Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº12. Mar del Plata. Julio-diciembre 2025.
ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto
El lenguaje económico en los nuevos países industriales. Una mirada a los aportes de List, Sismondi y Carey
Joaquín Perren
Instituto Patagónico de Estudios en Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad Nacional del Comahue, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
Recibido: 21/03/2025
Aceptado: 28/09/2025
ARK CAICYT: https://id.caicyt.gov.ar/ark:/s24516961/mlynmgcux
Resumen
El objetivo del presente trabajo es examinar el lenguaje económico formulado en países que, durante la primera mitad del siglo XIX, enfrentaban el desafío de impulsar procesos de desarrollo industrial en condiciones de atraso relativo respecto del modelo británico. Más allá de las diferencias entre Friedrich List, Jean Charles Léonard de Sismondi y Henry Carey —derivadas de las trayectorias históricas y económicas desde donde elaboraron sus reflexiones—, todos ellos coincidieron en cuestionar el liberalismo económico como un dispositivo ideológico funcional a los intereses británicos. Lejos de constituir un cuerpo coherente de leyes científicas aplicables de forma universal, semejante al modelo mecanicista de la física newtoniana, estos autores subrayaron el carácter históricamente situado de los principios de la economía política clásica. En las secciones que componen esta reflexión bibliográfica, se analiza cómo esta crítica general se expresó en contextos nacionales diversos —como Alemania, Francia y Estados Unidos—, donde se elaboraron lenguajes económicos propios que, al impugnar aspectos del liberalismo dominante, buscaron fundamentar estrategias de transformación productiva ajustadas a las necesidades internas de cada país.
Palabras clave: pensamiento económico, industrializaciones derivadas, historia económica, siglo XIX
Economic Thought in the New Industrial Nations: Insights from List, Sismondi, and Carey
Abstract
The aim of this paper is to examine the economic discourse formulated in countries that, during the first half of the 19th century, faced the challenge of promoting industrial development under conditions of relative backwardness compared to the British model. Despite the differences between Friedrich List, Jean Charles Léonard de Sismondi, and Henry Carey —arising from the historical and economic trajectories from which their reflections emerged— all of them shared a critique of economic liberalism as an ideological device serving British interests. Far from being a coherent set of scientific laws applicable universally, akin to the mechanistic model of Newtonian physics, these authors emphasized the historically situated nature of classical political economy's principles. The sections of this bibliographic essay analyze how this general critique took shape in diverse national contexts —namely Germany, France, and the United States— where distinct economic languages were developed. These discourses challenged key tenets of economic liberalism and sought to justify strategies of productive transformation tailored to each country's internal needs.
Keywords: economic thought, derived industrializations, economic history, nineteenth century
El lenguaje económico en los nuevos países industriales. Una mirada a los aportes de List, Sismondi y Carey
“Las ideas económicas fundantes de la política económica de los países exitosos nunca estuvieron subordinadas al liderazgo intelectual de países más adelantados y poderosos que ellos mismos. Respondieron siempre a visiones autocentradas del comportamiento del sistema internacional y del desarrollo nacional”
Aldo Ferrer (2007: 436)
A modo de introducción
Durante la primera mitad del siglo XIX, la economía política experimentó profundas transformaciones. Esa disciplina que, hacia fines de la anterior centuria, estaba dando sus primeros pasos y costaba diferenciarla de la filosofía moral, era en 1850 una profesión mucho más madura. Sus textos habían ganado difusión al punto de volverse éxitos de venta. Es el caso de La riqueza de las naciones (1776) de Adam Smith, un libro que no solo fue leído por académicos, sino también por políticos, comerciantes y otros sectores de la sociedad interesados en el funcionamiento económico. En el mismo sentido, el peso de los economistas fue en ascenso dentro de los elencos gubernamentales, ya sea en los países del centro como en los de una periferia que no cesaba de expandirse. En la región rioplatense, un área con una limitada población e importancia en el comercio mundial, existían figuras públicas -como Manuel Belgrano (1876) o Bernardino Rivadavia (1826)- que tenían conocimientos de economía política y aplicaron esos principios en su actuación pública. Con todo, y pese a estos indudables avances, la economía era -ante todo- una disciplina británica: no solo porque la isla albergaba más economistas que cualquier otro país, sino también porque el lenguaje económico clásico no había recibido hasta allí críticas sustantivas. Muchas de las afirmaciones de los padres fundadores de la tradición liberal eran una especie dogma sagrado, algo así como la verdad revelada.
