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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Denaday

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº5. Mar del Plata. Enero-Junio 2017.
ISSN Nº2451-6961.
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto


Notas para el debate historiográfico sobre el peronismo de los setenta

Juan Pedro Denaday
Instituto Ravignani, Universidad de Buenos Aires, Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
juanpedrodenaday@gmail.com


Recibido:09/05/2017
Aceptado: 12/06/2017

Resumen

Este artículo aborda un primer debate en torno a la productividad de la dicotomía izquierdaderecha para caracterizar a los actores del peronismo de los años setenta. Para ello se remonta al origen de la topografía parlamentaria y las reservas que su uso ha concitado en los estudios académicos sobre el fascismo europeo y el peronismo argentino. Se analizan las posibilidades discursivas del peronismo tradicional, clásico o restaurador, para exponer los argumentos según los cuales se opta por dichas categorías al momento de conceptualizar al peronismo adverso a la Tendencia Revolucionaria. La segunda discusión se propone, en detrimento del binarismo ideológico, promover un análisis crítico de la violencia política setentista. Para ello se atiende especialmente a las prácticas políticas, a los fines de habilitar una interpretación de corte más transversal sobre la violencia asociada a la dinámica facciosa de la interna peronista.

Palabras claves: topografía parlamentaria, fascismo, peronismo, extremismos, violencia política, represión

Notes for the historiographical debate about the Peronism of the seventies

Abstract

This article addresses a first debate concerning the productivity of the dichotomy left-right to characterize the actors of Peronism in the seventies. For that purpose, goes back to the origin of the parliamentary topography, and the reservations that its use has aroused in the academic studies on European fascism and Argentine Peronism. Discursive possibilities of traditional, classic or restorer Peronism are analyzed to present arguments for which the above-mentioned categories were selected when conceptualizing the Peronism averse to the Revolutionary Tendency. The second discussion, to the detriment of the binary ideology, intends to promote critical analysis of political violence in the seventies. The main focus is on political practices in order to enable a more transverse interpretation of the violence associated with factious dynamics of the internal politics of Peronism.

Keywords: parliamentary topography, fascism, Peronism, extremism, political violence, repression

Notas para el debate historiográfico sobre el peronismo de los setenta


Límites de la topografía parlamentaria: del fascismo al peronismo[1]

Bronislaw Baczko señala que la gran mutación política de la modernidad que representó el nacimiento del Estado-nación, no podía estar exenta de otros tantos cambios en el plano de lo simbólico. Siguiendo una definición de Max Weber, Baczko analiza cómo en la emergente sociedad “desencantada” el Estado-nación necesitó producir una gran cantidad de signos y símbolos (banderas, escarapelas, himnos, uniformes, etc.). Lo mismo debieron hacer los movimientos políticos y sociales para representarse en el nuevo espacio político, “visualizar su propia identidad, proyectarse tanto hacia el pasado como hacia el futuro”. Luego de referirse a la elección del rojo para la bandera comunista, cargada a posteriori de significados ausentes en su génesis, Baczko menciona el término “izquierda” como otro modo de representación simbólica. Usado para expresar “la división interna y conflictiva del espacio político democrático por su oposición a la ´derecha´”, señala que lo sorprendente del caso radica tanto en “la afirmación sobre el plano simbólico del hecho parlamentario”, como en “la representación de lo social como fundado sobre sí mismo”, dado que “la división en ´izquierda´ y ´derecha´ tiene un origen fortuito, accidental”, en las posiciones relativas de la Asamblea Nacional de 1789 (Baczko, 2005 [1984]: 15-16).

Por tal motivo, Baczko destaca que los términos izquierda-derecha son representaciones simbólicas, no “reflejos de una ´realidad´ que existiría fuera de ellas” (2005 [1984]: 17, subrayado en el original). Para el historiador polaco, esa “repartición topográfica” resultaba muy reveladora del nuevo espacio político, ya que dejó de evocar sentidos religiosos u otros extrapolíticos, para pasar a determinarse mediante “un azar perpetuado por una convención tácita”. Si durante la Revolución, la oposición izquierda-derecha no trascendió el marco parlamentario, a partir de mediados del siglo siguiente “se impondrá progresivamente, siempre a partir de la topografía parlamentaria, como representación simbólica global de diferentes sensibilidades políticas y sociales, discrepancias de ideas, etc., primero en Francia y luego en los demás países”. Finalmente Baczko (2005 [1984]: p. 17) registra que la oposición binaria pasó a ser ternaria con la aparición de un “centro”, y agrega una conclusión que nos interesa: “Representaciones simbólicas que, con una dosis de inercia, pesan en las mentalidades y en los comportamientos, quienes quedan aprisionados por aquéllas”.

En el período transcurrido entre el Caso Dreyfus y la primera guerra mundial, los alineamientos político-ideológicos franceses sufrieron algunas transformaciones. Mientras dirigentes como Jean Jaurès abandonaron el antisemitismo a la sazón gravitante en la tradición socialista, que quedó desde entonces más exclusivamente asociado a la nacionalista, sindicalistas revolucionarios como Georges Sorel empezaron a tener relaciones más fluidas con los activistas de la Acción Francesa (Winock, 2010: 39-152).

La guerra mundial estimuló esos reacomodamientos ideológicos, y tanto la Revolución rusa como el surgimiento del fascismo vinieron a dislocar la topografía parlamentaria, produciendo nuevos cruces en el campo de los militantismos revolucionarios antiliberales. Si bien el fascismo fue la antítesis del comunismo y en tanto antimarxista podría ubicarse en la derecha radical; su caracterización según los criterios de la topografía parlamentaria nunca resultó evidente ni para las identidades nativas, ni para todos los estudiosos. En la medida que esa movilización de masas se sustentó en la liberación de emociones agresivas y en un modo vitalista del accionar político, acicateó conflictos entre los fascistas y los conservadores. Por tal motivo, para Robert Paxton (2005: 20), resulta difícil el emplazamiento del fascismo en el mapa político izquierda-derecha, ya que siempre tuvo una ambigüedad entre representar un ataque frontal a la izquierda y disputarle los sentidos antisistémicos. En todo caso, agrega Paxton que si algo tenían claro los fascistas, era que no pertenecían al “centro”, que condensaba todo lo que despreciaban por blando y timorato.

