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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Castro

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº5. Mar del Plata. Enero-Junio 2017.
ISSN Nº2451-6961.
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto


Catolicismo, modernidad y dimensión trasnacional: algunas reflexiones en torno a la Historia del catolicismo en la Argentina de Miranda Lida.

Martín Castro
Instituto Ravignani, Universidad Nacional de Tres de Febrero, Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
martincastromdp@yahoo.com.ar


Recibido:22/03/2017.
Aceptado: 15/04/2017.

El avance significativo experimentado en las últimas dos décadas en los estudios sobre la historia de la Iglesia Católica en la Argentina se evidencia en la multiplicación de la producción historiográfica, la constitución de redes de intercambios entre investigadores y la aparición de esfuerzos de síntesis que arriesgan interpretaciones generales sobre el desarrollo institucional, social y cultural del catolicismo argentino. El libro de Miranda Lida Historia del catolicismo en la Argentina se ubica en este último género, dejando expuesta la intención de reconstruir las modalidades y prácticas del campo católico entre dos siglos, sin perder de vista las articulaciones entre el marco nacional y el trasnacional. El recorte temporal seleccionado muestra una arista novedosa por cuanto deja de lado una historia general de más largo aliento entre la Iglesia colonial y la historia reciente de los católicos y propone una periodización que, enmarcada entre la convocatoria de dos concilios vaticanos, ofrece una reconstrucción de las tensionadas relaciones entre el catolicismo y la modernidad entre 1870 y los comienzos de la década de 1960. Esta reconstrucción es llevada adelante con una sensibilidad particular hacia la constatación de la múltiples facetas de acción de los católicos, nutriéndose de investigaciones previas que dan sustento al objetivo ambicioso de “repensar la relación entre la religión católica y la modernidad” (p. 12).

Podría argumentarse que el libro busca describir (tomamos aquí prestada una expresión acuñada en un artículo de Luis Alberto Romero) a los “católicos en movimiento” (Romero, 2009). Es decir, existe en el texto una clara percepción de la multiplicidad del mundo católico y de la diversidad de las acciones y estrategias emprendidas por la jerarquía eclesiástica y los laicos. Esto, por otra parte, no impide a la autora advertir los elementos comunes o compartidos entre ámbitos que, en principio, parecerían tan ajenos como una festividad popular en una humilde parroquia, las acciones emprendidas por las mujeres de la alta sociedad porteña activas a comienzos del siglo XX, las relaciones entre el clero y las elites políticas o los debates intelectuales de la década de 1930. En definitiva, puede sostenerse que recorre como hilo conductor o preocupación central que vertebra los estudios más particulares la cuestión de cómo se posiciona el catolicismo frente a una sociedad que se encuentra en constante movimiento y evidencia cambios pronunciados. El desafío que significan las transformaciones sociales (y la “modernidad”) impregnan la acción, las respuestas y las estrategias individuales, asociativas e institucionales de los católicos. Estas prácticas que provienen de actores variados se llevan adelante, por otra parte, en el ámbito de una institución que persigue el ideal de alcanzar una “imagen de homogeneidad”, procurando subsumir las posibles heterogeneidades en una única y presentable imagen eclesial como ha advertido Caimari (1995: 92), a partir de la conceptualización propuesta por Poulat (1965).

El libro se inscribe dentro de los avances que se han verificado en la historiografía argentina de la última década en la búsqueda de interpretaciones más amplias del lugar de la religión en las sociedades modernas que superen el estrecho marco de lo que, de manera genérica, se dio en llamar la “teoría de la secularización” (Katznelson y Stedman Jones 2010). Las críticas a los componentes teleológicos presentes en las visiones más esquemáticas de esta teoría son claramente advertidas y Lida manifiesta la intención de favorecer una reformulación de esta matriz explicativa que considere la relevancia de la especificidad de las sociedades en un tiempo y espacio determinado, más allá de las primigenias propuestas “eurocéntricas” que se adivinan en el esquema teórico inicial. El ensayo afirma no perseguir el propósito de plantear una nueva teoría superadora aunque sí sugiere dos ideas importantes que impregnarán la interpretación sobre la historia del catolicismo propuesta: en primer lugar, “la idea de que es posible hilvanar una historia religiosa más allá de la secularización” (p. 12); en segundo lugar, la consideración de que es posible advertir rasgos modernos en el catolicismo desde fines del siglo XIX, demostrando una sensibilidad interpretativa hacia los esfuerzos de los actores católicos, ya manifestada en los trabajos de Christopher Clark (2003:12) dedicados al “nuevo” catolicismo europeo.

