educativo argentino en el siglo XXI sugiere una paradoja. Si suspendemos momentáneamente las prevenciones sobre la extemporaneidad del contraste, parecería ser que los conflictos más recientes se configuran como un espejo invertido respecto a aquellos que aquejaron a ese mismo sistema durante sus inicios a fines del siglo XIX y principios del XX. Tanto en esos años como en los más recientes, quienes formularon la política educativa se proponían hacer del sistema educativo un dispositivo que promoviera la conformación de ciudadanos identificados con la Nación y la consolidación de una república democrática. Pero mientras en los inicios del sistema quienes lo diseñaban tendían a condicionar la democratización a una cierta “depuración cultural” de la sociedad civil que se lograría mediante la educación (Tedesco, 1982: 91), en las reformas recientes se concibió, inversamente, que era la creciente participación del conjunto de la sociedad en el diseño y gestión de la educación lo que promovería la república (Gvirtz y Larrondo, 2012). Lo notable del caso es que, aun cuando la política educativa se propuso promover la participación y respetar la diversidad, surgieron tensiones y resistencias que respondían a la variedad de concepciones de la democracia y de cómo debía instrumentarse en la escuela media que estaban presentes en la sociedad civil. Así, si en el primer caso fue la censura a ciertas formas culturales la que originó los conflictos, en el segundo fue la apertura a todas ellas la que les dio lugar.
Lo revelador de la paradoja es que pone en evidencia la variedad de formas en que pueden pensarse los vínculos, conflictivos o no, entre Estado y sociedad (y, en rigor, también propone una reflexión sobre los límites analíticos de esta dicotomía). Los procesos que son reconocibles en los momentos constitutivos del sistema educativo argentino, sugieren la pertinencia de la visión —desafiada por Radcliffe-Brown— que piensa al Estado como un dispositivo supra-social, en manos de una elite, ya sea política, económica o de funcionarios, que interviene sobre la sociedad civil en función de sus intereses e ideologías y que se expresan en la dimensión disciplinadora de la ley. Pero todo indica que esa perspectiva arrojaría un saldo analítico limitado de ser aplicada al caso más reciente.
La manera en que se constituyó la política educativa y, con ella, la democratización de la escuela luego del retorno a la democracia en 1983 sugiere que, en ese caso, las políticas “de Estado” se configuraron en una trama relacional que articuló procesualmente a las agencias públicas con la sociedad civil. Entonces, y ahora coincidente con que lo sugiere Radcliffe-Brown, estos procesos muestran al Estado como una institucionalidad que se configura en una trama de relaciones sociales que articula actores “dentro y fuera” de las agencias públicas, y que por eso mismo no es ajena, ni se coloca por encima de la sociedad. Si podría decirse que en estas reformas educativas el Estado “adquiere” (de manera procesual y relacional) una voluntad expresada en la ley, en todo caso esta surge de esa trama en la que no solo se articulan actores que están dentro y fuera del estado, sino que esas articulaciones son cambiantes, parciales y presentan inconsistencias. Así, lo que se revela en ese proceso es que, en todo caso, si “la ley es la voluntad del Estado”, esta sería cambiante -se modifica a lo largo de los años, a veces en lapsos breves- y presentaría divergencias entre las distintas agencias que lo encarnan: sería una voluntad inestable y multiforme.
Las maneras en que fueron instrumentándose las políticas de democratización educativa desde 1983 ilustran esta forma de constitución del Estado. La idea de que democratizar la educación implicaba facilitar la participación de los miembros de la comunidad educativa en la gestión de la vida institucional estuvo inscripta desde el inicio del proceso. Como veremos, la importancia de promover instancias colegiadas de gestión institucional como los códigos y consejos de escuela o de convivencia, y de promover las asociaciones estudiantiles como los centros de estudiantes, fue debatida recurrentemente desde 1984. Sin embargo, existieron variaciones entre estas propuestas que además se plasmaron en distintos grados a lo largo del tiempo y en diversas provincias. Siguiendo las pistas de un clásico ensayo de Guillermo O’Donnel (1984), es posible pensar que estas diferencias respondieron fundamentalmente a ambigüedades de la cultura política argentina que antecedían y subyacían a estos cambios. Según surge de la caracterización de O’Donnel, un rasgo de la cultura política argentina es el énfasis en los vínculos igualitarios que promueve la tendencia a no reconocer como legítimas a formas de relación que supongan asimetrías jerárquicas. En los procesos que estudiamos, este rasgo habría entrado en tensión con concepciones que otorgan una legitimidad mayor a los aspectos procedimentales de la democracia y a las diferencias en la capacidad de toma de decisión y la representatividad que emana de ellos.
En este caso, nuestra indagación buscará mostrar cómo cristalizaron estas formas diversas de percibir la democratización en los conflictos que tuvieron lugar durante la sanción de una nueva ley educativa en la provincia de Córdoba en el 2010. Pero situaremos esos conflictos en el contexto del proceso de cambio de modelos de democratización educativa que se manifestaron en la normativa sobre los centros de estudiantes y los consejos escolares y de convivencia desde 1984. Contrastaremos, en la medida de lo posible, los modelos propuestos y vigentes en la normativa nacional y la provincial y su variación en el tiempo. Situar los eventos ocurridos en Córdoba de esta manera permite reconocer mejor su articulación con concepciones diversas (presentes en la sociedad civil y en los modelos normativos promovidos por las agencias públicas) de la democratización educativa que, manifestándose de maneras cambiantes a lo largo del tiempo, cristalizaron tanto en la propuesta de ley que realizó el poder ejecutivo provincial en Córdoba, como en los contenidos y modalidades de protesta que esta suscitó en aquel momento.
Modelos de Participación en la Escuela Media
Es preciso reconocer inicialmente que, como suele suceder, la periodización que coloca los inicios de los intentos de democratización educativa en 1983 contiene algún grado de arbitrariedad. Por un lado, la idea de permitir la participación de la comunidad educativa mediante consejos de escuela estuvo presente casi desde el momento fundacional del sistema educativo argentino (Bertoni, 2001). Y, por otro lado, las normativas que, alternativamente, habilitaron y censuraron la existencia de organizaciones estudiantiles, como los centros de estudiantes, poseen también antecedentes. La mera existencia de la llamada “Resolución de De la Torre” en 1936 prohibiendo los centros de estudiantes muestra la temprana tematización del asunto. Nuevos antecedentes pueden reconocerse en la manera en que organizaciones estudiantiles intervinieron en las protestas a favor o en rechazo de la enseñanza laica durante el gobierno de Frondizi en 1958. Y la existencia de nuevos episodios se pone en evidencia con la Resolución N° 45 de 1975 dictada por el entonces Ministro de Cultura y Educación Oscar Ivanisevich, que suspendía la actividad de los centros de estudiantes, luego de la importante serie de movilizaciones ocurridas entre 1973 y 1975 (Manzano, 2011; Larrondo, 2013).
A pesar de estos antecedentes, un rasgo distintivo en el periodo que sigue al Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983) es una serie, si bien no sistemática, si persistente de medidas que buscaron establecer formas participativas de gestión de la cotidianeidad escolar, particularmente los consejos de escuela y los centros de estudiantes. Ya desde febrero de 1984, casi inmediatamente después de recuperada la democracia, un conjunto de resoluciones fue eliminando las restricciones del pasado y propiciando la participación estudiantil. El 8 de febrero de ese año la Resolución N° 239 dejó sin efecto la mencionada “Resolución de La Torre”. Casi inmediatamente después, la Resolución 315 creó una Comisión encargada de establecer pautas que regularan la actividad de las organizaciones estudiantiles. El 8 de marzo la Resolución 539 eliminó la prohibición dictada por Oscar Ivanisevich; el 28 de marzo se sancionó un decreto presidencial restituyendo a los directores la facultad de “atender” representaciones colectivas de los estudiantes y el 3 de abril una nueva resolución les permitió a estos utilizar fondos para actividades llevadas adelante por organizaciones estudiantiles.
