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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
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NOBLEZA Y RECLUTAMIENTO DURANTE EL MINISTERIO DEL CONDE DUQUE DE OLIVARES. LA PARTICIPACIÓN DE LA ARISTOCRACIA CASTELLANA EN LA DEFENSA DE LA MONARQUÍA (1635-1638)

 

 

 

Agustín Jiménez Moreno

Universidad Rey Juan Carlos, España

 

 

 

Recibido:         04/05/2015

Aceptado:       26/05/5015

 

 

 

RESUMEN

 

El inicio de la guerra contra Francia en 1635 supuso un incremento de las peticiones regias a la primera nobleza del Reino. A partir de ese momento se desarrolló un ambicioso programa destinado a aprestar los recursos necesarios para hacer frente a este nuevo desafío, en el que la nobleza estaba destinada a jugar un activo papel. Pero las solicitudes al estamento privilegiado, en este caso de hombres, deben ser entendidas en un contexto de negociación entre ambas instancias, pues el monarca sabía que su participación en la defensa de la monarquía no podría obtenerse por la fuerza. Los dos ejemplos que presento en este artículo ilustran perfectamente dicha realidad, caracterizada por el acuerdo y el entendimiento entre la administración real y la aristocracia, alejada de los planteamientos que consideraban a los nobles como un grupo ocioso e insolidario ante la situación de extrema gravedad a la que se enfrentaba la monarquía española, y al monarca como un gobernante absoluto que se limitaba a explotarles sin ningún tipo de consideración.

 

PALABRAS CLAVE: nobleza; servicio militar; Conde Duque de Olivares; clientelismo; negociación; guerra franco-española (1635-1659).

 

 

Nobility and military recruitment under Count Duke Olivares government. Castilian aristocracy`s involvement in the defence of Spanish Monarchy (1635-1638)

 

ABSTRACT

 

The outbreak of war with France in 1635 represented an increase of request from the king to the nobility. From then it developed an ambitious program, which aimed to raise the necessary resources to meet this new challenge, in which the nobility would have a great importance. But the request to the privileged class, in this case men, must be understood in the context of negotiations between the two sides, as the monarch knew that his support could not be obtained by force. The two examples I present in this article reflect this reality, characterized by the agreement and understanding between Crown and aristocracy, far from the approaches that considered as a group unconcerned about the problems of the monarchy and the king as an absolute ruler who sought to exploit them.

 

KEY WORDS: nobility; military service; Count Duke of Olivares; clientelism, negotiation; Franco-Spanish war (1635-1659).

 

 

Agustín Jiménez Moreno es Doctor en Historia Moderna por la Universidad Complutense de Madrid. Es miembro de De Nobilitate (Red de estudios sobre la nobleza en la Edad Moderna). Sus investigaciones se centran en: la contribución de las Órdenes Militares y de la alta nobleza castellana al esfuerzo militar durante el siglo XVII, el ejército en la época de los Austrias y la acción de gobierno del Conde Duque de Olivares. Publicaciones recientes: Las Órdenes Militares y el Conde Duque de Olivares. La convocatoria de los caballeros de hábito (1621-1641) (Madrid, 2013); “Las Órdenes Militares, la nobleza y la monarquía española. Aspectos de una relación cambiante”, en, J. Hernández Franco, Guillén Berrendero y S. Martínez Hernández (eds.), Nobilitas. Estudios sobre la nobleza y lo nobiliario en la Europa Moderna. Madrid, 2014. pp. 323-348. Correo electrónico:  https://independent.academia.edu/AgustinJimenezMoreno

 

 

 

 


NOBLEZA Y RECLUTAMIENTO DURANTE EL MINISTERIO DEL CONDE DUQUE DE OLIVARES. LA PARTICIPACIÓN DE LA ARISTOCRACIA CASTELLANA EN LA DEFENSA DE LA MONARQUÍA (1635-1638)

 

 

 

 

 

Las crecientes dificultades de la Corona a la hora de satisfacer sus necesidades militares, tanto en lo relativo a materiales y suministros como a efectivos humanos, motivaron que se viera obligada a recurrir, con cada vez más frecuencia, a la iniciativa privada. En cuanto al reclutamiento en manos de particulares, pese a que contaba con numerosos detractores, tenía la ventaja de aprestar las unidades con una celeridad inalcanzable para la administración real. Si bien el recurso a contratistas no era una práctica nueva (Thompson, 1981. Capítulo 10), vivió un periodo de esplendor durante el ministerio del Conde Duque de Olivares, sobre todo entre los años 1635-1642. Pese a que se trata de una cuestión que se antoja capital a la hora de intentar cualquier aproximación al ejército hispánico en el siglo XVII, lo cierto es que hasta fechas relativamente recientes ha sido relegada por la historiografía a un segundo plano. Además, la mayor parte de las aportaciones recientes (Andújar Castillo, 2003, 2004, 2006; Rodríguez Hernández, 2006, 2007a, 2007b; Jiménez Estrella, 2011, 2012), se han centrado en la segunda mitad del siglo XVII y el siglo XVIII.

De la misma manera, el año 1635 supuso un punto de inflexión en el devenir histórico de la monarquía de España. Con la declaración de guerra por parte de Francia, en junio de dicho año, se inició la contienda entre ambas naciones por la supremacía en Europa. Si bien llevaban varios años enfrentadas en una guerra soterrada, y desde el año 1632 era cuestión de tiempo que se produjera tal acontecimiento (Jover Zamora, 2003; Fraga Iribarne, 1956; Parrott, 1987; Stradling, 1990a, 1990b, 1996; Lesaffer, 2006).

En el caso de España, el conflicto con el vecino borbónico supuso un incremento de la presión sobre su estructura militar, ya de por si sobrecargada, al abrir un nuevo frente bélico. A partir de ese momento las exigencias de dinero, hombres, caballos y pertrechos aumentaron tanto en número como en intensidad, hasta el punto de que todo se supeditó a la obtención de la victoria. Dentro de esa política de movilización (Gelabert, 1990; Thompson, 1998; Casals, 2001; Glete, 2002: 67-139) los nobles, como primeros súbditos del rey, estaban llamados a jugar un activo papel y la Corona se dirigió a ellos en busca de auxilio. En general nos encontramos ante peticiones regias para que éstos se encargaran de aprestar un determinado número de hombres con cargo a sus rentas, pues debían costear los gastos generados por este servicio y el mantenimiento de los hombres hasta su entrega a los oficiales reales en el lugar designado para ello (Jago, 1979; Salas Almela, 2001; Arroyo Vozmediano, 2007). Pese a todo, la voracidad del poder real no significó un atropello de sus posiciones. Como podrá comprobarse a lo largo de estas páginas, la Corona no tuvo más remedio que adoptar una actitud conciliadora, atendiendo las peticiones de la nobleza, pues de lo contrario sería harto complicado obtener alguna asistencia.

De la multitud de peticiones realizadas durante esos años, me centraré en dos: un reclutamiento encargado inicialmente a algunos títulos de Galicia para remitir infantería al frente septentrional; y los servicios pactados con ciertos nobles a cambio de suspender los pleitos que la Real Hacienda había presentado contra ellos para recuperar la cobranza de las alcabalas de algunas localidades, que en este caso pasarían a servir en Italia.

 

La participación de la nobleza en el envío de refuerzos a Flandes desde el puerto de La Coruña (1635-1636)

 

   La primera noticia que he encontrado de este requerimiento data de principios de julio de 1635, cuando el monarca se dirigió a D. Pedro Álvarez de Toledo y Leyva, marqués de Mancera[1] (Toribio Polo, 1896: XII-XVII), gobernador y capitán general del Reino de Galicia[2] (Saavedra Vázquez, 1996: 143-175, 2006; De Artaza Montero, 1998: 267-308; Rodríguez Hernández, 2007c), para que coordinara un reclutamiento de 1.200 hombres encargados a cuatro títulos (los condes de Altamira, Lemos, Monterrey y Ribadavia), que se embarcarían en el puerto de La Coruña con destino a los Países Bajos (Carta del marqués de Mancera al rey. La Coruña, 17-7-1635. Archivo General de Simancas (AGS), Guerra Antigua (GA), Legajo (Leg). 1124). Se trataba de una operación inscrita dentro del proyecto de revitalización del poderío naval español y del transporte marítimo, auspiciado por el Conde Duque de Olivares desde su acceso al poder, para reforzar su posición en aquel teatro de operaciones (Taylor, 1972; Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, 1975: 262-266 y 344-358; Elliott, 1990: 452-454 y 558-559; Stradling, 1992: 134-136; Sanz Camañes, 2002: 93-135), comandada por D. Juan Claros de Guzmán, marqués de Fuentes, hermano del duque de Medina Sidonia, al mando de la Armada de Flandes desde 1635 (Stradling, 1992, Op. cit.: 314), responsable último de la entrega de los hombres en su destino. Para la organización de esta empresa Olivares optó por su sistema predilecto: una junta compuesta por personas de su confianza, encabezada por el propio Conde Duque, en la que participaron el marqués de Leganés y el duque de Villahermosa, actuando como secretario D. Fernando Ruiz de Contreras. (Consulta de la Junta de Armadas. Madrid, 18-7-1635. AGS, GA, Leg. 3164).