En el mismo sentido, François Furet (1995: 31-32) analiza que la guerra ofreció una “formidable renovación a la idea revolucionaria”, en la medida que la “pasión antiburguesa” fue retomada por la derecha; que compitiendo, reaccionando y siendo inseparable de la pasión antiburguesa de izquierda, “también lleva dentro una revolución”. Por ello no hubo “que aguardar mucho tiempo, tras el fin de la guerra, para ver cómo el término ´socialismo´, reinventado por la derecha”, inició “una nueva carrera bajo el estandarte del fascismo” (Furet, 1995: 192). El inconveniente no se presenta sólo por la ambivalencia del imaginario fascista entre sus elementos simultáneamente igualitaristas y jerárquicos, disruptivos y conservadores, sino que concretamente en su génesis histórica se nutrió de los radicalismos de derecha e izquierda (Gentile, 2004: 119-120). Para Peter Fritzsche (2012), la victoria política de los nacionalsocialistas alemanes, en el contexto de una pluralidad nacionalista de grupos fascistas competitivos, se debió a una retórica populista y antielitista. Ella supo combinar exitosamente los sentidos patrióticos y comunitarios surgidos de la experiencia de la guerra de 1914. Así, en su origen, el fascismo también representó una esperanza para millones de personas, aunque el conocimiento de sus efectos catastróficos finales obturen esa “ojeada retrospectiva”, porque “desde 1945, se ha vuelto casi imposible imaginar el nacionalsocialismo de 1920 o de 1930 como una esperanza” (Furet, 1995: 15). Pero incluso entre muchos intelectuales despertó expectativas precisamente por aquellos aspectos vitalistas y palingenésicos que anunciaban la catástrofe (Mosse, 2000: 95-116; Gentile, 2004: 93-106).

Sobre el antecedente del fascismo, el problema conceptual proseguiría con la emergencia de los populismos en continentes periféricos, especialmente en América Latina. Entre ellos, particularmente complejo se presentaría el caso del peronismo argentino, dado su distintivo carácter obrerista. A Gino Germani se le debatieron varios aspectos de su interpretación en la conocida polémica sobre los orígenes. Pero esas discusiones se focalizaron en cuestiones estructurales y sólo tangencialmente abordaron el problema de su definición política e ideológica, de la que él sí se había ocupado. Un aspecto “muy débil e inconsistente” del clásico libro de Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero radica, para Hernán Camarero (2004: 35), precisamente en “la subordinación de las dimensiones ideológicas, políticas y culturales que estaban detrás de la emergencia del fenómeno peronista al exclusivo plano del conflicto social y el interés de clase”.[2] Esto en razón de que se consideraba ajustada la categoría germaniana de movimiento nacional-popular, que podía entroncarse con el acervo teórico gramsciano.

Sin embargo, Samuel Amaral (2009) analiza que antes de arribar a dicha definición, las reflexiones de Germani habían transitado otras, y todas ellas convivían en su libro Política y sociedad en una época de transición. [3] En el subtítulo “El ´izquierdismo´ y las clases populares” del capítulo 4 (1957), Germani alertaba sobre los inconvenientes de la clasificación izquierda-derecha desde la primera guerra mundial, a partir de la cual surgieron autoritarismos de izquierda, nacionalismos de izquierda e ideologías de derecha con contenido socialista. El sociólogo italiano estableció una correlación entre las clases populares y su opción por movimientos políticos de izquierda, pero se cubrió de posibles réplicas señalando que, en razón de lo previamente advertido, esas izquierdas podían “contener elementos (a veces de gran significación) asignables a la tradición de la derecha, y por esta circunstancia resultar de difícil clasificación. Aquí se indica la posibilidad de que la asignación (a la derecha o a la izquierda) se basa más en la historia política concreta del movimiento y de su contexto social, que en el conjunto de sus contenidos ideológicos propiamente dichos” (Germani, 1962: 130-133).

Destaca Amaral (2009) cómo Germani fue modificando sus caracterizaciones del peronismo en el intercambio recíproco con Seymour Lipset. La propuesta teórica del sociólogo neoyorquino ponía en relación las posiciones de izquierda, centro y derecha, con fenómenos políticos respectivamente apoyados en las clases trabajadora, media y alta. Cada una de ellas hallaba sus respectivas expresiones extremistas en el comunismo, el fascismo y el autoritarismo tradicional. En la medida que el fascismo tenía sus bases sociales en las clases medias, no era un extremismo de derecha como frecuentemente se lo presentaba (posición que les correspondía a los conservadores no revolucionarios). Se trataba para Lipset (1977 [1960]: 115) de un extremismo de centro, que al igual que el extremismo de izquierda buscaba “valerse de los medios políticos para realizar la revolución cultural y social”. El extremismo de izquierda o de clase trabajadora podía ser comunista, anarquista, socialista revolucionario o peronista (Lipset, 1977 [1960]: 118). Porque si bien el peronismo tenía una “ideología del estado fuerte totalmente similar a la abogada por Mussolini”, al igual que la mayoría de los partidos marxistas enraizaba sus bases sociales entre las clases bajas, especialmente los trabajadores urbanos y rurales. Aunque los estudios académicos de entonces se inclinaban de modo predominante por la identificación con el fascismo, Lipset prefería definir al peronismo como un “nacionalismo populista anticapitalista”. Si concedía a esa tendencia lo hacía bajo la condición de que se lo definiera como un “fascismo de la clase baja”, lo que en su taxonomía sociológica, era igual a un “fascismo de izquierda” (Lipset, 1977 [1960]: 152-155).

En su último libro de 1978, Germani abordaría una problematización en sintonía con sus primeras ideas de aquello que ahora denominaba “populismo nacional”. Seguía insistiendo en la escasa claridad de los términos izquierda y derecha luego de la primera guerra mundial, que debían “percibirse de modo relativo, sobre la base de la cultura política nacional” (Germani, 2003 [1978]: 112). Aun menos nítidas se volvían dichas categorías en el caso del populismo, que “en sí mismo tiende a negar cualquier identificación con cualquier clasificación en una dicotomía de derecha/izquierda”, ya que incluye “componentes contrastantes”. Ellos podían combinar, bajo diferentes modalidades, “demandas socialistas” o un “reclamo de justicia social” con “fuertes componentes nacionalistas y el rechazo de la importancia de la clase”. Podían también reivindicar la participación de “la gente común”, pero a través de una forma autoritaria usualmente expresada bajo un liderazgo carismático (Germani, 2003 [1978]: 114). Según el sociólogo italiano, en el marco latinoamericano de una industrialización tardía con una “rápida movilización” de los “estratos tradicionales”, las “ideologías de la industrialización” se afirmaron en contra de los países centrales occidentales y su modelo político de democracia representativa, que no era un espejo en el que se podían mirar las élites dispuestas a canalizar la participación de las clases bajas. Así, surgieron “movimientos que han combinado varios contenidos ideológicos correspondientes a tradiciones políticas opuestas, izquierdismo/autoritarismo, izquierdismo/nacionalismo, derechismo/socialismo y una miríada de fórmulas híbridas o aun paradojas desde el punto de vista de la dicotomía europea izquierda/derecha”. Estas formas, “a pesar de sus muchos significados y variedades”, podían “resumirse con el término genérico movimientos populistas nacionales” (Germani, 2003 [1978]: 139).


