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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Carzolio

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº1. Mar del Plata. Enero-Junio 2015.
ISSN Nº2451-6961.
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto


Conflicto: el lado sombrío de la formación del Estado Moderno (siglos XVI-XVII).

María Inés Carzolio
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
micarzolio@fibertel.com.ar

Recibido:13/04/2015
Aceptado: 29/05/2015

Resumen

El debate acerca de los límites conceptuales y cronológicos referidos a la noción de Estado oscila entre dos polos en su aplicación a las instituciones de la Antigüedad, por un lado, y de la contemporaneidad, por el otro. ¿Deben considerarse estados las monarquías de la primera modernidad? Por otra parte ¿En qué consiste esa modernidad? En este trabajo trataremos de reflexionar acerca de los conflictos internos (políticos y religiosos, con las noblezas, la Iglesia, las ciudades) y externos (con reinos vecinos e imperios extraeuropeos) suscitados por los procesos de concentración del poder que implicó el surgimiento de las monarquías centralizadas de los siglos XVI y XVII, que los historiadores modernistas suelen denominar Estado Moderno.

Palabras claves: Estado; conflicto; monarquías centralizadas

Conflict: The Somber Side of Modern State Formation (XVI-XVII Centuries)

Abstract

The debate about the conceptual and chronological meaning of the notion of “State” finds its poles between the institutions of the ancient world, on one side, and the modern ones, on the other. Should monarchies of early modern be considered as States? What does “modern” mean in this case? This paper will try to reflect on the internal conflicts (political and religious, with the nobility, the Church, and the cities) and the external ones (with neighboring kingdoms and empires outside Europe), which were raised by the power-concentration processes involving the emergence of centralized State monarchies of the sixteenth and seventeenth centuries, to whom modern historians often call “modern States”.

Keywords: State; conflict; centralized monarchy. war

Conflicto: el lado sombrío de la formación del Estado Moderno (siglos XVI-XVII).


Estado y culturas políticas

Los dos términos del título suscitan cuestiones que deben atenderse con detenimiento. La primera es la cuestión del Estado.

Es conocido el debate que existe en cuanto al concepto de Estado constitucional, que ha sido el eje de un régimen discursivo destinado a interpretar al Antiguo Régimen desde hace dos siglos “anclándolo sólidamente a una particular concepción de la modernidad” (Benigno, 2013). Tal concepto fue elaborado historiográficamente en paralelo con el proceso de construcción del Estado y la nación en la Europa del siglo XIX, así como a un derecho y una cultura que presupone una particular visión del mundo y del hombre, a partir de las cuales cobra sentido y contribuye a su legitimación como parte del orden existente. Vale decir, desde una determinada cultura política. Desde el punto de vista filosófico fue Hegel quien le proporcionó su fundamento (Benz, 2010: 16; Benigno, 2013: 201).

La construcción del Estado nacional o de derecho en el siglo XIX exigió una operación ideológica durante la cual, la ideología liberal burguesa primero en lucha y luego triunfante, asumió la tarea de naturalizar la idea estatal, considerada como la culminación de las formas políticas que la organización humana se dio a lo largo de la historia (Garriga, 2004; 17-21). Tal operación implicó dispositivos de invención de la tradición y la selección de temas y problemas a tratar,[1] especialmente a través de los estudios históricos. Desde luego, fue ineludible también la ordenación de la realidad jurídica a partir de la división de lo público –perteneciente al Estado– y lo privado –a los intereses individuales– como dos polos irreductibles y en permanente contradicción, que tienden a proyectar en el pasado los rasgos salientes del modelo jurídico y político constituido por el Estado que se postula. Desde entonces, los juristas elaboraron una teoría del Estado que condensaba su estructura y los historiadores convirtieron esa teoría –fundamentalmente europeocéntrica– en la forma de organización política distintiva de cualquier sociedad civilizada mediante aquella proyección hacia el pasado. De tal modo se orientó toda una investigación acerca de las monarquías de manera genealógica a partir de la imagen del presente, como sostiene Antonio M. Hespanha, y se fue consolidando una visión igualmente genealógica del estado que confirmaba la historiografía (Hespanha, 1989: 20-33). De esa forma,

“Se construyó así un esquema interpretativo preordenado en función del resultado (una preconcepción), que determinaba tanto la selección de los temas relevantes (los procesos de concentración del poder y de centralización) como el tipo de fuentes a considerar o para estudiarlos (básicamente consistente en el derecho oficial) y el instrumental teórico empleado para comprenderlo” (Garriga, 2004: 16). [2]

Así, respecto a los siglos anteriores al XIX, elaboran una relación genética entre las monarquías europeas y el Estado contemporáneo, en una evolución finalista que conduce a leer el pasado desde el presente, y muestra a éste como el desarrollo de los elementos de aquél que selecciona e interpreta como material histórico según una imagen actual, a su vez legitimante y tautológica, pero que lo deforma unilateralmente. Es así como el rey pasa a protagonizar las funciones que la ideología liberal atribuye al poder ejecutivo en el Estado contemporáneo, en primer lugar en cuanto a la promoción y defensa del interés nacional y patriótico (Fernández Albaladejo, 2001). [3] En segundo lugar, a cumplir una misión de contención de las fuerzas particularistas y egoístas de la nobleza, que en la mitología liberal constituía el símbolo de las fuerzas hostiles a la unidad política, contención que se realizaría con el apoyo del tercer estado, burguesía in ovo, clase motriz del progreso político y de la racionalización social. El rey cumpliría también una función arbitral en los conflictos sociopolíticos, contrapesando las asimetrías sociales, por ejemplo en apoyo de la burguesía o del pueblo. En los Estados con monarquías parlamentarias, la tarea de justificación era más fácil.

De manera semejante, las Asambleas de estados, desde finales del siglo XVIII fueron asimiladas por políticos e historiadores a los órganos representativos surgidos después de la Revolución Francesa, al mismo tiempo que la historiografía las legitimaba como formas de regeneración de la constitución histórica, como ocurre, por ejemplo en España (Hespanha, 1989: 21-22)

Esta concepción genealógica es la que suele denominarse en la actualidad “paradigma estatal” (Hespanha, 1984).[4] Así lo designan Antonio M. Hespanha (1984) y Pietro Costa (1986), quienes a su vez, caracterizan el poder político de las monarquías centralizadas o absolutas como iurisdictio –a causa de la serie de relaciones por las cuales un conjunto de individuos estaba subordinado a otro–, extraña a la concepción del Estado de derecho posterior a la Revolución Francesa. Ese poder político dominante tiene la potestad de decir el derecho –declarar lo que sea el derecho– estatuyendo normas o administrando justicia en el grado y sobre el ámbito de su iurisdictio. El orden jurídico, que se asume como ya existente, debe ser mantenido. La idea central es la de que el poder político está sometido y limitado por el derecho, que es indisponible como anterior a éste (Vallejo, 1992; Gauvard, 1992)[5] . Responde a una concepción de base religiosa –una cosmovisión– que se expresa con la idea de un orden universal (cosmos) [6] , dominada por la creencia en un orden divino, natural e indisponible, que abarca la totalidad de lo existente y asigna a cada parte una posición y destino en el mundo, que debe ser universalmente respetado (Hespanha, 1982: 205; 1994-1995). La cultura política del Antiguo Régimen es de orden revelado (Clavero, 1993-1994), textual (contenida en los libros de autoridad como la Biblia y los textos normativos del derecho romano y canónico), leídos e interpretados por los santos, sabios, teólogos y juristas (glosadores, comentadores), pero también por la tradición histórica local, vale decir, presente en los derechos propios de los estados (status) y corporaciones que articulaban la vida social. No se halla allí ni individuos ni Estado, sino personas como estados y corporaciones con facultad de administrarse a sí mismas, vale decir, pluralismo institucional (Clavero, 1997; 1986). Por consiguiente, las dos interpretaciones encierran el conflicto de dos culturas políticas que no pueden conciliarse.