Luego de los aportes de David Ricardo (1817), especialmente de sus Principios de economía política y tributación, la economía política en su versión anglosajona fue objeto de severos cuestionamientos que, no por casualidad, provinieron de ese lote de naciones que –en las primeras décadas del siglo XIX- buscaron avanzar en un sentido industrial. Algunos de estos ataques fueron más bien epidérmicos, discutiendo el alcance universal de las leyes enunciadas por el liberalismo económico; mientras que otros fueron a fondo alentando la destrucción del orden social vigente. En este texto vamos a concentrar nuestra atención en el primero de los grupos y dejamos a Carlos Marx (1867) para un estudio específico (Perren, 2013). Esta decisión no es casual, sino responde a una cuestión elemental: buena parte de los aportes del fundador del materialismo histórico se desarrollaron en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el paradigma tecnológico de la primera revolución industrial y de las derivadas, estructurado en el tríptico conformado por el carbón, hierro y vapor, comenzaba a ser reemplazado por uno cimentado en la creciente importancia del petróleo, electricidad e industria química (Barbero, 2007).
Ahora bien, ¿Qué puntos de contacto tenían autores provenientes de distintas tradiciones y latitudes de la economía noratlántica? ¿Qué denominadores en común encontramos en esa heterodoxia cuyas pinceladas iniciales fueron trazadas en la primera mitad del siglo XIX?
Más allá de las diferencias que existen entre Friedrich List (1841), Jean Charles Léonard de Sismondi (1819) y Henry Charles Carey (1851), propias de la deriva de las economías desde donde lanzaron sus reflexiones, todos ellos van a sostener que el liberalismo era un dispositivo ideológico al servicio de los intereses británicos.[1] Lejos de ser un conjunto articulado de leyes científicas, una aplicación de la física newtoniana al funcionamiento social, estos autores van a llamar la atención sobre el carácter situado de aquellos aportes. Ideas como la “división del trabajo” basada en el ejemplo de la manufactura (Smith, 1776) o la de una “división internacional del trabajo” sostenida en un esquema de ventajas comparativas (Ricardo, 1817) no eran neutrales, sino que reforzaban la ventaja inicial que Gran Bretaña había sacado a sus más cercanos seguidores. En otras palabras, y abusando del lenguaje literario, podríamos imaginar al liberalismo clásico como un “traje a medida” del desarrollo industrial británico, ese que, en el último cuarto del siglo XVIII, había convertido a ese espacio insular en el “taller del mundo”.
En las próximas páginas mostraremos cómo esta premisa general se materializó en escenarios tan diversos como Alemania, Francia y Estados Unidos. En cada uno de estos países se configuró un lenguaje económico propio que, anclado en la crítica a ciertos principios del liberalismo clásico, sirvió de insumo a procesos nacionales de industrialización. Esta operación teórica, que precedió y en muchos casos orientó el despliegue de políticas públicas, confirma la tesis weberiana según la cual las ideas no son simples reflejos de estructuras materiales, sino factores que pueden modelar la acción social (Weber, 1905). En esta línea, estudios como los de Ha-Joon Chang (2002), Erik Reinert (2007) o Fernando Fajnzylber (1983) han subrayado la importancia de construir marcos teóricos endógenos para encarar trayectorias de desarrollo no subordinadas al canon dominante. Así, retomando la formulación de Aldo Ferrer (2004) en un sentido más pragmático que doctrinario, podría decirse que cada una de las propuestas revisadas apuntó a incrementar la capacidad interna de un país para generar desarrollo económico, social y político de manera autónoma.
Alemania, fragmentación política y crítica del estado mínimo
Veamos cómo las ideas generales presentadas en la introducción se cristalizan en el caso alemán. Pero antes de hacerlo brindemos al lector una apretada síntesis del estado de situación de la economía alemana a comienzos del siglo XIX (Perren, Tedeschi Cano y Casullo, 2014). En principio, podríamos decir que los obstáculos que impedían el crecimiento económico eran de índole institucional. Se trataba de un espacio fragmentado, una especie de puzzle de unidades políticas, desde reinos hasta ciudades libres. La existencia de una infinidad de aduanas, monedas y monopolios funcionaba como una traba en la formación de un mercado interno. En términos económicos, y especialmente en la franja oriental de lo que hoy es Alemania, era visible la pervivencia de rasgos feudales: la servidumbre limitaba la movilidad social y geográfica de la población, haciendo que la iniciativa privada tuviera un radio de acción por demás limitado. De todas formas, el territorio del que estamos hablando poseía una serie de condiciones que, llegado el momento, podían prestar las bases de un despegue industrial. De todas ellas, es justo mencionar tres en particular: su amplia disponibilidad de recursos naturales (hierro y carbón), una fuerte tradición protoindustrial y un extendido sistema educativo que fue una de las herencias de las monarquías ilustradas del siglo XVIII.
