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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº22. Mar del Plata. Julio-diciembre de 2025.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

                                                                                       

Estancia y frontera. Ambivalencias del capitalismo temprano

en la campaña de Buenos Aires (1750-1850)

Tomás Oubiña

Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad de Buenos Aires, Argentina

tomasoubinia@gmail.com

Recibido: 02/07/2025

Aceptado: 06/10/2025

ARK CAICYT: https://id.caicyt.gov.ar/ark:/s24516961/9amfpyowj

Resumen

El artículo examina, a partir de la historiografía existente, las condiciones en las que operó la acumulación de capital en la campaña de Buenos Aires entre el período tardocolonial y las primeras décadas posteriores a la independencia. La presencia de una frontera abundante en tierras y en medios de subsistencia confirió a la población rural de la colonia una considerable autonomía socioeconómica. Asimismo, la actitud preindustrial hacia el trabajo también limitó la oferta del mercado laboral que por entonces empezaba a tomar forma. Los estancieros coloniales no fueron capaces, en ese período, de afirmar una clara preeminencia social en la campaña. Pese a que la expansión fronteriza y ganadera iniciada en la década de 1820 permitió el afianzamiento de una burguesía estanciera más poderosa, el problema del control de la mano de obra siguió gravitando sobre un capitalismo agrario que no había asegurado todavía una subsunción “real” del trabajo.

Palabras clave: Buenos Aires, frontera, estancia, campaña, capitalismo agrario, ganadería, acumulación

Estancia and Frontier: Ambivalences of Early Capitalism in the Buenos Aires Countryside (1750-1850)

Abstract

Drawing on existing scholarship, the article examines the conditions under which capital accumulation took place in the Buenos Aires countryside between the late colonial period and the first decades following independence. The presence of a frontier rich in land and subsistence resources granted the colonial rural population considerable socio-economic autonomy. Likewise, the pre-industrial attitude toward work also limited the supply side of the labor market that was beginning to take shape at that time. During this period, colonial estancieros were unable to assert a clear social preeminence in the countryside. Although the frontier and livestock expansion initiated in the 1820s allowed the consolidation of a more powerful ranching bourgeoisie, the problem of labor control continued to weigh on an agrarian capitalism that had not yet achieved a “real” subsumption of labor.

Keywords: Buenos Aires, frontier, estancia, countryside, agrarian capitalism, livestock farming, accumulation

Estancia y frontera. Ambivalencias del capitalismo temprano

en la campaña de Buenos Aires (1750-1850)

[H]ai en estos campos muchos hombres que absolutamente no quieren trabajar, ni servir por título ó precio alguno. […] [C]uando les he preguntado si querian servirme cuidando mis caballos, me han contestado con la mayor serenidad del mundo: “yo tambien busco quien quiera servirme, ¿quiere V. hacerlo?[”] ¿Tienes tú con qué pagarme? replicaba yo. “Ni un centavo, respondía él, mas lo propongo, por si acaso quiere V. servirme de valde.”

—Félix de Azara[1]

1. ¿Una frontera turneriana? Los squatters y la precariedad del poder estanciero colonial

Enviado por la Primera Junta de gobierno en octubre de 1810 a realizar un relevo de las condiciones demográficas y militares de la campaña de Buenos Aires, Pedro Andrés García señalaba, en los albores de una nueva era, el gran desafío que tendrían por delante los hombres del siglo: levantar “[m]il pueblos florecientes, en medio de los campos ahora desiertos”.[2] La feracidad de su suelo parecía haberle augurado a la ciudad del Plata un destino de grandeza; y si este todavía no había sido cumplido, si hasta entonces las enormes extensiones del hinterland rural habían permanecido “desiertas” (esto es, económicamente ociosas), se debía para García —entre otras cosas, pero principalmente— a la multitud de “familias establecidas en terrenos realengos que ocupan a su arbitrio”, consagradas a parasitar a los verdaderos labradores y hacendados de la zona.[3] García ponía el foco en un problema que había desvelado a hacendados y autoridades coloniales hasta entonces. En su argumento, citaba el testimonio de un “vecino de estas mismas campañas” que, con un dejo de ironía, retrataba a aquellos ocupantes ilegítimos como “agricultores honorarios”: el nivel de desgano con el que emprendían el arado y el sembrado (solo posibles, por su parte, porque “un vecino les prestó la semilla”) resultaba en una cosecha pobre, y si alternaban esa labranza con una actividad pecuaria, esta no consistía en otra cosa que en el saqueo del ganado ajeno —como cuatreros, eran por ende pastores también “honorarios”, podría decirse—.[4]

Como este, muchos testimonios previos, de la época colonial, enfatizaban el costado delictivo de aquella vida en los márgenes —toman “lo que creen que no tiene dueño” y hacen “sin licencia lo que otros hacen con títulos”, denunciaba Cipriano de Melo ante el virrey en 1790—,[5] así como también sus efectos morales asociados a una vida de vicios y holgazanería. Pero el problema que de esa forma se manifestaba era empero más profundo. Radicaba no tanto en la ocupación ilegítima de la tierra o en el robo de ganado per se, sino en sus más graves consecuencias inmediatas. Que la población rural pudiera hallar en las vastas regiones marginales de la campaña un acceso directo a los medios de subsistencia implicaba que aquella podía, de esa forma, cimentar materialmente cierta autonomía socioeconómica (Garavaglia, 1999a: 346). “Vagancia” es el nombre que las autoridades coloniales le dieron a esa indocilidad, a esa libertad relativa de los orilleros pampeanos. Hallamos así otros testimonios, como el de Santiago de Liniers, que hacen explícita la relación entre la abundancia rural disponible y la indisciplina social: “Qué puede obligarlo[s] a trabajar” a aquellos paisanos, se preguntaba, “si son seguros de subsistir en cualquier parte donde hallan un animal para matar y agua para beber” (citado en Mayo, 2004: 138).

Pero no eran los únicos beneficiarios de aquel ganado salvaje. Otro tipo de vaquerías, organizadas con fines mercantiles, habían posibilitado (cuanto menos desde comienzos del siglo XVIII) una incipiente acumulación capitalista en manos de una burguesía agraria en ciernes; estaríamos ante un caso de subsunción “formal” del trabajo al capital (Harari, 2002; Íñigo Carrera, 2022: 80-85). Según el planteo de Marx, la producción de plusvalor se apoyó, inicialmente, en la reutilización de procedimientos técnicos y laborales precapitalistas (1971: 54-58; Banaji, 2010: 56). Mientras el capital no revolucionara plenamente, a su arbitrio, las condiciones de la producción social, su control sobre el trabajo no podía ser total, lo cual traía aparejado el recurso a diversas formas de coerción extraeconómica (Colombo, 2021). Pero, en la campaña de Buenos Aires, el problema de la subordinación laboral remite también —y en un sentido más fundamental— a la mera desposesión material de los productores directos, que era (al parecer) aun limitada. Por eso, cabe preguntarse de qué manera, concretamente, la frontera incidió sobre los modos específicos de movilización de la fuerza de trabajo durante el período en que aquella burguesía ganadera ya en desarrollo aún no había transformado de forma cualitativa el carácter del proceso productivo —como sí lo haría hacia la segunda mitad del siglo XIX (Barsky y Djenderedjian, 2003: 471-472)—.

Advertimos que la figura del gaucho indómito tiene, cuanto menos, un asidero real. La frontera pampeana efectivamente ofrecía enormes extensiones de tierra fértil para ocupar y una abundancia de animales salvajes y de ganado que no dejaba de impresionar a los observadores (Slatta, 1997: 21). El vacuno cimarrón, que se había multiplicado por el sur de la campaña porteña ya en el siglo XVI, abasteció por largo tiempo tanto a colonos como a indios; e incluso si ese “precioso mineral de cueros”, como recordaba Azara en 1796,[6] se había ya agotado para mediados de siglo XVIII (y había cerrado con ello también el tiempo de las vaquerías capitalistas), el posterior ganado doméstico de las estancias, dado el carácter extensivo y no cercado de estas, siguió siendo un recurso más o menos disponible para los cuatreros pampeanos. Quedando fácilmente “fuera de la vista de sus dueños”, señalaba el jesuita Thomas Falkner en 1774,[7] las vacas y terneros resultaban presa fácil para todos aquellos que —provistos tan solo de lazo, cuchillo y caballo— escogían esa sencilla forma de ganarse la vida (más sencilla aun cuando las recurrentes sequías hacían que el ganado se alzara y marchara al sur en búsqueda de agua y pastos, que los había en abundancia en la ribera del río Salado, por entonces límite meridional del espacio criollo). Ese ganado no solo se prestaba para el consumo directo del abigeo, sino también para la producción de bienes pecuarios que se comerciaban en circuitos clandestinos con pulperos, indígenas o incluso hacendados (Mayo, 1987: 27-28; Halperin Donghi, 1963: 84). He allí las dos grandes tradiciones en las que se fundaba el poblador errante de las campañas rioplatenses: libertad e ilegalidad (Salvatore y Brown, 1987: 448).