Posibilidades discursivas del peronismo tradicional

En Resistencia e integración, Daniel James retoma un análisis del peronismo prestando mayor atención a los aspectos culturales e ideológicos. Según su interpretación, la clase trabajadora no había llegado al momento de emergencia del peronismo plenamente conformada, sino que aconteció un proceso de interacción durante el cual ella fue moldeada por el discurso político peronista, y viceversa. Los efectos ideológicos de esa interacción fueron para el autor ambiguos, dado que le otorgaron tanto un sentimiento de orgullo y respeto, como fortalecieron su espíritu reformista (James, 1990: 56-57).[4] En el período de la resistencia peronista, James (1990: 128-144) sugiere la presencia de algunos elementos larvados de un contradiscurso, pero en lo fundamental advierte la persistencia de unos “principios ideológicos tradicionales” caracterizados por el nacionalismo económico, el populismo obrerista, la nostalgia de los tiempos felices y la lealtad a Perón.

El historiador británico evalúa que en aquellos años la influencia de la Revolución cubana fue minoritaria en el peronismo, y prédicas como la de John William Cooke encontraron un eco limitado, circunscripto a “los sectores juvenil y estudiantil” (James, 1990: 205-207). James (1990: 278) señala que el posterior surgimiento de la “línea dura” antivandorista se basó “en conceptos tales como ´leales´, ´traidores´, ´duros´, ´blandos´, ´fe´, ´lealtad´, ´intransigencia´”, que, en definitiva, se referían “a cualidades morales y valores éticos antes que a programas políticos y preceptos ideológicos”. O sea que los duros podían ser tanto de tendencia izquierdista y marxista, como nacionalista y peronista anticomunista, pues la dureza no refería a la ideología sino a las prácticas políticas.[5]

La identificación de los duros con la izquierda alentó el análisis que sugiere el desarrollo, hacia fines de la década del sesenta, de un generalizado proceso político de “giro a la izquierda”. Una caracterización que reclama ser matizada, tanto distinguiendo sus alcances en la sociedad civil y las vanguardias políticas, como contemplando que esos militantismos radicales fueron ideológicamente abigarrados. Indudablemente la Revolución cubana irradió una corriente de afinidad entre nacionalismo y marxismo en franjas del peronismo. Pero ya previamente, como lo ha registrado Julio Melon Pirro (1993: 228), también el nacionalismo aliancista había adquirido una gravitación mediante la transmisión de prácticas asociadas al pleito callejero, cuyo ejercicio resultaba novedoso para los peronistas que protagonizaban la resistencia. Ello no dejó de favorecer, a su vez, la ascendencia del nacionalismo sobre un activismo peronista con el que mantenía ya fuertes afinidades ideológicas. Aun cuando, como lo ha señalado Daniel Lvovich (2011: 23), en la Argentina pos 1955 sus fronteras se volvieron más porosas y difusas, el ideario peronista tradicional debe distinguirse del nacionalismo, ya que se trata de subculturas políticas vinculadas pero independientes.[6]

Desde un punto de vista discursivo, esos principios ideológicos tradicionales del peronismo encontraban tanto límites como posibles resignificaciones. El primer límite estaba dado por la relación de discontinuidad entre el imaginario socialista y el populista, en tanto este último se caracterizaba por una fetichización estatal de signo organicista. Por tal motivo, según la interpretación de Emilio De Ipola y Portantiero (1981: 27), su lógica impedía una articulación antagónica de las demandas populares contra “el principio de dominación”. Aunque le reconocen al peronismo el mérito de haber otorgado derechos y canales de participación a las masas populares, los autores destacan que “esos rasgos positivos” iban insoslayablemente acompañados de “limitaciones insuperables”, que no eran azarosas sino constitutivas de su naturaleza misma. Pues en la conformación de las masas como sujeto “pueblo”, el peronismo las subordinaba a un Estado “corporizado y fetichizado” por la figura del jefe carismático, en razón de la “estructura interpelatoria que le era inherente” (De Ipola y Portantiero, 1981: 29-30). Allí radicaba el segundo límite, definido por lo que la militancia peronista tradicional traducía discursivamente en términos de “lealtad”, cuyo trasfondo estaba dado por una “estructura interpelatoria” que cohesionaba pueblo, Estado y líder.

Esta conceptualización nos facilita interpretar la principal división política del peronismo de los setenta entre quienes acataron y quienes desafiaron las directivas políticas de Perón. Tal era, además, el criterio del caudillo justicialista, al que si no parecían importarle demasiado las compulsas de ideas en términos abstractos, ello era así siempre y cuando no sirvieran para acicatear o justificar una desobediencia política. En definitiva, como se ha señalado reiteradamente, el objetivo fundamental de Perón era la obediencia, ya que su pensamiento político se basaba en una traslación de concepciones de origen castrense. Si esto explica la ruptura del peronismo tradicional con quienes desde un peronismo de izquierda o socialista cuestionaron al líder, permite además captar su heterogeneidad empírica, así como distinguir dos posibles articulaciones discursivas.

Para ello resulta sugerente el análisis que desde la ciencia política ensaya Julián Melo (2008), al ubicar al institucionalismo como parte del juego inestable que articula la lógica populista, y no por fuera de ella como lo propone Ernesto Laclau (2005). Algunos actores del peronismo tradicional de los setenta, a tono con el discurso de quién decía regresar del exilio devenido en un león herbívoro, interpretaban el populismo desde el costado armónico del discurso organicista de la comunidad organizada. Pero no faltaron aquellos más radicales que hicieron lo propio con el elemento rupturista-beligerante, alimentando un exaltado peronismo de fluidas relaciones con el nacionalismo, en algunos casos no desprovisto de un vitalismo filo fascista.


