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Pasado Abierto - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
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Carnovale

Pasado Abierto. Revista del CEHis. Nº1. Mar del Plata. Enero-Junio 2015.
ISSN Nº2451-6961.
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto


Más allá de la militarización: la violencia revolucionaria, esperanza y promesa de emancipación

Vera Carnovale
Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de
Izquierdas, Universidad de San Martín, Consejo Nacional
de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina.
vera_carnovale@hotmail.com

Recibido:25/02/2015
Aceptado: 09/06/2015

Resumen

El interés por la experiencia de las organizaciones revolucionarias armadas ha dado lugar a una producción abultada y heterogénea, en la que parece haberse impuesto un enfoque que, por un lado, inscribe el surgimiento de las organizaciones guerrilleras en el contexto de una cultura política autoritaria, signada por la crisis del sistema político; y, por el otro, analiza su accionar a partir de una serie de tópicos que giran en torno al problema de la “militarización”. El presente artículo se propone problematizar tanto la potencialidad explicativa de un enfoque en el que violencia armada y política se presentan como términos claramente diferenciables, así como una de sus premisas básicas: la naturaleza estrictamente defensiva de la violencia revolucionaria. Con ese objetivo, se adentra en aquellos dispositivos que han jalonado el conglomerado de ideas, creencias y mandatos que traía consigo el horizonte de la Revolución: la inscripción imaginaria del ejercicio de la violencia revolucionaria en un movimiento universal de largo aliento, la adopción del modelo de guerra popular prolongada como estrategia para la toma del poder, la inconmovible creencia foquista según la cual el accionar armado de los revolucionarios crea las condiciones subjetivas para la revolución y, como sustrato de lo anterior, una sensibilidad revolucionaria matrizada por la convicción del poder emancipador de la violencia.

Palabras claves: violencia revolucionaria; militarismo; Fanon; humanismo; guevarismo; guerra revolucionaria

Beyond militarization: the revolutionary violence, hope and promise of emancipation

Abstract

The interest in experience of armed revolutionary organizations has resulted in a bulky and heterogeneous production in which it seems to prevail an approach that, on the one hand, fits the emergence of guerrilla organizations in the context of an authoritarian political culture, marked by the crisis of the political system; and, on the other, it analyzes their actions since a number of topics revolving around the issue of “militarization”. This article aims to problematize both the explanatory potential of an approach in which armed violence and politics are presented as clearly differentiated terms, as well as one of its basic premises: the strictly defensive nature of revolutionary violence. To that end, it goes into those devices that have marked the cluster of ideas, beliefs and mandates that brought with it the horizon of the Revolution: the imaginary inscription of revolutionary violence in a universal movement of long-winded; the adoption of the model of prolonged people's war as a strategy for taking power, the unshakable foquist belief that armed actions of the revolutionaries created the subjective conditions for revolution and, as a substrate of the above, a revolutionary sensitivity matrixed by conviction of the liberating power of violence.

Keywords: revolutionary violence; militarism; Fanon; humanism; guevarism; revolutionary war

Más allá de la militarización: la violencia revolucionaria, esperanza y promesa de emancipación


I

El tema de violencia política en la historia reciente argentina, el de sus múltiples dimensiones, modalidades, causas y consecuencias, ha despertado el interés de investigadores, intelectuales, periodistas y ensayistas en general desde hace por lo menos cuatro décadas. Este interés se ha visto particularmente acrecentado en los últimos veinte años y se ha reflejado en una abundante producción bibliográfica de naturaleza y solidez variada.

La experiencia y actuación de las organizaciones revolucionarias armadas se recorta, dentro de esta vastedad, como uno de los tópicos de atención privilegiada tanto fuera como dentro del campo académico. También aquí la producción es abultada y heterogénea y, sin embargo, parece haberse impuesto un enfoque que, por un lado, inscribe el surgimiento de las organizaciones guerrilleras en el contexto de una cultura política autoritaria, signada por la crisis del sistema político en su conjunto; y, por el otro, desentraña y analiza su accionar a partir de una serie de tópicos que giran en torno al problema de la “militarización”, fenómeno que las habría “aislado” de las masas, perdiendo entonces la violencia revolucionaria el carácter esencialmente político que habría tenido en su origen. La continuidad del accionar armado a partir de la asunción del gobierno electo el 11 de marzo de 1973 representa en este esquema interpretativo, el punto clave de inflexión.

Dejando a un lado los debates que tempranamente tuvieron lugar en el contexto del exilio (particularmente a través de la revista Controversia) [1] , se destacan dentro de este conjunto de intervenciones el trabajo pionero de Claudia Hilb y Daniel Lutzky (1986) sobre la Nueva Izquierda y el de María Matilde Ollier (1986) sobre dos organizaciones del peronismo revolucionario (Fuerzas Armadas Peronistas-Peronismo de Base y Montoneros).

Escrito en el contexto de la reapertura democrática de los ochenta, el texto de Hilb y Lutzky esgrime una notoria capacidad explicativa de la lógica binaria y las formulaciones autolegitimantes de la Nueva Izquierda (NI). Los autores inscriben el surgimiento de la NI en un contexto de deterioro de los valores democráticos y de crisis del sistema político en su conjunto. Explican que en ese contexto el juego político y los mecanismos institucionales son considerados por la NI como un engaño, como una fachada. Así, a la mentira de la política la NI opondrá la verdad de la “guerra”. El lenguaje de la NI fue, señalan, espejo, en gran medida, de la sociedad de la cual emergió: una sociedad en la que el otro era el enemigo. El problema, en todo caso, parece haber estado en que la NI no pudo pensar la efectividad de otras formas de legitimación y representación que no fueran las de la guerra, problema que adquirirá mayor gravedad a partir de la reapertura de los canales institucionales en 1973 primero, y, luego, tras el surgimiento de los grupos parapoliciales. Esta concepción, “negadora de toda posibilidad de pensar lo político como campo de formulación de un consenso” habría estado en la base de su progresivo asilamiento.