En la vida de frontera existía, entonces, una alternativa —cuanto menos, parcial— al trabajo para terceros; alternativa en efecto precaria y austera, pero preferible para muchos, como había sido el caso de aquellos “bravos gaélicos” de Escocia que, desalojados de sus propiedades ancestrales, se habían asentado en zonas yermas a orillas del mar, a vivir cual “anfibios” entre la tierra y el agua (Marx, 2016: 913-914). Esa presunta riqueza de la llanura porteña podía ejercer un particular atractivo en quienes, precisamente, provenían de lugares del mundo como Gran Bretaña, donde la desposesión del productor directo estaba mucho más avanzada. El general John Whitelocke, que estuvo a cargo de la segunda invasión de Buenos Aires en 1807, reportó que, antes incluso de su desembarco en la ribera occidental del Plata, más de 170 hombres ya habían desertado de las fuerzas británicas inicialmente arribadas: “Cuanto más se acostumbren los soldados a la abundancia que ofrece el país y los fáciles medios para adquirirla, mayor será el mal [de la deserción], ya que la tentación es irresistible a la mente común” (citado en Graham-Yooll, 2002: 15; traducción propia).[8] Más allá de ese revelador caso anecdótico, los confines de la campaña porteña hacía tiempo que ejercían un atractivo sobre los propios pueblos del espacio rioplatense. Ya desde el siglo XVII se advierte un flujo demográfico regular proveniente del Tucumán y del norte litoraleño. “La abundancia de tierras valdias y despobladas”, además de fértiles, y la “excesiva copia de ganados de toda especie” cuyos frutos podían venderse provechosamente, eran para Hipólito Vieytes en 1804 lo que convocaba diariamente a nuevos moradores que, por aquellas ventajosas condiciones, podían fácilmente prosperar: “aunque en sus principios sean jornaleros vendrán á ser muy pronto propietarios” (citado en Newland, 2015: 157). Estos propietarios de facto, económicamente autónomos, que combinaban pastoreo y labranza en una unidad generalmente familiar (y muchas veces orientada a la producción mercantil) tenían una presencia sorprendente tanto al sur, en Magdalena, como al norte en Arrecife y Areco (Garavaglia, 1999a: 44-45, 145). Sin embargo, como veremos, lo que Vieytes identificaba en un acertado diagnóstico del naciente capitalismo pampeano y sus desafíos era una circunstancia que obstaculizaba, pero no impedía el desarrollo de relaciones asalariadas (Harari, 2009: 294-296).

Por lo pronto, las posibilidades materiales que ofrecía la frontera, si bien modestas, permitían en gran medida eludir la relación asalariada y las no menores implicancias jerárquicas que esta traía aparejadas (aun cuando, como advertía Vieytes, la escasez de mano de obra llevaba a los empleadores a ofrecer pagas considerablemente elevadas). La relevancia de esta dimensión subjetiva no debe subestimarse. Por su apertura y su libertad, pero también por su relativa movilidad y su llamamiento al pioneer, la frontera porteña —como aquella otra sobre la que teorizó Frederick Jackson Turner en 1893[9]— pareciera haberle conferido a la civilización rural establecida detrás de sí, al menos por un tiempo, no solo un carácter maleable y fluido, sino también cierta forma de democracia social. E incluso de democracia política: la politización social con la que debieron lidiar los hombres de la década de 1820 tenía su origen no solo en la más inmediata década revolucionaria, sino también en la “vocación democrática heredada de la experiencia histórica de una sociedad de frontera, poco respetuosa de las jerarquías tradicionales” (Halperin Donghi, 2007: 89). La elementalidad de las zonas de nueva ganadería del litoral virreinal (como lo era el sur porteño), donde predominaba una limitada estratificación social, no era sino la contracara de una relativa modernidad que aquellas sociedades habían tenido que abrazar tempranamente (Halperin Donghi, 2021: 73-74; Mayo, 2004: 237).[10] En los confines parecería disolverse el peso de los linajes y estamentos de raíz hispánica —así como también la rusticidad de la frontera de Turner “americanizaba” al colono europeo, despojándolo de sus pautas culturales originarias—, engendrando una sociedad nueva cuya elasticidad resultaba inimaginable en la península, pero también en las grandes capitales coloniales como Lima e incluso en la propia ciudad de Buenos Aires. El contraste que señalaba Azara resulta claro: los pocos criollos que iban a Europa, “viéndose obligados á someterse á respetos desconocidos entre ellos, y á reconocer una jerarquía política”, retornaban a América: “su país les brinda con la libertad, la igualdad y la facilidad de alimentarse casi sin trabajar”.[11] Había así una mentalidad forjada en los bordes y compartida por la población rural, una “cultura de la ‘libertad’” que, si las fuentes cualitativas solían asociar con el gaucho —aquella figura nómade, alzada y ociosa—, este no habría sido más que una versión extrema (y, cuantitativamente, minoritaria) de un fenómeno o de una idiosincrasia mucho más extendidos en la campaña (Míguez, 1997: 172-173). Incluso la población esclava rioplatense, que componía gran parte de la mano de obra permanente de las estancias, gozaba de una capacidad de movimiento ausente en las plantaciones tabacaleras de Virginia o en los cañaverales de Cuba y el nordeste del Brasil: las necesidades del pastoreo extensivo le conferían al esclavo “un poderoso aliado de su autonomía en la cintura” (el cuchillo), además de que debía pasar largas horas montado a caballo y lejos de la mirada del patrón (Mayo, 2004: 141, 144, 199).

Contrario a las visiones tradicionales, entonces, los hacendados porteños (profetas del capitalismo agrario, miembros de una incipiente burguesía rústica) enfrentaban serias dificultades para configurarse como una clase que dominara con firmeza la sociedad rural —como acaso sí lo hacían, contemporáneamente, sus congéneres de otras regiones de Hispanoamérica— (Barsky y Djenderedjian, 2003: 40-46). El lugar secundario de sus actividades económicas es revelador. Para tiempos tardocoloniales, la ganadería de estancia se orientaba principalmente a la venta de corambre al exterior: en 1791-1792, por ejemplo, frente a los 50 mil novillos que ingresaron al abasto de la ciudad, se exportaron unos 197 mil cueros provenientes de la campaña de Buenos Aires —aunque el mayor precio del novillo respecto del cuero reduciría un poco la distancia entre el peso económico de ambas actividades— (Garavaglia, 1999a: 221, 224-225). Pero el lugar de esa exportación coriácea en el valor total de las exportaciones porteñas siempre fue marcadamente subordinado. En 1796, alrededor de cuatro quintos del valor exportado desde Buenos Aires a España estaba compuesto por metales preciosos.[12] Y si el quinto restante se componía casi enteramente de cuero, solo alrededor de una tercera parte de este habría sido producido en la campaña de Buenos Aires propiamente dicha, según las estimaciones de Juan Carlos Garavaglia (1987: 17-18), lo cual también habla del considerable peso que tenían otras regiones ganaderas en el área rioplatense.

Incluso se ha argumentado que, en el propio sector agropecuario porteño, la ganadería extensiva de las estancias tenía un lugar económicamente subordinado al de la agricultura (orientada fundamentalmente al mercado de la ciudad, y tradicionalmente realizada en sus adyacencias[13]). Tal es el escenario que, según Garavaglia, sugieren las cifras de la recaudación del diezmo entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX.[14] Eduardo Azcuy Ameghino, sin embargo, debatiendo con esta lectura plantea que, especialmente en el caso de la ganadería, los números de la recaudación decimal están muy lejos de reflejar el nivel real de la producción (2002: 375-377). También Samuel Amaral y Jose Maria Ghio (1995) ponen en duda la representatividad de esas cifras brutas y sugieren la posibilidad de que una superioridad del diezmo cerealero (e incluso una vitalidad considerable de la agricultura) coexistiera con un predominio de la ganadería no solo en términos espaciales —donde se verifica, en efecto, una desproporción innegable—, sino incluso en términos de valor producido, así como de capital invertido y rentabilidad. Pero, si el peso socioeconómico que la ganadería les confería a los estancieros era superior al del sector agrícola —de modo que aquella ocupaba un lugar mucho más importante que la agricultura en términos estructurales—, no dejaba de ser una fuente de poder social claramente limitada por la fragilidad de la dependencia laboral. Incluso cuando, al calor de la relativa expansión ganadera tardocolonial, la estancia porteña adquiriera una organización y un dinamismo nuevos (Amaral, 1998: 285), no podía aún presentirse allí el futuro de grandeza que le aguardaba a la actividad pastoril y a la clase que la ejercía (Gelman, 1998: 310, 319). La idea de que los estancieros de los siglos XIX y XX fueron una herencia del período colonial solo resultaría válida en la medida en que se depure la imagen del “origen colonial” (Azcuy Ameghino, 1995: 9; Vargas, 1987: 70, 74) no solo de sus tintes feudales, sino también de sus connotaciones de opulencia y, por ende, de sus implicancias continuistas (cuando no teleológicas). Porque, más que en las estructuras económicas virreinales, es en las transformaciones no solo políticas habilitadas por la década revolucionaria donde debería buscarse la explicación de la hegemonía que la estancia pastoril acabó afirmando en la provincia y luego en la nación. Bajo la “forma” o “categoría histórica” del hacendado (Harari, 2009: 17; 88), lo que puede discernirse para fines del período colonial es una burguesía agraria todavía rudimentaria y débil.

