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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº18. Mar del Plata. Julio-diciembre 2023.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

                                                                           

La imprenta estatal en San Juan. Vicisitudes y desafíos en tiempos de precariedad material e inestabilidad política (1824-1869)

María Inés Rueda Barboza

Instituto de Historia Argentina y Regional ‘Héctor D. Arias’, Facultad de Filosofía, Humanidades y Artes, Universidad Nacional de San Juan, Argentina

ruedamines@gmail.com 

Fabiana Alicia Puebla

Instituto de Historia Argentina y Regional ‘Héctor D. Arias’, Facultad de Filosofía, Humanidades y Artes, Universidad Nacional de San Juan, Argentina

fapuec@gmail.com 

Recibido: 10/04/2023

Aceptado: 11/11/2023

Resumen

Este artículo propone examinar la trayectoria de la primera imprenta de San Juan (1824-1869) teniendo en cuenta tanto los aspectos materiales como los políticos e institucionales que condicionaron su desarrollo. El segmento temporal abarca desde 1824, momento en el que fue comprada por el gobierno de Salvador María del Carril, hasta 1869, año en el que los útiles del taller tipográfico oficial fueron vendidos. La problemática se analiza desde la intersección de la Nueva Historia Política y la Historia Cultural, mediante la triangulación de un amplio corpus de fuentes entre las que se incluyen balances de tesorería del Estado, decretos y reglamentos, periódicos, comunicaciones oficiales y leyes.

Palabras clave: Imprenta oficial, San Juan, Espacio público, Siglo XIX.

The state printing press in San Juan. Vicissitudes and challenges in times of precarious materiality and political instability (1824-1869)

Abstract

This article proposes to examine the trajectory of the first printing press of San Juan (1824-1869) taking into account both the material aspects and the political and institutional aspects that conditioned its development. The temporal segment covers from 1824, when it was purchased by the government of Salvador María del Carril, until 1869, the year in which the tools of the official typographic workshop were sold. The problem is analyzed from the intersection of New Political History and Cultural History, through the triangulation of a large corpus of sources, including State treasury balances, decrees and regulations, newspapers, official communications and laws.

Keywords: Official printing, San Juan, Public space, 19th Century.

La imprenta estatal en San Juan. Vicisitudes y desafíos en tiempos de precariedad material e inestabilidad política (1824-1869)

Introducción

A lo largo de la historia, numerosos talleres tipográficos se establecieron en diversas regiones del mundo en respuesta a una amplia gama de necesidades. En Hispanoamérica, el proceso de conquista y colonización requirió muy prontamente de la imprenta debido a que la tarea evangelizadora demandó la producción local de catecismos, misales, láminas, estampas y vocabularios de lenguas locales. Los primeros talleres se instalaron en México en 1539 y en Perú en 1580, mientras que, en el Río de la Plata, el arribo de las “letras de molde” se produjo recién en el siglo XVIII.[1]

A partir de la instalación en Buenos Aires de la Real Imprenta de Niños Expósitos (luego Imprenta del Estado), se editaron impresos que irrumpieron en el espacio público rioplatense logrando constituirse en soporte de difusión de ideas e inaugurando nuevas prácticas comunicativas. El contexto revolucionario y las condiciones de materialidad brindaron un ámbito propicio para la publicación de bandos, proclamas, cartillas, silabarios, libros, pasquines, hojas sueltas y periódicos. La impresión de todo tipo de papeles públicos se multiplicó con el establecimiento de nuevos talleres tipográficos en la ciudad a partir de 1815.

La revolución, la guerra por la independencia y los diferentes ensayos de organización política, atravesaron el desarrollo de la imprenta en una relación no exenta de conflictos. En la legislación de la etapa quedó evidenciada la tensión entre la necesidad de promocionar la libertad de expresión y, al mismo tiempo, imponer ciertos límites a fin de acallar críticas y cuestionamientos al gobierno de turno (Goldman, 2000; Molina, 2009; Wasserman, 2009; Pasino, 2016). La dependencia de las incipientes imprentas del financiamiento estatal para su supervivencia, así como la necesidad de respaldar los proyectos de gobiernos aún inestables mediante la publicación de impresos, constituyen razones fundamentales que explican la estrecha vinculación entre prensa y política en la primera mitad del siglo XIX.

A diferencia de Buenos Aires, que para 1824 ya contaba con seis imprentas (Ares, 2018), y para 1859 por lo menos con doce (Costa, 2009), el resto de las provincias apenas si poseía una o dos (Ayrolo, 2006; Nanni, 2009; Greco, 2015; Picco, 2018). Durante la década de 1810, sólo Tucumán, Mendoza y Entre Ríos tuvieron tempranamente imprentas destinadas a cubrir las necesidades de la guerra, y fue recién en la década de 1820 que el espectro de publicaciones impresas se amplió a otras ciudades.[2]

En San Juan la primera imprenta llegó en 1824, a instancias del gobierno de Salvador María del Carril. De los cuarenta y cinco años en que se mantuvo operativa, sólo cuatro lo hizo en coexistencia con otros talleres tipográficos. El presente artículo tiene por objeto reconstruir su historia, atendiendo a tres factores concretos: en primer lugar, los vaivenes políticos del periodo que llevaron a cambios constantes en su administración. En segundo lugar, la disponibilidad de recursos financieros y técnicos, siempre escasos; y, por último, la llegada de otros talleres tipográficos de gestión privada.

Por medio de esta investigación se pretende demostrar que, durante el periodo abordado en San Juan, los desafíos y limitaciones originados por la dinámica política y la precariedad material, así como la instalación de otras imprentas ejercieron una influencia fundamental en el funcionamiento del taller tipográfico oficial en el espacio público local.[3] La recuperación de estas condiciones emerge como un elemento esencial para comprender diversos aspectos relacionados con la prensa de la época. La investigación se extiende hasta 1869, año en que los útiles del taller fueron vendidos por decreto.

Aunque el taller oficial produjo una variedad de textos, este estudio se enfocará específicamente en la prensa escrita. Esto se debe a que en estos impresos se han observado con mayor claridad las dificultades y los desafíos que la imprenta local debió enfrentar. Abordaremos la problemática desde la intersección de la Nueva Historia Política y la Historia Cultural, dos corrientes historiográficas que desde hace algunas décadas ofrecen una mirada renovada sobre la prensa y su impronta en los espacios públicos. Trabajaremos a partir de la triangulación de un abanico de fuentes que incluyen balances de tesorería del Estado, decretos y reglamentos, periódicos, datos censales, comunicaciones oficiales y leyes.