Por su parte, el trabajo de Ollier define al período estudiado como uno en el que la reducción de los términos de la política a los de la guerra alcanza su expresión más acabada. Su enfoque tiene muchos puntos de encuentro con el de Hilb y Lutzky. Despliega la lógica del pensamiento revolucionario con notable agudeza, inscribe el surgimiento de la guerrilla en el contexto de una cultura política autoritaria y encuentra en el cambio del escenario político-institucional de 1973 un punto de inflexión a partir del cual la guerrilla pasa a ser alimentada por su propia lógica de guerra, despegándose de las aspiraciones e inquietudes de quienes hasta ese momento le habían conferido justificación o legitimación. Finalmente, apunta a la propia modalidad de “hacer política” del peronismo armado. Para Ollier, esta modalidad es, en realidad, el desprecio hacia la política y las instituciones democráticas. Su objetivo: la desaparición de la política y su reemplazo –y no continuación- por la guerra.

Finalmente, en esta línea de interpretación se destaca la obra de Pilar Calveiro (2005) Política y/o violencia, como aquella que ha alcanzado el mayor grado de circulación, erigiéndose como obra de referencia ineludible tanto para los debates historiográficos como para los estrictamente políticos.

Allí, la autora propone un “ejercicio de memoria” sobre la larga trama histórica que condujo al momento de mayor violencia política en nuestro país y, principalmente, al papel que en ella le cupo a las organizaciones armadas. El sentido que se intenta reponer para develar ese terrible pasado es el del vínculo siempre íntimo ─se sabe─ entre política y violencia en los años setenta. Y, anticipado desde el propio título del libro (política y/o violencia) se presenta el postulado principal del mismo: aquella intimidad estuvo signada menos por la tensión y la imbricación que por el desplazamiento de uno de los términos en favor del otro. Es finalmente en la supresión de la política, en su abandono, donde pueden encontrarse las claves de la derrota de las organizaciones revolucionarias armadas: [La misma] “no se debió a un exceso de lo político sino a su carencia. Lo militar y lo organizativo asfixiaron la comprensión y las prácticas políticas” (Calveiro, 2005: 23). Dicha carencia no puede ser leída sino en el marco de una larga historia que data, por lo menos, de los años treinta y que la autora se aboca a desentrañar: la del lugar que ocupó la violencia en la dinámica políticoinstitucional de la Argentina.

La creciente presencia militar y el recurso a la violencia para imponer desde el poder del Estado aquello que no podía consensuarse a través de la política fueron elementos nodales en la paulatina instalación de un poder desaparecedor. Dentro de esta secuencia es el golpe de 1966 aquello que, para Calveiro, merece particular interés: es a partir de entonces que las Fuerzas Armadas se constituyeron en el núcleo mismo del Estado, reestructurándolo a imagen y semejanza y proyectando-imponiendo sobre el campo social los principios y la disciplina controladora del orden cuartelario. La configuración resultante fue la lógica totalitaria: el conflicto entendido como guerra, lo no idéntico como enemigo y, por ende, la resolución del conflicto a través de la aniquilación total del otro.

Esta violencia militar “comenzaba a reproducirse y a encontrar respuesta, también violenta” (Calveiro, 2005: 37) desde otros campos de la sociedad. Las resistencias al poder disciplinador no tardaron en manifestarse. Rebeliones populares, surgimiento y accionar de las organizaciones guerrilleras (que disputaban al Estado nada más y nada menos que el monopolio de la violencia), dan cuenta para Calveiro de una reaparición, la de la política: “transmutada en sus formas más radicales” (Calveiro, 2005: 42). Política “y” violencia: transmutación, continuidad y lazo.

Inmersos en un contexto internacional signado por vientos de rebelión y un universo de sentidos también ordenados según la lógica binaria de la guerra, los jóvenes revolucionarios argentinos aprendieron:

“el valor político de la violencia en una sociedad que se valía de ella desde muchos años antes, y militarizaron su práctica revolucionaria, al influjo de las teorías foquistas del Che, crema y nata de los círculos revolucionarios de los años ‘60 y ‘70. Fueron, en consecuencia, un fiel producto de su sociedad y de las polémicas políticas de la época” (Calveiro, 2005: 130).

Pero para la autora, entre el surgimiento de las organizaciones armadas y su derrota final, hubo en aquel vínculo entre política y violencia, desplazamiento, reemplazo y supresión: “la lucha armada comenzó siendo la máxima expresión de la política primero, y la política misma más tarde” (Calveiro, 2005: 129).

Centrando su análisis en la experiencia de Montoneros, la autora sitúa el punto de inflexión en 1974 con el pase a la clandestinidad. Y entra en juego, entonces, la tesis bastante aceptada en círculos militantes de un proceso de militarización.

Calveiro se aventura en sus causas y destaca como vertientes principales e íntimamente entrelazadas: 1) el intento de construir un ejército popular que reuniera las mismas características que el ejército regular y 2) la escalada represiva que fue “obligando a abandonar un trabajo de base”.

Los mecanismos políticos, militares y organizativos que asfixiaron la práctica de Montoneros aportaron el resto. La autora es generosa y certera en la identificación de estos mecanismos. En “lo político”, destaca tanto el pragmatismo y el antiintelectualismo, -contracara, en rigor, de una “construcción teórica deficiente”- como la desinserción de los sectores populares, desinserción cuyas causas últimas no pueden desconocer:

“una perspectiva vanguardista que aducía una dudosa representación del ‘pueblo’ e impulsaba como parte de su propuesta popular acciones que las bases del movimiento no asumían como viables ni deseables. El llamado a la construcción de un ejército popular, la declaración de una guerra que no quedaba verdaderamente clara para nadie y la insistencia en una práctica que tendía a incrementar los niveles de violencia no eran acciones que coincidieran o se asimilaran fácilmente a las prácticas desarrolladas hasta entonces por el movimiento peronista, que, si bien nunca había permanecido ajeno al uso de la violencia, también había sido muy cauto en sus enfrentamientos” (Calveiro, 2005: 148-149).

En cuanto a “lo militar”, la autora señala, en principio la “militarización de lo político”: “lo militar fue ocupando el espacio político hasta producirse una verdadera confusión entre uno y otro y la reducción de uno al otro” (Calveiro, 2005: 158); y, en segundo lugar, la construcción del opositor como enemigo y de la lucha política como guerra.