Si, en el surgimiento del capitalismo pampeano, finalmente no prosperó la “vía norteamericana” o “farmer” que —aún en la segunda mitad de siglo XIX— Sarmiento reivindicaba y juzgaba factible, no quiere decir que haya triunfado una “vía prusiana”, esto es, un aburguesamiento de terratenientes feudales. No todo “camino terrateniente” debe asimilarse al arquetipo del oriente germano; y, en ese sentido, la clásica contraposición de Lenin se revela insuficiente para aprehender la diversidad de las trayectorias del capitalismo agrario (Byres, 1996: 435; Banaji, 2010: 336; 348). La capacidad de mando que les había permitido a los Junkers imponer sobre sus campesinos una nueva racionalidad y así convertir sus señoríos en fincas de nuevo tipo (Schissler, 1978: 68) estaba ausente en una campaña de Buenos Aires que debilitaba las jerarquías y en donde los estancieros tenían serias dificultades para controlar la mano de obra (e incluso el propio ganado). En este caso, entonces, el recurso a la compulsión directa no sería indicativo de una explotación feudal, sino de una de tipo asalariado que aún no se sostenía por sí misma (Harari, 2009: 86; Íñigo Carrera, 2022: 82). La suposición de que ciertas formas de asimetría laboral y coerción extraeconómica que todavía gravitaban sobre el peonaje conferían a la estancia colonial un carácter “feudal” solo puede provenir de una lectura que sobreestime el vínculo histórico entre el modo de producción capitalista y la coerción estrictamente económica, y que ignore el largo período en el que una todavía inestable acumulación de capital reposó en diversas formas de sujeción de la fuerza de trabajo no para reproducir relaciones precapitalistas sino, precisamente, para consolidar la emergente explotación capitalista, con miras al aumento de la tasa de ganancia.[15] 

Por ejemplo, la estancia ganadera de Los Portugueses, que desde su adquisición por los Rivero en la década de 1780 amplió notoriamente su inversión en infraestructura y, más aún, en empleo de mano de obra tanto “libre” como esclava, alcanzó en los años 1802-1809, en la producción de ganado en pie, una tasa de explotación del 35% (o más) que dio al hacendado un valor añadido —un valor no retribuido— de al menos 5.464 pesos, según las estimaciones de Juan Flores (2018: 137-210). Contemplando otros gastos e ingresos, y considerando que no todo ese excedente se realizaba en el mercado, la empresa habría logrado una ganancia neta de 4.202 pesos en el período mencionado, un número notable si reparamos en que la inversión total para esos años habría sido de 19.028 pesos (Flores, 2018: 200). Por su parte, en la estancia oriental de Las Vacas el trabajo esclavo no inhibía el afán típicamente capitalista por aprovechar todo desecho pecuario, esto es, la obsesión por reducir en términos relativos el capital constante para aumentar la tasa de ganancia (Salvatore y Brown, 1987: 454; Marx, 1976: 123-127).

2. Entre la coerción y la voluntad. El problema del mercado laboral

Pero, si los padrones de población de 1813 y 1815 denotan una fisonomía social que aún retenía, por entonces, un componente familiar predominante —escapando la tradicional imagen simplista de una campaña polarizada entre estancieros y gauchos—, a su vez revelan que estaba consolidándose un mercado laboral más o menos “libre” cuya escala resulta notable en términos absolutos: considerando la población con ocupación registrada, la mano de obra no compulsiva (conformada básicamente por peones) se componía ya de unas 3.254 personas, superando en cantidad a la mano de obra esclava (2.714), aunque no al conjunto de titulares de alguna explotación agraria —o comercial— (6.016) (GIHRR, 2004: 33-51). Desde luego, no dejaba de ser un mercado seriamente inestable y reducido. Ya de por sí, porque la demanda de trabajo lo era, como consecuencia de la estacionalidad inherente a la producción pecuaria; tal es la tesis de Amaral: los mismos peones cuya presunta ociosidad era denunciada con encono en los meses de mayor demanda de brazos podían, luego, ser fácilmente despedidos cuando el propio ciclo ganadero los tornaba superfluos (1998: 171; 177). La estacionalidad agraria también puede haber implicado un problema del propio lado de la oferta: como plantea Jorge Gelman (1987: 58), el ciclo del trigo explicaría la escasez de brazos en las estancias ganaderas en los momentos de la arada y la siembra, así como de la cosecha; los peones se “van a la ciega” —señala en 1797 el administrador de la estancia de Las Vacas (citado en Gelman, 1987: 58)—, fuera porque en la chacra se les ofrecía una mejor paga (por su cantidad y condición metálica), fuera porque tenían una pequeña tenencia familiar de labranza que atender. Más serios habrían sido los condicionantes impuestos a la oferta por la abundancia de tierras baldías, la disponibilidad de animales salvajes y vacuno rústico (cimarrón o alzado) y la posibilidad de comerciar los bienes derivados del robo de ganado, como se analizó en el primer apartado. Dadas estas circunstancias, entonces, la pregunta —contraintuitiva si hubiéramos partido de la premisa (errada) de una identidad entre capital y trabajo “libre”— es: ¿cómo se explica que, en el naciente capitalismo pampeano, existiera un mercado laboral (limitado, pero) relativamente desarrollado?

En principio, debe afirmarse lo obvio: quien vende su fuerza de trabajo lo hace porque se encuentra desposeído de sus medios de producción, ya sea de forma total o parcial, y por ende no puede eludir el mercado laboral para subsistir. Si, como mencionamos, existía una población que alternaba entre el peonaje en la estancia y la actividad agrícola en su tenencia familiar, se debe a que esta última no era capaz de cubrir la totalidad de las necesidades de consumo de la familia campesina; y sabemos, en efecto, que los pequeños productores sin título muchas veces no tenían más que algunos animales y, por lo tanto, se conformaban con ser meros labradores a tiempo parcial. Es que, si bien “los medios de subsistencia estaban al alcance de la mano”, como señala Amaral (1987: 39), “los límites en su uso eran fáciles de percibir”: la economía independiente estaba estrechamente condicionada por los peligros y la precariedad de la frontera. Roberto Cortés Conde (1968: 11), incluso con un mayor pesimismo, plantea que los intentos de asentamiento squatter en los baldíos se habrían visto desalentados por la dificultad de explotar de forma efectiva esas tierras. Que fuera posible acceder a la tierra en las zonas yermas de la campaña no equivale a decir, entonces, que los asentamientos allí siempre fueran permanentes y lo suficientemente grandes y productivos como para garantizar la plena reproducción de la fuerza de trabajo, sobre todo cuando se trataba de la de una familia entera. Además, ya eran más o menos comunes a fines del período colonial los procesos de “denuncias” que —como veremos— permitían reclamar la propiedad de tierras ocupadas sin títulos plenos, desalojando así a sus pobladores (Mayo y Latrubesse, 1998: 103-114).[16] Podríamos hablar, tomando el señalamiento leniniano de Flores, de un proceso de diferenciación social campesina por el cual, mientras se afirmaba en algunos casos la pequeña y mediana economía independiente (quizás pasando de una producción mercantil simple a una modesta acumulación), también avanzaba a fines de siglo XVIII el proceso de proletarización rural de aquellos que ya no podían hacer frente a sus necesidades de subsistencia de forma plenamente autónoma (2018: 33, 37-38). La frontera acaso turneriana, entonces, empezaba también a revelar otra forma —más irónica— de “libertad”: la del obrero exento (es decir, “libre”) de los medios de producción.