Este conjunto de resoluciones y decretos emitidos casi inmediatamente de restituido el orden republicano muestra que re-establecer la participación estudiantil luego de la dictadura fue entendido como un hito central en la recuperación democrática. Sin embargo, este proceso no estuvo exento de conflictos. Hacia fines de marzo de 1984 pudo conocerse que las “pautas y sugerencias” para la creación y funcionamiento de las asociaciones estudiantiles contenidas en la Resolución Nº 3 del Ministerio de Educación (que resultó de las recomendaciones de la comisión creada por Resolución 315) vedaban las actividades partidarias en las escuelas. Las declaraciones de un grupo de rectores a los medios de prensa sugiere que se buscaba que en esa etapa de la formación ciudadana se privilegiara “la armonía, la tranquilidad y el compañerismo” por sobre la competencia partidaria y la confrontación ideológica.[1]
Esta intensión no fue bien recibida por varios sectores del movimiento estudiantil, incluso algunos, como Franja Morada, pertenecientes al propio partido en el gobierno. Estos reclamaban menos regulaciones en sus posibilidades de asociación (Enrique, 2010) y percibían que la prohibición no reconocía la relevancia de la actividad políticopartidaria en el nuevo proceso de democratización y así constituía una visión arcaica que limitaba su avance.[2] Los reclamos estudiantiles lograron mediante la Resolución N° 78 de noviembre de 1984 moderar las restricciones contenidas en las pautas y sugerencias de la Resolución 3. Si bien se mantuvieron las restricciones al proselitismo partidario, no se inhibió totalmente la intervención partidaria en la vida de los establecimientos educativos.
Las tensiones que generaron estas propuestas de democratización del sistema educativo, sumadas a las dificultades enfrentadas por la política económica del gobierno hacia finales de la década de 1980 y la crisis política que esta acarreaba, hicieron que la cuestión de la participación estudiantil entrara en un cierto letargo. Superada esta instancia, resurgieron los intentos por modificar el sistema educativo argentino, aunque bajo un signo diferente del que había predominado en la etapa anterior. Entre 1991 y 1992 se sancionó la Ley de Transferencia de Servicios Educativos a las Provincias y Ciudad de Buenos Aires por la que se colocaba a la totalidad de la educación media bajo responsabilidad provincial. Luego, en 1993, la Ley Federal de Educación representó un intento por remodelar profundamente el sistema educativo Argentino. Si bien la idea de que la educación debía contribuir a la formación ciudadana y a la democratización de la sociedad fue enunciada en esta normativa, existieron énfasis diferentes respecto a la década anterior.
En la nueva legislación, se concibió la democratización del sistema educativo como fuertemente asociada a procesos de descentralización, incrementos de eficiencia y medición de la calidad del sistema que, al menos en principio y de una manera que no dejó de levantar polémicas,[3] garantizaran un acceso igualitario a una educación de calidad del conjunto de la población. Así, aunque strictu sensu, la Ley Federal de Educación, en su artículo 43 inciso e, habilitó las organizaciones estudiantiles, la política educativa que resultó de ella tendió a priorizar reformas orientadas a fomentar la descentralización, elevar la formación docente y establecer la medición de la calidad educativa. Sin embargo, existieron algunas iniciativas destinadas fomentar la participación estudiantil, aunque no estrictamente los centros de estudiantes.
Los debates parlamentarios que antecedieron a la sanción de la Ley Federal de Educación muestran que en ellos se discutió la posibilidad de reactivar los consejos de escuelas, como espacios que habilitarían la participación de la comunidad educativa, incluyendo a estudiantes y sus progenitores en la gestión cotidiana de la vida institucional. Sin embargo, si bien esto se trató en la Comisión de Educación, no llegó a incluirse en el texto de la Ley Federal de Educación.[4] No obstante, poco después de sancionada la Ley Federal, la Resolución 41/95 del Consejo Federal de Educación establecía, aunque de forma escueta, la importancia de crear “consejos de convivencia en el aula o la escuela” como manera de fomentar “procesos orgánicos de participación” en los establecimientos educativos. La iniciativa adelantada en esta Resolución, fue completada poco tiempo después por la 62/97, también del Consejo Federal de Educación, que estableció los “criterios básicos para el desarrollo de las normas de convivencia en la escuela.”
La Resolución 62/97 planteaba la necesidad de que los sistemas normativos preestablecidos y de carácter punitivo que habían predominado en etapas anteriores, debían ser sustituidos por normas de convivencia (ya no de disciplina) que surgieran del consenso del conjunto de los miembros de la comunidad educativa. Además, resultaba fundamental que fueran administrados por organismos colegiados (consejos de año, curso o escuela) integrados por diversos sectores de la comunidad educativa elegidos “democráticamente”, incluidos estudiantes y progenitores. El propósito de introducir esta modalidad de gestionar la convivencia en los establecimientos educativos era “[l]a formación de ciudadanos responsables, participativos y críticos” considerando además que esta “es una de las funciones esenciales de la escuela y está en la base de la consolidación del sistema democrático en nuestro país.”
Al mirar la legislación provincial queda claro que estas resoluciones expresaban un clima de época. La Ley Federal de Educación tuvo un correlato bastante inmediato en la provincia de Buenos Aires, que sancionó una ley coincidente en 1995, la 11.612. Aún más llamativo, en el caso que nos atañe aquí, la provincia de Córdoba había sancionado ya una Ley de Educación (8113) en 1991, donde a la vez que se habilitaba la posibilidad de libre asociación de progenitores y estudiantes en los establecimientos educativos, se establecía la obligatoriedad de los “consejos de centros educativos” con participación de los protagonistas de la comunidad educativa elegidos por el voto directo y secreto de sus pares y con injerencia en la gestión cotidiana de la convivencia escolar.
La diferencia de énfasis que caracterizó a la política educativa de la década de 1990 respecto de la década precedente y, sobre todo, de la que le sucedió, no estuvo tanto en los enunciados normativos contenidos en leyes y resoluciones, sino en el diseño e instrumentación de dispositivos concretos de política educativa. Es allí donde puede notarse, particularmente en los organismos federales, el énfasis en la descentralización, la profundización de la formación docente de la educación media y la medición de la calidad educativa. De manera que si bien existían leyes y resoluciones que enunciaban la relevancia de la participación estudiantil en la democratización de la educación, estas no tuvieron un correlato sistemático en políticas que fomentaran su aplicación como fue ocurriendo en la década posterior. De hecho, en la década de 1990 existieron algunas experiencias de instrumentación de códigos y consejos de convivencia, pero estos no llegaron a aplicarse sistemáticamente. Algo similar ocurrió en el caso de los centros de estudiantes. Si bien estos fueron habilitados por la Ley Federal de Educación y por la provincial en los casos de Córdoba y Buenos Aires, no puede decirse que organizaciones estudiantiles de ese tipo hayan emergido sistemáticamente o masivamente en la escuela media en esa década.[5]
El recorrido que realizamos por las dos décadas que siguieron al Proceso de Reorganización Nacional muestra que existió un consenso extendido entre distintos actores sociales, pero también en el tiempo, de que la participación estudiantil en la gestión de la institucionalidad escolar era un componente principal de la formación ciudadana. Ya sea que se habilitaran las organizaciones estudiantiles como los centros de estudiantes o se propusieran los consejos de escuela o convivencia, las políticas buscaban crear en la escuela “experiencias” participativas que promovieran una cultura democrática entre los estudiantes. Es claro también que dentro de esa tendencia general existieron algunos clivajes. Las disputas sobre la pertinencia de incorporar la actividad partidaria en las organizaciones estudiantiles muestran que había divergencias sobre la modalidad que debía tomar esa participación. También, puede sospecharse que existían ciertas reticencias a instrumentar estas políticas en algunos actores. Estas se habrían expresado en el traspié que sufrió la incorporación de los consejos de escuela o convivencia a la Ley Federal de Educación y en el hecho de que pese a las políticas promovidas por el Consejo Federal de Educación, los consejos y códigos de convivencia no terminaron de plasmarse en prácticas concretas.
Las razones detrás de estos “matices” respecto a la política educativa de estas décadas son algo difícil de conjeturar a partir de la documentación existente. Los debates relacionados a la participación partidaria sugieren que algunos actores concebían que, en el caso de la escuela media, debía darse una gradualidad por la que se incrementaran los niveles de participación acorde a la “idoneidad” asociada al nivel de maduración de los estudiantes (algo que esta “diagonalmente” expresado en algunas leyes y resoluciones al señalar que la participación debe darse según los ciclos o niveles educativos de que se trate). Así, un elemento polémico parece haber sido la consideración sobre la conveniencia de habilitar la participación de adolescentes en instancias decisivas de la vida institucional, o si esta debía mantenerse condicionadas por la edad y tomarse esa participación más como un ejercicio formativo que como la habilitación de una verdadera capacidad decisoria en la vida institucional.
