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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº9. Mar del Plata. Enero-junio 2019.

ISSN Nº2451-6961. http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto

                                                                           

El paisaje sonoro de la revolución industrial. El ruido y la convulsión de las sensibilidades colectivas

Ana Lidia M. Domínguez Ruiz

Miembro del Sistema Nacional de Investigadores

Red de estudios sobre el sonido y la escucha, México

unalaid@hotmail.com

Recibido: 26/02/2019

Aceptado: 11/06/2019

Resumen

Existe una relación fuertemente arraigada en el imaginario colectivo entre el fenómeno que conocemos como ruido y esa configuración sociocultural a la que llamamos ciudad. El presente trabajo sitúa el nacimiento de esta relación durante la Revolución Industrial, una época que se caracteriza por la convulsión de las estructuras económicas, políticas y culturales, y que también impacta el plano sensible del habitar urbano. En el presente trabajo daremos cuenta de la transformación que se opera en el paisaje sonoro de las ciudades industriales francesas, donde la movilidad poblacional, la densidad urbana, la maquinización y el ritmo de vida son los factores que están detrás del surgimiento del ruido como problema de contaminación ambiental y de salud pública, y de la transformación de la sensibilidad colectiva que deviene un nuevo modo de percepción sonora.

Palabras clave: ruido, paisaje sonoro, revolución industrial, sensibilidades colectivas, Francia

The sound landscape of the industrial revolution. The noise and the convulsion of collective sensitivities

Abstract

There is a historic relationship strongly rooted in the collective imaginary between the phenomenon known as “noise” and that sociocultural configuration which we use to call “the city”. This work places the birth of this relationship during the Industrial Revolution, a time distinguished by the struggle of the economic, political and cultural structures, which also affected the sensitive level of the urban way of life. The transformations of the industrial cities in the XIXth century also modify the soundscape: mobility, saturation and density in the urban context, the reorganization of the space and the rythm of the different activities are not just phenomena of modernity, but the factors behind the arising of noise, and that which let us to define it like the acoustic embodiment of the urban life.

Keywords: noise, soundscape, industrial revolution, collective sensivity

        


El paisaje sonoro de la revolución industrial. El ruido y la convulsión de las sensibilidades colectivas

Introducción

La Revolución Industrial es un proceso histórico gestado en los países desarrollados de Europa hacia mediados del siglo xviii, caracterizado por la profunda transformación de los modos de producción que impactaría las estructuras económicas y sociales: la declinación del feudalismo y el desarrollo del capitalismo, el paso del mundo rural al de las ciudades modernas y la transición del trabajo del campo y el taller al de las grandes fábricas. La industrialización fue posible gracias a la aplicación práctica de diversos avances científicos, hecho que dio lugar a uno de los despuntes tecnológicos más impresionantes en la historia de la humanidad, relacionado con el descubrimiento de nuevos materiales y fuentes de energía, así como la implementación de novedosos procesos de producción.

En medio de este impulso revolucionario, también comienza a gestarse una transformación en la calidad acústica de las ciudades europeas, misma que terminaría siendo responsable de la emergencia del ruido como un fenómeno indisolublemente ligado al modo de vida urbano. Los niveles sonoros de la vida cotidiana se incrementan de manera considerable, haciendo de la potencia uno de los rasgos más representativos de la industrialización, al respecto comenta Murray Schafer: “El ruido llama tanto la atención y eso le da una importancia tal que, si las máquinas hubieran sido mudas, la industrialización no hubiera conocido el éxito que tuvo” (1970:116). No es casualidad que el silbato de la locomotora, considerada como el hito fundador de la Revolución Industrial, se haya convertido en el emblema sonoro de la época: todo el dramatismo de la potencia, del esfuerzo y de la velocidad está sintetizado en el poderoso silbar de los trenes.

El auge de la industrialización motiva el desplazamiento de la población rural hacia las ciudades para emplearse en las fábricas. Esta movilización pronto dejó de ser transitoria, pues cada vez eran más quienes optaban por establecerse de manera definitiva en las ciudades. Es así que la ciudad se convirtió en receptáculo de oleadas de migrantes que se instalaron cerca de las fábricas, fundando colonias en su mayoría miserables. Es aquí cuando la densidad poblacional comienza a perfilarse como un fenómeno que llegaría a ser característico de las urbes, al igual que la constitución diversa de la población. Tal como sucede con la gente, los sonidos también se multiplican, con el arribo de las máquinas también aparece una gama de nuevos sonidos que poco a poco se incorporan a la vida cotidiana. El espacio urbano se vuelve presa de la congestión sonora producida por la concentración de sonidos y el incremento de volúmenes y emplaza en las ciudades industriales un rumor continuo. Surge así un fenómeno eminentemente urbano conocido como ruido ambiental, un fondo sonoro que se instala de manera más o menos permanente, creando una especie de velo que cubre y ensordece el resto de sonidos.

