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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto - ISSN 2451-6961 (en línea)

Mezquita

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº1. Mar del Plata. Enero-Junio de 2015.
ISSN Nº2451-6961.
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto


Introducción al dossier Estado y conflictividad: algunas reflexiones

María Luz González Mezquita
Universidad Nacional de Mar del Plata,
Argentina
gonmez@hotmail.com

“Pero porque en muchos hombres, no menos fieros y intratables que los animales, es más poderosa la voluntad y ambición que la razón, y quieren sin justa causa oprimir y dominar a los demás, fue necesaria la guerra para la defensa natural; porque, habiendo dos modos de tratar los agravios, uno por tela de juicio, el cual es propio de los hombres, y otro por la fuerza, que es común a los animales, si no se puede usar de aquél, es menester usar déste cuando interviniere causa justa, y fuere también justa la intención y legítima la autoridad del príncipe.”

D. Saavedra Fajardo
Empresas políticas, (1640), Empresa 74

Difícil de evitarlo, difícil prescindir de él:

“Mero participio de verbo de conexión o casi exclusivamente copulativo, Estado resulta primariamente, desde luego, un término bastante inexpresivo que ya por esta misma virtud vendría a cargarse de sentido. Permite una designación sin concepto, una identificación que nada traiciona; las Razones de Estado aparecieron como arcana imperii, misterios del poder, gozosos para pocos, dolorosos para muchos; la diferencia la ponía el conocimiento”. (Clavero, 1986:11)

Las discusiones en torno a las categorías de análisis que se relacionan en este Dossier han sido objeto de estudios y debates que ponen de manifiesto su compleja relación (Fernández Albaladejo, 2003). Estado[1] y conflictividad son conceptos plurivalentes y, no siendo este el espacio para analizar la aplicabilidad de la categoría estatal en una cronología extensa o cada uno de los posibles motivos de conflicto vinculados con las unidades políticas abordadas, nos limitaremos a proponer algunas reflexiones en torno a las prácticas y representaciones estatales y a la conflictividad con ellas vinculadas en los trabajos que presentamos.

Los conceptos despiertan un especial interés por haberse tomado conciencia de la necesidad de considerar la variabilidad de las redes semánticas que los seres humanos han ido tejiendo y destejiendo en el espacio y en el tiempo (Skinner, 1979; Torres Sans, 2008: 69-121). La crisis por la que atraviesan los conceptos que analizamos, en especial el de “Estado” no parece ajena a ese interés creciente: “El resquebrajamiento de ciertas categorías que tendíamos a dar por evidentes invita a volver la vista atrás y a interrogarnos sobre sus orígenes, su desarrollo y las razones de su declinación” (Fernández Sebastián y Capellán de Miguel, 2013).

La vigencia y relevancia de estas cuestiones, que tuvieron su carta de reconocimiento hace algún tiempo, se debe en gran parte a las preocupaciones actuales sobre las posibilidades del estado como una entidad viable para la organización política y de las posibles variables con él vinculadas así como los desafíos que debe enfrentar (Evans y Rueschemeyer y Skocpol, 1999).

Los avances en la gestión gubernamental a través de medios técnicos avanzados en áreas administrativas, económicas y sociales hoy parecen poner en duda el modelo tradicional de gobierno basado en principios de racionalidad entendido como prevención, represión (Ferguson, 2001: 41 y ss.) o gestión de los conflictos (Rotelli y Schiera, 1971: 5-17 ; Bobbio y Matteucci, 1986: 626-634).