   Como ya he referido, el objetivo era aprestar 1.200 infantes, repartidos de la siguiente manera: D. Lope Osorio de Moscoso, quinto conde de Altamira, 400; D. Francisco Fernández de Castro Andrade, noveno conde de Lemos, 300; D. Manuel de Zúñiga Acevedo Fonseca, sexto conde de Monterrey, 300; y D. Manuel Sarmiento de los Cobos, décimo conde de Ribadavia, 200. Para ello se les facilitaron seis despachos de capitán en blanco, que llevaban anejos los correspondientes a los empleos de alférez y sargento, junto con los suplimientos necesarios (documentos que permitían a los titulares servir un empleo de oficialidad sin necesidad de haber servido los años establecidos en las Ordenanzas Militares promulgadas en junio de 1632), siendo distribuidos de la siguiente manera: Altamira y Monterrey dos, Lemos y Ribadavia uno (Consulta de la junta que se hace en el aposento del conde duque de Sanlúcar. Madrid, 18-7-1635. AGS, GA, Leg. 1124).

   A pesar de que estas patentes eran unas mercedes muy codiciadas, lo cierto es que en muchos casos se convirtieron en una fuente de conflicto entre la Corona y los reclutadores privados (en este caso nobles). Pese a que el beneficiario de una de ellas podía hacerla efectiva en quien creyera oportuno (motivo por el que juntamente se expedía el suplimiento), desde la administración real se insistió en que los elegidos acreditaran los años de servicios estipulados en  la legislación militar vigente. Dicha normativa establecía que para poder ser capitán había que haber prestado servicio durante diez años (o en su defecto seis como soldado y tres de alférez), periodo que en el caso de los individuos procedentes del estamento nobiliario se reducía a cinco. Mientras que para optar a un empleo de alférez el tiempo mínimo era de cuatro años en “guerra viva” o seis efectivos, a la vez que los nobles sólo necesitaban dos años efectivos (Ordenanzas Militares. Madrid, 28-6-1632. Artículos 17, 25, 26 y 27).

   Pero lo cierto es que en la mayoría de los casos ambas instancias discreparon en cuanto a la idoneidad de los elegidos. En el caso del noble lo más importante era completar el reclutamiento rápidamente, y por ese motivo se escogía a quien, por encima de su capacitación profesional, fuera capaz de reunir los hombres en el menor tiempo posible, o que, por el contrario, entregara la mayor cantidad de dinero a cambio de su nombramiento como oficial. Estas prácticas eran contrarias a los deseos de la Monarquía, que pretendía que se otorgaran a militares con largos años de servicios a sus espaldas (Rodríguez Hernández, 2007b, Op. cit.: 42-49).

La puesta a disposición de las patentes en blanco ofrecía a la nobleza la posibilidad de jugar un activo papel como distribuidora de la gracia real, pues actuaba como intermediaria entre el monarca y sus redes clientelares (Jiménez Estrella, 2011, Op. cit: 176-177). Se trataba de una estructura en la que todos (Corona, nobles y deudos) salían ganando. En primer lugar el monarca contaba con el auxilio de unos individuos motivados para el servicio; los nobles hacían frente a las exigencias del rey de manera mucho más cómoda; mientras que sus allegados incrementaban sus posibilidades de obtener unos cargos, empleos y honores, que de otra manera les hubiera costado mucho más (si es que alguna vez llegaban a conseguirlos). A este respecto comparto lo apuntado por Salas Almela, para quien la concesión de las patentes de capitán (aunque como podrá comprobarse, también jugaron un activo papel los hábitos de las Órdenes Militares) fue una de las claves que explican la asistencia de los poderes intermedios al rey en unos reclutamientos cada vez más impopulares. No se trataba solo de una manera de ampliar su autoridad e incrementar su dominio sobre el territorio sino que, gracias a la prerrogativa del nombramiento de la oficialidad, abría a su parentela la posibilidad de ascender socialmente (Salas Almela, Op. cit.: 134-135).

Las primeras actuaciones para aprestar el contingente requerido ofrecieron unos resultados poco alentadores. No obstante, son muy escasas (por no decir ninguna) las situaciones en las que el privilegiado a quien se imponía una carga de esa naturaleza no respondiera de una manera evasiva y, en principio, poco dispuesta a colaborar. Aunque lo cierto es que se trataba de un comportamiento que buscaba forzar al poder real a ofrecer una serie de mercedes que justificaran el sacrificio a que iba a realizar. A este respecto, y confirmando la importancia de la negociación y el acuerdo en las relaciones entre Corona y aristocracia, donde las dos partes no hacían más que jugar sus bazas con el objetivo de cobrar ventaja sobre la otra, la administración regia movió ficha para conseguir el cumplimiento del servicio.

Para ello contaba con diversos medios con los que mover las conciencias nobiliarias: la amenaza de recuperar ciertas figuras fiscales que estaban en manos de algunas casas nobiliarias (que desarrollaré más adelante), o las autorizaciones para imponer censos sobre los mayorazgos. Se trataba de un recurso que aportaba beneficios a las dos partes, pues gracias a ella la Corona veía satisfechas sus solicitudes de hombres, mientras que los nobles conseguían la liquidez necesaria para atender dichas peticiones, y además ingresos adicionales en metálico, ya que tales licencias siempre se concedían por cantidades mayores de las necesarias para cumplir el servicio en cuestión (Jago, 1973; Clavero, 1974; Atienza Hernández, 1987: 327-350; Yun Casalilla, 1990; Mackay, Op. cit.: 124-130; Domínguez Ortiz, 2000; Ballester Martínez, 2005-2006; Carrasco Martínez, 2010: 465-489).

Con la finalidad de incrementar las fuerzas que se deseaba reunir en La Coruña, se incluyó en esta relación a D. Francisco López de Zúñiga, séptimo duque de Béjar, a quien se reclamaron 500 hombres. No obstante dicha petición presenta algunas peculiaridades respecto a las otras, pues no se trataba de una exigencia nueva sino que estaba originada por una obligación contraída con anterioridad. A este respecto, en el mes de diciembre de 1634 se acordó con él que entregara 2.500 hombres, pero a la altura del mes de junio de 1635 aún quedaba pendiente una cantidad que no he podido averiguar (Carta del rey al duque de Béjar. Madrid, 24-6-1635. Sección Nobleza del Archivo Histórico Nacional (SNAHN), Osuna, 3620/48). Por ese motivo la Corona le reclamó que, a cuenta de esa cifra, presentara 500 hombres armados, reclutados a su costa en sus dominios, en La Coruña antes de que concluyera el mes de julio (Carta del rey al duque de Béjar. Madrid, 29-6-1635. SNAHN, Osuna, 3620/49). Además, para que pudiera cumplir su cometido con la máxima celeridad se le permitió disponer de las patentes que no había utilizado, correspondientes a otro reclutamiento que se le encomendó el año 1632[3] (Decreto del rey dirigido al secretario Gaspar Ruiz de Ezcaray. Madrid, 25-12-1632. AGS, GA, Leg. 1052. Carta del rey al duque de Béjar. Madrid, 3-7-1635. SNAHN, Osuna, 3620/50), si bien ignoro cuántas de ellas había consumido y cuántas le quedaban.