La imagen homogeneizadora de la densidad que da lugar al ruido ambiental es la misma que actúa en la conformación de las masas urbanas. Si bien la individualidad es uno de los valores fundamentales de la vida moderna, el individuo que forja la sociedad industrial es aquél del que se han borrado las particularidades que le conceden originalidad y solo importa su valor como una pieza fundamental de la cadena de producción. Esta concepción del individuo se ajusta muy bien a los requerimientos de la producción en serie: un proceso que funciona a partir del ensamble de tareas organizadas en una cadena de montaje y que requería tanto precisión como velocidad, el trabajo especializado se convirtió en garantía de ello al permitir que el obrero desarrollara destreza en una tarea exclusiva. El trabajo en las fábricas se vuelve enajenante, los microprocesos se repiten durante horas, anestesiando la mente y gastando el cuerpo en una tarea hipnótica. La vida cotidiana pareciera reproducir la dinámica de la línea de montaje: una rutina donde el tiempo siempre apremia, donde es necesaria una exacta sincronización de las actividades y el retraso es siempre costoso; multitudes que se desplazan con prisa y cuyos movimientos parecen uniformes en medio de la masa.

La misma homogeneidad aparece en el campo acústico. Murray Schafer dice que con la Revolución Industrial surge la ligne droite como resultado de graficar el fondo sonoro de la industrialización. Esta línea recta bien podría ser la metáfora visual del ritmo de la época producto de la velocidad, la uniformidad y la continuidad, valores que no solo se reproducen en el campo auditivo, sino que representan los diseños estandarizados que todo lo igualan.

“La línea recta en acústica es el resultado de un deseo creciente de velocidad. La impulsión rítmica más velocidad es igual a la elevación del sonido. Cada vez que el ritmo sobrepasa los 20 ciclos por segundo, las impulsiones se funden para solo ser percibidas en continuidad. La búsqueda de eficacia en los sistemas de fabricación, de transporte y de comunicación, ha precipitado las impulsiones de los sonidos antiguos que ha reunido en nuevas energías sonoras. El paso del hombre se ha acelerado para devenir en ronquido de automóvil” (Schafer, 1979: 117).[1]

La velocidad parece ser la medida del ritmo industrial que se traduce en crecimiento demográfico, en la proliferación de los transportes, en expansión de la industria, en la multiplicación de las innovaciones técnicas, en el aumento de la productividad y, agrega Guillerme: “en las ciudades se trabaja tanto de día como de noche, divididas las tareas, al servicio de las máquinas: hombres, mujeres, niños, ancianos, caballos, perros […] más luces artificiales, más ruidos, más suciedad, más monumentos industriales: he aquí el modelo a seguir, la mecanización” (2007: 313). El correcto funcionamiento de toda la maquinaria industrial depende de la exacta sincronización de las actividades; así refiere Henry Thoreau la importancia que entonces, y como nunca antes, adquirió el tiempo:

“Ellos [los trenes] van y vienen con tal regularidad y con tal precisión, su silbato se escucha tan lejos, que los granjeros ajustan a ellos sus relojes, es así que una sola institución bien conducida ordena todo un país. ¿Los hombres han hecho algún progreso en materia de puntualidad después de haber inventado las vías del tren?”.[2]

La línea recta es también una sensación que se experimenta como un alto al tiempo, una especie de anestesia que se apodera de los obreros de las fábricas con el ir y venir puntual de un golpe o de los transeúntes por el rugido sin cesar de los motores. Resulta curioso que esta época se caracterice por la sensación de la detención del tiempo, cuando la Revolución Industrial gira en torno al movimiento. El funcionamiento de la gran maquinaria solo es posible gracias a la implementación de una poderosa infraestructura de vías y medios de transporte para estrechar tiempos y acortar distancias. En muchos países la construcción de vías férreas anuncia el comienzo de la época industrial, pues es síntoma de la necesidad de agilizar los desplazamientos; la misma Revolución tiene como punto de partida el invento de la locomotora en 1814 y la expansión de rutas para unir a los centros industriales. El tren impulsa y revoluciona la circulación de mercancías, lo mismo ocurre poco tiempo después con los barcos de vapor; el transporte urbano también se transforma y tiene como punto culminante la masificación, a principios del siglo xx, del automóvil.