Finalmente, respecto de lo organizativo y la vida política interna, Calveiro bien señala el “aparatismo”, el centralismo, el verticalismo y el disciplinamiento del desacuerdo. La sensación de “no retorno” de los militantes, sensación que emanaba tanto del “compromiso de sangre con los compañeros caídos” como del hecho de saberse transgresores de principios éticos hasta entonces sostenidos (robar, secuestrar, matar, etc.) completan el cuadro de esa suerte de entrampamiento. En efecto, atrapados en estos mecanismos y atravesados por un sistema de creencias que no hacía más que confirmarse a sí mismo (articulado en torno a la certeza en el triunfo inexorable de la revolución) los jóvenes guerrilleros, “hipnotizados de alguna manera por sus propios fuegos artificiales” (Calveiro, 2005: 176), encontraron finalmente su derrota y aniquilamiento.

Partiendo de un explícito reconocimiento del aporte que estas intervenciones representaron para la historiografía y los debates políticos en torno al pasado de la experiencia guerrillera, quisiera problematizar tanto la potencialidad explicativa de un enfoque en el que violencia armada y política se presentan como términos claramente diferenciables (y eventualmente opuestos), así como una de sus premisas básicas: la naturaleza esencial y estrictamente defensiva de la violencia revolucionaria.

Si de reponer sentidos epocales se trata, resulta necesario analizar la particularidad del vínculo entre violencia y política en la experiencia de la guerrilla argentina. Y hacerlo a partir de una ponderación que evalúe la preeminencia o supeditación de cada uno de ambos términos (es decir, si hubo más política que violencia o más violencia que política) nos enfrentaría a problemas de difícil resolución; dentro de los cuales el más relevante es que la definición de política como campo de negociación y búsqueda de consenso es ajena al lenguaje, a las formulaciones teóricas y a las filiaciones ideológicas de la tradición revolucionaria que nos ocupa.

Hay algo muy elemental que parece dejarse de lado: aunque se alzaran en armas contra un régimen dictatorial e incluyeran el retorno a las urnas en el conjunto de sus consignas, no era el establecimiento definitivo de las reglas de juego de la “democracia burguesa” aquello que constituía la razón de ser de los movimientos revolucionarios setentistas, sino, fundamentalmente, el fin del sistema capitalista de dominación y la construcción de un orden nuevo. En palabras de Oscar Terán, “esos movimientos eran efectivamente revolucionarios, y entre otras cosas impugnaban la democracia representativa del sufragio universal por considerarla parte del sistema de dominación burgués” (Terán, 2006: 27).

La sugestiva sentencia de Pilar Calveiro, allí donde señala que la desobediencia armada fue la máxima expresión de la política primero -en tanto lograba reaparecerla frente a un Estado y un poder que la habían desaparecido- y, más tarde, la política misma, su sustituto, se sustenta sobre premisas que resulta necesario problematizar: que la violencia revolucionaria fue estrictamente reactiva puesto que es en la cerrazón de los canales político-institucionales –principalmente tras el golpe de Estado encabezado por el general Juan Carlos Onganía en 1966- donde se encuentran las claves explicativas de su surgimiento; y que, en consecuencia, restituida la posibilidad de “la política” con la reapertura democrática de 1973 tendría que haberse replegado, suprimido. Es obvio que esto último no sucedió y, justamente, el ejercicio de la violencia armada durante el período abierto en 1973 fue y es consignado como uno de los “errores” más nocivos de la guerrilla ¿Pero se trataba, en rigor, de una violencia exclusivamente defensiva, impulsada por un estímulo local configurado a partir del cierre de canales de expresión que previamente habían sido tenidos por legítimos?

Es evidente que sin la dictadura implantada en 1966 –o, si se quiere sin la proscripción del peronismo en 1955- no habrían existido condiciones para la expansión de iniciativas guerrilleras con apoyo social. La proscripción del peronismo y el exilio de su líder habían dejado sin posibilidad de representación institucional y pública a la identidad política más extendida del país. No es sorprendente, entonces, que los gobiernos dictatoriales o electos que sucedieron al derrocamiento Perón carecieran de consenso y hayan sido considerados como ilegítimos por importantes sectores de la población. Del mismo modo, es innegable que las modalidades autoritarias y represivas del régimen instaurado en 1966, así como su carácter ultramontano (intervención de universidades y sindicatos; disolución de partidos políticos; represión de movilizaciones, asambleas y huelgas; y prohibición, en un contexto de modernización cultural, de actividades culturales y de toda muestra de “liberalidad” en espacios públicos) no hayan hecho más que caldear ininterrumpidamente un genuino descontento popular que, fogoneado paralelamente por los no pocos ni tampoco débiles actores protagónicos de la pulseada política, no podía menos que desembocar en el estallido y la protesta social.

Ahora bien, la variedad de motivaciones y conflictos que en ella confluían impide reducirla a una voluntad revolucionaria, aun atendiendo al lugar que en ella ocuparon una incipiente dirigencia obrera clasista y una porción significativa de capas medias radicalizadas.[2] Al mismo tiempo, si bien es cierto que un puñado de organizaciones revolucionarias armadas se conformó al calor de ese escenario de movilización social, las razones y sentidos de esa conformación la anteceden, y exceden con mucho el escenario local inscribiéndose, antes bien, en los debates teñidos de esperanza que la Revolución Cubana despertó en los círculos de izquierda latinoamericanos.