Si bien existen trabajos recientes que han aportado al análisis del desarrollo de la imprenta en el espacio rioplatense (Costa, 2009; Ares, 2018; Dibarbora, 2022), pocos son los que se han ocupado de las especificidades que este desarrollo tuvo en las provincias (Ayrolo, 2006; Nanni, 2009; Greco, 2015; Picco, 2018). Vale la pena señalar que esta investigación representa la primera aproximación sistemática al abordaje de la imprenta en San Juan ya que, hasta ahora, todos los estudios disponibles se limitaban a referencias indirectas o abordaban superficialmente este objeto de estudio (Larrain, 1906; Díaz, 1937; Guerrero, 1956; Arias y Peñaloza de Varese, 1966; García, Malberti y Gnecco, 2015; Gnecco et. al., 2019).

Imprimir en tiempos de vaivenes políticos

A mediados de 1824, se instaló en San Juan el primer taller tipográfico provincial, iniciativa que partió de la esfera estatal. Su adquisición, sus ritmos de trabajos, el tipo de documentos que imprimió y los actores que lo administraron, son aspectos que no pueden entenderse en su totalidad si no contemplamos los avatares de la política local.

En 1820, la provincia proclamó su soberanía y comenzó un proceso de afirmación institucional. Tres años después, accedió al poder Salvador María del Carril, hombre de la élite sanjuanina que adhería a la política progresista impulsada desde Buenos Aires por el grupo rivadaviano. Durante su gestión, se implementaron políticas públicas de signo liberal y racionalista, que abarcaron todos los ámbitos de la administración local (Puebla, 2023). Una de esas medidas fue la compra de la primera imprenta destinada a dar publicidad a los actos de gobierno. La Sala de Representantes autorizó para su adquisición, la inversión de las denominadas “Temporalidades”, fondos conformados a partir de la expropiación de los bienes pertenecientes a los conventos en el marco de la reforma eclesiástica de 1823.[4] En diciembre de 1824 el taller ya se encontraba funcionando.[5]

Inicialmente se emprendió la publicación de documentos oficiales (entre los que se destacaron circulares, decretos, leyes y reglamentos) que fueron incluidos en el Registro Oficial de la Provincia de San Juan, primera publicación periódica local creada por decreto el 31 de mayo de 1825. Poco después, la imprenta publicó la “Carta de Mayo”, declaración de Derechos, considerada un importante antecedente constitucional de la provincia. De todos sus artículos, el único que suscitó una resistencia enconada fue el 17 referido a la libertad de cultos.[6] Algunos sectores vieron en la aprobación de este último, un atentado a la religión católica, lo que provocó una reacción que trascendió las fronteras provinciales.

Para responder a la controversia, el gobierno de Salvador María del Carril, principal promotor de la Carta, recurrió a la flamante imprenta y editó El Defensor de la Carta de Mayo, primer periódico local.[7] Este impreso apenas pudo mantenerse en el espacio público durante dos entregas, debido a la deposición del gobierno el 26 de julio de 1825. Ese día, la Carta de Mayo fue quemada en la plaza pública y la imprenta no volvió a publicar ningún periódico durante cinco meses.[8] 

Una cuestión para destacar, por lo simbólico del hecho, es que el documento quemado postulaba en uno de sus artículos (el 4° concretamente), la libertad de imprenta, algo que no pasaría de ser una mera declaración de aspiraciones durante todo el periodo estudiado. En San Juan, las únicas regulaciones que se implementaron en este sentido estuvieron relacionadas con la organización del trabajo en el taller de impresión. Estas incluían un decreto de 1825 (Beltrán, 1943) y las leyes de 1830 y 1846 (Greco, 2015). La promulgación de la ley de libertad de imprenta recién se produjo en 1871.

En este contexto, no fue extraño que los ritmos de trabajo de la imprenta estuvieran atados a los vaivenes de la política local. En 1827 una 2° edición de El Amigo del Orden, afirmaba sobre su etapa anterior: “Estamos informados de que los trastornos políticos que tubieron[9] lugar en aquella época, fueron únicamente las causas que pudieron influir en la cesación de aquel ilustrado periodico”.[10] Algo similar ocurrió con El Repetidor, interrumpido con la invasión de Facundo Quiroga y el exilio de su editor Víctor Barreau,[11] con La Fragua Republicana, finalizada con la ocupación de la provincia por Lamadrid en 1829; o con El Constitucional desaparecido conjuntamente con el gobierno de Martín Yanzón, entre otros casos.

En definitiva, la coyuntura de la guerra civil llevó a la provincia a atravesar años de gran inestabilidad, evidenciada en los efímeros mandatos de gobierno con sucesión alternada de filiación unitaria o federal. Consecuentemente, la administración de la imprenta estuvo sujeta a los constantes traspasos de poder entre los grupos en pugna. Esto condujo a que, durante la primera mitad del siglo XIX, se intercalaran lapsos de intenso trabajo con momentos de inactividad.

Lo anterior nos lleva a considerar otra cuestión importante como es la designación y revocación de los administradores de la imprenta, prerrogativa que pertenecía al Poder Ejecutivo local. Por la importancia de este cargo, quienes lo ocupaban solían ser actores cercanos al gobierno de turno. En algunas ocasiones, los administradores simplemente se encargaban de la organización del taller, y no tenían parte en la redacción o edición de la prensa.[12] Otras veces, los mismos administradores se desempeñaban también como editores responsables de los periódicos que en esos momentos publicaba la imprenta.[13]

Cabe agregar que, en general, quienes ocupaban estos cargos solían ser letrados que pertenecían a familias prestigiosas de la sociedad sanjuanina y hombres públicos comprometidos en la acción política provincial. De la primera mitad del siglo XIX se destacaron Salvador María del Carril y su ministro José Rudecindo Rojo; el congresista Francisco Narciso Laprida; el Director de la Oficina Geográfica y Topográfica de San Juan, Víctor Barreau; los miembros de la Sala de Representantes, Tomás y Santiago Albarracín, Gerónimo de la Rosa y José Bustamante; el ministro de la gestión federal de Echegaray Toranzo, Francisco Ignacio Bustos; el gobernador Timoteo Maradona, Domingo Faustino Sarmiento, y otros no siempre identificables.[14]

En la segunda mitad del siglo, la fila de publicistas se vio engrosada por extranjeros como Augusto Saillard (comerciante y aventurero francés), Manuel Rogelio Tristany (abogado español, juez letrado y redactor del periódico oficial) y Ramón González (abogado chileno). Entre los publicistas locales se destacaron Manuel Ponte, David Larrondo, Manuel José Lima, Jelón Martinez, y Pedro Echagüe; todas personalidades políticas asociadas a cargos públicos.