Un elemento que sugiere la plausibilidad de esta conjetura es que estas formas de conflicto se volvieron más evidentes a partir de los esfuerzos por “llevar a la práctica” la participación estudiantil que tuvieron lugar luego de la sanción de la Ley de Educación Nacional en 2006. Esas reformas pusieron en evidencia, progresivamente, la complejidad de equilibrar la participación estudiantil con el sostenimiento de la autoridad adulta en los vínculos entre docentes y estudiantes, y en cómo esa participación debía también contemporizarse con la “ecuanimidad de derechos” al interior de las comunidades educativas.
Políticas activas y diversidad de sentidos
Durante el 2006 la Ley Federal de Educación fue abolida y suplantada por la Ley de Educación Nacional. El nuevo marco normativo anulaba varias de las reformas anteriores (particularmente la estructura de niveles y ciclos educativos) y se presentaba como su némesis ideológica. Aunque se mantuvo el énfasis en la importancia de la descentralización administrativa (pero centralidad en los parámetros académicos), la formación docente y la medición de la calidad educativa, quienes postularon la nueva ley planteaban que, a contrapelo del modelo anterior, esta restituía al Estado, en vez del mercado, como garantía del acceso público y gratuito a la educación (Filmus y Kaplan, 2012). Respecto de la participación estudiantil, la Ley de Educación Nacional per se no propuso principios muy distintos de su antecesora respecto de los derechos de asociación.
Así, el artículo 126 inciso h, donde se habilitan las asociaciones estudiantiles, no difiere demasiado respecto de la enunciación contenida en el artículo equivalente de la Ley Federal. Sin embargo, la nueva Ley profundizó la traza iniciada por los decretos del Consejo Federal de Educación en 1995 y 1997 al incluir, en su artículo 123 inciso i, el derecho a que cada establecimiento cree su código convivencia escolar (algo, que, como vimos, no había sido posible en la Ley Federal). Pero, más allá de estos matices, lo que representó el giro más significativo de la política educativa, es que la Ley de Educación Nacional constituyó un punto de partida a iniciativas que dieron verdadero impulso a la creación de los centros de estudiantes y establecieron exigencias crecientes respecto a la instrumentación de los códigos y consejos de convivencia. De esta forma, las asociaciones estudiantiles tomaron mayor protagonismo en la vida institucional y los códigos y los consejos de convivencia terminaron de instalarse en el sistema educativo, sustituyendo definitivamente los antiguos regímenes disciplinarios.
Dos hitos fundamentales en este sentido fueron el impulso que el Consejo Federal de Educación le dio a los códigos y consejos de convivencia mediante resoluciones que establecían pautas generales de funcionamiento y luego las leyes y programas específicos que el gobierno sancionó con el objetivo de promover la formación de centros de estudiantes. Respecto a la primera cuestión, la Resolución 93/09 estableció las “orientaciones para la organización pedagógica e institucional de la escuela secundaria obligatoria” donde sentó pautas básicas para el funcionamiento de los códigos y consejos de convivencia escolar. Las pautas capitalizaron experiencias de la década precedente que habían tenido lugar, al menos, en la provincia y la ciudad de Buenos Aires.[6] Allí, ya durante finales de la década de 1990 y los primeros años del siglo XXI, existieron algunas experiencias de implementación de los códigos y consejos de convivencia. Esas experiencias mostraban dos riesgos. Un primer riesgo, que evidencian, por ejemplo, las investigaciones hechas por Ines Dussel (2005) y Lucía Litichever (2012), era que los nuevos códigos constituyeran un ejemplo más de “vino viejo en nuevos odres”. Es decir, que los códigos repitieran las viejas pautas de disciplina escolar en un nuevo formato. Pero el otro riesgo, que aparecía como opuesto, era que el énfasis en la participación estudiantil en la gestión de la cotidianeidad escolar condujera a la disolución del rol adulto (Sús, 2005; Mayer, 2013).
En función de estas complejidades, la Resolución 93/09 estableció la necesidad de que las nuevas formas de gobierno y autoridad en la escuela evitaran el formato de los antiguos códigos de disciplina. En primer lugar, los nuevos códigos de convivencia debían expresar consensos entre todos los miembros de la comunidad educativa, evitando privilegios arbitrarios para los adultos o sanciones que vulneraran los derechos de los estudiantes, sobre todo el derecho a la educación mediante sanciones como la expulsión (artículo 97). En segundo lugar, los nuevos códigos debían promover valores en lugar de limitarse a postular prohibiciones, y debían superar el formato de un “manual de penitencias” para proponer sanciones con un fin eminentemente reparador y pedagógico (artículo 104). No obstante estas exigencias, la Resolución 93/09 establecía también que debía evitarse un clima de impunidad en la escuela y que el sistema de sanciones debía propender al “aprendizaje de la responsabilidad” (artículo 105). Además, los códigos y consejos debían mantener una “asimetría democrática” que a la vez que permitía que estudiantes y docentes “pensaran” conjuntamente la gestión institucional, no se suprimieran totalmente la diferencia de roles y responsabilidades entre ellos (artículo 89).
La reconstrucción de esta secuencia normativa no alcanza, sin embargo, a poner en evidencia el clima de época que acompaño a estos avances normativos respecto a la participación estudiantil y a las maneras en que estos impactaron en la cotidianeidad de la vida institucional de los establecimientos de enseñanza media. Poco tiempo después de sancionada esta normativa por el Consejo Federal de Educación, el Ministerio de Educación de la provincia de Córdoba emitió una resolución regulando la actividad de los centros de estudiantes, sobre lo que volveremos luego. Pero además de esto, si bien la ocupación de escuelas no constituía una novedad absoluta, el año 2010 se caracterizó particularmente, aunque no exclusivamente, en la Ciudad de Buenos Aires y en Córdoba por extendidas y prolongadas movilizaciones estudiantiles que incluyeron la ocupación de establecimientos educativos. Si, como señalamos, la ocupación de establecimientos educativos en Córdoba había sido precedida por la sanción de una resolución regulando la actividad de los centros de estudiantes, en el caso de los organismos nacionales estos reaccionaron posteriormente a los episodios.
Tanto en el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, como luego en el Parlamento Nacional surgieron iniciativas tendientes a promocionar y regular las asociaciones estudiantiles. En 2011, la Dirección de Juventud del Ministerio de Desarrollo social lanzó el “plan de fortalecimiento de los centros de estudiantes”, consistente en actividades llevadas adelante en las escuelas, por agentes de la propia dirección, que promovían la creación de asociaciones estudiantiles en los establecimientos educativos de distintos puntos del país. Y en 2013 el Parlamento Nacional sancionó la Ley Nacional 26.877 promoviendo y regulando la actividad de los centros de estudiantes.
En todos estos casos el diseño de la participación estudiantil era coincidente y al menos en su enunciación formal mantenía continuidad con el principio de una participación estudiantil que no eliminara totalmente la conducción adulta de los establecimientos educativos. En términos generales, tanto el programa de Fortalecimiento de los Centros de Estudiantes de la Dirección Nacional de Juventud, como la Ley 26.877 sobre los centros de estudiantes sancionada por el parlamento nacional, mencionaban como su finalidad la promoción de la ciudadanía y la consolidación de la cultura democrática. Esto puede verse en el artículo 6 de la Ley 26.877 o también en el cuadernillo “Organizarnos para Transformar” que formaba parte de los materiales difundidos por la Secretaría de Juventud. Sin embargo, junto a estos enunciados formales, los materiales y disposiciones normativas emitidos por los organismos nacionales aportaban sentidos complementarios a la participación juvenil. Por ejemplo, en la sección “los estudiantes en la historia” del cuadernillo Organizarnos para Transformar que promovió la Dirección de Juventud se vinculaba la importancia de formar centros de estudiantes en el presente con eventos de la historia nacional, como la movilización y toma de escuelas por la enseñanza laica en 1958, la participación de los estudiantes secundarios junto al movimiento obrero en las protestas contra el gobierno militar durante el “Cordobazo” en 1969, los secuestros sufridos por militantes estudiantiles durante el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983) particularmente en “la noche de los lápices” o, más recientemente, las movilizaciones en contra de la Ley Federal de Educación.