Debemos aceptar que los requisitos (proceso de burocratización, monopolio de la fuerza, legitimación de la autoridad, homogeneización cultural) que debería reunir un “Estado” refieren a un modelo ideal, a una aspiración teórica que no siempre tuvo su completa correspondencia en la realidad. La relación necesaria que existe entre ejército, riqueza y fuerza de gobierno han sido una constante en la literatura política. Desde Cicerón y Tácito, los autores aseguran que la tranquilidad de los estados era imposible sin un ejército, de un ejército sin los sueldos para los soldados y de esos sueldos sin la correspondiente recaudación fiscal (Molho, 1996: 97-135). En la actualidad, la interdisciplinariedad ha producido interesantes resultados vinculando capital y Estado a nivel interno o internacional, tanto como a las variables de nación y régimen político que tienen una compleja relación con el capital y el sistema estatal (Hall, 1994: 7-37).

A comienzos de la década de los setenta, la Historia Política parecía concluir una travesía del desierto que duraba más de cuarenta años. Al menos esto suponía Le Goff al preguntarse sobre la posibilidad de que volviera a ser la espina dorsal de la Historia (Le Goff, 1971: 3-19 ; Fernández Albaladejo, 2003: 479).

La readmisión de la Historia Política no debería entenderse como exenta de peaje. Para empezar, la hermandad con la Historia Económica, Social o Cultural, que, en diferentes etapas, serían las tribus dominantes, exigía una renuncia o al menos una minimalización del componente evenemencial. Por otra parte, debería aceptar los métodos, el espíritu y perspectiva teórica de las ciencias sociales (en especial de la sociología y la antropología). Con ciertos condicionamientos, la Historia Política podría encarar su objeto, su tarea científica: el análisis de los fenómenos vinculados al poder (Gil Pujol, 2006: 73-111) utilizando también las sugestiones de la politología y el enfoque pluridisciplinar. Había dejado de ser historia de la política para ser historia de lo político (Rosanvallon, 2003). Se desarrollaban las líneas de ese protagonismo con dos pilares: la Antropología política y la Sociología política, sobre ellas se construiría una Historia Política con centro en el poder y sus mecanismos. Como historia del poder o mejor de los poderes, los estudios políticos se instalan con nuevas metodologías y nuevas perspectivas (Kirshner, 1996).

Además de modificar el sentido en el que se había considerado el Estado en la disciplina, se propondría un riguroso análisis de los conceptos tomando en consideración el contexto en el que se aplicaron, para diferenciar la política de los antiguos y los modernos. Una diferencia que sólo cabía analizar en términos de alteridad y cuyo análisis conducía a no convertir a la primera de esas realidades en simple antesala de la segunda (Fernández Albaladejo, 1992: 14).

En especial, el tratamiento tradicional del “Estado Moderno” aparecía cuestionado (Benigno, 2013: 175-220). Su arquitectura interna tan laboriosamente levantada por el liberalismo con su característica preferencia por la perspectiva macro, empezó a ser desalojada de un imaginario político en el que hasta ese momento había permanecido firmemente asentada (Levi, 1992). Comenzaba la deconstrucción de la concepción de un estado centralizado con vigencia previa al siglo XIX.

Para el caso del llamado “Estado Moderno” se destaca la adaptación y el dinamismo de estas unidades políticas para logar sus objetivos básicos: mantener el orden interno y demostrar poder hacia el exterior (Tenenti, 1995). Pero para conseguir estas metas, había sido necesario poner en juego mecanismos de consenso, acuerdo y participación (Cardim, Herzog, Ruiz Ibañez y Sabatini, 2012 ; Elliott, 1992: 48-71) que no condicen con la idea establecida sobre el supuesto absolutismo de las monarquías en el Antiguo Régimen (Duchhardt, 2000). En la actualidad, los resultados de la investigación sobre los mecanismos de representatividad y participación permiten matizar o revisar algunas de las afirmaciones realizadas durante mucho tiempo sobre la construcción del poder:

“Para definir un cierto poder, no basta especificar la persona o el grupo que lo retiene y la persona o el grupo al que están sometidos: hay que determinar también la esfera de actividades a la cual el poder se refiere, es decir la esfera del poder. La misma persona o el mismo grupo pueden ser sometidos a varios tipos de poder relacionados con diversos campos” (Stoppino, 1986: 1217)

El aporte de M. Foucault fue estratégico dentro de ese proceso. Pensó la naturaleza e implicancia del poder que emergía como alternativa al monopolio y al protagonismo estatal. Utilizó la figura de un poder plural repartido en su entramado de mallas y difuso en un tejido social que aparecía como un archipiélago de poderes sin dependencia orgánica con uno central (Foucault, 1999 (1981)).