Esos rasgos modernos que se pueden entrever en la multiplicidad de acciones, posturas y estrategias (la realización de congresos, peregrinaciones y movilizaciones masivas, la constitución de círculos de obreros, el debate sobre la nación y el catolicismo, la atención dada a las industrias culturales) manifestarían una intencionalidad más amplia que la meramente recortada en la metáfora de la “fortaleza asediada”. En este sentido, no se descubre de manera explícita en el ensayo una adscripción precisa hacia una definición particular de “modernidad”, aunque a lo largo de sus páginas se encontrarán referencias a las vinculaciones (más o menos directas, más o menos traumáticas) con aquella con la cual el catolicismo argentino demostrará tener algunos “indicadores” de cercanía (p. 14), aunque no dejen de señalarse también las coyunturas dominadas por una “crítica a la modernidad” considerablemente extendida (p. 29). En todo caso, si una búsqueda de una definición precisa del concepto de modernidad arroja resultados no demasiado concluyentes, esto no obedecería a una escasa rigurosidad en los presupuestos del libro sino a una sintonía con la interpretación arriesgada por Clark para el catolicismo europeo: lejos de pertenecer al campo de la “tradición” enfrentado al progreso moderno, el “nuevo catolicismo” se encontraría en un situación similar a otros “artefactos de la modernidad política” del siglo XIX (como el liberalismo, el socialismo y el anticlericalismo) que buscarían de manera semejante no tanto abrazarla o rechazarla, sino más bien responder a sus desafíos. Dejando de lado los reflejos tradicionales de interpretar la historia del catolicismo dentro de un proceso irreversible de declinación (consecuencia de la experiencia secularizadora), un análisis del catolicismo entre dos concilios “más allá de la secularización” incluye tener presente a los proyectos rivales enfrentados en la esfera pública (las “guerras culturales” sugeridas por Wolfram Kaiser y Christopher Clark) pero también una atención hacia las respuestas católicas a la vida contemporánea que, sin equivalerse a rechazos completos a la modernidad, entrelazaban críticas acerbas a concepciones rivales (Clark 2003: 13 y 46).