Sentidos conceptuales de una opción nominativa

Aquí atendemos a la sugerencia realizada por Emilio Gentile (2004: 108-109), cuando al momento de debatir si el fascismo podía ser caracterizado como una revolución, advertía sobre el riesgo de perderse en la trampa nominativa de un infinito laberinto de disputas verbales”. Pero no menos necesario resulta señalar que cuando un investigador en ciencias sociales nombra su objeto, o sea, lo representa mediante palabras y conceptos, también lo está construyendo. Para Pierre Bourdieu (2012 [1984]: 41) ese campo de nominaciones gravita entre los extremos del reconocimiento, que implica la denominación del individuo o grupo según sus propios términos, y nombrarlo con el nombre que le dan otros, especialmente sus enemigos, que en ocasiones él considera un insulto, calumnia o difamación. Al referirse a las vías metodológicas para arribar a un tipo de “objetividad generalizada”, distinta a las “objetivaciones parciales” de los actores nativos en pugna, una de las recomendaciones de Bourdieu (2012 [1984]: 43) consiste en observar la diversidad de nombres dados a un mismo grupo, dado “que la lucha por la imposición del punto de vista legítimo forma parte de la realidad objetiva”. En el caso del conflicto político-ideológico acontecido en el seno del peronismo a partir del influjo de la Revolución cubana, que hizo eclosión durante su tercer gobierno, podemos identificar los polos de las objetivaciones parciales. Por un lado, en la nominación como derechistas y reaccionarios de todos aquellos sectores del peronismo que no se alinearon con Montoneros, y, por otro, en la impugnación de estos últimos como infiltrados, es decir, como militantes marxistas en impostura peronista. Nuestra perspectiva procura ubicarse por fuera de esas dos nominaciones, en la medida que suponen dar por válida la objetivación parcial de las simétricas construcciones de otredad.

La interpretación de la interna del peronismo de los setenta mediante la escisión polarizada en una izquierda y una derecha es común a dos trabajos que han renovado la historiografía del período, como lo son los de Alicia Servetto (2010) y Marina Franco (2012). Según esta última, se ubicaban por un lado la Tendencia Revolucionaria y por otro el “sector tradicional o de derecha, conformado por la rama sindical mayoritaria, sectores políticos peronistas tradicionales, algunos de extrema derecha y anticomunistas, y otros, también de extrema derecha, ligados a López Rega y a las fuerzas de seguridad” (Franco, 2010: 46). Una interpretación semejante sostiene Servetto (2010: 17), al afirmar que:

“las divisiones internas del campo peronista aumentaron hasta alcanzar una polarización centrífuga, conducente a políticas inmoderadas o extremistas. Las dos fuerzas principales en pugna por el poder, el peronismo revolucionario y la derecha político-sindical, ocuparon los polos opuestos: incompatibles entre sí y mutuamente excluyentes”.

Compartimos la caracterización de una “polarización centrífuga” que dio lugar a posiciones “inmoderadas o extremistas”, pero lo que nos parece discutible es asumir que ese conflicto pueda entenderse, de manera global, bajo los términos sin matices de un polo caracterizado como “revolucionario” y el otro de “derecha”. No pretendemos exagerar el debate e impugnar el uso de la topografía parlamentaria en general, dado que como lo señaló Norberto Bobbio (2014 [1994]: 69), si esos términos siguen vigentes en el lenguaje político es porque los que lo “utilizan no dan en absoluto la impresión de usar palabras en balde porque se entienden muy bien entre sí”. Antes que su uso para caracterizar a tal o cual actor, lo que aquí nos interesa someter a discusión es la explicación global de la interna peronista según los términos diádicos de la topografía parlamentaria. [7]

En este aspecto consideramos más proteicos los términos empleados por Liliana de Riz (1987 [1981]: 75-76), quien señala que cuando la consigna “Cámpora presidente” se hizo realidad, “se agudizaron los conflictos entre las fuerzas restauradoras” y aquellas “que pugnaban por la ruptura del sistema”. Pero como tanto los peronistas que buscaban restaurar el reformismo del peronismo clásico, como los que querían resignificarlo en un sentido socialista, apuntaban a alterar el statu quo de un sistema político que desde 1955 negaba la legitimidad del movimiento justicialista, se trataba de dos fuerzas rupturistas. Precisamente por ello no opera satisfactoriamente la dicotomía izquierda-derecha, que asocia el primer término a la ruptura y la discontinuidad, y el segundo a la conservación y la continuidad (Bobbio, 2014 [1994]: 86). En todo caso, podría decirse que el rupturismo del peronismo tradicional era restaurador, mientras el de la izquierda buscaba proyectar el peronismo hacia un horizonte socialista. Pero no era condición necesaria que los actores peronistas restauradores tuviesen un sesgo derechista en relación con los que ya estaban presentes en los “principios ideológicos tradicionales” del peronismo. Sin contar aquellos grupos o individuos que tenían un sesgo nacionalista o filo fascista, en los que este fenómeno era aún más evidente, en general la posición del peronismo tradicional en los sesenta y setenta implicaba la permanencia de buena parte de aquellos sentidos autoritarios y “nacionalistas de derecha” que, como lo señala Franco (2012: 168 y 296), ya estaban presentes en el peronismo de los orígenes.


¿Peronismo de derecha o tradicional-clásico-restaurador?

A continuación vamos a enumerar sintéticamente las principales razones por las cuáles consideramos más productivo el uso de las categorías peronismo tradicional, clásico o restaurador[8] , en lugar de peronismo de derecha:

1. En lugar de sobredeterminarlo con categorías universales, colocan en el centro de la comprensión de la identidad nativa al peronismo que, en lógica relacional con el antiperonismo, definió el principal clivaje de la política argentina desde 1945, rearticulando la posición relativa de las corrientes políticas alineadas en las diferentes tradiciones ideológicas.

2. No sitúan el componente derechista por fuera de la identidad peronista original, presentándolo como un sesgo tardío, sino que destacan la presencia consuetudinaria del elemento anticomunista en la ideología tercerposicionista. Esa ubicación discursivamente equidistante del mundo bipolar hizo que la consigna “ni yanquis, ni marxistas”, identitaria de los peronistas restauradores de los setenta, no necesitara recurrir a innovaciones ideológicas. En este plano teórico el antecedente del fascismo no es irrelevante para lo que fue “en realidad, un fenómeno general, la novedad política más importante del siglo XX: un movimiento popular contra la izquierda y contra el individualismo liberal” (Paxton, 2005: 30).

3. En vez de homogeneizar, permiten indagar en la complejidad de una identidad perteneciente a la familia de aquellos movimientos de difícil definición según los criterios de la díada izquierda-derecha. Ello facilita explorar la heterogeneidad interna a la que daba lugar una ideología poco normativizada, en la que el significante “peronismo” estaba sujeto a resignificaciones variopintas.

4. No atribuyen un sentido unívoco al significante revolución, asociándolo de manera exclusiva a la izquierda y el marxismo. De ese modo se facilita la exploración de identidades radicales entre los peronistas adversos a Montoneros, muchos de los cuales invocaban una no menos fervorosa revolución de sentido peronista y/o nacional.