De los cuatro nobles referidos, el gobernador del Reino de Galicia únicamente confiaba en obtener frutos inmediatos del conde de Altamira (AGS, GA, Leg. 1124. 17-7-1635). Se trataba de un noble al que ya se le habían pedido servicios similares en los años anteriores, pues participó en la leva de 4.000 infantes que, el año 1631 se envió a los Países Bajos. Su contribución ascendió a 156 infantes repartidos en dos compañías, una encabezada por el capitán D. Juan Osorio de Escobar, que contaba con 68 plazas, y fue recibida al sueldo a principios del mes de septiembre. Mientras que la otra, al mando del capitán Álvaro Pérez de Navia[4] (Pellicer de Tovar, J. 1647. Memorial de la casa y servicios de D. José de Saavedra, marqués de Rivas. Madrid. Fol. 93r.), con 88 plazas lo hizo unos días más tarde, concretamente el 28 (Certificación de Diego Portillo, veedor y contador de la gente de guerra del Reino de Galicia, de haber entregado el sr. conde de Altamira, en la plaza de La Coruña, 156 infantes. La Coruña, 4-12-1631. AGS, GA., Leg. 1120).

En lo relativo al conde de Lemos, a finales de agosto dio cuenta al secretario Ruiz de Contreras del inicio de las gestiones para cumplir con lo que se le había encargado. Al mismo tiempo sospechaba que sería muy complicado conseguir alguna asistencia, como finalmente sucedió, del conde de Ribadavia, pues las negociaciones iniciadas con su agente no ofrecieron ningún resultado. Ante esta situación se decidió presionarle, pues sería un pésimo ejemplo para el resto de nobles que se le eximiera de su obligación (Carta del marqués de Mancera al secretario D. Fernando Ruiz de Contreras. La Coruña, 20-7-1635. AGS, GA, Leg. 1124). Pero el estado de su hacienda suponía un grave impedimento a la hora de atender la petición de la Corona, máxime cuando la falta de caudales le impedía completar su compañía con voluntarios; y la otra opción, realizar una leva forzosa en las tierras bajo su jurisdicción, era irrealizable debido a la pobreza y despoblación de sus dominios. Por ese motivo se dirigió al Conde Duque de Olivares buscando ser liberado de este compromiso (Carta del conde de Ribadavia al secretario D. Fernando Ruiz de Contreras. Ribadavia, 10-8-1635. AGS, GA, Leg. 1124). Una vez asumida que la contribución de los títulos gallegos se iba a ver reducida (pues los efectivos teóricos pasaron de 1.200 a un millar de unidades), el marqués de Mancera confiaba en que el resto presentaran, al menos, 800 hombres (Carta del marqués de Mancera al secretario D. Fernando Ruiz de Contreras. La Coruña, 28-10-1635. AGS, GA, Leg. 1124).

El pronóstico del capitán general del Reino de Galicia se vio confirmado unos días más tarde, pues a mediados del mes de noviembre informó de la llegada de 770 hombres. De ellos, el que más presentó fue el conde de Altamira con 350, mientras que los condes de Monterrey (otro de los títulos que participó en la leva del año 1631) y Lemos reunieron, respectivamente, 220 y 200 (Carta del marqués de Mancera al secretario D. Fernando Ruiz de Contreras. La Coruña, 11-11-1635. AGS, GA, Leg. 1124). Pero en los días siguientes llegaron otros 47, pertenecientes al contingente encargado al conde de Altamira (Certificación de Diego Portillo, veedor y contador de la gente de guerra del Reino de Galicia, de haber entregado el sr. conde de Altamira, en la plaza de La Coruña, 397 infantes. La Coruña, 10-12-1635. AGS, GA., Leg. 1120), que permitieron sobrepasar el cupo mínimo que Mancera estableció en 800 individuos (organizados en cuatro compañías, listas para embarcarse en cuanto se transmitiera la orden). De forma paralela empezaron a llegar los fondos que se pretendía remitir al Cardenal Infante para sostener la posición española en el norte de Europa, contabilizándose hasta esos momentos cerca de 700.000 ducados (Carta del marqués de Mancera al secretario D. Fernando Ruiz de Contreras. La Coruña, 29-11-1635. AGS, GA, Leg. 1124. Carta del padre Sebastián González al padre Rafael Pereira. Madrid, 20-11-1635. Memorial Histórico Español (MHE), Tomo XIII. Madrid, 1861. p. 330).

Pero la aportación de los aristócratas gallegos se vio complementada con una iniciativa del poder real, que supuso un considerable incremento en el número de soldados enviados a los Países Bajos: la participación de la Junta de las Coronelías en las tareas de reclutamiento[5]. En cuanto a este particular, tengo la certeza de que en un principio asumió las competencias relativas a la leva que debía entregar el duque de Béjar, quien a principios del mes de agosto notificó que le sería imposible presentar sus 500 hombres en el plazo establecido (el día 15 de dicho mes). Tal circunstancia motivó que esta entidad administrativa se encargara del cumplimiento de su obligación, garantizando al duque el despacho de las patentes de capitán en blanco que necesitara (pues no conservaba ninguna de las que se le entregaron en 1632), y asignándole los distritos donde efectuar los reclutamientos (Carta del duque de Béjar al secretario D. Fernando Ruiz de Contreras. Béjar, 3-8-1635. AGS, GA, Leg. 1124. Carta del duque de Béjar al rey. Béjar 4-8-1635. AGS, GA, Leg. 1124). Además, durante las semanas siguientes se le encomendó la realización de un servicio de 1.100 infantes encargado a los corregidores de las ciudades de Castilla. También se incluyó en la nómina de reclutadores al marqués de Poza[6], a quien se pidieron 400 hombres (Relación del estado que hoy tiene lo que se ha obrado por la Junta de las Coronelías de la posada del señor arzobispo de Granada hasta 21 de octubre de 1635. AGS, GA, Leg. 1121).

En cuanto a la asistencia solicitada a las ciudades castellanas, lo acontecido en la ciudad de Valladolid resulta sumamente ilustrativo sobre el comportamiento de las élites locales en situaciones de esta naturaleza. El punto de partida se encuentra en la orden remitida al licenciado D. Juan Queipo de Llano, gobernador de la Chancillería sita en esta ciudad, a finales del mes de octubre, para que asistiera al corregidor en la leva de los 200 hombres que se habían pedido esta vez (Carta del licenciado D. Juan Queipo de Llano al secretario D. Fernando Ruiz de Contreras. Valladolid, 27-10-1635. AGS, GA, Leg. 1123). En su criterio, lo más acertado sería involucrar en ella a dos particulares con una buena posición económica, que aportarían el dinero necesario para financiar este gasto, ofreciéndoles como recompensa una merced de hábito de las Órdenes Militares a cada uno (previa petición al monarca). Mientras que las tareas de reclutamiento, conducción y entrega de los infantes correría por cuenta de las autoridades locales, utilizándose para ello las dos patentes de capitán en blanco (junto con las del alférez y sargento, así como los suplimientos) que se solicitarían a la Corona para tal fin (Ibídem).

De esta manera el gobernador actuaría como intermediario entre los aspirantes a los hábitos y la administración real. Si bien para institucionalizar estas prácticas se creó poco antes la Junta de Hábitos, organismo encargado de canalizar las concesiones de estas preciadas mercedes (en un principio reservadas a unos perfiles muy concretos) a cambio de asumir el coste de reclutar, pagar y mantener a cierto número de oficiales reformados o soldados veteranos, aunque muy pronto se conmutó por su equivalente en metálico (Jiménez Moreno, 2009). Sin embargo esta recomendación no sentó muy bien a la oligarquía vallisoletana, representando su malestar porque el año anterior habían sido capaces de remitir al presidio de Fuenterrabía, sin necesidad de injerencias externas (AGS, GA, Leg. 1123. 27-10-1635), otra compañía de 200 plazas[7] (Carta del padre Sebastián González al padre Rafael Pereira. Madrid, 17-7-1635. MHE, Tomo XIII. p. 216).