Es indudable que la construcción de los estados-nación y el proceso de constitución de un orden laico en América Latina dieron lugar a un intenso debate sobre el rol de la religión en la esfera pública y a experiencias históricas diversas de “laicización” de las instituciones estatales (Cárdenas Ayala: 2006). En el caso argentino, la Iglesia católica en el cambio de siglo termina aceptando en sus relaciones con las instituciones estatales un cuadro de situación que ha sido descripto como de “pacto laico”, a partir de la conceptualización ensayada por Jean Baubérot (2001) (Di Stefano: 2011). En otras palabras, se aceptan ciertos rasgos fundamentales del ordenamiento político posterior a 1880 como la legitimación popular de los gobiernos (lo que no significa que esto no se verificara más en la práctica que en el discurso) y el ejercicio consensuado de la herramienta del patronato, beneficiándose con contribuciones al crecimiento institucional (como la incorporación de nuevas diócesis) o el sostenimiento económico a través de los presupuestos nacionales y de los subsidios votados por el parlamento. En todo caso, es relevante advertir aquí que la aceptación sería, podemos sugerir, más hacia el funcionamiento del orden establecido en la década de 1880 (y la Iglesia va a descubrir muy rápidamente que se encontrará en una posición propicia para reducir las consecuencias desfavorables, posiblemente ya durante el gobierno de Luis Sáenz Peña) que hacia el mismo roquismo entendido éste como facción política, al menos si prestamos atención a cómo se posicionaron los políticos y notables católicos dentro del universo conservador de comienzos del siglo XX (Castro: 2012). Allí sería justamente su antirroquismo el que los ubicaría en cercanía con el saenzpeñismo y en impensado diálogo con antiguos juaristas. De cualquier manera, es sugerente la advertencia que lanza Lida en relación a la acción de la Iglesia durante los años ochenta: es impensable concebir un catolicismo de finales del siglo XIX socavando todos los puentes con un régimen político o confrontando de una manera intransigente que hiciera imposible el reencauzamiento de los conflictos enfrentados. De hecho, como se advierte en las relaciones entre la Iglesia y el segundo gobierno de Roca, éstas iban a ser sorpresivamente cercanas si se las compara con los conflictos de los años ochenta (ejemplo claro, en este sentido, sería la posible intervención del gobierno para definir el equilibrio de los votos parlamentarios contra el proyecto de ley de divorcio en 1902). Otra forma de explorar la relación entre Iglesia y estado en el cambio de siglo puede encontrarse al dirigir la atención hacia las vinculaciones entre la jerarquía eclesiástica y las elites de la república, no tanto desde el punto de vista político sino sopesando la relevancia de las relaciones estrechas construidas entre el clero y las familias de la alta sociedad. Allí, se aprecia no solo el apoyo de sectores de las clases propietarias a las iniciativas eclesiásticas sino también el lento surgimiento de severas críticas en el interior de la Iglesia –como aquellas definidas por Gustavo Franceschi temeroso de que aquellas “redes de padrinazgo” (como las define Lida)– hacia aquellas vinculaciones que garantizaban una autonomía en las decisiones y un enfoque dominado por la tibieza y alejado de los principios del catolicismo social.

Lejos de ser una Iglesia homogénea intransigente enfrentada a una elite liberal también homogénea –como tendía a reconstruirse a este conflicto previo a la renovación historiográfica reciente– la Iglesia del novecientos es una institución con claroscuros cruzada por desigualdades, tensiones sociales y conflictos entre asociaciones. La reconstrucción propuesta por Miranda Lida hecha luz significativa sobre el rol de los Círculos de Obreros como institución integradora y nacionalizante del catolicismo argentino. En este sentido, desde un enfoque novedoso (los Círculos no son interpretados sólo como una asociación limitada a ser una expresión del catolicismo social) el estudio revela las oportunidades y desafíos a los que se enfrentaban aquellos (y, de manera más general, el asociacionismo católico) en el cambio de siglo: 1) la necesidad de los católicos de contar con una asociación en cierto sentido antielitista y cercana a los sectores obreros; 2) los debates internos en el catolicismo social tensionado entre el mutualismo y la conformación de sindicatos católicos; 3) la conformación interclasista de los Círculos y los límites de una dirigencia que sólo raramente podía mostrar obreros entre sus filas; 4) la sospecha que pesaría sobre ellos de ser una herramienta de control social cercana a las elites; 5) el aporte que podrían hacer los Círculos en relación a la omnipresencia de la “cuestión nacional” a comienzos del siglo XX y su constitución en una institución que subrayaba su carácter nacional en oposición al “internacionalismo” obrero de las sociedades de resistencia y los sindicatos socialistas.

Historia del catolicismo en la Argentina también señala cómo aquel rol clave de los Círculos en esa empresa de nacionalización del movimiento católico encuentra límites innegables cuando se dirige la mirada hacia la integración de las mujeres en la sociabilidad católica o hacia el impacto de la aventura inmigratoria entre quienes provienen de ultramar. La Iglesia va a responder de manera diversa a la acuciante pregunta sobre la relación de los inmigrantes con la religión en la sociedad de recepción (la famosa duda sobre si en América se pierde la fe), (Rosoli: 1987) recurriendo a la incorporación de órdenes y congregaciones religiosas como los salesianos y a la difusión de nuevas devociones que reforzaban indirectamente aquella “europeización” del catolicismo argentino de las primeras décadas del siglo XX. También es cierto que La Prensa católica se dejará ganar por los prejuicios xenófobos en no pocas ocasiones (por ejemplo en 1901 cuando El Pueblo afirme ser capaz de distinguir en una manifestación de los Círculos de dónde provenían los gritos de la “turba” anarquista opuesta a la presencia católica en las calles: “…por los gritos podía notarse que los labios que los pronunciaban eran extranjeros y por las inflexiones de las voces se adivinaba las cavernas inmundas de donde provenían", El Pueblo, 1 de octubre de 1901). De todos modos, allí se advertía ya lo que Lida señala con perspicacia: la intención por identificar en la religión a aquello que definía el centro constitutivo del “alma argentina”.