Estado moderno y crisis del paradigma estatal

Ahora bien, la puesta en primer plano del esclarecimiento de esta operación cultural y política ha ido reduciendo la aplicación del paradigma estatal a los tiempos anteriores al advenimiento del llamado Estado liberal burgués. Parecería que se rompe el consenso acerca de su utilización cuando se produce la llamada “crisis del Estado nacional” De ello se han ocupado la historia de las ideas políticas, la historia conceptual, la del derecho, la constitucional, la sociología histórica, la historia social, y la interdisciplinariedad (antropología jurídica, antropología política). Pero sobre todo, “el declive y caída del estado se ha transformado en un cliché de la teoría política” (Skinner, 2010: 45). En la historiografía europea hemos revistado la opinión de los críticos y es cada vez más numeroso el conjunto de historiadores que se les suma. [7] Sin embargo, continúan siendo muchos los historiadores, que siguen utilizando la expresión Estado moderno para lo que otros consideran premoderno, uso que por lo antedicho, no está exento de problemas. Al respecto, Garriga anota que la afirmación de la especificidad de modernidad “obliga a marcar la discontinuidad medieval-moderno” (Garriga, 2004: 23-24) en primer lugar, y luego plantea el problema de la génesis del Estado en cuanto a sus orígenes medievales, sobre todo “para precisar el sentido del cambio” y para averiguar qué novedades aporta lo moderno en relación con lo medieval, sin olvidar lo convencional de la periodización (Garriga, 2004: 23-24)[8] . Es bastante corriente que los historiadores identifiquen las monarquías centralizadas con la forma Estado, o Estado absolutista, como S. de Dios o P. Anderson, cuando a su entender existen aparatos centralizados de gobierno, soberanía y comunidad política.[9] Puede advertirse en la argumentación del primero, la idea de que en ese momento se verifica en España –ya reconoce su existencia durante el reinado de los Reyes Católicos– el pasaje de una sociedad-sin-Estado a una sociedad-con-Estado, entre la Edad Media y Moderna. Sin embargo, la soberanía real que implica el poder preeminente es muy difícil de sustentar teóricamente en la actualidad, después del reconocimiento de la soberanía compartida por la nobleza, los grupos privilegiados, por las ciudades autónomas, etc. [10]

Por todo ello, hace años ya que la expresión “Estado moderno” es cuestionada para referirse a las monarquías de los siglos XVI y XVII, en una división de las edades históricas que también ha perdido resonancias en el lenguaje histórico contemporáneo, al menos en ese tramo. Por otra parte, su inclusión en el Antiguo Régimen parece, acaso, algo contradictoria (Benigno, 2013:199-200) y se manifiesta en la investigación una clara propensión a no reconocer la existencia de un Estado premoderno.[11] Pero más allá de las consideraciones metodológicas y cronológicas, existe una tendencia general por parte de los investigadores, de aceptar la alteridad del Antiguo Régimen respecto al estado de la contemporaneidad, a la cual responden casi todos los historiadores hasta aquí citados. Un efecto de esa preocupación y de la ruptura del paradigma estatalista ha sido precisamente, como indica F. Benigno, “…el extraordinario corrimiento de atención del aumento de intensidad y racionalidad de los aparatos estatales al universo compuesto y polisémico de la corte” (Benigno, 2013: 217).

No se trata solamente de la recuperación de la dimensión cortesana del Antiguo Régimen, con la que Norbert Elías vinculaba la génesis del Estado moderno, el proceso de diferenciación social y el de civilización (Elias, 1982; 1988), pues se ha pasado a los estudios sobre la familia (Goody, 1986; Burguiere et. al., 1986; Stone, 1990; Chacón Jiménez, 1987; Dubert García, 1992), los linajes y a los de una corte en la cual parecen encerrarse los aparatos de poder[12], así como a todo el variopinto arsenal de elementos ceremoniales y simbólicos que las rodean (Kantorowicz, 1985; Jong, et. al: 2010). Vale decir, de unas monarquías pensadas como “Estado moderno” y por lo tanto, de “un mundo impersonal y burocrático”, se ha llevado el interés hacia la corte, “al mundo personal y patrimonial” que se contraponía al anterior (Benigno, 2013: 218), donde los cortesanos, su elemento esencial, elaboraron una conducta específica para alcanzar sus propios intereses (Martínez Millán, 2006: 57-61)[13] . En otras palabras, vistas de cerca, las instituciones en las cuales intervienen las elites, presentan el despliegue de las facciones, clientelas, redes de patronazgo (Reinhard, 1997: 15-35; Lambert et al, 1993; Blockmans y Genet, 2000; Genet, 1997). Aunque las investigaciones desarrollan proyectos que indagan desde el micronivel de los individuos al macronivel de la sociedad, más que al monopolio estatal de la esfera pública, parecen contemplar la emergencia de la esfera privada a través de las corporaciones.

A ello responde la observación de Mark Greengrass (2006: 72), acerca de lo que él considera “el meollo del proceso político desarrollado en la Europa del siglo XVI”:

“Por un lado estaban las estructuras políticas formales, consejos reales, tribunales superiores de justicia, tronos y cámaras, leyes y ordenanzas. Pero junto a estos elementos formales estaban las redes informales de poder, el favor y la influencia, las promesas y los premios, la honra individual y familiar, los privilegios y el estatus. Tanto las estructuras formales como las informales tenían sus propias reglas de compromiso. Unas dependían de precedentes históricos, de pretensiones jurídicas y de salvaguarda de la res pública. Las otras se basaban en la amistad y los contactos personales. La política del siglo XVI se situaba en la intersección de estas dos estructuras, pues era la interacción de ambas la que hacía que funcionaran sus sistemas políticos.”

En cuanto a los estudios acerca de la familia, al confrontar el significado de las tesis que la historia de ésta ha puesto de relieve respecto a la estructura y organización de las relaciones sociales con el comportamiento, actitud, ideales y prácticas cotidianas de los distintos grupos, comienzan a esbozar un nuevo marco de hipótesis que otorgan una dimensión y poder explicativo nuevo y diferente al linaje, la casa, la dote, la herencia, la estrategia matrimonial o la institución del mayorazgo. De modo que la investigación acerca de las instituciones ha dejado de ser campo casi exclusivo de los historiadores del derecho para abrirse a los estudios de una nueva historia socio-política, así como a una historia de la conflictividad y la negociación (Guillamón Álvarez & Ruiz Ibáñez, 200).

Se acepta que cuando se trata del Estado, se habla de poder político, lo cual no agota las formas del poder en el seno de la sociedad (poder económico, poder social, poder cultural…) como muestran las consideraciones anteriores. El poder político sería una forma específica que concierne al Estado y que incide en todas las esferas sociales, actúa mediante decisiones vinculantes para toda la comunidad, y acompaña a otras formas de ejercicio del poder (Monsalvo Antón, 1986: 100-167; Poulantzas, 1973: 197 y ss.) ¿Basta para definirlo? Desde la historia de las ideas, Quentin Skinner considera “que nunca ha existido un concepto único al que el término estado se refiera” (Skinner, 2010:5-6). [14]

¿Cuándo nace? No cabe duda de que existen profundas diferencias entre contemporaneístas[15] y modernistas -como también con antiquistas y medievalistas- en cuanto a la cuestión de la estatalidad. Si no se limita el concepto de Estado a las formulaciones de la teoría estatal del siglo XIX, se debe aceptar que sus orígenes son remotos, y por consiguiente, también sus rasgos fundamentales. El debate continúa abierto y muchos historiadores consideran al Estado un fenómeno de la historia universal de larga duración y no una invención de la modernidad europea a partir del siglo XVI. En nuestro caso, porque no compartimos tal presunción, nos limitaremos a los siglos de la modernidad temprana y con los reparos ya formulados.


Conflictos externos e internos a los reinos en la Edad Moderna

Los constitucionalistas alemanes del siglo XIX definían al Estado por tres elementos que forman el sistema político: el dominio sobre un territorio delimitado, la población y el poder estatal soberano. Este modelo puede hallarse en G. Jellinek, E. W. Böckenforde y Max Weber. Puede variar en distintos autores, pero lo que subrayamos aquí es la capacidad de dominación por medio de la cual monopoliza dentro de un territorio la violencia física legítima: fuerzas armadas, administración pública, justicia y policía (Weber, 1964: 28 y ss, 541 y ss, 821 y ss; 1979: 92:). [16] Muchos historiadores, utilizando una forma amplia de conceptuación del Estado, han sostenido que los siglos XVI y XVII tienen especial significación para su formación en Europa, al margen del debate de su carácter preestatal para unos, premoderno para otros (Van Dulmen, 1986: 300 y ss). [17] Varias líneas teóricas han tratado de explicar las causas de la formación de los estados, en general, vinculadas a las teorías de la violencia o del conflicto: son aquellas que atribuyen la intensificación de la organización interna a la necesidad de defensa frente a amenazas externas o interiores (Genet, 1997: 4-7). [18]

De todos modos, aunque a las monarquías de los siglos XVI y XVII les faltaran rasgos importantes de modernidad y de estatalidad[19] –ya que a diferencia de la sociedad contemporánea no se daban en ellas las condiciones de igualdad ante la ley, legalidad, generalidad, separación de poderes– es durante ese período que aparece la denominación de “Estado” para designar conjuntos políticos extensos en las lenguas romances del sur de Europa (Skinner, 2010: 8). Esas monarquías se distinguían del Estado contemporáneo por la patrimonialidad del poder, por su legitimación mediante la referencia a un ordenamiento divino, por servir intereses dinásticos y linajísticos, por la concepción corporativa de la sociedad a raíz de la cual el monarca debía garantizar a cada cuerpo y a sus integrantes, la posibilidad de alcanzar sus objetivos últimos en orden a la realización de su destino cósmico –lo cual impedía la existencia de un gobierno político absolutamente centralizado (Duchhardt, 1992: 65-90; Benz, 1992: 37-42; Hespanha, 1989: 233-241)[20] – a causa de lo cual el rey o el príncipe tenían la obligación de proteger a los particulares y a la comunidad frente a los enemigos externos y controlar los conflictos internos (Anderson, 1985: 14). [21] Pese a estas notas características, tampoco puede negarse que en esa época se dio una gran transformación política en la mayoría de los reinos europeos occidentales, que se encaminó a la creación de un fuerte aparato que suele llamarse monarquía absoluta, autoritaria, preeminencial (De Dios, 1988: 44; Monsalvo Antón, 1986: 102).[22] A menudo la formación del Estado por quienes afirman sus orígenes medievales o modernos (Valdeón Baruque, 1981: 79-96; 1975: 32-33; Suárez Fernández, 1975; 1982: 11-13; De Dios, 1988; Maravall, 1986: 11-13; García Pelayo, 1994; González Alonso, 1983: 368- 380; Genet, 1997), [23] son descritos como un proceso de acumulación de poder (Schiera, 1985) y por consiguiente se enfoca en el aspecto militar, tributario y administrativo.

