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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/magallanica - ISSN 2422-779X (en línea)

MAGALLÁNICA, Revista de Historia Moderna: 11 / 22 (Instrumentos)

Enero - Junio de 2025, ISSN 2422-779X

 

 

EL ESPACIO URBANO EN DISPUTA: CONFLICTOS CON HERRADORES Y ALBÉITARES EN LAS CIUDADES DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA (SIGLOS XVI-XIX)

 

 

 

Mario Sixto Puente

Universidad de Santiago de Compostela, España

 

 

 

 

Recibido:        06/01/2025

Aceptado:       18/02/2025

 

 

 

 

Resumen

 

Este estudio examina los conflictos en torno a los herradores y albéitares en las ciudades de la Monarquía Hispánica, centrándose en la Nueva España y el noroeste ibérico. Se analiza la relevancia del caballo y la mula en ambos contextos y cómo ello dio lugar a sistemas de control profesional específicos: el Tribunal del Protoalbeiterato en Castilla y los “protoalbéitares mayores” en la Nueva España. A partir de fuentes judiciales, notariales y municipales, se exploran las condiciones de esta profesión asociada a ruidos y suciedad, lo que originó enfrentamientos con los sectores urbanos más acomodados, con notables paralelismos en ambos territorios. A pesar de los intentos de excluir a los herradores y albéitares de las ciudades, especialmente con la expansión de las ideas de la “policía médica” a finales del siglo XVIII, estos desplegaron una resistencia efectiva.

 

Palabras clave: Edad Moderna; Galicia; ciudad de México; artesanado; historia de la veterinaria.

 

 

THE URBAN SPACE IN DISPUTE: CONFLICTS WITH FARRIERS AND “ALBÉITARES” IN THE CITIES OF THE HISPANIC MONARCHY (16TH-19TH CENTURIES)

 

Abstract

 

This study examines the conflicts surrounding farriers and “albéitares” in the cities of the Hispanic Monarchy, focusing on “Nueva España” and the Iberian Northwest. It analyzes the importance of horses and mules in both contexts and how this led to the development of specific professional control systems: the “Tribunal del Protoalbeiterato” in Castile and the "protoalbéitares mayores" in “Nueva España”. Using judicial, notarial, and municipal sources, the study explores the conditions of this profession, which was associated with noise and filth, resulting in clashes with more affluent urban sectors, with notable parallels in both territories. Despite attempts to exclude farriers from the cities, particularly with the expansion of "medical police" ideas in the late 18th century, they mounted effective resistance.

 

Keywords: Early Modern Age; Galicia; Mexico City; artisans; history of veterinary.

 

 

 

Mario Sixto Puente. Se graduó en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela en 2022 y cursó un máster en Profesorado de Educación Secundaria en la misma institución en 2023. En 2024 realizó una estancia de investigación en el Colegio de Michoacán (México) en el marco del proyecto "Rebellion and Resistance in the Iberian Empires, 16th-19th centuries" (778076 H2020-MSCA-RISE-2017), financiado por el programa Marie Skłodowska-Curie Research and Innovation Staff Exchange, del cual formaba parte. Actualmente, gracias a un contrato de la Agencia Estatal de Investigación (anteriormente FPI) desarrolla una tesis doctoral sobre la conflictividad laboral en la Galicia urbana de época moderna bajo la dirección de Ofelia Rey Castelao. Es miembro del proyecto "Culturas urbanas y resistencias en la Edad Moderna: actores y espacios" (PID2021-124823NB-C21) y la red "Conflictos y resistencias en la Corona de Castilla, siglos XVI-XIX" (RED2022-134215-T) dependientes de la Agencia Estatal de Investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España.[1] Es coeditor de dos libros y ha publicado cerca de una decena de trabajos entre capítulos de libro y artículos.

Correo electrónico: mario.sixto.puente@usc.es

ID ORCID: 0000-0002-2672-0538

 


 

 

 

EL ESPACIO URBANO EN DISPUTA: CONFLICTOS CON HERRADORES Y ALBÉITARES EN LAS CIUDADES DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA (SIGLOS XVI-XIX)

 

 

 

Introducción

 

Nadie duda hoy que el espacio constituye un condicionante histórico esencial, no como un escenario inmóvil, sino como un producto histórico construido. La geografía de las urbes de época moderna es el mejor ejemplo de esta afirmación. La distribución interna de sus habitantes y oficios e incluso su paisaje visual, sonoro y olfativo eran resultado de las interacciones y disputas de los variados grupos sociales que las habitaban. La concurrencia de un número elevado de individuos e intereses convirtió al espacio y su distribución en un constante foco de conflictividad.

En el presente trabajo abordaremos uno de los problemas derivados de esta realidad: el difícil encaje de los trabajos manuales dentro de la ciudad. Nos centraremos en las urbes de la Monarquía Hispánica, y seleccionamos como ejemplo de análisis un oficio tan esencial como molesto: el de los herradores y albéitares -profesionales del herrado y cura de los équidos-. Con respecto al marco teórico, nos situamos en la confluencia de tres líneas historiográficas: el estudio comparado del fenómeno urbano, la conflictividad y las resistencias sociales en los imperios ibéricos; la renovación de las investigaciones, tanto en Europa como América, sobre el artesanado y el trabajo urbano;[2] y por último, de forma más particular, la reivindicación del papel histórico del caballo -también de la mula y otros équidos- en el sistema cultural, social y económico el Antiguo Régimen, cuyo mayor exponente historiográfico son los tres volúmenes publicados por Daniel Roche (2008, 2011 y 2015) bajo el título La culture équestre de l’Occident, XVIe-XIXe siècle.

Inicialmente, atenderemos al proceso de institucionalización y regulación del desempeño de la albeitería en la Nueva España, derivado de la introducción de los équidos en el continente después de la Conquista. A continuación, como centro de nuestra investigación, estudiaremos las situaciones de conflicto surgidas entre el vecindario, y especialmente sus sectores más acomodados, con los herradores y albéitares. Finalmente, observaremos, también de forma comparada, los paralelismos y diferencias en la evolución de las medidas emprendidas, desde mediados del siglo XVIII, alrededor de la idea de “policía médica”, y su impacto sobre el desempeño de las profesiones molestas en las urbes del imperio.

Como espacio de atención prioritario nos enfocaremos, para Europa, en el cuadrante noroeste ibérico y, para América, en la ciudad de México. Aunque estableceremos abundantes puntos de comparación con otros centros urbanos de la Monarquía, tomamos la capital virreinal y Santiago de Compostela (Galicia) como ejemplos a través de los que analizar el problema en su escala más reducida.[3] Aunque en dimensiones muy diferentes, ambas poblaciones constituían respecto a su entorno un centro de producción, aprovisionamiento, redistribución y venta de bienes y materias primas.  

Santiago constituía la “capital de la renta” de la región. La ciudad albergaba la segunda sede catedralicia más rica de los territorios ibéricos de la Monarquía y en ella residían importantes sectores de las élites señoriales gallegas. Con 16.807 habitantes en 1787, fue la principal concentración urbana de la fachada cantábrica en la época moderna (EIRAS ROEL, 1990). En la segunda mitad del siglo XVIII entró tímidamente en dinámicas económicas y comerciales modernas que, junto con el gasto de las rentas que absorbía y las necesidades de su población interna y de un entorno muy densamente poblado, le permitieron desarrollar un nutrido artesanado (MARTÍNEZ RODRÍGUEZ, 1984; SAAVEDRA FERNÁNDEZ, 2003; SIXTO PUENTE, 2024).

Por su parte, la ciudad de México era la urbe americana más poblada, con más de 130.000 habitantes a finales del Setecientos. La capital virreinal actuaba como centro económico, burocrático, comercial y manufacturero de la región y contaba también con un importante y diverso sector artesanal. Ambas ciudades observaron un proceso expansivo entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX: México alcanzó cerca de 200.000 habitantes a mediados de siglo y Santiago, cerca de 23.000 (PÉREZ TOLEDO, 2005; FERNÁNDEZ CORTIZO, 2012: 44). Ambos procesos, de dimensiones muy diferentes, resultaron en el desbordamiento del espacio urbano tradicional, lo que creó nuevos problemas de gestión urbana.