En efecto, si tras el fin de la Segunda Guerra Mundial los distintos procesos de liberación nacional que tuvieron lugar en Asia y África parecían colocar al Tercer Mundo en los albores de un nuevo tiempo que ponía fin a la invencibilidad de los más poderosos, en América Latina la Revolución Cubana -“cuyo faro irradiaba como modelo de revolución y de construcción de socialismo, en un clima epocal donde un ejército desarrapado de vietnamitas derrotaba al del país más poderoso de la tierra” (Terán, 2004: 14)- ratificaba el comienzo de aquella etapa para el continente y, al mismo tiempo, indicaba un camino preciso en la prosecución del cambio: la voluntad y las armas. No es un dato menor el hecho de que en Argentina, hacia 1962, se hayan empezado a conformar, bajo el impulso de John W. Cook, los primeros grupos de jóvenes de diversas tradiciones políticas que viajaban a Cuba para adquirir entrenamiento militar[3] , ni aun el surgimiento del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), liderado por Jorge Masetti, y su fracasado intento de establecer en la provincia de Salta, en 1965, un foco guerrillero que debía actuar en coordinación con aquel otro que establecería el “Che” Guevara al año siguiente en Bolivia.[4]

De modo que, si bien la violencia armada de las filas revolucionarias argentinas coaguló en el contexto del descontento y la movilización popular de finales de la década de 1960, no puede reducirse nunca a una respuesta al cierre de los canales políticoinstitucionales de expresión, representación y protesta. Los revolucionarios buscaban “transformar el mundo”, forjar “un mundo mejor”, como rezaba la consigna, y esa voluntad, que depositaba en las armas el camino de su esperanza, no sólo se inscribía en una imaginada gesta continental, cuando no mundial, de largo aliento, sino que además –o fundamentalmente- encontraba en la causa de los oprimidos de la historia, mucho más que en la de las formas institucionales de gobierno, el corazón de su impulso y su fuerza.

La escena que parecía perpetuarse tras el Cordobazo (1969), de masas organizadas tomando las calles, fue, en todo caso, la señal certera para la voluntad revolucionaria, de que la hora del camino de la emancipación había llegado, por fin, para la Argentina. Y justamente por eso, porque se trataba de emancipación, es que las organizaciones armadas no se detendrían ante las fronteras del sufragio; antes bien, moldearían y templarían sus propias filas de acuerdo a ese compromiso de sangre que la Historia demandaba.

Así, si se atiende al carácter esencialmente revolucionario del accionar guerrillero y, como se intentará a continuación, a las concepciones y formulaciones ideológicas específicas que lo impulsaban, debe concluirse que la continuación del accionar armado a partir de 1973 y aún aquello consignado como rasgos de la militarización (intensificación del accionar armado, regularización de fuerzas, universo simbólico signado por las connotaciones bélicas, etc.) lejos de haber sido un “error”, un desajuste o desvío (producto de miopías o necedades políticas), fue más bien la consecuencia quizás inevitable de aquellas concepciones y formulaciones.

En todo caso, era el conglomerado de ideas, creencias y mandatos que traía consigo el horizonte de la Revolución el que impulsaba el accionar de las huestes militantes; y entonces, el interrogante central que debe ser considerado es si había allí, en el corazón de ese conglomerado, otro destino posible, otro futuro que no fue.

A fuerza de apretadas síntesis, podría decirse que los dispositivos que a lo largo del período que media entre el surgimiento y la derrota de las organizaciones guerrilleras han jalonado aquel conglomerado son, fundamentalmente: la inscripción imaginaria del ejercicio de la violencia revolucionaria en un movimiento universal de largo aliento, la adopción del modelo de guerra popular prolongada como estrategia para la toma del poder, la inconmovible creencia foquista según la cual el accionar armado de los revolucionarios crea las condiciones subjetivas para la revolución y, como sustrato o tierra fértil de lo anterior, una sensibilidad revolucionaria matrizada por la convicción del poder emancipador de la violencia.


II

“En esta Argentina que está en guerra, la política se hace en lo fundamental armada” (Partido Revolucionario de los Trabajadores, 1973: 71). Una Argentina en guerra: ese era el escenario en el cual las organizaciones revolucionarias entendían que se inscribía su accionar. La organización del espacio político como campo de guerra no era particularmente caprichosa ni arbitraria. Antes bien, se nutría no sólo de imágenes, discursos y representaciones en general emanadas de la historia y la cultura política argentina sino, más precisamente aún, de teorías y doctrinas revolucionarias específicas que ofrecían a un Tercer Mundo en ebullición un lenguaje y un método.

En efecto, si tras el triunfo de la Revolución de Octubre, fue el modelo insurreccional de la toma del poder por parte del proletariado industrial aquel que más ampliamente se extendiera por el mundo de las izquierdas, tras las experiencias revolucionarias china y vietnamita habría de propagarse un nuevo modelo estratégico: la guerra popular prolongada. Si bien ambos modelos apelaban a la lucha armada en su plan estratégico hacia la toma del poder, las diferencias entre ellos resultan sustantivas.

El modelo insurreccional combinaba la sublevación de masas con la acción organizadora y guía del partido de cuadros. El punto culminante de dicha combinación era la huelga general revolucionaria de concierto con la insurrección armada contra el poder de la burguesía. Al perseguir la destrucción del aparato gubernamental y la toma del poder, el modelo insurreccional exigía un plan militar. Sin embargo, éste quedaba circunscripto al contexto del auge de masas; esto es, a la etapa final de la confrontación entre clases con vistas a la toma del poder. Era, de alguna manera, expresión y consecuencia, a la vez, del momento en que dicha confrontación, por su agudeza “se transforma en guerra civil abierta” (Lenin, 1906: 9). La lucha armada no era, entonces (como lo sería en otras expresiones de la voluntad revolucionaria) ni la usina que alimentaba el proceso revolucionario, ni la principal forma de lucha hacia la toma del poder. Era la modalidad final e imprescindible que acompañaba el alzamiento de las masas, pero supeditada a los otros “procedimientos esenciales (…): la influencia educadora y organizadora del socialismo” (Lenin, 1906: 11).

En cambio, en las mencionadas experiencias asiáticas, una estructura económicosocial signada por la presencia de población abrumadoramente campesina, sometida en gran medida a relaciones de dominación precapitalistas y el combate contra un enemigo colonialista o invasor determinaron la conjunción entre guerra de liberación y guerra revolucionaria, estrategia que recibiría el nombre de “guerra popular prolongada”.

Una de las características fundamentales de este modelo era que, en tanto suponía la confrontación bélica con un enemigo técnicamente superior, su propio desarrollo implicaba la construcción de una fuerza militar que iría “de lo pequeño a lo grande, de lo débil a lo fuerte” a través “de mil batallas tácticas”, como advertían la máximas del líder chino, Mao Tse Tung.