La concentración del poder en el príncipe le permitió asumir medios esenciales que Max Weber agrupó como el conjunto de facultades que le proporcionaron el monopolio del mismo, y sobre todo, de la coacción, criterio decisivo de la estatalidad moderna (Weber, 1964: 661 y ss.). Este conjunto de facultades suponen el manejo de la persuasión[24] y de la violencia en dirección a la obtención de los fines últimos que se identifican con el bien común.[25] En ese sentido cabe aceptar la definición de que “conflicto es una forma de interacción entre individuos, grupos, organizaciones y colectividades que implica enfrentamientos por el acceso a recursos escasos y a su distribución”, siempre que se tenga una apreciación amplia de los “recursos escasos”, que abarque además de la dimensión material, el honor, el capital social, el prestigio, etc. (Pasquino, 1985).

Solo a él correspondía el derecho de dictar y hacer cumplir las leyes (Benz, 2010: 38)[26], extraer impuestos[27] y conducir la diplomacia o la guerra frente a otras “unidades de dominación independientes”, vale decir, hacer frente a los conflictos exteriores.[28] La decisión y la responsabilidad de la guerra, en última instancia, recaía en los gobernantes y particularmente en los reyes.[29] Las monarquías de comienzos del siglo XVI –llamadas a menudo Estados modernos– estaban en competencia (interna y externa), o en simbiosis, con otras estructuras de poder: poder de las ciudades –de las cuales algunas se transformaron en Estados, a veces principescos, a veces republicanos– poder de Estados (en ocasiones, Ligas), poder de la Iglesia (Reinhard, 1997: 25; Benz, 1992: 39), poder imperial, etc. No se imponen fácilmente frente a otros poderes. En el interior de los reinos, aunque no se vació totalmente de competencias a los poderes estamentales intermedios (la Iglesia, la nobleza, las ciudades), éstos quedaron debilitados o domesticados ya sea por problemas económicos, ya por las guerras civiles religiosas (Benz, 1992: 38; Duchhardt, 1992; 71-72), todo lo cual implicó también la creación de aparatos de control y procesos a menudo dilatados, a veces violentos, en ocasiones negociados, pero siempre conflictivos.[30] El desarrollo coetáneo de un cuerpo administrativo o burocracia, y en su interior, de los tribunales reales, únicos legitimados para la resolución de conflictos legales en ciertas instancias, requirió perfeccionar la extracción de impuestos e impulsar la capacidad contributiva general mediante el encauzamiento dirigista de la economía, que variaba de un reino a otro (Benz, 1992: 40; Genet, 1997: 4). [31] Esa política provocaría no pocos conflictos sociales y contra poderes regionales (Duchhardt, 1992: 26-27, 48, 35-36). [32] Los europeos de los siglos XVI y XVII no solo vivieron la inédita experiencia del descubrimiento de nuevos continentes, islas y regiones, sino además, la de organizarlas y explotarlas de acuerdo con intereses europeos. Si bien portugueses y españoles fueron los primeros en el siglo XVI, en el XVII menudearon las empresas inglesas, francesas, holandesas, e incluso de principados alemanes, todas las cuales se diferenciaron solo en intensidad en cuanto al empleo de la violencia.[33]

Aunque puedan darse matizaciones en el conjunto de esta construcción, suele ser compartida por los historiadores en sus líneas generales. Diversas corrientes metodológicas han atribuido sentidos diferentes a la institución estatal. En los siglos XVIII y XIX, la diseminación de las costumbres y las instituciones sociales solían explicarse por difusión, adaptación o evolución, a la manera de la biología y la física. La alternativa era hacerlo conforme a su función social en el presente, es decir, en el aporte de cada una de aquéllas al mantenimiento de toda la estructura. Ésa fue la contribución del funcionalismo, que preconizaba la existencia de un sistema de equilibrio en la sociedad y las instituciones (Malinowski, Radcliffe-Brown). En los años 20´, después de la desaparición de los sociólogos Émile Durkheim y Max Weber, los teóricos sociales se apartan del interés por el pasado. Hay que esperar hasta los años 50´ y 60´ del siglo XX para que se imponga en la investigación histórica, particularmente en Francia, el método sociológico de matriz durkheimiana, paralelamente con el abandono de la historia evénémentielle criticada por Simiand, para convertir en objeto de estudio científico solamente lo repetitivo y sus variaciones, las regularidades observables a partir de las cuales sería posible inducir leyes.[34] Esta perspectiva predominó durante la llamada segunda generación de Annales, [35] y con la emergencia de la historia social.[36] Pero Annales también sería dominada por la figura de Fernand Braudel y su modelo ecológico demográfico, que coexistió con el modelo de análisis marxista de la lucha de clases. Si bien en El Mediterráneo y en mundo mediterráneo en la época de Felipe II, no está ausente la experiencia de las masas, en el espacio del entorno total y la larga duración, aquélla y la acción humana quedan reducidas, lo cual, unido a su concepción de las estructuras como formas coactivas, llevó a que se lo acusase de un cierto determinismo. La adopción de esa perspectiva, la de la historia global, se produjo en el contexto de un proceso sociopolítico e ideológico marcado por una profunda influencia del estructuralismo marxista, que afirmó el carácter de clase para el Estado. No obstante, en la segunda mitad de los ´60, Roland Mousnier -que no abrevaba en el marxismo sino en el weberianismo y el funcionalismo, no plantea la rebelión de la Fronda como lucha de clases, sino como la oposición de grupos constituidos por una especie de corte vertical que atraviesa toda la sociedad. La Francia de los siglos XVI a XVIII sería una sociedad corporativa, de órdenes. Mousnier polemizaría con Labrousse -y con Porchnev- sobre la naturaleza de la sociedad francesa del siglo XVII: si era una sociedad de clases fundamentalmente política o una sociedad de órdenes. Vale decir que se discutía acerca de la licitud de la aplicación de categorías creadas para el análisis de la sociedad capitalista industrial a la sociedad corporativa, o si ésta debía ser estudiada dentro de su propia lógica estamental. En los dos casos, la monarquía expresaba la fuerza coactiva del grupo social dominante y su función era la de controlar el conflicto, tanto en la sociedad de órdenes como en la de clases, vale decir, desde las perspectivas del funcionalismo.

El modelo de la historia social ligado a la historia económica entró en crisis a fines de los ´70 y comienzos de los ´80, sobre todo porque se produjo una tremenda expansión del campo de la primera, que condujo a su fragmentación, a la “historia en migajas” (Dosse, 1987). Pero el interés acerca del conflicto se mantuvo, aunque trasladado fundamentalmente a la contemporaneidad.

Dentro del funcionalismo se han dado diversas interpretaciones que aparecen graduadas en el espectro de un continuum que en un extremo ve en cada sociedad algo armónico y equilibrado, que constituiría su estado normal (Comte, Spencer, Pareto, Durkheim, Parsons, Mousnier), donde el conflicto irrumpe como una patología –cuyas causas son metasociales– que se ha de reprimir y suprimir. El conjunto de teorías que comparten de alguna manera este supuesto, son las que parten de las hipótesis de la estabilidad, del equilibrio, de la funcionalidad, o del consenso.

En el otro extremo se encuentran aquellos (Marx, Sorel, J. Stuart Mill, Simmel, Dahrendorf, Touraine, Porchnev) que estiman que cualquier grupo o sistema social se ve surcado continuamente por conflictos, ya que en ninguna sociedad la armonía o el equilibrio son estados normales, sino que lo son más bien el desequilibrio y la desarmonía.

La estabilidad estructural, identificada como consenso social, ha sido desmentida recientemente respecto a la Castilla del siglo XVII por investigaciones que parten de los supuestos de que, por una parte, toda sociedad contiene situaciones de estabilidad -lo que no significa de equilibrio sociopolítico- pero por la otra, la propia organización no igualitaria de una sociedad también tiende a crear las condiciones objetivas en las que el descontento o el malestar de los componentes de un colectivo con su propia posición subordinada, se puede orientar de manera activa contra el orden socioinstitucional (Guillamón Álvarez, 2001: 13-23). [37] Sin embargo, aunque la sociedad castellana era más conflictiva de lo que se pensaba, la monarquía tenía la capacidad de asumir el desorden y de situarlo en los límites de lo políticamente aceptable, vale decir, que era competente para articular los medios para asumir en su seno las contradicciones internas. Sin embargo, esa misma experiencia no fue repetida por otras monarquías contemporáneas e incluso, por otros territorios de la misma monarquía hispánica durante el mismo período.[38]

Ya no se puede sostener que las guerras, cuyo calibre aumenta desde el siglo XIV en adelante, fueran libradas por Estados nacionales.[39] Existía una gran variedad de formas de gobierno (el Sacro Imperio Romano, ciudades estado, repúblicas confederadas, numerosos principados, reinos, y en los márgenes, lugares exentos de un poder político formal). Tampoco podemos afirmar que existen monarquías nacionales[40] en los siglos XVI y XVII, pues su carácter compuesto es notorio excepto en el caso francés.[41] Aragón y Castilla, dos reinos medianos a fines del siglo XV, en el plazo de una generación constituyen un imperio bajo la dirección de la unión de las coronas, que abarcará una parte notable del planeta y se extenderá en porciones de dos continentes (Europa y América), poseerá plazas fuertes en un tercer continente (África), y conquistará a fines del siglo XVI posiciones estratégicas en un cuarto (Asia), justificando el aserto de que en los dominios de su rey nunca se ponía el sol. En cuanto a Inglaterra, como Francia, comenzará a integrar su imperio colonial en el siglo siguiente.