La movilidad se expresa en la transformación misma de la idea de ciudad. René Favier (2009), historiador de la ciudad moderna en Europa, explica que hasta el siglo xvii la ciudad se concebía como una entidad inmóvil; su fijeza se expresaba, espacialmente, a través de la muralla, un límite firme que impedía la expansión, la intromisión y el contacto con el exterior; y temporalmente, a través de la ancianidad material de la ciudad: edificios, calles y paredes en las que parecía detenerse el tiempo. Hacia finales del siglo xviii surge en Europa la concepción dinámica de la ciudad en una suerte de contagio por la convulsión que se avecinaba; así, la movilidad comienza a erigirse como el nuevo valor de la vida urbana.

En el proceso de dinamización que viven las ciudades industriales la calle juega un papel fundamental; es aquí, y no en los espacios interiores, donde se inscribe la movilidad. En las calles se dibujan los trayectos que han de conducir a la gente de la casa hacia las fábricas y del campo a la ciudad, donde se encuentran centenares de extraños y se distribuyen las multitudes. La calle, tal como lo describe Le Corbusier, se convierte en la depositaria de los valores de la movilidad: “La calle es una máquina de circular, una fábrica cuyas herramientas deben permitir la circulación. La calle moderna es un órgano nuevo” (1994: 126). Esta caracterización vital de las urbes hace que hacia finales del siglo xviii se acuñen nuevos términos provenientes del campo médico como arterias, circulación o flujo para construir una representación dinámica de la ciudad.

A la movilidad de la calle se contrapone la inmovilidad de los espacios interiores. Las fábricas, por ejemplo, basan la eficacia de sus procesos en la larga permanencia de los obreros en su lugar de trabajo; la casa se convierte en un espacio de retiro, depositario de la tradición, de lo que no cambia o de lo que se trasforma más lentamente. Al establecerse los límites entre los asuntos propios de la calle y los de la casa, se comienzan a modelar las concepciones modernas de lo público y lo privado como espacios excluyentes. Esta distinción está estrechamente relacionada con la necesidad creciente de intimidad, Olivier Balaÿ explica que en la búsqueda de confort “la atención a los fenómenos sonoros fue un factor determinante en la calidad de la vida privada y fue un parámetro de la concepción de la habitación urbana” (2003: 46).

La defensa de la intimidad y la concepción del afuera como una amenaza establecen una clara ruptura con el modo de habitar de la época preindustrial, caracterizado por la promiscuidad de las funciones de la habitación que también se revelaban en el plano sonoro. Anteriormente la habitación hacía las veces de casa y de taller, en ella convivían personas y animales, los oficios se hacían al aire libre, las puertas de las casas estaban siempre abiertas y la gente pasaba largo rato en los pasillos y las ventanas; se hablaba en voz alta sin ningún miramiento, los vendedores deambulaban con su pregón por la calle al igual que los vehículos, las voces traspasaban las casas y las ventanas, el rumor de los talleres se colaba en las habitaciones y la vía pública estaba invadida por los ecos de la vida cotidiana. Garden y Ozouf agregan al respecto: "Al final del siglo xviii las prácticas sonoras buscan poco el secreto. En las habitaciones también había una familiaridad tolerante: eructar, pedorrearse, injuriar, todos los ruidos se hacían escuchar” (en Balaÿ, 2003: 21).

Al abrigo de una nueva época el espíritu de la especialización aparece en el uso del espacio y la exigencia por el respeto a la privacidad. Vemos, así, que comienza a ser necesario que se cierren las puertas, que se regulen las actividades laborales, que los animales no compartan el mismo lugar que las personas o que se module el volumen de la voz. Al cerrarse las puertas comenzamos a ver el naciente gusto por la soledad o la convivencia limitada. Estas puntillosas exigencias en relación con la vida y el espacio privado surgen entre la clase burguesa; la clase obrera, por su parte, está condenada al hacinamiento de sus casas y sus barrios. Esta distinción hace pensar en la búsqueda de confort sonoro como un lujo; sin embargo, aunque es cierto que existe mucho de una marca de clase implícita en la construcción del bienestar, lo que subyace a esta nueva sensibilidad es la profunda huella que la industrialización imprimió sobre el cuerpo social y que, como veremos a continuación, no fue un mero capricho de clase.