En resumidas cuentas, la “guerra del pueblo” no era más que la vía o la forma para una paulatina acumulación de fuerzas políticas y militares (identificadas con “la nación” y “el pueblo” simultáneamente) hasta acusar una clara superioridad de fuerzas respecto del enemigo. La figura de la guerra no evidenciaba, como en el modelo insurreccionalista, la etapa culminante de la situación revolucionaria signada por el auge de masas; sino que era su propio motor, y el Ejército –aunque bajo la dirección del partido– su gran protagonista.

El crecimiento “de lo pequeño a lo grande” tenía un claro correlato en las modalidades del enfrentamiento bélico. La “guerra del pueblo” atravesaba necesariamente varias etapas: comenzaba bajo la forma de guerra de guerrillas para transformarse gradualmente en una guerra de movimientos que en su etapa final se combinaba parcialmente con la guerra de posiciones. La sucesión de estas etapas no podía menos que exigir la transformación del “Ejército del Pueblo” en un verdadero ejército regular.

Para las organizaciones revolucionarias de distintas partes del mundo la apelación al modelo insurreccionalista de la toma del poder o al de la guerra popular prolongada (por mencionar sólo estos dos modelos) no podía menos que conllevar sensibles diferencias tanto en lo relativo a definiciones político-organizativas, como en lo referente al establecimiento de sus estrategias políticas y militares, y, finalmente, respecto de aquellas implicancias que, desde la dimensión de lo simbólico, delinearon las subjetividades partidarias.

En Latinoamérica, la adopción del modelo de la guerra popular prolongada se conjugó muy bien con “el extraordinario prestigio de la revolución cubana, cuyo faro irradiaba como modelo de revolución” (Terán, 2004: 14). El guevarismo ofrecía la posibilidad de englobar la lucha revolucionaria local en una estrategia continental al tiempo que centraba a los países del Tercer Mundo como el escenario privilegiado de los cambios venideros. La forma concreta política y militar que asumiría la estrategia continental debía construirse, se insistía, a partir de las condiciones particulares de cada país y región. No obstante, las enseñanzas del foquismo eran inapelables: las fuerzas populares podían ganar una guerra contra el ejército opresor y el principal pilar de esa guerra estaba constituido por los ejércitos guerrilleros; de modo tal que la guerra de guerrillas no sólo era la vía correcta para el continente sino el “eje central de la lucha” (Guevara, 1973 b: 26).

Paralelamente, los vientos epocales que alcanzaban a la propia Iglesia Católica - fundamentalmente a partir del Concilio Vaticano II (1962-1965) y de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (1968)– daban comienzo a un proceso de concurrencia entre cristianismo y revolución, permeado, también, por nociones e imágenes de guerra.

Hacia 1968, se conformaba en Argentina el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y, desde la cárcel, Juan García Elorrio, director de la revista Cristianismo y Revolución, de gran influencia en los círculos militantes, exclamaba:

“¿Es necesario repetir que estamos en tiempo de guerra? El combate liberador se libra en todos los frentes, en todas las naciones, en toda la humanidad [...] Nuestro deber como cristianos y revolucionarios es asumir nuestro compromiso total con esta lucha de liberación [...] ¡Porque ya llega el día de la matanza!” (Cristianismo y Revolución, 1969: 12).[5]

Como toda teoría de guerra, la guerra revolucionaria implica una teoría de la enemistad. En su obra Teoría del partisano Carl Schmitt advierte que, a diferencia de la guerra clásica –que es convencional y acotada- la guerra revolucionaria es auténtica, precisamente porque tiene en su origen una enemistad absoluta y, en consecuencia, no reconoce acotamiento alguno. La absolutización de la enemistad proviene, precisamente, del carácter político del partisano y es aquello que lo diferencia de otro tipo de combatientes. El partisano “está en el centro de una nueva clase de beligerancia (…) la intención y el fin de esta nueva clase de guerra es la destrucción del orden social existente” (Schmitt, 2005: 89).

El carácter político del partisano asume, para el caso del revolucionario, la forma de una adherencia, de un compromiso total con su idea, su partido, su causa. Este compromiso total no implica únicamente la disposición a “dar la vida” (en rigor, la muerte) participa en la conformación de una ética combatiente que impide todo retroceso, toda capitulación, toda negociación. La de él es, literalmente, una guerra sin cuartel:

“Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aun dentro de los mismos: atacarlo dondequiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada lugar que transite” (Guevara, 1967: 8).

Finalmente, y atendiendo a la dimensión de las subjetividades colectivas, se advierte que la configuración de la acción política como “guerra total” no podía menos que determinar que las distintas tramas de la discursividad revolucionaria quedaran sensiblemente implicadas en una semántica bélica. Palabras, símbolos, imágenes y mandatos propios de una cultura atravesada por la figura de la guerra ocuparon, así, un lugar decisivo en el proceso de construcción identitaria de las organizaciones revolucionarias armadas.

En resumidas cuentas, tanto la voluntad de construir un ejército popular que reuniera las mismas características que un ejército regular como la identificación del opositor como enemigo absoluto –identificados por las intervenciones mencionadas al comienzo como rasgos de la militarización de las organizaciones revolucionariasconformaban el núcleo original del ideario setentista. No fueron determinaciones que desviaron a los revolucionarios de lineamientos teóricos que postulaban un rumbo distinto; fueron, en todo caso, el intento de concreción de las enseñanzas de los teóricos de la guerra revolucionaria. La promesa guevarista aseguraba su oportunidad.

En efecto, del pensamiento del Che Guevara emanó un legado que habría de habitar el ideario de las organizaciones armadas hasta su derrota final: “no siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crearlas” (Guevara, 1973 a: 27). Así, el foquismo enlazaba las armas con la realización de una historia inexorable: al “crear” las condiciones subjetivas, la acción armada motorizaba la constitución de un sujeto colectivo, de un pueblo para sí que al despertar su conciencia podía asumir su misión histórica. Y entonces, de esa promesa y de ese lazo emergía no sólo la convicción de que “la guerra de guerrillas es de esencia política y que no se puede, pues, oponer lo político a lo militar” (Debray, 1967: 110), sino, también, la de la dimensión fundamentalmente emancipatoria de la violencia ejercida; una violencia que abría las puertas del futuro allanando el camino hacia la construcción del “hombre nuevo”. Pero ese hombre nuevo parecía definir sus rasgos particulares al anticiparse en la estampa de Guevara, el guerrillero heroico. Su heroicidad no radicaba únicamente en la temeridad guerrera, brotaba de su disposición a dar la vida, a sacrificarla en esa acción aceleradora de los tiempos históricos.

