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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto - ISSN 2451-6961 (en línea)

Campagno

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº1. Mar del Plata. Enero-Junio 2015.
ISSN Nº2451-6961.
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto


De la pertinencia del concepto de Estado para el pensamiento de las sociedades antiguas. Reflexiones sobre las capacidades de hacer del Estado egipcio antiguo

Marcelo Campagno
Universidad de Buenos Aires, Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
marcelo.campagno@fulbrightmail.org

Recibido:12/02/2015
Aceptado: 24/04/2015

Resumen

En el marco de los estudios sobre las sociedades antiguas, existe cierto debate en torno del concepto de Estado, al que algunos autores (por ejemplo, Smith 2003) consideran como una “ficción”. A contrapelo de tal posición, se argumenta aquí en favor de la pertinencia de tal concepto para el pensamiento de tales sociedades. A partir de un análisis sobre el proceso en que surge y se consolida la lógica estatal en el Antiguo Egipto (entre el IV y el III milenio a.C.), se propone que la existencia del Estado puede ser reconocida principalmente a partir de tres grandes capacidades de hacer: capacidad de coerción, capacidad de creación, capacidad de intervención. En tal sentido, la pregunta por las novedades sociales que introduce el Estado egipcio será entendida aquí como la pregunta por el advenimiento de estas tres capacidades de hacer.

Palabras claves: Estado; Antiguo Egipto; capacidades de hacer

On the relevance of the concept of state for the understanding of ancient societies. Reflections on the action capacities of the Ancient Egyptian state

Abstract

In the framework of the studies on ancient societies, there is some debate surrounding the concept of state, which some authors (for example, Smith 2003) consider as a “fiction”. Against such a position, I will argue here on behalf of the relevance of this concept for the understanding of such societies. By analyzing the process of emergence and consolidation of the state logic in ancient Egypt (between the IV and III millennia BC), I will propose that the very existence of the State can be primarily noticed in three main capacities of action: the capacity of coercion, the capacity of creation, and the capacity of intervention. In this sense, the question about the social innovations introduced by the Egyptian state will be understood here as the question about the advent of these three capacities of action.

Keywords: state; Ancient Egypt; action capacities

De la pertinencia del concepto de Estado para el pensamiento de las sociedades antiguas. Reflexiones sobre las capacidades de hacer del Estado egipcio antiguo


I

En los últimos tiempos, el concepto de Estado, en referencia a las sociedades antiguas, ha sufrido una serie de críticas. En términos generales, esas críticas proceden de un tipo de miradas que grosso modo pueden ser llamadas “posmodernas” y que manifiestan cierta incomodidad global con las rigideces aparentemente derivadas del empleo de definiciones y conceptos. No hace falta argumentar demasiado el hecho de que sólo se hace pensamiento riguroso a partir de conceptos y que, en el relevo del pensamiento teórico con rigor, lo que ha sobrevenido es una modalidad reflexiva bastante superficial y condicionada por las representaciones espontáneas de los investigadores, a través del recurso a cierto “sentido común” que suele implicar la reintroducción acrítica y sin control de conceptos de viejas coyunturas teóricas, frecuentemente descartadas en el marco de la reflexión propiamente teórica.

Por cierto, tal caracterización general no implica que, en este marco “posmoderno”, no haya críticas más que atendibles (de hecho, el posmodernismo ha sido mucho más convincente en la crítica que en la propuesta). En relación más específica con la cuestión del Estado en las sociedades antiguas, una de las miradas más agudas que han propuesto descartar el concepto es la de Adam T. Smith (2003), que compendia y elabora una serie de cuatro críticas. Si bien no es éste el lugar para discutir a fondo la mirada de Smith, quizás vale la pena enumerar esas críticas, porque ilustran bien tanto el aporte como los límites que sobre un determinado tema ofrecen las percepciones “posmodernas”. La primera objeción señala que, a pesar de décadas de discusión teórico-epistemológica, el Estado continúa siendo “un objeto de estudio completamente nebuloso, sin un referente claro” (p. 95), y que los autores que refieren a tal entidad pueden estar refiriéndose en la práctica a situaciones totalmente diferentes. La segunda, también de corte epistemológico, apunta a considerar que el Estado “es una ficción creada a través de la mistificación reificada de un tipo clasificatorio”, puesto que “el término unifica y da coherencia conceptual a lo que en realidad es un gran número de prácticas políticas discretas” (p. 97). La tercera, que pone el foco en la praxis de los investigadores contemporáneos, señala que, luego del final de la Guerra Fría, carece de sentido seguir empleando un concepto como el de Estado, dada la pérdida de centralidad de tal concepto como analizador del mundo actual: a diferencia de los debates entre marxistas y liberales del tercer cuarto del siglo XX, “es difícil de ver cómo tal debate podría servir al pensamiento crítico en relación con la actual situación del mundo” (p. 99). Y la cuarta, que es aquella a la que Smith dedica la mayor parte de su propuesta, es de tipo ontológico y apunta al carácter aespacial del concepto de Estado, esto es, al hecho de que el concepto “falla a la hora de comprender la vida política dada la degradación a priori del espacio al status de epifenómeno” (p. 101).