Pero la proletarización, esto es, la creación de una clase asalariada que acude regularmente al mercado laboral para poder acceder a su subsistencia solo está parcialmente lograda con la desposesión (sea total o no) del productor directo. La vagancia parecería haber sido, de hecho, una alternativa muchas veces preferida por sobre los ritmos de trabajo que pretendía imponer la acumulación de capital.[17] Las leyes de vagos fueron, por eso, una respuesta política a una indisciplina laboral a la que no se podía poner fin simplemente mediante las compulsiones económicas de la desposesión (Colombo, 2021). Tales normativas fueron recurrentemente impulsadas por las autoridades coloniales desde mediados del siglo XVIII, pero no es fácil saber en qué grado lograron el efecto deseado. La necesidad de reiterar esas medidas casi todos los años quizás nos deba hacer desconfiar de su capacidad efectiva, como señalan Carlos Mayo (2004: 103) y Amaral (1987: 35), pero tampoco resultaría muy creíble que una política probadamente infructuosa se replicase de forma tan sistemática. Sin dudas revelan una clara voluntad de los funcionarios coloniales y los hacendados por hacer de la población no propietaria una clase verdaderamente asalariada, aunque la capacidad represiva de las autoridades probablemente haya encontrado serias dificultades para imponerse en las extensas llanuras de la campaña, y más aún en las zonas fronterizas (de este problema era muy consciente García en 1810: “las mas sabias leyes, las medidas mas rigurosas de la policía, no obrarán jamas sobre una poblacion esparcida en campos inmensos” y que fácilmente puede “mudar su domicilio”[18]). Pero es cierto que, si bien la cantidad de peones procesados por vagancia desde mediados de siglo XVIII es bastante baja (Mayo, 2004: 103), esos son casos de personas que precisamente escogieron la ociosidad (y que, además, no lograron pasar desapercibidas): nada nos dice de todos aquellos que, precisamente por temor a represalias semejantes —un solo procesamiento puede resultar ejemplificador para muchos—, directamente prefirieron conchabarse. En tales casos, la política contra vagos y malentretenidos habría producido, de hecho, el efecto esperado por autoridades y hacendados. Conviene entonces no subestimar la capacidad disuasoria de las leyes de vagos y del aparato legal y represivo en general, considerando además que la alternativa de asentarse en la frontera generalmente conllevaba otros actos en sí mismos delictivos, como el robo de ganado y el comercio clandestino.

Resulta notorio, no obstante, que junto a aquella coerción directa parecería haber actuado también (en las propias motivaciones del peón individual) un incentivo no dado por la negativa —el temor al castigo—, sino por la positiva: operaban sobre la población rural ciertas “tentaciones” del mercado laboral (Mayo, 2004: 114-115). Cuando la producción independiente no alcanzaba más que para cubrir ciertas necesidades básicas, en las estancias el pago en especie ofrecía acceso, en cambio, a los llamados “vicios” (yerba, tabaco, aguardiente) y el pago dinerario permitía obtener toda una serie de artículos (domésticos, textiles, alimenticios) que excedían los requerimientos más fundamentales de la reproducción y que, como revelan los registros de las pulperías y almacenes de frontera, ya desde fines del período colonial formaban parte de un patrón de consumo rural cada vez menos rústico (Mayo et al., 2000: 104-107). La satisfacción de necesitades gradualmente complejas implica para el trabajador una creciente dependencia del mercado y, por ende (de manera tendencial), una mayor subordinación al capital (Colombo, 2021; Harari, 2009: 75). Así nos acercamos, en la campaña porteña, a un escenario en el que el obrero vende su fuerza de trabajo entablando acuerdos que resultan “voluntarios” desde el punto de vista de los actores individuales, pero que a nivel social general son forzosos porque el trabajo, en tanto clase, necesita del capital para asegurar su reproducción (Banaji, 2010: 131; Marx, 2016: 706, 711).

Pero el origen más o menos voluntario de un contrato asalariado no quita que la actitud del peón hacia el trabajo siguiera siendo, en muchos sentidos, precapitalista. La incursión por parte de la población asalariada en una diversidad de actividades recreativas que los alejaban de la faena resulta también elocuente de la falta de hábitos industriales; “se juntan a jugar los sujetos que deben acudir al trabajo diario”, argumentaba un bando de 1771 que reglamentaba el juego de bolas (citado en Duart, 1998). Los intentos por regular esas actividades revelan, por su parte, una voluntad política de combatir la indisciplina laboral (Colombo, 2021). Esa actitud también conducía, muchas veces, a una ociosidad no permanente, sino temporal, como atestiguan las abundantes referencias a ello en los testimonios de los procesados por vagabundaje (Mayo, 2004: 156-157). Según Azara, muchos peones abandonaban al patrón porque “les da la gana” y sin despedirse o, a lo sumo, alegando: “[M]e voi por que hace ya mucho tiempo que sirvo á Vd.”.[19] Si, por un lado, entonces, existía ya en la colonia tardía un mercado laboral más o menos fluido, la indisciplina de la fuerza de trabajo y la vagancia tanto ocasional como permanente fueron problemas que persistieron incluso varias décadas después de Mayo. Para ellos se ensayó un mecanismo represivo centrado en los jueces de paz y en la amenaza de un servicio militar que debía servir no solo como amenaza para disciplinar a los trabajadores asalariados, sino también como un ámbito reformador de aquellos marginales efectivamente reclutados por la fuerza (Halperin Donghi, 1963: 95; Salvatore, 1992). Los resultados aparentemente módicos de tales esfuerzos deben servir de recordatorio de que la transformación pretendida era una extremadamente compleja: las actitudes tradicional y moderna hacia el trabajo, en tanto que mentalidades, estaban separadas por un abismo (Halperin Donghi, 1963: 101-102). A ese peonaje que respondía ya a ciertos estímulos del moderno mercado, tanto el de consumo como el laboral, no dejaban de resultarle un tanto ajenas la intensidad y características que pretendía imponer una producción capitalista que, si había ya asegurado un dominio formal sobre el trabajo, aún no había logrado establecer un nuevo proceso productivo.

La figura de los agregados acaso resulte sintomática de cuán mercantilizadas (o no) estaban las relaciones sociales en la campaña tardocolonial. Una forma que tenían los estancieros de subsanar la carencia estacional de mano de obra consistía en entablar un acuerdo informal, concebido como reciprocitario, con un productor agrario al que se acogía (se lo “agregaba”) en la finca, cediéndosele temporalmente una parcela de esta, de modo que aquel, en señal de “agradecimiento”, prestaba sus brazos para determinadas tareas (Mayo, 2004: 74; 81).[20] En ese sentido, el arrimado que obra “de buena fe” para el estanciero recuerda al campesino de Balzac que, según Marx, “para conservar el favor del usurero, realiza para éste de forma gratuita toda clase de trabajos, creyendo que con ello no le regala nada”: el carácter presuntamente personal de aquellas relaciones encubre, así, un nuevo dominio del capital sobre el trabajo, además de que el estanciero, como el usurero, “se ahorra un desembolso en efectivo por salarios” (Marx, 1976: 44). La cuestión, entonces, era que el propietario rural enajenaba un factor productivo que le resultaba abundante (la tierra, y acaso también algunos ganados) para apropiarse de uno escaso: los servicios laborales de ese colono pampeano. Era precisamente el carácter estacional de ese arreglo el que resultaba conveniente para el estanciero: habiéndose garantizado la presencia del agregado para la temporada alta, podía por fuera de ella desentenderse —a diferencia de lo que ocurría con los esclavos— de los costos de su mantenimiento cotidiano (que el arrimado muchas veces cubría robando ganado vecino). En otras palabras: la agregaduría era una forma de trabajo estacional, solo que una más estrechamente asociada a la estancia que el peonaje itinerante (Amaral, 1987: 35).

Como sabemos, aquel capitalismo que no había todavía impuesto una subsunción real del trabajo recurría a diversas formas de coacción externa; pero el carácter contractual del intercambio de la agregaduría, al que ambas partes accedían de forma “voluntaria”, era ya de por sí un régimen laboral de tipo asalariado (aunque no era, desde luego, uno plenamente “moderno”), como advirtió Lenin en la Rusia de fines de siglo XIX respecto de un fenómeno muy similar al de la agregación. La práctica de “asegurar obreros agrícolas a la hacienda por medio de la concesión de trozos de tierra” era un “sistema capitalista” en el sentido de que aquella parcela (el nadiel, en Rusia) era un “salario en especie” (Lenin, 1981: 209, 198). Si este, a diferencia del salario dinerario, permitía una serie de asimetrías y abusos que no habrían estado ausentes en el caso de los agregados pampeanos, no dejaba de representar un hito en la “transformación del campesino en obrero rural” (Lenin, 1981: 209, 213). La figura del agregado sería entonces sintomática de una incipiente —y temprana— proletarización agraria (Harari, 2009: 82) e, igualmente, de la diversidad de formas concretas que el trabajo asalariado podía asumir en sociedades preindustriales.