El carácter de clima de época de esta recuperación de la participación estudiantil se hace aún más evidente al observar que, no solo los organismos del gobierno, sino también agrupamientos políticos que se le oponían participaban de inscribir la promoción de los centros de estudiantes en estas “gestas históricas” del movimiento estudiantil. En los fundamentos del proyecto de la Ley Nacional de Centro de Estudiantes presentado en la Cámara de Diputados de la Nación por legisladores de la oposición de partidos distintos, por ejemplo Alcira Argumedo o Margarita Stolbizer, se destaca que:
“[l]os centros de estudiantes son el resultado de la lucha y desarrollo del movimiento estudiantil a lo largo de la historia y se constituyen en importantes organizaciones representativas de los intereses y preocupaciones de los alumnos […] Cientos de estudiantes secundarios y terciarios han sido víctimas de persecuciones, torturas y desaparición forzada durante el último gobierno militar e integran la larga lista de desaparecidos. Por lo que el mayor homenaje que podemos realizar a todos aquellos estudiantes es garantizar mediante la ley el derecho de los estudiantes a darse su propia organización.” [7]
En síntesis, los programas y normativas que promovieron los centros de estudiantes entre 2010 y 2013 constituían dispositivos polisémicos en términos de los sentidos de la participación estudiantil que proponían. De un lado, en sus aspectos más formales, proponían a los centros de estudiantes y la participación estudiantil en general como parte de una experiencia inicial de ejercicio de ciudadanía por canales institucionalizados de acción, y en alguna medida tutelados por los adultos del sistema educativo. Pero, a la vez, estas iniciativas eran inscriptas en una tradición en donde la participación había desbordado esos canales y había asumido la forma de medidas de acción directa como marchas y ocupación de escuelas. Los eventos que tuvieron lugar en Córdoba durante el 2010 de alguna manera hicieron eclosionar esos sentidos tácitos o latentes que subyacían a estos marcos normativos. En esos eventos se pusieron en evidencia las tensiones inscriptas en estas representaciones colectivas de la democracia, en donde se asociaban modalidades institucionalizadas de participación con prácticas participativas que implicaban la acción directa y la movilización resultante de la competencia entre agrupaciones políticas.
Una nueva Ley de Educación Provincial en Córdoba
Desde los meses iniciales del 2010, fundamentalmente en abril, el Ministerio de Educación de Córdoba promulgó una serie de resoluciones orientadas a regular el funcionamiento de los códigos de convivencia y, como señalamos, los centros de estudiantes. Estas resoluciones constituyeron un preludio a la nueva ley de educación de la provincia, que había comenzado a gestarse desde febrero de 2009, y que luego de la intervención del Consejo de Políticas Educativas de la provincia y de una jornada de consulta durante el 28 de julio de 2010, tomó estado parlamentario en setiembre para ser aprobada en diciembre de ese año como Ley de Educación Provincial (N° 9870).[8] Notablemente, las resoluciones y luego también la Ley presentaban matices respecto al marco normativo nacional.
Como ya señalamos, la provincia de Córdoba fue pionera en sancionar una resolución (la número 124, del 21 de abril de 2010) que, a la vez, promovía y regulaba el funcionamiento de los centros de estudiantes. La Resolución 124 tenía un contenido similar al que luego fue promovido en los programas y normas emitidos por organismos nacionales (ya expuestas en el apartado anterior). El texto de la normativa establecía que la finalidad de los centros de estudiantes consistía, entre otras cosas, en propiciar el ejercicio de la ciudadanía comprometida y democrática y contribuir a la construcción de una cultura política pluralista que privilegiara la búsqueda de consenso (artículo 4). A su vez, el artículo 5 establecía, entre otras funciones, ejercer la representación de la totalidad de los estudiantes y peticionar y gestionar ante el equipo directivo aspiraciones, sugerencias, propuestas, expectativas y demanda de la comunidad estudiantil. La principal diferencia de esta Resolución en comparación a los documentos emitidos en las instancias nacionales es que no articulaban la experiencia de la participación estudiantil con el proceso histórico de movilizaciones precedentes.
Poco después de la sanción de la resolución sobre los centros de estudiantes, el mismo Ministerio de Educación de la provincia promulgó la Resolución 149/10 (28 de mayo de 2010), donde se establecían las pautas para el diseño de los códigos de convivencia. Notablemente, a diferencia de lo establecido por el Consejo Federal de Educación, esta Resolución no mencionaba la creación de los consejos de escuela (algo que, como veremos, se reiteró en la nueva ley de educación provincial que eliminó los artículos referidos a los “consejos de centros educativos” que existía en la legislación anterior). Otra diferencia sustantiva con la normativa nacional fue que si bien se proponía que la creación de las normas de convivencia debía hacerse con la “participación democrática de todos los actores involucrados”, esa intervención asumía la forma de una “consulta” realizada por medio de una encuesta diseñada por un “equipo de implementación del proyecto” integrado exclusivamente por los miembros adultos de la comunidad educativa. Estos, además, eran los encargados de procesar los resultados de la consulta y diseñar, en función de ello, el nuevo código.
En síntesis, la Resolución 149/10 emitida en Córdoba coincidía con la nacional al plantear que los nuevos códigos de convivencia no debían constituir un manual de prohibiciones y penitencias y en cambio proponer conductas deseadas y no admitidas sustentados en un marco valorativo. Y, además, también promovía sistemas de sanciones reparadoras y con finalidad pedagógica. Sin embargo, a diferencia de su contraparte nacional, no favorecía dispositivos institucionales que habilitaran la participación estudiantil en la gestión cotidiana de estos marcos normativos y además solo establecía instancias consultivas, pero no la participación plena, en su diseño. Así, el marco establecido en Córdoba respetaba solo parcialmente el espíritu de la normativa sancionada por el Consejo Federal de Educación. Si bien se habilitaban algunos mecanismos participativos para los estudiantes, la interpretación de la “asimetría democrática” que proponía preservaba un grado de jerarquía adulta más próximo a los formatos que imperaban en los tradicionales códigos de disciplina que lo que sugiere la Resolución del Consejo Federal (y, en rigor, a lo que proponía la anterior Ley de Educación de la Provincia sancionada en 1991).
Esta evolución de la normativa provincial muestra que en ella se han manifestado concepciones divergentes de la democratización educativa que resultaron en propuestas diferenciadas respecto a los niveles y formas adecuadas de participación estudiantil. Las resoluciones que se sancionaron progresivamente en el 2010 en Córdoba parecen responder a una concepción de la democratización educativa que enfatiza la distribución diferencial de roles en función de las capacidades también diferenciales de los actores que los ocupan. Así, las formas de gobierno escolar que propone mantienen un fuerte grado de asimetría funcional entre docentes y estudiantes. Este modelo contrasta con el espíritu subyacente a la normativa federal y notablemente con el de la propia Ley de Educación 8113 de 1991 que, sin desconocer esas asimetrías, propone un modelo de democratización educativa basado en una concepción más igualitarista que favorece formas de gobierno escolar con relaciones más simétricas y mayores grados de participación estudiantil. Notablemente, las tensiones que subyacían a esta evolución de la normativa provincial no tomaron estado público con la sanción de las resoluciones. Sin embargo, no solo adquirieron manifestaciones visibles, sino que también evidenciaron clivajes mayores en el momento en que esas modificaciones parciales se inscribieron en un proyecto de transformación más general del sistema educativo con la llegada al parlamento de la propuesta de una nueva ley de educación provincial.