La reflexión realizada por J. F. Schaub (1995a; 1995b; 1996) a propósito del tratamiento al concepto de Estado en la historiografía francesa, prueba hasta qué punto los mismos Annales han sido sensibles a esta reorientación. El protagonismo -en clave estatal- que se daba al polo monárquico, se contrasta y compagina ahora con la presencia de diferentes grupos sociales y de sus correspondientes instancias de poder que les permite, en algunas oportunidades, poner en discusión la legitimidad de los gobernantes. (Yun Casalilla, 2009; Reinhard, 1997)

En el esquema estatalista se entendía que todo lo que respondía a la lógica del Estado era positivo, benéfico y progresista mientras que las fuerzas que se oponían a él debían ser consideradas “retrógradas” y por lo tanto menos atendibles. Pero esa conflictividad promovida por "resistencias y obstáculos" de cualquier orden que fueran, representaban parte de la dinámica en la que se manifestaban distintas instancias de poder aunque el Estado tratara de eliminarlos por considerarlos conflictivos.

La organización del Estado bajo los principios de laicidad, responsabilidad y racionalidad incluía diversas instancias de estos poderes. Por esta razón la cuestión de la disciplina en su doble función de actitud hacia la obediencia por parte de la sociedad y de la capacidad para ejercer el mando de parte de la autoridad, es predominante en la historia del Estado. En las relaciones de poder, junto al control debe ir la legitimidad sellando las relaciones de mando y obediencia. Estas relaciones tienen su consolidación a través de las instituciones. El Estado emerge como un coherente compuesto -en el plano de las prácticas tanto como en el teórico y doctrinal-, de una apropiada conducta colectiva que pretende evitar los conflictos privados a través de la neutralización inmediata o progresiva dentro de relaciones de fuerza comprendidas, representadas y reguladas institucionalmente (Schiera, 1995).

Parecería evidente que existe una relación entre el “Estado” y el ejercicio monopólico de la fuerza hacia el interior, sin dejar de lado las demostraciones de ese poder hacia el exterior. Por otra parte, los esfuerzos para lograr esta imposición, generarían en algunas ocasiones, la oposición de los actores individuales o colectivos que se podían sentir amenazados por el avance de este poder sobre lo que consideran sus derechos (Garavaglia, 2007: 231).

La historia de la conflictividad -tomada en un sentido extenso y en sus diferentes manifestaciones- ha cobrado fuerte impulso dentro de la historiografía de las últimas décadas. Los esfuerzos que se tradujeron en la creación de revistas científicas especializadas, tanto como la investigación empírica, muestran la existencia de estas manifestaciones en diferentes etapas históricas así como la mayor o menor capacidad de las sociedades para controlarlas (disciplinamiento social, manifestaciones de la violencia, usos de la justicia). Desde los planteos contrastados de M. Foucault y N. Elías, se han realizado investigaciones con diferentes componentes: cultura política, género, urbanización, alfabetización, raza, etnicidad, vida cotidiana, modo de vida, entre otros. Al mismo tiempo, se han aplicado enfoques cuantitativos o los más recientes provenientes de la historia cultural. El resultado es el afianzamiento a nivel internacional de esta línea de investigación en la historiografía actual (Fortea, Gelabert, Mantecon, 2002 ; Foucault, 1984; Elias, 1987).