Los desechos industriales

La Revolución Industrial impuso un nuevo paradigma que marcó una ruptura profunda e irreversible con el pasado, sintetizado en el concepto de ‘modernidad’. Lo moderno sirvió para designar a un modelo de sociedad cuyo anhelo era volver la espalda a las formas tradicionales, para ir en busca de innovación y renovación. Más que una ideología, lo moderno es un carácter que adquieren todas aquellas cosas que se producen al amparo del proyecto industrial y que llevan el sello de su impulso reformador: el arte, la sociedad, las costumbres, la técnica o las ideas, todas ellas llamadas modernas. Las nuevas maneras modificaron la economía, los procesos, las estructuras sociales, el uso y los significados de los espacios urbanos, las maneras y las apariencias, impregnándolos de un aire de renovación y dinamizando física y mentalmente a la sociedad. La grandilocuencia de la época, que en principio se evaluó en término de beneficios, contrastó en idénticas dimensiones con los estragos ocasionados.

Mucho le debemos a la Revolución Industrial el recrudecimiento del antagonismo entre naturaleza y cultura, pues en la medida en que el ser humano llegaba a la cumbre de su capacidad creadora con la puesta en marcha de un sinnúmero de procesos artificiales que parecieron igualar a la naturaleza en fuerza e ingenio, también iba poniendo al descubierto su potencial destructivo. Durante esta época, la mayoría de lo que ganaba el hombre en progreso, representó un detrimento en la calidad de vida de los habitantes de las ciudades. André Guillerme refiere, así, a los rasgos del modelo inglés de la Revolución Industrial:

“Modelo virtuoso: la máquina es el útil que le permite devorar el espacio para nutrir a la ciudad. Modelo vicioso: la industria británica rompe el desarrollo artesanal, consume frenéticamente la energía, mancha con sus desechos, atasca de lodo, ahúma con carbón, ensucia la ciudad” (2007: 225).

La industrialización fue una gran generadora de desechos que inundó a las ciudades de materiales contaminantes, ya sea por el uso de las nuevas fuentes energéticas, por la manipulación de materiales y las sustancias que requerían los nuevos procesos industriales o bien por la producción de residuos a gran escala. El uso de carbón y gas, así como la quema de madera y las máquinas de vapor fueron responsables de esparcir por los aires el humo de la combustión. Esas largas columnas brunas que se izaban por los cielos de las ciudades y que se convirtieron en emblema de progreso, fueron responsables de obscurecer la atmósfera y de tiznar las paredes de las ciudades y los pulmones de sus habitantes. Los ríos se convirtieron en vertedero de desechos de las fábricas, mismos que se aunaron a los residuos orgánicos y artesanales que ya corrían desde antes; las aguas fueron contaminadas por los colorantes, blanqueadores, jabones y residuos de metales; por los aires se liberaron olores nauseabundos y vapores nocivos producidos por la destilación de la hulla, los gases de amoniaco utilizados en los procesos para dorar y platear algunos objetos y de los provenientes de la fundición y purificación de metales y aleaciones como el hierro, el plomo o el cobre. A esto hay que agregar los aromas despedidos por los depósitos de basura, abono y materia fecal de las ciudades que incrementaron su volumen en razón del aumento de población.

Los desechos industriales también se produjeron en el plano sonoro: “Otros venenos penetran en la ciudad al mismo tiempo que se agravan los que ya existían; estos son los ruidos, un alboroto del infierno de los talleres metalúrgicos urbanos que impiden dormir” (Yves Lequin en Baret-Bourgoin, 2005: 9-10). El ruido propiamente industrial consistió en un residuo acústico, un efecto sonoro vigoroso pero sin utilidad, cuya presencia se convirtió en una de las grandes incomodidades de la vida en las ciudades. Pese a esto, el ruido no se concibió en principio como un asunto que pusiera en riesgo la salud de la población, a diferencia del humo y los olores, sustancias en las que se reconocían efectos directos sobre esta.

A la llegada de la industrialización, las ciudades aún poseían los usos espaciales que hemos llamado promiscuos, propios de la época preindustrial. Ya no solo era la vociferación de los vecinos, el ladrido del perro o el pregón del vendedor lo que disturbaba; sino el humo que se impregnó en las fachadas, los olores que llevaron a clausurar las abras de las casas, los ruidos incesantes, los problemas de salud derivados de las aguas estancadas y de los miasmas infecciosos que se respiraban. Hacia inicios del siglo xix la ciudad se comenzó a concebir como un medio patógeno, tal como lo describe Barret-Bourgoin:

“concentra numerosas insalubridades y molestias, la medicina puso en evidencia los lazos existentes entre mortandad y ambiente urbano: el alojamiento, la alimentación, el aprovisionamiento de agua, los desechos humanos e industriales eran considerados como factores de insalubridad comunal teniendo consecuencias sobre la salud de los habitantes de la ciudad” (2005: 12).