Las protestas
Las protestas que tuvieron lugar en Córdoba entre los meses de setiembre y diciembre de 2010 asumieron varios formatos confluyentes. Sectores del movimiento estudiantil de nivel universitario y secundario, agrupados centralmente en lo que dio en llamarse la “asamblea inter-estudiantil” organizaron marchas y manifestaciones en reclamo de mayor participación en la gestión del proyecto de ley, y en oposición a algunos aspectos sustantivos del mismo: la re-introducción de la educación religiosa, la articulación de la educación media con el sector productivo, las regulaciones al funcionamiento de los centros de estudiantes, y la eliminación de los consejos de centros educativos. Por otro lado, las protestas en contra del nuevo proyecto de ley confluyeron progresivamente con grupos, predominantemente de sectores más desfavorecidos, que habían ocupado sus escuelas solicitando mejoras edilicias, lo que tenía antecedentes en acciones homólogas ocurridas en Buenos Aires (Beltrán y Falconi, 2011; D’Aloisio y Bertarelli, 2012; Castello, Arias y Vacchieri, 2014).
Aunque no podemos extendernos en este asunto aquí, algunos estudios etnográficos muestran que no existió una homogeneidad absoluta al interior de los grupos que protagonizaron las protestas y sobre todo la ocupación de escuelas. Particularmente en el caso de los establecimientos educativos ocupados, existieron diferencias, no solo, como hubiera sido esperable, entre los estamentos etáreos de la comunidad educativa, sino también al interior mismo de ellos. El estudio pormenorizado de los vínculos cotidianos durante la ocupación de escuelas muestra que algunos docentes ponderaban positivamente a la ocupación de escuelas señalando que era una experiencia de ejercicio ciudadano de los estudiantes que tomaban en sus propias manos la defensa de sus derechos a la educación: “[…] los chicos aprendieron muchísimo. Los adultos también aprendimos. Fue muy rico en ese sentido, todos aprendimos cosas. Todos teníamos participación política. Todos aprendimos lo que es foguearse ahí en la lucha política” (Hernández, 2013:95). Pero otros docentes veían en esa misma acción la conculcación de los derechos de aquellos que querían asistir a clases y de los docentes que querían continuar su tarea: “ver la escuela tomada, sin clases y que se haya vulnerado el derecho de algunos, o que el derecho de algunos estuviese por encima de otros, eso siempre me quedó como algo poco grato” (Hernández, 2013:61).
Al interior del movimiento estudiantil también existieron clivajes. Algunos estudiantes percibían que la ocupación de escuelas era la única manera de imponer su participación frente a un poder político, sobre todo el poder ejecutivo, que no había abierto suficientes instancias de participación durante la gestión de la Ley. Pero otros estudiantes, sin desconocer este efecto de la medida, no dejaban de atender al hecho de que la toma de escuelas afectaba los derechos de sus compañeros que querían asistir a clases. Así lo expresaba una estudiante de uno de los colegios ocupados:
Creo que si hubiéramos hablado y no nos hubieran escuchado, hubiera estado a favor de la toma. Ahora, de ahí a que sea legal, de que tengamos derecho, de que es lo que tengamos que hacer, no sé, depende de demasiadas cosas. Estamos afectando toda una primaria, a nosotros mismos. Nosotros estamos dispuestos a perder, pero: ¿los otros estaban dispuestos a perder clases? (Hernández, 2013: 102).
Un clivaje aún más extendido entre los estudiantes se manifestó en el nivel de identificación que estos tuvieron con la causa expresada en la ocupación de escuelas. Si bien la aceptación de la medida en “asambleas” tendió a ser mayoritaria,[9] la participación efectiva en la ocupación de escuelas decaía rápidamente y luego, en general, ninguno de los sectores que lideraron las tomas lograron ser elegidos para encabezar los centros de estudiantes de los establecimientos que ocuparon incluso en algunos de ellos los centros de estudiantes ni siquiera llegaron a conformarse (Hernández, 2013: 123 y ss). Es decir, que la medida de la ocupación de escuelas parecía tener un consenso parcial y efímero entre los estudiantes.
Diferencias similares ocurrieron entre los progenitores. Mientras algunos grupos apoyaron la ocupación de escuelas, otros progenitores se manifestaron públicamente en contra de ellas. De manera similar a lo que sucedía en el caso de los docentes, quienes apoyaban la ocupación de escuelas las reivindicaban como una instancia de participación democrática de los estudiantes en defensa de la educación pública y laica. Por ejemplo, en una declaración pública algunos padres y madres reivindicaban “[…] la actitud participativa de los estudiantes y su constitución como sujeto político, entendiendo que la participación es el pilar de la democracia” (Hernández, 2013: 59). Pero otros veían en esas ocupaciones “un micro golpe de estado en el que una minoría toma el colegio por la fuerza, sin importarle la opinión del resto, violando -entre otrosel derecho de estudiar, creyendo tener la verdad absoluta, y excluyendo y desvalorizando a quienes opinan distinto” (Hernández, 2013:105).
Las movilizaciones, marchas y ocupación de establecimientos educativos protagonizados fundamentalmente por estudiantes, pero como vimos también apoyados por otros sectores de la comunidad educativa, lograron abrir nuevas instancias de participación. Debido a las protestas, el parlamento provincial mediante la Resolución 2311/10 estableció la apertura de “audiencias públicas”. De acuerdo a esta Resolución las audiencias, que serían convocadas por la Comisión de Educación en cuatro localidades de la provincia, habilitarían un nuevo debate del proyecto de ley garantizando la participación ciudadana. La convocatoria alcanzaba a todos los sectores de la comunidad educativa: docentes, estudiantes, progenitores, y cualquier otra persona interesada de la sociedad civil. Sin embargo, ya en la misma discusión de la modalidad que debían asumir las audiencias se reeditaron los clivajes entre posiciones que colocaban la legitimidad democrática en la “participación directa” de los miembros de la comunidad educativa, y aquellos que privilegiaban las instancias institucionales y delegativas de deliberación.
Las Audiencias
En las jornadas parlamentarias en las que fue debatido el proyecto de audiencias públicas, la oposición cuestionó la posición oficialista objetando la cantidad limitada de ámbitos provinciales en los que funcionarían las audiencias y también la duración de las mismas. Mientras la oposición reclamó que las audiencias tuvieran lugar aún en las localidades más pequeñas y remotas de la provincia y tuvieran una duración extendida, el oficialismo mantuvo la restricción a cuatro reuniones puntuales en las localidades más numerosas de la provincia y con una convocatoria acotada a un lapso de quince días. Pero si en su superficie el debate se planteaba sobre la extensión y duración de la consulta, subyacente a ello existía una tensión menos obvia. El oficialismo buscaba justificar su posición enfatizando la concepción de la democracia que privilegia la participación indirecta a través de dispositivos organizativos e institucionales de representación y daba preeminencia a los funcionarios electos. La oposición acentuaba la importancia de la intervención “directa” de los actores afectados en los procesos de toma de decisión que los involucraba. Así, el oficialismo resaltaba la variedad de instrumentos de consulta utilizados por el gobierno y la diversidad de instancias institucionales colegiadas que había transitado el proyecto (incluido un amplio tratamiento parlamentario). En cambio, la oposición reclamaba un mayor protagonismo estudiantil en la elaboración del proyecto y más instancias de participación directa de la población.