Recién estrenado el milenio, se confirmó una nueva tendencia en los trabajos que se ocupaban del Estado. La propensión a enfatizar el impacto de los factores geopolíticos y económicos en la estructura de las unidades políticas de la modernidad y a ver su poder en términos puramente fiscales y militares, se había invertido y estos caminos se entendían como muy estrechos. Incluyendo numerosas perspectivas teóricas como la foucaultiana, la teoría de género y sociología cultural, argumentaban que en el poder hay algo más que coerción y extracción y más factores a considerar que los económicos y geopolíticos. Se podría definir a estos autores como la “tercera ola”, con una tendencia revisionista hacia comprensiones más matizadas y explicaciones menos deterministas de la formación y construcción del poder estatal. Habían sido precedidos por una “primera ola”: los neo-marxistas de fines de los sesenta y comienzos de los setenta, que intentaron explicar la estructura y fortaleza de los estados en términos de factores socioeconómicos. Es el caso de P. Anderson que enfatizó las relaciones de clase del Estado “absolutista”, mientas que I. Wallerstein se centró en las “relaciones de intercambio”. La primera expansión en la “segunda ola” desde mediados de los setenta hasta su consolidación en los noventa (Tilly, 1975; Evans, Rueschemeyer y Skocpol, 1985) pusieron el foco de atención en el impacto de la guerra y la geopolítica, que algunos relacionaron con la revolución militar. El resultado era un “absolutismo” militar-burocrático. Por supuesto, las generalizaciones eran peligrosas y se debía tener precaución para distinguir los dos binomios que se presentaban: por un lado el absolutismo/constitucionalismo y por otro los casos patrimoniales/burocráticos con todos los matices que fueran necesarios.

En todos los casos, es importante advertir que, a pesar de focalizar en algunos aspectos, las explicaciones de cualquiera de las teorías enunciadas tenían la ambición de ser comprensivas, sin olvidar el rol de las elites que fue determinante cualquiera fuera el papel que desempeñaran (Chaussinand, 1991).

La “tercera ola”, renovó la cuestión, por lo menos, en algunos de los siguientes planos: 1- Metodológicamente: cuestionando la posibilidad de una explicación abarcadora de la formación del Estado, 2- Teóricamente: enfatizando la dimensión regulatoria o el carácter negociador del poder del Estado pero también de los grupos sociales y 3- Empíricamente: destacando el impacto de la conflictividad y de la movilización popular (Gorski, 2001: 851-861).

Me permito citar un ejemplo del campo de mi especialidad. Se trata de la obra de R. Mackey sobre la Castilla del siglo XVII, que permite mostrar el fraccionamiento de la soberanía en la Castilla de los Habsburgo y los mecanismos que diferentes niveles de la población utilizaba para beneficiarse con esa situación. Esto le permite concluir que el supuesto “absolutismo” español no concuerda con ninguno de los modelos disponibles y la lleva a sugerir, que España no fue una excepción sino que los modelos son deficientes en tanto asumen una directa correlación entre revolución militar, absolutismo y burocracia (Mackay, 1999).

Marcelo Campagno en “De la pertinencia del concepto de Estado para el pensamiento de las sociedades antiguas. Reflexiones sobre las capacidades de hacer del Estado egipcio antiguo” expone una serie de consideraciones sobre la aplicabilidad del concepto de Estado a las sociedades antiguas. Acepta que pueden ser válidas algunas de las críticas realizadas por los autores que define como “posmodernos” aunque encuentra que han sido más convincentes en el plano de la críticas que en el de las propuestas. En este sentido, asigna más valor a “la coherencia interna de la argumentación de un autor a partir de una definición bien explicitada” que a las posibles definiciones que se puedan realizar. No acepta que en la actualidad la “cuestión estatal” sea un asunto cerrado, particularment en Latinoamérica y Europa meridional donde los problemas relacionados con el Estado siguen siendo importantes a pesar de que no se trate del mismo modelo de Estado vigente hasta fines del siglo XX.

