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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº10. Mar del Plata. Julio-diciembre de 2019.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

                                                                                       

Memoria, afectividad, performance y conocimiento histórico en una comunidad negra del norte del Cauca en Colombia

Lady Fatima Puertas Florez

Universidad Federal de Santa Catarina, Centro de Filosofía y Ciencias Sociales,

Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de Nivel Superior, Brasil

fatimapuertas@hotmail.com

Recibido: 06/04/2019

Aceptado: 18/10/2019

Resumen

El propósito de este texto es mostrar cómo la emoción y la afectividad, se constituyen en elementos clave del conocimiento histórico en una comunidad negra del norte del Cauca, en Colombia. En principio, situamos al grupo en su contexto histórico, para mostrar cómo se configura un régimen de memoria marcado por el acallamiento de ciertas experiencias históricas. Seguidamente, haciendo uso de registros etnográficos se describe una perspectiva sensible a los gestos y afectividad, la cual permitió tener acceso a su propio concepto de historia y encontrar una narrativa en la que se mezclan la memoria en tanto conocimiento del pasado, el paisaje y el cuerpo del narrador.

Palabras claves: memoria, afectividad, conocimiento histórico, comunidades negras

Memory, affectivity, performance and historical knowledge in a black community in the northern of Cauca in Colombia

Abstract

The purpose of this text is to show how emotion and affectivity become key elements of historical knowledge in a black community in northern Cauca, in Colombia. In principle, we place the group in its historical context, to show how a memory regime is configured marked by the silencing of certain historical experiences. Next, using ethnographic records describes a perspective sensitive to gestures and affectivity, which allowed access to their own concept of history and find a narrative in which memory is mixed as knowledge of the past, the landscape and the Narrator's body.

Keywords: memory, affectivity, historical knowledge, black communitys

        

Memoria, afectividad, performance y conocimiento histórico en una comunidad negra del norte del Cauca en Colombia[1]

Introducción al tema

La reflexión que aquí se presenta aborda principalmente de que formas se relaciona una comunidad étnica con su pasado, es decir, se pregunta por la construcción y representación de las diferentes temporalidades y acontecimientos que han marcado su devenir histórico (Neves Delgado, 2003) y, en última instancia, por las maneras de organizar y producir su propio conocimiento histórico.

A partir de una investigación que buscaba reconstruir la historia local desde la memoria recordada y narrada in situ, en un contexto de reivindicación territorial basado en la diferencia cultural, me encontré en campo con una paradójica situación en la que la historia de la formación territorial y su posterior pérdida, estaba solapada por discursos contradictorios y acallamientos, producidos en contextos históricos de subordinación, que necesitaron de un cambio de actitud en mi práctica etnográfica para acceder a sus memorias.

Comprendo la etnografía, en términos de una experiencia compartida con personas, un conjunto de prácticas corporalizadas que buscan comprender su vida, describirlos en un ejercicio de reflexión de uno mismo y construir del otro (Clifford, 2002). Dicha experiencia, implica a su vez, un proceso de aprendizaje por parte del investigador de las pautas de comunicación del grupo (Mompó, 2014), y como explican las autoras argentinas Ramos, Crespo y Tozzini, retomando a Ingold, “educar la percepción del mundo e ir hacia otras posibilidades de ser” (2016: 65). En este sentido, fue ese cambio de actitud que favoreció una sensibilización y agudización de los sentidos, lo que me permitió captar un tipo de códigos sensoriales en los que se guardan sus registros históricos y comprender la estética ligada a la narratividad histórica.

En Colombia, la Constitución Política de 1991 reconoció a las comunidades negras[2] como grupo étnico, resaltando con ello su diferencia cultural y el aporte a la nación de sus trayectorias históricas. Ese hecho político es el resultado de una larga lucha que emprendieron estos colectivos desde los años ochenta en el Chocó, contra las amenazas ambientales y sociales que representaba el paso de las empresas madereras por sus territorios.[3]  Posteriormente, el Estado sanciona la Ley 70 de 1993, también llamada “Ley de Comunidades Negras”, que otorga la propiedad colectiva a los territorios de las comunidades asentadas en las zonas baldías rurales ribereñas de la región del Pacífico.[4] 

No obstante, los grupos afrodescendientes de Colombia debido a los diferentes procesos históricos de inserción en la economía colonial se encuentran dispersos por otros lugares como en la región Atlántica, en grandes ciudades como Cali y Bogotá y en los valles interandinos como el que forma el río Cauca, siendo el segundo en mayor proporción de gente negra y del cual hace parte la región del norte del Cauca (Ver Mapa 1).

Mapa 1.  Pacífico colombiano

Fuente: Pardo, 2016: 70.

De este modo, el reconocimiento exclusivo a la territorialidad de los ocupantes negros de los ríos del Pacífico configura al tiempo un proceso de exclusión, y en respuesta a ello los grupos van recreando alternativas políticas cuestionando los marcos jurídicos institucionalizados por el Estado. Así en la región del norte del Cauca,  en las zonas urbanas y rurales, grupos de afrodescendientes que han ocupado por siglos estas tierras, vienen adelantando procesos organizativos, en contestación a un largo proceso de despojo territorial, que describiré en la segunda parte del artículo y que ha llevado a la pauperización y proletarización de antiguos campesinos negros. Actualmente, el norte del Cauca es un lugar marcado por el poder hegemónico de grandes industriales que impusieron el monocultivo de caña de azúcar como economía preponderante (Vanegas y Rojas, 2012).

En estas condiciones de subordinación y en un contexto jurídico muy ambiguo, los afros del norte del Cauca, van tejiendo sus procesos de lucha por tierras y territorios en dinámicas debilitadas, debido a relaciones de poder que los atraviesan. Con todo, es la recuperación de la historia local a través de la memoria, el primer paso para deconstruir “verdades impuestas” y explicar las condiciones del presente desde las voces propias. De esta manera, la memoria se constituye en fuente primaría de reconstrucción histórica y elemento constitutivo de nuevas identidades (Hoffmann, 2000). Como acto de traer el pasado al presente, no es un registro continuo de hechos, sino que está compuesta de fracturas, vacíos, sombras y olvido. En este sentido, memoria y olvido hacen parte de un mismo proceso social, la primera, se cimenta en el lenguaje, en lo dicho, en cuanto el segundo, se arraiga a través de la prohibición, la censura y en el silenciar de los hechos (Mendoza, 2005).

Ahora bien, desde esta perspectiva de memoria y olvido en el ámbito académico colombiano se ha vuelto predominante un supuesto, según el cual, el principal rasgo de la memoria colectiva de los afrodescendientes es la obliteración de dos eventos históricos: la referencia a África, en tanto origen de sus ancestros, y la experiencia de la esclavitud. Este tipo de amnesia colectiva se ha considerado una condición necesaria para la recomposición de la vida social (Losonczy, 1999). Aunque, demuestra Losonczy, estos referentes históricos se articulan a otras formas narrativas míticas y rituales, conformando un régimen de memoria disperso y discontinuo que muchas veces encuentra asidero en el territorio.  