Las versiones taquigráficas de las sesiones que se llevaron adelante el 10 de noviembre de 2010 muestran el tenor en que se expresaban estas posiciones. Poco después de la apertura de la sesión, el legislador Roberto Birri de la oposición, cuestionaba el carácter restringido de las audiencias públicas señalando que la principal flaqueza del proyecto de ley de educación era la ausencia de suficientes debates previos. También resaltaba que esa restricción obstruía la posibilidad de que la opinión de los estudiantes tuviera un rol más protagónico en el diseño de la ley:
“[…] si preguntara a cualquier ciudadano de la Provincia, desprevenido o no, cuál es la mayor flaqueza que tiene [el proyecto], no tengo ninguna duda de que todos y cada uno de los interrogados van a afirmar, sin hesitación, que la mayor debilidad o flaqueza que tiene es la ausencia o la insuficiencia – yo estoy convencido de que es ausencia– de un debate previo que le haya dado la suficiente legitimidad social como la que debe tener un proyecto de esta envergadura. ¿Cuál ha sido la consecuencia de esa ausencia de debate? Que ha dejado –no podría cuantificar– a decenas de miles de ciudadanos cordobeses insatisfechos, particularmente a quienes son el principal eslabón de la comunidad educativa: los estudiantes.” [10]
En la misma sesión el diputado opositor Pozzi refrendaba y extendía los argumentos anteriores, resumiendo los distintos motivos por los que se rechazaba el proyecto:
“Rechazamos el presente proyecto porque no se garantizó el debate y análisis que exigía el proyecto de Ley General de Educación. En igual sentido, rechazamos también su gestación, por no haberse garantizado la necesaria participación de los estudiantes, padres y docentes. Lo mismo hacemos con su etapa de tratamiento legislativo, porque el despacho que tratamos fue elaborado recién en los dos últimos días en las comisiones conjuntas y no hemos tenido el despacho definitivo hasta horas antes de venir al recinto. Asimismo, lo rechazamos porque no se han respetado los tiempos que el proceso de tratamiento y debate de esta ley exigía, y porque la presente iniciativa no cuenta con el imprescindible consenso de la sociedad, lo cual llevó a la Universidad Nacional de Córdoba también a rechazarlo por carecer de legitimación.”[11]
La posición del oficialismo respecto de estas críticas consistía en parte en reevaluar las instancias participativas y los tiempos de gestión como suficientes. La diferencia en este punto no era, entonces, la negación lisa y llana de la importancia de la participación de los diversos actores de la comunidad educativa y la sociedad en general. La diferencia consistía en la magnitud de esa participación, medida según los tiempos y la cantidad de ámbitos en los que había tenido lugar. Pero en ese debate se incluía algo más. La defensa del oficialismo otorgaba un mayor lugar como fuente de legitimidad de la ley a las instancias institucionales de gestión normativa, como el debate en el Consejo Provincial de Políticas Educativas y las propias gestiones en el parlamento. Algo que la oposición tendía a subordinar a las instancias de participación directa que reclamaba. La intervención de la legisladora Rivero en la sesión del 15 de octubre de 2010 pone en evidencia estos énfasis:
“Señor presidente, yendo al proyecto cuyo tratamiento nos convoca, quiero recordar que el mismo surge de un proceso representativo –mal que le pese a quien lo tilda de manera diferente–, de un proceso surgido de la conformación de un Consejo de Políticas Educativas que trató y definió la letra del anteproyecto con la cual, sinceramente, no he coincidido en todos los puntos, sobre todo con la letra original del mismo, pero que no puedo dejar de ver y mucho menos de legitimar aquello que estuvo funcionando durante tanto tiempo, estudiado por profesionales idóneos formados en las cuestiones pedagógicas y de políticas públicas. Este proyecto tiene, ya desde esa conformación previa, un sesgo participativo, pero voy a hacer una defensa del sesgo participativo que tuvo ni bien entró a esta Cámara. Tanto en el trabajo en comisión como en el que cada uno de nosotros hacemos en nuestros despachos, se han recibido a numerosos interesados, además de las participaciones vía mail y carpetas conteniendo diversas opiniones, todas ellas a un tiempo tal que permitió tenerlas en cuenta, obviamente previa ponderación de cada legislador y de la comisión en su caso, para conformar lo que llega a ser este despacho de comisión. En ese proceso no podemos hacer críticas, porque estaríamos deslegitimando nuestra propia tarea. Podemos o no coincidir con el despacho de comisión, pero no podemos deslegitimarlo.”[12]
Las instancias parlamentarias de debate sobre el proceso de gestión de la nueva Ley de Educación Provincial ya dan cuenta de cómo en este se pusieron en tensión dos principios divergentes de legitimidad, aquel que la remite a los requisitos procedimentales vs. aquel que la sitúa en la intervención directa de los actores involucrados. Si bien es posible suponer que la puesta en juego de estas concepciones no necesariamente reflejaba adhesiones doctrinarias de los contendientes (respondían, más bien, al uso “estratégico” que los diversos actores realizaban de ellas), la posibilidad de ejecutar esas maniobras descansaba en que esos sentidos eran propicios para lograr la legitimidad de las propuestas en la sociedad civil. O dicho de otra forma, esos fundamentos contrapuestos de legitimidad eran invocados porque representaban posiciones presentes en la sociedad civil que podían responder a ellos. Muestra de ello es que esta tensión no quedó restringida a los actores del sistema político propiamente dicho, sino que las intervenciones de actores de la sociedad civil durante las audiencias pusieron en evidencia que esos principios de legitimidad operaban más allá de las fronteras parlamentarias, re-apareciendo en las intervenciones de estudiantes, progenitores y docentes durante las audiencias.
En la audiencia que tuvo lugar en la sede central del parlamento en la ciudad de Córdoba el 18 de noviembre de 2011 uno de los actores centrales fue la representación de la ya mencionada Asamblea Inter-estudiantil. Todos sus representantes prácticamente limitaron su intervención a la lectura de un documento emergido de la Asamblea. Como veremos, en ese documento se objetaban contenidos sustantivos del nuevo proyecto de ley. Entre los aspectos más cuestionados estuvieron la regulación del funcionamiento de los centros de estudiantes y la eliminación de los consejos de centros educativos. Sin embargo, junto a estas objeciones se destaca un profundo cuestionamiento a las modalidades de participación en los que se había gestado el proyecto de ley. Aunque no es posible exponer la totalidad de las intervenciones aquí, el siguiente ejemplo ilustra la manera recurrente en que fue expresada esta posición. La estudiante de la Escuela de Trabajo social Ailen Vilte en representación de la Asamblea Inter-Estudiantil se manifestaba:
franjas-citas“[…]en rechazo de este proyecto de ley y su tratamiento porque
no fue gestado desde la participación democrática de toda la
comunidad educativa dada, por un lado, la conformación del
Consejo Provincial de Políticas Educativas que excluye a padres
y estudiantes, a casas de estudio de nivel superior que son
formadoras de formadores y a una real representación del
docente, incluyendo a sectores ajenos a la comunidad educativa;
por otro lado, las instancias de pseudo-consultas llevadas a cabo
por el Gobierno el 28 de julio en una jornada de cuatro horas
sólo para estudiantes que lo requirieran e instituciones que lo
permitieran y la propuesta de un módulo diario por el transcurso
de dos semanas, dejando siete minutos para el análisis de cada
artículo.
Estas maniobras políticas apuntan a legitimar la consulta
limitada y no la participación real genuina de todos y todas […]
También hay una pérdida de derechos de padres, estudiantes y
docentes, en cuanto a la participación en el gobierno del centro
educativo, con la eliminación de los artículos 6, 7 y 8, de la Ley
de Educación provincial 8113. […]
Reglamentación de los centros de estudiantes: en el artículo 2,
inciso e), se contempla el derecho de los estudiantes a distintas
formas de agremiación, pero se establece una reglamentación
que rija dicha organización, como lo expresa el artículo 23,
negando el derecho real de los estudiantes a formar sus centros
libremente, sin restricciones ni reglamentaciones estipuladas.
Por lo expuesto, exigimos la anulación del proyecto de ley por
completo, y no la modificación de algunos artículos, dado que
su espíritu avasalla derechos y garantías constitucionales.
Además, fue gestado como una forma de cubrir la crisis
educativa y subordinar la educación a los sectores “clericales” y
empresariales.”[13]
Durante esta audiencia, al menos otros cinco representantes de la Asamblea Interestudiantil intervinieron iniciando sus interlocuciones con objeciones a las modalidades participativas en las que se había tratado el proyecto de ley, cuestionando incluso a las propias audiencias como amaneadas e insuficientes. Algo que puede constatarse en las transcripciones de esas audiencias donde el estudiante Emiliano Ambrosio, representante de la Asamblea Inter-estudiantil por Facultad de Ciencias de la Información iniciaba su elocución denunciando que existían restricciones para que el público pudiera acceder a la sala de audiencias tal como estaba establecido en la resolución parlamentaria que las había habilitado.[14] Como hemos señalado, durante las audiencias, la posición de los estudiantes fue acompañada por algunos padres y madres que también señalaron en sus intervenciones las restricciones a la participación que se les había impuesto y objetaron aspectos sustantivos de la ley (aunque sabemos que, más allá de las audiencias, la posición de los progenitores no era homogénea). Por ejemplo, la Sra. Gabriela Sigmondi quien se presentó como miembro de la “coordinadora de padres” (un grupo asociado a la Asamblea Inter-estudiantil) intervino en las audiencias expresando:
“[…] nuestra absoluta disconformidad con respecto a cómo se
originó este anteproyecto de reforma de la Ley de Educación,
que se gestó en el seno de un Consejo Provincial de Políticas
Educativas, integrado por representantes de universidades
públicas y privadas, funcionarios del gobierno provincial,
miembros del Consejo Católico de Educación, empresarios,
representantes de organismos gremiales, entre otros.