Como se desprende del ensayo, no deja de ser sorprendente que una institución caracterizada por la heterogeneidad (el catolicismo es claramente plural y no consigue darse una cohesión propia por encima de las diferencias regionales, sociales y de género) persiga, sin embargo, una identificación con la nación con la intención de constituirse además en un baluarte de la misma. Es revelador, en este sentido, el informe que elabora el arzobispado de Buenos Aires en 1907 sobre la cuestión de la inmigración cuando propone a la religión católica como componente central del “alma nacional”.

Recordemos por un momento, en una breve digresión, que en la introducción a su libro El culto del littorio, Emilo Gentile (2007) recordaba las reflexiones de Giuseppe Mazzini sobre la importancia de transferir a ese organismo inerte que era supuestamente Italia “el hálito fecundador de Dios, el alma de la Nación”. La preocupación entre miembros de las elites políticas y sociales y de los círculos intelectuales argentinos por proponer recetas que contribuyeran a la “regeneración” nacional y dieran respuestas frente a lo que consideraban eran el avance del cosmopolitismo (aquí entendido de manera negativa) se encuentra por esos años en actores muy diversos que persiguen una “educación nacional de las masas” (Gentile 2007: 25). Un ejemplo de ello son, por supuesto, los católicos pero también otras figuras como Estanislao Zeballos o el diario La Prensa.

En 1908 en medio de la campaña pro armamentos que estaba desarrollando el ex canciller e intelectual rosarino el diario publicó un editorial bajo el sugerente título de “Resurgimiento cívico. El alma argentina”. En esta columna, el diario de los Paz llamaba a recuperar la “fibra patriótica” observada en los pueblos y ciudades del interior durante aquella gira de Zeballos que permitía avizorar un tónico eficaz frente al flagelo del cosmopolitismo sufrido por la sociedad argentina (Castro: 2014). Claramente el saenzpeñismo fue otra corriente que sintonizó con esta mirada sobre los rasgos fundamentales de la sociedad argentina y sobre aspectos centrales de la política exterior o de las recetas de regeneración política que debían ser perseguidas. En este sentido, esta interpretación se advierte no solamente en la carrera diplomática de Roque Sáenz Peña o en sus vinculaciones con cenáculos como el del diario La Prensa, sino también en las motivaciones centrales de su programa de reforma electoral (que se relacionaba directamente con su preocupación hacia la “cuestión nacional” y la pedagogía patriótica de las masas) y en su cercanía a sectores que abrevaban simultáneamente en las fuentes del antirroquismo y que manifestaban una sensibilidad hacia la constitución de una identidad nacional sólida. En esta dirección se encontraban evidentemente los católicos. Si por una parte las celebraciones del Centenario son una oportunidad que la jerarquía católica no deja pasar por alto para estrechar vínculos con las elites sociales y políticas, también es cierto que un núcleo de dirigentes católicos como Emilio Lamarca, Indalecio Gómez o Juan M. Garro se habían mostrado activos en asociaciones de corte nacionalista en el cambio de siglo (Castro 2009). La Prensa católica, incluso, había manifestado su apoyo hacia la incorporación de armamentos para responder a las fluctuaciones en los equilibrios de poder regionales. Es decir, posiblemente pudiera verse más oportunismo en sectores de la jerarquía eclesiástica que de manera ansiosa procuran exagerar el peso de la Iglesia en la sociedad argentina durante las celebraciones del Centenario –significativo serán, sin embargo, el escepticismo que brota de las reflexiones de Franceschi en estas fechas como señala Lida– que en algunos miembros de la dirigencia católica con activa participación política. Estos rasgos de autonomía de los laicos católicos serán cada vez menos centrales ante el avance de la jerarquía eclesiástica que procuraba una “nacionalización” centralizada de las diversas asociaciones y grupos.