Desde esta perspectiva cabe cuestionarse uno de los argumentos más utilizados por la historiografía tradicional en lo tocante al reclutamiento: las dificultades para hacer frente a las exigencias de la Corona. En este sentido, de atender a los planteamientos clásicos, la ciudad de Valladolid debería sentirse agradecida porque se permitiera cargar sobre particulares la financiación de la leva. En mi opinión este ejemplo vendría a demostrar que, al igual que la nobleza, las élites urbanas, consideraban el servicio al monarca (y más en concreto en la formación de unidades militares) como una oportunidad de promoción para ellos y sus familias (en la acepción más amplia del término), siempre y cuando se realizara bajo unas condiciones muy concretas, pactadas entre ambas partes. Así que o el reclutamiento corría por su cuenta (con todo lo que ello significaba), o utilizarían todos los medios a su alcance para torpedearlo. Y el poder real era consciente de que cualquier su iniciativa estaba condenada al fracaso si no contaba con el favor (o al menos con la no interferencia) de los dirigentes locales.

Ante tal eventualidad el licenciado Queipo de Llano esbozó un plan alternativo, y consideró que se podría atender este compromiso con los fondos obtenidos de los bienes embargados a los franceses[8] (Alloza Aparicio, 2005a: 249-254, 2005b), y en caso de que esta partida estuviera ya consignada se podría recurrir a la venta de una escribanía, tasada en una cantidad superior a 4.000 ducados. De todos modos sería muy complicado reunir los 200 hombres únicamente en el término de la ciudad de Valladolid, por lo que al igual que en la leva efectuada en 1634 sería conveniente ampliar la zona de reclutamiento a las poblaciones limítrofes. Con ello se obtendrían dos beneficios: dinamizar el proceso repartiendo la carga y, al mismo tiempo, permitir que se desprendieran de sus habitantes más subversivos, pues serían los primeros en ser alistados, así como los presos que cumplían condenas en las cárceles por delitos leves y los que habían sido condenados a pena de destierro (AGS, GA, Leg. 1123. 27-10-1635).

Una vez valorado el testimonio del gobernador de la Chancillería, el arzobispo de Granada recomendó al monarca que el reclutamiento se llevara a cabo según sus sugerencias. En resumen, dos sujetos aportarían la suma necesaria para levar los dos centenares de infantes y a cambio recibirían sendas mercedes de hábito. Con esta cantidad los regidores de Valladolid efectuarían la leva propiamente dicha y se encargarían de ponerlos en el puerto de La Coruña, para lo cual utilizarían las dos patentes de capitán que se le habían concedido, y que haría efectivas en los individuos que asumieran dicho cometido (Consulta de la Junta de las Coronelías. Madrid, 31-10-1635. AGS, GA, Leg. 1123).

Además, la Junta de las Coronelías continuó buscando individuos interesados en aportar más efectivos para ser enviados a los Países Bajos. Sus gestiones ofrecieron resultados positivos, pues dos títulos se animaron a participar en esta empresa. Uno de ellos fue D. Álvaro Pérez Osorio, noveno marqués de Astorga, con quien se pactó una leva de 400 hombres (preferentemente en sus dominios) entregados a su costa en La Coruña. Aunque su respuesta inicial fue poco entusiasta, poco a poco las posiciones se fueron acercando y se llegó a un acuerdo, gracias al cual se le remitieron dos patentes de capitán en blanco que le ayudarían a conseguir su objetivo (Carta del marqués de Astorga al secretario D. Fernando Ruiz de Contreras. Astorga, 30-10-1635. AGS, GA, Leg. 1124). Pese a que no he podido identificar cuáles fueron las mercedes que se le concedieron a cambio, me inclino a pensar que se trató de las habituales en estos casos: permiso para tomar cantidades a censo, vender propiedades amayorazgadas o cercamiento de tierras comunales para uso privativo.

El otro fue D. Juan Alfonso Pimentel Ponce de León, quinto conde de Benavente, quien en el mes de diciembre asumió el coste de reclutar otros 400 infantes. A cambio se le autorizó a vender una molinera vinculada a su mayorazgo, sita en la localidad zamorana de Villabrázaro (Papel del secretario Juan Lorenzo de Villanueva al secretario D. Fernando Ruiz de Contreras. Madrid, 12-12-1635. Archivo Histórico Nacional (AHN), Estado, Leg. 6405(2), nº 62), cuyo valor rondaba los 4.000-5.000 ducados (Real Cédula concediendo facultad al conde de Benavente para vender una molinera vinculada a mayorazgo, para atender a los gastos que ha de tener en la leva de 400 infantes que ha de hacer. Madrid, 14-1-1636. Sección Nobleza del Archivo Histórico Nacional (SNAHN), Osuna, 468/39).

Del mismo modo se le permitió apropiarse de 4.533 ducados,  procedentes de las partidas de su hacienda destinadas a la redención de los censos, explotar dos dehesas ubicadas en sus dominios durante un periodo de 20 años y tomar posesión de algunos baldíos para adehesarlos. En último lugar se tuvo a bien eximirle de contribuir en el donativo que se había comenzado a pedir en 1635, pues con la entrega de los 400 hombres el monarca se daba por servido (Relación de las facultades que se han dado por las juntas, así para imponer como para vender bienes vinculados, rompimientos de dehesas y para sacar dineros que estaban depositados para redimir. Madrid, 14-1-1636. AHN, Estado, Leg. 6405).

No obstante, a finales del mes de febrero el arzobispo de Granada informó que ni el duque de Béjar, ni el marqués de Astorga ni el conde de Benavente le habían remitido las certificaciones en las que constara la entrega de los hombres (Consulta de la Junta de las Coronelías. Madrid, 28-2-1636. AGS, GA, Leg. 1151). Por el contrario tenía buenas noticias de la leva encomendada al marqués de Poza, pues finalmente presentó una cuantiosa contribución, mayor de la solicitada en un primer momento, ya que entregó 400 infantes. Pero esta asistencia pudo hacerse efectiva gracias a la intervención del marqués de la Hinojosa[9] quien, con los fondos aprestados por Poza, se encargó de su reclutamiento y además aportó otros 176 levados a su costa (Memorial de D. Juan Ramírez de Mendoza y Arellano, marqués de La Hinojosa, conde de Aguilar. S.l., s.f. AGS, GA, Leg. 1255) que ya habían llegado a su destino (Consulta de la Junta de Coronelías. Madrid, 28-2-1636. AGS, GA, Leg. 1151).

A finales del mes de abril la Junta de las Coronelías comunicaba al monarca que ya habían sido “recibidas al sueldo” 1.674 plazas (Consulta de la Junta de las Coronelías. Madrid, 21-4-1636. AGS, GA, Leg. 1186). Y unos días más tarde se informó de la llegada de 745 infantes (en siete compañías) pertenecientes al duque de Béjar; es decir, 245 más de las que se le había exigido (Certificación de Diego Portillo, veedor y contador de la gente de guerra del Reino de Galicia, de la infantería que se recibió al sueldo de S.M. de la leva del señor duque de Béjar. La Coruña, 27-4-1636. SNAHN, Osuna, 242. Fol. 21r.), esfuerzo que fue valorado por la administración real con la concesión de tres mercedes de hábito para que las hiciera efectivas en quien considerase oportuno (Papel del secretario Juan Lorenzo de Villanueva al secretario D. Francisco de Calatayud en el que informa que S.M., por consulta de la Junta de las Coronelías, ha hecho merced al duque de Béjar de tres hábitos para las personas que señalare. Madrid, 28-4-1636. AHN, OO.MM, Leg. 121(2), nº 31).

En cuanto a su partida, a principios del mes de mayo se dio cuenta al marqués de Fuentes de las directrices que debía seguir en su tránsito a los Países Bajos. La fuerza naval que transportaría los refuerzos estaría integrada por 26 bajeles: ocho pertenecientes a la escuadra de Flandes (que habían arribado a España al mando del capitán Miguel de Horna), seis adscritos a la Armada del Mar Océano, procedentes de Cádiz, comandados por D. Antonio de Isasi, cuatro de la escuadra del Reino de Galicia (a cargo de D. Andrés de Castro, aunque también se embarcó su segundo, el almirante D. Juan Pardo Osorio), y ocho urcas y fragatas, obtenidas tanto en los Países Bajos como en el litoral atlántico peninsular, mediante contrato o embargo (Instrucción al marqués de Fuentes para el viaje que ha de hacer con la armada desde La Coruña a Flandes. Madrid, 4-5-1636. AGS, GA, Leg. 3166). Si bien la armada no zarpó de La Coruña hasta bien entrado el mes de agosto, en concreto el día 19 (Carta del marqués de Fuentes al rey. La Coruña, 19-8-1636. AGS, GA, Leg. 3167), retraso que se debió a dos causas: la primera, porque aún estaba pendiente la llegada de más reclutas; y la segunda, por la falta de pilotos y marineros expertos en la navegación del Canal de la Mancha y las costas flamencas, circunstancia que obligó a traerlos de Flandes (Consulta del Consejo de Estado. Madrid, 26-4-1636. AGS, Estado, Leg. 2051, cit. por Alcalá Zamora y Queipo de Llano, Op. cit, pp. 513-514).