Pero, lo mismo que hacía de la agregaduría un recurso atractivo para muchos estancieros, porque les permitía acumular capital frente a un mercado laboral deficiente, era también lo que ponía límites a la acumulación desde el punto de vista del capital social global, y por ende lo que obstaculizaba el desarrollo del capitalismo como modo de producción. La tendencia evolutiva hacia formas más “voluntarias” de trabajo se explicaría porque, desde el punto de vista del capital social total (cuya lógica, y no la del capital individual, es la que rige la economía capitalista), cualquier forma de sujeción o retención de la fuerza de trabajo resulta un tanto ambivalente: así como permite el abastecimiento de mano de obra en escenarios donde esta es escasa o esquiva, esa paralización resulta sin embargo contraria a un sistema productivo que, fundado en el mercado, tiene como condición la movilidad de sus factores (Banaji, 2010: 142). Quizás esa tensión sea lo que se expresa en los conflictos surgidos hacia la segunda mitad de siglo XVIII en torno a la prohibición de la agregación dictaminada por el Cabildo de Buenos Aires, así como también por el de Luján. Mientras muchos estancieros veían en el arrimado una herramienta necesaria para su acumulación de capital, los capitulares (velando acaso por intereses más amplios) veían allí una práctica que reducía no solo la oferta agropecuaria en el mercado local y de exportación —por los robos de ganado—, sino también la escala y fluidez del mercado laboral (Mayo, 2004: 82).

Por último, cabe mencionar otra modalidad presunta de incorporación de la fuerza de trabajo. En Lobos, al sur de la campaña, el escenario resulta en principio representativo de las posibilidades materiales que la frontera les ofrecía a los paisanos: según el censo de 1815, el 62% de su población (y el 92% de la económicamente activa) estaba compuesta por migrantes —del norte, pero también de la propia Buenos Aires—, la gran mayoría de los cuales eran labradores asentados de modo “espontáneo” (Mateo, 1993). Sin embargo, a diferencia de la pesca en la que incurrían aquellos “bravos gaélicos” de Marx, la agricultura autónoma practicada por estos pioneros lobenses se destinaba no solo a la subsistencia, sino también, en parte, a la comercialización de sus productos. En principio, esto nos indica que la reproducción familiar podía ser aún independiente del mercado laboral, pero no del mercado en sí —es decir, no podía efectuarse, en su totalidad, por la vía directa—. Pero José Mateo añade que las condiciones en las que esos “campesinos agricultores” incursionaban en los circuitos comerciales eran “tan precarias” que conllevaban la venta de sus sementeras “aún antes de recogerlas” (1993: 141). Pareciera que los productores recibían de parte de un comerciante un “adelanto” mercantil (quizás dinerario) a cuenta de un producto que habrían de entregarle luego. Si esto constituye un testimonio de “cuán al límite se vive aún en la abundancia de la Pampa Húmeda” (Mateo, 1993: 141), es también un indicador de que los aprietos materiales —circunstanciales o no—, aun cuando no llegaran al nivel de los padecidos por quienes dependían estacionalmente del salario, podían conducir a vínculos crediticios que, mediante la opaca forma del interés, implicaran una extracción de plusvalor: el adelanto mercantil bien podía constituir un adelanto de capital; el “campesino agricultor”, reteniendo los atributos externos de una independencia plena, acaso ya era (parcialmente, y en un sentido general) un trabajador asalariado (Banaji, 2010: 96-101, 281-282, 302-304). Esto complejiza el panorama de la dominación del capital en la campaña, en la medida en que, no habiéndose desarrollado todavía un proceso “específicamente capitalista” para la producción de plusvalor, esta última podía basarse no solo en una subsunción formal del trabajo al capital, sino también en una de tipo “preformal”.

3. Hacia el sur. Alcances y límites de la expansión ganadera

Para mediados de siglo, cuatro décadas después de Mayo, el panorama había cambiado notablemente en la campaña de la excapital del virreinato: su superficie se había visto más que duplicada y en ella se había establecido, principalmente en las tierras del nuevo sur, una vasta zona dominada por un puñado de enormes estancias ganaderas (Halperin Donghi, 1963: 57). Algunos cambios abiertos por el proceso revolucionario permitieron esa transformación: la destrucción productiva de Entre Ríos y la Banda Oriental —las regiones verdaderamente ganaderas del Río de la Plata— ofreció a la burguesía mercantil porteña una oportunidad de invertir en una nueva rama el capital acumulado en los negocios. Otros factores, no obstante, hacían de esa oportunidad un imperativo: el libre comercio de 1809 había desarticulado los viejos circuitos monopólicos permitiendo que, en la década de 1810, los comerciantes extranjeros comenzaran a ganar posiciones en el mercado exportador e importador de la ciudad-puerto; por su parte, la revolución había disuelto el aparato colonial y había debilitado las estructuras eclesiástica y judicial, limitando aún más las alternativas de (re)posicionamiento social del viejo grupo dominante (Hora, 2015: 58).[21] Se había originado, así, un fuerte interés en la expansión del dominio de la estancia ganadera por la campaña. Interés al servicio del cual se colocaría el Estado de Buenos Aires emergente tras la caída del poder central en 1820, que emprendió un exitoso esfuerzo por desplazar la frontera hacía tiempo estancada en el río Salado. El alineamiento del poder político con el económico fue fundamental, entonces, para tornar efectiva la salida estanciera de un sector que reinventaba su predominio social luego de una década de hondas convulsiones. Los “grandes señores de la pampa” —como los llama Tulio Halperin Donghi (2021: 83)—, que desde entonces comenzaron a hegemonizar el paisaje del hinterland porteño, eran fundamentalmente, por lo tanto, figuras nuevas en el mundo rural, herederos de una preeminencia más largamente asentada, originada en unas ciudades con las que, como veremos, de hecho, no cortarían toda relación.

Puede resultar un evidente síntoma de este cambio el aumento que atravesó, en el segundo cuarto del siglo XIX, la exportación de cueros vacunos desde Buenos Aires, que pasó de un promedio anual de 676 mil unidades en 1815-1820 a 1,9 millones en 1841-1845 (Rosal, 1998: 571), aunque debe recordarse que solo una porción de ellos efectivamente se produjo en la propia Buenos Aires. Si en el decenio de 1787-1796 se habían producido en su campaña, en promedio, 120 mil unidades para la exportación, los datos para las décadas posteriores (que son mucho más fragmentarios y especulativos) indicarían que, para el período 1815-1837, de los 650 a 750 mil cueros salidos anualmente desde el puerto, unos 300 a 500 mil serían oriundos del propio hinterland rural de la ciudad (Garavaglia, 1999a: 221-222). Irigoin (2001: 17) estima, para la década del treinta, una exportación media anual de 440 mil cueros porteños y, para la del cuarenta, una de casi un millón de unidades —mientras que las cifras de cueros litoraleños despachados en sendas décadas por el mismo puerto fueron de 213 mil y medio millón, respectivamente: una relación, en ambos casos, en torno a 2:1—. Este incremento no se explica por una variación de los precios internacionales: en el mercado de Londres, de hecho, los precios del cuero sufrieron una dramática caída durante el segundo cuarto de siglo —tras una breve coyuntura de alza en la década revolucionaria—, de modo que, si aumentó el valor de las exportaciones porteñas, se debió a que el impresionante crecimiento en el volumen de cuero despachado permitía contrarrestar la baja en su cotización (Irigoin, 2001: 2-4). Fue, precisamente, la escasa gravitación de los productos rioplatenses en la formación de tales precios lo que determinó que el ritmo de la expansión ganadera se rigiera más por factores locales que por los incontrolables vaivenes externos (Halperin Donghi, 1963: 60).

Junto al incremento de las unidades coriáceas exportadas a Europa, debe considerarse también la expansión en la producción de otros bienes pecuarios. El vacuno criollo destacaba por su piel gruesa, favorable a la producción de cuero, pero también por su carne magra, bien predispuesta a la elaboración del tasajo en los saladeros, con miras al consumo esclavo en el Brasil y el Caribe. Si la ruptura del viejo circuito potosino y la intensificación de la vocación atlántica de la economía porteña hacían menguar fatalmente la producción mular (algo que se advierte en la disminución del número de equinos con relación a los vacunos [Garavaglia, 1999a: 366]), la primacía indiscutible que ese Atlántico le confería a la ganadería vacuna no excluía sino que, de hecho, favorecía una diversificación relativa de sus bienes derivados, que ahora incluían en nuevas magnitudes al tasajo y el sebo —lo cual tenía un efecto de retroalimentación: la posibilidad de aprovechar de modo más completo el animal incentivaba aún más el crecimiento de la producción coriácea (Halperin Donghi, 1963: 59)—.[22] La economía porteña, que había perdido el flujo regular de metálico del Alto Perú, encontraba en la cría de vacuno rústico un nuevo motor. La destrucción creativa de la revolución y la guerra había dado origen a una serie de condiciones un tanto fortuitas para que la estancia ganadera, hasta entonces estructuralmente inhibida, adquiriera un nuevo dinamismo y pudiera con su expansión comenzar a transformar el balance de poder en la campaña.