No se trata de críticas desatinadas. Sin embargo, no parece que inflijan al concepto de Estado en el mundo antiguo el daño irreversible que Smith supone. En referencia a las observaciones de corte epistemológico, es absolutamente cierto que conviven en el mundo de la investigación múltiples y a veces totalmente divergentes definiciones del Estado, pero ese es un rasgo de las disciplinas sociales para el que no hay remoción a la vista. Lo mismo sucede con cualquier otro concepto, como los de “autoridad”, “poder” o “espacio”, sólo por citar algunos a los que Smith recurre asiduamente. En este sentido, importa menos la variedad de definiciones posibles que la coherencia interna de la argumentación de un autor a partir de una definición bien explicitada. En algún sentido, esta objeción se da de bruces con la segunda crítica epistemológica, puesto que si el término Estado “unifica y da coherencia conceptual” a una diversidad de prácticas, se ve que Smith sí ha reconocido alguna definición de Estado, aunque más no sea para criticarla (volveré sobre este punto). La crítica relativa a la praxis contemporánea es más respetable de lo que a primera vista parece. Sin embargo, diré dos cosas. Por un lado, la “cuestión estatal” está lejos de haberse cerrado con la caída del Muro. Particularmente en Latinoamérica o en Europa meridional, las dinámicas concernientes al rol del Estado están en el centro de muchas reflexiones intelectuales, con independencia del hecho de que ese Estado ya no sea el que campeó durante buena parte del siglo XX (es cierto que la mirada debe ser distinta desde Chicago, desde donde escribía Smith en 2003). Y por otro, no puede aplicarse una idea tan automática de la influencia que el presente ejerce sobre el pasado. Esta influencia existe y es indiscutible, pero del eventual descentramiento del Estado en el mundo contemporáneo no puede derivarse la abolición del concepto para el mundo antiguo, pues ni el Estado ha desaparecido de la escena contemporánea, ni los problemas que permite pensar (la diferenciación social, la articulación política de gran escala) se han disuelto en el mundo actual. Finalmente, en cuanto a la cuestión de la “aespacialidad” del concepto, es cierto que los contextos espaciales condicionan las dinámicas históricas y que es fundamental tomarlos en cuenta a la hora de cualquier análisis específico. Sin embargo, es razonable que el concepto, en tanto abstracción que permite el pensamiento, se centre en cierto tipo de prácticas que se reconocen en situaciones históricas distintas, y por tanto, en contextos espaciales diferentes cuyas especificidades no pueden contribuir a la definición general del concepto. Lo mismo sucede con cualquier otro concepto, incluyendo al de Estado en la modernidad, que Smith no objeta: es evidente que, pongamos por caso, el Estado francés y el Estado ruso de la primera mitad del siglo XIX no son exactamente lo mismo, pero la posibilidad de utilizar el mismo término “Estado” para los dos escenarios parte de la identificación de ciertas características comparables de ambos contextos, con independencia del sinnúmero de diferencias específicas.

Así, creo que el concepto de Estado aún puede ser decisivo para comprender un conjunto amplio de situaciones históricas referidas al mundo antiguo. Y que, especialmente en referencia a las observaciones epistemológicas de Smith, de lo que se trata es de definir con claridad qué se entiende por Estado en un determinado análisis, no para crear “ficciones” sino abstracciones que, precisamente, “unifican y dan coherencia conceptual” a una diversidad de prácticas para intentar pensarlas. En este sentido, lo que me interesa destacar aquí es que, allí donde sucede, la lógica de organización social que se instala con el Estado está centralmente caracterizada por la existencia de lo que Max Weber (1992 [1922]) identificó como el monopolio legítimo de la coerción. Ciertamente, es a través de la disponibilidad de los medios de coerción que un sector minoritario de la sociedad es capaz de imponer su voluntad a la mayoría de la población, de extraer un tributo regular y permanente, de regimentar y sostener los cuerpos de burócratas y especialistas a su servicio. La existencia de tal monopolio legítimo de la coerción implica que la lógica estatal produce un tipo de situaciones socialmente polarizadas, en las que una minoría ejerce su voluntad con arreglo a la disponibilidad exclusiva de unos medios coercitivos que pueden ser ejercidos efectiva o potencialmente, y una mayoría que acepta esa condición, con independencia de que lo haga en el marco de un convencimiento ideológico profundo o en el de la admisión de unas relaciones de fuerzas que impide cualquier otro escenario. Para hablar de la dominancia de la lógica estatal en una situación histórica, es necesario que tal monopolio coercitivo esté disponible y por lo tanto, ahondando en la idea, no se trata simplemente de la pretensión o aspiración al monopolio de la coerción por parte de un grupo, como a veces se subraya, sino de la posibilidad de su ejercicio efectivo.[1]