Algo importante es que las interrupciones en la labor de la imprenta no sólo se daban por cambios en la autoridad política sino también por desacuerdos entre los redactores de los periódicos y el gobierno en funciones. Ejemplos de ello fue el caso de El Zonda (1839),[15] publicado en tiempos de Nazario Benavides, o El Grito en 1857, caso sobre el que profundizaremos más adelante.

En paralelo, los ritmos de trabajo también se asociaban a las demandas y contratos que establecían los gobiernos de turno con los administradores del taller, los que tenían prioridad frente a cualquier otra publicación. En este marco, fue habitual que los periódicos tuvieran una aparición irregular, encontrando avisos como el que sigue:

La imprenta no ha podido despachar el Solitario antes de ahora, por estar ocupada con preferencia en el registro oficial, según es de su obligación, lo que se avisa a los SS. suscriptores crean ser causa de una omisión culpable la demora que se ha notado.[16]

Después de 1852, el ritmo de trabajo de la imprenta siguió estando estrechamente relacionado con los vaivenes de la política. No obstante, las interrupciones en la impresión fueron menos frecuentes debido a que los gobiernos lograron mayor estabilidad y continuidad temporal. Esta situación se reflejó en administraciones de la imprenta más duraderas, y por consiguiente, en la publicación de periódicos que no solo tuvieron mayor permanencia en el tiempo, sino que además contaron con una frecuencia de salida semanal o bisemanal. Si bien existieron algunos periódicos que fueron efímeros; la gran mayoría superó los 90 números.

Así, por ejemplo, podemos nombrar El Nueve de Julio, El Agricultor, El Iris y El Orden en la década del 50, y El Zonda (3° época) que, en la década del 60, salvo algunas interrupciones, se mantuvo en el espacio público por siete años. Las excepciones estuvieron dadas por El Hijo de Mayo, La Libertad, El Porvenir, El Sonda (2° etapa) y El Sanjuanino, periódicos que en el marco de gobiernos efímeros o conflictos internos, no pudieron prolongar su existencia más allá de una veintena de ejemplares.

Imprimir en tiempos de precariedad material y escasez de suscriptores

Las interrupciones en el trabajo de impresión no solo estuvieron relacionadas con los vaivenes políticos, sino también con la falta de recursos, lo que en ocasiones obligó al cierre temporal del taller. Las autoridades se encontraban con graves problemas a la hora de sufragar los gastos que implicaba la puesta en marcha de la imprenta, como el alquiler del local, su adecuación, la provisión de insumos básicos y los salarios del personal involucrado. Dado el contexto de la primera mitad del siglo XIX, resultaba muy complicado que las autoridades gubernamentales pudieran satisfacer todas estas necesidades de forma oportuna y adecuada.

 En general, los gobiernos solían abonar un determinado monto en concepto de suscripciones, o directamente se hacían cargo de la compra de insumos, la reposición o restauración de partes de la imprenta y el pago de los salarios de sus trabajadores. Sin embargo, la falta de recursos fue una problemática recurrente que se manifestó en la interrupción de publicaciones y en la irregularidad en las liquidaciones de sueldos[17]. Así, por ejemplo, hacia 1830 la escasez reinante impulsó al encargado de la imprenta Joaquín De los Ríos a solicitar al Ministro de Gobierno un préstamo por 12 pesos, para poder mantenerla en servicio.[18]

En el orden técnico, los administradores del taller eran secundados por impresores y cajistas que trabajaban de acuerdo a un orden jerárquico, según se puede inferir de los salarios diferenciados,[19] y por lo que sostenía la normativa local.[20] El impresor, sujeto a las directivas del administrador, debía hacerse cargo del aseo, limpieza y conservación de los caracteres, máquinas, muebles y del decoro y sigilo de la casa de impresión. El decreto de 1825 estipulaba que su jornada laboral duraba ochos horas, trabajo por el cual recibía una retribución de 200 pesos anuales.

Por otro lado, debía exigir a cualquier persona que llevara materiales para imprimir, su firma, nombre y apellido, patria a la que pertenecía, y casa donde habitaba, al pie de cada pieza de las que entregase. Tenía, además, las “llaves del arca”, donde mantenía guardados estos documentos que lo eximían de cualquier responsabilidad. Otra de las obligaciones del impresor era enseñar a dos jóvenes el oficio de cajistas.  De acuerdo con avisos encontrados en los mismos periódicos[21] y por datos extraídos de procesos judiciales,[22] se sabe que el puesto de cajista podía ser ocupado por niños de alrededor de 10 y 12 años, a los que se les pagaba sumas inferiores por su labor.

 Los trabajadores de la imprenta tenían prohibido difundir algo antes de su publicación; lo que, en caso de producirse, podía ser penado con un mes de prisión y obras públicas en proporción. Tampoco podían revelar el secreto que se debía guardar sobre las personas que daban sus escritos a la prensa, correspondiendo en este caso, la expatriación del empleado.

Además de la escasez de recursos, el taller también experimentó en algunas oportunidades la falta de personal calificado, lo que se reflejó en anuncios publicados en la prensa en los que se solicitaban cajistas. Por otro lado, la reposición de útiles para la imprenta y la compra de tipos fueron operaciones poco frecuentes para la época, lo que explica por qué los caracteres utilizados para imprimir fueran poco variados. En 1862 El Zonda denunciaba que los tipos que poseía el establecimiento eran los mismos que habían sido adquiridos en 1824. Según el redactor, ninguna de las administraciones locales había invertido recursos en renovar la imprenta, lo que revelaba que: “los pueblos en general pierden la vergüenza en las cosas que llegan a convertirse en hábito y sustraen a la crítica”.[23]

Si bien desde año, la imprenta renovó parte de sus tipos con mayor frecuencia, los periódicos oficiales continuaron siendo compuestos a partir de recursos tipográficos sencillos y austeros. Para compensar estas limitaciones, los redactores adoptaron diversas estrategias para captar la atención de los lectores. Una de ellas consistió en la utilización de encabezados en imprenta mayúscula, acompañados por signos de admiración, en la sección de avisos. Estos titulares incluían expresiones como ¡CONVENIENCIA!, ¡QUE GANGA!, ¡INTERESANTÍSIMO!, y otros similares. Otra estrategia consistía en emplear titulares que reflejaban algún tema de actualidad (por ejemplo, ¡CAYÓ EL CHACHO!), pero que en realidad remitía a la oferta de algún bien o servicio (Rueda, 2021).