5. En lugar de tender, por la vía nominativa, a adoptar el punto de vista que la izquierda peronista construyó de sus adversarios internos, promueven una perspectiva que no es ni aversiva ni laudatoria. La operación simbólica montonera consistía en definir a sus enemigos como reaccionarios, derechistas, contrarrevolucionarios, burócratas, represores, agentes del imperialismo, etc. Los peronistas tradicionales se consideraban peronistas sin aditamentos e impugnaban a los integrantes de la Tendencia Revolucionaria como no peronistas. La necesidad de adjetivar se impone porque analíticamente todos los sectores conformaban el justicialismo, independientemente de la “objetivación parcial” de sus contrincantes.

6. Si el dato de que los peronistas tradicionales no se identificaran como una derecha no resulta suficiente para afirmar que no lo fuesen, ni que no puedan ser designados de ese modo; tampoco parece que pueda considerarse completamente desprovisto de significación que lo recibieran como un insulto o una difamación. De ese modo no le restamos importancia a su propia interpretación de lo que era el peronismo, indagando en los discursos y las identidades nativas de la subcultura política del peronismo restaurador. Uno de sus aspectos distintivos radicaba en la valoración del justicialismo no sólo como una identidad política, sino también como un sistema de ideas. [9]

7. En vez de homogeneizar en una categoría de sentido unívoco el vasto espacio del peronismo no alineado con la Tendencia Revolucionaria, propician la exploración de la heterogeneidad de idearios y prácticas que lo componían. Esa multiplicidad se debía a derroteros condicionados por el ejercicio profesional, los ámbitos de sociabilidad, las redes políticas de pertenencia, los imaginarios y cosmovisiones. En el cruce de esas múltiples determinaciones se articulaban unos entramados que parecen más complejos que los que sugiere la clasificación según la topografía parlamentaria. La homogeneización derechista del peronismo tradicional es funcional a su equívoca unificación, bajo el concepto de un amplio paraguas represivo, con otros enemigos de la guerrilla de izquierda; como, verbigracia, los militares antiperonistas. Sin embargo, la mayoría de los actores del peronismo restaurador no estuvieron exentos de los efectos del plan represivo de la dictadura militar inaugurada en 1976, a partir de un golpe de Estado contra un gobierno al que ellos se encontraban asociados de distintas maneras.

8. Evitan caracterizar a estos sectores desde una lógica meramente reactiva, suponiendo que su único y principal objetivo consistía en oponerse al proyecto montonero, licuando así sus propios anhelos, que eran cronológicamente precedentes. Ello permite soslayar un anacronismo, ya que la mayoría de estos agrupamientos tenían una existencia muy anterior a la emergencia de Montoneros en el año 1970.[10]


¿Un enemigo para la Nación o una Nación de enemigos?

En lugar de seguir la pista analítica de la topografía parlamentaria, al momento de interpretar la violenta dinámica facciosa del peronismo setentista nos resulta más sugestivo colocar en primer plano las prácticas políticas, recurriendo a la distinción entre extremistas y moderados. Bobbio señala que dicha distinción “tiene muy poco que ver con la naturaleza de las ideas profesadas”, permitiendo observar como “ideologías opuestas pueden encontrar puntos de convergencia y acuerdo en sus franjas extremas, aun manteniéndose muy diferentes con respecto a los programas y a los fines últimos” (Bobbio, 2014 [1994: 58). En el populismo peronista esa distinción operaba entre quienes enfatizaban el pueblo rupturista tipo plebs (los menos privilegiados que escinden el cuerpo social y reclaman ser el único pueblo legítimo) y aquellos que lo hacían con el conciliador tipo populus (el cuerpo de todos los ciudadanos) (Laclau, 2005: 108). Para Aboy Carlés (2014) la muerte de Perón implicó el final del populismo en Argentina, dado que la administración de ese juego pendular se hizo ya imposible bajo el vendaval de la violencia. Sin embargo, la pesquisa histórica necesita reparar en aquellos actores peronistas que siguieron desenvolviendo discursos y prácticas consensuales, aun cuando fracasaran en el intento.

Si los peronistas alineados con Perón mantenían divergencias entre sí, sus sectores extremistas presentaban similitudes con la izquierda armada. Al analizar un acontecimiento significativo como lo fue el enfrentamiento del 20 de junio de 1973, apreciamos que los bandos que se disputaron el control del palco estaban acicateados por místicas radicales semejantes en su naturaleza. Si en ellas gravitaba una sobredeterminación ideológica, que en los primeros los vinculaba al nacionalismo y en los segundos al marxismo, sus prácticas e imaginarios sobre lo que debía ser un militante y sobre la dinámica política en juego, eran similares. El activismo de los grupos militantes setentistas recibía un influjo transversal de la ideología como conciencia revolucionaria que inauguró la Revolución francesa. Explica Furet (1980) cómo bajo esa lógica maniquea la figura del traidor va ampliando la del enemigo, cuando ya la “acción no encuentra más obstáculos o límites, sino solamente adversarios y preferentemente traidores”. Es precisamente en “la frecuencia de esta representación” en la que “reconocemos el universo moral que caracteriza la explosión revolucionaria” (Furet, 1980: 40). Por tal motivo, la pasión revolucionaria se halla estrechamente asociada al imaginario conspirativo, abrevando tanto en el lenguaje de “la pureza y el egoísmo”, como en el del “miedo y la sospecha” (Baczko, 2005 [1984]: 44). Como lo ha analizado Gonzalo Portocarrero (2015: 26-65) para el caso de Sendero Luminoso, las “razones de sangre” sospechan de lo impuro, por eso castigan a los traidores y presionan a los débiles de consciencia. Lo que esos romanticismos modernos invoquen (la Patria, la clase obrera, etc.) para legitimar la fecundidad de la violencia es instrumental.

Miranda Lida (2012: 16-17) ha destacado en el imaginario sesentista local la presencia de la “manía conspirativa” y de la “sensibilidad antiburguesa”, que alimentaron “un cóctel explosivo: la radicalización revolucionaria católica de fines de la década de 1960”. El enfrentamiento de Ezeiza resulta elocuente al respecto, tanto en el accionar de los actores, como en sus interpretaciones posteriores, que formaron parte de la disputa política. Si los grupos que custodiaban el palco invocaron un plan para matar a Perón, que no soslayaba referencias a una acción guerrillera articulada como un “ataque internacional”[11] ; Montoneros inició una campaña denunciando una masacre que vinculaban a un plan del imperialismo y no excluía la presencia de “mercenarios franceses”[12]. Se tratara de marionetas del imperialismo o la sinarquía, tanto los imaginarios conspirativos, como la figura del mártir heroico, cara al nacionalismo, eran comunes a ambos bandos[13]. En la medida que desde los hechos de Ezeiza (que encontró nuevos y progresivos hitos luego del asesinato de José Rucci, de la ruptura escenificada el 1 de mayo de 1974 y especialmente a partir del deceso de Perón) Montoneros se fue desplazando a un accionar cada vez más terrorista, tomaron un simétrico impulso los grupos de activistas nacionalistas, sindicales y de militares retirados más violentos e ideológicamente extremistas.