Precisamente, en este trabajo miramos hacia esas otras formas narrativas en las que se guardan los registros históricos. Tomo en consideración el contexto histórico de subordinación en el cual está inserido el grupo, no tanto para reflexionar acerca del potencial político de la memoria, sino para evidenciar sus caminos sinuosos, su plasticidad, la creatividad narrativa y en definitiva el significado subjetivo de las experiencias históricas que se materializan en la afectividad, en el cuerpo y en los espacios.

Conforme analizan Ramos, Crespo y Tozinni (2016), en contextos de subordinación, las memorias dominantes pueden fijar sentidos del pasado para uniformizar el significado de las experiencias, y “limitar” con ello, la emergencia de interpretaciones amenazantes. Configurando, de este modo, imposiciones epistémicas y silencios hegemónicos; pues se sabe que procesos sociales modelan recuerdos y olvidos, a través de un proceso de selección, determinado por la posición social que ocupan los individuos en la estructura social, por las circunstancias sociopolíticas y económicas presentes, así como también, por los marcos de interpretación culturalmente heredados.

No obstante, cuando en la arena política y social existen las condiciones que llevan a la contestación de esas hegemonías epistémicas, las memorias subalternas pasan a conformar proyectos de recuperación que ponen en tensión los sentidos y prácticas que los han llevado a ese lugar de exclusión (Ramos, Crespo y Tozinni, 2016). Por tanto, me interesa relievar esas memorias que permanecen celosamente guardadas en estructuras familiares y comunitarias, a la espera de un momento de apertura política para salir a flote cuando hay una escucha (Pollak, 1989).  

En estos proyectos de recuperación, emergen discursos que empiezan a ser reconocidos socialmente y entran así en el terreno de lo narrable, configurando nuevas memorias (Ramos, Crespo y Tozinni, 2016). Bien sea como proyecto de recuperación o como actividad cotidiana de recordación, estas memorias no emergen en lo abstracto, sino de negociaciones entre fragmentos de historias antiguas, vivencias personales y/o familiares, sucesos aparentemente sin importancia, intercambios con los ancestros, sueños, etc.

Siguiendo a Ramos (2016), entiendo que los tejedores de historias o caminantes van hilando trayectorias siempre en movimiento sobre temas heterogéneos. Por lo tanto, la memoria es producida también por las prácticas de los caminantes que van tejiendo recuerdos, experiencias propias y ajenas, fragmentos de viajes, elementos del entorno, etc., para crear narrativas del acontecer. La autora retomando a Ingold, explica que la memoria como conocimiento del pasado, deviene en un trabajo de construcción constante y la producción del relato constituye el epítome del conocimiento. Estas producciones epistémicas se materializan mediante narrativas, mitos, rituales e historias, formatos con igual valor para la comprensión de la práctica social de traer el pasado al presente, en tanto, productos culturales o representaciones socioculturales de historización.

Para Carvalho y Eckert (2000), el papel social de la memoria no se limita a la comprensión de las modalidades del control simbólico del tiempo, sino que su fuerza narrativa participa del imaginario y del pensamiento que organizan la relación entre vida y materia. A través del estudio de la memoria, se pueden revelar los procedimientos interpretativos-narrativos que le dan sentido a la vida, mejor dicho, a la historia vivida. Así, la memoria como acto de rememoración hecho desde el presente, apunta a la relación reflexiva del individuo y del colectivo respecto a su trayectoria histórica, y ese acto de narración-reflexión en el que irrumpe la capacidad creadora de los hombres, le confiere valor simbólico a la producción de conocimiento histórico.

En los grupos oprimidos la oralidad tiene un rol fundamental tanto para proyectos políticos como para la transmisión de los saberes y sedimentación del sentido de pertenencia del grupo. Conforme indica Langdon (1999), la oralidad es un tema central en el desarrollo de la antropología para la comprensión de una cultura dada y abarca el estudio de los mitos, cuentos, historias y narrativas de variados contenidos, etc. Estas últimas son conceptuadas por la autora como formas de hablar acerca de eventos reales o imaginarios, y en tanto expresiones orales, son el resultado de un evento narrativo que se produce en la interacción social para informar al público, divertirlo con fuerza, espíritu, risa y drama en un contexto cultural particular.

Al hacer énfasis en el contexto se relieva el papel que cumple la polifonía de voces, sensibilidades, afectos y emociones que unen las narrativas con la vida cotidiana (Langdon, 1999). Siguiendo a Langdon, entiendo que las narrativas tienen el papel de representar una preocupación humana de como “traduzir o saber para o contar” (p. 20), y emergen del deseo de demostrar que las experiencias de la vida son coherentes, íntegras, plenas y tienen conclusión.

Para Langdon (1999), las narrativas forman parte de la cultura expresiva, condensan una dinámica y estética de la transmisión y expresión de la memoria en la que adquieren cuerpo las experiencias de la vida y, por lo tanto, envuelven drama, creatividad y poética, además del conjunto de elementos -gestos, risas, afectos- que conforman la estética ligada al proceso de narrar, formando una performance narrativa. Es así que, un acto performativo rompe con la cotidianidad y revela formas especiales de hablar y actuar, junto a un estilo poético particular que se manifiesta a través de lenguaje, el tono de la voz y los movimientos del cuerpo, entre otros.  

Después de explicar los términos conceptuales con los que trabajaremos a lo largo de este escrito, pasaré a describir las trayectorias históricas de las comunidades negras de la zona plana de Miranda que conforman el Consejo Comunitario COMZOPLAN, y de modo somero, los procesos políticos que han suscitado revisiones sobre su pasado. Luego describiré algunos momentos que durante la investigación me llevaron a percibir un conjunto de rasgos afectivos y emocionales, por los que circulan la memoria, para finalmente mostrar la narrativa y cómo ésta configura un espacio de encuentro de tiempos, memoria, historia y cosmología que informan sobre la producción de su conocimiento histórico.

Contexto histórico de la región del norte del Cauca 

La región del norte del Cauca,[5] forma parte del valle geográfico del río Cauca, una planicie de 376.000 hectáreas de las cuales 260.000 son usadas por terratenientes y empresas privadas (Ingenios) para la explotación extensiva de caña destinada a la producción de azúcar y etanol (Vanegas y Rojas: 2012). No obstante, hasta hace cincuenta años, estas tierras también albergaban un gran número de campesinos negros, descendientes de hombres africanos que habitaron la región desde finales del siglo XVIII en condición de esclavitud y proveían la principal mano de obra en las haciendas. En 1851 fue declarada la Abolición de la Esclavitud. Muchos ex esclavos recibieron terruños de sus antiguos esclavizadores sin títulos de propiedad y a cambio de trabajo en las haciendas; otros adquirieron o compraron colectivamente los pequeños espacios que restaban de la inmensidad de las haciendas, en cuales reorganizaron su vida como hombres libres. Entretanto, ese reconocimiento a su libertad fue mal recibido por las elites esclavistas, cuya animadversión llevó a lo que se conoce en la historiografía nacional como la Guerra Civil de 1860 (Mina, 1975).