Desde este contexto de rezago con respecto al mainstream británico, el pensamiento económico alemán va a lanzar una dura crítica a uno de los principales supuestos defendidos por la economía política clásica: aquel que aseguraba que el crecimiento económico sólo es compatible con un estado mínimo. El carácter subdesarrollado de Alemania va a llevar a su intelectualidad a valorizar el papel de lo público. Si las autoridades del territorio germano seguían las directivas enseñadas por Adam Smith, se esfumaría cualquier posibilidad de estructurar un mercado de alcance nacional que era una de las claves para escalar la producción en un sentido industrial. De ahí que la respuesta teutona al liberalismo económico haya invertido la lógica argumental del padre de la economía: el estado no debe estar al servicio de los ciudadanos, sino es exactamente al revés. Las instituciones oficiales, dijeron distintos pensadores alemanes, desde Georg Hegel (1820) hasta Friedrich Müller (1861), eran el único resorte capaz de unir lo diverso;[2] constituían un arco que conectaba pasado, presente y futuro; eran, en definitiva, la única garantía para la vida civilizada (Galbraith, 1999).
Quien mejor va a darle forma a este lema, por lo menos en términos económicos, es Friedrich List. Su biografía es un poco la del territorio que luego se unificaría bajo el nombre de Alemania. En los primeros años de su carrera profesional fue uno de los impulsores de la Zollverein, una unión aduanera que supuso, en la década de 1830, un primer paso en la constitución de un mercado interno alemán. No fue una unificación política, como la que vendría en 1870 de la mano de Otto von Bismark, sino la edificación de una geografía libre de aduanas “hacia dentro” y con una tibia política proteccionista “hacia fuera” (Casullo, 2013). A posteriori, y ante la agresiva política comercial de Gran Bretaña, a la sazón primera potencia económica del planeta, el pensador defendió la necesidad de fomentar el desarrollo nacional por medio de aranceles. Este viraje no fue fortuito, sino resultado de una estancia que List desarrolló en los Estados Unidos, descubriendo allí las bondades de las políticas proteccionistas. Esta recomendación era la respuesta en materia de política pública de dos preguntas que dispararon sus reflexiones económicas, a saber: 1) ¿Cómo dar paso a una economía industrial sostenida en el despliegue del sector secundario? y 2) ¿Cómo vencer las desventajas del atraso relativo?
De ambas preguntas se desprende una primera afirmación que nos permite poner a List en el casillero de los filósofos de la economía. Tomando distancia del individualismo propio de la tradición liberal, el pensador nacido en Reutlingen va a abrazar una mirada organicista. Desde su perspectiva, muy influida por la filosofía de Johann Gottfried Herder (1784), las economías podían imaginarse como organismos vivientes, en esencia dinámicos, que debían transitar distintos estadios, desde los más primitivos asociados a la agricultura hasta una madurez vinculada al despliegue del sistema fabril. Las palabras del propio List no dejan dudas al respecto:
“La evolución de una nación debe seguir tres fases distintas: primero, la agricultura, que constituye la base de la existencia; segundo, la manufactura, que es el motor de la industria y la riqueza; y finalmente, la completa industrialización, en la cual el país es capaz de competir en igualdad de condiciones con las naciones más desarrolladas. El Estado tiene el deber de proteger y fomentar el desarrollo de la industria interna, pues solo a través de una economía diversificada y fortalecida podrá una nación alcanzar su plena autonomía y prosperidad.” (List, 1841: 158)
En esta evolución lineal, sin posibilidades de dar marcha atrás, el estado cumplía un rol fundamental: era el principal catalizador del cambio. Como si fuera una reacción química controlada, las políticas públicas podían acelerar aquello que, de un modo espontáneo, hubiera demandado décadas o quizás siglos. O, dicho de otro modo, las agencias estatales facilitaban el pasaje de una etapa a la siguiente en esta narrativa histórica y, precisamente por esta razón, no existían las recetas universales. Nada más lejos de la realidad: una serie de políticas podían funcionar muy bien en una etapa, pero resultar absolutamente inútiles en la siguiente fase. Un arancel a las importaciones suponía una medida que bien podría apurar los tiempos de la transición desde la agricultura a la industria, aunque podía poner trabas para que ese país ganase terreno en el mercado internacional. Para que esto último sucediera, lo más conveniente era instrumentar una creciente apertura comercial que no fuera el punto de partida, tal como sostenían los clásicos, sino un punto de llegada de una economía que había ganado músculo y que tenía capacidad de competir con otros países del club de los industriales. Nuevamente las palabras del intelectual teutón vienen en nuestro auxilio para demostrar la importancia de una economía guiada por el estado:
“Una nación que aún se encuentra en el estadio agrícola no puede esperar competir con éxito en el comercio internacional. El Estado debe intervenir activamente para proteger su economía, desarrollando la manufactura y fomentando el crecimiento de la industria. Solo cuando las industrias nacionales estén suficientemente fuertes y diversificadas, y el país haya alcanzado la madurez industrial, podrá entonces competir libremente en los mercados globales, sin temor a la competencia externa. Esta es la única manera de asegurar una prosperidad duradera y la independencia económica” (List, 1841: 136).