¿Hasta qué punto en dos contextos tan distantes y dispares los conflictos y la respuesta de las autoridades se acompasaron en forma y tiempo? La selección del objeto de estudio y de la perspectiva comparada se deriva de este primer interrogante. Tres son las hipótesis de partida de nuestro trabajo:

1) que, en condiciones similares de desempeño técnico y organización laboral de un oficio, aún en contextos diferentes, se desarrollaron conflictos de naturaleza similar;

 2) que la Monarquía Hispánica a la altura de mediados del siglo XVIII constituía un espacio fuertemente conectado, con una amplia circulación de información e ideas, y con una implementación de reformas administrativas comunes con respecto a la organización del espacio urbano;

3) que los herradores y albéitares, así como los profesionales de otros oficios molestos, mostraron una importante capacidad de adaptación y resistencia ante los intentos de las autoridades municipales y de los grupos urbanos acomodados de desplazarlos a las periferias de las ciudades.

En cuanto a la documentación consultada, en el ámbito castellano no se conservan los fondos de la principal institución que controlaba la actividad de herradores y albéitares, el tribunal del Protoalbeiterato, por lo que recurrimos a fuentes periféricas para conocer la regulación de este oficio . Partimos de la normativa legislativa, que solo cruzada con documentación municipal, notarial y judicial nos permitirá aproximarnos a la realidad de su (in)cumplimiento. Para conocer las situaciones de conflicto nos socorremos de los fondos de la Real Audiencia de Galicia y de la Real Chancillería de Valladolid. Los archivos municipales nos aportan también una valiosa información sobre los enfrentamientos surgidos por la ubicación de los bancos de trabajo de los herradores.

 Para los territorios novohispanos hemos revisado la documentación del Archivo Histórico de la Ciudad de México y los fondos judiciales y gubernativos contenidos en el Archivo General de la Nación. Asimismo, estableceremos alguna comparativa con los fondos de la Real Audiencia de Nueva Galicia. Para ambos escenarios, contrastaremos los cambios producidos en los medios de control del desempeño de los oficios y la evolución de la literatura de policía médica, prolija desde mediados del siglo XVIII.

 

El herrado y cuidado de los équidos: un oficio esencial

 

La historiografía española, en contraste con la francesa e inglesa, no ha hecho honor con sus trabajos a la importancia de los équidos ni a la de los profesionales de su cuidado (ROCHE, 2008, 2011 y 2015; THIRSK, 1978; PRINCE 1980; EDWARDS, 2007). Las investigaciones sobre la materia han quedado circunscritas en su mayoría a los departamentos de historia de la veterinaria; y las aproximaciones desde la historia cultural y la historia del arte se han enfocado en las representaciones artísticas del caballo y en la equitación como práctica cultural de las élites. Desde la historia de la veterinaria se ha atendido prioritariamente a los orígenes de las prácticas curativas de su disciplina, a través del estudio de la importante tratadística sobre la albeitería, y al conocimiento del marco legislativo que regulaba su desempeño (SANZ EGAÑA, 1941; VITAL RUIBERIZ DE TORRES, 1983; HERRERO ROJO, 1990; SALVADOR VELASCO, 2013; y GONZÁLEZ LÓPEZ, 2018). Más todavía, han sido escasas las aproximaciones desde fuentes censales, notariales y municipales que superasen el marco local. En la historiografía mexicana, la materia ha sido abordada en las investigaciones sobre los medios y vías de transporte, y en alguna aproximación de ámbito regional (SUÁREZ ARGUELLO, 1997; MÁRQUEZ, 2008; MIJARES RAMÍREZ, 2009). De este modo, es poco lo que sabemos sobre las condiciones en que los herradores y albéitares desempeñaban su trabajo, la efectividad de los medios de regulación del oficio, los mecanismos de control profesional establecidos en la Nueva España y, menos aún, sobre los conflictos derivados de su presencia en las urbes.

La importancia del caballo en las sociedades de época moderna se derivaba de su secular prestigio como animal por antonomasia de la nobleza, de las órdenes de caballería y de la guerra. La equitación pervivió como forma de distinción social durante todo el Antiguo Régimen, y la escultura y el retrato ecuestre se constituyeron en símbolos de poder. El caballo, por su velocidad, y las mulas, por su resistencia, fueron por siglos el sostén de los transportes de mercancías, ejércitos, personas y mensajes por tierra, así como -junto al buey- elementos indispensables de tracción en las labores agrícolas y manufactureras.

La importancia de estos animales puede observarse en el tamaño de la cabaña ganadera. En el censo de ganado de 1752 se registraron 331.795 caballos en la Corona de Castilla, a los que se sumaban más de medio millón de asnos y 172.398 mulas.[4] Según el censo de Godoy (1797), la cifra de albéitares ascendía a 5.706, número que se aproximaba al de los abogados y superaba ampliamente el de boticarios, médicos (sin incluir a los cirujanos), procuradores, arquitectos, plateros y curtidores.[5] A estos profesionales se les podrían agregar aquellos que estaban relacionados con el mundo equino por otros motivos, como los alquiladores de bestias; los artesanos de la guarnicionería, especialistas en correajes, arneses, adornos y cinchas; aquellos herreros que podían dar apoyo en el forjado de la clavazón y herraduras; y los encargados de la fabricación y manejo de carruajes y literas.[6]

Aunque no contamos con cifras tan precisas para la Nueva España, distintas investigaciones han puesto de relieve que la mula era, por encima del caballo, una pieza clave en la explotación y vida colonial. A su vez, el desarrollo de la arriería fue fundamental para salvar las grandes distancias terrestres del territorio americano. La extracción minera, el desplazamiento de mercancías y el abastecimiento de la ciudad de México habrían sido impensables sin el servicio prestado por este animal (VON MENTZ, 2015). A principios del siglo XVII entraban diariamente en la capital virreinal 3.000 mulas con bastimentos, a las que habría que sumar las caballerías que ayudaban en los desplazamientos cotidianos de esta inmensa urbe u otras actividades dependientes del uso de bestias de tiro, como el empleo de los coches de carrozas (MIJARES RAMÍREZ, 2009: 298; RECIO MIR, 2018). Según la “Relación de Gremios Artes y Oficios” de 1788, había en la ciudad de México 90 herradores, 164 carroceros y 120 silleros y guarnicioneros (PÉREZ TOLEDO, 1996: 75).

La relevancia de los équidos en el sistema económico, y específicamente del caballo como animal de prestigio, derivó en que la albeitería se fuera configurando como una actividad de especial regulación en el derecho castellano. Su proceso de institucionalización guarda importantes paralelismos con el de la medicina, ya que, por su relevancia, ambas fueron eximidas por la Monarquía del control exclusivo de los gremios; para regularlas se crearon entre los siglos XV al XVI tribunales específicos, comandados por oficiales regios; y se dotó a los individuos que las desempeñaban de ciertos privilegios. Para poder desempeñar el oficio en Castilla era obligatorio un título expedido por el Tribunal del Protoalbeiterato, situado en Madrid. Su obtención dependía de un examen, además de la presentación de un expediente de limpieza de sangre y del pago de la media anata. Aunque el fenómeno del intrusismo laboral estuvo presente durante toda la Edad Moderna, desde fechas tempranas se generalizó la práctica de ir a examinarse a Madrid incluso desde los territorios periféricos del reino. Los privilegios otorgados a quienes contaban con un título, junto con las denuncias ante las justicias ordinarias de los herradores y albéitares examinados, explican el temprano reconocimiento del tribunal, que realmente disponía de medios de control limitados (HERRERO ROJO, 1990; LÓPEZ TERRADA, 2002; SIXTO PUENTE, 2025b).