En esas décadas tuvo lugar una ampliación de la capacidad productiva agraria que siguió una modalidad característica de las naciones de nuevo poblamiento. Mientras que en los “países viejos”, donde los asentamientos son de más larga data, la “revolución agraria” dependería principalmente de un desarrollo técnico de las fuerzas productivas, en los “países nuevos” aquella tendría por motor la conquista y puesta en producción de nuevas tierras (Cortés Conde, 1968: 3-4; Garavaglia, 1999a: 370-372). Efectivamente, el boom de la exportación pecuaria —y las elevadas ganancias que arrojó para la clase que monopolizó sus frutos— dependió de la ampliación del área explotada, y no del progreso técnico, ámbito en donde continuó imperando un marcado arcaísmo (Halperin Donghi, 1963: 62, 67). Cabe preguntarse, sin embargo, por qué el desplazamiento fronterizo hacia el sur (y también hacia el oeste) emprendido en Buenos Aires desde 1820 adoptó un carácter distinto al de otros “países nuevos” como Estados Unidos, donde la westward expansion del siglo XIX fue mucho más favorable al establecimiento de la pequeña y mediana producción agraria. ¿Puede esa discrepancia explicarse por condiciones previas? Milcíades Peña enfatiza, en efecto, el distintivo poder sociopolítico que habrían tenido desde un principio los granjeros norteamericanos, por contraste con los pampeanos (2012: 78-79). Cortés Conde, en cambio, hace hincapié en la demografía: el origen de la divergencia habría estado en la limitada vida que había en la frontera meridional pampeana —donde el asentamiento, según plantea, era prácticamente inviable— para el momento en el que la provincia se lanzó con una energía inédita a la conquista de tierras nuevas (1968: 5-6). La frontera conceptualizada por Turner era una en constante retirada por efecto de la presión poblacional sobre sus tierras libres, presión que precisamente habría estado ausente, para Cortés Conde, en la frontera pampeana.

Pero hemos hecho referencia ya a las sostenidas corrientes migratorias de arribeños que llegaban para ocupar tierras vírgenes, de forma “espontánea”, en el campo de Buenos Aires. Como señala Mateo, hasta la década de 1810, al menos, la expansión hacia el sur presenta considerables semejanzas con el caso norteamericano (1993: 142). Puede que el origen de aquella divergencia, entonces, residiera en las distintas formas en que esa presión efectivamente compartida —aunque en escalas diferentes— fue resuelta, a partir de un momento dado, desde la política. Si en la campaña colonial porteña primaba una idiosincrasia forjada bajo el halo democratizador de la frontera, en la sociedad urbana las jerarquías de viejo tipo se mantenían en gran medida intactas; la vieja élite criolla, de carácter mercantil y administrativo, hija en muchos sentidos del Antiguo Régimen ibérico, lanzada a la conquista de nuevas bases para su ascendente socioeconómico, acaso nunca tuvo en mente la consolidación de la pequeña producción en las tierras incorporadas —por más que en estas no acabara siendo absoluto el predominio de la gran propiedad— (Garavaglia, 1999a: 375; Brown, 1994: 241). Por contraste, la legislación agraria estadounidense desarrollada durante el siglo XIX —entre cuyos hitos figuran las sucesivas leyes de Preemption—, aun cuando no apuntase decididamente a la consagración de la democracia rural pretendida por Thomas Jefferson, tendió a favorecer la conversión del squatter en un farmer con plenos títulos de propiedad (Hine y Faragher, 2000: 330). En el Río de la Plata, además, la herencia antiguorregimental pareciera haber confluido en este aspecto con el más moderno pensamiento económico que, hacia los años de la crisis imperial, había comenzado a virar hacia una convencida ortodoxia liberal, acaso renunciando a la primacía que hasta entonces la ilustración rioplatense había pretendido asignarle a la autoridad política sobre el devenir económico: el progreso no dependía ya de una mejora deliberada en la condición de los labradores, sino de un acatamiento más riguroso de las recién descubiertas leyes de la economía, que apuntaban en favor de una ampliación y racionalización de la producción pastoril estanciera (Halperin Donghi, 2021: 144-146). Así, Balcarce, encargado ya en 1817 de la tarea de extender las fronteras de Buenos Aires, no ocultaba el gran motivo detrás de aquella empresa: “dar un nuebo ensanche a los criadores y hacendados”, pues los ganados se habían convertido, por su demanda, en “uno de los articulos mas preciosos de nuestro Comercio” (citado en Garavaglia, 1999a: 371).

El efecto del avance fronterizo hacia el sur es doble: si, por un lado, expandió y consolidó un nuevo poder estanciero, a su vez hizo que comenzara a retroceder aquel espacio abierto y generoso en el que amplios sectores de la población rural tenían el último baluarte de su autonomía socioeconómica (Garavaglia, 1999b: 704-705). Comenzaba a cerrarse así la frontera “turneriana”, no por una carencia per se de tierras —es evidente que, de hecho, hay mucha más superficie “disponible” en la campaña—, sino por una pérdida de su estatus relativamente vacante o de fácil apropiación. En primer lugar, por la evicción de los squatters del viejo sur, al norte del Salado. La práctica de las “denuncias”, mediante la cual se buscaba expulsar a los ocupantes sin título, era frecuente en el cambio de siglo; pero adquirió un carácter más sistemático ante la combinación de factores que, hacia la década de 1810, engendraron en el viejo sector dominante porteño una inesperada vocación ganadera. Los litigios por desalojo, cuyo número en efecto aumentó sensiblemente en la década de 1820, exponen además las tensiones inherentes al pasaje de una cultura jurídica antiguorregimental a una burguesa que impugnaba la previa concepción pluralista del derecho de propiedad y consagraba en cambio una forma de posesión “absoluta” e individual, acreditada por un “título” (Poczynok, 2018). El pretendido carácter sacro del moderno régimen privado no podía tolerar formas “impuras”, esto es, híbridas de acceso a la tierra, como lo era la ocupación pacífica y consuetudinaria —aunque esa costumbre, crecientemente desautorizada en el marco normativo que sucedió al colonial, aún podía esgrimirse con cierto éxito para fundamentar el acceso al naciente derecho de propiedad (Banzato, 2000)—. Ya en 1813, el mismo Pedro García que tres años antes hablaba con encono de los ocupantes ilegítimos, criticaba la apropiación de sus esforzadas posesiones:

“la tranquilidad qe. aseguraron sobre las Tierras a tan caro precio […] ha despertado la codicia de los monopolistas para emprender denuncias y compras con qe. arrojar con sus bienes y ganados y de sus hogares a un numero considerable de sencillas… familias qe. la prepotencia y poder de aquellos qe. jamas vieron la cara al enemigo pretenden hollar...” (citado en Garavaglia, 1999a: 372).

En segundo lugar, ese cierre de la frontera “libre” se explicaría por la forma en la que se dispuso de las tierras públicas conquistadas al sur del Salado. Las donaciones del Directorio y del gobierno de Buenos Aires entre 1818 y 1822 y, sobre todo, las cesiones enfitéuticas emprendidas desde 1822 —en muchos casos convertidas en propiedad plena durante la década de 1830— resultaron en que, hacia 1830, tres cuartas partes de la tierra reconocida en los registros estuvieran en manos de 60 titulares (Infesta, 1997; Carretero, 1970: 251). El avance de la estancia y sus ganados (2 de los casi 3 millones de vacunos de la provincia en 1839 se repartían entre el viejo y el nuevo sur [Gelman y Santilli, 2002: 98]) arremetía seriamente contra aquel gran baldío comunal que era la frontera abierta al usufructo común.

Sería prudente, no obstante, matizar el alcance de la inflexión que implicó la década de 1820. Frente a la concepción de José Carlos Chiaramonte, Raúl Fradkin (2008: 3-4, 6) plantea que la hegemonía del capital comercial fundado en los monopolios no sobrevivió hasta mitad de siglo, sino que ya se había quebrado en la década revolucionaria; pero también sostiene, frente a Halperin Donghi, que aquella otra hegemonía que colocaría a los estancieros del litoral como sector de vanguardia del país entero todavía no se había consolidado, aunque había dado grandes pasos. Si el mundo agrario porteño acogió desde entonces a una burguesía hacendada esencialmente ajena a su previa historia colonial, aquel conservó sin embargo su diversidad social. Los productores no se habían convertido de un día para el otro en “un campesinado supeditado a la gran propiedad” (Fradkin, 2008: 4, 6). Para finales de la década de 1830, junto con el crecimiento notorio de algunas enormes estancias ganaderas en el sur, se verifica que los pequeños y medianos productores mantenían en la campaña una presencia notable desde el punto de vista social (y muchas veces también desde el productivo): así como los labradores pervivían en los partidos agrícolas tradicionales e incluso se habían expandido más allá de estos, vemos que, de las 1075 explotaciones ganaderas censadas entre 1836 y 1837 desde Quilmes hacia el sur, más de la mitad pertenecían a pequeños y medianos productores cuyos ganados no llegaban a los 500 vacunos (Gelman, 1996). La economía familiar revelaba una notoria tenacidad. Los datos del censo de 1839 muestran que la mitad de las unidades familiares de la campaña tenían un capital propio con el que podían producir de forma independiente, aunque algunas de ellas —las más pobres— necesitaban el complemento ocasional del salario; la otra mitad, en principio desposeída, no estaba empero plenamente proletarizada, pues persistían diversas formas alternativas de subsistencia, algunas más legales que otras (Garavaglia y Gelman, 2003: 113). De esa forma, la escasez de mano de obra seguía condicionando las dinámicas del mercado de trabajo, más aún si consideramos el peso adicional que implicaba el reclutamiento militar. La poca innovación técnica, por su parte, conservaba el carácter tradicional del proceso productivo y, de esa forma, dificultaba una modernización de las actitudes laborales en la estancia, todavía asociadas —como ya señalamos— a una mentalidad preindustrial (Halperin Donghi, 1963: 102). El capitalismo agrario mantenía, así, rasgos premodernos. Pese a la expansión gran-ganadera, durante buena parte del siglo XIX la tierra siguió siendo para los estancieros “un recurso más fácil de adquirir que de dominar efectivamente”: en ella pervivía, obstinada, la indocilidad inherente a los tradicionales procesos productivos (Hora, 2015: 52). La subsunción del trabajo al capital aún no era “real”.[23]