Detrás de este enunciado, que a fuerza de repetición hemos restado complejidad, encontramos un argumento muy poderoso. El mercado, lejos de ser un orden natural, una suerte de sello indeleble de la humanidad, no deja de ser un producto social y, como tal, contingente. Es más, si llevamos el argumento de List a su límite, podríamos afirmar que el mercado es el producto de una política pública llevada adelante por un determinado gobierno o un conjunto de ellos (por caso, un acuerdo comercial multilateral). Como vemos, las particularidades de la economía alemana desmontaron supuestos que la tradición clásica ponía en el lugar de leyes científicas cuya verdad solo debía ser enunciada.[3]
Francia, industrialización sin revolución industrial y crítica al egoísmo benéfico
Con una idea clara de la respuesta alemana a la economía política clásica, podemos detenernos en la realidad francesa de principios del siglo XIX. A diferencia de Gran Bretaña o Alemania, el caso que nos ocupa mostró algunas singularidades dignas de ser destacadas. La frase que mejor describe la experiencia del país galo es la de una “industrialización sin revolución industrial” (Braudel, 1976). No distinguimos una fase clara de despegue, sino un proceso gradual cuyos límites se confunden con el siglo XIX. En este arco temporal, las transformaciones en la estructura económica fueron muy lentas y, por ello, la agricultura siguió teniendo una fuerte participación en el PBI. El abrupto fin del absolutismo provocó un impresionante reparto de tierras facilitando el acceso a la propiedad al campesinado y propiciando una ruralización de su economía que provocaría su atraso (Bodinier y Teyssier, 2000 y Luna, 2002). La ausencia de una explosión de la demanda interna hizo que, en las décadas que siguieron a la Revolución francesa, se reforzara un “dualismo industrial”, una suerte de coexistencia, en el interior del sector secundario, de formas tradicionales de producción y de unidades productivas mecanizadas, totalmente excepcionales en los dos primeros tercios del siglo XIX (Perren, Tedeschi Cano y Casullo, 2014).
Este escenario, a todas luces particular, serviría de contexto a otra de las respuestas heterodoxas al tronco liberal. En este caso, la réplica no va a apuntar sus cañones a la idea del estado mínimo, acaso porque la mayor presencia oficial en la economía era un legado del recientemente eliminado absolutismo, ese estado feudal centralizado del que nos habla Pierre Vilar (1959). De ahí que la crítica francesa a la economía política clásica se detenga en los efectos sociales del librecambio, cuestionando la capacidad del capitalismo de generar bienestar en la población. O, para ser más claros aun, el principio que sirvió de blanco de todos los dardos fue el “egoísmo benéfico”, esa idea desarrollada por Smith que nos enseñaba que no era "la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero lo que esperamos en nuestro almuerzo, sino de su interés propio” (Smith, 1776: 14).
Jean Charles Léonard de Sismondi fue quien mejor decodificó este mandato y lo convirtió en un lenguaje económico que anticipó a Marx (y hasta Keynes) en más de un sentido. Nació en Ginebra, en una familia de comerciantes, lo que le permitió conocer de cerca las dinámicas económicas de su época. Sus principales aportes a la economía política, sin embargo, van a producirse en una extensa estancia en París, donde tomó contacto con debates que dieron lugar en una Francia que, en el marco de la restauración posterior a 1815, cocinaba a fuego lento su proceso de industrialización. Este contexto fue el disparador en su búsqueda de las tendencias a largo plazo que atravesaban el funcionamiento del capitalismo. En esta materia, sus hallazgos fueron sustantivos y comparten una línea argumental defendida contemporáneamente por Thomas Malthus (1820): la economía industrial -tarde o temprano- iba a conducir a una situación de sobreproducción que se explicaba por el subconsumo de los trabajadores. El impacto de la competencia en el ciclo económico queda a la vista en el siguiente fragmento de su obra cumbre, Principios de economía política de 1819:
“El capitalismo, cuando se desarrolla bajo la competencia sin restricciones, tiende inevitablemente a la sobreproducción. Los productores, en su afán de maximizar sus ganancias, producen más de lo que el mercado puede consumir, lo que lleva a una crisis de sobreproducción, donde la producción excede la capacidad de consumo de la población, generando desempleo, quiebras y miseria” (Sismondi, 1819: 102).