El desempeño de la albeitería en el México colonial fue también una preocupación para las autoridades, que adoptaron un sistema de control similar al castellano. Por el momento, no hemos podido constatar la existencia de una delegación permanente del tribunal -como sí sucedió para el Protomedicato- (SILVA PRADA, 2020: 268). No obstante, la documentación consultada demuestra que la expedición del título de “maestro herrador y albéitar” seguía un camino diferenciado al del resto de oficios mecánicos; no residía solo en la autoridad municipal, sino en una pareja de “alcaldes protoalbéitares” o “maestros mayores del arte de herradores y albeitería”. Su nombramiento, que es posible rastrear a través de diferentes fondos del Archivo General de la Nación, dependía de los virreyes. Por ejemplo, en 1652 el virrey le daba la licencia a Joan Carmero para “examinar en toda esta Nueva España a tales albeytares y herradores”.[7]

Los requisitos y el proceso para la obtención del título eran los mismos en la Corona de Castilla que en la Nueva España. Podemos comparar los ejemplos de José Antonio Ugalde, que se examinó en la Ciudad de México (1808); de Antonio Ruiz de Arcaute, aspirante a albéitar de origen vasco pero asentado en Madrid (1784); y del gallego Francisco Hidalgo (1780). Los tres presentaron una “fe de bautismo” que validaba su nacimiento legítimo y tres testigos que confirmaban la limpieza de sangre, su buena conducta y la realización del aprendizaje con un maestro examinado.[8]

En el contexto americano, aparte de las denuncias por intrusismo, hemos detectado situaciones en las que ciertos oficiales de la Monarquía se extralimitaron en la extensión de los títulos. En 1753, José Cayetano Carillo, herrador de San Miguel el Grande, presentó petición ante la Audiencia de la capital virreinal contra Antonio Tovar, quien “dice tener título de teniente maestro mayor de esta corte” y, sin embargo, examinaba de forma fraudulenta y permitía intromisiones en el oficio. Con ello Tovar causaba perjuicio al erario “en los derechos que se le defraudan y deben pagarse de media anata” y al público en la calidad del servicio, dado que “es tan extendido este abuso, que aun aquellos que son herreros de oficio se entrometen al de herradores".[9] El fiscal de la audiencia solicitó el pronunciamiento de los protoalbéitares mayores, quienes dictaminaron que solo a ellos les competía la expedición de títulos. Un proceso similar se siguió en 1798 contra José Priego, “visitador nombrado” para la subdelegación de Xalapa, a instancia de los propios “alcaldes protoalbeitores”, quienes censuraron que “ha abusado de las facultades que se confirieron” por haber otorgado títulos de forma improcedente en Puebla.[10]

Para la Corona de Castilla no hemos localizado abusos de este tipo más allá de algún caso de ejercicio de la albeitería contando solo con facultades para herrar, o de un herrador gallego que pretendía ejercer de albéitar con un título expendido por el alcalde mayor de una feligresía rural.[11] Esto refleja las diferentes posibilidades para el control del ejercicio profesional en el territorio castellano, con una tupida red de justicias locales y territoriales, respecto a la situación de los territorios novohispanos situados más lejos de la capital, sobre los cuales aún queda todo por investigar respecto a este tema.

 

Ruido sangre y heces: el oficio más molesto a ambos lados del Atlántico

 

Los conflictos por intrusismo laboral respondían a la lógica general de tipo regulacionista que imperaba en los espacios laborales durante el Antiguo Régimen. Esta se acentuaba por la condición de la albeitería como actividad de especial regulación. Tras la consulta de los fondos de la Real Audiencia de Galicia, hemos localizado y clasificado por temáticas 43 procesos judiciales que involucran a herradores o albéitares. La segunda motivación en número de pleitos fue, precisamente, el intrusismo laboral (9 casos), solo adelantada por las disputas por ocupación de espacios públicos, suciedad y ruidos (12 casos).[12] Los datos obtenidos reflejan hasta qué punto las condiciones materiales y técnicas en el desempeño de un oficio condicionaban las relaciones sociales y las situaciones de conflicto que lo rodeaban (HOBSBAWM, 1980).

Aunque la albeitería gozó de una importante tratadística, bebía de las mismas bases teóricas que la medicina y aplicaba remedios similares, sus fronteras con los oficios mecánicos eran más difusas en otros aspectos. Los herradores y albéitares se formaban en el banco de trabajo, no necesitaban ir a la universidad y su trabajo, eminentemente físico, estaba asociado al martillo, el yunque y los clavos: unas herramientas más parecidas a las del herrero que a las del médico. De esto dan buena cuenta los inventarios de bienes de los talleres presentes en las caballerizas privadas. Uno de los más famosos es el que registró el patrimonio de Hernán Cortés en Cuernavaca en 1549. De su propiedad eran 17 potros, 8 caballos y 2 mulas, con un herrador y albéitar propio para su cuidado. Entre sus herramientas se detallan dos bigornias, dos martillos de labrar el herraje, otro para los clavos, cuatro pujavantes -para desbastar el casco del animal-, dos escofinas para el limado, cinceles, tenazas, una cuchilla, una ballestilla para el sangrado y dos hierros “de sacar habas”.[13] Para Galicia, otras descripciones constatan el empleo de herramientas similares, pero de mayor modestia.[14]

En los espacios urbanos, el preparado de las herraduras implicaba un continuo y molesto martilleo acompañado de humos. Para atender a los animales, los herradores y albéitares instalaban en las calles cubiertos de madera improvisados, apoyados contra un muro donde fijaban las argollas para atar a los animales. Las bestias que rodeaban sus puestos embarazaban el tránsito y llenaban la zona de heces, cuando no de charcos de sangre producidos por la aplicación de sangrías. A los olores de los animales, excrementos y sangre se sumaban los derivados de la apertura de tumores o del pelo quemado de los animales cuando les aplicaban “fuegos” para desentumecer alguna extremidad. El problema se acentuaba por el hecho de que los bancos de herrado debían situarse en zonas de tránsito: pequeñas poblaciones por donde circulaban caminos y en las entradas de las ciudades y sus plazas más concurridas, especialmente en aquellas donde se organizaban mercados y ferias.

 

Perturbar el estudio y el recogimiento espiritual a golpe de martillo

 

Siempre machacando,

siempre trabajar,

siempre alborotando

a la vecindad.

Tin, tin, tin,

Tan, tan, tan,

y siempre diciendo

con ruido infernal:

triste real, triste real.[15]

 

 

Los versos con que comienza el sainete satírico publicado en 1792 en Madrid, bajo el título El Tío Vigornia, el herrador, dan buena prueba de hasta qué punto el “ruido infernal” de su martillo formaba parte del paisaje sonoro de las ciudades de época moderna. Los conflictos por este motivo fueron constantes desde comienzos de la Edad Moderna en las urbes de uno y otro lado del Atlántico, sobre todo los que involucraron a miembros del estamento eclesiástico.

 Entre 1608 y 1610, los clérigos de San Miguel de Segovia litigaron contra dos herradores para que se retirasen de junto a la iglesia, al perturbar con su golpeteo los oficios religiosos.[16] En Santiago de Compostela, los clérigos del colegio de los regulares de San Agustín, situado en la plaza de Mazarelos (contigua a una de entradas a la ciudad), libraron en 1580 un pleito con Domingo da Fonte para que ejerciese el oficio extramuros. El herrador se defendió invocando su servicio en el mercado que se celebra en la plaza, mientras que su contraparte argumentaba que los golpes “impiden confesiones y estudio de los religiosos".[17] En la ciudad de México hubo conflictos de idéntico desarrollo, como el que inició en 1772 el Padre Blas Solís, superior de la religión de San Camilo, argumentando ante las autoridades municipales que los religiosos

 

“después de pasar en su ejercicio de auxiliar a los moribundos en malos días, y peores noches, es impiedad que sufre la justicia el que tengan el herrador tan inmediato, no podrán descansar de su infatigable tarea ni estudiar”.[18]

 

En la denuncia apela a las Ordenanzas de Madrid y a los bandos publicados por el virrey Carlos Francisco de Croix a 26 de octubre de 1769 para la mejor “limpieza y hermosura de las calles” de México. El bando expresaba en su artículo 16 que los herradores y albéitares debían mudar sus bancos “a los patios de sus casas, si los tuvieren”; y si no fuera el caso, al exterior de los puentes que daban entrada a la urbe. Los bandos con esta disposición, y otras accesorias, se repitieron en al menos cinco ocasiones entre aquel año y el de 1807.[19]  Las Ordenanzas de Madrid, constantemente aludidas en los pleitos librados tanto en la Nueva España como en Castilla fueron redactadas por el maestro arquitecto Juan de Torija en 1660, y en ellas se exigía que los oficios molestos “no se deben permitir en barrios donde no hay costumbres o estancia, ni arrimadas a casas sagradas, ni otros edificios públicos, ni a casas de despachos de consejos, audiencias, chancillerías ni otros tribunales, secretarías, contadurías, escribanías, mercaderes, joyeros”; dando la posibilidad de que se emplazasen “en corral o patio de tal casa” (TORIJA, 1661: 93 y ss.).