Con el paso del tiempo el valle geográfico del rio Cauca se fue llenando de pequeños poblados rurales organizados alrededor de pequeñas unidades productivas denominadas fincas.[6] En estos lugares convivían afros con gentes mestizas y terratenientes bajo un sistema de cooperación y trabajo. La socióloga Teodora Hurtado (2001) establece las trayectorias históricas de las comunidades en el siguiente esquema temporal: 1851-1910, liberación de esclavos y nacimiento de la economía campesina; 1910-1950, conocida como “época de gloria” marca un tiempo de prosperidad económica y fortalecimiento del liderazgo político; 1950-1980, marcada por la industrialización azucarera, la pérdida del control de la tierra y de su autonomía política; desde 1985 hasta la actualidad, pauperización y proletarización  de los grupos afrodescendientes .

Paralelamente a este proceso de ascenso de una economía campesina entre 1910-1950, se iba consolidando en el valle la agroindustria cañera, con el beneplácito del Estado y la unión de sectores de la industria y los latifundistas de la región que monopolizan la tierra desde la época colonial y ampliaron su poderío durante la vida republicana (Almario, 2013). Rápidamente ese mercado azucarero en ascenso, especialmente después el bloqueo a Cuba en 1961, demandaba mayores extensiones de tierra y esta presión recayó sobre los territorios de las comunidades negras.

A partir de entonces, los ingenios azucareros y empresarios empiezan a ejercer presiones sobre los recursos naturales, a modificar el paisaje, a plantar grandes terrenos dejando a los campesinos encerrados en mares de caña, dificultando la salida de los productos, a arrendar tierras con promesas falsas y contratos muy desfavorables que llevaron a los negros a perder el dominio sobre sus tierras (Puertas, 2017).

Otra cuestión que empeoró la situación fue que durante la década de 1980 los cultivos tradicionales de café y cacao fueron azotados por plagas que inviabilizaron esa producción. Para solventar estas problemáticas, los afros empezaron a sustituir sus cultivos por granos como sorgo y soya, que implicaba acceder a créditos para sostener esta nueva agricultura. El endeudamiento sumó otro elemento al proceso de pérdida de sus propiedades territoriales, y así comienza el éxodo de campesinos hacía Cali y los centros urbanos cercanos.

Para ese momento se hace evidente, el deterioro ambiental, las problemáticas urbanas asociadas a la falta de servicios públicos, el empobrecimiento y proletarización de los afros, quienes pasaron a ser la principal mano de obra de los ingenios. Los elementos anteriormente descritos, propiciaron el nacimiento de una conciencia colectiva entre las gentes y  a partir del reconocimiento sus problemáticas,  se fue  fomentando una unidad social y política en la región, dando paso a dinámicas de movilización sindical y de izquierda (Hurtado, 2001).

En la década de los noventa, estos procesos civiles y sindicales de la región del norte del Cauca, se articularon en torno al movimiento étnico que tomaba envergadura nacional.[7] Sin embargo, cuando se sanciona la Ley 70 de 1993, con limitantes geográficos y jurídicos para las comunidades cuyas trayectorias históricas se constituyeron por fuera de la región del Pacífico, el movimiento perdería ritmo, para renacer una década después a través de la organización de Consejos Comunitarios por toda la región.

Las comunidades negras de COMZOPLAN y su proceso organizativo

En la zona rural plana del municipio de Miranda residen cinco comunidades negras divididas en las veredas: Santa Ana, San Andrés, Tierradura, El Cañón y La Munda, las cuales comparten la trayectoria histórica descrita en el ítem anterior, con eventos singulares importantes de mencionar para los objetivos de este artículo. Según fuentes históricas, Santa Ana fue un centro administrativo colonial de importancia política, económica y social, pues allí se llevaba el registro de matrimonios, bautizos y entierros. Su primer nombre fue Curato de los Frisoles y su extensión territorial abarcaba los actuales municipios de Miranda, Corinto, Puerto Tejada y Padilla. Su creación en 1793 obedecía a una estrategia de la administración colonial que consistía en fundar pueblos con mercado y establecer una nueva tributación (Calvache, 1999).

Durante el siglo XIX, las haciendas que componían Santa Ana fueron blanco de ataques en los diferentes conflictos bélicos que estallaron en aquella época: en 1810; en 1851 con motivo de las guerras por la Abolición de la Esclavitud y en la Guerra de los Mil Días (1899-1903). En esa última, se conformaron ejércitos rebeldes de base popular, negros y mestizos que atacaban las haciendas y en consecuencia el terrateniente Julio Fernandez -buscando hegemonizar el poderío económico y político- ordenó la fundación de un nuevo poblado en donde se establecería el actual Miranda (Almario, 2013).

En lo que siguió del siglo XX, los afros organizaron sus poblados. Según los relatos recogidos durante la investigación, en las veredas había suficiente trabajo, bien fuera en sus propias fincas o en las de los vecinos, lo que les permitía vivir de manera digna. Pero, de manera general al resto de las comunidades del norte del Cauca, cuentan que sus cultivos fueron afectados por las plagas, por las presiones ambientales de los ingenios, por endeudamientos con entidades bancarias que remataban las tierras mucho antes de que se llegara al precio real. La unión de estos factores, los llevo a la situación actual de carencia de tierras y en este sentido, sus proyectos de vida en el territorio se encuentran amenazados (Puertas, 2017).

En el 2008, estas personas se organizaron bajo la figura jurídica del Consejo Comunitario COMZOPLAN. De esta manera, se reinventó una forma de defenderse ante los atropellos de esa economía capitalista que los confina en pequeñísimos espacios, en los que no se puede producir ni para la subsistencia familiar. A su vez, esta dinámica tiene fuertes implicaciones, tanto a nivel de la organización territorial, como a nivel subjetivo, por las transformaciones en las formas de identificación. En este sentido y como nos dicen varios estudios antropológicos (Pacheco de Oliveira, 1999; Restrepo, 2013; Hoffmann, 2001), cuando se produce una nueva subjetivación política, en este caso étnica, se hace necesaria una reescritura de la historia, la cual reactualice el sentimiento de pertenencia del colectivo. Este proceso, sin embargo, no es homogéneo, ni monolítico en sus manifestaciones (Puertas, 2017) y en este caso particular permite cuestionar las maneras culturalmente agenciadas que recrean las agrupaciones para organizar su pasado y forjar su propio concepto de historia.