El futuro socialista reunía el motivo emancipatorio y el sacrificial; y al calor de la convergencia entre un ideario signado por la figura de la guerra y la fuerza simbólica de ese “modelo de hombre que pertenece a los tiempos futuros (…) sin una sola mancha en su conducta”, generoso en sangre “por la redención de los explotados y oprimidos, de los humildes y los pobres” (Castro Ruz, 1967)[6] fue erigiéndose “una formación política y moral combatiente”, en palabras de Vezzetti. De esa moral no podrán sino emanar mandatos de trágicas implicancias: la ética sacrificial se articuló con el imperativo combatiente. El militante caído se erige como héroe glorificado que impulsa a otros, con su muerte, a sumarse a esa guerra revolucionaria cuyo triunfo inminente parece no dejar lugar a dudas. El héroe muestra un camino a seguir, dinamiza voluntades, enseña con su ejemplo. Así, la celebración de la muerte en combate refuerza los lazos simbólicos del grupo y renueva el compromiso de sangre entre compañeros, compromiso que es deuda y promesa a la vez. Atados a esa deuda y abrazados a esa promesa, los jóvenes revolucionarios argentinos se encaminaron hacia lo que creyeron era la confrontación final entre las fuerzas de la Historia y las de la reacción.[7]


III

Decíamos en un comienzo que uno de los dispositivos que jalonó la experiencia revolucionaria fue una sensibilidad, no fácil de calibrar, pero que sin duda constituyó el sustrato fértil y fundamental en el que enraizaron tanto las formulaciones teóricas y las proyecciones imaginarias como los mandatos de ellos derivados y las disposiciones últimas de la voluntad.

Resulta imprescindible, entonces, abordar el problema de la violencia revolucionaria, no ya en sus manifestaciones estrictamente políticas o en sus formas organizacionales sino en sus sentidos y sentires más profundos. Lo haré a partir de un texto particularmente representativo de aquella sensibilidad y, al mismo tiempo, partícipe de su conformación y modelado: Los condenados de la tierra, de Franz Fanon.

Publicado por primera vez en español en 1963, con prólogo de Jean-Paul Sartre, fue reeditado y/o reimpreso en México por FCE en 1965, 1969, 1971, 1972, 1973 (sumando un total de 110.000 ejemplares), y reimpreso dos veces en 1974 en Argentina (en un total de ejemplares del que no se disponen cifras). La obra de Fanon, que formaba perfecta familia con la retórica emanada de la Revolución Cubana, constituyó, según la abrumadora mayoría de los testimonios disponibles, una obra de referencia obligada para la militancia revolucionaria; más aún, en forma completa o parcial integró el listado de bibliografía obligatoria en varias carreras de universidades de todo el país.

La abundancia de citas que siguen obedece a la voluntad de ser lo más fiel posible a la fuerza de aquellas palabras que participaron del modelado de una sensibilidad revolucionaria que conjugaba emancipación y sangre, una sensibilidad matrizada por la conciencia de lo que la violencia cuesta y promete a la vez.

Un primer sentido a considerar de la violencia revolucionaria setentista es el de su propio despliegue a partir de la emergencia del Tercer Mundo y en su seno. Una “violencia atmosférica”, dice Fanon, “que está allí y acá y allí y acá barre con el régimen colonial” (Fanon, 1963: 62). El Tercer Mundo es escenario, entonces, de esta violencia y, también, su razón de ser. En consonancia con las recreaciones latinoamericanistas del esquema marxista del desarrollo histórico, ya no es Europa su epicentro: “Europa hace agua por todas partes” (Fanon, 1963: 25), decía Sartre. Y era ésta una convicción extendida y compartida que indicaba que sólo el camino de la emancipación de esa periferia despojada y oprimida –el Tercer Mundo- pondría fin a un capitalismo en manifiesta decadencia y extinción, dando lugar entonces a nuevas relaciones humanas. En esa dirección, Fanon proponía abandonar a Europa:

“que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que lo asesina por dondequiera que lo encuentra, en todas las esquinas de sus propias calles, en todos los rincones del mundo […] El Tercer Mundo está ahora frente Europa como una masa colosal (…). Queremos marchar constantemente, de noche y de día, en compañía del hombre, de todos los hombres. Se trata, para el Tercer Mundo de reiniciar una historia del hombre” (Fanon, 1963:287-291).

Aquí, entonces, se advierte un segundo elemento a considerar; se trata de una violencia milenarista: origen, comienzo de una nueva era, de una nueva historia, de una historia inexorable que ha comenzado a desplegarse con el ingreso en ella de una gran humanidad, la de los oprimidos, la de los postergados, la de los condenados de la tierra.

Y ese despliegue de la Historia es también invitación, llamado. “Entremos en la historia [proponía Sartre] para que nuestra irrupción la haga universal por primera vez; luchemos: a falta de otras armas, bastará la paciencia del cuchillo” (Fanon, 1963: 12). Historia escrita con sangre, con la paciencia del cuchillo o la urgencia del fusil: emergerá aquí, en consonancia con aliento guevarista, otro componente dador de sentido a la violencia revolucionaria: el odio,

“El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal” (Guevara, 1967: 8)

Un odio saludable, digno, vital; “único tesoro” (Fanon, 1963: 16) del colonizado, en palabras de Sartre. Su valor radica en su carácter reactivo: es la respuesta del oprimido -de todos los oprimidos- a la violencia de siglos y siglos contra él ejercida. Por eso, la violencia que brota de ese odio es sustantivamente justa, inimpugnable en nombre de un humanismo que no es más que el “juego irresponsable de la bella durmiente del bosque” (Fanon, 1963: 98).

“Henos aquí frente al striptease de nuestro humanismo -dice Sartre- desnudo y nada hermoso. No era sino una ideología mentirosa, la exquisita justificación del pillaje. ¡Qué bello predicar la no violencia! ¡Ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos! Compréndalo de una vez: si la violencia acaba de empezar, si la explotación y la opresión no han existido jamás sobre la Tierra, quizás la pregonada no violencia podrá poner fin a la querella. Pero si el régimen todo y hasta sus ideas sobre la no violencia están condicionados por un opresión milenaria, su pasividad no sirve sino para alinearlos del lado de los opresores” (Fanon, 1963: 23).