Avanzando un paso más en la línea que quisiera recorrer aquí, diré que, así definida, la lógica estatal no ha existido siempre, pues no se trata ni de una propiedad de cualquier organización social ni mucho menos se trata de un tipo de lógica que ha existido embrionariamente hasta llegar al punto de su florecimiento como, de un modo u otro, sostienen las miradas evolucionistas.[2] Y las sociedades antiguas, precisamente, permiten pensar en esos momentos en que emerge lo estatal. El advenimiento de lo estatal constituye un fuerte cambio cualitativo, que implica la emergencia de una nueva lógica de organización social, divergente respecto de los principios asociados al parentesco, sobre los que suele constituirse la principal lógica social preexistente. En esos contextos, el monopolio legítimo de la coerción es algo radicalmente nuevo no sólo por el hecho de que no está presente en las sociedades no-estatales sino porque la lógica del parentesco allí lo impide. Precisamente por ello, porque no se deduce de la lógica de la sociedad preexistente, porque introduce una organización abiertamente heteróclita respecto del régimen parental, el advenimiento de un tipo de prácticas que se articulan en función del monopolio de la coerción es decisivo para la constitución de una sociedad estatal.[3]

Las novedades que instaura la lógica estatal en un mundo previamente organizado por la lógica del parentesco se advierten claramente cuando se considera qué tipo de prácticas ingresa en la escena social una vez que se constituye una sociedad en la que un sector minoritario dispone del monopolio legítimo de la coerción. Pero, seguramente, esas prácticas no son estrictamente idénticas en cada contexto en que puede reconocerse la emergencia de un ordenamiento estatal –aquí puede reaparecer la cuestión que Smith señala acerca de la espacialidad de los procesos históricos–, por lo que el análisis debe hacer foco en algún escenario en particular. En lo que sigue, me voy a concentrar en el contexto en el que emerge y se consolida el Estado egipcio en el valle del Nilo, proceso que abarca, en términos gruesos, la segunda mitad del IV milenio a.C. y los primeros siglos del III milenio a.C. En ese marco específico, me gustaría proponer –sin pretensiones de exhaustividad– que la existencia del Estado puede reconocerse a partir de tres grandes capacidades de hacer: capacidad de coerción, capacidad de creación, capacidad de intervención.[4] Creo que estas capacidades caracterizan al Estado egipcio a lo largo de su existencia histórica, y creo que –como, en términos más generales, sugiere John Baines (1995: 146)– no hay razones para suponer que no se hallaran presentes desde sus primeras épocas. Si esto es así, la pregunta por la novedad del Estado egipcio será entendida aquí como la pregunta por el advenimiento de estas tres capacidades de hacer.


II

En primer lugar, el Estado se hace presente, quizá del modo más ostensible, en el ejercicio de su capacidad de coerción. Ese potencial estatal para el uso sistemático de la violencia es visible en dos grandes direcciones: hacia afuera y hacia adentro de la propia sociedad egipcia. En este sentido, dada la índole del problema a considerar, es el ámbito de la iconografía de los períodos Predinástico Tardío (c. 3300-3000 a.C.) y Dinástico Temprano (c. 3000-2700 a.C.) el que nos ofrece los testimonios más abundantes acerca de la violencia como predicado del Estado egipcio. Es cierto que la iconografía no expresa acontecimientos de manera directa, pero es difícil de pensar que tanto hincapié en la violencia no guarde algún tipo de relación con los decisivos sucesos de aquellas épocas. Las imágenes murales de la Tumba 100 de Hieracómpolis (cf. Midant-Reynes, 2003: 331-336) –en las que se aprecian escenas de combate, de dominio sobre grandes bestias (a la manera del “Señor de los Animales”) y de masacre de prisioneros (al modo en que canónicamente se repetirá por milenios)- son el conjunto iconográfico que más tempranamente expresa el mismo ideario que se refleja unos cuatro siglos después en la emblemática Paleta de Narmer.

En particular, vale la pena que nos detengamos aquí en un motivo representado en la Tumba 100: el de la masacre de enemigos (Hall, 1986). Por un lado, ese motivo representa esa violencia ejercida hacia un afuera que, para la época ha de comprenderse en el marco regional de pequeños proto-Estados en pugna (Kemp, 1992 [1989]: 46; Campagno, 2002b), pero que, desde Narmer en adelante, sólo se destina a los nubios, libios y asiáticos, es decir, a los “no-egipcios” (Köhler, 2002: 504; Wilkinson, 2002: 518). En efecto, la masacre del enemigo es el motivo que quizá expresa de manera más acabada la doble condición guerrera y ritual del monarca: mediante sus victorias militares, el rey afirma un orden que no es sólo político sino también cósmico y se halla permanentemente acechado por las fuerzas del caos. Pero por otro lado, el paso de unos enemigos regionales a otros extra-egipcios refleja el proceso de unificación política que acontece hacia finales del IV milenio a.C. El ritual de la masacre se ejerce sobre un individuo exterior al propio grupo y, luego de la unificación, el Estado egipcio define ese enemigo más allá de las Dos Tierras. Esto significa que el Estado no sólo hace la guerra sino que confisca esa posibilidad a los grupos que integra bajo su dominio. De este modo, no se trata de que el ejercicio de la violencia con independencia del Estado se haya vuelto técnicamente imposible pero aquellos que pretendieran ejercerla se transformarían automáticamente en rebeldes. Así es, precisamente, como los representa la iconografía: a fines de la Dinastía II, en el marco del final de una época de posibles conflictos políticos, la decoración de un vaso del rey Khasekhem presenta a la diosa Nekhbet ante el serekh del rey, sometiendo con su garra un anillo con la palabra besh, ‘rebelde’ (cf. Wilkinson, 1999: 91-92). La consolidación de una sociedad estatal implica así la concentración de la violencia y su confiscación respecto de grupos otrora autónomos: la guerra (hacia afuera) y la represión (hacia adentro) son atributos que el Estado ejerce de modo excluyente.