Pese a las sentencias favorables de las autoridades locales, el problema de los camilos no se solucionó, como demuestra la denuncia presentada por la orden en 1780 contra otro herrador.[20] A la vez que se sentenciaba ante una denuncia se seguían otorgando licencias para asentar bancos, lo que contravenía las normativas; cuando no, eran los propios herradores quienes desobedecían las órdenes de desplazamiento. En su Declaración y extensión sobre las ordenanzas que escribió Juan de Torija (1796, 1.ª ed. 1719), el arquitecto mayor de obras de la ciudad de Madrid, Teodoro Ardemáns, se rendía ante la realidad y admitía:

 

“El oficio de herrador, aunque molesto al oído, machaca sin ocasionar susto, y aunque deben estar a las entradas del lugar, esto solo sirve a los trajineros, pero conviene vivan repartidos, si no en el interior del comercio, no lejos de él, […] siempre es bueno estén a la mano para las necesidades, que, en fin, lo molesto de sus golpes al principio disuenan, pero luego acompañan” (cap. XVIII).

 

Otras congregaciones religiosas de la ciudad de México libraron pleitos similares en los años siguientes, lo que demuestra la permanencia del problema, pero también las expectativas de solución surgidas en el contexto de reformismo urbano del último tercio del siglo XVIII. En 1798 don Gervasio del Corral, mayordomo del Convento de la Agonía, solicitó ante la justicia municipal el desplazamiento de otro herrador. En su acusación incidió, nuevamente, en que el ruido incomodaba a monjas y sacerdotes.[21]

Las instituciones de justicia, los estudiantes y los licenciados también se vieron envueltos en este tipo de causas. En 1588, en Santiago, el médico Antonio de Paz demandó ante la justicia mayor del arzobispado a Bartolomé da Fonte, quien tenía su tienda justo en frente de la casa del primero, en la calle del Camino -“una de las principales de la dicha ciudad”, situada al lado interno de una puerta de la muralla-. De Paz apelaba a que además de “ofender en mi estudio a mí y más vecinos […] hay un maestro de niños, que no pueden pasar sin peligro por entre las bestias, ni el maestro les puede avezar, ni ellos entender lo que él les dice”.[22] El juez ordenó que se retirase el herrador, que apeló a la Real Audiencia, aunque no consta cómo terminó el pleito. En una fecha ya más tardía, en 1790, el oficial de las rentas reales de la ciudad de Valladolid, Francisco Matute, litigó con el herrador y albéitar Antonio Prol por impedirle el estudio a su hijo Tomás, teólogo y opositor a cátedras. El pleito acabó en apelación a la Real Chancillería y en él se adjunta, como prueba pericial, un interesante plano de la plaza de la Rinconada donde constan la situación de las tiendas de los herradores y la habitación del estudiante.[23]

En la villa de México regía también la prohibición de emplazar los bancos en las cercanías de las universidades. No obstante, la Universidad de México obtenía beneficios del arrendamiento de los terrenos que rodeaban el edificio por la zona de la plazuela del Volador. Por este motivo, varios herradores que deseaban abrir una tienda argumentaron en la solicitud previa a la Junta de Policía -exigida en los bandos ya citados- que contaban con la tolerancia de la institución. En 1775, Juan Arguello alegó que sabía de la petición de que los herradores “mudasen sus respectivos bancos fuera de puentes de esta ciudad”, pero que no había tenido ninguna queja de los vecinos "que son de mucha categoría y letras” y que eran quienes le arrendaban el lugar.[24] En 1784, con consideraciones muy similares, Tomás Rocha expuso que disponía de un convenio con la universidad desde tiempos de su abuelo, a condición de "tener limpia y aseada [… la plaza] y libertarla de toda inmundicia” y de que "cuando se celebre misa o haya alguna función en la capilla, había de cesar en el trabajo”.[25]

En definitiva, los conflictos por ruidos manifiestan un choque de intereses, pero también de concepciones sobre la ciudad entre los grupos acomodados y aquellas familias artesanas que veían amenazado su medio de supervivencia, especialmente tras el viraje de las políticas de policía urbana del Setecientos. No obstante, los intereses sociales se cruzaban con cadenas de dependencia particulares y de grupo más complejas. La preeminencia de individuos pertenecientes a las élites como denunciantes en este tipo de pleitos era compatible con que la Universidad de México permitiese que en los espacios adyacentes se instalasen los herradores, por los beneficios económicos que de ello obtenía. Una realidad similar a la que le sucedía al concejo de Santiago de Compostela, que detentaba entre sus bienes de propios buena parte de los cubiertos que ocupaban, por arriendo o foro, los herradores.[26] No cabe duda de que las élites también necesitaban de la atención de sus caballerías. Algunas instituciones monásticas, como es el caso del monasterio benedictino de San Martín Pinario -uno de los más ricos del noroeste ibérico- tenían en su recinto un banco de herrar propio.[27] Como era habitual en el Antiguo Régimen, los intereses sociales explican solo parcialmente las formas del conflicto, que se presenta siempre en formas muy diversas y atravesado por la fuerza de los intereses verticales, familiares, de facción o individuales.

 

Un foco de corrupción física y moral  

 

Una vez caracterizados los grupos urbanos que combatieron judicialmente la presencia de los herradores en el interior de las poblaciones, cabe analizar la posición de estos profesionales y del resto de actores involucrados, como las autoridades municipales. Para ello introduciremos una segunda componente: el problema de higiene que generaban en la ciudad.

Las alusiones a la suciedad estuvieron presentes en buena parte de los pleitos por ruidos que hemos mencionado, pero constituyeron en otros casos el motivo principal de la confrontación. Contamos con varios ejemplos anteriores al siglo XVIII, como el que enfrentó a la viuda María Fernández con Francisco González en 1650 por haber instalado este último su lugar de trabajo cerca de la casa de María, en la villa de Vigo (Galicia). Además de apuntar que las vibraciones del martillo le estropeaban el vino, la viuda centró su acusación en el problema generado por los “los excrementos e inmundicias que echan las cabalgaduras” y en que el lugar donde había instalado su banco no era de “uso y costumbre”.[28] El interés de este caso radica en que se sumaron a la querella varios oficiales y maestros herradores de la localidad a favor de la parte demandante.