Se destaca, entonces, esta dimensión fundamental de la violencia revolucionaria: se trata de una violencia que se percibe y se presenta como defensiva como un alarido de furia y rebelión gestado en las tramas más viejas de la historia.

El oprimido, asegura Sartre, “ni hombre ni bestia” (Fanon, 1963: 15), colonizado, está acorralados entre las armas que le apuntan y esos tremendos deseos de matar que surgen del fondo de su corazón y que no siempre reconoce: “porque no es principio su violencia, dice Sartre, es la nuestra, invertida, que crece y lo desgarra (…), y que nos es, sin embargo, sino el último reducto de su humanidad. Nosotros hemos sembrado el viento, él es la tempestad” (Fanon, 1963: 17).

Esa violencia irreprimible no es absurda tempestad, no es resurrección de instintos salvajes, no es siquiera efecto del resentimiento: “es el hombre mismo reintegrándose, dice Sartre, cuando su ira estalla, recupera su transparencia perdida, se conoce en la medida misma en que hace” (Fanon, 1963: 20). “El hombre colonizado, [remata Fanon] se libera en y por la violencia” (Fanon, 1963: 77). Es, por eso, una violencia “absoluta”.

Y aquí resulta primordial apuntar otra dimensión fundamental de la violencia revolucionaria, contratara o complemento de su postulada dimensión reactiva: la violencia como creación.

Violencia creadora de emancipación: “en los primeros tiempos de la rebelión, hay que matar: matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre” (Fanon, 1963: 20).

Violencia creadora de humanidad: “Hijo de la violencia, en ella encuentra a cada instante su humanidad (…) otro hombre, de mejor calidad” (Fanon, 1963: 22).

Violencia creadora de hombres nuevos:

“La descolonización modifica fundamentalmente al ser, transforma a los espectadores aplastados por la falta de esencia en actores privilegiados, recogidos de manera casi grandiosa por la hoz de la historia. Introduce en el ser un ritmo propio, aportado por los nuevos hombres, un nuevo lenguaje, una nueva humanidad. La descolonización es realmente creación de hombres nuevos” (Fanon, 1963: 31).

El hombre nuevo no es ya aquel hijo emancipado del futuro, aquel hombre constructor producto de la nueva sociedad, sino aquel que nace y se hace en el mismo acto de la emancipación y la realización de la historia.

Violencia creadora de conciencia: “La violencia eleva al pueblo a la altura del dirigente (…). Iluminada por la violencia, la violencia del pueblo se rebela contra toda pacificación” (Fanon, 1963: 86).

En resumidas cuentas, creación de emancipación, creación de humanidad, creación de conciencia, creación de una nueva historia. Violencia y creación: así, si en la pluma de Marx, la violencia era la partera de la historia, en la corriente revolucionaria que aquí nos concierne se convierte en el propio vientre que puja.

Resuenan aquí los ecos de Georges Sorel (aunque el propio Sartre se apresure a desconocerlo): la creación como medio de realización del hombre, como camino de la emancipación. La creación como lucha y violencia: una violencia –proyectada siempre en términos colectivos- que, ejercida contra la fuerza del poder, libera; la violencia como arma de la libertad. Y finalmente, también resuenan los ecos sorelianos en el valor de la acción, una acción a través de la cual los hombres se templan, cultivan su coraje y tallan su dignidad desarrollando así su sentido de justicia que brota de la indignación ante la humillación infligida a la humanidad toda (en tanto la humanidad de unos hombres, de otros hombres, es nuestra humanidad, es la humanidad de todos los hombres). Una acción que, a fin de cuentas, exalta la libertad del hombre frente al peso de la historia.

Como puede esperarse sin mayores sorpresas, complementan esta constelación de sentidos, un explícito antiintelectualismo y un no menos enfático antirreformismo, entendidos ambos como manifestaciones más o menos veladas y engañosas del interés burgués.

Y finalmente, se erige como figura matriz de esta violencia la fusión del cuerpo individual, del hombre individual, en el cuerpo colectivo, representado la más de las veces en la imaginación revolucionaria en la estampa de las masas movilizadas. Dice Fanon:

“para el pueblo colonizado esta violencia (…) reviste caracteres positivos, formativos. Esta praxis violenta es totalizadora, puesto que cada uno se convierte en un eslabón violento de la gran cadena (…). La lucha armada moviliza al pueblo, es decir, lo lanza en una misma dirección, en un sentido único. La movilización de las masas, cuando se realiza con motivo de la guerra de liberación, introduce en cada conciencia la noción de causa común, de destino nacional, de historia colectiva. Así, la construcción de la nación, se facilita por la existencia de esa mezcla hecha de sangre y de cólera” (Fanon, 1963: 85).

Al respecto, Badiou dirá que el proyecto de creación de un hombre nuevo con el que se obsesiona el siglo es tan radical que en su realización no importa la singularidad de las vidas humanas; ellas son el mero material. Toda subjetivación auténtica es colectiva. Un sujeto no tiene esencia; sólo puede ser evaluable en función de una historicidad. No es del orden de lo que es, sino del orden de lo que ocurre. Por lo tanto, el individuo puede ser sacrificable a una causa histórica que lo supera. Se trata de la disolución o disipación del individuo en un nosotros. El reverso de ese sacrificio es la inmortalidad del nosotros.

Esta dimensión de lo colectivo tiene una materialidad: la movilización de masas, la manifestación (tanto en términos reales como en términos de representaciones e imaginarios políticos). La manifestación es el sujeto colectivo, el nosotros, dotado de un cuerpo, en el espacio público. Y debe ser leída como la demostración del “podemos cambiarlo todo”. La insurrección es la fiesta final del nosotros la acción última de lo fraterno.