Por cierto, el acceso monopólico del Estado a los medios de coerción produce efectos en distintos niveles de la experiencia social. Por una parte, en referencia a los miembros de la élite estatal, sea por su participación efectiva en el liderazgo de las operaciones militares o por su pertenencia más general a un grupo social presidido por un monarca impositor del orden sobre las diversas manifestaciones del caos, el ejercicio estatal de la violencia refuerza el sentido de pertenencia de esos miembros a un grupo privilegiado de la sociedad.[5] Pero por la otra, la capacidad de coerción ejercida por el Estado también sería experimentada por la mayoría social subordinada. Las fuentes de este período son prácticamente mudas sobre estos aspectos. Sin embargo, existe al menos una indicación acerca de la representación iconográfica de unas aves denominadas rekhyt, que, en la perspectiva egipcia sobre la sociedad, simbolizan a la población subordinada.[6] El registro superior de la Cabeza de Maza de Escorpión (cf. Baines, 1995: 119) exhibe un grupo de estas aves que penden –ahorcadas– de unos portaestandartes: todo parece indicar que los “súbditos” podían hallarse expuestos a la violencia estatal. En tiempos ligeramente posteriores, esa idea se confirma: un pedestal de una estatua del rey Djeser (Dinastía III) presenta a los Nueve Arcos (que simbolizan el mundo extranjero) y tres pájaros rekhyt al pie del rey, pareciendo implicar todo aquello sobre lo que el rey se impone (cf. Cervelló, 2009: 82); la Piedra de Palermo – cuyo texto recopila, en tiempos de la Dinastía V, informaciones que aluden a épocas anteriores– contiene dos entradas en las que aparecen tales aves: en una de ellas, referida al rey Djer (Dinastía I), un ave rekhyt es representada con un cuchillo que la decapita, lo que parece indicar, una vez más, la violencia a la que tal población podía ser sometida; en la otra, referida al rey Den (Dinastía I), tales rekhyt parecen asociados con posibles explotaciones agrícolas, lo que podría sugerir la condición campesina y el destino tributario de aquellos identificados con ese nombre (Wilkinson, 2000: 97-98, 108-110). Estas cuestiones son significativas: más allá de su ausencia casi total en las fuentes, desde los comienzos, la mayoría de la población egipcia debió ser campesina y sometida a tributación. Y la tributación implica una extracción coactiva de excedentes, una práctica específica de las sociedades estatales, a través de la cual la mayoría social podía experimentar de un modo directo la capacidad de coerción del dispositivo estatal.


III

En segundo lugar, más allá de esta capacidad de coerción, el Estado egipcio también ostentaría desde el principio una singular capacidad de creación. Precisamente, la posibilidad de extraer una corriente de tributación en especie y en trabajo de la mayoría de la sociedad, ponía a disposición del Estado un cuantioso excedente en fuerza de trabajo y recursos alimentarios para llevar a cabo una política de construcciones en gran escala, que dejaría una profunda y duradera huella sobre el paisaje del valle del Nilo. Si la iconografía nos informa acerca de la capacidad coercitiva del Estado, son los testimonios arquitectónicos que documenta la arqueología los que mejor ilustran su capacidad de creación. El recinto HK29A de Hieracómpolis, un probable templo de mediados del IV milenio a.C. y de unos 40 m de largo, indica el temprano despliegue de ese potencial constructor del Estado (Friedman, 1996: 16-35). A comienzos de la fase Nagada III, la tumba U-j de Abidos (Dreyer, 1998), de 9,10 m x 7,30 m y doce cámaras, es otra muestra de esa potencia, que culmina en las grandes tumbas y palacios funerarios reales de las Dinastías I y II en Abidos y en Saqqara. En efecto, en Abidos, el Cementerio B reúne tumbas reales de entre 103 m2 y 630 m2 , con múltiples cámaras y rodeadas de tumbas subsidiarias ocupadas por sirvientes o cortesanos; los complejos funerarios se completaban con los palacios funerarios, de dimensiones mucho mayores (entre 800 y más de 5000 m2 ), dispuestos para que el rey pudiera continuar protagonizando los rituales reales en la vida de ultratumba (Engel, 2008: 30-41; Bestock, 2008: 42-59). En Saqqara, las tumbas adquieren la forma de grandes edificios rectangulares (entre 512 y 2405 m2 ), con muros de adobe que probablemente ascendían a los 5 m de altura y con arquitectura de reentrantes, la misma que muy probablemente poseían también los palacios reales y que es reproducida iconográficamente en los serekhs desde sus más tempranas representaciones (Hendrickx 2008, 60-88).[7] De hecho, los serekhs, en tanto símbolos reales que conjugan el nombre del monarca, su condición divina como Horus y la forma del palacio (Baines, 1990b), expresan que ese tipo de edificios se identifica directamente con el monarca divino, lo que equivale a decir que esa capacidad constructora se hallaba claramente asociada al Estado.