Pero finalmente el esfuerzo mereció la pena, pues en los 26 navíos (que totalizaban 8.550 toneladas y portaban 521 piezas de artillería), se embarcaron 3.774 infantes, junto con 1.578 marineros y 733 soldados asignados a la dotación de los navíos; por lo que los efectivos humanos ascendían a 6.085 plazas (Consulta de la Junta de Armadas. Madrid, 28-8-1636. AGS, GA, Leg. 3167). Finalmente el día 2 de septiembre (más de un año después de que se hubiera dado la orden para reunir los hombres), tras un cómodo viaje en el que no se produjeron incidencias destacables, los buques atracaron felizmente en el puerto de Mardick (Carta del padre Sebastián González al padre Rafael Pereira. Madrid, 30-9-1636. MHE, Tomo XIII. p. 502. Consulta de la Junta de Armadas. Madrid, 6-10-1636. AGS, GA, Leg. 3167). Su llegada supuso una considerable ayuda en la tarea de mantener la posición de la monarquía española en el frente septentrional, pues en esos momentos el ejército de Flandes estaba muy necesitado. Una vez tuvo lugar la llegada a su destino, se procedió a disolver las compañías para incorporarlas a los tercios que ya servían allí.

 

El reclutamiento de tropas como medio para garantizar la cobranza de las alcabalas en manos de la nobleza

 

En el origen de tales solicitudes tuvieron mucho que ver las crecientes necesidades financieras de la Corona, así como el deseo del Conde Duque de Olivares de involucrar (aún más) a grandes y títulos en el esfuerzo bélico común. El ministro, en un claro ejemplo de política de “palo y zanahoria”, tan de su gusto con respecto al segundo estado, les planteó la posibilidad de continuar percibiéndolas a cambio de abonar una cantidad en metálico y/o asumir el reclutamiento de un contingente militar, pues ninguno de ellos desearía verse inmerso en un largo proceso legal (con todo lo que ello acarreaba) y aceptaría de mejor o peor grado la entrega de una cuantiosa contribución[10] (De Moxó y Ortiz de Villajos, 1958, 1971; Domínguez Ortiz, 1960; Carrasco Martínez, 1991; 2010, Op. cit.: 420-423; García Hernán, 1994) a cambio de que se les garantizara la percepción de estas rentas (la mayor parte nacidas de concesiones regias en los turbulentos siglos bajomedievales), pues desde el poder real no se tenia la intención de llevar a cabo una recuperación generalizada de ellas.

Esta política de recuperación de las alcabalas para la Real Hacienda tenía sus fundamentos teóricos en una disposición del testamento de Isabel la Católica, quien dejo instrucciones a tal respecto. Pero habría que esperar al Seiscientos para ver los primeros movimientos serios en ese sentido, surgidos en torno a la Diputación del Medio General (mayo de 1608), integrada en su mayor parte por genoveses, a quien se permitió que vendieran alcabalas en compensación por lo que la Real Hacienda les adeudaba hasta noviembre de 1607, fecha de la última suspensión de pagos. Pero el acontecimiento que supuso el pistoletazo de salida para la reversión de estos derechos fiscales fue una orden promulgada en septiembre de 1628, contra la que los nobles afectados invocaron una real cédula, de dudosa legalidad, promulgada por Carlos V en Zaragoza, en noviembre de 1518, en la que se ordenaba suspender los pleitos de alcabalas y no iniciar ninguno a los grandes de España sin consulta previa al monarca, si bien ésta había sido revocada por otra emitida en 1524 (Marcos Martín, 2011: 535-538 y 545-546).

Dichos requerimientos, en dos modalidades, se generalizaron en los primeros años de la década de los 30 (aunque ya se habían producido algunos en los años anteriores). La primera de ellas (alcabalas perpetuas) se resumía en la entrega de una cantidad en metálico a cambio de garantizar la percepción de esos ingresos de manera perpetua, mientras que la segunda (en empeño) consistía en una especie de préstamo a la Corona como garantía para detener el pleito, pues mientras la Real Hacienda no reintegrara la cantidad depositada renunciaba a cualquier reclamación sobre dichas rentas. Uno de los primeros en llegar a un acuerdo (composición) fue D. Duarte Fernando Álvarez de Toledo y Portugal, séptimo conde de Oropesa, quien en 1631 depositó 84.000 ducados para seguir percibiendo las alcabalas de dicha villa toledana. Y ese mismo año el conde de Lemos aportó 22.000 ducados por las de la localidad de Puebla del Brollón (Lugo). También se llegó a acuerdos similares con D. Felipe Baltasar Fernández Pacheco (sexto duque de Escalona y sexto marqués de Villena) por las de Moya (Cuenca) y D. Luis Fernández de Córdoba y Aragón, sexto duque de Sessa, por las de Baena y Rute (Córdoba), o con D. Bernardino Fernández de Velasco, sexto duque de Frías, octavo conde de Haro y duodécimo condestable de Castilla (séptimo desde que esta dignidad recayó en el linaje de los Velasco), quien ajustó la entrega de mil hombres en el puerto de La Coruña por las alcabalas de la localidad riojana de Arnedo (Domínguez Ortiz, 1973: 94-95. Nota 18).

De todos ellos me detendré en dos: D. Alonso Fernández de Córdoba y Figueroa, quinto marqués de Priego, quien por mediación de D. Luis de Haro llegó a un acuerdo con la Junta de Coroneles para seguir percibiendo (en empeño) las alcabalas de Montilla (Córdoba), y D. Rodrigo Ponce de León y Álvarez de Toledo, cuarto duque de Arcos, que también pactó con este organismo el continuar la cobranza de las alcabalas de Marchena (Sevilla) en las mismas condiciones que Priego. En cuanto al primero ellos, en noviembre de 1637 aceptó costear el reclutamiento y el vestuario de mil hombres, 600 de ellos entregados en Cádiz y los otros 400 en Cartagena, que debían ser entregados antes de la finalización del mes de enero de 1638, y a pagar el alistamiento de otros mil, cuyo apresto correría por la Junta de Coroneles[11]. Pero esta no fue la primera vez que Priego participó en una operación similar, pues en 1632 pactó con la Real Hacienda para continuar poseyendo las alcabalas de Aguilar de la Frontera (Córdoba) por 150.000 ducados. Y más o menos por las mismas fechas en que se cerraba la contribución por las de Montilla, sirvió con otros 100.000 por las de Puente de Don Gonzalo[12] (Domínguez Ortiz, 1973, Op. cit.: 94-95. Nota 18).

Se trataba de una leva que debía ser efectuada en sus estados, si bien se le permitió reclutar en los cascos urbanos de Córdoba, Antequera y Lucena, pudiendo incluir en su contingente a presos y vagabundos. Para ello se le despacharon ocho patentes de capitán en blanco (Consulta de la Junta de Coroneles. Madrid, 10-11-1637. AGS, GA, Leg. 1182), si bien a finales de febrero de 1638 se le concedieron otras dos (Consulta de la Junta de Coroneles. Madrid, 25-2-1638. AGS, GA, Leg. 1182). No obstante en estas poblaciones podría haber problemas, pues se estaban llevando a cabo servicios similares, en este caso dentro de una petición a los corregidores. Y cuando dos entidades reclutadoras competían en una misma circunscripción lo normal era que se produjeran conflictos entre ellas (Andújar Castillo, 2012: 190-193). En lo relativo a la contribución en metálico, se tasó en 40.000 ducados (la cuarta parte de ellos en plata), pagaderos en tres plazos: 15.000 antes de la conclusión del año 1637, otros tantos a finales de enero de 1638 y los últimos 10.000 (en plata) un mes más tarde (Consulta de la Junta de Coroneles. Madrid, 10-11-1637. AGS, GA, Leg. 1182).