Señala que “la lógica de organización social que se instala con el Estado está centralmente caracterizada por la existencia de lo que Max Weber (1992 [1922]) identificó como el monopolio legítimo de la coerción”. La existencia de tal monopolio legítimo de la coerción implica que la lógica estatal produce un tipo de situaciones socialmente polarizadas, en las que una minoría ejerce su voluntad y una mayoría acepta esa condición por convicción o por la fuerza y que este dominio es efectivo. Esta lógica estatal constituye un cambio cualitativo que se diferencia de los principios de parentesco previos.

Es importante que los análisis sobre estas prácticas se realicen en contextos espaciales concretos. En este caso, el estudio se centra en la emergencia y consolidación del Estado egipcio en el valle del Nilo, entre la segunda mitad del IV milenio a.C. y los primeros siglos del III milenio a.C. Para este período propone la verificación del Estado a través de tres “capacidades de hacer”: capacidad de coerción hacia fuera y hacia adentro, confiscando la violencia también con una extracción coactiva de excedentes por medio de la tributación; capacidad de creación puesta de manifiesto en la construcción de edificios en gran escala y núcleos poblacionales como demostración de la posibilidad estatal de imposición de su poder y, por último, capacidad de intervención en el tejido social “para interferir, monopolizar, recodificar, reorientar”.

Con testimonios iconográficos que muestran rituales simbólicos en el primer caso, con pruebas arquitectónicas a través de estudios arqueológicos en el segundo o en el ámbito de la temprana escritura -con intención administrativa y ceremonial- que permite notar la capacidad de intervención del Estado, con las referencias permanentes a la bibliografía específica para cada caso, Campagno realiza una articulación entre la conceptualización teórica que define y el estudio de un proceso en el que propone la demostración de sus principios asignando al concepto de Estado valores operativos.

María Inés Carzolio en “Conflicto: el lado sombrío de la formación del Estado Moderno (siglos XVI-XVII)” presenta un análisis de los conceptos de Estado y conflictividad buceando en primer lugar en la construcción historiográfica e ideológica del concepto de Estado durante el siglo XIX en su proyección teleológica, una operación que “implicó dispositivos de invención de la tradición y la selección de temas y problemas a tratar”. El modelo así construido fue proyectado hacia el pasado con la consiguiente necesidad de que fuera adaptado a las condiciones que imponía.

Centrándose en lo que se ha dado en llamar “Estado Moderno”, la autora señala cómo las monarquías del Antiguo Régimen fueron forzadas a cumplir con el “paradigma estatal”. Se señalan las variables de análisis que autores de prestigio han indicado como necesarias para destacar las diferencias que separan las organizaciones políticas anteriores y posteriores a la Revolución Francesa (A. Hespanha, P. Costa) en las que se ponen de manifiesto dos culturas políticas diferentes. La puesta en evidencia de estas dificultades ha llevado al cuestionamiento de la utilización de la categoría estatal para el período señalado (B. Clavero, P. Fernández Albaladejo, J-F- Schaub, F. Benigno).

Si bien algunos autores siguen utilizando el binomio conceptual “Estado Moderno”, esta decisión no exime de las dificultades implícitas en cada uno de sus integrantes. Además con respecto a “Estado” y a la extensión semántica y cronológica de la “estatalidad”, deben enfrentarse con la realidad no menos evidente, de que “moderno” es un concepto débil en cuanto a su contenido y básicamente autorreferencial.

A los planteos señalados, se suman los debates que han puesto en duda la identificación -con frecuencia- entre las monarquías modernas y el absolutismo (S. de Dios, P. Anderson) entendido como un poder ilimitado que se atribuye a los monarcas del período. De este modo, “la investigación acerca de las instituciones ha dejado de ser campo casi exclusivo de los historiadores del derecho para abrirse a los estudios de una nueva historia socio-política, así como a una historia de la conflictividad y la negociación”.