Con estos conocimientos en mi bitácora, me propuse en el 2015 ir a campo hasta el municipio de Miranda, para conocer y registrar la historia oral y narrativas originadas en el proceso. Tal vez por mi tradición de historiadora, consideraba que encontraría ricos relatos acerca de sus trayectorias y las experiencias que creía importantes: el origen africano, la esclavitud y las pérdidas territoriales. No obstante, en mis primeras incursiones en campo encontré, que sí bien los líderes del movimiento habían construido unos relatos en cuyos contenidos aparecían elementos de las trayectorias históricas descritas anteriormente, entre la gente en su dinámica cotidiana no se hablaba de esos temas. Lo que encontraba era evasión, negación de los conflictos territoriales, incluso escuché a una persona de la comunidad decirme que no ayudaría en mis tareas porque no tenía memorias, por lo que empecé a sentir cierta frustración y empecé mi pesquisa con muy pocas expectativas.

El proceso organizativo con base en la etnicidad nace aunado a reclamaciones frente a la administración municipal, puesto que la presencia de la población negra en la vida pública del municipio era nula. Según me informaron, en su inició, se hicieron siete reuniones entre las comunidades con el fin de articular el proceso político. A través de un proyecto de fortalecimiento al proceso organizado con una universidad, realizaron un trabajo de reconstrucción de historia local, en el cual participaron principalmente los líderes comunitarios. De esta experiencia surgieron conocimientos del pasado importantes, pero según me indicaron, ahí adquirieron conciencia de las problemáticas existentes en torno a la transmisión generacional de la historia (Puertas, 2017).

Como el Consejo Comunitario no ha sido reconocido bajo los parámetros de la Ley 70 de 1993, el accionar de éste es muy limitado. A través del Consejo se han organizado algunos proyectos productivos, actividades censales, torneos de futbol y especialmente actividades lúdicas. Principalmente, intentan ser el canal de diálogo entre la comunidad y la Alcaldía Municipal y con las empresas que los circundan.  Pero estas pretensiones se ven dificultadas por la exclusión que se les hace desde el Estado.

En el transcurso de la investigación pude entender que el Consejo tiene varios desafíos que enfrentar. Primero, porque las dinámicas de formación territorial son muy diferentes a las del Pacifico colombiano. De ahí que organizarse bajo la figura del Consejo Comunitario no sea bien recibido por todas las personas, y se genera polémica al intentar establecer una institución que llega como algo ajeno a sus prácticas. Segundo, porque las categorías identitarias promovidas desde el Estado colombiano, afros o comunidades negras, genera confusiones y esto impide la concreción de una audiencia plenamente definida como negra que luche por sus derechos (Puertas, 2017).

Por la situación descrita, la pesquisa en campo se tornó un tanto dispendiosa al principio, era como si estuviera tejiendo una colcha de retazos, un elemento aquí y otro por allá aparentemente desarticulados. Sin embargo, en el transcurso de la investigación estos elementos me permitieron comprender que estaba frente a una forma especial de producción del pasado, en el que los hechos no se registran a través de una secuencia en el tiempo recordado, sino en el espacio, en el territorio, en ciertos códigos emocionales y afectivos que informan sobre las maneras de gestión y producción del conocimiento histórico. En lo que sigue describiré algunos elementos de la etnografía para que el lector pueda tener una idea de lo que estoy hablando.

Afectividad y emoción en la transmisión de la memoria

Considero que describiendo los momentos en los que los recuerdos se manifiestan, no sólo por medio de las palabras, sino también por medio de los gestos, las emociones y la afectividad que estos cargan consigo, es un buen punto de partida para indagar cómo una agrupación social maneja, produce y organiza sus experiencias históricas. Pues, de acuerdo a Breton (2012), las emociones, expresan no la naturaleza del hombre sino las condiciones sociales y culturales de su existencia, más aún, las emociones “reflejan lo que el individuo hace de la cultura afectiva que impregna su relación con el mundo” (p. 70).

En campo comencé de manera ingenua, procurando un origen, algún dato que me llevara al principio de la historia. No obstante, en la vereda donde realicé el trabajo de reconstrucción de memoria, La Munda, no había fechas conmemorativas ni relatos elaborados al respecto. En esas primeras incursiones a campo, recuerdo especialmente a una mujer de 96 años que me fue indicada por la comunidad para relatar la historia. Después de que supo las intenciones de la investigación, se quedó callada y con la mirada perdida expresó: “usted quiere conocer la historia, pero La Munda ya se acabó”.[8] Luego ella comenzó a relatar los nombres de los fundadores y pasó a contarme que, aunque su padre hubiera muerto de viejo, en realidad lo había matado la tristeza. Según ella, él se sentaba a comer y con tristeza murmuraba que ojalá encontrara a los que quemaron sus tierritas. No obstante, en mis averiguaciones respecto a esto último, la gente consideraba que ese fue un evento fortuito, del cual, además, no se habla.

Por esos mismos días como ya he confirmado en otras partes (Puertas, 2017), esa actitud de quedarse callados frente a mis requerimientos se hizo frecuente. Con el pasar de algunas semanas, cuando me había ganado algo de su confianza y encontrado relatos que explicaban como a sus ancestros les habían arrebatado las tierras, les indagaba por qué no hacían las reclamaciones, a lo que contestaron diciendo que por ahí reinaba la ley del silencio. Asimismo, un líder del Consejo Comunitario me expresó una preocupación por el pasado histórico, pues los mayores, por algún motivo no les transmitieron la historia a las generaciones sucesoras.

La suma de estas situaciones, permitió demostrar que entre las comunidades negras que conforman el Consejo Comunitario COMZOPLAN, se ha configurado una ética de silencio que ha dificultado la transmisión de las memorias. Dicha ética la comprendo como una estrategia de autogestión del pasado que busca no hablar de los infortunios colectivos y aquellas experiencias traumáticas y dolorosas que podrían dificultar la recomposición de la vida futura. De otra parte, esto genera disputas locales por la memoria y contradictorias formas de identificación y representación que impiden la concreción de acciones políticas colectivas en el actual contexto de reivindicación territorial (Puertas, 2017).

Frente a este panorama en campo, comprendí lo dicho por la profesora Jean Langdon en la sustentación de mi proyecto de investigación, y era que tal vez yo estaba buscando lo que la gente no estuviera acostumbrada a hablar, ya fuese con gente ajena al grupo o en su misma cotidianidad. Por esto, cambié mi forma de actuar. Lo primero, fue no presionar y esperar a que las personas quisieran hablar de las cosas que querían y podían hablar, además de aprender sus propios códigos del lenguaje.

Así, conforme explica Arruti (2005) en su metodología sobre Moçambo, tuve que cambiar mi rol de indagadora a la simple oyente y agudicé los sentidos a lo que veía. Pues notaba en las conversaciones con mis interlocutores que cuando indagaba su historia había una carga de afectividad que se pretendía evitar y que se revelaba a través de los gestos, en las miradas y en el callar las respuestas. De este modo, mi cuaderno de campo, se fue llenando de anotaciones en las que yo describía miradas, gestos, etc., que me permitieron acceder a sus registros históricos.  