IV

“Quiero repetir que era un bello domingo de verano, porque entonces se entenderá mejor que era natural que por la calle pasaran numerosas parejas jóvenes rumbo al parque cercano. La tarde de acercaba a su ocaso. Entonces Javier me miró seria y fijamente y me dijo: ‘Pensar que no saben el mundo que estamos armando para ellos’. No se me ocurrió responder nada —quizás porque estaba de acuerdo con esa aseveración —, y sin embargo esa frase quedó para siempre clavada en un rincón de mi cerebro…” (Terán, 2004: 15)

La escena de esa tarde de verano data de finales de 1966, quizás comienzos de 1967. Un joven Oscar Terán, por entonces estudiante de Filosofía, salía a la calle con los ojos llorosos y el alma conmovida luego de haber leído, en una pobretona buhardilla estudiantil del barrio porteño de Barracas, ¿Revolución en la Revolución?, recientemente “llegado” en microfilm desde “la isla” y proyectado caseramente sobre una de las paredes en mal estado que delimitaban la pieza de Javier, su compañero de estudios y, también, de ese apasionado y feroz recorrido que muy pronto los llevaría de las letras a las armas. “Decía lo que decía, y tal vez podría haber dicho otra cosa, pero el aura de ese texto (…) tornaba irrefutables todas sus más arbitrarias argumentaciones. El criterio de autoridad que lo respaldaba era naturalmente no la palabra de un joven intelectual francés, sino el extraordinario prestigio de la revolución cubana” (Terán, 2004: 14). Convencidos de las verdades irrefutables que emanaban de aquel texto y haciéndose eco de los imperativos que esas verdades imponían, ambos jóvenes se asomaron a aquel atardecer con la inquebrantable voluntad de transformar para siempre un mundo de injusticia y humillación. Y fue entonces cuando Javier espetó su indeleble y estremecedora frase.

Quizás por los tantos sentidos implícitos en ella, quizás porque en esos sentidos se habían jugado buena parte de sus propias apuestas vitales, o quizás también porque sospechaba poder encontrar allí buena parte de la clave de la tragedia, lo cierto es que a lo largo de los años Oscar Terán habría de volver una y otra vez “con temor y temblor” a aquella tarde de domingo.

Si en esa tarde –como en tantas otras- comenzaba a germinar la semilla de la promesa guevarista, la frase de Javier -que moriría pocos años después en un operativo frustrado de poca y ninguna repercusión- ¿no encerraba, acaso, los indicios de su naufragio?

En todo caso, resta aún, el doloroso interrogante no ya sobre la derrota de los revolucionarios, sino sobre la de su fracaso. Quizás se deba afrontar, por fin, uno de los segmentos más trágicos de la historia de la revolución: el hecho de que simple y terriblemente aquellos jóvenes esperanzados querían construir un mundo mejor para “quienes tal vez ni lo pedían ni lo querían”. En palabras de Terán:

“entre el mundo que queríamos preparar y el que llenó de sonido y furia la década del setenta media la distancia breve y al mismo tiempo infinita que quedaba entre quienes terminamos ese domingo con los ojos rojos y las parejas que pasaban hacia el parque” (Terán, 2004: 15).


Referencias bibliográficas

Badiou, Alain (2005). El siglo. Buenos Aires: Manantial.

Calveiro, Pilar (2005). Política y/o violencia. Una aproximación a la guerrilla de los años 70. Buenos Aires: Norma.

Carnovale, Vera (2011). Los Combatientes. Historia del PRT-ERP. Buenos Aires: Siglo veintiuno.

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Rot, Gabriel (2000). Los orígenes perdidos de la guerrilla en la Argentina. La historia de Jorge Ricardo Masetti y el Ejército Guerrillero del Pueblo. Buenos Aires: El Cielo por Asalto.

Schmitt, Carl (2005). Teoría del Partisano. Buenos Aires: Struhart y Cía.

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Tortti, María Cristina (2014). La nueva izquierda argentina. La cuestión del peronismo y el tema de la revolución. En Tortti, María Cristina (Dir.). La ‘nueva izquierda’ argentina (1955-1976). Socialismo, peronismo y revolución (15-33). Rosario: Prohistoria.

Vezzetti, Hugo (2009). Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y Olvidos. Buenos Aires: Siglo veintiuno.

Vera Carnovale es Doctora de la Universidad de Buenos Aires, área Historia. Investigadora del CONICET. Investigadora, docente y miembro de la Comisión Directiva del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina (CeDInCI)/ Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Entre 2001 y 2009, como parte del equipo de trabajo de Memoria Abierta intervino en el diseño y la construcción de un Archivo Oral sobre el terrorismo de Estado en Argentina. Publicó numerosos artículos sobre historia reciente en libros y revistas del país y del exterior. Es miembro del Comité Editorial de Políticas de la Memoria. Coeditó los volúmenes Historia, Memoria y Fuentes Orales, Buenos Aires, CeDInCI/ Memoria Abierta, 2006; Memorias urbanas: Berlín-Buenos Aires, Buenos Aires, Buenos Libros, 2010. Es coautora de la Colección de CD’s De Memoria, Buenos Aires, Secretaría de Educación del GCBA/ Memoria Abierta, 2005; y Abogados, Derecho y Política, Buenos Aires, Memoria Abierta. En 2011 publicó Los Combatientes. Historia del Partido Revolucionario de los Trabajadores, Ejército Revolucionario del Pueblo (1965-1976), Buenos Aires, Siglo veintiuno.


[1]Sobre este tema en particular, ver Vezzetti (2009: 80-90).

[2]Para una admirable síntesis de la conformación de este escenario de protesta social, ver Tortti (2014).

[3]Para este tema en particular, ver: Memoria Abierta, testimonio a Manuel Gaggero, Buenos Aires, 2003.

[4]Para un estudio exhaustivo de la experiencia del EGP ver Rot (2000).

[5]La frase final, destacada en el original, corresponde a un párrafo bíblico (Santiago 5, 1-5) con el que se abre su texto titulado, significativamente, “Advertencia”.

[6]Discurso pronunciado por el Comandante Fidel Castro Ruz, RUZ, en la velada solemne en memoria del Comandante Ernesto “Che” Guevara, La Habana, 18 de octubre de 1967. Recuperado de http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1967/esp/f181067e.html. Consultado: 14/11/2014.

[7]Para esta temática en particular, ver Carnovale (2011:183-222).

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