Su teoría en torno a las oscilaciones en la economía contemporánea tenía un costado sociológico que la completaba. A la misma distancia del individualismo liberal que del organicismo alemán, Sismondi nos invita a pensar en términos de clases sociales. La sociedad capitalista, desde su visión, estaba dividida entre clases altas y clases bajas. Sus intereses, lejos de ser compatibles, eran antagónicos: el beneficio de una se hacía a expensas de la otra. Esta desigualdad no era natural o resultado de la capacidad de escuchar la voz del mercado, sino consecuencia de una relación de explotación. La visión del economista crítico sobre las injusticias sociales destaca por su claridad:
“En las economías capitalistas avanzadas, los ricos se enriquecen a expensas de los pobres. Mientras que los capitalistas ganan fortunas y disfrutan de un poder absoluto sobre los medios de producción, los obreros, en su miseria, no tienen más recurso que vender su trabajo a precios cada vez más bajos. Este sistema, en su búsqueda implacable de ganancias, no solo despoja a los trabajadores de su bienestar, sino que también destruye el equilibrio social, ya que las clases bajas carecen de acceso a los bienes y servicios que ellos mismos producen” (Sismondi, 1819: 183).
Este descubrimiento lleva a Sismondi a hacer propuestas en materia de políticas económicas. Su aporte, además de proporcionar un sofisticado diagnóstico sobre las consecuencias del maquinismo, explora escenarios alternativos en los que sería posible suavizar las brechas que sembraba una economía basada en el principio de la propiedad privada. En efecto, es particularmente interesante su apuesta por redoblar la presencia del estado, no tanto en la economía, lema siempre asociado a un pasado que pretendía sepultar, sino en materia social. Como los pobres no eran responsables de su condición, las instituciones gubernamentales debían protegerlos y brindarles todo aquello que el capitalismo les quitaba de sus manos. Esta especie de precuela del estado de bienestar de los años dorados del capitalismo occidental queda a la vista en la argumentación desplegada por Sismondi en su obra:
“Es evidente que el poder público debe intervenir para proteger a los ciudadanos de los males que el libre comercio y la competencia sin restricciones provocan. La creciente miseria de las clases trabajadoras, resultado de la sobreproducción y la explotación laboral, no puede ser dejada sin respuesta. El Estado tiene el deber de intervenir, no solo para regular los mercados, sino también para garantizar un mínimo de bienestar para los más desfavorecidos, asegurando así la estabilidad social y evitando la desigualdad extrema que pone en peligro la paz pública” (Sismondi, 1819: 212).
Como vemos, un estado presente en términos sociales era un imperativo moral, pero también una razón de estricto orden económico. Si las clases populares tenían una mayor capacidad adquisitiva podría postergarse la tendencia a la sobreproducción, dando sobrevida a un modo de producción que, de otra forma, podía enfrentarse a una crisis terminal o bien a un cuadro de protesta ingobernable. Complementariamente, aunque en un sentido menos progresista, Sismondi recomendaba una salida que, en términos de Eric Hobsbawm (1998), parecía hacer retroceder la hora de la evolución social, aunque podríamos imaginarla como precursora de los planteos anarquistas propuestos por Proudhon (1840)[4]. Como el primer motor de la injusticia era la relación que unía asimétricamente a empresarios y obreros, el economista ginebrino sostenía la necesidad de promover el retorno de la población urbana al campo y al mundo de las artesanías. Desaparecida la explotación, el ciclo económico perdería su naturaleza salvaje y la vuelta a una poco probable “edad de oro” suministraría todo lo necesario para subsistir:
“Si en lugar de forzar a los trabajadores a depender enteramente del capitalista para su subsistencia, se promoviera el retorno a una economía más rural, donde cada familia pudiera poseer una pequeña propiedad y producir al menos parte de sus necesidades, se mitigaría la extrema miseria que acompaña a la industrialización. La concentración del trabajo en las fábricas ha convertido a los obreros en simples instrumentos de producción, despojados de independencia y sujetos a los caprichos del empresario. Solo restaurando su vínculo con la tierra y reduciendo su dependencia del salario podrán recuperar su dignidad y bienestar” (Sismondi, 1819: 235).