Las diferentes concepciones de “Estado” son consideradas con ambición comparativa para señalar las diferencias entre las monarquías de los siglos XVI y XVII con el “Estado” contemporáneo. Distintas corrientes metodológicas son consideradas para atribuir diferentes sentidos a esas unidades políticas. En cuanto a las causas de la formación de los “Estados” se analizan las explicaciones que las encuentran en la acumulación de poder (aspectos militares, tributarios, administrativos) puesta de manifiesto en la imposición o la persuasión hacia adentro o la demostración de fuerza hacia afuera. En este sentido, debe considerarse el concepto de conflictividad que implica un amplio abanico de posibilidades. Es importante destacar la puntualización sobre las interacciones entre las elites -como grupo dominante- y el resto de la sociedad en cuanto a las situaciones de conflicto y consenso a través de la revisión que proponen las investigaciones recientes.

El trabajo manifiesta la necesidad de retomar las investigaciones de los siglos centrales de la Modernidad con rigor metodológico y propone la necesidad de ser exhaustivos a la hora de utilizar conceptos. Analiza la construcción de las monarquías modernas y su caracterización con referencia a casos concretos a través de los aportes de la historiografía reciente, cuestionando posiciones de peligrosa connotación presentista.

Fabián Herrero en “Conflictos políticos, económicos, militares... Buenos Aires y la guerra con la República de Entre Ríos”, propone matizar la imagen de la Revolución de Mayo identificada por Tulio Halperín con una estructura de poder de corte centralista. El centro estaba en la ciudad de Buenos Aires y desde allí se habrían diseñado y ejecutado todas las estrategias públicas hacia todos los ex territorios del Río de la Plata durante la década de 1810.

El autor defiende su hipótesis a partir de casos puntuales, mediante cuadros comparativos y cruzando bibliografía específica con un variado y articulado corpus documental: correspondencia real y literaria, testimonios contemporáneos, documentación oficial y periódicos. Sostiene que hubo propuestas alternativas a las tendencias centralistas poniendo de manifiesto creencias confederacionistas, que, si bien fueron alternativas, matizaron la idea de un poder con “aristas centralistas hegemónicas”.

Por otra parte, en la vinculación entre las autoridades revolucionarias con las ciudades y las provincias, encuentra la posibilidad de identificar la relación entre Estado y conflicto y las modificaciones de distinto signo con períodos señalados con claridad por el autor. En especial, el período que se inicia en 1824 -a pesar de la imagen de relativa paz que ha ofrecido la historiografía tradicional- es un momento complejo y dinámico que no estuvo exento de conflictos.

La situación era compleja y dinámica y se agravaba por la confrontación abierta con la provincia de Entre Ríos. Francisco Ramírez inicia una campaña militar contra Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba. El análisis del conflicto entre Buenos Aires y la República de Entre Ríos permite a Herrero centrar su atención en cómo impacta el hecho bélico en la vida cotidiana e institucional, pero también en las estrategias que utilizaron los grupos políticos opositores. Es destacable el lugar asignado a los recursos propagandísticos que se analizan siguiendo las manifestaciones retóricas de los actores en pugna.

En cuanto a los focos identificados como conspirativos contra Buenos Aires, el autor afirma que no sólo deben tenerse en cuenta aquellos que reúnen a los exiliados en territorios alejados, sino que debemos prestar atención a la existencia de una pugna en la misma provincia donde “hay voces y actos vinculados con sectores de oposición y al mismo tiempo se producen tensiones entre sectores comunitarios o bien hay rumores de posibles conspiraciones”. Los casos que se analizan demuestran la existencia de opositores a nivel local e interprovincial. En este sentido es importante diferenciar los disidentes activos de aquellos que no formaron parte en la dinámica de las conspiraciones. Las diferentes posiciones asumidas por los refractarios confirman la existencia de un complejo y dinámico escenario dentro y fuera de la provincia de Buenos Aires que permite vislumbrar tensiones que atraviesa una sociedad no exenta de conflictos.