Es curioso, con todo, que el acercamiento de la Iglesia hacia las elites sociales y políticas en el momento del Centenario la coloquen en una situación más favorable en los intentos por reducir la dirección del proceso de laicización y la exponga en los años que van entre 1909 y 1912 a la acusación de liderar una ofensiva clerical sobre las instituciones de la república. Esto puede ser advertido no solo en el ámbito parlamentario o en los enfrentamientos dialécticos en La Prensa sino también en el resurgimiento de movimientos locales anticlericales de protesta que rechazaban la interferencia eclesiástica y la participación de dirigentes católicos en posiciones expectantes del gobierno de Roque Sáenz Peña. Si estos enfrentamientos son coyunturales, lo será menos la intención de los católicos por reforzar en diversas circunstancias los lazos entre catolicismo e identidad nacional con anterioridad a la década de 1930, habitualmente asociada ésta última a una retórica católica de cruzada y a una estrecha vinculación entre el ejército y la Iglesia como rasgo central en el proyecto de construcción de una “nación católica” (Zanatta: 1996).

Frente a los desafíos de las transformaciones sociales, el catolicismo responde persiguiendo la organización nacional centralizada del laicado (con la Acción Católica en los años treinta), el avance consistente sobre la esfera pública y una participación activa en los debates intelectuales de los años de entreguerras. La metáfora de la “fortaleza asediada” se manifiesta nuevamente pobre para arriesgar una interpretación integral de las acciones de los católicos en el período entre dos concilios si bien es innegable la tentación que aquella poderosa imagen ejerció sobre los actores católicos en el cambio de siglo o en la retórica militante en el momento del Concilio Vaticano I. Se advierte, por otra parte, el peso que en las acciones de la Iglesia católica argentina tuvieron proyectos más amplios que recuperaban las influencias provenientes de más allá de las fronteras nacionales. El texto reconoce, entonces, una tensión entre una periodización construida a partir de dos eventos de dimensiones claramente supranacionales (dos concilios vaticanos, lo que significa plantear la incidencia de las políticas centralizadoras vaticanas) con las características propias de la historia del catolicismo argentino entre dos siglos. En el “epílogo sin final” el ensayo retoma esta cuestión sugiriendo la existencia de dos “curvas” –que subdividen el período explorado– en las cuales se entrelazan el peso “innegable” de Roma (y otras influencias internacionales) con una construcción particular del catolicismo argentino (su “nacionalización” y esfuerzos de integración) y sus respuestas frente al avance de la industrialización y la urbanización a partir de la década de 1940.

Una de las cuestiones que responde, en principio, de manera más transparente a un abordaje “transnacional” es el debate en torno a la influencia de la denominada “romanización” en la Iglesia argentina. Por supuesto, los esfuerzos de los católicos por encontrar referencias intelectuales e identitarias comunes refuerzan el sentido de las vinculaciones más allá de las fronteras nacionales y de los contextos particulares de cada iglesia. No sorprende, en este sentido, que diversos autores hayan señalado aquella pertenencia a una “comunidad transnacional” como experiencia cultural que trasciende las modalidades nacionales (Hazareesingh: 1994; Boyer: 2004). Sería pertinente también recordar que el proceso de “burocratización de las creencias” y la tendencia hacia una mayor uniformización (y una autoridad espiritual más firme) se encontraba inacabado hacia la Primera Guerra mundial y lejos estaría de agotarse en el desarrollo del proceso de “romanización” católica.[1] Esta “romanización”, describe Lida, contribuye a la profundización de los rasgos “europeos” de la Iglesia argentina (p. 22), que se podrán advertir en las rupturas (parciales) con la herencia hispana o en la importancia del aporte francés en la búsqueda de modelos de organización, rituales y formas de piedad que algunos sacerdotes y laicos argentinos van a descubrir en la persecución de la construcción institucional. Podría agregarse que esta “europeización” se verifica no solamente en la importancia de la formación del clero (y el aporte del Colegio Pio Latinoamericano en Roma) o en la incorporación de la devoción del Sagrado Corazón, sino también en la atención brindada por las publicaciones católicas de finales del siglo XIX y comienzos del XX a los experimentos europeos de organización de las asociaciones laicales, particularmente notable en el seguimiento que El Pueblo, La Voz de la Iglesia o la Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires, realizaban hacia los avances de las organizaciones católicas laicas belgas o alemanas.