La historia demostrará que algunas tendencias del capitalismo no tendrían retorno. Entre ellas, el creciente porcentaje de la población que reside en áreas urbanas y los beneficios que trae consigo una economía de aglomeración, tanto en el abaratamiento de costos como en la formación de recursos humanos (Krugman, 1991). Pero eso solo lo sabemos porque tenemos el privilegio de analizar el pasado desde la perspectiva de quien sabe lo que va a ocurrir finalmente. Los autores que escribieron en tiempos de transición, Sismondi es un caso testigo al respecto, no tenían esa ventaja y combinan ingeniosamente diagnósticos sobre lo que estaban viviendo y propuestas que exploraron la faz propositiva de la economía. Algunas de ellas, solo debían esperar un salto en materia de productividad para volverse realidad (las medidas de protección de los pobres); mientras que otras tenían un innegable aroma conservador y eran arengas cuya aplicabilidad demostraría ser utópica (proceso de ruralización de la población).
Estados Unidos, mercado interno y crítica de la ley de rendimientos decrecientes
Hagamos una última parada en nuestro recorrido para detenernos en los Estados Unidos. Para calibrar el resultado de su transformación a lo largo del siglo XIX conviene fijar nuestra mirada en dos fechas. En 1780, cuando Estados Unidos estaba dando sus primeros pasos, su población no destacaba por su tamaño y su economía no dejaba de ser una prolongación marítima de la expansión europea. En 1914, en las vísperas de la Gran Guerra, Estados Unidos concentraba un tercio de la producción industrial mundial y era el país que ostentaba el mayor PBI per cápita del planeta. En todo este periodo, no resulta posible visualizar una etapa clara de despegue como advertimos en los casos inglés o alemán. Pero, a diferencia de Francia, la experiencia norteamericana nos pone frente a un crecimiento a muy elevadas tasas que atraviesa el siglo XIX y que cobró un impulso aún mayor después de la Guerra Civil estadounidense (1861-1865). Si quisiéramos mencionar los factores que se alinearon en semejante transformación deberíamos hablar de la constitución de un robusto mercado interno, la abundancia de recursos naturales, la temprana tendencia a la innovación por la escasez de trabajadores urbanos, el efecto benéfico de la división regional del trabajo y la implementación de un sistema mixto (liberal, “puertas adentro”, y proteccionista, “puertas afuera”) (Perren, Tedeschi Cano y Casullo, 2014).
De este escenario, todo menos estático, va a emerger una respuesta singular a los desafíos de la economía industrial, una crítica a los postulados liberales clásicos no tanto enfocada en el padre fundador de la economía política, sino en uno de sus más destacados seguidores: David Ricardo (1817). Henry Carey va a encarnar este deseo de construir un pensamiento autónomo atento a las necesidades del desarrollo nacional. Y para hacerlo lanzaría un severo cuestionamiento a la ley de rendimientos decrecientes, una modelización de base deductiva que Ricardo entendía era universal, pero que Carey demostraría que no tenía aplicabilidad en la realidad estadounidense. Pero antes de avanzar en la forma en que Carey ordena sus argumentos, veamos la lógica seguida por su adversario teórico:
“A medida que la población y el capital aumentan, se cultivan tierras de calidad inferior y el costo de producción de los alimentos se incrementa. Como consecuencia, los salarios deben subir para permitir la subsistencia de los trabajadores, reduciendo así las ganancias de los capitalistas. Este proceso continúa hasta que las ganancias llegan a un nivel tan bajo que ya no hay incentivos para seguir invirtiendo, y el crecimiento económico se detiene, estableciendo un estado estacionario donde la acumulación de riqueza se vuelve imposible” (Ricardo, 1817: 128).