En la localidad hay un camino cuyo nombre me llamaba mucho la atención: “el tiempo perdido”. Según la gente con quien conversé, es simplemente el nombre de toda la vida. Un día mientras visitaba una casa alejada del caserío principal se hizo de noche y volví por ese camino. Cuando llegué a la casa donde me hospedaba, las mujeres que estaban afuera esperándome, se horrorizaron cuando escucharon que regresé por ahí, se miraron entre ellas muy asustadas, y una dijo: “Ay dios mío que miedo, yo no caminó por ahí a esta hora ni loca”.[9] Los niños también sentían miedo del camino y se retaban a pasar en bicicleta al comienzo de la noche. Este miedo o nerviosismo, como ellos lo llamaban, no debe ser considerado a la ligera, pues caminar por “el tiempo perdido” activa la memoria de los mundeños. Relatos que durante conversas acompañadas de grabadora y cuaderno no eran contados, eran narrados cuando íbamos caminando por ese sendero. De esta manera, en una ocasión escuché de un joven lo siguiente: “usted que busca la historia, éstas son hojas de biao, antes las vendíamos y se usaban para envolver la carne”. Luego encontramos una planta con semillas y afirmó: “Con esto se hacían las maracas porque también cuentan que había chirimía”,[10] y así sucesivamente, cada recorrido que hacía por el territorio en compañía de alguien se iba volviendo una oportunidad para acceder a sus vivencias y saberes pasados.  

Precisamente, a mitad de ese camino hay un gran árbol, un Ceibo que guarda historias. Por ejemplo, quien me contó la narrativa que veremos en el siguiente apartado, relató el origen de la comunidad de la siguiente manera: “Mi padre me contó que cuando llegaron aquí el ceibo era de este tamaño”. Cuando lo miré, había unido sus dedos en un círculo y pregunto: “¿ahora sabe cuántos nos debemos unir para abrazarlo?”.[11] 

Otro tema que me causaba mucha curiosidad, eran las memorias sobre la esclavitud y aunque tenía entendido por trabajos académicos que es una memoria “borrada” de los relatos hablados (Almario, 2002; Hoffmann, 2000), me interesaba saber de qué manera se articulaban a esas otras formas míticas de las que habla Losonczy (1999). Por ello, en una tarde, me senté al lado de una mujer de la comunidad de La Munda para indagarla al respecto. Ella explicó que ahí no había esas historias, que en Santa Ana sí, porque allá aún estaban las cadenas de donde los colgaban a ellos, refriéndose a los esclavos, y agregó que por eso no le gustaba ir por allá (Puertas, 2017). En cuanto la señora iba haciendo su relato, hizo un gesto como si la mera pregunta le incomodara, frunció el ceño, levantó los hombros y apretó con las manos sus antebrazos, como cuando se eriza la piel del frío, y volteó el rostro en otra dirección, como si reviviera el dolor por sus antepasados.

Hubo otros momentos que me orientaron con respecto a cómo esta nefasta experiencia, que duró casi 300 años, ha sido registrada y significada en la memoria a través de una marca de afectividad. Fue en una noche que celebrábamos el cumpleaños de una lideresa muy apreciada en la comunidad. La fiesta era amenizada con tambor, clarinete y aguardiente. Estaba lloviendo torrencialmente y no había electricidad, pero bailábamos a la luz de las velas. Los músicos entonaron una canción llamada “La Mina”, la cual relata la historia de un esclavo que no quiere ir a trabajar a la mina. Entonces uno de los músicos expresó que una de las frases de la canción le daba mucha risa y exclamó: “¡Y dicen que la esclavitud ya se acabó!”. Entonces todos rieron, hubo silencio absoluto y una mujer joven le respondió con tono muy alegre: “¡Sí ahora hablemos de nuestros ancestros!”.[12]

Considero que estas situaciones descritas acerca del recuerdo de la esclavitud, hablan sobre formas de sentir que articulan memorias de tiempos sobre los cuales no se quiere o debe hablar. De esta manera, aunque no encontrara relatos sobre la esclavitud en la cotidianidad, el gesto de esta mujer que en mi interpretación evocaba dolor y la emotividad referida a los ancestros en aquella celebración, permiten reconocer conexiones fugaces con el pasado, con un origen esclavo que había sido varias veces negado y/u ocultado en otros contextos.

Lo anterior se encuadra muy bien con los postulados de Breton (2012), cuando afirma que nuestra relación con el mundo y con los acontecimientos dejan unas marcas de afectividad que se despliegan del subconsciente y de las cuales los individuos no pueden desprenderse. Inclusive, estas emociones manifestadas en diferentes contextos revelan su carácter social, puesto que como afirma el autor, las emociones son “formas de afiliación comunitaria, de reconocerse y poder comunicarse juntos bajo un fondo emocional próximo (p. 73).

Ahora bien, ya hemos visto cómo las memorias obliteradas se manifiestan a través de comportamientos en los que se despliegan diferentes emociones, útiles en la comprensión de las formas de control simbólico que las agrupaciones sociales ejercen sobre sus experiencias históricas y en la configuración del tiempo. En adelante, me enfocaré en los eventos que se tornan memorables para esta comunidad y como estos registros se guardan a través de narrativas que continúan mezclando memoria, gestos y paisaje.

La Narrativa: una mezcla de tiempos, gesto y performance

La narrativa que transcribo a continuación fue contada por un campesino afro de la comunidad de la Munda, y quiero resaltar el hecho que, desde el primer día en que lo conocí me advirtió sobre su propio concepto de historia y en este sentido, el de su comunidad. En esa primera ocasión, cuando lo informé sobre mis intenciones de investigación, me preguntó: “¿Fátima yo necesito saber si usted cree en historias, para saber si le voy a contar nuestras historias?”.  Le respondí que, si ellos lo hacían, yo lo haría y él asertivamente explicó: “Qué bueno porque tendremos bastante de que hablar”.[13]

En el tiempo que transcurrió la investigación tuvimos varios encuentros en los que charlábamos largamente sobre la formación de la comunidad y las familias, pero él insistía en que tendríamos que destinar un día para contar sus historias. El día escogido para tal objetivo, el señor inició la narrativa señalando con su mano hacía el oriente: “hacia el lado del rio, aparecía. No, mejor voy a comenzar de arriba para abajo”.[14] Con esto, el narrador estaba ubicando sus historias espacialmente y así sucesivamente iba marcando con su relato los lugares por donde aparecían seres espirituales que aún asustan a niños y adultos. Señaló hacia un lugar en donde antes había un árbol de chirimoya y según él “dizque” ahí estaba la finca del Coronel Mina, y un entierro en oro dejado por él mismo, señalando con esa expresión popular un nivel de probabilidad sobre la que no recaen certezas.