Para Weber, como para Wallerstein, los reyes aprovecharon diversos mecanismos de fortalecimiento de su poder, solo uno de los cuales es el del monopolio de la fuerza (Weber, 1964: 44-45; Mousnier, 1982; Vicens Vives, 2001: 38; Wallerstein, 1979: 193- 202)[42]. Vicens Vives destacó “el carácter revolucionario que tuvieron tales conflictos desde el punto de vista interno”, porque “no fueron una sucesión de acometidas militares entre Estados homogeneizados, como las guerras `nacionales´ del siglo XIX”, sino “arremetidas” en las cuales desempeñaron un papel importante “las disidencias y las oposiciones intestinas de cada incipiente formación política”. El triunfo de la monarquía que llama preeminencial renacentista se logró sobre una doble vertiente: “exteriormente, aniquilando o reduciendo a un enemigo peligroso; internamente, acaudillando una facción de la propia guerra civil.”[43] Tal sería para este historiador, el origen del

“…fabuloso acrecentamiento del poder del Príncipe, y su justificación como doble garantía para mantener el orden dentro del Estado y su invulnerabilidad frente a las potencias exteriores surgidas en análogo proceso. Tareas ambas que sólo podía realizar mediante la creación de un ejército permanente, independiente de todo vínculo feudal, que tuviera como fines primeros hacer respetar sus preeminencias soberanas en el propio territorio estatal e implantar una estructura administrativa que fuera capaz de asegurar los recursos financieros exigidos por el mantenimiento del mismo” (Vicens Vives, 2001: 38-39).

Si bien Vicens Vives enuncia las tareas a realizar desde fines del siglo XV, se sabe que los ejércitos “nacionales” fueron tardíos y no aparecen formalmente hasta la segunda mitad del siglo XVII pero indica los dos frentes de conflicto que enfrentaron las monarquías para imponer su dominio, y los recursos de los cuales se valió.

La guerra no se nutría solamente de los conflictos intraeuropeos, sino también de la dilatada amenaza del Imperio otomano que en 1521 se aproximó a la reconstrucción de las fronteras del Imperio Romano de Oriente de la época de Justiniano.[44] Se trataba no solo de un peligroso vecino para la Europa latina, sino de un enemigo de la fe cristiana, hasta entonces compartida por los europeos, contra el cual se llevaba una guerra de siglos. Otra zona bélica de dilatada conflictividad fue la de las zonas fronterizas entre las posesiones imperiales de los Habsburgo y del rey de Francia (condados de Flandes y Artois, territorios italianos de Milán y Nápoles), cuyo trasfondo es la disputa por la corona imperial, pero también el cerco con que la dinastía austríaca amenaza al reino franco.[45]

Esas amenazas externas pudieron tener efectos sobre la pacificación y consolidación interna del Estado “en la solidarización creciente de la sociedad de la alta nobleza y una canalización del potencial de violencia del espacio interno a las fronteras estatales” (Marquardt, 2009:31).

Dentro del espacio europeo, J. R. Hale diferencia etapas cronológicas de desarrollo de los conflictos bélicos: antes de 1495, las guerras de Europa occidental eran una forma de resolver conflictos internos violentos (Guerra de las Dos Rosas, guerras de Luis XI de Francia por los ducados de Bretaña y Borgoña, conquista de Granada por los Reyes Católicos, y la miríada de guerras menores en el interior del Sacro Imperio Romano Germánico). En esos casos “se trataba de guerras que formaban parte de un proceso de autodefinición territorial dentro de unas fronteras más o menos tradicionales y de unas lenguas aproximadamente nacionales” (Hale, 1990: 22).

La corona española parece haber logrado el control de la nobleza en el siglo XVII, aunque no el de los conflictos sociales que conducen la separación de Cataluña en 1640. La crisis española facilitó la restauración portuguesa, con la dinastía de los Braganza en ese mismo año, cumpliendo con las aspiraciones de la aristocracia lusitana. En cambio, la conspiración del duque de Medina Sidonia en Andalucía (1641) que parece haber alentado un intento particularista y la conspiración del duque de Hijar, acaso con aspiraciones de instaurar una monarquía independiente del reino de Aragón en 1641, fueron rápidamente neutralizadas y no cobran mayor trascendencia. La monarquía portuguesa recientemente restaurada sufriría conflictos dinásticos y la deposición de Juan IV, reemplazado por su hermano Pedro en 1668. En Irlanda se van a producir reiteradas insurrecciones en los siglos XVI y XVII, con motivaciones a la vez políticas y religiosas por parte de sus aristocracias. Lo mismo sucederá en Inglaterra, donde después del fin de la Guerra de las Dos Rosas, los reyes debieron enfrentar sublevaciones aisladas pero numerosas[46], y a mediados de la primera mitad del XVII, la de la baja nobleza, que obtiene la victoria frente a Carlos I y luego destituyó a Jacobo II en 1688 (Van Dulmen, 1986: 360 y ss.; Royle, 2004). En Francia Luis XIII y Luis XIV lograrían imponerse rotundamente a la nobleza (Parker, 1983).

Al Sur de los Alpes, la situación es diferente porque las potencias que compartían en el siglo XV la península itálica (Milán, Venecia, Florencia, el Papado y el reino de Nápoles) “ya habían llegado a los límites razonables de expansión y estaban ansiosas por canalizar los recursos que habían obtenido”. Las tensiones desencadenadas en esos estrechos límites provocaron a partir de 1494 guerras con “implicaciones internacionales sin precedentes”, que tanto por esto como por sus costes y esfuerzos humanos, inician una nueva era. Ninguno de esos estados quedó indemne y solo Venecia salvó su tradicional independencia. La rivalidad dinástica entre los Valois y los Habsburgo multiplicará los motivos de conflicto. Carlos V, dueño de Nápoles, quiso asegurarse las comunicaciones fluidas entre sus posesiones españolas y alemanas y buscó dominar Génova y Milán como base de los movimientos de tropas hacia sus estados de Borgoña y de los Países Bajos. Los franceses, por necesidad estratégica y por rivalidad personal, puesto que Francisco I también había pretendido el Imperio, intervinieron en las guerras en Saboya, Piamonte y Provenza, noreste de Francia, Luxemburgo y Lorena.

Desde la Baja Edad Media y en el siglo XVI se había acentuado la “tendencia a la implosión del sistema dinástico europeo”, que significó la concentración del poder en un número menor de linajes, especialmente en la Europa central, lo cual condujo tendencialmente a la reducción numérica, pero de ningún modo a la intensidad de los conflictos (Marquardt, 2009:34-40). [47]

Por su parte, Hale descarta al móvil económico como origen de la guerra exterior, pero no los recursos disponibles para ella por parte de los gobiernos:

“La ampliación de los ejércitos y la mayor duración de las campañas fueron la consecuencia de un incremento de la riqueza imponible, debido a la presencia de un gobierno centralizado más eficaz, al aumento de la población, a la ligera mejora de la eficiencia de la agricultura y al estímulo que supusieron para el comercio y la manufactura la afluencia de oro y plata y las exportaciones de producto manufacturados a la otra orilla del Atlántico. El alcance de la guerra en la sociedad europea habría sido menor sin las hazañas americanas de Colón, Cortés y Pizarro” (Hale, 1990: 33).