Las denuncias entre compañeros de oficio tenían como trasfondo, las más de las veces, la competencia por situarse en las localizaciones más preciadas para atraer a los clientes. En los conflictos por intrusismo laboral, la casi totalidad de los litigios fueron emprendidos por miembros de la misma profesión (SIXTO PUENTE, 2025b). Normalmente estaban desencadenados por la apertura de un nuevo puesto de trabajo cercano al del denunciante. En 1767 el herrador y albéitar coruñés Agustín Vázquez fue denunciado por un vecino del mismo oficio por abrir tienda cuando aún estaba a la espera de examen.  El acusado le reprochó que le atacaba “movido de la ambición, sin acordarse de que a él le ha sucedido lo mismo que ahora a mi parte”.[29]

La adquisición de un pequeño privilegio respecto al compañero de profesión o, por el contrario, el observar cómo este no era censurado por el incumplimiento de una norma que a él previamente se le había exigido era motivo suficiente para romper la frágil solidaridad de oficio. En Santiago dos años después de que la Junta de Policía Urbana, por bando del 19 de noviembre de 1825, prohibiera el trabajo de los herradores a las puertas de sus casas, se sancionó por este motivo a Ángel Mosteiro. Poco después él mismo presentó una instancia para que se derribase un cubierto de otro herrador, argumentando que se debían hacer cumplir las mismas normas que a él le ataban.[30] En los territorios novohispanos encontramos otros ejemplos de intentos de despojo de bancos que tienen como trasfondo la competencia profesional. En 1797 varios herradores de la villa de Xalapa se enfrentaron con Diego Leño, quien tenía su banco en el camino que llevaba a la población, atendiendo a “los arrieros con sus recuas” sin que les fuese “preciso ocurrir a la villa de Xalapa", por lo que les privaba de su clientela.

Los herradores y albéitares no mostraron una gran cohesión como grupo, ni siquiera en aquellos momentos en que se estaba llevando a cabo una reestructuración más profunda de la ciudad, excluyente con los de su oficio. En el mundo artesanal del Antiguo Régimen, donde predominaban los pequeños productores independientes con talleres de tipo familiar y a lo sumo con un par de aprendices u oficiales, los vínculos de oficio eran sumamente quebradizos. La visión, antaño sostenida, del artesanado y los miembros de un gremio como un grupo cohesionado y hermanado, ajeno a la conflictividad interna, ha sido ampliamente superada (NIETO SÁNCHEZ, 1998).

Un caso paradigmático, que refleja la complejidad de intereses que concurren en estos enfrentamientos y las fricciones derivadas del nuevo concepto de urbanidad de las élites locales, es el que confrontó en 1813 a los vecinos de la Carreira do Conde (Santiago) con el herrador José Rey. La querella, a través de la que conocemos los hechos, fue presentada de forma colectiva ante las autoridades municipales por nueve vecinos, todos con trato de don, entre los que se encontraban dos canónigos de la catedral. Tras un intento de conciliación en el marco de las justicias locales, la petición de embargo por obra nueva que contenía la denuncia fracasó y se trasladó en apelación a la Real Audiencia.[31] La acusación sostenía que la instalación del banco era “contraria a todas las ordenanzas de policía de todos los pueblos civilizados” debido a

 

“[…] los incesantes golpes de los herradores que, no son menos contrarios a la salud, por la fetidez que exhalan las curaciones de las caballerías, y con especialidad la sangre que se les extrae y que al paso que por invierno forma charcos, en verano un manantial de podredumbre.”

 

Nuevamente, testificaron en favor de la acusación varios herradores y albéitares. Uno de ellos, ya con título de la Escuela de Veterinaria, empleó como argumento que él mismo había sido víctima de otras restricciones de este tipo y puso por ejemplo cuando se le había prohibido instalarse en la Puerta de A Mámoa por estar cerca de la sede del Santo Oficio.

La defensa del herrador nos aproxima a los discursos de aquellos que intentaron ser excluidos de la ciudad por desempeñar oficios molestos. Con tono irónico, apeló a que el ruido no sería tanto como parar herir “los delicados témpanos de los vecinos” ni tampoco los olores como para que “ofendan su olfato”. En cambio,  

 

“quedarían en gran parte desiertas las poblaciones si se desterrasen los oficios de ruido, que les dan honra y provecho, y no incomodan sino a la gente inconsiderada. Así, no solo hay en los pueblos de más policía herradores en sus entradas, sino plateros en su centro, latoneros, ensambladores, cerrajeros, boticarios, zapateros, mesas de trucos y otros innumerables ejercicios ruidosos.”

 

El concejo se mantuvo favorable al herrador y reivindicó sus competencias en “asuntos de policía”, que sentía amenazadas por la intromisión de la Audiencia y consideraba “privativas de sus regalías”. Como veremos después con más detalle, José Rey pudo instalar su banco, donde trabajó, no sin dificultades, hasta la fecha de su muerte.

En las acusaciones cruzadas en este caso se entremezclaban las consideraciones de tipo higiénico y moral. El problema de la suciedad se asociaba también al de “tranquilidad” y “seguridad pública” y se insinuaba que aquel banco de herrar era por las noches “abrigo de toda clase de malhechores”. Pocos años más tarde, en 1826, la Junta de Policía, mediando en una disputa entre dos herradores, les recordó que "los dos interesados deben cerrar sus obradores con llave en mano, a fin de obviar los desórdenes que por las noches se pueden cometer".[32] Esta misma idea, que asociaba los bancos de herrar al crimen, circulaba también por la ciudad de México. En un proceso de coordenadas muy similares al que acabamos de describir, aunque ya en la tardía fecha de 1845, varios vecinos que vivían en un lateral de la iglesia de la Misericordia denunciaron que el “banco es abrigo de ladrones y en el diariamente se comenten excesos de gran tamaño”.[33]

La concurrencia de las argumentaciones de tipo médico, higiénico, moral, religioso, de orden público y buen gobierno debemos encuadrarlas dentro del pensamiento sobre policía médica del siglo XVIII y de comienzos del XIX. En el Setecientos, la medicina se convirtió en verdadero saber de poder y muchos médicos tomaron el papel de reformadores sociales, promoviendo con sus escritos la mejora de las costumbres y la salud del cuerpo social (ROSEN 1985; BOLUFER PERUGA, 2000: 36-38). El historiador francés Georges Vigarello (1991) definió este proceso moralizante como “una verdadera pastoral de la miseria donde la limpieza tendría casi la fuerza del exorcismo” (p. 240) y la higiene, personal y urbana, se asociaban a la solución de problemas sociales como la pobreza y la marginalidad.

 

La policía médica como base de la reforma urbana: ideas y soluciones compartidas

 

Para entender los conflictos por ruidos y suciedad adecuadamente es necesario conocer las especificidades de las “culturas de la salud” de la Edad Moderna y los cambios en las concepciones de la higiene durante el siglo XVIII. Según las teorías miasmáticas, las enfermedades eran producto de las emanaciones de las materias descompuestas, aguas estancadas, humos y otros contaminantes de los aires. En su Tratado de la conservación de los pueblos (1756, traducido en 1781), el médico portugués Ribeiro Sánchez dedica los nueve primeros capítulos a la corrupción de los aires. Además de cargar contra los herradores por “asquerosos y hediondos” (p. 108), aqueja que haya “tantas campanas, que repican con frecuencia, tantos oficios inventados […] con los golpes de sus instrumentos” que “causa estruendos, agitando el ayre le ventilan y aumentan su elasticidad” (p. 98). El mismo perjuicio infligirían el fuego y los humos. Partiendo de esta concepción, las vibraciones producidas por los ruidos no solo preocupaban por perturbar la tranquilidad, sino también por cómo afectaban a los aires. Igualmente, todo aquello que generaba mal olor se consideraba un foco de enfermedad. Esto explica que el ayuntamiento de Pamplona solicitase un informe en 1736 sobre como el martilleo de los herradores impactaba en la salud. Aunque el dictamen de los médicos del Hospital General resolvió que solo serían dañinos “a horas incómodas e irregulares”, en 1741 se les prohibió trabajar dentro de la ciudad y en 1772 se limitó la realización de sangrías en espacios públicos (MARTÍNEZ JESÚS, 1989: 30-36).