La narrativa del Coronel Mina, al que ni la muerte lo domina 

         

“Dizque esa finca era del coronel Mina y que el entierro del coronel Mina. Bueno, y como en los años sesenta llegó un señor y le dijo a mi papá que él había visto un entierro aquí por la Mateguadua. Que si le daba permiso para descargar y que le dijera al muchacho que lo fuera acompañar. ¡Ah, no! Que disque  había visto un perro blanco y que eso era un entierro. Entonces mi papa dijo vaya. Ya llegó él como a las tres de la tarde y eran las cuatro y treinta para ir a entrenar al barranco. Y me dijo entre por aquí, vaya por allí, y él me hacía con la mano, más allá. Sacó un tarro de guadua, forrado con papel, dos cables y una cosa que yo me agarro a memorizar y en ese tiempo no había audífonos así como hoy en día. Y él sacó una cosa y se la metió al oído, y del cable una puntilla. Hizo un hueco y hágale. Y el hueco me daba por aquí (el narrador se pone la mano en el pecho) y metió el aparato, él poco hablaba hacia ademanes. Dijo: ¡Vaya consígame un limón, alcohol y algodón! Y, llegué y saqué la tierra. Y dijo: ¡no, usted no cabe, yo corro con la responsabilidad! Yo, desesperado para irme a entrenar. Le untó alcohol y limón al algodón, y se tapó oídos y nariz y con pañuelo lo aseguró todo, y comenzó a hacerle suavecito y mande con la pala. Y había un terrón raro, y cuando veo un frasco, ¡yo pego un salto y él que no se vaya, estése allá! Él lo quebró, saco un atomizador y se ponía a rezar. A la tercera, póngale cuidado: este señor ya está protegido, porque hay un gas tóxico que tienen los entierros, ¿y, yo? (el narrador hizo un gesto de expectante, levantando las cejas), a ver sí sentía un olor extraño y nada. ¡Un papel, una carta de papel viejo! Y que sí. Que allí había un entierro, que tres imágenes de la virgen del Carmen en oro macizo, con siete esmeraldas incrustadas, no sé cuántas morrocotas, unas esterlinas y oro en polvo. Pero que no se podía sacar eso, mientras no se desconjurara. Ahí decía cómo hacer para desconjurarla: una novena, una imagen de la virgen del Carmen y el problema más grande, conseguir siete mil setecientos pesos, con setenta y siete centavos. Lo fácil, los centavos, pero los siete mil pesos no se podían conseguir. ¡Ah! que de donde encontramos el papel, a hora y media estaba, y yo tengo uno ochenta, o sea que cuando el hueco me diera por aquí, (extendió el brazo hacía arriba) está allí. Cuando llegó, lo que le digo, comenzó allá un ¡pum!, ¡pum!

¿Qué es eso? - me preguntó y le respondí: sonido de tambor.        Estábamos en el fondo del hueco, nos salimos. Primero arrimaba uno y clavaba, después el otro hacía lo mismo, y ¡pum! Hasta que reinó el silencio. Nos metimos nuevamente y empieza a salir humo como sí hubieran prendido candela. Se disipó el humo, nada de olor y dije ¡no, esto es tiempo perdido!¡Ah! aguarde un momento, sacamos un imán, una cabuya y un palo, y comenzó la piedra. Se pegaba pa’ un lado y nada. Tiraba de nuevo pal’ otro lado, nada. ¡No tiempo perdido! Allá donde le digo, el nacedero del muerto, salió un machete de esos grandotes, de la Guerra de los Mil Días. Y, en esta Mateguadua el hermano mío encontró una hebilla de cobre. Aquí el papá de Juniel se encontró una empuñadura de una espada. Y bueno de ahí para allá”.[15] 

El hecho de que el narrador me advirtiera con anticipación acerca de lo que para ellos son sus historias y escogiera un día especial para ello, denota que este evento narrativo saldría de la cotidianidad: sería el día de contar lo que para ellos tiene sentido contar y/o recordar. Pues como afirma Hartmann (2011), crear y contar historias son respuestas a la incesante necesidad humana de dar sentido a la vida o historia vivida. Y en esta búsqueda de sentido, las personas a través del lenguaje van creando relatos orales, que responden a los deseos, exageros, transformaciones y deseos de volver el mundo real en el mundo ideal imaginado (Langdon, 1999:18).

En mi búsqueda de otros relatos sobre el Coronel Mina, se sabe que son historias de la gente de la comunidad, algunos explicaron que no había tal entierro, otros que no se podía desenterrar, pero que el Coronel fue un hombre negro había luchado en una guerra, la cual no se explicitó. En las fuentes bibliográficas consultadas hay pocas informaciones al respecto, pues el papel de los afros ha sido invisibilizado en la historia. Sin embargo, hay unos pocos registros de la memoria oral afro, sobre un hombre negro llamado Cinécio Mina, el cual “Tenía cien hombres a su mando y defendió a los terrajeros y campesinos negros de Barragán, Obando, Quintero, Güengüe, Sabanetas y otras veredas del Norte del Cauca”.[16] Se afirma incluso que era reconocido como un hechicero, inmune a las balas que luchaba movido por el temor de que volviera la esclavitud.

Ahora bien, es muy probable que este Coronel Mina el de la narrativa, sea el mismo Cinécio Mina y puesto que al final de la narración hay unos elementos que aluden a la Guerra de los Mil Días, considero que se pueden relacionar ambos personajes. No se trata de cuestionar acerca de lo que realmente sucedió o la verosimilitud de la historia contada, sino en la manera como eventos reales e imaginarios se mezclan construyendo relatos verbales que son polifónicos y fusionan trayectorias a través de la práctica de recordar (Ramos, 2011).

En esta perspectiva, la narrativa del coronel Mina abre un locus de reflexión donde se encuentra la realidad y la ficción, entre lo realmente vivido y lo imaginado, pues en esta se mezclan elementos de la historia -como es la Guerra de los Mil Días, la que creo se trata de la memoria de Cinécio Mina, un negro liberto que luchó en dicho conflicto- y elementos míticos alrededor de un entierro de oro principalmente, y finalmente el proceso del desconjuro del entierro.

Aunque no pretendo aquí reflexionar sobre la Guerra de los Mil días, es importante mencionar que según fuentes historiográficas (Calvache, 1999; Mina, 1975) esta conflagración tuvo un importante componente de ejércitos de base popular y aunque el papel de los afros en la historia haya sido invisibilizado, este relato nos muestra como los hechos heroicos se entremezclan con las creencias y se anclan en el espacio territorial.

Aprovecho para llamar la atención sobre una cuestión, y es que, aunque fue el accionar del Cinécio Mina en la Guerra de los Mil Días lo que lo volvió un personaje casi mítico entre las poblaciones del norte del Cauca, el conflicto sólo sirve de telón de fondo al proceso central narrativo que es el entierro con sus elementos en oro y el proceso de desconjuro.  Pero, ¿qué es lo que explica que no sea la guerra el aspecto recordado?

Creo que volver sobre la historia de la formación de Santa Ana, una de las veredas de COMZOPLAN, pueda arrojar respuesta a ese interrogante. Como las haciendas de Santa Ana fueron atacadas durante la mencionada guerra por los ejércitos rebeldes, Julio Fernández Medina dictamina formar otro poblado donde nace Miranda. Esto hizo que Santa Ana perdiera su importancia social y económica, de hecho, en la memoria local se cree que esta guerra fue la que acabó con la prosperidad del pueblo (Puertas, 2017). Así, la guerra y las acciones militares entran al terreno de lo no narrable, mientras se configura otra narración que mezcla la cosmología y el espacio territorial, configurando un espacio mágico de encuentro entre humanos, ancestros, seres espirituales y elementos del catolicismo.