El siglo XVII presencia la “revolución militar” (Parker, 1990) con la aparición de nuevas armas de fuego, sobre todo los mosquetes, y nuevas tácticas. Los ejércitos aumentan sus efectivos, lo que exigió el sistema de contratas por empresarios privados con licencias para cobrar tributos militares, “contribuciones” en territorio enemigo, en el neutral o en el propio, que recaudadas bajo presión militar lograban éxitos mayores de lo que toleraba ningún sistema tributario civil. Sin embargo, su desempeño militar por falta de experiencia y de instrucción, la ausencia de un armamento, uniformes, hacía prevaleciesen las tropas de veteranos. Esa fue la ventaja de los españoles frente a los protestantes alemanes y frente a los franceses hasta Rocroi (1643), pero también la de los suecos frente a los imperiales y a los católicos en Breitenfeld (1631) (Parrot, 2002: 132-136).[48]

Así como debían conducir la guerra contra los príncipes vecinos a menudo, debían protegerse de ellos. Más allá de lo que anota Hale se puede señalar que los reyes españoles procuraron la defensa y protección del territorio peninsular y de los dominios italianos, especialmente Nápoles y Sicilia, hasta 1640[49], y trataron exitosamente de llevar la guerra fuera de aquellos territorios. La organización de una fuerza permanente de defensa general de sus dominios no solo era muy difícil de constituir. Tal esfuerzo no se lleva a cabo solamente con contingentes propios, muy costosos cuando se estacionaba ejércitos fuera de la península, sino también con tropas de aliados y mercenarios, recurso por lo menos igualmente oneroso. Era preciso controlar ciertas vías de comunicación y puntos de apoyo logístico por donde circulaban tropas, dinero, armas. Es el caso del “camino español”[50] de Lombardía a los Países Bajos, y también en el de las rutas transatlánticas entre España y las Indias y el del trayecto marítimo entre Barcelona y Génova. Todas esas rutas sufrieron fuertes enfrentamientos militares. Si por un lado la presencia de los turcos en el Mediterráneo y de los piratas norteafricanos, exigió a los españoles el mantenimiento de plazas en el norte de África, donde dominan Orán, Melilla, Bugía, Trípoli, La Goleta, puertos disponibles para las escuadras de galeras, las amenazas y costos militares crecientes, promovieron una consolidación política interna (Marquardt, 2009: 40). [51]

El último móvil mencionado por Valla, la entrada en guerra “por vengar un agravio y defender a los amigos”, vale decir, el apoyo a los aliados, no sería cuantitativamente importante, pues estima que se presenta en pocos casos. La mayoría de los que se evocan corresponden más bien a conflictos internos, sobre todo a partir de la disidencia religiosa y en el ámbito imperial.

“El conflicto no dio lugar a guerras entre un país protestante y otro católico declaradas únicamente sobre la base de principios religiosos. Las guerras de fe eran internas, aunque se convirtieron sobre todo en un gran conflicto ideológico, capitaneado desde la Ginebra de Calvino y desde Roma, que endurecieron el talante de la diplomacia por doquier y espolearon las intervenciones militares para defender a los amigos” (Hale, 1990:34).

Pero ¿pueden distinguirse estrictamente los conflictos externos e internos? Tal vez resulta más o menos claro en cuanto a la expulsión de los judíos desde la Baja Edad Media en casi todos los reinos del Occidente europeo.[52] Los musulmanes del emirato de Granada, fueron obligados después de la conquista de 1492 a optar entre la conversión al catolicismo, la emigración o la pena de muerte. Los conversos que provenían del judaísmo o del islamismo quedaron sujetos al control de religioso de organismos civiles (tribunales reales) o religiosos (Inquisición) y a menudo padecieron procesos de herejía. La presión para que los islamitas abandonaran sus signos culturales derivaron en el reino castellano en rebeliones reprimidas de manera sangrienta entre 1568 y 1570 (rebelión de las Alpujarras) y finalmente, en su expulsión en 1609, pese a su cristianización. Además de los conflictos religiosos, que se exteriorizaban en largas y extenuantes guerras civiles o internacionales, las monarquías trataban de lograr la imposición de la cosmovisión religiosa que de acuerdo con el bien común, conducía a la salvación, y de reprimir minorías contestatarias o disidentes o de las cuales se sospechaba que tenían familiaridad con criaturas diabólicas o sobrenaturales (brujas y brujos).

La persecución de la disidencia religiosa fue acompañada por un extraordinario esfuerzo teológico y jurídico por parte de todas las confesiones para sancionarla y perseguir a quienes las profesaban.

En 1517 se inicia el conflicto religioso entre católicos y protestantes (luteranos y calvinistas), que se va a combinar con factores económicos y geopolíticos. El luteranismo alemán, operando sobre el mosaico del imperio obligó –según Hale– a Carlos V al compromiso de cuius regio uius religio en 1555, porque el emperador necesitaba apoyo uniforme contra una tercera y poderosa fe militante, la del Islam (Hale, 1990: 34). Si bien eso es cierto, el mismo autor muestra que no impedirá que la Francia católica reaccione contra el poder de los Habsburgo e intervenga en los múltiples conflictos que se sucederán, como también lo hará Inglaterra, en contra de los católicos Habsburgo. La primera soportará durante el siglo XVI duros enfrentamientos en una guerra que divide verticalmente a la sociedad y se expresa en múltiples conflictos locales con gran heterogeneidad de motivos y una cruel represión de los católicos contra los hugonotes. Al imponerse la Reforma con el ascenso al trono de Isabel I en Inglaterra, la represión se invertirá finalmente contra los católicos, desde la segunda mitad del siglo XVI. Pero la corona pobre en el siglo XVI, debe solucionar aun en el siglo XVII la lucha entre católicos y protestantes dentro de su propio país, además de los problemas planteados por la hegemonía sobre Escocia e Irlanda. Isabel apoyará a los protestantes en todos los puntos donde mantienen luchas contra los católicos. El esfuerzo bélico del emperador Carlos V primero, y de su hijo, el rey español Felipe II después, recae especialmente sobre los reinos peninsulares y sobre Castilla, pues a la expansión agrícola y mercantil del siglo XVI se sumarán para ella los recursos americanos en metales preciosos (Marcos Martín, 2000; Molas et. al., 1998; Gelabert, 1997; Hale, 1990).

Esto último se convertirá en un estímulo para la actividad de los corsarios ingleses –depredadores de las flotas españolas en el Atlántico, pero que también atacan Galicia y Andalucía– a quienes alienta la reina Isabel I, a falta todavía de una flota poderosa. La respuesta española será la expansión de la construcción y dotación de naves que desde el siglo XV defendían Gibraltar, a lo que se agregará la de fortalezas y atalayas en el litoral mediterráneo español –que de todas maneras no quedará totalmente a salvo de las incursiones turcas y norteafricanas- en un sistema defensivo en el cual están incluidas las islas de Baleares, Cerdeña, Sicilia, el reino de Nápoles, pero también Génova y Córcega. Desde el siglo VII se arrastraba el multisecular conflicto religioso entre cristianos y musulmanes en el Mediterráneo, que se prolonga entre europeos y turcos en la Edad Moderna. Se puede recordar por otra parte, que los conflictos exteriores alentaban los interiores, como ocurre con la rebelión de los moriscos en las Alpujarras y más tarde la rebelión de Portugal y de Cataluña (Elliott, 1977; Elliott et. al., 1992).

Respecto a los conflictos internos, se ha dicho que Castilla fue durante los dos primeros siglos de la modernidad un territorio de paz, un territorio no conflictivo[53] hasta 1640, a diferencia de Francia e Inglaterra, pero sus problemas militares fueron numerosos y costosos. La organización de una fuerza permanente de defensa en territorios dilatados era muy difícil de conseguir y fue imperioso obtener el concurso de milicias y cuerpos de mercenarios y de aliados, a alto costo. El reinado de Felipe IV marca el límite de esta política.


Conclusiones

La acumulación de poder en manos de quienes ocupan la cúspide de la organización política durante la Edad Moderna europea tiene su lado sombrío en cuanto a su imposición y a la definición y la realización del “bien común”. Ese poder político dominante tiene la potestad de decir el derecho, estatuyendo normas o administrando justicia en el grado y sobre el ámbito de su iurisdictio. Puesto que el orden jurídico, se asume como ya existente e indisponible, debe ser mantenido, y a ello deben dirigirse los esfuerzos de los gobernantes mediante el consenso o la violencia. La concepción de base religiosa se expresa en la idea de orden universal[54], centrada en la creencia en un orden divino, natural, y como tal, indisponible, que debe ser universalmente respetado. La unidad de los objetivos de la creación no exigía la homogeneidad, sino la colaboración de todas las partes del cuerpo social en la consecución del fin común. De allí la imposibilidad de un gobierno absolutamente centralizado. La función de la cabeza es la de mantener la armonía entre todos los miembros, garantizando a cada uno su estatuto. La realización de la justicia se convertía así en el fin último del poder político y se identificaba con el mantenimiento del orden social y político existente. De allí el deber del gobernante de defender y realizar verdades absolutas en interés del bien común, que afectó especialmente la protección de la esfera religiosa y espiritual y derivó en represión y persecución.

El proceso de centralización del poder en la primera Edad Moderna condujo a que la lógica feudal de la rivalidad entre los príncipes europeos creciera con el aumento de su capacidad militar, pues debían protegerse de sus vecinos y en lo posible, despojarlos. Pero no solo debían combatir a sus pares, sino también a instituciones rivales autónomas: la Iglesia, las ciudades. Por eso, la guerra, la religión y el amor a la patria local, constituyeron argumentos decisivos en manos de los aristócratas. Poco a poco, las guerras privadas y los conflictos feudales, que durante la Edad Media fueron considerados legítimos, dejaron de ser posibles, ya sea por la limitación de los recursos económicos de la mayor parte de los contendientes, ya porque las monarquías reclamaban el monopolio legal de la violencia lícita a través del ejercicio de la justicia.

Esta capacidad de las coronas permitió la disminución de la violencia cotidiana en pequeña escala, pero se incrementó la del Estado.