En cuanto a las peticiones que solicitó, la primera de ellas fue que no se le obligara a entregar los 10.000 ducados que había ofrecido como donativo (Domínguez Ortiz, 1960, Op. cit.: 209-303; Baltar Rodríguez, 1998: 282-287; Fortea Pérez, 2000) en 1635, y que serían utilizados en la financiación del servicio. Únicamente en caso de que la Corona le devolviera la cantidad en que se habían tasado las alcabalas de Montilla, debería reintegrarlos a la Real Hacienda. También pidió permiso para disponer de una propiedad rústica, denominada Los Barros de Villalba (en la actual provincia de Badajoz), del mismo modo que se había concedido a D. Gómez Suárez de Figueroa (tercer duque de Feria) y a D. Lorenzo Gaspar Suárez de Figueroa (cuarto duque de Feria), fallecidos ambos en 1634, circunstancia que motivó que el título recayera en D. Alonso convirtiéndose, en 1637, en el quinto duque de Feria (Ibídem).

Por otra parte solicitó imponer censos sobre su mayorazgo por 30.000 ducados de principal, y una prórroga de ocho años, sobre los que ya tenía concedidos, para no amortizar la deuda que pesaba sobre el; así como autorización para vender unas caballerías, vinculadas a dicho mayorazgo, sitas en Priego. Otra de sus demandas, con grandes repercusiones desde el punto de vista económico, fue que se le confirmaran los estancos de vino, aceite y “otras cosas”, que disfrutaba en sus estados por haber contribuido en 1629 con un donativo de 60.000 ducados (Lanza García, 2010:190-191).

En última instancia pidió tres mercedes de hábito para hacerlas efectivas en quien considerara oportuno (Consulta de la Junta de Coroneles. Madrid, 10-11-1637. AGS, GA, Leg. 1182), que fueron remitidas unos días más tarde (Papel del secretario Pedro de Villanueva al secretario Francisco de Calatayud. Madrid, 25-11-1637. AHN, OO.MM, Leg. 107(2), nº 1). Estos premios eran muy estimados por los aristócratas, pues les permitían, gratificar a quienes le ayudaran en esta tarea, consolidando su red clientelar (Carrasco Martínez, 1994: 123-128), y al mismo tiempo extenderla a aquellos individuos interesados en colaborar a cambio de uno de estos honores.

Poco después solicitó que dos de ellas fueran para hijos, o para la persona que contrajera matrimonio con alguna hija, de D. Alonso Arias de Acevedo, veinticuatro de Córdoba y familiar del Santo Oficio; mientras que la otra se despacharía, en los mismos términos, a D. Alonso de Zayas, regidor de Écija y caballero de la orden de Santiago (Consulta del secretario Francisco de Calatayud sobre la pretensión del marqués de Priego. Madrid, 20-3-1638. AHN, OO.MM, Leg. 107). Uno de los hábitos fue para D. Pedro Antonio Arias de Acevedo, nombrado caballero de la orden de Alcántara en 1640. (AHN, OO.MM, Caballeros-Alcántara, Expediente 115). Mientras que el otro recayó en D. Jerónimo de Acevedo y Guzmán, natural de Córdoba, nombrado caballero jacobeo en 1648 (AHN, OO.MM, Caballeros-Santiago, Expediente 31), quien posteriormente ocupó el puesto de su padre en la corporación municipal cordobesa, y en 1665 el de familiar de la Inquisición (Informaciones de limpieza de D. Jerónimo de Acevedo y Guzmán, caballero de la orden de Santiago, que pretende ser familiar de este Santo Oficio. S.l., s.f. 1665. AHN, Inquisición, Leg. 5165/3). En 1692 se le concedió una merced de hábito para un hijo o un sobrino, en consideración de sus servicios en ese ayuntamiento, y haber votado a favor en la última prorrogación de los millones, que fue a parar a D. Pedro de Orbaneja Figueroa, natural de Córdoba, que ingresó en la orden de Alcántara en 1693 (AHN, OO.MM, Caballeros-Santiago, Expediente 1090).

En lo relativo a la merced concedida a D. Alonso de Zayas, éste solicitó que fuera de la orden de Santiago y se hiciera efectivo en su sobrino, D. Luis de Lafarja (Consulta del secretario Francisco de Calatayud sobre la pretensión del marqués de Priego. Madrid, 20-3-1638. AHN, OO.MM, Leg. 107). En esta ocasión el Consejo de Órdenes debió apreciar algo extraño, dudando de que la relación entre ambos fuera cierta, y que detrás de su decisión se encontrara una venta encubierta de la merced, pues era hijo de D. Pedro de La Farja (Alloza Aparicio, 2005a, Op. cit.: 251; Aguado de los Reyes, 2009: 94-109, 2013: 21-70; Maillard Álvarez, 2013: 314), comerciante de origen francés que se estableció en Sevilla en torno a 1618-1619 “naturalizándose” (Díaz Blanco, 2011) en 1623[13], y que tras el fallecimiento de su padre, en 1639, se hizo cargo de los negocios de la familia, hasta su muerte en 1659, sin que haya evidencias documentales de su entrada en una de estas milicias. Finalmente, este honor recayó en su hijo, D. Alonso Tomás de Zayas y Lira, que ingresó en la orden de Calatrava en 1651 (AHN, Caballeros-Calatrava, Expediente 2879).

Pese a que se había alcanzado un acuerdo entre la Junta de Coroneles y el marqués de Priego, el Consejo de Hacienda manifestó su disconformidad, pues consideraba que se podía obtener una mayor contribución por ese servicio. En este sentido, según los cálculos realizados por los miembros de este organismo, la Real Hacienda podría ingresar por las alcabalas de Priego, y las de Marchena (propiedad del duque de Arcos, y a quien me referiré inmediatamente) una cantidad cercana a los 300.000 ducados por cada una de ellas, mucho mayor de lo contemplado en un primer momento (Consulta de la Junta de Coroneles. Madrid, 31-12-1637. AGS, GA, Leg. 1182).

La junta presidida por el arzobispo de Granada mostró su desacuerdo con estos argumentos, pues si bien había tasado la contribución del marqués en unos 80.000 ducados, había que sumar un factor que parecía haber pasado desapercibido a los miembros del Consejo de Hacienda, y que no era evaluable en términos económicos: el reclutamiento propiamente dicho, pues reunir un número tan elevado de infantes, y en un plazo de tiempo tan reducido, sólo estaba al alcance de los primeros súbditos de la monarquía (aunque también algunos reclutadores profesionales tenían tal capacidad movilizadora). Además, aunque se pudiera obtener una asistencia en metálico mucho mayor, sería harto complicado aprestar los hombres. Por el contrario, si Priego se encargaba de dicha tarea sería mucho más sencillo cumplir el objetivo propuesto. En último lugar se encontraba el hecho de que cuanto más gastara éste en dicho servicio, mayor sería la cantidad que, en el futuro, debería reintegrarle la Corona para recuperar dichas alcabalas (Consulta de la Junta de Coroneles. Madrid, 11-2-1638. AGS, GA, Leg. 1182).

En última instancia el monarca decidió atender las recomendaciones de la Junta de Coroneles, respetando lo acordado con el marqués de Priego, quien cumplió con su parte del trato al presentar los mil hombres solicitados en la ciudad de Cartagena para embarcarse con destino a Italia (Relación de toda la infantería de las nuevas levas que se han recibido en la Casa Real de esta ciudad de Cartagena hasta el día de la fecha. Cartagena, 18-10-1638. AGS, GA, Leg. 1272), y que según la propia Junta de Coroneles le supuso un desembolso superior a los 60.000 ducados (Consulta de la Junta de Coroneles. Madrid, 28-5-1641. AGS, GA, Leg. 1182), de modo que el coste total de su participación se situó por encima de los 100.000 ducados.