Las tumbas de Saqqara, por lo demás, se encuentran emplazadas en el borde de la meseta y, con sus 5 m de altura, podían ser visibles desde la tierra cultivada. En la dirección opuesta, se hallaría Menfis, la sede de la realeza. Las informaciones sobre el núcleo urbano inicial son muy tardías –las afirmaciones de Heródoto acerca de la creación de la ciudad y, en su interior, del templo de Ptah por obra del primer rey, Menes (Heródoto, 1992); las referencias de Manetón a la fundación de un palacio real en Menfis por parte del sucesor de Menes, Atotis (Waddell, 1948)– pero coinciden con los testimonios arqueológicos más tempranos acerca de la ocupación del área, que se remontan al período Dinástico Temprano (Jeffreys y Tavares, 1994). De hecho, a la misma época corresponde una serie de indicios arqueológicos e iconográficos acerca de la construcción de probables templos y palacios a lo largo del territorio controlado por el Estado.[8] En todo caso, la concentración de edificios en el área menfita seguramente debió generar un impacto visual de relevancia, que inmediatamente evocaría la capacidad creadora del Estado. Pero además de las edificaciones, el núcleo urbano debió implicar la concentración de una gran cantidad de funcionarios, artesanos y sirvientes asociados al dispositivo estatal, como se advierte en el cementerio contemporáneo de la cercana localidad de Helwan, en el que se han documentado más de 10.000 enterramientos (Köhler 2008). Grandes edificaciones y multitudes: dos novedades que testimonian la capacidad transformadora del Estado desde épocas tempranas. En efecto, como ha planteado Barry Kemp (1992 [1989], 175), “la creación de edificios y núcleos poblacionales enteros es el acto supremo de imposición de un orden sobre la naturaleza”.

En todo caso, los efectos de esas creaciones sobre la percepción social acerca del Estado deben ser considerados tomando en cuenta no sólo el resultado sino también el propio proceso constructivo. En toda esta clase de emprendimientos, el Estado tenía que disponer de una importante capacidad logística, suficiente para transportar contingentes de tributarios a los lugares donde se llevarían a cabo las construcciones, asentarlos eventualmente en campamentos transitorios, abastecerlos diariamente de alimentos, organizar y coordinar los esfuerzos laborales. La participación de los campesinos en esos procedimientos, arrancados de sus comunidades rurales y trasladados a lugares geográfica y culturalmente extraños para realizar diversas tareas compulsivas, debió incidir profundamente en la representación campesina acerca del mundo estatal. Tanto por lo que hacían como por lo que veían, el Estado debía presentárseles como una descomunal fuerza creadora. En este marco, cobran sentido las observaciones de Trigger (1990: 122, 125): “la solidez y permanencia material de las estructuras [ayuda a] convencer al espectador acerca de la realidad de la fuerza que ha cobrado existencia [...] El esplendor de tales edificios proclama, y por ello refuerza, el status de los gobernantes, de sus dioses protectores y del Estado [...] Más aún, por participar en la erección de los monumentos que glorifican el poder de las clases altas, los trabajadores campesinos están habilitados para reconocer su status subordinado y su sentido de la propia inferioridad queda reforzado”. [9]


IV

Y en tercer lugar, el Estado despliega toda una serie de procedimientos que pueden ser considerados como indicativos de su capacidad de intervención en el tejido social egipcio. Es que, junto a su incomparable potencia para imponer por la fuerza y para crear, el Estado egipcio ostentaría una singular capacidad para interferir, monopolizar, recodificar, reorientar. Respecto del mundo pre-estatal, la capacidad de penetración que pone de manifiesto la práctica estatal es abrumadora. Ya se ha considerado cómo el Estado confisca a las comunidades el ejercicio de la guerra y, por ende, el de la política que éstas podrían ejercer hacia el exterior. También se ha notado cómo el Estado irrumpe en la vida de esas comunidades en el momento de la tributación en especie y en trabajo. Y también se ha advertido la capacidad del Estado para imponer modificaciones al paisaje por la vía de las construcciones. Pero la capacidad de intervención de lo estatal no se agota allí. Por una parte, el Estado interviene en el ámbito rural, apropiándose de tierras fértiles, que se vinculan directamente a la Casa del Rey (per nesut) o a diversas entidades administrativas encargadas del mantenimiento del culto funerario del monarca o de la provisión de bienes para el monarca y la élite estatal (Moreno García, 1999; Wilkinson, 1999: 109-149). Por otra parte, el Estado también controla al artesanado especializado a través del cual establece unos cánones artísticos específicos (Baines, 1995: 107), así como los bienes que alcanzan el valle del Nilo por la vía de los intercambios de larga distancia o por la de la extracción directa.[10] Aún por otra parte, el Estado interviene en la esfera de la religión, no para determinar una ortodoxia excluyente, pero sí para dejar su huella por medio de la construcción de templos y la dotación de cuerpos de sacerdotes para las divinidades más próximas a la élite, así como para establecer nuevos rituales de los que la mayoría de la sociedad quedaba excluida.[11]