El aumento del número de soldados en los ejércitos y el mejoramiento de las armas y de las técnicas de combate, como así también del adiestramiento de las tropas, limitó la participación en las guerras a la de los estados.

Pero el mantenimiento de las tropas, cada vez más dilatado en el tiempo, y las luchas cada vez más alejadas del centro político de los reinos, obligaba a la organización de sistemas tributarios más sofisticados, que allegaran con regularidad los recursos necesarios. Poco a poco, la ineludible recluta por empresarios de la guerra fue conduciendo a la sustitución por la estatal, y los medios de mantenimiento y de pago a los combatientes, por sistemas de abastecimiento que por ineficientes causaban enormes daños en las zonas implicadas por los conflictos. Sin embargo, tanto la guerra ofensiva (ejércitos) como la defensiva (sistemas de defensa) creaban necesidades administrativas, dando lugar al surgimiento no solo de una oficialidad profesional, sino además, a una burocracia especializada.

La tributación en aumento, a veces cuestionada a través de rebeliones, hacía por lo menos conveniente alguna legitimación religiosa por parte de las monarquías. Hasta entonces, la Iglesia Católica había sido bastante autónoma y hasta había rivalizado con el poder del Emperador o de los reyes. Pero los sacerdotes eran los mediadores profesionales de la salvación y proveían de sustento ideológico a los monarcas. La situación cambia radicalmente con la aparición de la Reforma, que los hace superfluos, y tanto sus bienes como los integrantes de la Iglesia pierden la capacidad de existir de manera autónoma. Tanto la iglesia católica como las nuevas iglesias “confesionales” - que compiten intensamente entre sí- necesitan la protección de los poderes seculares y fueron sometidas por los reyes. En la sociedad fragmentada, la identidad política fue también religiosa. Donde las medidas políticas eran resistidas, las que se legitimaban desde el punto de vista de la salvación eterna de los súbditos, podían ser más fácilmente aceptadas. El estado confesional –la intolerancia era la regla– exigió la concordancia de la fe del monarca y la de sus súbditos, en general. De allí que se desarrollaran persecuciones conducidas militarmente o por medio de sistemas inquisitoriales, por un estado policíaco.


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María Inés Carzolio es Doctora en Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ex - Profesora titular de Historia de Europa II e Historia de Europa III de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario y actual de Historia General IV (siglos XVI a XVIII) de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Ha publicado en colaboración con R.L.Vasallo y L. Da Graca, Documentación del Monasterio de Santo Toribio de Liébana. Apeos de 1515 y 1538, Fundación Marcelino Botín, Santander (2001), como coordinadora Inclusión/exclusión. Las dos caras de la sociedad del Antiguo Régimen (2003), y como compiladora, en colaboración con el Dr. Darío Barriera, Política. Cultura. Religión. Siglos XIV-XIX. Homenaje a Reyna Pastor, y com las Dras. Cecilia Lagunas y Rosa Fernández, El Antiguo Régimen. Una mirada de dos mundos: España y América, además de numerosos artículos en compilaciones y revistas nacionales e internacionales. El trabajo es fruto de investigaciones realizadas en la dirección de proyectos con incentivos: "Estructuración de las relaciones entre la sociedad y el Estado en la conformación de la monarquía española entre los siglos XIII y XVIII" (UNR), 1996-2000, “Actores, espacios y sedes del poder político en la Monarquía Hispánica durante el Antiguo Régimen (siglos XV-XIX)” (U.N.R.). 2001-2003, "La Monarquía Hispánica: poder político, ordenamientos jurídicos, prácticas culturales (ss. XV-XIX)" (UNR.), 2004- 2007, “La monarquía hispánica: formas del poder político, del poder social, de la justicia, siglos XIV-XIX”. (UNR), 2008-2012, y del proyecto sin financiación “Política y sociedad de Antiguo Régimen en Europa y en el Plata” (Codirector: Dr. Guillermo Banzato) (2013- 2014)


[1]Sobre la construcción historiográfica del estado moderno a partir de Hegel, pasando revista a las posiciones filosóficas e historiográficas, véase (Benigno, 2013: 201-216). Sobre el caso inglés, (Hobsbawm & Ranger, 2002); con una visión paneuropea, (Blockmans & Genet, 1993: parte II; Palti, 2003).

[2]Se puede recordar la temprana advertencia de Jaime Vicens Vives (2001: 31-56), quien recuerda que dos factores han enturbiado la correcta comprensión “de la estructura efectiva del Poder en los siglos XVI y XVII… Uno es la identificación entre Monarquía absoluta y Poder; otro es la confusión entre la misma Monarquía y el llamado Estado Nacional” (2001: 33). El trabajo fue presentado al XI Congrès des seciences historiques, convocado en Estocolmo del 21 al 28 de agosto de 1960.

[3]El autor muestra el empleo del adjetivo “patriota” y del sustantivo “patria” en su movimiento de progresivo desapego a la figura real y simultáneo acercamiento a la “nación”. Del “rey patriota” se marcha hacia el patriotismo nacional.

[4]Un ejemplo de la conmoción que los ataques a ese paradigma produjeron a quienes lo compartían, puede comprobarse en (De Dios, 1985; 1988).

[5]Sobre el diálogo entre el estado y la sociedad a través de la justicia penal como vehículo.

[6]Para una aplicación al caso de Portugal véase Antonio M. Hespanha, “La teoría corporativa de la sociedad y sus reflejos en la distribución social del poder político” (1989: 233-241) y “Las categorías de lo político y lo jurídico en la época moderna” (1994-1995). Ya habían realizado desarrollos similares Otto Gierke en Teorías políticas de la Edad Media ([1881]1995); y Pietro Costa en “Ordine, dominio, gerarchía” (1999: 6-9).

[7]Solo a título de ejemplo (Schaub, 1995a: 217-235; 1995b: 9-49; 1996: 127-181; 2005: 51-64; Garriga, 2004). Como desarrollos de su propia historiografía jurídica, son abundantes los estudios de historiadores italianos del derecho, demasiado numerosos para citarlos en este lugar.

[8]En este caso, Garriga retoma lo planteado en (Bizzochi, 1998: 3-21).

[9]De Dios, al estimar que éste solo aparece en España después de las Comunidades (1520) de manera acabada, aunque reconoce que su existencia en el Reinado de Los Reyes Católicos (De Dios, 1988: 24). Recordemos además a Anderson (1985), que comprende a las monarquías de los siglos XVI a XVIII.

[10]Es obvio que “…la perspectiva de que en el Sacro Imperio y en el Reino de Francia tuvo lugar la formación de un Estado con una eficiencia mayor en términos de paz interna, jurisdicción y tributación, con estrategias y efectos institucionales muy distintas, pero que todavía preservaba la existencia de los señoríos y ciudades autónomas y permaneció en este sentido diferente del posterior Estado homogeneizado de la sociedad de masas del siglo XIX” (Marquartd, 2009:17). Es razonable también su llamado a revisar la consolidación del Sacro Imperio Romano Germánico durante el siglo XVI, damnificado por el mito nacional Imperio granprusiano-bismarckiano de 1871 y a la Francia de Luis XIV como un Estado Nación unificado tempranamente, por la identificación acrítica con lo descrito en la teoría de soberanía de Juan Bodino (2009: 16).

[11]Ver (Astarita, 2005: 67), en referencia a (Schaub, 1981; Hespanha, 1989:19-33; Guerreau, 2001; Clavero, 1981:43-57). En cuanto a Schaub, la fecha no corresponde a ningún trabajo conocido por mí. Pero sus objeciones a la categoría de “estado moderno” como operativa para la investigación –junto a muy útiles reflexiones en torno a la posibilidad de trabajos de historia comparativa– aparecen en (Schaub, 2005:51-64). Por su parte, Guerreau aboga por una historia política que no excluya lo religioso, pero además, por la larga Edad Media de J. Le Goff.

[12]Una apreciación general sobre su importancia en Europa, (Greengrass, 2006: 71-103). Para Castilla, (Martínez Millán, 1994; 2006:17-61; Vázquez Gestal, 2005), acerca de las investigaciones del grupo de historiadores reunido por Martínez Millán, ver (Martínez Millán & Fernández Conti, 2005).

[13]En el aspecto que más nos interesa, recientemente, ver (Carrasco Martínez, 1999: 77-136), sobre la tensión entre la cultura política nobiliaria y el modelo de articulación política elegido por los Habsburgo.

[14]Skinner enumera su empleo como: 1) el nombre de un aparato de gobierno establecido, o 2) el nombre de un cuerpo de personas subordinadas a una cabeza soberana, o 3) como otro nombre para designar el cuerpo soberano del pueblo, o 4) como el nombre de una persona definida de quien se dice (a) que tiene una real voluntad propia o (b) que tiene voluntad en virtud de que la de algún poder público autorizado le ha sido atribuida. Con la expresión Estado Moderno se refiere a variadas formas de constitución y gobierno que han existido en Europa del siglo XVI hasta la actualidad, con especial énfasis en la tradición anglófona.