Las referencias a los oficios, y concretamente a los herradores, abundaron en las obras de policía médica. En las Instrucciones para el bien público…, el médico castellano Bruno Fernández (1769) dedica un capítulo a la “limpieza necesaria en las ciudades para la pureza del aire”, perturbada por el “depósito de todas las inmundicias, que salen de los animales y de las artes” (p. 79), y aqueja las emanaciones “que salen de casa de los artífices que tratan materias asquerosas, como son cueros, tripas e intestinos de animales”. Así, propone que se desplacen esos oficios de las zonas pobladas y que “no se debería permitir a los albeytares y herradores el sangrar las caballerías, ni pegarlas fuego en medio de las calles” (p. 80). El doctor sevillano Ximénez de Lorite (1791) dedica un escrito específico al problema titulado Disertación médica, de los daños que pueden ocasionar a la salud publica la tolerancia de algunas manufacturas dentro de los pueblos. En sus páginas apela al mal olor, reflejo de la corrupción de los “muchos gases que se desprenden de las materias que sirven de entrenamiento y ocupación en las manufacturas” (p. 193).

En el ámbito novohispano se escribieron textos similares con proyectos de reforma urbana, especialmente para su capital. En 1788 se redactó el Discurso sobre la policía de México, de autoría teóricamente anónima, pero que se sabe redactado por Ladrón de Guevara, oidor de la Audiencia de México y miembro del Consejo de Indias. En sus páginas también carga contra los herradores “cuyos trabajos materiales perturban la sociedad” y opina que, junto a los coheteros, curtidores y toneleros, “corresponde reducirlos a los arrabales” (LADRÓN DE GUEVARA, 1982: 96 y 150).

Las nuevas concepciones sobre higiene que circularon durante el siglo XVIII por Europa y América alrededor de las teorías policía médica tienen su origen en el cameralismo y despotismo ilustrado alemán (ROSEN, 1985: 128 y ss.). Las ciudades de la Monarquía Hispánica y sus intelectuales recibieron las nuevas ideas sobre la gestión del espacio urbano a través de numerosas traducciones y la imitación de prácticas de gobierno que se estaban implementando en las capitales europeas, especialmente en París[34]. En la España del siglo XVIII fueron publicados 305 libros y 62 escritos menores sobre salud pública, alcanzado entre 1777-1791 su pico de producción (GUILLÉM GRIMA, 1988: 966).

La policía médica del Setecientos tuvo dos momentos de impulso. El primero, tras la epidemia de peste de Marsella de 1720, llevó a la creación de la Suprema Junta de Sanidad y a nuevas medidas, sobre todo, centradas en el control de las enfermedades contagiosas y el saneamiento público. El segundo, tras el Motín de Esquilache (1766), desencadenó reformas en la administración urbana en una lógica favorable al control del orden público, pero que también se extendió a materias de higiene (GRANJEL, 1979: 119-121; GUILLÉM GRIMA, 1988). Un hecho clave en esta segunda etapa fue la promulgación en Madrid de las Ordenanzas de 1768, que dividieron la ciudad en cuarteles y barrios, y que fueron imitadas en 1782 en la capital del Virreinato. La reforma pronto se extendió por otras ciudades castellanas -Sevilla, Valladolid, Valencia, Coruña, Oviedo etc.- y novohispanas -San Luis Potosí, Valladolid, Puebla, Querétaro etc.- (GUILLAMÓN ÁLVAREZ, 1989; HIRA DE GORTATI, 2002).  

 

Nosotros estábamos primero: adaptación y resistencias de los herradores

 

Los problemas generados por la presencia de oficios de profesiones sucias y molestas en las ciudades se habían sucedido desde comienzos de la Edad Moderna. No obstante, desde mediados del siglo XVIII aumentaron las medidas de control y exclusión por parte de las autoridades y también los conflictos con particulares. Este cambio estuvo relacionado con las nuevas concepciones sobre policía médica, las reformas municipales iniciadas con Carlos III y la posterior creación de organismos como las Juntas de Policía.

La actividad de las Juntas de Policía se orientó al control urbanístico y, en consecuencia, a la reorganización de los oficios sobre el espacio y la gestión de conflictos vecinales. Entre finales de la década de 1780 y comienzos de la de 1790 detectamos su aparición en las principales ciudades del cuadrante noroeste ibérico (Valladolid, Zamora, Salamanca, A Coruña, Santiago de Compostela)[35] y en otras de la Nueva España, como Ciudad de México. Aunque no parece haber una orden general, su creación fue estimulada por la Instrucción a Corregidores de 29 de mayo de 1788 “previniendo a todas las justicias del reino que promuevan en este punto de policía [ornato de los pueblos y sus edificios], tomando las providencias más activas según las circunstancias de los pueblos y dando cuenta al consejo”, que se reiteró por la Real Orden de 26 de abril de 1805.[36]

A partir de los fondos del Archivo Municipal de la Ciudad de México podemos seguir la actividad de la Junta de Policía, así como ciertas disposiciones previas a su creación.[37]  En lo que respecta a herradores y albéitares, además de los cinco bandos de policía emitidos entre 1769 y 1807, se conservan más de una veintena de expedientes relativos a licencias para apertura de bancos de herrar, traslados, despojos, ampliaciones y mediación de choques con el vecindario. Las figuras creadas con la división en cuarteles y barrios de la ciudad jugaban un papel activo en materias de policía (DÁVALOS: 2017), como se refleja en estas diligencias. Así sucedió en una disputa en 1798 por ruidos, donde se solicitó que “se haga vista de ojos por el juez del cuartel”; o en 1790, cuando el alcalde de barrio, por propia iniciativa, solicitó a la Junta el traslado de un banco que estorbaba el tránsito en la Calle Real.[38]

Para la apertura de un banco era necesario realizar una solicitud a la Junta, como refleja la petición de Hilario Rivera en 1802 para instalarse en la Plazuela de los Vizcaínos. El trámite se inició con un pedimento donde exhibía su condición de “maestro albéitar”. A continuación, el juez de cuartel adjuntó su informe con distintas consideraciones sobre la utilidad, situación y posibles molestias que podría generar.[39] En la siguiente reunión de la Junta se emitió un dictamen favorable. En caso de que el juez de cuartel o alcalde de barrio diese informaciones contra algún herrador, estos podían solicitar el amparo de la Junta que, después de ver testigos y pruebas -entre las que podía estar una “vista de ojos”, a modo de informe pericial, del arquitecto mayor de la ciudad-, resolvía la disputa.[40]

En Santiago se conservan los libros de actas de la Junta de Policía entre los años 1826 y 1832. El número de expedientes y referencias a herradores y albéitares, contando también las de las actas municipales (desde 1800 a 1832), asciende a veintisiete. El proceso para el establecimiento de un puesto era similar: presentación de una petición, “informe de los procuradores de policía” y aprobación si procede. La Junta compostelana también recibía quejas de vecinos, mediaba entre las partes e intervenía en caso de que alguno de los comisionados de policía se hubiese excedido.

El aumento de los enfrentamientos en el ámbito municipal a finales del Setecientos tiene su correlato en las instancias judiciales superiores. De los doce procesos judiciales por ruidos, suciedad y ocupación de espacios contenidos en los fondos descritos de la Real Audiencia, solo cuatro son anteriores a 1750. Si bien nos hemos centrado en el espacio urbano, estas mudanzas en las formas de concepción de la civilidad también impactaron en las localidades rurales. Valga como ejemplo el enfrentamiento que tuvo lugar en la villa de Laza -al norte de la frontera portuguesa-, protagonizado por Juan Conde, herrador y albéitar que, junto a una decena de vecinos, fue procesado por la Audiencia por encabezar un tumulto nocturno ante el palacio del conde de Moctezuma, señor en la villa. Aunque la conjura vecinal tuvo como detonante los intentos de retirar el banco de herrar de Juan Conde, que había instalado contiguo a una de las paredes de la residencia nobiliaria, presentaba un claro trasfondo antiseñorial (SIXTO PUENTE, 2025a).

Las acciones de violencia de esta escala fueron infrecuentes. Los herradores y albéitares solo se granjearon la solidaridad de sus vecinos en condiciones excepcionales y -como ya hemos expuesto- demostraron una escasa capacidad de acción colectiva. No obstante, fueron capaces de sobreponerse con gran efectividad a los intentos de expulsión de las urbes: la desobediencia de las órdenes de despojo, la instalación de cubiertos de trabajo y su ampliación sin permiso y la adaptación fingida del cumplimiento de las normas municipales fueron sus principales artes de resistencia, empleando el conceto de J. C. Scott (1985).