Durante esta época encontramos una relación directa entre las nuevas afecciones sociales y el modo de vida urbano industrializado.

El panorama de la industrialización hace surgir entre la sociedad una preocupación enérgica por la salud, ligada a la higiene tanto pública como privada. Así, encontramos que la mutación del ambiente viene acompañada por una transformación del sentir social, inducida por la diversificación e intensificación de las dolencias de la población. Esta transformación, sin embargo, se opera de manera gradual; según Alain Corbin, a principios del siglo xix la noción de incomodidad es muy limitada, “ella se reduce a una definición olfativa (…) Algunas referencias al ruido solo figuran para aludir a la tolerancia. El humo mismo apenas si llama la atención. El polvo no es todavía una de las preocupaciones” (1998: 190).

En este paisaje enrarecido aparecen en Francia las teorías higienistas, un conjunto de prácticas y doctrinas provenientes del campo médico, encaminadas a promover la salud pública y denunciar las corrupciones urbanas. Estas teorías se interesaron en la responsabilidad de las bacterias y los microbios en las enfermedades humanas y que solían viajar a través de los miasmas que pululaban por toda la ciudad –tal vez por eso el olfato, según las fuentes de la época y la especial atención prestada en las investigaciones actuales, se consideró el sentido más afectado por la industrialización, al pensar a este como vía de transmisión de las infecciones–. La aplicación de las teorías higienistas durante el curso del siglo xix derivaron en la puesta en marcha de políticas de salud pública encaminadas a remediar los estragos de la época, tales como el tratamiento del agua, la colecta de aguas residuales, el mejoramiento de la higiene corporal; también intervinieron en el ordenamiento urbano, al promover la apertura de las ciudades amuralladas con la intención de hacer circular los aires viciados de la densidad industrial y la expansión de las ciudades para disipar el hacinamiento.

El movimiento higienista revela una preocupación creciente por la limpieza con ánimo de desinfección, que pronto se relacionaría con ciertas formas de refinamiento social. El higienismo es producto del encuentro entre, por un lado, el discurso de la higiene que se origina en el campo médico y, por el otro, del discurso de limpieza producido por la burguesía en ascenso, que sostiene la idea de la impostura de límites para disciplinar al cuerpo y a la sociedad. Alain Corbin da cuenta de la modificación de ciertas prácticas de la vida cotidiana relacionadas con este nuevo orden, y se refiere al siglo xix como "el gran siglo de la ropa" ante el surgimiento de una especie de obsesión por cubrirlo todo: el cuerpo, la casa, la cama y la mesa; a la necesidad de mantener la ropa inmaculada, al uso de plantas y otros productos destinados a perfumar las telas y esconder los olores; y a la aceleración del ritmo de lavado para tener siempre a disposición una muda limpia. Al respecto dice Guillerme “El blanco coloniza el espacio doméstico (…) mientras que la atmósfera, más contaminada por la industrialización, se envenena y se ensucia” (2007: 342). El siglo xix dio a luz a una sociedad escrupulosa cuyos excesivos miramientos sirvieron para acentuar aún más las diferencias entre clases.

 Durante esta época se considera que el contacto con lo público y la exposición de lo privado constituyen una potencial vía de infección; a esto obedece la dramática escisión –al menos como pretensión– del espacio social en público y privado de la cual dimos cuenta en páginas anteriores, así como la inhibición de los sentidos de la proximidad como el tacto y el olfato. La Revolución Industrial trastoca el sentido de las distancias, alentando la proximidad física a causa de la densidad y produciendo, por el contrario, grandes abismos en las distancias sociales. Las medidas encaminadas a combatir los embates de la industrialización y a la búsqueda de bienestar, hacen pensar en el germen de una conciencia ambiental preocupada por reducir la contaminación urbana; sin embargo, lo que subyace a este fenómeno está muy lejos de ser una respuesta racional, antes bien se trata del viraje de la sensibilidad colectiva cuyos sentidos se encuentran frente a nuevas y acentuadas sensaciones, muchas veces incómodas, y ante las cuales se ve obligada a reaccionar. Así vista la búsqueda de bienestar supuso, primero, un intento por reprimir a los sentidos ante la ineludible presencia de la industria; segundo, un intento por acabar con los orígenes del problema ante la dificultad que representaba someterse a tal prueba de contención; y tercero, ante la imposibilidad de revertir este proceso, implicó una habituación gradual que derivó en la modificación definitiva de la percepción.