[15]En (Bobbio; Matteucci y Pasquino, 1985), no existe ningún artículo dedicado al “Estado Moderno”, pero sí al “Estado Contemporáneo”. Tampoco se califica de forma de estado a la “Monarquía”.

[16]Acudimos a esta conceptuación como la más difundida. Para él, se emplea a menudo para designar cualquier forma de dominación política, sin diferenciación alguna en función de las fases de su evolución histórica. Ver (Genet, 1997: 3).

[17]El Estado de comienzos de la Edad Moderna fue una respuesta a la situación conflictiva del siglo XVI, debida a la presión producida por el aumento demográfico, el del precio de los alimentos, determinadas luchas políticas, religiosas y sociales de los estamentos entre sí y contra un poder centralizado en formación. La imposición del príncipe como árbitro de los conflictos feudales, condujo a que las fuerzas tradicionales fueran sometidas a su poder y que la administración se transformara en la instancia decisiva entre él y los estamentos.

[18]La guerra es el motor del Estado moderno que, ante todo, es un Estado de guerra. El diálogo entre el Estado y la sociedad es estimulado, activado y condicionado por la guerra, poderoso agente de cohesión de la sociedad política, que juega un verdadero rol motor en la evolución del Estado moderno. Insiste sobre el hecho de que esta forma política está intrínsecamente ligada a la práctica de la guerra. Por su parte, Reinhard enfatiza en que “una vez más la guerra fue la madre de todas las cosas” (Reinhard, 1997:25). Como Genet, estima que en la fase decisiva de su crecimiento, el Estado moderno es un Estado militar que expande su administración y sus impuestos a fin de poder hacer la guerra y que este hecho está estrechamente ligado a la aplicación de un monopolio interno y externo de la violencia.

[19]Entendemos aquí por monarquía, el definido por Paolo Colliva en (Bobbio; Matteucci y Pasquino, 1985), es decir, “ese sistema de administración de la cosa pública que se centra de manera estable sobre una sola persona con poderes especiales, precisamente monárquicos, que la colocan…más allá del conjunto de los gobernados”. La suma de esos poderes se basa en el consenso, que ha sido “la base del proceso formativo y unificador del estado”. Es ajeno al poder legal racional cuyas características detecta Weber en la impersonalidad, jerarquía de las funciones y competencia (funcionarios con saber especializado).

[20]A pesar de la amplia bibliografía referida al absolutismo, hoy el término ha sido identificado como una más de los empleados por la retórica política del liberalismo revolucionario del siglo XIX. Ver (Henshall, 2000: 43-84). En el mismo volumen las argumentaciones de los editores y de E. Hinrichs.

[21]Anderson considera que al diluirse el poder de clase de los señores feudales por la desaparición gradual de la servidumbre, se produjo un desplazamiento de la coerción política en un sentido ascendente, hacia la cima centralizada y militarizada: el Estado absolutista. Ello llevaría al refuerzo del poder real y a la concentración de la coerción en el plano “nacional” (territorial). Para Anderson, la función permanente de ese aparato reforzado de poder era la de reprimir las masas campesinas y plebeyas en la base de la jerarquía social.

[22]Monsalvo Antón hace notar que esto significa un problema para los historiadores marxistas, pues dicha interpretación implica una separación de Estado y sociedad, que se suponen imbricados en las relaciones feudales, y si se ha reconocido la necesidad de la aplicación del poder político para la obtención de la renta en las unidades de producción durante el período feudal, no puede comprenderse que la clase dominante ceda este poder a un Estado que, aun con la condición de proteger sus intereses, concentre en sí mismo la soberanía.

[23]Por ejemplo, Genet propone el período dado entre los años 1250-1350.

[24]Es difícil diferenciar coacción y violencia, pero también lo es diferenciar a la primera de la persuasión. Ver (Bernardo Ares, 2001: 165-180; Hernández Franco, 2001: 181-205).

[25]Marquardt (2009: 41-54, 55-62 y 63-65) brinda una referencia abreviada de los instrumentos legales y tratados elaborados en el Sacro Imperio Romano Germánico –pero también de los enfrentamientos del rey de Francia y sus principados y condados vasallos– entre fines del siglo XV y fines del siglo XVIII para pacificar el territorio, a través de la prohibición de las guerras particulares a todos los poderes integrados en el territorio así como el monopolio exclusivo para la definición de los límites de la violencia permitida, la criminalización de la ruptura de la paz pública, la expansión de los órganos judiciales y de sistemas eficientes de ejecución de los fallos de las cortes imperiales, la declaración del estado de sitio y la proscripción imperial para los casos urgentes, etc., que califica de “solución cercana al concepto moderno de Estado constitucional” –lo que parece exagerado– al resultado de la organización políticoadministrativa resultante. En Francia, la prohibición unilateral de las guerras internas en la ordenanza de Carlos VII (1439) provoca la sublevación de los ducados de Borbón, Alençon y Anjou. Tal atribución fue desconocida por los señores vasallos que continuaron con sus guerras feudales. Juan Bodin en sus Six livres de la République (1576) fundamentó la competencia del rey acerca de la paz en la soberanía del monarca, frente a la autonomía reclamada por los aristócratas. Tanto durante la época de las guerras con el emperador Carlos V como en las guerras religiosas de la segunda mitad del siglo XVI, la corona fue solamente una entre las dinastías competidoras (Angulema, Borbón, Condé, Guisa y Montmorency). Solo a partir de la ordenanza real de 1629, Luis XIII logra establecer en concepto monocrático de la paz interna, a pesar de la cual, la alta nobleza del reino se sublevó entre 1648 y 1653 (fronde des princes). Más tardíamente Francia fue afectada por rebeliones internas en las cuales participó la nobleza. Hubo rebeliones nobiliarias en los reinos de Castilla y Aragón (1640-1653), Portugal (1640-1644/1668), Nápoles-Sicilia (1647), Irlanda (intermitentemente entre 1541 y 1651) e Inglaterra y Escocia (1639- 1651/1689). Acerca de Francia ver también (Van Dulmen, 1986: 165-167).

[26]En Francia, el rey quedó como único legislador y árbitro por encima de los demás poderes, si bien sus resoluciones debían ser sancionadas a través del registro del parlament de París.

[27]En España, las Cortes conservaron poderes de negociación en cuanto a los tributes. Ver los trabajos reunidos por (Fernández Albaladejo, 1992: 241-352; Fortea Pérez, 1990)

[28]Reinhard sostiene que “…solo los estados hacen la guerra” (1997: 25). También, (Benz, 2010: 39).

[29]Sobre la asunción de esa responsabilidad por el emperador Carlos V y los reyes de Francia Francisco I y Enrique IV, ver (Hale, 1990:37-38)

[30]Acerca de España, ver (Kamen, 1984)

[31]Genet considera que la existencia de la fiscalidad aceptada implica la realidad de un diálogo de la sociedad con la sociedad política, diálogo cuya manifestación más evidente es la instalación y el funcionamiento de instituciones representativas, pero que, concretamente, puede transitar por otras mediaciones. Mediaciones de persona a persona (funcionamiento de un palacio principesco, de una corte) formas múltiples de ritual y de ceremonias (entradas reales, viajes principescos, etc.), acaso el ejercicio de la justicia. Pero un Estado provisto de una fiscalidad pública no es forzosamente moderno, porque es necesario que sea aceptada. (Duchhardt, 1992: 41-42, 76-78) Andrés Ucendo, compara la trayectoria de la política económica castellana en el siglo XVII con la francesa y la inglesa en el mismo período. Concluye que todos los problemas que las reformas de Olivares intentaron solucionar permanecieron intactos después de su caída y por las mismas razones: la resistencia de unas oligarquías cada vez más interesadas en la adquisición de oficios municipales, que proporcionaban una herramienta valiosa de control de la vida económica y social y debilitaban el poder de la corona y su dependencia de los hombres de negocios extranjeros. En cambio, en Francia, la bancarrota de 1634 y la posterior abolición de la paulette causaron una ruptura entre burguesía y corona cuyas consecuencias se percibieron en la Fronda, tras de lo cual el absolutismo regio logró acentuar la centralización mediante el desarrollo de los Consejos reales y los intendentes, en detrimento de los parlamentos y de la administración tradicional. Por último, en Inglaterra, tras la guerra civil surgió un nuevo Estado mucho más poderoso y centralizado que el de los Tudor y los Estuardo, dominado en gran parte por los intereses comerciales que siguieron una política agresiva contra Francia y Holanda. (Andrés Ucendo, 2001: 57-78)

[32]Dos ejemplos de derivaciones inversas: El conflicto entre el emperador y los estamentos sobre la participación correspondiente a cada cual en la jurisdicción imperial y en la limitación de sus derechos correspondientes se arrastraba desde la Baja Edad Media, y hay que verla sobre el trasfondo de la actuación de los príncipes del Imperio para minar la preeminencia de los electores. El triunfo constitucional de los príncipes logró que el Imperio se viera representado en adelante no solo por el emperador sino por la totalidad de los estamentos junto a él. No solo afectó de forma duradera la posición del emperador como institución, sino que supuso un duro revés para el pequeño grupo de los grandes, especialmente a los electores y para su rango en la estructura política del Imperio. Pero la equiparación de los demás estamentos a los electores en la toma de decisiones en asuntos de política exterior pareció casi una revolución institucional. La antigua coalición entre emperador y electores se vio obligada a ceder posiciones. Más adelante, mediante la paz de Westfalia (1648) se dio la respuesta definitiva a la cuestión de si todavía podía realizarse con éxito la transformación monárquica en Estado por la cual lucharon los Habsburgo de maneras diversas, o de si serían los señores territoriales quienes lograsen la transformación de éstos en Estados. La estatalización moderna de Alemania se llevó a cabo en el plano regional estamental. En el caso francés, el descontento con el gobierno de Richelieu, quien pese a la crisis económica incrementó brutalmente la presión impositiva para poder atender a sus obligaciones militares y el centralismo monárquico que irritó a la nobleza y a los Parlamentos (Fronda), más el problema irresuelto de los hugonotes condujeron al estallido de una guerra civil. El conflicto fue liquidado por Mazarino mediante instrumentos políticos y financieros y por la restauración y afianzamiento del sistema de los intendentes, en reemplazo de los gobernadores locales, aunque los principados vasallos medievales como Borgoña, Nevers y Bretaña permanecieron hasta la revolución de 1789 como pays y provincias. En España sobrevivieron los reinos regionales medievales, aunque ya sin dinastía propia, hasta 1808.