Daniel P. Míguez en “El Estado en búsqueda de democracia. Un estudio de caso sobre las reformas educativas 1983-2010” plantea la paradoja que se verifica al comparar dos procesos conflictivos vinculados con la reforma del sistema educativo argentino: el primero tuvo lugar a fines del siglo XIX y principios del XX y el segundo - objeto de análisis en este artículo- entre 1983 y 2010 (el autor explica los criterios para la elección de esta periodización).

Si bien ambas propuestas buscaban promover la formación de ciudadanos identificados con la Nación y la consolidación de una república democrática, diferían en cuanto a la participación del conjunto de la sociedad en este proceso. Sin embargo, la apertura a la participación en el segundo caso tanto como el respeto por las diversidades, no evitaron “tensiones y resistencias que respondían a la variedad de concepciones de la democracia y de cómo debía instrumentarse en la escuela media que estaban presentes en la sociedad civil”.

En el artículo se relativiza la concepción del Estado como un dispositivo suprasocial, en manos de una elite y propone en función del proceso estudiado, considerar que las políticas oficiales se generaron en una trama relacional que articuló “procesualmente a las agencias públicas con la sociedad civil”, en consonancia con la concepción de A. R Radcliffe Brown. Las formas en que se instrumentaron las políticas de democratización educativa desde 1983, implicaban facilitar la participación de los miembros de la comunidad educativa en la gestión de la vida institucional. La promoción de diferentes instancias colegiadas de gestión institucional (códigos y consejos de escuela o de convivencia, asociaciones estudiantiles como los centros de estudiantes) fue debatida desde 1984.

El autor cumple -a través de un análisis crítico y fundamentado de la documentación-, con su objetivo de demostar cómo cristalizaron las diversas formas de percibir la democratización en los conflictos que tuvieron lugar durante la sanción de una nueva ley educativa en la provincia de Córdoba en el 2010. En este contexto de cambios de modelos de democratización educativa, que se manifestaron en la normativa sobre los centros de estudiantes y los consejos escolares, y de convivencia desde 1984, Míguez contrasta los modelos propuestos y vigentes en la normativa nacional y la provincial y su variación en el tiempo.

Vera Carnovale en “Más allá de la militarización: la violencia revolucionaria, esperanza y promesa de emancipación”, analiza, a través de diferentes variables, un tema que ha suscitado interés en diversos ámbitos: la violencia política en la historia argentina reciente. En ella, la experiencia y actuación de las organizaciones revolucionarias armadas se destaca, como uno de los tópicos de atención privilegiada tanto fuera como dentro del campo académico.

En general, parece haberse instalado un enfoque que, por un lado, inscribe el surgimiento de las organizaciones guerrilleras en el contexto de una cultura política autoritaria, signada por la crisis del sistema político y, por el otro, desentraña y analiza su accionar a partir de una serie de tópicos que giran en torno al problema de la “militarización”.

Para ello, realiza a una interesante exploración de los trabajos de Claudia Hilb y Daniel Lutzky (1986) sobre la Nueva Izquierda y el de María Matilde Ollier (1986) sobre dos organizaciones del peronismo revolucionario. En el primer caso, se analizan la lógica binaria y las formulaciones autolegitimantes de la Nueva Izquierda describiendo su comienzo en un contexto de deterioro de los valores democráticos y de crisis de un sistema político que consideran engañoso en su conjunto. Esta corriente adoptó la guerra como forma de legitimación y representación. El trabajo de Ollier define al período como el momento en que se produce una reducción de los términos de la política a los de la guerra y encuentra en el cambio del escenario político-institucional de 1973 un punto de inflexión a partir del cual la guerrilla pasa a ser alimentada por su propia lógica de guerra.

En la misma línea interpretativa se destaca la obra de Pilar Calveiro (2005) en la que se indaga el vínculo entre política y violencia política en los setenta y el papel que correspondió a las organizaciones armadas en ese período. Para Calveiro, en un contexto de violencia y rebelión “la lucha armada comenzó siendo la máxima expresión de la política primero, y la política misma más tarde”. El análisis de centra en la experiencia de Montoneros para diseccionar las causas de lo que considera un proceso de “militarización de la política”.