La hibridez de este panorama presenta una arista significativa en el propio carácter del sector que había renovado su predominio social en la provincia: en los porfolios de los hombres de negocios, una variedad de formas urbanas de inversión (como el comercio, la renta urbana o la especulación cambiaria) no dejaban de complementar una inversión ganadera que representaba un importante pero limitado 42% de sus patrimonios (Irigoin, 2001: 20; Garavaglia, 1999c). La ambivalencia de ese cambio es sintetizada por Susan Socolow (1991: 202): “Los hijos de los comerciantes del siglo dieciocho se convirtieron en los comerciantes-estancieros del siglo diecinueve” —no en “estancieros” a secas—. Benjamín Vicuña Mackenna señalaba en 1856 que los Anchorena, quizás los más elevados exponentes del vuelco ganadero, no dejaban de llevar una vida esencialmente urbana, acaso desconociendo por completo sus más de 100 leguas cuadradas de propiedad campestre.[24] Porque urbana y comercial también seguía siendo su idiosincrasia. Los estancieros de Buenos Aires podían ostentar en sus empresas rurales una racionalidad capitalista de maximización de la ganancia, pero a la vez conservar ciertos ideales propios de una mentalidad estamental y citadina (un rasgo distintivo, según la caracterización de Jairus Banaji [2010: 336], de estos capitalismos agrarios premodernos, signados por la hibridez). Incluso en el tercer cuarto del siglo, la actividad comercial y rentística permitía, al igual que el mero consumo urbano, sostener un prestigio social que el campo todavía no era capaz de garantizar. Lo cual nos habla no solo del carácter de la clase que hegemonizaba la producción ganadera, sino también del estado en el que se encontraba —al menos a los ojos de los contemporáneos— una campaña que, pese a sus mutaciones de medio siglo, aún parecía justificar con el arcaísmo de sus procesos productivos las imágenes que la asociaban al atraso civilizatorio.

4. A modo de conclusión

Las transformaciones de la estructura agraria del tercer cuarto de siglo XIX permitirían una afirmación y aceleración de la acumulación capitalista en la campaña de Buenos Aires. Esos cambios —cuyo análisis excede nuestros propósitos— incluyeron la conformación de un mercado de trabajo nuevo, más moderno, con una oferta laboral más o menos estable y disciplinada que permitió abastecer la creciente demanda de la ganadería lanar; para ello fue indispensable la clausura de las fuentes de autonomía económica (Sabato, 1989: 116). Las tierras ganadas al indio no pasaron a albergar, como temían algunos estancieros hacia finales de la década de 1870, una multitud de “vagos y malentretenidos”, sino que prontamente fortalecieron las grandes propiedades rurales (Hora, 2015: 89).

La consolidación de la preeminencia socioeconómica de los estancieros pampeanos en las dos últimas décadas del siglo son para Banaji (2010: 333-336) ejemplares de un fenómeno global: “Las postrimerías del siglo XIX fueron el parteaguas del capitalismo agrario”, pues allí tendieron a irrumpir, en diversos espacios rurales del mundo, formas “discerniblemente modernas” de producción que empleaban de modo más intensivo el capital y podían prescindir en mayor medida de la coerción directa sobre la mano de obra. Este quiebre finisecular sería acaso análogo al que había implicado la revolución industrial para el capitalismo manufacturero. La cuestión es que, si las transformaciones atravesadas durante la segunda mitad de siglo por la burguesía pampeana y sus estancias supusieron una ruptura cualitativa (Barsky y Djenderedjian, 2003: 472), esta última no implicó, desde luego, el surgimiento del “modo de producción capitalista” más que en el sentido inmediato y estrecho del término, esto es, aquel que alude al carácter del proceso productivo. En la acepción más amplia, referida a una “época” dominada por la lógica de la producción y acumulación de plusvalor, los orígenes del capitalismo deben buscarse mucho antes. La historia de la campaña de Buenos Aires en el período analizado se enmarca en el ambivalente lapso que media entre esas dos acepciones, cuando imperaba una subsunción solamente formal (e incluso preformal) del trabajo al capital. Es la historia de un capitalismo impetuoso pero constreñido, esforzado, aunque prematuro y, en muchos sentidos, todavía foráneo para una sociedad no familiarizada con sus inusitadas exigencias disciplinarias.

Para concluir, una observación adicional. Sabemos que aquella campaña no era solo tierra y vacas. Un análisis concreto del lugar que la frontera abierta tenía en la reproducción por fuera del mercado laboral debería contemplar los recursos —no solo alimenticios— que ofrecía la variada fauna pampeana integrada por vizcachas, liebres, guanacos, chimangos, ñandúes, entre tantas otras especies (Garavaglia, 1999a: 25). Los trabajos zooarqueológicos ofrecen para ello un aporte insoslayable.[25] Se debería considerar —tal como venimos haciendo, en el marco de un proyecto en curso— en qué medida ese reservorio animal efectivamente contribuyó a la subsistencia rural y cómo eran las modalidades concretas de captura y de aprovechamiento de las piezas; además, ¿en qué grado esa producción extractiva se orientaba al mercado, en lugar de al consumo directo?[26] Sobre esto último, Mayo (2004: 30) alude, por ejemplo, a la comercialización de plumas de flamenco y pieles de nutria. El caso de los nutrieros pampeanos, por su parte, evoca una figura emblemática del folklore norteamericano: la del trapper. En 1845, de hecho, Sarmiento proclamaba para “el Trampero” novelado por Cooper un equivalente sudamericano: el “Gaucho malo”, sujeto misantrópico, “outlaw” (“squatter”, añadiría seis años luego), que se daba el lujo de cazar vacas por su cuenta, pero que —la caracterización es sugestiva— “vive de perdices i mulitas”.[27] Habría aquí, en las prácticas cinegéticas, un punto adicional para la comparación de la vida fronteriza en dos latitudes distintas (y distantes) del continente americano.

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Tomás Oubiña es Profesor en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Se encuentra investigando, como becario UBACyT estímulo —y con miras a su tesis de licenciatura, sobre la influencia de la fiebre del oro de California en las ideas políticas y económicas de los argentinos desterrados en Chile. Ha realizado trabajo de archivo en la Bancroft Library (University of California, Berkeley) tras obtener la Reese Fellowship. Publicó “La hacienda andina y el modo de producción en América colonial” (Sociedades Precapitalistas, UNLP, Vol. 15, 2025).

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[1] Azara, Félix de (1850 [1809]). Viajes por la América del Sur. Montevideo: Imprenta del Comercio del Plata, p. 284.

[2] García, Pedro Andrés (1836 [1811]). Diario de un viage a Salinas Grandes, en los campos del sud de Buenos Aires. Buenos Aires: Imprenta del Estado, p. i.

[3] García, Pedro Andrés (1836 [1811]). Diario de un viage a Salinas Grandes, en los campos del sud de Buenos Aires. Buenos Aires: Imprenta del Estado, p. iii. García abonaba la idea de una riqueza natural tristemente malgastada. Las imágenes contrastantes del desierto y la potencialidad del suelo eran, de hecho, muy comunes en las representaciones de las regiones fronterizas del Nuevo Mundo (Slatta, 1997:10-11).

[4] García, Pedro Andrés (1836 [1811]). Diario de un viage a Salinas Grandes, en los campos del sud de Buenos Aires. Buenos Aires: Imprenta del Estado, p. iv.

[5] Melo, Manuel Cipriano (1868 [1790]). Informe de D. Manuel Cipriano Melo Sobre la otra Banda, límites, fuertes y guardias. En Calvo, Charles (comp.). Amérique Latine. Recueil historique complet des traités, conventions, capitulations, armistices, questions de limites et autres actes diplomatiques et politiques de tous les états, compris entre le golfe du Mexique et le cap de Horn, depuis l’année 1493 jusqu’a nos jours, Tomo XI, París: Durand, p. 279.