[33]En todos los casos el proceso avanzó por la violencia (Duchhardt, 1992: 20-24).

[34](Revel, 1979: 1360-1376) especialmente p. 43, nota 4, con referencia a François Simiand (Simiand, 1903).

[35]Sobre la trayectoria de los Annales en sus diferentes épocas (Burguière, 2006; Burke, 1994).

[36]Anticipada por los investigadores insatisfechos con la historia política de estirpe rankiana (K. Lamprecht, M. Weber, W. Sombart, E. Troeltsch).

[37]El autor cita a Islamoglu (1988: 1025-1043): “le pouvoir de l´État nést pas simplemente l´instrument d´une coertion ou du prélevèment d´un excedente, mais une combination de coertion, d´hégémonie ou de consensus…” Por otra parte, Gelabert desmiente la aparente ausencia de conflicto en Castilla, en abierta contraposición a la apreciación de J. H. Elliott (Gelabert, 2001).

[38]Recuérdese las rebeliones periféricas en Portugal, Cataluña, Aragón y Nápoles (Guillamón Álvarez, 2001: 20 y ss.)

[39]Los historiadores modernistas están actualmente acordes en general en cuanto a que las monarquías del período son empresas dinásticas “más sensibles a los caprichos de la fortuna familiar que a las pretensiones de la identidad nacional”, y los límites estatales eran inseguros, reflejo de derechos dinásticos contrapuestos más que de la cultura, la lengua o las instituciones (Greengrass, 2006:73-74). Parrot sostiene que el factor predominante en las relaciones internacionales durante el siglo XVII fue su carácter dinástico, ya que la mayor parte de la política no se formulaba atendiendo a nociones de “seguridad nacional”, o de Realpolitik, sino para favorecer los intereses linajísticos de las casas reinantes, desde perspectivas de derechos patrimoniales que se contemplaban en los acuerdos y tratados (Parrot, 2001:127-160).

[40]Se utiliza el adjetivo nacionales dentro de su acepción etnocultural habitual en el Antiguo Régimen.

[41]Y aun en el caso francés cabría hacer observaciones a ese respecto. En cuanto a las Monarquías compuestas, (Russel y Gallego 1996; Elliott, 1992: 48-71).

[42]Con una recluta paralela de burocracia y ejércitos, ya anotada por (Kiernan, 1957: 63-83; Anderson,1985)

[43]Utilizo el adjetivo preeminencial en lugar de “absoluto”, como emplea en ese pasaje Vicens Vives (2001: 38, nota 17), porque el mismo aclara en nota que el segundo no puede aplicarse a la monarquía entre 1450 y 1550, y que prefiere el primero. Vicens Vives quiere poner de manifiesto que los reyes carecen aun de soberanía sobre los territorios que rigen.

[44]Marquardt (2009:29) precisa que “…en la época del Emperador romano Carlos V (1519-1556) un eje diagonal desde la cordillera del Atlas sobre los Balcanes hasta las estepas pónticas dividió el mundo mediterráneo en dos grandes bloques aproximadamente del mismo tamaño: en el mundo noroccidental se posicionó la Cristiandad romana occidental y en el lado suroccidental la variante islámica del Imperio Romano de Oriente.” Y Reinhardt (1997:25) que “la habilidad de las elites del poder para explotar la guerra, la religión y el patriotismo con el fin de extender su poder se hizo decisiva”. En relación con el patriotismo ver (Schaub, 2001: 39-56).

[45]Debe remarcarse que la subdivisión de la dinastía Habsburgo en dos líneas a partir de la sucesión de Carlos V (1556), la unidad de la casa mantuvo la unidad, de modo que la línea borgoñona-española mantuvo el gobierno de los Países Bajos, porciones de Bélgica, de Renania, de Luxemburgo y del Franco Condado. Sus príncipes, con título de archiduques ocuparon el segundo rango en el Consejo de los de la Asamblea imperial. La continuidad de la relación con el Imperio fue asegurada por matrimonios mutuos entre ambas líneas. El compromiso se mantuvo en el siglo XVII, de modo que en la guerra religiosa y constitucional, la Guerra de los Treinta Años (1618-1635/1648), los Habsburgo españoles participaron en el sometimiento de los rebeldes protestantes.

[46]Sobre la desaparición de linajes de la nobleza anglonormanda, ver (Carpenter, 1997)

[47]No se debió a la extinción de la descendencia, sino al efecto de factores de derecho y de la cultura, es decir, del matrimonio monogámico indisoluble impuesto por la Iglesia, de la exclusión de los hijos extramatrimoniales de la sucesión al trono, la prioridad de la regencia femenina frente a la de los colaterales masculinos y la endogamia dinástica, como limitaciones principales. La dinastía más favorecida por la ingeniería dinástica destinada a la alianza con las monarquías vecinas fue la de los Habsburgo que se benefició además de los matrimonios concertados por los Reyes Católicos para sus hijos. El resultado fue precisamente el Imperio de Carlos V. Si dejamos de lado el sistema de elección imperial por príncipes electores –que desde el primer Habsburgo nunca votaron en contra de la legitimidad de la dinastía– en las coronas de Castilla y Aragón, la sucesión se realizó por línea masculina, pero admitía la femenina en caso de no existir herederos varones. En el caso de Francia, la ley sálica (1453) estableció la prohibición de la sucesión transitoria femenina, promoviendo la de líneas colaterales. En Inglaterra se estabilizó un sistema sucesorio semejante al de las coronas de Castilla y Aragón a partir de Enrique VII, vencedor en la Guerra de las Dos Rosas.

[48]Sobre el sistema de contratas o Brokerage, ver (Tilly, 1992).

[49]La invasión francesa de Cataluña y Aragón en la década de 1640 significan el fin de ese éxito.

[50]Sobre el temor que este “camino español” inspiró a los franceses, ver (Greengrass, 2006: 93-94). Parker ha trazado un extenso cuadro de los problemas y dificultades de la reunión y mantenimiento del ejército español en las guerras de los Países Bajos, que conserva su interés (Parker, 1976).

[51]Como ejemplo anota que Inglaterra empezó a construir alrededor de 1500 una flota marítima equipada con cañones. Duchhardt (1992:74-76) sostiene que las guerras europeas y la inseguridad, que constituían una excusa para muchos soberanos no desarmaran sus ejércitos e hicieran de ellos instrumentos de poder tanto en política interior como exterior, condujo a los ejércitos permanentes, con aplicación de nuevas técnicas bélicas y la sistematización del sistema de aprovisionamiento y de soldadas. Simultáneamente se produjo la ampliación de la marina de guerra, la construcción de fortalezas y fortificaciones, la formación sistemática de la oficialidad, la implantación de una industria armamentista, todo lo cual provocó la desaparición de la actividad privada en la guerra. Este conjunto de novedades produjo crecientes necesidades financieras que obligaron a la creación de una administración fiscal del Estado, en la cual Francia fue pionera bajo Colbert. En el mismo sentido, (Anderson, 1985: 38-44 y 47).

[52]Entre 1290 y 1541 fueron expulsados los judíos de Inglaterra, Francia, Castilla, Aragón, Portugal, Sicilia, Cerdeña y Nápoles.

[53]Elliott (1992:103) indica que si bien en esa década hubo rebelión y revolución en Inglaterra, Francia y en la corona española, a diferencia de lo que ocurrió en las dos primeras, en la última las conmociones quedaron confinadas a las regiones periféricas. Andrés Ucendo (2001: 60-61) desarrolla la sugerencia de Elliott, de que a la larga, la corona española salió perdiendo, pues se estanca en ella el dinamismo económico con el fracaso de una política reformista. Otro caso de estabilidad en el mismo volumen en (Giannini, 2001: 99-162).

[54]Una aplicación al caso de Portugal en (Hespanha, 1989: 233-241, 1994: 63-100). Ya habían realizado desarrollos similares (Gierke, 1995; Costa, 1999).

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