Carnovale reconoce el valioso aporte de las obras analizadas, pero se propone problematizar “tanto la potencialidad explicativa de un enfoque en el que violencia armada y política se presentan como términos claramente diferenciables así como una de sus premisas básicas: la naturaleza esencial y estrictamente defensiva de la violencia revolucionaria”. Para cumplir con su objetivo, bucea en las claves explicativas de estos movimientos a través de sus ideas, creencias y mandatos que incluían el horizonte de la Revolución y la esperanza que imprimió en Latinoamérica. En este sentido, si bien la violencia armada de las filas revolucionarias argentinas se manifestó en el contexto del descontento y la movilización popular de finales de los sesenta, no puede reducirse sólo a una respuesta al cierre de los canales político-institucionales.

En cuanto a las formulaciones ideológicas de las acciones de la guerrilla, se impuso -frente a otras teorías y doctrinas revolucionarias- el modelo de guerra popular prolongada como estrategia para la toma del poder. El guevarismo ofrecía la posibilidad de englobar la lucha revolucionaria local en una estrategia continental.

El desarrollo de los diversos planos forma un conjunto que finaliza con un estudio de los discursos revolucionarios que promovieron la configuración identitaria y moral de las organizaciones revolucionarias armadas, junto a la creación de “una sensibilidad revolucionaria matrizada por la convicción del poder emancipador de la violencia”. Una violencia milenarista que anunciaba una nueva era y se define con capacidad creadora: de emancipación, de humanidad, de conciencia, de una nueva historia en la que se realiza una fusión del hombre individual en el cuerpo colectivo.

Agradecemos a los reconocidos especialistas que han hecho posible la realización de este Dossier con el aporte de sus investigaciones. Todos los trabajos reunidos plantean discusiones fructíferas con diferentes categorías de análisis, metodologías o planteos conceptuales a partir de distintas posiciones historiográficas. El resultado es una interesante presentación de problemas que provocan una reflexión en la que la diversidad se instala en un zócalo de preocupaciones comunes que atraviesan las relaciones que involucran las interacciones -muchas veces conflictivas- de actores individuales o colectivos con diferentes instancias del poder estatal.

Para concluir, me parecen apropiadas algunas reflexiones que I. Wallerstein realizó sobre su trayectoria intelectual al mismo tiempo que especulaba sobre algunas críticas a su producción. Consideraba que muchas veces los procesos históricos han sido comunicados como si fueran verdades más o menos atemporales o apelando a situaciones únicas. En realidad, ninguna situación es esencialmente única, ya que las palabras que usamos para describirla son categorías que implican características comunes a grupos más o menos extensos y a alguna estructura que permanece.

Por otra parte, ninguna verdad es eterna porque el mundo también es cambio. Los autores y autoras que participan en este Dossier manifiestan su preocupación por ser exhaustivos aportando renovadoras miradas para el análisis de los procesos estatales y su conflictividad en contextos específicos. En palabras de I. Wallerstein: “Creo que el deber del investigador es ser subversivo con respecto a las verdades recibidas, y que esta subversión puede ser útil para la sociedad sólo si refleja un intento serio de comprometerse para comprender el mundo real de la mejor manera que podamos” (Wallerstein, 2000: 21; traducción propia).


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María Luz González Mezquita es Profesora de Historia Moderna y directora del Grupo de Investigación en Historia de Europa Moderna en el Departamento de HistoriaCEHis, de la Facultad de Humanidades de Universidad Nacional de Mar del Plata. Miembro de la Real Academia de la Historia de España.


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[1]Me parece necesario aclarar que, debido a los debates sobre la pertinencia en la aplicación de esta categoría de análisis, su utilización en esta introducción obedece a necesidades operativas.

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