La transformación de la sensibilidad acústica

Es común referir que determinadas maneras tienen el aire de una época, identificar cierto momento histórico a partir de un rasgo particular, hablar del espíritu de una generación, de una cualidad de clase o de una persona de sus tiempos; sin embargo, resulta mucho más sencillo calificar estas estampas que explicar el mecanismo que subyace a dicha representación, y que permite simplificar la complejidad de los procesos históricos y culturales. Dicha simplificación es producto de la distancia que se opera tanto en el plano espacial como temporal. La primera constituye el hecho sobre el cual se han fincado las ciencias antropológicas, es decir, el interés por la alteridad y el intento por comprender sus diferencias; la distancia temporal, por su parte, mira la diferencia a través del tiempo y constituye el germen de la Historia. Solo la distancia brinda la perspectiva que hace posible percibir aquello que parece envolver determinados momentos con un manto de unidad. ¿Cuál es la naturaleza de aquello que permite amalgamar cada una de estas imágenes en un todo aparente? ¿De dónde proviene ese rasgo que obra en cada caso como un sello único y diferencial?

Entre 1906 y 1962 Lucien Febvre publica una serie de artículos que han sido recogidos en Combats pour l’Histoire, un texto en cuyas páginas se plasman los fundamentos de lo que se conoce como Historia de las mentalidades. Esta corriente historiográfica se ocupa precisamente de las influencias que actúan sobre el individuo y sobre la sociedad en un momento preciso, y que hacen de sus obras un producto distintivo de su época. Dichas influencias son ejercidas tanto por el influjo de otros tiempos como por los sucesos de la actualidad, y residen en aquello que Febvre denomina outillage o material intelectual; este, dice el autor, “es capaz de dar razón de ser a las cosas, a las técnicas tan fuertemente parecidas entre ellas en una misma época, tan fuertemente participantes de un mismo estilo susceptible de ser fechado sin error” (1992: 211). Para Febvre la experiencia obtenida del contacto con los contemporáneos es suficiente para asimilar los modos propios de la época, mismos que tocan tanto a los "héroes" como a las "masas anónimas", y trascienden los rasgos de la personalidad y las influencias de la familia, la clase o la religión. Las condiciones que impone el medio social, dice Febvre:

“Colorean las ideas, como todas las cosas, de un color muy nítido de época y de sociedad. Estas condiciones ponen su sello tanto en las ideas como en las instituciones y en sus juegos. Para el historiador, las ideas y las instituciones nunca son datos de lo eterno, sino manifestaciones históricas del genio humano de una época determinada y bajo la presión de circunstancias que no se reproducen nunca más” (1992: 230).

Para los historiadores de las mentalidades los juegos de la historia tienen poco de racional y mucho de sensible, en la medida en que no se planean ni se orientan, sino que aparecen como pulsiones que se expanden como una especie de contagio y dan forma a una sensibilidad colectiva que es resultado de hacer vida común. El estudio de las mentalidades ha permitido, así, la reconstitución de los sistemas sensibles de distintas épocas, el análisis de las modalidades de la percepción, el inventario de sensaciones al interior de un grupo, las afecciones sensitivas de una cultura, la modificación de los umbrales de placer o de dolor a través del tiempo y, en general, todos los procesos de transformación de los sistemas sensoriales. Bajo esta óptica analizaremos lo que ocurre con el oído y las formas de escuchar en el seno de la Revolución Industrial, utilizando el universo acústico como hilo conductor para observar la complejidad de esta ruptura histórica y la gestación de una revolución sensible.

La polución sonora

Del conjunto de padecimientos provocados por la Revolución Industrial el ruido fue el que menos atención recibió en un principio, tal vez porque su presencia se percibió como una incomodidad venial y no como un peligro real. Este revertir de valores es la más importante transformación que se opera en la percepción de esa época, y alude al momento en que se toma conciencia de la gravedad de las afecciones sonoras. Las primeras apariciones que hace el ruido en el paisaje sonoro de las ciudades industriales poseen una valoración positiva; al igual que las negras columnas de humo que se alzan sobre el cielo, el ruido ensordecedor de las máquinas también alardea la prosperidad de las ciudades. En los albores de la industrialización la buena acogida que se da a las máquinas es producto, por un lado, de la promesa de bonanza con que se anuncia la era industrial y por el otro, de la fascinación que ejerce el contacto con estas imponentes obras del ingenio humano. Al respecto, Stendhal nos brinda un ejemplo en las páginas inaugurales de Rojo y negro, cuya trama se desarrolla en el segundo cuarto del siglo xix:

“Aturde al viajero que entra en la ciudad el estrépito ensordecedor de una máquina de terrible apariencia. Una rueda movida por el torrente levanta veinte mazos pesadísimos que, al caer, producen un estruendo que hace retemblar el pavimento de las calles. Cada uno de esos mazos fabrica diariamente una infinidad de millares de clavos. Muchachas deliciosas, frescas y bonitas, ofrecen al rudo beso de los mazos, barras de hierro que estos transforman en clavos en un abrir y cerrar de ojos. Esta labor, que a primera vista parece ruda, es una de las que en mayor grado sorprenden y maravillan al viajero que penetra por primera vez en las montañas que forman la divisoria entre Francia y Helvecia”.[3]

No pasó mucho tiempo entre el momento en que las máquinas maravillan a los ojos y cuando comienzan a afligir al oído. Tras la proliferación de las industrias a lo largo y ancho del espacio habitado, también comenzaron a surgir numerosas quejas por la actividad incesante de las fábricas que no permitía el reposo, que hacía temblar las paredes y los cimientos de las casas contiguas, que impedía el ejercicio de profesiones de gabinete y que turbaba la paz de los hospitales. Es hasta finales del siglo xix que se repara en los efectos violentos que el ruido tiene sobre el aparato auditivo con la aparición del mal del calderero, el primer audiotrauma de la escena industrial, muy común entre los trabajadores de las calderas a causa de los largos periodos de exposición a las máquinas.

Si bien las afectaciones por ruido fueron más comunes entre los obreros de las fábricas, el resto de la población no quedó exento de los efectos de la violencia acústica. Al respecto el reconocido médico higienista Fonssagrives cuenta en siguiente caso: “conocí a una joven mujer de dieciséis años que fue transportada bruscamente de la provincia a un barrio animado de París, y muy pronto experimentó síntomas nerviosos extremadamente alarmantes, que no se disiparon hasta que ella se halló en una atmósfera menos agitada y menos ruidosa" (en Balaÿ, 2003: 96). Es así que el siglo xix ve nacer al estrés, un padecimiento eminentemente urbano que se manifestaba como alteración nerviosa y cansancio crónico, producto del proceso de adaptación del cuerpo al nuevo paisaje sensible de la época, y en cuyo desarrollo mucho tiene que ver el ruido.    

El periodo de incubación de las molestias acústicas fue más lento que el resto de los males de la época. La aparición del ruido revela como pocos fenómenos el rigor de la vida moderna, convirtiéndose, así, en una de sus expresiones más singulares, en uno de sus efectos más lacerantes, en su herencia más legítima, en su hijo predilecto. La Revolución Industrial ve renacer este fenómeno sonoro como un producto intrínsecamente ligado al modo de vida urbano; este hito histórico contribuye a la delimitación del nuevo campo semántico del ruido que ya no solo alude a la molestia, sino a un tipo muy específico de desazón causado por la potencia, la velocidad, la densidad y la reiteración. Características las que dan lugar a una acepción más o menos generalizada del término “ruido”, misma que en gran medida aún se comparte hoy en día.

La Historia de las sensibilidades ha cautivado a muchos historiadores interesados particularmente en los virajes que han sufrido los sistemas sensibles a lo largo de la historia; se considera, en general, que estos han avanzado hacia la retracción de la sensibilidad y al reforzamiento de la razón. En sus reflexiones Febvre da cuenta del lento proceso de rechazo de la actividad emocional y la acentuación de la racionalidad en la conducta a lo largo de la historia del ser humano; en tanto Norbert Elias (1975), quien buscó encontrar un hilo conductor en la evolución de Occidente, dice que la dinámica de la civilización se funda justo en la autocontención de las emociones que devienen en normas interiorizadas por la sociedad occidental. Durante la industrialización este patrón opera, como ya hemos dicho, con el tacto y el olfato; mientras que la transformación que experimenta el oído sigue una línea muy distinta. Salvo la expulsión de las fábricas del núcleo urbano, algunas providencias tomadas para regular el tránsito nocturno y ciertas adecuaciones a las construcciones que solo la burguesía se pudo permitir, fue muy difícil luchar contra el ruido y todavía más evitarlo. Consideremos, además, que en un momento de auge productivo no parece viable disminuir la actividad de las máquinas, reducir la circulación, silenciar los motores o acallar la vida nocturna; es así que, ante estas dificultades, la población no tuvo más opción que aprender a vivir con ruido.