En las solicitudes para la apertura de nuevas tiendas ante el cabildo de la ciudad de México, los herradores prometían velar por el cumplimiento de los bandos municipales. En una solicitud de 1805, Manuel de la Vega argumentaba “estar ya convenido con el dueño de la finca y no haber vecino alguno a quien se incomode”.[41] Cuando Hilario Rivera se situó en 1816 al lado de la Ermita del Calvario se comprometía “a tener limpio el paraje y de que no ha de estorbar en modo alguno el paso público”.[42] En otras ocasiones, como hemos visto, apelaban al consentimiento de las instituciones cercanas o aquejaban el abuso de los alcaldes de barrio y jueces de cuartel.

Las medidas de control permitieron el desplazamiento de algunos bancos hacia barrios menos concurridos. Como se reconoció en una orden de traslado de 1790, “se han retirado los más de los bancos que se hallaban en la ciudad, aun los de los barrios menos avecindados”.[43] Sin embargo, el continuo crecimiento de la ciudad, junto con el constante incumplimiento de la normativa por la autoridad municipal al otorgar licencias contra lo establecido en los bandos, explica el mantenimiento del problema durante el siglo XIX. La obligatoriedad de indicar previamente el lugar donde se iban a situar se mantuvo después de la independencia mexicana, lo que nos permite constatar que al menos hasta la década de 1840 seguía habiendo bancos en el centro de la ciudad, alrededor del Colegio de las Vizcaínas y en la Plaza de San Juan, donde continuaban las quejas del vecindario.[44]

En Santiago la gestión de los espacios urbanos con relación a los herradores mostró importantes paralelismos, pero también diferencias. Su traza de origen medieval, perimetrada por una muralla, condicionó el establecimiento de los herradores y albéitares en sus entradas. A través de la documentación notarial y municipal sabemos que a comienzos de la Edad Moderna se situaban a ambos lados de sus principales puertas.[45] Llegado el siglo XVIII, los bancos de herrado habían sido desplazados al exterior del perímetro amurallado, pero seguían cerca de las vías de acceso y se extendían por las calles adyacentes (Carreira do Conde, Senra, Hortas y Campo de Santo Domingo).[46]

En cualquier caso, no es hasta el año 1794 que tenemos la primera noticia de un proyecto para desplazar a todos los herradores a un lugar específico, concretamente a la cuesta de Santa Susana, cercana al Colegio de San Clemente. La construcción de los cobertizos, de los que se conservan planos detallados, no se realizó hasta 1822, fecha en que se trasladaron a la zona algunos de los herradores de la Carreira do Conde. Sin embargo, el alto precio del alquiler del espacio, junto con las multas impuestas por atender a las caballerías a las puertas de las viviendas situadas enfrente de los puestos, los llevó a regresar de nuevo a la Carreira do Conde.[47]

La reconstrucción de la trayectoria personal de José Rey nos permite comprender el grado de presión soportado en aquellos años por los herradores. La primera noticia sobre él está en el reconocimiento de la Carreira do Conde de 1794, en el que se le permitió permanecer a espera de la conclusión del proyecto de traslado. En 1813 se vio envuelto en un largo pleito con el vecindario, primero en instancias municipales y luego ante la Real Audiencia, que se alargó hasta 1815 -en cuyo análisis ya nos hemos detenido-. En 1822 aceptó el traslado a los cobertizos construidos en el campo de Santa Susana, donde instaló su domicilio; pero en 1827 la Junta de Policía le solicitó que no extendiese sus actividades alrededor de la puerta de su vivienda, por lo que “se le hizo sacar el banco y argollas de la pared y convino con grave multa". Por estos motivos regresó a la Carreira do Conde y en febrero de 1831 recibió una orden de derribo -que también afectaba a Facundo Vázquez- que se reiteró dos veces más a lo largo del año. En 1834 sabemos de su muerte por una nueva solicitud, a otro herrador, de traslado a la cuesta de Santa Susana, "renunciado por parecerle excesivo el canon que se le había fijado”, al igual que ya había hecho José Rey, a quien se da por fallecido.[48]

Con motivo de la construcción de la carretera provincial de Pontevedra en 1864, el Ayuntamiento de Santiago recibió un nuevo escrito firmado por doce vecinos de la Carreira do Conde y la calle de la Senra. Estos demandaban la expulsión de un viejo compañero de oficio de José Rey, Facundo Vázquez, quien aun trabajaba en el lugar, ya bajo una argumentación de trazos contemporáneos, en defensa de los derechos de los “propietarios” y “el reposo que el hombre busca dentro su mansión y hogar” frente a “una caprichosa regalía”.[49] Pese a la disposición favorable al traslado de la autoridad municipal, una petición de las mismas características se repitió en 1882.[50]

Todo parece indicar que los intentos de desplazar a los herradores, primero en la lógica de la policía sanitaria ilustrada y después del nuevo urbanismo burgués, fracasaron ante la incapacidad -y quizás también falta de determinación- de los poderes locales. La voluntad de los herradores de permanecer en el lugar más conveniente para su oficio, de seguir trabajando a pesar de las presiones y haberse visto envueltos en pleitos, despojos y multas, no fue quebrada. Tanto en la ciudad de México como en Santiago apelaron constantemente al derecho inmemorial de posesión. Aunque este fuese un argumento arquetípico en la mentalidad del Antiguo Régimen, en este caso, no se equivocaban en sus afirmaciones: ellos estaban primero, pero la ciudad crecía y las mentalidades de sus habitantes cambiaron, lo que hizo del espacio urbano un campo de disputa y del resistir, su única posibilidad de supervivencia.

 

Conclusiones

 

La conquista de América introdujo los équidos y las prácticas de herrado y cuidado de estos animales en Nueva España, lo que llevó a desarrollar un sistema de control profesional análogo al castellano, con "protoalbéitares mayores" designados por los virreyes. La similitud de técnicas empleadas por los herradores en las distintas ciudades de la Monarquía resultó en conflictos con grandes paralelismos en ambos territorios, lo que manifiesta hasta que punto el grado de desarrollo técnico y de organización productiva condicionó la forma de los enfrentamientos laborales.

 La estructura monárquica compartida facilitó la circulación de ideas y normativas entre Europa y América, lo que redundó en el acompasamiento de los ritmos y caracteres de los conflictos. Durante el siglo XVIII, las propuestas sobre policía condujeron a la reestructuración de los medios de control de las ciudades. La aparición de las Juntas de Policía y la división de las ciudades en cuarteles y barrios a finales del Setecientos actúo como canal y motor de la reforma urbanas en ambos espacios. Estos cambios reflejaban la lucha entre los sectores acomodados y los profesionales de los oficios molestos, y la evolución hacia una nueva concepción de la civilidad e higiene entre las autoridades políticas de la Monarquía y parte de las élites locales. Aunque los herradores y albéitares no organizaron una estrategia colectiva de defensa, sobrevivieron mediante la resistencia individual, si no dentro de las ciudades, no muy lejos de sus accesos. Todo apunta a que, finalmente, la desaparición del oficio en su forma tradicional, y con ello los conflictos por ruidos, ocupación de espacios y suciedad, se debió más a los avances de la ciencia veterinaria y de los transportes modernos que a la presión de las élites urbanas.

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Anexo Nº 1. Lugares referenciados y bancos de herrar en la ciudad de México

7

 

 
Mapa

Descripción generada automáticamente

Fuente: Elaboración propia sobre un fragmento del plano de la ciudad de México levantado por don Diego García Conde en 1793 (David Rumsey Historical Map Collection). Leyenda: 1. Convento de San Camilo, 2. Universidad de México, 3. Colegio de las Vizcainas, 4. Convento de Regina Coelli/ de la Agonía, 5. Iglesia de la Misericordia, 6. calle Real, 7. plaza de San Juan (con un punto: otras localizaciones de bancos de herrar).