La arquitectura conceptual defendida por Ricardo era sólida y albergaba un hilo de causalidades que llevarían al estado estacionario o, términos contemporáneos, a una recesión. Las economías industriales, aunque habían logrado aumentar la productividad del sector secundario, no habían podido escapar de los problemas de una agricultura que albergaba distintos niveles de productividad y que, por vía de un aumento de los costos de alimentación de la clase trabajadora, convertían al beneficio capitalista y al crecimiento en especies en extinción. Carey, inspirado en la experiencia estadunidense, desconfiaba de esta explicación de alcance general. La expansión de las trece colonias originales hacia el oeste parecía mostrar lo contrario: las tierras menos fértiles eran las recostadas sobre el océano Atlántico y, a medida, que se corría la frontera agropecuaria las cualidades del suelo no hacían más que mejorar. Dejemos que el pensador norteamericano presente una pieza magistral de refutación del esquema ricardiano:
“La teoría de que la tierra se vuelve cada vez menos productiva a medida que se expande la población es contraria a toda experiencia histórica. En realidad, el hombre comienza cultivando las tierras más pobres y con el tiempo, a través del conocimiento y la mejora de las técnicas agrícolas, hace que la tierra sea más fértil y más productiva. La riqueza de una nación no está condenada a estancarse; por el contrario, crece de manera natural a medida que el hombre aprende a cooperar mejor con la naturaleza” (Carey, 1851: 74).
El progreso técnico o las condiciones naturales de los Estados Unidos hacía suponer a Carey que los rendimientos, lejos de ser decrecientes, podían ser crecientes. Y si esto era así, no había por qué temer a los fantasmas malthusianos, ese precepto que indicaba que una de las formas de evitar que se manifestaran los estrangulamientos de la economía capitalista era por medio de un férreo control de la población. Es más, si los alimentos eran un recurso abundante en la franja occidental del actual territorio estadounidense, podía incentivarse el crecimiento de la población a través de políticas migratorias y del reparto a las familias inmigrantes de las tierras conquistadas a los pueblos originarios. Las implicancias de este hallazgo no eran menores y dejaron su impronta en la modernización económica norteamericana:
“Cada hombre que llega desde Europa, trayendo consigo su habilidad, su inteligencia y su capacidad de asociación, aumenta el valor de la tierra, al mismo tiempo que incrementa el poder de la cooperación y permite que otros accedan a mayores suministros de alimento y vestimenta. Cada hombre que llega trae consigo un mercado para los productos del trabajo de otros, al mismo tiempo que incrementa la demanda de fuerza humana” (Carey, 1858: 331)
Una mayor población, en el marco de un sistema que pondera la pequeña y mediana propiedad agraria, permitiría un aumento generalizado del ingreso que, a su vez, cimentaría un mercado interno de creciente envergadura, factor clave en la industrialización norteamericana. Carey, como vemos, tejió con paciencia un lenguaje económico que, sobre la base de una severa crítica del liberalismo clásico, brindó una adecuada fundamentación para un desarrollo autónomo en el que los sectores primario y secundario de la economía podían complementarse a la perfección, dejando atrás el juego de suma cero propuesto por Ricardo.
Conclusiones
Este trabajo se propuso analizar cómo, en el transcurso de la primera mitad del siglo XIX, distintos pensadores económicos desarrollaron marcos teóricos alternativos al liberalismo británico, en respuesta a las limitaciones que enfrentaban sus propios países en el camino hacia la industrialización. Lejos de ser expresiones aisladas, los aportes de Friedrich List, Jean Charles Léonard de Sismondi y Henry Charles Carey se inscriben en tradiciones intelectuales que buscaron articular propuestas específicas para contextos nacionales con estructuras productivas débiles, mercados internos reducidos o fuertes desigualdades sociales.
Sin pretender agotar la complejidad de sus respectivas obras, este recorrido permitió visibilizar un hilo común en estos enfoques: la afirmación de que las ideas económicas son construcciones situadas, influenciadas por conflictos sociales, objetivos políticos e imaginarios colectivos. En este punto, se recupera implícitamente la intuición weberiana acerca del rol del pensamiento como factor que orienta la acción, lo que refuerza la importancia de estudiar las ideas no solo como reflejos de la realidad, sino como insumos en la construcción de alternativas históricas. Desde esta perspectiva, el trabajo no pretendió ofrecer una reconstrucción doctrinaria ni exhaustiva, sino abrir una línea de reflexión sobre cómo las naciones que no ocupaban posiciones centrales en la economía mundial ensayaron respuestas teóricas propias ante los desafíos del atraso relativo. Reconocer esa diversidad histórica del pensamiento económico permite problematizar cualquier intento de homogeneización analítica y recuperar la riqueza de tradiciones que, aunque frecuentemente relegadas en la narrativa dominante, aportaron elementos relevantes para pensar modelos de desarrollo económico más autónomos y, en algunos casos, socialmente integradores.
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Ricardo, David (1817). Principios de economía política y tributación. Londres: John Murray.