Ahora bien, si el ámbito de la iconografía es el que mejor testimonia la capacidad coercitiva del Estado y el ámbito de la arquitectura es el que más acabadamente expresa su capacidad de creación, es quizás el ámbito de la temprana escritura el que nos permite notar de un modo más condensado la capacidad de intervención del Estado. Los primeros testimonios conocidos de escritura egipcia son los que provienen de la tumba U-j de Abidos (c. 3200 a.C.). Se trata de pequeñas etiquetas en las que se indican cantidades y posiblemente nombres que podrían identificar el contenido o los lugares de procedencia de los bienes a los que se ataba tales etiquetas, y de signos más aislados – probables nombres– pintados en cerámicas de la misma tumba (Dreyer, 1998, 113-145; cf. Baines, 2006: 118-120). De hecho, esos referentes –cifras y nombres (del rey, de particulares, de grupos étnicos, de lugares)– serán por mucho tiempo los únicos abarcados por el sistema de escritura, tal como se aprecia en los objetos conmemorativos de fines del IV milenio a.C. (tales como la Cabeza de Maza de Escorpión y la Paleta de Narmer). Mucho se ha discutido sobre el propósito administrativo (Postgate, Wang y Wilkinson, 1995; Dreyer, 1998) o ceremonial (Cervelló, 2005: 223-230; Wengrow, 2006: 203-207) de esta temprana escritura. Los que enfatizan el primero destacan que la información allí contenida –nombres y cantidades– parece corresponder al tipo de datos que suelen almacenar los dispositivos burocráticos estatales; los que subrayan el segundo principalmente señalan el contexto exclusivamente funerario en el que esa escritura aparece. En rigor, creo que ambas alternativas son totalmente complementarias. Por una parte, porque en relación con sus contenidos, como ha planteado Baines (2006: 122), la escritura “parece haber sido utilizada tanto para la administración como para la exhibición, ambas ligadas a la realeza en la evidencia temprana” (cf. Bard, 1992: 304; Vernus, 1993: 89-90). Y por otra parte, porque, más allá de la información específica que permite contener, los procedimientos asociados a la escritura se relacionan plenamente con la lógica estatal. Por medio de ellos, el Estado registra y codifica, lo cual genera dos efectos decisivos: identificar –vale decir, fijar sentidos– en la multiplicidad semiótica del mundo preestatal, y diseminar mensajes unívocos a lo largo de una escala espacial y temporal sumamente ampliada respecto de las posibles en contextos no-estatales.[12] La Piedra de Palermo vuelve a ser emblemática en este punto: allí convive el registro minucioso de la crecida del Nilo y las referencias a censos con la proclamación de las victorias del rey, de la construcción de templos para los dioses y de la celebración de rituales. Puede apreciarse allí cómo la escritura conjuga en un mismo plano la doble faceta administrativa y ceremonial del temprano Estado egipcio.

En este sentido, más allá de los ámbitos relativamente restringidos en que se la emplea en sus comienzos, el uso de la escritura genera un tipo de efectos específicos, que se asocian directamente a la constitución de algo que, en términos muy generales, puede definirse como un dispositivo burocrático, algo que sólo es inherente a las sociedades en las que ha emergido el Estado. Ciertamente, la delimitación de un cuadro de funcionarios independiente de las tramas comunales de parentesco y exclusivamente dedicado a la labor burocrática constituye un hecho decisivo para la conformación de una sociedad estatal: el burócrata no es un miembro de la comunidad, no es un pariente, pero su presencia representa al Estado y por lo tanto, sus indicaciones deben ser acatadas. Nuevamente en palabras de Kemp (1992 [1989]: 141), “un sistema burocrático es una manera pasiva y ordenada de ejercer el poder en contraste con la coerción directa”. En efecto, es por medio de sus funcionarios –y en buena medida, a través de mecanismos de registro y transmisión de información como los que proporciona la escritura– que el Estado podía extraer tributo, movilizar mano de obra, organizar expediciones militares o de extracción de recursos, abastecer a la élite, adorar a los dioses, celebrar y conmemorar los rituales reales. Todas esas prácticas testimonian la magnitud de escala de la capacidad de intervención que despliega el Estado desde sus primeras épocas.