 

Anexo Nº 2. Lugares referenciados y bancos de herrar en Santiago de Compostela

Mapa

Descripción generada automáticamenteFuente: Elaboración propia sobre un fragmento de un plano de Santiago, autor desconocido, ca. 1750 (Archivo del Instituto de Estudios Gallegos Padre Sarmiento, ref. 2564).

Leyenda: 1. Carreira do Conde, 2. calle de A Senra, 3. calle de As Hortas, 4. Colegio de San Clemente, 5. Monasterio de San Martín Pinario, 6. Campo de Santa Susana, 7. Porta do Camiño, 8. Porta de A Mámoa, 9. plaza de Mazarelos



[1] Colaboradores en la financiación de la investigación de la que resulta este artículo.

[2] En la amplia bibliografía existente pueden encontrase referencias para el ámbito europeo, en Farr (2000) y Lucassen et al. (2008); para España, en Hidalgo Fernández y Nieto Sánchez (2024); para los territorios americanos, en Nieto Sánchez (2023) y Nieto Sánchez, Zuñiga y González Navarro (2023). Sobre la sólida lista de estudios sobre la historia del trabajo y gremios en Nueva España, y especialmente en su capital, véase Carrera Stampa (1954), Castro (1986), Pérez Toledo (1993) y Von Mentz (1999). Entre otras referencias, que pueden localizarse en el estado de la cuestión contenido en Castro Gutiérrez y Povea Moreno (2020).

[3] Añadimos en los anexos un mapa de cada una de las dos ciudades con la localización de los principales lugares a los que se hará mención en el artículo.

[4] Censo Ganadero de la Corona de Castilla, año de 1752 (1996), Madrid: Instituto Nacional de Estadística, p. 622.

[5] Censo de Godoy (1992), Madrid: Instituto Nacional de Estadística, p. 49.

[6] En una ciudad de tipo medio como Santiago de Compostela, en el Catastro de Ensenada (1752) guarnicioneros y cincheros multiplican por tres la cifra de herradores, y los alquiladores lo hacen por diez (EIRAS ROEL, 1990).

[7]  Hizo lo propio con Francisco Leal y Juan Estebes en el año 1661 y con Diego Leal en 1680. Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Gobierno Virreinal, c. 1587, exp. 30; AGN, Gobierno Virreinal, General de Parte, vol. 16, exp. 40.   

[8] Archivo Histórico de la Ciudad de México (en adelante, AHCM), Ayuntamiento, vol. 383, exp. 24; Archivo Histórico Universitario de Santiago (en adelante, AHUS), Archivo Municipal (en adelante, AM), leg. 1421, exp. 39; Archivo Histórico Provincia de Álava, Justicia, exp. 31986.

[9] AGN, Indiferente Virreinal, c. 6606, exp. 40.

[10] AGN, General de Parte, vol. 76, exps. 103 y 104.

[11] Archivo del Reino de Galicia (en adelante, ARG), Real Audiencia (en adelante, RA), exps. 16375/82 y 26213/60.

[12] Otros nueve procesos fueron por impagos o incumplimiento de servicio, cuatro por otras motivaciones relacionadas con el trabajo y doce carecían de relación con el oficio. ARG, RA.

[13] Inventario transcrito por Márquez (1996: 157).

[14] En el embargo de Bernal Fernández, herrador y albéitar orensano en 1562 se incautan “treinta y nueve pares de ferraduras, doscientos clavos, dos bigornias con sus cepos, un matillo de ferrar, otro martillo, más otros cuarenta y un pares de herraduras mulares”. ARG, RA, exp. 988/77.

[15] El Tío Vigornia el herrador (1792), Librería de Quiroga. Recuperado de http://hdl.handle.net/20.500.11938/ 78812.

[16] Archivo de la Real Chancillería de Valladolid (en adelante ARCHV), escribanía de Fernando Alonso, c. 1607, exp. 3.

[17] ARG, RA, 3754-4.

[18] AHCM, Ayuntamiento, vol. 382, exp. 2.

[19] A 24 de octubre de 1775, [s. d.] mayo de 1783, 31 de agosto de 1796 y 4 de marzo de 1807. Compendio de bandos de la Ciudad de México: Periodo Colonial. Recuperado de https://bandosmexico.inah.gob.mx.

[20] AHCM, Ayuntamiento, vol. 382, exp. 10.

[21] AHCM, Ayuntamiento, vol. 382, exp. 15.

[22] ARG, RA, exp. 614/4.

[23] ARCHV, escribanía de Zarandona y Walls, c. 3318, exp. 6.

[24] AHCM, Ayuntamiento, vol. 382, exp. 10, fols. 18 y ss.

[25] AHCM, Ayuntamiento, vol. 382, exp. 10, fols. 102 y ss.

[26] Entre los bienes que el concejo de Santiago ofrece como aval de un censo en 1674 se incluyen “las tiendas y cobertizos de los herradores de la Puerta del Camino, Faxeyras y Maçarelos” (EIRAS ROEL, 2001: 451).

[27] Tal y como consta en las descripciones del litigio librado en 1737 entre José Antúnez, herrador, y el doctor Francisco Jerónimo Cisneros. ARG, RA, exp. 8916/7.

[28] ARG, RA, exp. 9988/58.

[29] ARG, RA, exp. 12132/8.

[30] AHUS, Actas de la Real Junta de Policía Urbana, A. M. 1368, ff. 29-33.

[31] ARG, RA, exp. 12105/51.

[32] Junta del 26 de abril de1826, AHUS, A. M. 1368.

[33] AHCM, vol. 414, exp. 5.

[34] Sobre la “policía del trabajo” en Francia ver el trabajo de S. Kaplan (1979). Acerca del impacto del pensamiento y reformas ilustradadas en el embellecimiento, control social e higiene de las ciudades americanas destaca la obra de O. Goerg y X. Huetz de Lemps (2011: 78-84).

[35] Para las tres primeras ciudades citadas, v. Rupérez Almajano (1993: 180). Para la Coruña y Santiago de Compostela seguimos sus fondos municipales:  AHUS, A. M. 1368; Arquivo Municipal da Coruña (en adelante AMC), Concello, cc. 2284-2285.

[36] Novísima recopilación, Lib. VII, tít. XXXII, l. II.

[37] AHCM, Ayuntamiento, en los subfondos: “Policía en General”, vol. 3647; “Policía: establecimientos peligrosos y ruidos”, vol. 3648; “Bancos de herrador y registro de fierros”, vol. 414; y “Artesanos y gremios”, vols. 341-343.

[38] AHCM, Ayuntamiento, vol. 382, exp. 113, fols. 18 y ss.  y exp. 67, fols. 51 y ss.

[39] AHCM, Ayuntamiento, vol. 383, exp. 17, fols. 10-12.

[40] AHCM, Ayuntamiento, vol. 383, exp. 22, fols. 804; y exp. 36, fols. 50 y ss.

[41] AHCM, Ayuntamiento, vol. 383, exp. 28, fols. 1 y ss.

[42] AHCM, Ayuntamiento, vol. 383, exp. 26, fols. 27 y ss.

[43] AHCM, Ayuntamiento, vol. 383, exp. 62, fols. 27 y ss.

[44] AHCM, Ayuntamiento, vol. 414, exps. 3, 5, 8, 11.

[45] En los fondos del Archivo de la Catedral de Santiago (en adelante, ACS), encontramos arriendos en Porta Faxeira (1570, 1613, 1647), Porta do Camiño (1577), Porta da Mámoa (1650) etc. ACS, P 050, P 069, P 151, P 192.

[46] Tal y como conocemos por las diferentes licencias ofrecidas por la Junta de Policía. AHUS, A.M. 1368.

[47] AHUS, A. M. 1372, exp. 5.

[48] AHUS, A. M. 1372, exps. 5, 6; y A.M. 1368, fols. 28, 154.

[49] AHUS, A. M. 1372, exp. 6, fols. 56 y ss.

[50] AHUS, A. M. 1372, exp. 6, fol. 60.

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