En la década del 60, la escasez de papel llevó a que los impresores debieran reducir la frecuencia de aparición de El Zonda de tres a dos veces por semana. Los editores debieron ingeniárselas para incluir en las páginas del periódico, la mayor cantidad de contenido posible. En este sentido, fue usual la publicación de avisos de forma apaisada, la segmentación de forma continuada de algunos artículos o documentos extensos, la supresión temporal de algunas secciones (como folletines y variedades), o la utilización de papel de inferior calidad o tamaño.

Por otro lado, la imprenta no tenía en San Juan un edificio propio, de manera que era corriente la mudanza de muebles, útiles y tipos a habitaciones que se alquilaban o les eran cedidas para su instalación y puesta en marcha.[24] Entre 1825 y 1869 el taller tipográfico se trasladó varias veces dentro de la ciudad, llegando a instalarse, inclusive, en una de las habitaciones del convento de Santo Domingo.[25]

Desde la segunda mitad del siglo XIX la situación financiera de la imprenta tendió a ser un poco más favorable, debido a que no sólo aumentó la subvención estatal, sino que, exceptuando algunos retrasos, adquirió cierta regularidad. En julio de 1857, por ejemplo, la tesorería de la provincia abonaba 120 pesos por la suscripción al periódico El Grito y demás impresiones oficiales,[26] mientras que en 1862 el aporte mensual oficial ascendía a los 220 pesos.[27] En el último caso, la suma percibida, a la que se le agregaba además, un monto equivalente en concepto de suscripciones, alcanzaba para abonar dos prensistas, tres cajistas, dos aprendices, un repartidor, un dependiente y un corresponsal; además de solventar los gastos que generaban el alquiler de la casa en la que se ubicaba la imprenta, el papel y demás insumos.[28] La situación de estabilidad económica permitía que la imprenta pudiera tener para este momento diez empleados, duplicando prácticamente la cifra de la década del 30.

Ahora, si bien el patrocinio estatal adquirió cierta regularidad, la escasez de suscriptores continuó siendo un problema. Para subsistir en el tiempo, las publicaciones periódicas necesitaron de la subvención estatal en vista a que eran pocos los lectores que solían apostar por estos proyectos. Los bajos índices de alfabetización y el escaso interés por la lectura contribuyeron a retrasar la consolidación de un mercado de lectores abocados al consumo de la prensa.[29] El mismo balance de tesorería demostraba que el monto percibido por la subvención estatal se equiparaba prácticamente a las cifras que la imprenta recibía en concepto de suscripciones. En este sentido, de la suma total de 468,50 pesos, 220 correspondían a la subvención del Estado, 218,50 eran recaudados a partir de las suscripciones de particulares y 30 pesos pertenecían a las publicaciones.[30]

Desde luego, la cantidad de suscriptores era mayor que en los primeros tiempos; no obstante, su conquista y mantenimiento nunca dejó de ser un desafío. En pocas palabras, la imprenta oficial debió enfrentar un complejo mercado compuesto por lectores indiferentes a los que era preciso atraer; suscriptores morosos a los que había que cobrar, y lectores de “ojito” (que accedían a la lectura del periódico por medio del préstamo o de forma oral) a los que había que combatir.

Algo a destacar es que, además de la prensa y documentos oficiales, la imprenta del Estado también produjo y comercializó material de lectura e instrucción promocionado desde los avisos de los periódicos que editaba. Esa última, era una sección importante en vista a que no solo permitía costear parcialmente los ejemplares de la publicación, sino que “también servían de plataforma comercial de las propias imprentas, en la medida en que allí se publicaban las novedades editoriales puestas a la venta al público” (Pas, 2013: 32). Un ejemplo de ello es el primer aviso publicitario aparecido en la prensa sanjuanina anunciando que “en esta imprenta se venden silabarios del método practicado en la escuela del Estado”.[31] También se incluyeron textos como Condición social de las mujeres en el siglo diez y nueve, del Colegio de Pensionista de Santa Rosa (1840), la Constitución de la Confederación Argentina (1853), la Constitución Provincial (1856), y materiales didácticos como cuadros sinópticos del sistema métrico, la obra Historia Antigua de Lamé Fleury, el Compendio de jeografía de Olavarrieta, el Libro Primero de Henry Mandeville, y el ABC musical de Panseron.[32]

Por otro lado, a partir de los avisos de la prensa es posible visibilizar cómo la oficina de la imprenta servía de punto de suscripción de periódicos de otras provincias, como Los amigos del Orden de Tucumán, El Amigo del país de Mendoza, El Imparcial de Córdoba, El Nacional, La Nación Argentina, y Tribuna de Buenos Aires, entre otros. En algunos casos, la imprenta sanjuanina también tenía puntos de suscripción para sus periódicos en talleres impresores que se ubicaban fuera de la provincia. Esto daba cuenta de las múltiples redes y flujos de información que se gestionaban desde estos establecimientos; lo cual influía también en sus ritmos y material de trabajo.

La imprenta del Estado ante la llegada de otros talleres tipográficos

Como se indicó en un principio, durante gran parte de su historia, la imprenta oficial mantuvo el monopolio de la opinión impresa en San Juan. Sin embargo, esta posición se vio amenazada con la llegada de dos talleres tipográficos privados. La primera vez fue en 1857, cuando Augusto Saillard instaló su taller en la provincia.

En marzo de ese año, una rebelión liderada por Nazario Benavides derrocó al gobierno de Francisco Díaz y terminó el contrato que éste tenía con Saillard como administrador de la imprenta y redactor de El Agricultor. Como consecuencia, nuevos publicistas asumieron la conducción del taller y, bajo el patrocinio de Benavides, editaron El Grito.

Si bien Benavides fue destituido por una intervención federal, El Grito continuó apareciendo por la imprenta estatal. En este contexto, buscaron mantener una postura independiente, denunciando, entre otras cosas, la actitud del gobierno ante los comicios para elegir gobernador titular. Este tono crítico fue tolerado hasta el número 22, cuando el gobernador provisorio Miguel Echegaray suspendió la publicación, alegando falta de fondos económicos.