Este proceso de habituación implicó, en el mediano plazo, una afectación permanente del oído que se vuelve característica del habitante de la ciudad, una dinámica de vida que involucra al estrés como un estado de ánimo ordinario, la ampliación del umbral de dolor, la pérdida de las habilidades de escucha atenta a causa del exceso de estímulos: estos rasgos constituyen la sensibilidad acústica que configura y hereda la Revolución Industrial. Así como hay quienes experimentan el mayor de los desagrados frente al ruido, otros, cosa curiosa, comienzan a sentirse atraídos por él. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con las orquestas del siglo xix, quienes sufren diversas modificaciones en busca de incrementar su potencia sonora. A mediados del siglo XIX las orquestas aumentan su tamaño, introducen nuevos instrumentos y se modifican los materiales de algunos instrumentos con la intención de hacerlos más potentes. En este sueño de potencia Héctor Berlioz describe en el Grand Traité d´instrumentation et d´orchestration modernes (1844) a su orquesta ideal, la cual debía estar formada por 816 ejecutantes entre ellos un coro de 380 personas, 120 violines, 30 pianos, 30 arpas, 16 cornos y 53 instrumentos de percusión. El resultado, a decir de Murray Schafer, es una orquesta: “capaz de rivalizar, en el plano de la intensidad, con el ruido de la fábrica” (1979: 158).

Casos como el anterior nos advierten la seducción que algunos años más tarde habrían de ejercer el ruido entre las futuras sociedades, a través de ese largo pero inevitable proceso de habituación que precede a toda ruptura. En este sentido, es posible apreciar una transformación que se opera no en los atributos que se reconocen en el ruido, sino en la manera de percibirlos, reconociendo cualidades positivas en lo que antes fueran inconvenientes: el ensordecimiento, la intensidad, la potencia y la turbación. Al respecto nos dice Walter Benjamin (2006), que, debido a las colisiones de la época industrial, la experiencia de la modernidad representa un shock para las sensibilidades; este choque no solo hace padecer a los sentidos, sino que prepara a la percepción para aceptar nuevas experiencias.

A los elementos sonoros primigenios de la Revolución Industrial se agregan otros en los albores del siglo xx que contribuyeron al ensordecimiento progresivo de la vida moderna. Las formas y los gustos musicales tendieron al estrépito y a la velocidad, gradualmente la cotidianeidad se fue llenado de enseres mecánicos, el automóvil se popularizó e invadió las calles con sus motores y sus bocinas, apareció el avión y pobló los aires de un tremor profundo, se popularizaron los sistemas de reproducción y amplificación de sonido. Al tiempo que esto ocurría las industrias fueron perdiendo la patria potestad del ruido urbano, este se diversificó y dejó aparecer nuevamente a las sonoridades humanas que durante mucho tiempo estuvieran ocultas bajo el manto ensordecedor de la maquinaria.

Hoy día la modernidad sigue impactando a la escucha y el ruido aún está fuertemente ligado a esta; sin embargo, a diferencia de la potestad de las máquinas en la producción del ruido industrial, el paisaje sonoro actual es producto de la masificación de artefactos que ha permitido multiplicar el número de fuentes sonoras, de una tendencia individualizadora del sonido, del uso masivo de tecnologías portátiles, de la extensión de horarios que mantiene en perpetuo funcionamiento a la ciudad, y de la sobrepoblación de automóviles y de gente que se traduce en densidad acústica. En respuesta a los nuevos escenarios, las sensibilidades colectivas también producen sus ajustes –maneras de escuchar, dolencias y vanguardias– en razón del siempre cambiante paisaje sonoro.

Bibliografía

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Ana Lidia M. Domínguez Ruiz es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 1. Doctora en Ciencias Antropológicas por la UAM-Iztapalapa, maestra en Antropología social por la ENAH y licenciada en Ciencias de la Comunicación por la UDLA-P. Coordinadora del grupo interdisciplinario Red de estudios sobre el sonido y la escucha (México). Es autora del libro La sonoridad de la cultura. Cholula: una experiencia sonora de la ciudad (Miguel Ángel Porrúa/UDLAP, 2007), uno de los trabajos pioneros sobre estudios sonoros en México. Ha publicado e impartido conferencias nacionales e internacionales sobre antropología del sonido, ruido y cultura urbana, violencia acústica y socioantropología de los sentidos.

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[1] Todas las referencias del francés han sido traducidas al español por la autora.

[2] Thoreau, Henry (1992[1854]). Walden ou la vie dans les bois. París: Gallimard, p. 138.

[3] Stendhal (1982 [1830]). Rojo y negro. México: Porrúa, p. 3.

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