Se podría sostener que la narrativa del Coronel, se instaura en una intersección entre mito e historia, incluso de una manera análoga a lo que acontece en los espacios acuáticos del litoral Pacífico. Lugares poblados de relatos sobre entierros de oro, donde se configuran espacios “mágicos”, en los que según Peralta Agudelo (2009), permiten el encuentro entre universos diferentes, pero complementarios, en los que se rompen las barreras del tiempo y el espacio, reactualizando la comunicación ancestral y alimentando la identidad del negro.

Ahora bien, existe otro elemento en la narrativa que se presenta de modo muy sutil y tiene que ver con la noción de tiempo. Así encontramos tiempos heterogéneos que se entremezclan y reactualizan en el presente. Por un lado, está el tiempo mítico del entierro, el tiempo de la experiencia del narrador y el momento mismo cuando se relata la narrativa en el trabajo de campo. Así, por ejemplo, el narrador afirma que por allá en los años sesenta llegó un señor y que él estaba desesperado por irse a entrenar.  Por su vez, cuando me explica, “una cosa que yo me agarro a memorizar y en ese tiempo no había audífonos así como hoy en día”,[17] muestra como el presente de la narración hace emerger una oportunidad para reflexionar sobre el propio evento y eliminar momentáneamente las barreras del tiempo. 

El artículo de Neves (2010: 9) sobre la relación entre historia oral y narrativa, comienza aludiendo a un bonito y certero enunciado, según el cual, el tiempo no se deja ver, oír, tocar, saborear ni respirar y aun así es una vivencia concreta, central en la comprensión del conocimiento histórico. Según la autora, cada tiempo tiene un substrato y las marcas en éste son definidas por las acciones humanas y por los valores e imaginarios que conformaron ese tiempo. Buscar el significado del tiempo es buscar valores y un conjunto de elementos constitutivos de la vida. De este modo, considero que la historia del Coronel Mina estaría honrando su rebeldía, pues recordemos que el título afirma que ni la muerte lo domina.

Gesto y performance

Un elemento a destacar es que la narrativa no fue contada al narrador, sino que el eje de la misma se centra en la propia experiencia del narrador, “Y como en los años sesenta llegó un señor y le dijo a mi papá que él había visto un entierro aquí por la Mateguadua. Que si le daba permiso para descargar y que le dijera al muchacho que lo fuera acompañar”. Según Hartmann (2011), en los estudios sobre las narrativas en performance, la experiencia del narrador se presenta como una problemática central, pues resuelve el acertijo de como representar y hablar de lo vivenciado, es decir cómo comunicarlo. De modo que, el narrador deberá escoger palabras dentro de estructuras inteligibles de significado para que su relato pueda ser comprendido en una cultura particular.  

Otro elemento importante es la intención comunicativa del narrador, pues no se trata solo de ser escuchado, aunque a veces pueda ser así. En el encuentro el relator tiene la intención de interactuar con su oyente, pretende establecer un diálogo, generar expectativa en el público, por eso me explica el peligro de la situación y dice: “A la tercera póngale cuidado. Este señor ya está protegido, porque hay un gas tóxico que tienen los entierros, ¿y, yo?”. Después, comienza a hacer sonidos como queda demostrado en la narrativa y me pregunta qué es lo que él está imitando.

Ahora bien, las narrativas responden a una preocupación estética, así podemos ver que el narrador hace una descripción muy rica en elementos sobre el proceso de protección antes de hacer el hueco “Sacó un tarro de guadua, forrado con papel, dos cables y una cosa que yo me agarro a memorizar y en ese tiempo no había audífonos, así como hoy en día”. Otros trayectos de la narrativa también la expresan: “le untó alcohol y limón al algodón, y se tapó oídos y nariz y con pañuelo lo aseguró todo, y comenzó a hacerle suavecito y mande con la pala. Y había un terrón raro, y cuando veo un frasco…”. Estos elementos del ambiente, van enriqueciendo el contexto de la situación y permiten al oyente situar  el imaginario en el que se recrea la narración.

Finalmente, quiero hacer referencia a la experiencia del cuerpo. En este caso, por momentos, el narrador realiza pequeñas dramaturgias con su cuerpo para explicar lo acontecido. Así, por ejemplo, hacía gestos de admiración, explicaba por medio de ellos qué quien llegó a sacar el entierro no hablaba, sino que hacía ademanes. Así mismo usaba su cuerpo para dar explicaciones y recrear el ambiente físico así: “yo tengo uno ochenta, o sea que cuando el hueco me diera por aquí, (extendió el brazo hacia arriba) está allí.

Para concluir

En los años noventa la antropóloga Nina de Friedemann, denunciaba la invisibilidad y escasez que caracterizaba en ese momento a los estudios sobre las negritudes de Colombia, pues el papel de los afros en la trayectoria histórica de la nación, estaba marcado por una exclusión en los ámbitos social, político y académico. Ahora, esa invisibilidad, por lo menos académicamente, se ha ido coloreando por un buen número de trabajos e investigaciones que desde diferentes perspectivas han estudiado a las ahora reconocidas comunidades negras. Pero también desde la academia se alimentan ciertos discursos que van hilando la “historia oficial” como aquella que sostiene la carencia de narrativas sobre el África y la experiencia de la esclavitud. Por eso he considerado este espacio una oportunidad para reflexionar acerca de cómo la comprensión de los tiempos pretéritos puede provenir de una mirada sensible a las manifestaciones humanas de dolor, tristeza y toda la emotividad que brota por los poros de los seres humanos.

La cuestión es que las marcas de dolor que han dejado ciertas vivencias, no encuentran sentido ni explicación causal lógica, haciendo que rápidamente el reino de la creatividad narrativa entre a mediar entre el mundo real y el ideal imaginado. Considero que la narrativa del Coronel desempeña un papel importante en la interpretación del liderazgo que este hombre emprendió en la historia de los poblados nortecaucanos.

Concebir la memoria como producción de conocimiento tiene que ver como afirma Ramos, con “la relación presuposición/creación para dar sentido a los procesos sociales en marcha” (2011: 134). Como práctica de traer el pasado al presente, pone de relievo no solo el cómo se recuerdan los acontecimientos históricos, sino cómo se recuerdan marcos heredados de interpretación.

Es por medio del acto narrativo, en el saber contar de forma creativa las experiencias pasadas, en un ejercicio reflexivo, que el conocimiento va conectando fragmentos, historias, sombras y silencios. Los recuerdos involucrados tienen sentidos específicos de acuerdo a la afectividad y cargas emotivas que han significado las experiencias vividas y las dinámicas políticas. Entre las comunidades negras de la zona plana de Miranda, situadas en contexto de subordinación, se ha establecido un régimen de memoria-conocimiento culturalmente agenciado, que mezcla relatos de acontecimientos históricos, cosmologías, sombras, silenciares y relatos de los ancestros que se materializan en una topografía territorial, en las emociones, en el cuerpo de las personas y sus narradores.