Para estos momentos, Augusto Saillard, distanciado del gobierno, había erigido un segundo taller tipográfico que publicó al menos tres periódicos presentados cómo alternativas a los impresos oficiales. El primero fue El Nuevo Agricultor, órgano que no tuvo una vida prolongada. El segundo fue El Grito, que pasó a ser publicado en este taller ante el cierre de la imprenta oficial.

Desligados del patrocinio estatal, los publicistas del Grito profundizaron el tono crítico hacia las autoridades políticas, en especial al gobernador, y funcionaron como plataforma del grupo opositor. En respuesta a los ataques prodigados, a los pocos días del traspaso a la otra imprenta, el gobierno emprendió desde su taller la publicación de El Porvenir.[33] Con ello, quedaba en evidencia que la interrupción del Grito por la imprenta estatal no había sido una medida económica, sino política. Desde entonces, ambas publicaciones mantuvieron encendidas polémicas: El Porvenir respaldó al gobierno interventor, mientras que El Grito lo criticó. La cuestión electoral y la actuación policial fueron temas recurrentes de debate.

En septiembre de 1857, finalmente asumió como Gobernador constitucional Manuel José Gómez Rufino y, tanto El Porvenir como El Grito, dejaron de publicarse. Recién el 6 de diciembre, la actividad de la prensa se reanudó en San Juan, con la publicación de La Aurora, desde el taller de Saillard.

La Aurora mantuvo una postura crítica, abordando como tópico de discusión recurrente los asuntos relativos a la marcha administrativa del gobierno. Fueron puestos bajo la mira, varios funcionarios, entre ellos, algunos legisladores locales que, con su ausencia en la Sala de Representantes, tenían “paralizada la marcha del gobierno". Expuestos ante la opinión pública, varias autoridades mostraron resistencias ante el tono crítico de esta publicación. El 8 de enero de 1858, el defensor de pobres y menores José María Castro iniciaba acciones legales contra Arturo Ferrand y sus cómplices por haber publicado en La Aurora un libelo en el que se lo injuriaba.[34] Como consecuencia de esta publicación, el gobernador solicitó a la Cámara de Justicia que tomase las medidas necesarias para “(...) reprimir este desborde de las pasiones, que pervierte la moral social dando un escándalo público".[35] Finalmente, fueron confiscados “los ejemplares del antedicho libelo que por juramento del impresor hubiere tirado”; sometidos a interrogatorio, Saillard y los cajistas del taller y, luego de varios meses, tomado prisionero José Cuadros, uno de los cómplices de Ferrand.

Para ese entonces, Saillard ya se había desvinculado de la publicación de La Aurora. En el número 10, el 7 de enero de 1858, anunciaba que vendía la imprenta y se alejaba de la redacción. Luego de ello, la publicación de La Aurora se trasladó a la imprenta oficial. El periódico que había nacido como un órgano crítico salido de una imprenta privada, pasaba a ser un órgano oficialista salido de la imprenta estatal. Manuel Ponte, uno de los simpatizantes del gobierno, quedaba al frente como redactor principal del periódico. La venta de la imprenta de Saillard, y el paso de La Aurora a la imprenta oficial, suponían un retorno al esquema de sucesión de periódicos oficialistas. Con esta acción el taller oficial recuperaba el monopolio de la palabra impresa por nueve años más.

Recién en 1866 se instaló la segunda imprenta privada en la provincia, propiedad de Valentín Videla. De este taller salieron de forma sucesiva La Reforma (1866), La Democracia (1867) y La Voz de Cuyo (1867-1880) que se presentaron como órganos críticos de la labor del Poder Ejecutivo y, en los últimos dos casos, defensores de la Sala de Representantes. Sus redactores tuvieron que trabajar arduamente para obtener y retener suscriptores, ya que no contaban con subsidios gubernamentales.

En 1868 se produjo una crisis política debido a los enfrentamientos entre el gobernador Manuel José Zavalla y algunos miembros de la Legislatura provincial a causa de la elección de un senador nacional. Mientras que el gobernador apoyaba a Guillermo Rawson para ocupar el cargo vacante, Zacarías Merlo (jefe de la oposición) promovía la candidatura de Valentín Videla. Como “videlistas” y “zavallistas” no podían imponer un candidato porque tenían igual cantidad de votos, recurrieron a diversas estrategias: los primeros, aplicaron una antigua reglamentación que establecía la destitución de los representantes por inasistencias reiteradas. Así, separaron del cuerpo legislativo a dos diputados contrarios, reemplazándolos por amigos. Por su parte, los “zavallistas” requirieron la intervención del Poder Ejecutivo provincial, ante lo cual, la división de poderes quedó rota. Los afectados buscaron apoyo del poder central, solicitando la intervención de la provincia (Arias y Peñaloza de Varese, 1966).

Las rivalidades llevaron a que el gobernador encarcelara a los diputados opositores, y todo el proceso tuvo su correlato en el espacio público a partir de los enfrentamientos entre la imprenta oficial y la privada. La polémica llegó a tal punto, que el taller del Estado publicó además del Zonda, otros impresos en simultáneo, como La Lechuza y El Rebenque.

El primero de ellos, lanzado entre septiembre y octubre de 1868, era un periódico satírico que se presentaba en forma de verso y prosa; y dirigía sus críticas hacia varios miembros de la Sala de Representantes, incluido Zacarías Merlo. En uno de sus artículos, se refería a él de la siguiente manera: "También estaba allí Don Merlo Meterías en las filas de los vendidos a D. Valentín, ya que el gobierno no paga nada a los Diputados y para él es mejor tener un patrón seguro que ninguno dudoso".[36] Aunque se sabía que La Lechuza salía de la imprenta oficial y que era escrito por Pedro Echagüe, redactor de El Zonda, este periódico se presentaba como anónimo y contestatario. Su carácter irregular, su tono crítico y satírico, y su distribución nocturna, lo hacían semejante a otros escritos clandestinos que solían circular por la ciudad, conocidos como pasquines.[37]

Por otro lado, El Rebenque, publicado en noviembre y diciembre del mismo año, era el órgano del Club de la Juventud y tenía como objetivo respaldar la candidatura de Guillermo Rawson como Senador. A través de este periódico se oponían a la candidatura de Videla y “de cualquier otro candidato que surgiera por corrupción, bajeza e inmoralidad”. De manera desafiante, declaraban: "Las armas del Rebenque como instrumento de partido son las que se tengan a mano: palo, garrote, guasca, chicote, etc. Sus enemigos quedan advertidos".[38] Este periódico, de formato reducido y publicación semanal, ofrecía una variedad de contenidos, como charadas, con el objetivo de atraer tanto a artesanos como al público lector femenino.