En un análisis de Birgitta Orfali sobre el Frente Nacional francés que recoge Philippe Braud, se registra como uno de sus componentes al “hombre de violencia”. Fascinado con la dialéctica del todo o nada, aquellos desenvuelven una lógica de “oposición incesante con el ´outgroup´”, que “genera en ellos el éxtasis del peligro que se roza, que se teme, aunque se lo busque” (Braud, 1993: 87-88). Si analizar el acontecimiento de Ezeiza es una vía para observar el comportamiento de las franjas extremas del mosaico peronista, también nos permite advertir fenómenos por exclusión. En primer lugar, que el hecho luctuoso en sí fue protagonizado por minorías de uno y otro bando, en el flanco derecho del palco, mientras los millones de simpatizantes peronistas que fueron a reencontrarse con su líder no se vieron involucrados, muchos de los cuales sólo se enteraron de lo acontecido al regresar a sus casas. En segundo lugar, advertir que hubo extremos dentro de la militancia peronista implica constatar, al mismo tiempo, que hubo moderados, entre los que se incluían muchos políticos, funcionarios y profesionales peronistas, así como otras agrupaciones del peronismo restaurador. [14]

Esa eclosión interna protagonizada por los extremistas, tenía como trasfondo una multiplicidad de actores que habían mantenido activa una vitalidad molecular del peronismo en los tiempos proscriptivos. El justicialismo contaba, a su vez, con una traducción molar, en algún grado mediante su vigoroso aparato sindical, y especialmente a través de un liderazgo centrípeto que le permitía adquirir una densidad política nacional. Al referirse a la afiliación al Partido Justicialista del grupo del terrateniente nacionalista Manuel Anchorena, una revista de la época señalaba que “nadie, en realidad, puede sentirse incómodo en un océano como el peronista, un movimiento vertical que, paradójicamente, admite un rosario de fracciones internas”[15]. La traducción de ese mundo variopinto bajo los términos de un clivaje dicotómico entre izquierda y derecha, o de revolución y contrarrevolución, va en detrimento de la capacidad de percibir y analizar la multiplicidad micro política que caracterizaba al peronismo. El inconveniente se asemeja a aquel que señalaba Paxton (2005: 24) frente a la búsqueda de una definición demasiado esencialista sobre lo que fue el fascismo: “Es un poco como contemplar las figuras de un museo de cera en vez de las personas reales, o pájaros colocados en una caja de cristal en vez de vivos en su hábitat”. Partir de la heterogeneidad micropolítica del mosaico peronista nos facilita ir de lo múltiple a lo polarizado, de lo micro a lo macro, y no al revés, como propone la díada, que se dirige desde las macro categorías al comportamiento de los actores. No obstante, ello no significa soslayar el momento de articulación binaria propia del nivel macro político en el que operan las grandes fuerzas molares (Deleuze y Guattari, 2015 [1980]). Traducido en los términos de Laclau (2005: 33-34), diríamos que la “reagregación metafórica” entre “diferencias equivalenciales”, inherente a la constitución de cualquier identidad y no sólo de la populista, siempre alimenta una polarización que tiende a producir una simplificación del campo político.


Conclusiones

En este artículo hemos planteado algunos disparadores para repensar la dinámica del conflicto del peronismo de los setenta. En el primer debate, recogimos aquella bibliografía que pone de relieve que la topografía parlamentaria de origen francés comenzó a encontrar sus límites para caracterizar los movimientos políticos emergentes de la primera guerra mundial, especialmente en el caso del fascismo. Ese punto de partida no se encuentra desvinculado de un ejercicio comparativo con el fenómeno europeo que resultó frecuente en los primeros estudios sobre el peronismo. Si aquella homologación pareció excesiva, considerando sus profundas diferencias en un nivel concreto y empírico; el posterior soslayo comparativo quizás lo haya sido otro tanto, dadas sus no menos notables semejanzas en un plano más abstracto y conceptual.

Posteriormente a su derrocamiento en 1955, analizamos las posibilidades discursivas de unos perdurables “principios ideológicos tradicionales” del peronismo. Luego cuestionamos la homogeneización derechista de los actores no montoneros del peronismo de los setenta, exponiendo aquellos argumentos según los cuáles evaluamos más fructífero adoptar la opción nominativa de restaurador, tradicional o clásico. Ello en tanto consideramos que la interpretación del peronismo de los setenta a partir de la topografía parlamentaria constriñe su heterogeneidad. Especialmente porque tiene un efecto normativo sobre los actores, que bajo esos parámetros sólo pueden desempeñar papeles ya pre asignados como revolucionarios de izquierda o reaccionarios de derecha. Para analizar la violencia de la interna del peronismo de los setenta nos resulta más sugerente prestar mayor atención a las prácticas políticas, distinguiendo entre extremistas y moderados. El estudio de los extremismos nos facilita una interpretación más transversal del proceso de producción de enemistad radical entre los actores políticos, que alentó una vida pública setentista cuya dinámica es indisociable del fenómeno de la violencia política. Pero no menos significativo resulta constatar que, al lado de esos actores que ocuparon con la espectacularidad de sus acciones el centro de la escena, coexistieron otros tantos moderados, cuya indagación puede alumbrarnos zonas menos exploradas de la vida política e institucional del período.



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Juan Pedro Denaday es profesor en Historia por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Se encuentra realizando una Maestría en Historia Contemporánea en la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT). Como doctorando en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) de la UBA cuenta con financiamiento del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Desarrolla sus tareas de investigación en el Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”. En dicho Instituto es miembro del UBACyT “Política, asociaciones y espacio público: prácticas y representaciones en el peronismo (1943-1976)” y del Grupo de Investigación sobre Historia Argentina del Siglo XX.