V

El carácter novedoso de estas tres grandes capacidades de hacer del Estado egipcio se aprecia con claridad si se contrasta esas capacidades con las prácticas que son posibles en las sociedades no-estatales, allí donde rige la lógica del parentesco. En efecto, no se trata de que las sociedades no-estatales desconozcan toda forma de coerción, de creación o de intervención en diversos contextos. Pero esas formas se hallan regidas según las normas del parentesco y poseen un alcance que generalmente no trasciende los límites de cada comunidad.[13] No pueden equipararse, ni cualitativa ni cuantitativamente, con las capacidades que despliega el Estado. En cuanto al valle del Nilo, aunque el registro documental sea parco, es posible notar que ninguna de las tres capacidades que se han considerado aquí puede pensarse a partir de los testimonios de comienzos del IV milenio a.C., y en cambio las tres se documentan a partir de los materiales de fines de ese mismo milenio. En este sentido, por impreciso que sea el límite, es posible hablar de un antes y un después, que no implica que todo haya cambiado -de hecho, la lógica del parentesco convive, a partir de entonces, con la estatal[14]- sino que hubo una época en torno de la segunda mitad del IV milenio a.C. en la que se produjo un cambio decisivo.

Volviendo a la cuestión del concepto de Estado y de su pertinencia para considerar situaciones históricas del mundo antiguo, la operación analítica que se ha intentado proponer en este artículo es la que parte de la proposición de un rasgo central para la caracterización estatal de una situación, que es el que corresponde a la presencia en ella del monopolio legítimo de la coerción como dimensión estructurante del lazo social. Se trata de una definición deliberadamente básica, que se centra en una característica cualitativamente diferente respecto de otros modos de producir articulación social, y que puede reconocerse en múltiples situaciones del mundo antiguo. Y a partir de allí, se ha procedido a la identificación de las prácticas centrales que permiten advertir, en una situación histórica específica, cómo opera la lógica estatal. Así se articula el dominio teórico y el propiamente histórico, lo que equivale a decir que así puede pensarse el pasado. Lejos del teoricismo puro pero también del anticuarismo, no hay lugar para el pensamiento histórico sin conceptualizaciones bien definidas. Y los conceptos, aquellos que permiten historizar, anclan en las situaciones históricas pero se hallan en el plano de la reflexión que las trasciende para poder pensarlas. De allí, la pertinencia de conceptos generales como el de Estado, más allá de las múltiples especificaciones que puedan acompañarlo para comprender escenarios más acotados (Estados antiguos, nacionales, etc.). Es notable que, en este sentido, las miradas posmodernas hayan cuestionado conceptos como el de Estado tanto por su aparente contenido impreciso (es decir, eficacia teórica disminuida por los desacuerdos de los investigadores) como por su supuesta capacidad de “reificar” el pasado (esto es, forzamiento teórico indebido de las prácticas históricas). En rigor, no hay defecto ni exceso cuando la definición del concepto se explicita y cuando se lo trata como una herramienta para pensar. Quizás el historiador contemporáneo tenga menos que aprender de cada gurú de turno y más del artesano que a sus herramientas trata sin reverencia pero con respeto y al servicio de una tarea.


Bibliografía

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Marcelo Campagnoes Doctor en Historia (UBA). Investigador Independiente del CONICET. Director del Departamento de Historia (UBA). Co-Director del Programa de Estudios sobre las formas de sociedad y las configuraciones estatales en la Antigüedad (PEFSCEA-UBA). Profesor Adjunto de Elementos de Prehistoria y de Historia Antigua I (UBA) y docente del Máster en Egiptología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Se ha especializado en el estudio de los Estados primarios y en Egiptología. Publicaciones destacadas: Surgimiento del Estado en Egipto (1998); La historia sin objeto (junto a I. Lewkowicz, 1998); De los jefesparientes a los reyes-dioses (2002); Una lectura de «La contienda entre Horus y Seth» (2004); El origen de los primeros Estados (2007); Pierre Clastres y las sociedades antiguas (como editor, 2014) así como cerca de noventa artículos en publicaciones especializadas nacionales e internacionales.


[1]O dicho de otro modo: si un grupo pretende el monopolio de la coerción, no es estatal a menos que lo logre. Y si un grupo ejerce el dominio de modo estatal en determinada situación y pretende la estatalidad en dominios más amplios, sólo será estatal en estos últimos si logra establecerse como minoría dominante. Por ejemplo, no existe el Estado mexicano al interior de una comunidad zapatista, así como no existe el Estado colombiano en los territorios que controlan las FARC (o mejor: ambos existen, pero no como productores de lazo social sino simplemente como horizonte negativo para la reproducción de otras lógicas de organización social). En cambio, un escenario conflictivo en el que un determinado grupo social presenta un reclamo (salarial, de tierras, de modificaciones legales) implica prima facie un contexto estatal porque el propio reclamo inviste al Estado como tal.

[2]La idea de que el Estado “siempre ha existido, y muy perfecto, muy formado”, corresponde a Deleuze y Guattari (1988 [1980]: 367), quienes asimilan el Estado a una “fuerza de interiorización” de cualquier sociedad. La idea puede ser útil para otro tipo de análisis, pero más bien confunde si de lo que se trata es de pensar procesos de cambio. En cuanto a las perspectivas evolucionistas, aún dominantes en la consideración histórico-arqueológica, he considerado este tema in extenso en: (Campagno, 2002a: 21-94; 2014).