A pesar de sus diferentes estilos, tanto La Lechuza como El Rebenque sirvieron sucesivamente para respaldar lo que El Zonda sostenía en otros términos. Desde una diagramación más flexible, ambas publicaciones apelaron a diversas formas y recursos, como la sátira, y buscaron llegar a públicos más variados. En conjunto, estos periódicos multiplicaron el mensaje impreso que representaba la opinión oficial, en un contexto en el que la postura del Poder Ejecutivo era sumamente cuestionada. En este sentido, desde La Voz de Cuyo denunciaban: “La Lechuza se ha unido al periódico oficial. Parece que nacieron juntos, que sus autores eran los mismos, ya que los insultos en ambos escritos tenían una afinidad algo sospechosa".[39]

La Voz de Cuyo denunciaba que el gobierno malgastaba recursos que habían sido proporcionados por el mismo pueblo, al emplear “la Imprenta del Estado en impresiones de pasquines cochinos, con el objeto de agriar los ánimos”.[40] En otro número, decían: “Lo más curioso es que esa imprenta no haya podido imprimir, ‘por falta de tiempo’, el Reglamento para las escuelas primarias, ni las boletas de matrícula, habiendo sido en la Voz de Cuyo donde se han hecho esas publicaciones”.[41] Como corolario, el gobierno terminó encarcelando a los redactores de la Voz de Cuyo y cerrando su imprenta por cinco meses. En la competencia por el monopolio de la opinión impresa, el taller oficial siempre contó con los recursos necesarios, económicos e institucionales, para sobreponerse a las posibilidades de otros talleres de gestión privada.

Con el objeto de “restablecer las formas republicanas” la provincia fue intervenida, y los diputados presos por Zavalla fueron excarcelados y reconocidos como el verdadero cuerpo legislativo. Una vez que los agentes interventores se retiraron, el conflicto entre el gobernador y la Legislatura se reanudó. Por este motivo, San Juan fue declarada en sedición por Decreto del Ejecutivo Nacional el 4 de marzo de 1869. La casa de gobierno fue tomada por las fuerzas de línea y la Legislatura, presidida por José María del Carril, sometió a Zavalla a juicio político y lo destituyó (Arias y Peñaloza de Varese, 1966).

Ruperto Godoy, el siguiente gobernador, puso a la venta la imprenta oficial. Desde hacía tiempo, era promovida la idea de que el gobierno no debía tener un taller tipográfico propio, y el uso que se hizo de la prensa en tiempos de Zavalla fue argumento suficiente para efectuar la venta. La medida generó controversia porque el beneficiario de la transacción fue Domingo Luna, secretario de la Legislatura, editor del periódico La Voz de Cuyo e integrante del nuevo elenco oficialista.

A pesar de la venta de la imprenta, la voz oficial no fue silenciada. En cambio, encontró otras formas de acceso al espacio público en la nueva coyuntura. El gobierno necesitaba imprimir el Boletín Oficial y otros documentos administrativos, y para ello contrató los servicios de imprentas disponibles. Esto se convirtió en una nueva estrategia para cooptar voluntades y promover la publicidad oficialista.

Consideraciones finales

En consonancia con lo que sucedía en otras provincias, en San Juan la formación del espacio público fue un proceso conflictivo que acompañó a la construcción del orden político local. Los actores utilizaron la imprenta para intervenir en ese espacio que, pese a su inestabilidad, fue fuente de legitimidad.

Desde su instalación en el medio sanjuanino, y durante poco más de cuarenta años, el único taller tipográfico que funcionó en San Juan fue la ‘Imprenta de Gobierno’, lo que le otorgó al Estado un largo monopolio sobre la palabra impresa. Esta trayectoria no debe ser entendida, sin embargo, como una progresión lineal y estable; pues tal como se vio, desde su compra en 1824 hasta su venta en 1869, los ritmos del taller, las formas de trabajo y los actores involucrados estuvieron fuertemente condicionados por los vaivenes políticos del periodo.

En este sentido, fue frecuente que se alternaran tiempos de trabajo regular y sistemático, con momentos de parálisis y desorganización. Las circunstancias de transición entre un gobierno y otro (en un contexto en el que las autoridades raramente terminaban sus mandatos debido a los constantes levantamientos, renuncias y destituciones) tenían un impacto significativo en la imprenta. No solo porque cambiaba su administración, sino también por la posible pérdida de herramientas e insumos que, en un entorno de precariedad, eran difíciles de reponer.

En términos generales, se pueden señalar, sin embargo, dos grandes etapas: la primera comprendida entre 1824 y 1852, en que la gran inestabilidad política existente y la escasa disponibilidad de recursos financieros y técnicos introdujeron continuas interrupciones y cambios en los ritmos de impresión. Esto quedó evidenciado en la prensa periódica: de aparición irregular, corta duración y compuesta a partir de escasos recursos tipográficos.

Un segundo momento, desarrollado entre 1852 y 1869, en un marco de mayor estabilidad política (sobre todo después de Pavón), donde las interrupciones e irregularidades en el taller oficial se dieron con una frecuencia menor que en la etapa anterior. En este contexto, el trabajo de editores, redactores, impresores y cajistas adquirió también un ritmo más sostenido y esto permitió modificar el universo de los impresos, tanto en su periodicidad como en su permanencia en el espacio público.

Por otro lado, a lo largo de todo el periodo, los impresores estatales se enfrentaron a la precariedad material, que se manifestó en la escasez de insumos y personal, retrasos en los pagos y falta de un edificio propio, lo que constituyó un desafío adicional. Además de las continuas mudanzas y la falta de pago de suscriptores, los editores tuvieron que lidiar con la escasez de papel. Esto los llevó a reducir la frecuencia de publicación de la prensa, eliminar secciones, segmentar algunos artículos extensos y presentarlos por entregas en ediciones sucesivas, priorizar ciertos contenidos a expensas de otros y emplear papel de menor calidad o tamaño. Aun cuando desde 1862, la renovación de tipos y caracteres se hizo con mayor frecuencia, los recursos tipográficos continuaron siendo bastante modestos.