Respecto al duque de Arcos (Domínguez Ortiz, 1973, Op. cit.: 94-95. Nota 18), la secuencia de acontecimientos guarda muchas similitudes con lo acaecido al marqués de Priego, pues en su oferta no se contemplaba la posesión perpetua de las alcabalas, sino que su aportación serviría para detener el pleito, el cual sería reanudado si la Corona le abonaba el coste del servicio. En su caso, a mediados de diciembre de 1637, la Junta de Coroneles participó al monarca de que gracias a la intermediación de D. Luis de Haro se habían concluido con éxito las negociaciones por las alcabalas de Marchena (Consulta de la Junta de Coroneles. Madrid, 18-12-1637. AGS, GA, Leg. 1186). Este aristócrata se comprometió a levantar mil hombres, entregando la mitad en Málaga y otra en Cartagena, antes de febrero de 1638. Además costeó el reclutamiento de otros mil, que sería efectuado por la Junta de Coroneles, aportando para ello 35.000 ducados, la cuarta parte de ellos en plata, también en tres plazos: el primero a mediados de enero, el segundo un mes más tarde y el último a mediados de año (Ibídem). Al igual que el marqués de Priego, en un principio debía levar únicamente en las localidades bajo su jurisdicción, aunque recibió permiso para hacerlo en Sevilla, Écija, Antequera, Málaga y Granada, así como sus cascos urbanos (Ibídem). Así se le concedieron ocho patentes de capitán en blanco, aunque a finales de enero de 1638 recibió otras dos, por lo que, al igual que el marqués de Priego, el total ascendió a diez (Consulta de la Junta de Coroneles. Madrid, 29-1-1638. AGS, GA, Leg. 1182).

El duque trató de conseguir el máximo partido posible por este servicio, y que su realización repercutiera lo menos posible sobre su patrimonio. Así, aprovechó la ocasión para reclamar una serie de mercedes que de otra manera hubiera tenido muy difícil conseguir. Y en esa coyuntura la Corona, necesitada de hombres y dinero para atender a los numerosos compromisos que tenía, se mostraría más que generosa. En esta ocasión solicitó la titularidad de la dehesa de Benamahoma (en la actual provincia de Cádiz), adehesar el cortijo de la Platosa (en Marchena), facultad para imponer censos por valor de 70.000 ducados (cantidad más que suficiente para atender el gasto de la leva y el desembolso en metálico), con la condición de que no serían redimidos hasta que la Corona recuperara la titularidad de las alcabalas de Marchena (Consulta de la Junta de Coroneles. Madrid, 18-12-1637. AGS, GA, Leg. 1186). También pidió que se confirmara su derecho a explotar los pozos de la nieve de la Sierra del Pinar, Cádiz (Ibídem), que disfrutaba desde 1629, como recompensa por haber contribuido con 8.000 ducados en el donativo que se pidió dicho año (Lanza García, Op. cit.: 189-190). Finalmente, en noviembre de 1638 se expidió la cédula real que legalizaba su aprovechamiento (Real Cédula confirmando la licencia que D. Alonso de Cabrera, que fue del Consejo y Cámara, dio el año 1629 al duque de Arcos para usar de cuatro pozos de nieve que tienen en la Sierra del Pinar. Madrid, 10-11-1638. SNAHN, Osuna, 158/2).

Por último, solicitó cuatro mercedes de hábito de las Órdenes Militares, en un principio de la orden de Santiago (Consulta de la Junta de Coroneles. Madrid, 18-12-1637. AGS, GA, Leg. 1186), aunque finalmente fueron dos de la milicia jacobea y otras dos de la orden de Calatrava. En cuanto a las personas en quien se hicieron efectivas, el primero de ellos fue D. Alonso Antonio de Monsalve[14], natural de Sevilla, alcalde mayor y familiar del Santo Oficio en esta ciudad, que ingresó en la orden santiaguista en 1638 (AHN, OO.MM, Expedientillos, 2042. AHN, OO.MM, Expendientillos, 16270).

El siguiente fue para D. Alonso Roldán de Espinosa Villavicencio, natural de Arcos de la Frontera (Cádiz), nombrado caballero de Calatrava ese mismo año (AHN, OO.MM, Caballeros-Calatrava, Expediente 2255). El tercer beneficiario fue D. Baltasar de Saavedra y Campuzano, natural de Marchena, secretario del duque de Arcos, que recibió su hábito de la orden de Santiago en 1640 (AHN, OO.MM, Caballeros-Santiago, Expediente 7336). Y el último fue a parar a D. Francisco de Quesada y Zapata, natural de Granada, que entró en la milicia calatrava también en 1640 (AHN, OO.MM, Caballeros-Calatrava, Expediente 2125).

En cuanto al grado de cumplimiento del servicio, a principios del mes de abril de 1638 se refierió la llegada a la ciudad de Cartagena, también para dirigirse a Italia, de 946 soldados pertenecientes a la leva del duque de Arcos (Relación de toda la infantería de las nuevas levas. 18-10-1638. AGS, GA, Leg. 1272). Este servicio le supuso un desembolso aproximado de 30.500 ducados (Relación de lo librado a diferentes personas para la leva de los mil soldados con que el duque de Arcos sirvió a S.M. el año pasado de 1638. S.l., s.f. SNAHN, Osuna, 1634/34), que sumados a los 35.000 que entregó en metálico, totalizaban unos 65.500 ducados. Pero como había recibido permiso para imponer censos sobre su mayorazgo por valor de 70.000, por lo que no solo no supuso una mengua de su patrimonio, sino que además consiguió algo de liquidez. En cuanto a los 54 infantes que restaban para alcanzar el millar, no me consta que el duque los entregara. Pero eso no significó que la Corona se olvidara de ellos, pues en los años siguientes se los reclamó. Finalmente se llegó a un acuerdo para sustituir la entrega de los hombres pendientes por su equivalente económico, a 41 ducados por unidad (Papel del secretario D. Fernando Ruiz de Contreras al secretario Pedro de Villanueva. Madrid, 22-10-16343. AGS, GA, Leg. 1186. Papel del contador Alonso García Allende sobre la leva que hizo el duque de Arcos. Madrid, 5-7-1647. AGS, GA, Leg. 1182).

 

Conclusiones

 

Si algo ha quedado suficientemente claro a lo largo de este trabajo es que la capacidad de la monarquía para imponerse por la fuerza a sus primeros súbditos estaba muy restringida. Pese a que la administración real tenía a su alcance poderosos instrumentos para que se cumplieran sus mandatos, una política caracterizada por el entendimiento y la negociación era mucho más fructífera que otra basada en la coacción. A este respecto cada vez está más cuestionado el concepto de monarquía absoluta aplicado a la dinastía de los Austrias (y en este caso concreto al reinado de Felipe IV), pues el rey debía pactar con otros poderes para satisfacer sus necesidades en materia hacendística, militar u organizativa, ya que su margen de maniobra era limitado. De este modo, y gracias a una acertada política de remuneraciones, la monarquía fue capaz de vencer la resistencia a colaborar. Pero tanto las fuertes exigencias de la Corona, como la aparente negativa de la aristocracia formaban parte de un estudiado programa, donde ambas representaban un papel destinado a hacer valer su posición sobre la otra.

Como ya he referido, el rey y sus nobles estaban condenados a entenderse porque, a pesar de las diferencias, ambos se necesitaban y complementaban. En el caso de los privilegiados, ninguna casa nobiliaria podía permitirse el lujo de dar la espalda al rey, y menos en una coyuntura tan delicada como era el inicio de una nueva contienda, pues sus posibilidades de promoción y de obtener prebendas con las que gratificar a su parentela dependían de ello. De este modo, si el monarca cerraba el grifo de las mercedes toda su estructura clientelar-familiar se resentiría.

Por otra parte, el levantamiento de tropas suponía una posibilidad más para reforzar su patronazgo y su papel como distribuidores de la gracia real. En esta faceta jugaron un papel preferente las patentes de capitán en blanco y los hábitos de las Órdenes Militares, en una doble dirección. En primer lugar, gracias al despacho de cédulas con los nombres de los beneficiarios en blanco se imprimía un mayor dinamismo a las levas, pues el noble que las había recibido las proveería en quienes colaboraran en la realización del servicio solicitado, bien aprestando hombres, bien aportando dinero para costear el reclutamiento. De esta manera, al igual que hacía el rey con quienes le servían fielmente, se mostraría generoso con quienes habían acudido en su auxilio. Además, también podían ser empleadas, a imitación del monarca, para recompensar a “personas de su casa y obligación”, lo cual suponía situar al noble en una posición privilegiada, desde la que apuntalar un sistema de relaciones clientelares y “vasalláticas”, basado en el intercambio mutuo de favores y asistencias.