Como observarán, los verdaderos actores de la comunidad
educativa: los padres, los docentes y los estudiantes estuvimos
ausentes, pero no por falta de interés sino todo lo contrario, por
un absoluto desconocimiento de la conformación de este
Consejo, el cual no contempló la participación de los padres,
estudiantes y docentes como integrantes activos de la
comunidad educativa y capaces de participar en la formulación
de las políticas educativas.
Para ser más claros aún, no hubo ninguna intención de que
participáramos efectivamente en la construcción de una ley tan
vital como es la Ley de Educación de la Provincia.
Entonces, podemos afirmar que los puntos en conflicto de esta
ley pueden responder a que las bases, los jóvenes, los docentes y
los padres, no estuvimos presentes.”[15]
A diferencia de estudiantes y progenitores, los representantes docentes que intervinieron en las audiencias tuvieron una actitud favorable. En lugar de cuestionar las limitaciones a la participación y los contenidos del proyecto de Ley, ponderaron positivamente y como suficientes a las instancias participativas, considerando incluso que su propia presencia en las audiencias parlamentarias era una concesión excepcional hecha por el gobierno. Por ejemplo, el docente Sergio Lehmann iniciaba su elocución en los siguientes términos:
“Muchas gracias a ustedes, a la Legislatura y al Gobierno de la Provincia que nos han permitido participar en este proceso de consulta. Proceso que, evidentemente, ha sido amplio, extenso y que –me parece– ha contemplado las diversas opiniones de los sectores que han querido participar. Simplemente, quiero adherir a este proyecto de reforma de la Ley 8113 en los fundamentos, en los principios generales y en los fines de la educación. […] me parece que es una ley que mejora a la actual; de hecho, adhiere a la Ley nacional de Educación en cuanto a sus principios fundamentales. Obviamente, la ley puede ser mejorada en el futuro; todos sabemos que una ley no tiene porqué ser acabada y estática en el tiempo. Solamente quiero adherir a esto.”[16]
Como en el caso de los progenitores, sabemos por lo ocurrido en la ocupación de escuelas, que las posiciones de los docentes no eran homogéneas. Posiblemente, las formas de acceso a las audiencias hicieron que las posiciones de los distintos grupos que intervinieron en ellas aparecieran con una homogeneidad que no reflejaba totalmente lo que ocurría en su exterior. Pero como sea que se considere la “representatividad” de quienes participaron de las audiencias en términos de su proveniencia estamental (si realmente representaban a los docentes, estudiantes, progenitores u otros actores de la sociedad civil), esta breve exposición ilustra las principales tensiones que atravesaron las disputas en torno a la Ley. En ese sentido, además controversias sobre las cuestiones sustantivas como, entre otras, la regulación de los centros de estudiantes o la supresión de los consejos de centros educativos, una buena parte del debate y la confrontación obedeció a cuáles eran las formas de participación, si directas o delegativas, que otorgaban legitimidad democrática a la nueva norma.
Conclusiones
El anterior recorrido por el proceso de configuración de la política educativa en las últimas décadas nos ha llevado por diversos territorios. Hemos articulado el análisis de la secuencia de reformas que progresivamente y no sin ambigüedades sustituyó los antiguos regímenes disciplinarios por formas colegiadas de gobierno escolar, con un episodio en el que se combinaron, por un lado, las controversias parlamentarias respecto a una instancia de ese cambio normativo y, por otro, conflictos expresados en medidas de acción directa en las que se dirimían formas de participación en la gestión de esas normas. Pese a que el recorrido atraviesa diversas instancias, es posible reconocer homologías entre ellas, ya que en todas surgieron controversias sobre las formas y grados de participación que las convertían en “genuinamente democráticas”. Puestos en este contexto, los eventos ocurridos en Córdoba durante el 2010 se presentan como “un momento” de ese proceso cuya significación particular no radica en que puede haber sido “el último” de la serie o tener una cualidad excepcional. Lo que hace interesantes a los eventos ocurridos en Córdoba es que en ellos los conflictos sobre la política educativa se vuelven particularmente transparentes, y en eso constituyen una metonimia reveladora del proceso del que forman parte.
En la comparación diacrónica lo que aparece como una constante en la evolución de las reformas educativas y que cristaliza en los eventos de Córdoba es una tensión persistente respecto de qué constituyen procedimientos genuinamente democráticos de participación y gestión normativa. En eso, se pone en evidencia que las políticas que buscaron democratizar el sistema educativo promoviendo una gestión participativa del mismo, enfrentaron la complejidad de la diversidad de perspectivas respecto de la democracia y, consecuentemente, de qué tipo de gestión educativa implicaría justamente esa democratización. Siguiendo la tesis de O’Donnell (1984), hemos caracterizado esa tensión como emergente de las ambigüedades de la cultura política argentina, donde coexiste un sustrato cultural “igualitarista” que desconfía de toda disimetría estamental, junto a los requisitos de diferenciación funcional y jerárquica que implica cualquier orden institucional.
En el proceso que observamos, esa ambigüedad se expresa en la oscilación entre propuestas de gobierno escolar que si bien no son diametralmente opuestas, establecen acentos distintos en los términos de esta ecuación. La visión que enfatiza la dimensión igualitarista tiende a subordinar las consideraciones respecto a la edad y los niveles de maduración personal que se le asocian, a los beneficios que se le atribuyen a la participación directa y plena de los actores de la comunidad educativa, incluyendo a los estudiantes. La visión alternativa considera la participación estudiantil como una instancia formativa de actores políticos en proceso de maduración, y por ello promueve mayores diferencias funcionales entre adultos y adolescentes según la capacidad atribuida de responder a las responsabilidades que impone el gobierno escolar.
En los eventos que analizamos, la secuencia que mejor expresa la alternancia entre estas miradas contrapuestas surge de comparar las concepciones de gobierno escolar presentes en Ley de Educación vigente en Córdoba en 1991 o en la normativa federal que se sanciona entre 2006 y 2009 con la Ley de Educación Provincial 9870 sancionada en Córdoba durante 2010. Mientras en la Ley de 1991 o en las resoluciones del Consejo Federal de 2009 prima una visión que privilegia el criterio de la participación horizontal por sobre lo que podríamos llamar el principio de la “idoneidad”, y entonces se plantea la inclusión de estudiantes en los órganos del gobierno escolar con prerrogativas casi análogas a la de los adultos, en la Ley sancionada en Córdoba durante el 2010 se manifiesta una visión que articula los niveles de participación a la condición diferencial de los actores, estableciendo asimetrías más marcadas entre adultos y adolescentes en las modalidades de elaboración y gestión de la convivencia escolar.
Lo interesante del caso es que las formas que asumieron los conflictos que tuvieron lugar en Córdoba en 2010 presentan homologías con las tensiones que pueden verse en la evolución de las reformas educativas. Tanto en las protestas que antecedieron a las audiencias parlamentarias, como en las intervenciones que tuvieron lugar durante ellas, lo que se dirimió fue una posición, opuesta a la Ley 9870, que colocaba la legitimidad de la norma en la intervención de los actores afectados (fundamentalmente docentes y estudiantes, y en menor medida progenitores) y que, por lo tanto, reclamaba la mayor participación y protagonismo de estos. Y otra concepción, favorable a la Ley 9870, que colocaba esa legitimidad en el respeto por las instancias institucionales de gestión normativa, y entonces consideraba como condición suficiente de legitimidad de la ley la misma gestión parlamentaria que habían tenido esas normas, más allá de las instancias consultivas.
Notablemente, existieron tensiones equivalentes entre los actores que protagonizaron las medidas de acción directa que fueron el núcleo de la protesta en contra de los mecanismos de gestión y aprobación de la nueva Ley de Educación Provincial en Córdoba en 2010. Si la acción directa fue utilizada por quienes se sentían ilegítimamente excluidos de participar en la elaboración de la nueva Ley para lograr esa participación, la legitimidad de esas formas de protesta fue cuestionada por actores que, al interior de las propias comunidades educativas en las que tenían lugar esas medidas, las vivían como una imposición arbitraria y en eso antidemocrática. Así, en la disputa por la legitimidad de las formas de protesta se re-inscribe la tensión entre una concepción de la participación democrática que privilegia el protagonismo de los actores sociales afectados, independientemente de su posición en la estructura institucional de representación republicana, y aquella que, en cambio, ve en esas formas de participación mediante la “acción directa”, justamente la vulneración del sistema de derechos y obligaciones que constituye el orden democrático.