[3]Estas reflexiones generales sobre la índole de lo estatal son aplicables a los diversos contextos de emergencia de Estados primarios, tanto en Egipto como en Mesopotamia, el valle del Indo, China, Mesoamérica y el área andina. En efecto, más allá de las diferencias que singularizan cada uno de esos contextos, el plano teórico comparatista permite notar toda una serie de regularidades analíticas.

[4]Estas ideas han sido parcialmente propuestas en Campagno (1998; 2013). Remito a estas obras para mayores referencias bibliográficas, que aquí serán reducidas a mínimos básicos.

[5]Ese sentido de pertenencia a un grupo privilegiado aparece enfatizado en un título cuyos primeros testimonios se remontan a la Dinastía I, que quizá expresa el rango jerárquico más elevado durante esta época: el de iri-pat (miembro del grupo pat). De acuerdo con Baines (1995: 133), “la interpretación más plausible [acerca de este grupo] es que al principio hubiera un pequeño grupo, probablemente de parentesco, llamado pat, que formaba el círculo de élite del cual surgía el rey. Tal separación refuerza la desigualdad de la sociedad”.

[6] La fuentes egipcias de épocas posteriores enfatizan una contraposición complementaria entre pat y rekhyt, que no sólo se aplica al contexto social (elite/población subordinada) sino a diversos planos (político, moral, cosmológico) en los que se propone un contraste entre un término positivo y otro negativo (cf. Diego Espinel, 2006: 197).

[7]En menor número la arquitectura funeraria monumental también se advierte en otras áreas tales como Nagada, Naga ed-Dêr, Tarkhan, Abu Rawash, Abusir, Giza, Helwan. Respecto de las construcciones funerarias durante el período Dinástico Temprano, en general, cf.: (Wilkinson, 1999: 230-260; Wengrow, 2006: 218-258).

[8]El registro arqueológico permite considerar la existencia de templos tanto en el norte −Buto, Tell Ibrahim Awad, Heliópolis− como en el sur −Badari, Abidos, Coptos, Armant, Gebelein, el-Kab, Hierakonpolis, Elefantina− (Wilkinson, 1999: 303-320). En cuanto a la iconografía del período, y más allá de la cuestión de los serekhs, una serie de etiquetas de la Dinastía I representan un tipo de edificaciones en las que se ha querido ver la presencia de tempranos palacios reales (Kuhlmann, 1996: 117-137).

[9]Por otra parte, si, como se supone, los enterramientos subsidiarios que rodean a las tumbas y recintos reales corresponden a individuos sacrificados, allí también aparecerían aunadas y potenciadas las capacidades coercitivas y creativas del Estado, en la medida en que esos escenarios de creación estatal contendrían los cuerpos de aquellos cuya muerte habría sido determinada por el Estado (Wengrow, 2006: 218-258).

[10]Cf., por ejemplo, la concentración de más de 700 jarras cananeas en la tumba U-j de Abidos (Hartung, 2002: 439-449) o el establecimiento, a fines de la Dinastía 0, de asentamientos egipcios en el sur del Levante (especialmente, Tel Sakan; cf. Miroschedji et al., 2001: 75-104), posiblemente destinados a la acumulación y remisión al valle del Nilo de los bienes obtenidos en la región asiática (van den Brink y Braun, 2003: 85-87). Acerca de la obtención de bienes en las regiones circundantes, cf.: (Wilkinson, 1999: 150-182; Campagno, 2002a: 212-217).

[11]Como señala Baines (1990a: 6, 22), “en el nivel de la experiencia más que en el de los cuerpos de conocimiento, la gente que no podía entrar a los templos sabría que otros podían hacerlo y tenían experiencias que no eran generalmente compartidas”. En tal situación, “el carácter del conocimiento no es tan significativo como la cuestión de quién conoce”.

[12]Un tercer efecto del uso de la escritura, cuyos inicios se hallan indudablemente en este período pero cuyo alcance se palpará a medida que se extiende su empleo, es el de exclusión. La escritura produce un preciso efecto discriminante entre una minoría de la sociedad que conoce sus reglas y una mayoría que, por el hecho mismo de desconocerlas, reconoce su subordinación a quienes saben de sus secretos. Como ha planteado Baines (1989: 477), el principal mensaje de la escritura para aquellos que no formaban parte de la élite estatal “habría sido el de que ellos no podían comprenderla más que en términos generales, algo cuyo significado habría sido naturalmente percibido por la élite pero también por el resto [de la sociedad]”.

[13]Acerca de la importancia del parentesco en las sociedades no-estatales, cf. (Sahlins, 1983[1974]; Wolf 1987 [1982]: 88-100; Campagno, 2002a: 69-77) (indicios de su importancia en el valle del Nilo en tiempos pre-estatales, pp. 137-145).

[14]Sobre la importancia del parentesco en distintos contextos del Antiguo Egipto en tiempos estatales, cf. (Baud, 1999; Campagno, 2006, 15-50; 2009; Moreno García 2006, 121-146).

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