Rivadavia, Bernardino (1826). Mensaje al Congreso Nacional. Buenos Aires: Imprenta de la Independencia.
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1819). Nuevos principios de economía política (Trad. de A. S. de Varela). París: Editorial Pérez.
Smith, Adam (1776). La riqueza de las naciones (Vol. 1). Londres: W. Strahan & T. Cadell.
Vilar, Pierre (1959). El feudalismo. Barcelona: Editorial Crítica.
Weber, Max (1905/2003). La ética protestante y el espíritu del capitalismo (J. Moreno, Trad.). Madrid: Ediciones Península. (Trabajo original publicado en 1905)
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Joaquín Perren es Doctor en Historia por la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires y ha realizado estudios postdoctorales en el Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra, Portugal. Actualmente, se desempeña como profesor adjunto en el Área de Historia Económica de la Universidad Nacional del Comahue (UNCo) y es investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con lugar de trabajo en el Instituto Patagónico de Estudios en Humanidades y Ciencias Sociales (IPEHCS). Dirige actualmente el programa de investigación “La (re) producción de la desigualdad en la conurbación de Neuquén. Una mirada multidimensional en el temprano siglo XXI” (Universidad Nacional del Comahue) y es director del Centro Científico Tecnológico Patagonia Confluencia del CONICET.
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[1] La selección de Friedrich List, Jean Charles Léonard de Sismondi y Henry Charles Carey obedece a un criterio metodológico centrado en identificar tradiciones económicas que, desde contextos de atraso relativo frente a Gran Bretaña, construyeron un lenguaje económico orientado a diseñar estrategias de desarrollo propias. En ese marco, se priorizó una lectura funcional del pensamiento económico: no tanto desde su adscripción teórica estricta (normativa o positiva), sino desde su capacidad para impulsar trayectorias industriales autónomas. En el caso de Carey, si bien su obra incluye pasajes con énfasis en el libre mercado, sus críticas a la ley de rendimientos decrecientes y su apuesta por una economía de base agraria-industrial, sostenida en la expansión del mercado interno, lo convierten en un referente clave para pensar la especificidad del proceso norteamericano. Autores como Flórez Estrada, Robert Owen o Smoller, si bien relevantes, fueron dejados fuera del recorte por el menor grado de articulación entre sus propuestas económicas y la estructuración efectiva de un modelo industrial nacional. Por otra parte, si bien existen institucionalistas tempranos en Estados Unidos cuya inclusión hubiera sido pertinente –como Thorstein Veblen o incluso pensadores vinculados al american system of manufacturing–, se optó por autores de la primera mitad del siglo XIX para mantener la coherencia temporal del recorte analítico.
[2] La referencia a Georg Wilhelm Friedrich Hegel proviene de su obra Filosofía del derecho, donde desarrolla la noción del Estado como la realidad de la libertad ética y como unidad orgánica de la diversidad social. En esa sección, Hegel argumenta que las instituciones del Estado moderno -como la administración pública, la justicia, el gobierno representativo y la monarquía constitucional- son los mecanismos que integran los intereses particulares y corporativos en una voluntad general racional, superando así la mera yuxtaposición de individualidades y estamentos. Al hablar de “instituciones oficiales” nos referimos, en el espíritu de Hegel, a este conjunto de estructuras jurídico-políticas que permiten articular lo diverso (clases, regiones, gremios) bajo una racionalidad común encarnada en el Estado.
[3] Esta afirmación no remite a una cita literal de los economistas clásicos, sino a una interpretación crítica de su enfoque metodológico, desarrollada por corrientes posteriores. La economía política clásica, especialmente en autores como Ricardo o Say, formula principios generales mediante procedimientos deductivos que tienden a ser tratados como leyes universales, independientes del contexto histórico. Esta concepción generó cuestionamientos por parte de autores como Sismondi, Malthus o Marx, quienes señalaron el carácter históricamente situado y socialmente condicionado de las relaciones económicas, rechazando la pretensión de cientificidad atemporal del liberalismo clásico.
[4] Proudhon sostuvo que la competencia perfecta era un mito, pues las desigualdades entre empresas hacían imposible una concurrencia real. En su crítica, el mercado se convertía en un espacio de abuso donde los grandes capitalistas se imponían sobre los pequeños, de manera semejante a la relación de dominación entre empresarios y trabajadores. En este sentido, la libertad sólo podía garantizarse en un mercado verdaderamente igualitario, donde todos los agentes compitieran con las mismas herramientas (Proudhon, 1840/1976).
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