[1]El presente artículo constituye un resultado parcial y preliminar de una reflexión historiográfica desarrollada en el marco de una investigación en curso. Agradezco las sugerencias y correcciones que en distintos momentos de su elaboración me hicieron Luciano Nicolás García, Hernán Comastri, Mariana Garzón Rogé, Alejandro Cattaruzza, Julieta Jaldin y los evaluadores anónimos de la revista. Una versión previa y más extensa del trabajo fue presentada como ponencia en el Workshop “Discusiones y perspectivas de investigación en torno al peronismo ortodoxo y/o la derecha peronista”, realizado en el marco de las XIV Jornadas de Historia Política, GIMSSPAM, Universidad Nacional de Mar del Plata, Mar del Plata. Agradezco los comentarios que en dicha instancia recibí de Julio Melon Pirro, Nicolás Quiroga, Juan Iván Ladeuix y Juan Luis Besoky

[2]Murmis y Portantiero (2004 [1971]: 184) plantean que la autonomía sindical se habría esfumado con la disolución del Partido Laborista, pero no así el rol institucional de los sindicatos, que pasaron a ser la columna vertebral luego del “derrocamiento violento del populismo”. Juan Carlos Torre (1989: 176-195) destaca el “sobredimensionamiento del lugar político de los trabajadores” en la emergencia del peronismo. Pero al desenvolverse bajo una modalidad dependiente de la élite militar, que desbloqueó la coyuntura histórica “desde arriba”, para Torre esa “democratización por vía autoritaria” implicó la solidificación de una “conciencia política heterónoma”. Un análisis similar realiza Hugo del Campo (2005: 175), al advertir que si mediante la identificación con Perón, la clase obrera logró unificarse y pasar de un papel marginal a uno determinante en la escena política nacional; lo hizo al costo de perder sus viejas tradiciones ideológicas por otras más difusas, y de relegar su autonomía en manos de un líder cada vez más autoritario. Matthew Karush (2013) analiza la reapropiación que hizo el peronismo de la cultura de masas precedente, conviviendo en su ideología elementos ambiguos como la envidia y el orgullo de clase, el antielitismo y el conformismo, y cuya posible resolución provenía de la armonía de clases. Para el autor esos “límites fueron una consecuencia de que Perón construyera su movimiento a partir del melodrama y no a partir del marxismo” (Karush, 2013: 262). Estos trabajos coinciden en destacar la heteronomía obrera con respecto al populismo peronista, pero no se ocupan de definirlo en términos político-ideológicos

[3]Aunque publicado en 1962, el libro reunía sus trabajos desde 1956. En el capítulo 9 (que reproducía su artículo de 1956) definía al peronismo como fascismo; en el capítulo 4 (su ponencia de 1957) como un fenómeno autoritario; y en el capítulo 5 (que correspondía a su artículo más reciente del año anterior) como un movimiento nacional-popular. En el capítulo 9 agregó una nota al artículo de 1956, en la que señalaba que se trataba del análisis de un “movimiento nacional-popular típico”, pero en el texto no modificó el uso de la categoría fascismo (Amaral, 2009).

[4]Este último aspecto, como lo señala James en nota al pie, ya había sido planteado por Germani, quien quedó demasiado reducido a su posición sobre las “masas en disponibilidad”, lo que fue luego destacado por Silvia Sigal (2008). Tanto en el capítulo 9 (1956) como en el capítulo 5 (1961), Germani (1962: 159- 161 y 244-245) señalaba que el peronismo no era mera demagogia y manipulación. De hecho, consideraba que a diferencia del fascismo europeo había tenido “que soportar” cierta “participación efectiva” de los trabajadores, otorgando una serie de prerrogativas en “el nivel inmediato de la experiencia personal”. Por tal motivo, lejos de sentir que habían perdido sus libertades, aquellos “estaban convencidos de que las habían conquistado”. En su último trabajo, Germani (2003 [1978]: 142) insistiría con la idea de una “libertad efectiva” que el “populismo nacional” posibilitaba.

[5]Tal es así que James invoca el caso de las 62 Organizaciones de Pie Junto a Perón, que los militantes del Comando de Organización (C. de O.) acompañaron de manera entusiasta. Entrevista realizada por el autor al dirigente del C. de O. Pedro Bevilacqua, noviembre de 2012. Un fenómeno semejante constata Humberto Cucchetti (2010) para el caso de Guardia de Hierro, lo que lo lleva a plantear que la dicotomía izquierda-derecha no parece productiva para caracterizar a estos actores.

[6]Al indagar comparativamente los nacionalismos autoritarios de entreguerras con los nacionalismos populistas de posguerra en Argentina, Chile y Brasil, Ernesto Bohoslavsky (2017) se pregunta si las semejanzas “entre las dos tradiciones nacionalistas en realidad sean menos de lo que se ha pensado en mucho tiempo”, en razón de que las dos “familias ideológicas” fueron “refractarias a la dominante perspectiva liberal-conservadora y a buena parte del arco de las izquierdas. La posesión de un enemigo en común suele ofrecer la percepción de que se comparten más ideas y perspectivas de lo que diría una lectura fuera del fragor de la batalla ideológica y política” (Bohoslavsky, 2017: 13).

[7]Hay estudios que circunscriben la derecha peronista a los sectores de perfil más nacionalista, tal como lo hace Juan Luis Besoky (2015) en su tesis doctoral. Al restringir la categoría a un campo más definido de organizaciones y trayectorias, ese uso no se asocia necesariamente a una interpretación binaria de los actores peronistas de los setenta. En uno de los primeros estudios sobre el período, Guido Di Tella (1985 [1982], p. 124) había ensayado una sugerente distinción al diferenciar el “programa de derecha” y de “línea muy autoritaria” promovido por el círculo comandado por Isabel Perón y José López Rega, de una mayoría partidaria reformista y moderada, cuya base principal la constituían los sindicatos, y en la que también militaban muchos cuadros políticos y técnicos.

[8]Hugo Vezzetti (2013: 65) se refiere a un peronismo clásico para caracterizar a “esa variopinta coalición política y social” alineada con Perón “que no era (y nunca fue) revolucionaria”. Sebastián Carassai (2013: 48) indica cómo durante el último gobierno de Perón, sobre el trasfondo de una propuesta pluralista que contaba con un amplio consenso en el arco político, operó la paradoja de que mientras en la arena pública Perón y las distintas alas del peronismo tradicional encontraban ahora un esquema de aliados y adversarios, los enemigos locales se trasladaron al interior del propio movimiento. El término ortodoxo, que veníamos empleando en trabajos anteriores, nos comienza a resultar insatisfactorio en razón de que: 1) operaba como una identificación nativa de algunos de los peronistas tradicionales, especialmente en ámbitos sindicales; 2) esa auto designación no estaba disociada de una impugnación de los llamados heterodoxos, a quiénes en tanto herejes, se les pretendía negar el status de auténticos peronistas; 3) alienta debates poco fructíferos, como aquel que a renglón seguido puede interrogarse sobre el contenido de esa presunta ortodoxia, que se confunde con una pregunta normativa y esencialista sobre la naturaleza del fenómeno peronista. Aunque en primera instancia poco descriptivo, el término restaurador quizá resulte el analíticamente más sugerente, en la medida que resalta el carácter imaginario del intento de reiterar la por definición irrepetible experiencia histórica de 1943-1955.