Del mismo modo suponían un poderoso estímulo a la hora de llevar a cabo engorrosos reclutamientos que, en principio, ofrecían pocos alicientes. Pero al poner en manos de la nobleza prerrogativas que, teóricamente, eran de su exclusiva competencia, los privilegiados estaban en condiciones de ejercer un mayor control sobre los asuntos de carácter militar, pues decidirían quiénes iban a ostentar los empleos de la oficialidad; a la vez que influirían en los procesos de movilidad social cuando ponían un nombre, y no otro, en las mercedes de hábito que recibían. Tampoco debe olvidarse que la Corona contaba con otros eficaces instrumentos para doblegar a quienes no le asistieran: los permisos para imponer censos sobre mayorazgos, uno de los caminos para obtener la liquidez que necesitaban, o la amenaza con iniciar procesos legales para recuperar los ingresos que algunos aristócratas obtenían, procedentes sobre todo de las alcabalas.

Al mismo tiempo, continuando con la línea interpretativa en la que he incidido en otros trabajos, ejemplos como los que han dado pie a estas páginas suponen un ataque frontal contra la tesis comúnmente aceptada de pérdida de los valores militares de la nobleza en el Seiscientos. En primer lugar, el segundo estado nunca se volvió contra la actividad que daba origen a sus privilegios y sustentaba su primacía en el orden social; pues incluso en la vertiente más tradicional: el servicio militar personal, fueron innumerables los privilegiados que hicieron de la profesión de Marte su modo de vida. Pero lo cierto es que la presencia del noble en el campo de batalla, entendida al modo ancestral, era cada vez más un engorro que una ayuda. Por ese motivo cobraron mayor importancia otras formas de colaboración, entre las que destacó el reclutamiento de tropas a su costa, pues permitió a la Corona usar en beneficio propio las redes clientelares y asistenciales de la nobleza, obteniendo resultados satisfactorios cuando de otra manera hubiera cosechado sonoros fracasos. Así, en lugar de ruptura del vínculo entre nobleza y guerra, debería hablarse de una adaptación a los nuevos tiempos, pues el servicio en persona no era más que una de las maneras en que se podía asistir al monarca, y no era la más importante ya que cada vez fueron más estimadas éstas contribuciones de carácter indirecto.

 

 

Bibliografía

 

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[1] D. Pedro fue designado para este empleo en 1631 y lo ocupó hasta finales del año 1638. Si bien en 1637 se había resuelto enviarle a gobernar Orán, las presiones de la máxima institución del Reino de Galicia (la Junta) movieron a la administración real a dar marcha atrás. Pero fueron sus malas relaciones con parte de la oligarquía coruñesa, a cuenta de las obras para fortificar la ciudad, lo que determinó su salida de esta jurisdicción. En el mes de diciembre de 1638 se le nombró virrey del Perú, cargo que desempeñó hasta septiembre de 1648, siendo sustituido por el conde de Salvatierra.

[2] Durante el mandato de su antecesor, D. Juan Fajardo de Guevara, marqués del Espinardo, que ocupó el puesto desde 1626 hasta su fallecimiento en julio de 1631, ya se habían efectuado reclutamientos similares. El referido año 1631 se enviaron dos contingentes a los Países Bajos. El primero de ellos, con algo más de 1.200 infantes, partió de La Coruña en el mes de marzo. Mientras que el segundo, ya con Mancera en el gobierno, zarpo en el mes de octubre con 4.000 hombres y una importante suma de dinero. En ambos casos llegaron sanos y salvos a su destino, el puerto de Mardick.

[3] Se refiere al servicio que se le encargó a finales del año 1632, junto con los duques de Medina Sidonia, Cardona, Osuna, Arcos y marqués de Priego, para que cada uno de ellos se hiciera cargo de levar un contingente de 4.000 soldados de infantería (que constituirían el grueso de las tropas que acompañarían al Cardenal Infante D. Fernando en su viaje hacia Flandes, donde se haría cargo del gobierno de los Países Bajos), recibiendo para ello cada uno 16 patentes de capitán en blanco.

[4] Una vez arribó a los Países Bajos, fue reformado y con dicha condición continuó sirviendo en ese teatro de operaciones. En mayo de 1634 formaba parte de la compañía de D. José Ramírez de Saavedra (futuro marqués de Rivas), perteneciente al tercio de D. Alonso Ladrón de Guevara. Fue hecho prisionero por los franceses en la batalla de Avins (mayo 1635), y tras ser liberado murió poco después como consecuencia de las heridas recibidas.

[5] Este organismo comenzó a funcionar a finales de 1634 o principios de 1635 para gestionar todo lo relativo a la formación de los regimientos nobiliarios o coronelías, aunque durante los meses siguientes asumió competencias en materia reclutadora, negociando con particulares la presentación de contingentes militares a cambio de mercedes (de muy diversa naturaleza) y más delante de cantidades en metálico. Estaba presidida por D. Fernando de Valdés y Llano, arzobispo de Granada (que desempeñaba el cargo de gobernador del Consejo de Castilla), auxiliado por D. Fernando Ramírez Fariñas, D. Antonio de Contreras, D. Jerónimo Villanueva (protonotario de Aragón), y D. Pedro Valle de la Cerda como secretario (aunque poco después fue sustituido por Juan Lorenzo de Villanueva). Durante los años siguientes (bajo la denominación de Junta de Coroneles) vivió su época dorada. Su existencia se prolongó hasta el año 1643, momento en que se produjo la caída del Conde Duque de Olivares y, como consecuencia, la supresión de la mayor parte de las juntas creadas durante su ministerio.

[6] Se trataba de D. Luis Fernández de Córdoba, sexto duque de Sessa, quien ostentaba dicho título por matrimonio con Dña. Mariana de Rojas y Córdoba, cuarta marquesa de Poza (fallecida en 1630).

[7] Estos efectivos formaron parte de los refuerzos enviados a los Países Bajos desde el puerto de San Sebastián a finales de junio o principios de julio de 1635. Finalmente se consiguió embarcar unos 2.500 infantes junto con cerca de 400.000 ducados en plata.

[8] Hasta marzo de 1638 se recaudaron en Valladolid 2.592.000 maravedíes en plata y 5.135.640 en vellón.

[9] Fue uno de los nobles que más destacó en el reclutamiento de soldados para los ejércitos reales. Su primera experiencia se produjo en el año 1634, cuando entregó dos compañías vestidas y armadas en el presidio de Fuenterrabía, que posteriormente pasaron a Flandes. Al año siguiente presentó 500 plazas (entre tropa y oficiales) con las que se formó su coronelía, y a principios de 1636 se comprometió a poner en La Coruña otras 500 para remitir a los Países Bajos (400 de ellas costeadas por el marqués de Poza), entregando finalmente 576.

[10] La mayoría de las alcabalas que eran percibidas por particulares estaban en manos de la nobleza titulada. La principal consecuencia que trajo consigo fue que, a la altura de 1637, la Real Hacienda no percibía ni un solo maravedí de más de 3.600 localidades castellanas.

[11] Consulta de la Junta de Coroneles. Madrid, 10-11-1637. AGS, GA, Leg. 1182.

[12] Actual Puente Genil, en la provincia de Córdoba.

[13] Eso no le libró de que en 1635, tras el estallido de la guerra contra Francia, sus bienes fueran embargados por una orden real. El valor de lo incautado ascendía a 43 millones de maravedíes en plata y 38’6 en vellón. Poco después llegó a un acuerdo (junto con otros comerciantes de origen francés) para que se le devolvieran sus bienes, a cambio de una contribución de 140.000 ducados, que en su caso le supuso desembolsar 28.000 ducados.

[14] Su hijo, D. Alonso Antonio Tous de Monsalve, también alcalde mayor de Sevilla y caballero de Santiago, fue gentilhombre de la boca de Carlos II y vizconde de Benajiar. En 1689 solicitó se le hiciera merced del título de conde, honor que recibió en diciembre de 1690. Consulta de la Cámara sobre la pretensión de D. Alonso Antonio de Monsalve. Madrid, 17-12-1689. AHN, Consejos, Leg. 4460/92.  Consulta de la Cámara en la que se hace recuerdo de la pretensión de D. Alonso Antonio de Monsalve. Madrid, 9-12-1690. AHN, Consejos, Leg. 4461/153.

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