Aunque en apariencia haya unas “verdades impuestas” hegemónicas, estas vienen siendo contestadas de manera discreta por la actividad de los líderes, pues aún no se han dado las oportunidades sociales y jurídicas que permitan el desarrollo de su potencial político. Bajo estas condiciones, se observa un modo de administrar el conocimiento histórico que va encontrando maneras discretas de guardar la información de las experiencias pasadas -y las marcas de afectividad y dolor que dichas vivencias van dejando- en elementos poco perceptibles para el observador desprevenido como las miradas, las risas, los silenciamientos, los gestos y el paisaje.

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Lady Fatima Puertas Florez es Historiadora y Magister en Antropología Social, Universidad Federal de Santa Catarina y estudiante del doctorado en Antropología en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social CIESAS-SURESTE. Sus líneas de investigación son estudios territoriales, memoria e identidad.

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[1] Las reflexiones que hago en este artículo se basan en hallazgos del trabajo de tesis realizado para mi maestría, aunque los temas que aquí serán tratados no fueron profundizados en esa ocasión.

[2] Durante las deliberaciones de la Asamblea Nacional Constituyente (ACN) que llevarían a la creación de nueva Constitución Política de 1991, se dispuso una Comisión Especial para la Comunidades la cual tenía por objeto redactar un texto de ley para el reconocimiento étnico de dichas comunidades. Dos años más tarde, el Estado las define como: “El conjunto de familias de ascendencia afrocolombiana que poseen una cultura propia, comparten una historia y tienen sus propias tradiciones y costumbres dentro de la relación campo-poblado, que revelan y conservan conciencia de identidad que las distinguen de otros grupos étnicos”, Congreso de la República de Colombia, Ley 70/1993, Artículo 2, parágrafo 5. Santa Fe de Bogotá, Colombia, 27 de agosto de 1993. Recuperado de: https://www.mininterior.gov.co/la-institucion/normatividad/ley-70-de-1993-agosto-27-por-la-cual-se-desarrolla-el-articulo-transitorio-55-de-la-constitucion-politica Consultado: 23/07/2018.

[3] Las tierras bajas del Pacífico colombiano, han sido habitadas mayoritariamente por indígenas y negros. Después de la abolición de la esclavitud en 1851, grandes grupos de afrodescendientes migraron hacia las selvas húmedas del litoral Pacífico, formando asentamientos a lo largo de los ríos sin títulos de propiedad. Estas poblaciones estuvieron aisladas del resto de la sociedad colombiana, primero, por las dificultades geográficas y, segundo, por la marginación política, la cual se evidencia en las concesiones realizadas por el Estado a empresas madereras, desconociendo la presencia de estas poblaciones en estos territorios. En este contexto comienza un proceso organizativo en el Pacifico, que aunado a otros como el que venían adelantando los indígenas, llevó a que las comunidades negras fueran reconocidas como grupo étnico portador de unos derechos culturales y territoriales (Pardo, 2016).

[4] Para que las comunidades negras puedan acceder a la titulación colectiva de los territorios, estas deben organizarse bajo la figura de Consejos Comunitarios como forma de organización interna, según lo estipulado por la ley. Asimismo, deben ubicarse en los ríos de la Cuenca del Pacífico y las tierras deben pertenecer exclusivamente al Estado. Sin embargo, de acuerdo al Parágrafo 1°, “esta ley se aplicará también en las zonas baldías, rurales y ribereñas que han venido siendo ocupadas por comunidades negras que tengan prácticas tradicionales de producción en otras zonas del país y cumplan con los requisitos establecidos en esta ley”, Congreso de la República de Colombia, Ley 70/1993, Artículo 2, parágrafo 5. Santa Fe de Bogotá, Colombia, 27 de agosto de 1993. Recuperado de: https://www.mininterior.gov.co/la-institucion/normatividad/ley-70-de-1993-agosto-27-por-la-cual-se-desarrolla-el-articulo-transitorio-55-de-la-constitucion-politica. Consultado: 23/07/2018. Esta ley, ha abierto de forma muy ambigua esperanzas para grupos de afrodescendientes de otras zonas del país, que emprenden procesos organizativos a través de Consejos Comunitarios, con la finalidad de hacer valer sus derechos territoriales y culturales.

[5] La región del norte del Cauca se ubica al suroccidente de Colombia, entre la Cordillera Central y Occidental y está cercada por el Río Cauca. Se compone por los municipios de Miranda, Corinto, Padilla, Santander de Quilichao, Caloto, Puerto Tejada, Villa Rica, Buenos Aires, Suarez, Jambaló, Caldono, Toribio.  

[6] Una finca es un predio rural con límites establecidos. En Colombia, una finca puede ser un espacio lujoso para las elites terratenientes, pero también puede ser visto como un espacio de resistencia. La finca tradicional nortecaucana ha sido el lugar desde el cual se recrea la vida social y cultural de los campesinos negros y desde donde han construido sus proyectos de autonomía.  Cuaderno de SEMILLAS N° 3.  Escuela itinerante del norte del Cauca: Conflictos territoriales y desafíos. 2013. Recuperado de http://www.semillas.org.co/es/publicaciones/cuaderno-no-3-escuela-itinerante-del-norte-del-cauca-onflictos-territoriales-y-desaf. Consultado: 27/08/2018.  En éstas se cultivaba café, cacao, plátano y cultivos de pancoger. Estos cultivos proveían el mercado local, pero también llegaban era llevada hacía Buenaventura y desde ahí hacia el mercado internacional, por los menos hasta la primera mitad del siglo XX.

[7] En la investigación no encontré datos que informaran sobre la participación de las comunidades de COMZOPLAN, en las organizaciones sindicales de aquella época.

[8] Diálogo personal, realizado por la autora, febrero de 2015.

[9] Diálogo personal, realizado por la autora, febrero de 2015.

[10] Una Chirimía es un conjunto (y una música) con flauta de carrizo (o clarinete), redoblante, tambora, maracas y platillos de latón presente en el Chocó y en el norte del Cauca. Conversación personal con la autora en abril de 2015 (Puertas, 2017).

[11] Diálogo personal, realizado por la autora, febrero de 2015.

[12] Diálogo personal, realizado por la autora, mayo de 2015.

[13] Diálogo personal, realizado por la autora, marzo de 2016.

[14] Diálogo personal, realizado por la autora, mayo de 2016.

[15] Diálogo personal, realizado por la autora, mayo de 2016.

[16]  Recuperado de http://historiapersonajesafro.blogspot.com/2010/07/jose-cinecio-mina.html. Consultado: 23/06/2018.

[17] Los textos que aparecerán entre comillas de ahora en adelante en este apartado, se refieren expresamente a la narrativa del Coronel. Por lo que no será necesario citar la fuente nuevamente.

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