Finalmente, a pesar de haber mantenido el monopolio de la opinión impresa durante la mayor parte de su existencia, la imprenta estatal se vio desafiada por la aparición de talleres tipográficos privados, lo que dio lugar a un ambiente de competencia y debate político previamente desconocido en la provincia. La primera incursión privada en el ámbito de la impresión tuvo lugar en 1857, cuando Augusto Saillard estableció su propio taller en San Juan. Pese a su brevedad, los periódicos publicados en este establecimiento representaron un desafío significativo para la voz oficial emanada de la imprenta gubernamental. Desde la esfera estatal, surgieron resistencias y, de hecho, contribuyeron al cierre de este taller.

La segunda ocasión en la que se vio amenazado el monopolio estatal ocurrió en 1866, cuando un grupo liderado por Valentín Videla estableció su propio taller y comenzó a publicar periódicos críticos del Poder Ejecutivo. Con el recrudecimiento de la polémica en 1868, el taller oficial respondió multiplicando la cantidad de impresos con los que se enfrentaba a las voces disidentes. Paralelamente, se tomaron también medidas más contundentes como el encarcelamiento de redactores del taller privado y su posterior cierre.

En definitiva, la historia de la imprenta estatal en San Juan se revela como un reflejo de las tensiones políticas y sociales de su tiempo. Detrás de sus altibajos, discontinuidades y desafíos, se entretejen las luchas y adversidades que debieron superar aquellos actores que, en aras de mantener el control y la legitimidad en el espacio público, recurrieron a la palabra impresa como un arma poderosa.

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María Inés Rueda Barboza es Profesora de Historia egresada de la UNSJ, Diplomada Universitaria en Historia Argentina y Latinoamericana por la UNVM, Córdoba y Doctoranda en Ciencias Sociales por la FACSO-UNSJ. Becaria Doctoral co-financiada UNSJ-CONICET. Docente adjunta de la cátedra Sociología del Profesorado y Licenciatura en Historia (FFHA-UNSJ). Miembro de equipo de investigación de proyectos CICITCA vinculados a la historia de la prensa escrita en San Juan del siglo XIX, desarrollados en IHRA, FFHA-UNSJ. Autora de diversos trabajos y artículos referidos a la intervención de impresos y otras modalidades de comunicación en el espacio público sanjuanino en el siglo XIX.

Fabiana A. Puebla es Profesora de Enseñanza Media y Superior en Historia y Magíster en Historia de la UNSJ. Diplomada Universitaria en Historia Argentina y Latinoamericana por la UNVM, Córdoba. Doctoranda en Educación en Facultad de Educación, UCCuyo. Becaria Doctoral co-financiada CONICET-UNSJ. Profesora Titular de la Cátedra Historia Argentina I del Profesorado y Licenciatura en Historia (FFHA-UNSJ). Directora de Proyectos CICITCA vinculados a la historia de la prensa escrita en San Juan del siglo XIX, desarrollados en el IHRA, FFHA- UNSJ. Ha publicado artículos y capítulos de libros referidos a la historia de la prensa escrita sanjuanina, como dispositivo político y cultural.

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[1]  Gracias a la acción de los Jesuitas, las dos primeras imprentas fueron instaladas en el período colonial en las Misiones Guaraníes y en Córdoba. La expulsión de la orden religiosa llevó a que, en este último caso, la prensa fuera vendida a Buenos Aires, transformándose en la “Real Imprenta de los Niños Expósitos” (Ares, 2018).

[2] La primera provincia en tener imprenta fue Tucumán (1814) donde funcionaba una prensa incorporada por Manuel Belgrano; mientras que en Entre Ríos la imprenta fue introducida por José Carreras en 1818 (Picco, 2018: 54-57). En Mendoza, San Martín trajo una prensa donde se editó el primer periódico local en 1820 (Greco, 2015: 46-47), y en Córdoba la imprenta fue adquirida en 1822, durante el gobierno de Juan Bautista Bustos (Ayrolo, 2006: 20).

[3] Adherimos a la propuesta de F. Xavier Guerra y A. Lempérière (2008) quienes dejan de lado el concepto de “esfera pública” propuesto por Habermas (1981) por su carácter monista, inmaterial y abstracto, y optan por el término de “espacios públicos” en un sentido plural. Para los autores, “Los encuentros y las modalidades más intelectuales y etéreas de comunicación y del intercambio de opiniones se produce en el espacio compartido de las relaciones personales, del vecindario, del parentesco y de la pertenencia a las mismas instituciones. El abstracto espacio público moderno es todavía uno más de los espacios (muy reducido en muchos casos) en los que se congregan, comunican y actúan los hombres” (pp. 10-11).

[4] Archivo General de la Provincia. Fondo Histórico (en adelante AGP-FH) L. 97. f. 10, 257 y ss.

[5] AGP-FH. L. 94, f. 72 y ss.

[6] Centro de Conservación Documental de la Cámara de Diputados de la Provincia de San Juan (en adelante CCD-SJ) Actas públicas (1824-1828), L. 3, f. 45

[7] En un estudio sobre la reforma eclesiástica y la tolerancia de cultos en Cuyo, Julían Feroni (2015), analiza la prensa periódica como uno de los órganos de difusión de las reformas e ideas sobre la religión. En este marco, “las élites letradas locales comenzaron una comunicación e interrelación a través de diferentes vínculos intelectuales, políticos y personales que atravesaron los límites provinciales” (Feroni, 2015: 154). En este sentido, El Defensor de la Carta de Mayo mantuvo encendidas polémicas con el impreso cordobés La Impugnación a la Tolerancia de Cultos, escrito por Pedro Ignacio de Castro Barros.

[8] En diciembre de ese año recién se editó El Amigo del Orden que, en su 1° número, anunciaba que entre los motivos que impulsaron su salida estaba “el ver que por tanto tiempo yace nuestra Imprenta en silencio poco honroso a la civilización de nuestra Provincia y a la liberalidad de sus instituciones” (El Amigo del Orden (1° serie) N° 1, 18/12/1825, p. 1 Museo Mitre -en adelante MM-). Otros periódicos locales editados a partir de entonces hasta 1852 fueron: El Amigo del Orden (2° serie, 1826-1827), El Repetidor (1827), El Solitario (1829), El Republicano (1829), La Fragua Republicana (1829), El Constitucional (1835/1836), El Abogado Federal (1836), El Zonda (1839), El Republicano Federal (1842), y El Honor Cuyano (1846/1847).