Lo que puede reconocerse al observar procesualmente la evolución de estos conflictos, es que no se divisa en ella una progresión lineal hacia uno u otro polo de las concepciones de la participación democrática en disputa. Y tampoco la posición de los actores y grupos de ellos responde a una división taxativa entre agentes estatales y miembros de la sociedad civil. Como vimos, la legislación en Córdoba transita de modelos normativos que favorecen mayor participación estudiantil como la Ley de Educación 8113 de 1991, a otros que restringen algunos aspectos de esta como la Ley de Educación Provincial de 2010. Pero esta evolución no es uniforme al interior del Estado. De hecho, la normativa nacional se modifica en un sentido inverso, de una normativa como la Ley Federal de Educación, que no incluye estas formas de gobierno escolar colegiado, a su progresiva incorporación primero mediante resoluciones del Consejo Federal de Educación en 1995 y 1997 y luego con su inclusión en la Ley de Educación Nacional en 2006 y la posterior resolución del 2009.
A la vez, esta evolución diferencial no se explica exclusivamente por la forma en que actúan las agencias y agentes políticos del Estado sobre los actores de la sociedad civil. En cambio, resulta de balances complejos del comportamiento de actores que están dentro y fuera de las agencias públicas. Por ejemplo, la reforma normativa en Córdoba durante el 2010 no obtuvo sus apoyos exclusivamente en los funcionarios del gobierno que la promovía, sino que también suscitó aprobación entre algunos docentes y algunos otros actores de la sociedad civil y al menos la aquiescencia de grupos no menores de estudiantes. La oposición a la Ley 9870, y los reclamos de instancias más participativas en su gestión, también fue promovida por legisladores provinciales y miembros del movimiento estudiantil, algunos de sus progenitores y también grupos de docentes. Así, las coaliciones que apoyaban uno u otro de los modelos participativos (tanto de gobierno escolar, como de gestión de la Ley que los sanciona) no respondían a una división simple entre estado y sociedad, sino a una compleja trama de relaciones sociales de actores que estaban dentro y fuera de las agencias públicas.
De esta forma, la manera en que se dirimió la reforma educativa en la provincia de Córdoba durante el 2010 se ajusta a la imagen del Estado como una organización que se “realiza” a través de una trama de relaciones sociales que articula actores dentro y fuera de las agencias públicas. Ahora bien, si estos resultados nos acercan a la posición de Radcliffe-Brown tal vez debería agregarse un matiz. Mientras todo sugiere que el Estado es una trama relacional que articula a sujetos dentro y fuera de la función pública, la propia cita de Radcliffe-Brown indica que hay cierta asimetría de poder a favor de quienes ocupan posiciones en el Estado. Lo que complejiza el asunto en este punto es que la estructura de relaciones sociales que conforma el Estado puede variar sustantivamente en relación a cuán grande o pequeña pueda ser esa asimetría. Si diferencias de poder relativamente pequeñas pueden darle al Estado la configuración de una trama relacional con condicionamientos recíprocos, diferenciales mayores podrían transformarlo en un poder que manda y ordena a través de la ley, acercándose más a la imagen que el autor cuestiona. En el caso que analizamos, los actores de las agencias públicas y los miembros de la sociedad civil muestran capacidades de condicionamiento recíproco bastante equilibradas (aunque también estas variaron en el tiempo). Pero, aunque no podemos explayarnos en ello aquí, la investigación sobre los orígenes del sistema educativo sugiere que en ese momento, si los actores externos al Estado tenían cierta capacidad de resistencia pasiva (eludiendo por momentos los intentos “civilizatorios” de la escuela), estos no alcanzaban a tener injerencia en el diseño de esas políticas. Así, mientras la perspectiva de Radcliffe-Brown nos aleja de la imagen del Estado como una máquina que administra el orden social según una voluntad más o menos abstracta que expresaría vínculos unilaterales de dominación plasmados en la ley, la efectiva distancia entre esta imagen y la alternativa que esa misma imagen cuestiona, solo puede ser establecida mediante una rigurosa inspección de la trama de relaciones sociales que en un momento y lugar determinado constituye coyunturalmente al Estado.
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[1] Ver Enfoque de los rectores, La Nación, 28 de marzo de 1984.
[2]Ver Directivas para el nivel medio, La Nación, 31 de marzo de 1984.
[3]Varios analistas señalan que la forma de implementación de estos objetivos lejos de promover la equidad social y la igualdad de derechos tendieron a limitar el acceso a la educación y profundizar las desigualdades sociales al desplazar la responsabilidad de la provisión de la educación hacia el mercado en lugar del Estado (Puigróss, 1996; Toranzos, 1996).
[4]Ver intervención del senador Romero Feris, en el diario de sesiones de la cámara de senadores del 29 de abril de 1992, p. 6293.
[5]Sin embargo, algunos autores advierten que el aparente letargo en que entraron estas formas de participación estudiantil no debería confundirse con una pasividad absoluta, ya que algunos indicios sugieren que durante ese lapso los jóvenes ejercieron “la política de otra manera” (Nuñez, 2010; 2013). En ese sentido, si la intervención política directa en la educación media no tuvo la visibilidad de décadas anteriores y tampoco de las posteriores, al menos emergió en formas de asociación que desbordaban los canales tradicionales como los centros de estudiantes y las estructuras partidarias y, a veces, se tornaban visibles en intervenciones en la arena pública. Por ejemplo, sectores organizados de la escuela media intervinieron en las marchas por ejemplo en el caso de la muerte de María Soledad Morales aparentemente en manos del poder político, cuasi feudal, imperante en ese momento en Catamarca o también en episodios de gatillo fácil como el asesinato de Walter Bulacio en manos de la policía (Manzano, 2011: 48).
[6]Análisis tempranos de estas experiencias pueden encontrarse por ejemplo, en los textos de Sonia Cigliutti (1993) y Guillermina Tiramonti (1993).
[7]Ver trámite parlamentario 1035-D-2011 012 (18/03/2011) página 5.
[8]Durante 2009 el poder ejecutivo provincial creo el Consejo de Políticas Educativas de la provincia al que le encomendó la tarea de formular un anteproyecto de nueva ley de educación. Según estaba programado, el anteproyecto elaborado por el Consejo debía someterse a una consulta durante unas jornadas que tendrían lugar en las escuelas de la provincia y en la que podían participar docentes, estudiantes, progenitores y cualquier otro miembro de la sociedad civil que se inscribiera para tal fin. Los resultados de la consulta sería luego levados al Consejo y este produciría un nuevo anteproyecto de ley que sería elevado al parlamento. Este procedimiento se cumplió de acuerdo a lo pautado, sin embargo cuando el proyecto fue finalmente elevado al parlamento surgieron conflictos.
[9]La ocupación de escuelas fue decidida en asambleas estudiantiles normalmente convocadas de manera espontánea por los propios estudiantes. La indagación etnográfica sugiere que en ellas solía aprobarse la ocupación de escuelas por aclamación de la mayoría. Sin embargo, estas no constaban con actas u otros procedimientos que certificaran la existencia de un quórum u otros mecanismos para acreditar la representatividad de quienes estaban reunidos en ellas, ni registros de los resultados de esos actos electorales. En general, la cantidad de participantes en las ocupaciones eran reducidas en comparación con lo que los propios actores reportaban como una participación masiva en las asambleas.
[10]Ver la transcripción taquigráfica de la sesión el 10 de noviembre de 2010, p. 31.
[11]Ibídem. p. 32.
[12]Ver transcripción taquigráfica de la sesión del 15 de octubre de 2010, p. 36.
[13]Ver las transcripciones de las Audiencias parlamentarias del 18 de noviembre de 2010, p. 20.
[14]Ibídem. p. 23.
[15]Ibídem. p. 37. Ver también la intervención de Martín Rodrigo en el mismo sentido.
[16]Ibídem. p. 6.
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