[6] Azara, Félix de (1837). Diario de un reconocimiento de las guardias y fortines, que guarnecen la línea de frontera de Buenos Aires, para ensancharla. Buenos Aires: Imprenta del Estado, p. 35.

[7] Falkner, Thomas ([1774]). A Description of Patagonia and the Adjoining Parts of South America: Containing an Account of the Soil, Produce, Animals, Vales, Mountains, Rivers, Lakes, &c. of Those Countries; the Religion, Government, Policy, Customs, Dress, Arms, and Language of the Indian Inhabitants; and Some Particulars Relating to Falkland's Islands. Hereford: Pugh, pp. 39-40; 53 (traducción propia).

[8] El mismo efecto persuasivo del país era señalado por Woodbine Parish como causa de la permanencia de “cientos” de hombres de Beresford y Whitelocke tras la retirada de las fuerzas británicas. Parish, Woodbine (1838). Buenos Ayres, and the Provinces of the Rio de La Plata: Their Present State, Trade, and Debt; with Some Account from Original Documents of the Progress of Geographical Discovery in Those Parts of South America During the Last Sixty Years. London: Murray, p. 290.

[9] La famosa “Frontier Thesis” de Turner (1920) atribuía a la experiencia de la westward expansion del siglo XIX la formación, en los Estados Unidos, de un carácter nacional único, distinto del europeo, como resultado de las particulares condiciones de vida en la frontera (que habrían forjado atributos como la libertad, el individualismo, la democracia). En el caso español, un razonamiento muy similar fue luego aplicado por Claudio Sánchez-Albornoz con respecto a la reconquista, aunque de esta se derivaría, en cambio, un espíritu definido por lo caballeresco y lo devoto.

[10] Incluso Ernesto Laclau, célebre defensor de la “tesis feudal” para América, reconocía que la sociedad rioplatense presentaba rasgos escasamente señoriales porque allí (a diferencia de México o el Perú) la colonización española había ocurrido sobre espacios poco poblados por indígenas; el resultado de ello era una mano de obra estructuralmente escasa y tempranamente “libre” (1973: 35).

[11] Azara, Félix de (1850). Viajes por la América del Sur. Montevideo: Imprenta del Comercio del Plata, p. 275.

[12] Helms y Fischer coinciden en el valor total de las exportaciones de 1796: 5.058.882 piastras. La proporción del metálico sobre el total sería del 72.4% (3.662.005) para Helms y del 78,7% (3.982.005) para Fischer. Los números a los que llega Zacarías Moutoukias (1995) son muy cercanos: de los 4.712.005 pesos plata exportados ese año, un 84,5% (3.982.005) los compondría el metálico. Moutoukias añade el valor del cuero exportado: 683.865 pesos plata, es decir, un 93,6% de las exportaciones no metálicas y un 14,5% de las exportaciones totales. Halperin Donghi no deja de señalar que ese año fue uno excepcionalmente bueno para la exportación en todos los rubros, y que rara vez el cuero alcanzó el millón de pesos anual durante el período colonial (2021: 58). Helms, Anthony Zachariah (1806), Travels from Buenos Ayres, by Potosi, to Lima. With Notes by the Translator, Containing Topographical Descriptions of the Spanish Possessions in South America, Drawn from the Last and Best Authorities. Londres: Taylor and Co., p. 156; Fischer, Christian August (1802), Beyträge zur genauern Kenntniß der spanischen Besitzungen in Amerika und dem spanischen Übersicht und mit einigen Anmerkungen begleitet. Dresde: Heinrich Gerlach, p. 82.

[13] Aunque en el transcurso del siglo XVIII fue notorio el desarrollo agrícola de áreas cerealeras más distantes, como Luján y Areco (Garavaglia 1999a: 111).

[14] En el quinquenio 1782-1786, los ganados apenas componían un 14% de la masa decimal de Buenos Aires, mientras que los granos representaban prácticamente cuatro quintos de ella; e incluso luego de una relativa expansión pecuaria a finales de siglo, el ganado tan solo llegó a componer un 25% del total diezmal en 1798-1802 (Garavaglia, 1987: 45, 39). Todavía en la segunda mitad de la década revolucionaria (apenas antes de que el diezmo fuera abolido), el grano representaba más de la mitad (59%) de la masa decimal (Garavaglia, 1999a: 121).

[15] Identificar una lógica económica nos remite a un nivel de abstracción —el de las relaciones de producción tomadas “en su totalidad”— en el que la forma de utilización del excedente podría resultar tanto o más sintomática que la modalidad concreta de su apropiación (Banaji, 2010: 4, 41, 47-48; Oubiña, 2025a: 5). En el capitalismo rige la lógica de la acumulación, esto es, la reproducción ampliada del capital lograda a partir de la reinversión del plusproducto en un nuevo ciclo (se trata de un consumo “productivo”, a diferencia del consumo ostentoso del feudalismo). El trabajo asalariado “moderno” no es imprescindible para la acumulación al nivel del capital individual —y no hace falta remitir a los casos de coerción extraeconómica más extrema, como la esclavitud de plantación, para probar este punto— (Banaji, 2010: 11, 142).

[16] Vemos, por ejemplo, el caso del mencionado Rivero que, en 1789, denunció una serie de tierras de frontera ocupadas hasta entonces por blandengues (que actuaban allí como bastión agropecuario frente al indio); de esa forma, pudo ensanchar su hacienda (Flores, 2018: 69-70)

[17] La infrecuencia de las fugas e inasistencias en la estancia de los López Osornio (Amaral, 1998: 42) indicaría una presunta voluntad de trabajar por un salario; pero, como advierte Mayo (2004: 26), la muestra es poco representativa, pues se trata de peones que accedieron a tal prestación en primera instancia. Indica poco y nada, precisamente, de aquellos que directamente optaron por no conchabarse.

[18] García, Pedro Andrés (1836 [1811]). Diario de un viage a Salinas Grandes, en los campos del sud de Buenos Aires. Buenos Aires: Imprenta del Estado, p. v.

[19] Azara, Félix de (1850). Viajes por la América del Sur. Montevideo: Imprenta del Comercio del Plata, p. 282.

[20] El estanciero oriental Antolín Reyna recibió de buena gana a “varios colonos” a los que “no les impuso otra pensión” que “ayudar a las faenas de la estancia, como son marcar, recoger o parar rodeo”. Larrañaga, Dámaso Antonio (1994 [1815]). Diario del viaje de Montevideo a Paysandú. Montevideo: Ministerio de Transporte y Obras Públicas, Instituto Nacional del Libro, p. 45.

[21] La tierra, además, servía como resguardo frente a la devaluación del peso; Matías de Oliden recuerda en los años treinta “el curso precipitado que tomaron los capitales en 1825 y 26 a convertirse en bienes raíces y haciendas de campo” (citado en Garavaglia, 1999a: 299).

[22] El cuero ya no representaba, entonces, el 95% de la exportación no metalífera salida de Buenos Aires, como en la década de 1790 (véase Moutoukias, 1995): los datos de Parish para los años 1822, 1825 y 1829 indican que alrededor de un tercio de la exportación de frutos del país se componía de otros productos agropecuarios, como lo era el tasajo (con un 9,75% de la exportación no metálica). Parish, Woodbine (1838). Buenos Ayres, and the Provinces of the Rio de La Plata: Their Present State, Trade, and Debt; with Some Account from Original Documents of the Progress of Geographical Discovery in Those Parts of South America During the Last Sixty Years. London: Murray, p. 317.

[23] Quizás haya en parte contribuido a ello el origen principalmente mercantil del nuevo capital estanciero. Como sabemos, Marx caracterizó la cooptación capitalista que el mercader ejerce “desde arriba” sobre la producción como una modalidad “conservadora” de transición, que mantiene esencialmente intacto el antiguo proceso productivo (Marx, 1976: 427-428).

[24] Vicuña Mackenna, Benjamín (1856). Pájinas de mi diario durante tres años de viajes. 1853.-1854.-1855. Santiago: Imprenta del Ferrocarril, pp. 403-404.

[25] Sobre la caza y el aprovechamiento del venado de las pampas, por ejemplo, véase: Day Pilaría, García Lerena y Ghiani Echenique (2024).

[26] A partir de preguntas de esa índole, hemos analizado también (Oubiña, 2025b) la práctica de la caza menor como forma de subsistencia en la Andalucía bajomedieval y temprano-moderna, cuya estructura agraria (y sus transformaciones) sugiere ciertas similitudes con la de la Buenos Aires tardocolonial.

[27] Sarmiento, Domingo Faustino (1851 [1845]). Vida de Facundo Quiroga i aspecto físico, costumbres i hábitos de la República Arjentina, seguida de Apuntes biográficos sobre el jeneral Frai Felix Aldao. Santiago de Chile: Julio Belin i compañía, p. 45.

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