[9] En las citas textuales se respetará la ortografía original.

[10] El Amigo del Orden (2° serie). N° 1, sf/5/1827, p. 1 MM

[11] AGP-FH, L. 124, f. 204

[12] Entre 1825 y 1826 el administrador de la imprenta fue Domingo Miranda, mientras que figuran como oficiales impresores: J. Ignacio Gómez, Joaquín De los Ríos y Regalado Jofré (AGP-FH. L. 97, f. 21, 137 y 275; L. 99, f. 50, 123 y 124). Hacia 1827, el encargado de la imprenta era Juan de Dios Jofré quien en 1828 hizo entrega de la misma y todos sus útiles a Marcos Lártiga (AGP-FH. L. 110, f. 33 y vta.). Para 1830, nuevamente la administración de la imprenta había cambiado, quedando a cargo de Juan Ignacio De Los Ríos (AGP-FH. L. 117, f. 342). Ninguno de los actores mencionados figura como redactores.

[13] Este fue el caso de Domingo F. Sarmiento, Augusto Saillard, Ramón Gonzalez, Manuel José Lima, y Pedro Echagüe.

[14] No siempre figuran los editores y/o redactores en los periódicos, sino que se los conoce por referencias testimoniales (Hudson, 1898; Larrain, 1906) y/o bibliográficas (Zinny, 1868; Fernández, 1943)

[15] Este periódico no pudo mantenerse por más de 6 números. Si bien el gobernador no lo clausuró, puso en práctica medidas que contribuyeron a su cierre. Revocó a Sarmiento de su cargo de administrador de la imprenta, lo cual posiblemente complicó la continuidad de la empresa (Greco, 2015) y, además, “Decidió ahogarlo con un impuesto por pliego imposible de saldar” (De Marco, 2006: 157).

[16] El Solitario, N° 3, 22/2/1829, p. 5. MM

[17] Así consta en los recibos de sueldos pagados con retraso de al menos dos meses; de 6 pesos que se pagaba en 1824, se llegaron a pagar 12 pesos en 1827; disminuyendo a 8 y 3 pesos en 1828 (AGP-FH. L. 94, 110 y 115)

[18] AGP-FH. L. 117, f. 342

[19] A modo de ejemplo, en 1827 el administrador de la imprenta cobraba 33 pesos; el oficial impresor obtenía 12 y los cajistas entre 3 y 6 pesos (AGP-FH. L. 91, 94, 98, 106, 110 y 115). A fines del periodo estas diferenciaciones salariales continuaron existiendo. En 1862, mientras que el impresor principal cobraba 40 pesos, los cajistas percibían entre 12 y 20, y los aprendices 9 (AGP-FH. L. 293, f. 158)

[20]La primera norma relativa al funcionamiento de la imprenta data de 1825 (Beltrán, 1943) Se trata de un decreto cuyas disposiciones fueron replicadas con muy pocas modificaciones por las leyes de 1830 y 1846 que, a su vez, eran muy similares entre sí.

[21] Dice un aviso de El Solitario “Hay lugar en esta imprenta para la colocación de un joven en calidad de aprendiz. Debe tener de 10 a 12 años de edad, buena moralidad, y saber regularmente gramática castellana y ortografía. Se le enseñará a componer e imprimir, y será partícipe de la tercera parte de las ganancias de la imprenta de alguna asignación por repartir los impresos.” (El Solitario, N° 4, 4/3/1829, p. 5. MM)

[22] En 1866, un proceso judicial contra los presuntos autores de unos pasquines, terminó poniendo en la mira a los cajistas de la imprenta La Reforma. Uno de los interrogados fue Segundo Desiderio Leé, un niño de 12 años que vivía en la casa en la que se ubicaba la imprenta y además trabajaba como cajista. (Rueda, 2021b).

[23] El Zonda, N °37, 8/04/1862, p. 2. Museo Histórico Provincial “Agustín V. Gnecco” (en adelante MHPAG).

[24] AGP-FH. L. 98, f. 20; L. 99, f. 145, 148, 150 y 318.

[25] Archivo Convento de Santo Domingo de San Juan. Caja Documentación Varias II- Carpeta 102.

[26] AGP-FH.  L. 276, f. 392.

[27] AGP-FH. L. 293, f. 158.

[28] AGP-FH. L. 293, f. 158.

[29] En 1869 en San Juan de un total de 60.319 personas sólo 13.151 sabían leer. Argentina (1872). Primer Censo de la República Argentina verificado en los días 15, 16 y 17 de setiembre de 1869 bajo la dirección de Diego G. de la Fuente. Buenos Aires: Imprenta del Porvenir.

[30] AGP-FH. L. 293, f. 158.

[31] El Amigo del Orden (1° serie) N° 5, 25/1/1826, p. 4. MM

[32] El Zonda (3° época) N° 210, 15/07/1863. MHPAG

[33] El Porvenir fue editado por Jerónimo de la Roza Navarro. Al igual que las publicaciones del periodo, poseía tres columnas y cuatro páginas. Su título anunciaba que sería un impreso abocado a tratar “Política, comercio, agricultura, &”. Salía 20 reales adelantados por trimestre y 8 reales por mes.

[34] Archivo del Poder Judicial de San Juan. Fondo Penal. (en adelante APJSJ-FP) Causa criminal contra D. Joaquín Arturo Ferrand y sus cómplices por injurias dirigidas por medio de un libelo impreso a la persona del Defensor de pobres y menores Don José Mario Castro. San Juan, 8 de enero de 1858.

[35] AGP-Fondo Tribunales, Caja 37. Carpeta 149, f 166

[36] La Lechuza, N° 2, p. 3. APJSJ-FP [Querella de Don Zacarías Merlo contra el redactor del impreso La Lechuza. 8 de octubre de 1868].

[37] Para una caracterización de los escritos clandestinos identificados como pasquines y libelos, ver Rueda (2021b).

[38] El Rebenque, N° 3, 15/11/1868, p. 1. MHPAG.

[39] La voz de Cuyo, N° 104, 15/10/1868, p. 2. BPP.

[40] La Voz de Cuyo, N° 101, 6/10/1868, p. 3. BPP.

[41]La Voz de Cuyo, N° 108, 25/10/1868, p. 4. BPP.

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