En este sentido, la atención de los católicos argentinos dirigida hacia la marcha de las Iglesias latinoamericanas es menos frecuente en las primeras décadas del siglo XX, cuando son fuente de inspiración en momentos o circunstancias conflictivas (por ejemplo durante la guerra cristera en México, como revela el libro) o cuando reemergía el interés por la organización política de los católicos.[2] De todas formas, la mirada hacia América Latina aparece subordinada ante el deslumbramiento frente a los modelos europeos. Sería posible preguntarse, además, si la definición del proceso de “romanización” entendido con límites específicos (y cuya intencionalidad y agencia tendría orígenes precisamente en Roma) no conducirían a encontrar resultados acordes con una impugnación a una descripción “monocromática y unilineal” del proceso como se afirma de manera muy convincente en el libro. En este sentido, como argumenta Lida, el concepto no es plenamente explicativo (p. 91). Nos encontramos, por el contrario, con la diversidad y la heterogeneidad del movimiento católico incluso en una década como la de 1920 en la que la historiografía había insistido en estudios anteriores en presentar como una “antesala” de la década (de 1930) que habría encarnado el resurgimiento católico. Si el peso de Roma es, sin dudas, significativo no se revela como la solitaria variante explicativa del proceso de construcción de la Iglesia católica argentina. Además de la importancia que, como queda evidenciado en la Historia del catolicismo en la Argentina, adquiere la nacionalización del catolicismo (sobre todo entre fines del siglo XIX y la década de 1930), los católicos argentinos manifiestan una apertura al contexto internacional que no se reduce a la política vaticana (ni al capital simbólico francés) y que Lida elige denominar “cosmopolita”.

La segunda curva de la periodización propuesta para la reconstrucción histórica del catolicismo argentino entre dos concilios sería el tiempo de una integración creciente en el seno de la Iglesia latinoamericana, sobre todo a partir de la segunda posguerra. Los años cuarenta y la posguerra proponen un nuevo escenario con el crecimiento del asociacionismo católico de perfil obrero, las complejas relaciones entre la Iglesia y el peronismo y el desafío de las transformaciones socioculturales. De esta manera, como concluye acertadamente el ensayo, el Concilio Vaticano II no irrumpe abruptamente en escena provocando cambios de naturaleza completamente exógena. Éstos ya se encontraban de alguna manera presentes en las nuevas modalidades que el catolicismo argentino estaba adquiriendo desde los años cuarenta. Con todo, la pertenencia a una “comunidad transnacional” (o los rasgos “cosmopolitas”) significa una cierta sensibilidad a proyectos y debates que exceden a los límites nacionales.



Bibliografía


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Martín Castro es Doctor en Historia por la Universidad de Oxford. Es investigador del CONICET y del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani” (UBA) y profesor de la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Ha sido investigador visitante en el Latin American Centre (Universidad de Oxford) y profesor invitado en los programas de posgrado de la Universidad Di Tella y de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Entre otros trabajos es autor de El ocaso de la república oligárquica: poder, política y reforma electoral, 1898-1912. (Edhasa, 2012).


[1]Como señala agudamente C. A. Bayly (2004: 330) estas transformaciones también se advirtieron en las iglesias protestantes, el Islam, el hinduismo y el budismo.

[2]De esta manera el ejemplo de los católicos incorporados al Partido Conservador chileno a comienzos del siglo o las modalidades adoptadas por los católicos uruguayos al enfrentarse al battlismo acercan nuevas ideas a un laicado y a una jerarquía eclesiástica que, ocasionalmente, vería con buenos ojos la concreción de un experimento político confesional en la Argentina (Castro: 2015).

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