[9]Como lo indica Gentile (2004: 281) para el caso del fascismo, el racionalismo crítico del estudioso resulta más fructífero si evita recaer en un intelectualismo abstracto “impregnado de moralismo histórico-político”, para adentrarse en la lógica de una estructura ideológica con componentes irracionales. Ellos gravitaban en el núcleo de un ideario populista antiburgués que impugnaba el liberalismo, a través de una alternativa que sus promotores pensaban no menos revolucionaria que la propiciada por el marxismo.

[10]La imagen de los militantes juveniles del peronismo tradicional como surgidos desde arriba y carentes de representatividad, fue otro de los argumentos recurrentes de Montoneros, que presentaba a “las organizaciones juveniles paralelas” como “creadas contra la JP desde los despachos del gobierno” (Altamirano, 2011 [1996]: 162). En rigor, el momento fundacional del C. de O. nos remite a 1961 (Denaday, 2016), el de Guardia de Hierro a 1962 (Cucchetti, 2010) y el de los Demetrios a 1964 (Denaday, 2013). Amén de muchos exministros, funcionarios, políticos y técnicos que habían participado de los primeros gobiernos peronistas y propiciaban una restauración según sus parámetros clásicos.

[11]Entrevista a los militantes del C. de O. de Mataderos Hugo Viqueira y Hugo Orbis, realizada por el autor, marzo de 2014.

[12]“La CIA, la fuga de François Chiappe y la OAS”. El Descamisado, 3 de julio de 1973, N° 7, p. 25. Recuperado de Ruinas digitales.

[13]Además, muchos de los protagonistas de esa jornada se conocían y revelaban los cruces del militantismo radical de la época. Por ejemplo, dos de los que iban al frente de la línea de cadeneros montoneros, quienes rompieron el cordón de seguridad del palco y a raíz de lo cual se originó el tiroteo, eran ex comandos. Uno de ellos era Juan Carlos Ferrando, un conocido militante de Avellaneda, cuyo hermano había fallecido en 1968 por causas políticas, y el otro era Benito Bernabé Martínez, conocido como “el cadenero”. Al fallecer el 26 noviembre de 1973, era recordado en El Descamisado bajo el título “Fue Montonero, Montonero hasta la muerte”. Lo curioso era que la herida de calibre 22, que le había provocado un problema renal crónico que lo terminó matando en 1973, se había producido en 1964, en el marco de su militancia en el C. de O. Tanto el título como el último apartado, “El C. de O. quedó atrás”, apuntaban a resolver la incomodidad política generada por la información que el propio texto recordatorio no podía soslayar: su larga trayectoria de militancia dentro de la Juventud Peronista se hallaba estrechamente ligada al C. de O., al que se había sumado en el año 1962. Ver “Benito Bernabé Rulo Martínez. Fue Montonero, Montonero hasta la muerte”. El Descamisado, 11 de diciembre de 1973, Nº 30, p. 8. Recuperado de Ruinas digitales.

[14]Por ejemplo, los Demetrios y Guardia de Hierro, aunque no menos integristas en sus concepciones, eran más pacificistas en sus prácticas y relativamente más distantes de la tradición nacionalista. De hecho, no sólo no fueron protagonistas de los hechos luctuosos del 20 de junio, sino que cuestionaron sus efectos. Los primeros, al referirse a la refriega que se suscitó el 1 de mayo, al ser interpelados por la revista El Caudillo, advertían contra el riesgo de que se repitiera lo de Ezeiza, por lo que convocaban a la prudencia. Boletín de Difusión Interna del Encuadramiento, 14 de mayo de 1974, n° 10, p. 12. Archivo personal del autor, CABA. Los segundos, hicieron una interpretación que denunciaba a la Tendencia como un “frente rojo” y a los de la custodia como un “frente negro”, que “se mataban en el palco que tenía que ocupar el General Perón, ante un Pueblo que miraba y no comprendía (…) y cuatro millones de peronistas nos volvimos a nuestra casas con la bandera enrollada y el corazón arrugado, por culpa de estos señores, que son los que hoy otra vez enseñorean de la política argentina, que son los que hoy, otra vez, nos quieren llevar al enfrentamiento”. Discurso de Álvarez, Alejandro, 17 de noviembre de 1973. OUTG Plenario Nacional Rosario. Noticias y resumen para la prensa. Documentos en CD (Álvarez, 2013).

[15]Revista Siete Días Ilustrados, del 11 al 17 de octubre de 1971, N° 230, p. 26. Hemeroteca de la Biblioteca del Congreso de la Nación, CABA.

[16]Namuncurá a Aneiros, 10 de noviembre de 1875, citado en Pavez Ojeda, 2008: 607-609.

[17]Citado en Hux, 2007: 95.

[18]Así, en 1873 Calfucurá se preguntaba: “qe culpa tiene las comisiones qe sufren el castigo tan envano i mis de mas indios comerciantes” Calfucurá a Gainza, 22 de julio de 1872, Archivo del Museo Histórico Nacional (AMHN), L42 Nro 6186, en Lobos 2015:488-490.

[19]Entre otros en MMGM, 1868: Anexo F: XVI.

[20]La correspondencia en la que se Calfucurá se refiere a la distribución de parte de las raciones es numerosa. A modo de ejemplo, escribía en 1964 que “llo le hede arreglar lo mego qe pueda doy a U. la grasia por lo qe me pasa aun qe no me alcanzan para Toda la indiada”, AGN (Buenos Aires), Calfucurá a Mitre, 6 de julio de 1864, Archivo Mitre (AM) T XXIV, Caja 14, doc. 4495, en Lobos 2015: 394-395.

[21]Sobre los malones a Tres Arroyos y Bahía Blanca en 1870 nos remitimos a Rojas Lagarde (1984). El malón que derivó en la batalla de San Carlos y los procesos que lo desencadenaron es un episodio ampliamente conocido, la documentación al respecto se encuentra fundamentalmente en las MMGM, 1870: 283-285 y 1871 Anexo G: 202-241. Una descripción detallada del malón de 1875 también en Rojas Lagarde, 1993.

[22]The Standard, 7 de diciembre de 1870

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