MAGALLÁNICA, Revista de Historia Moderna: 11 / 22 (Proyecciones) Enero - Junio de 2025, ISSN 2422-779X |
LA MUERTE Y LA VIDA ETERNA EN EL ANTIGUO RÉGIMEN: ELEMENTOS DE INTERMEDIACIÓN COMO DINAMIZADORES DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR EN GRANADA Y SU DOCUMENTACIÓN*
Francisco J. Crespo Muñoz
Universidad de Granada, España
Recibido: 06/01/2025
Aceptado: 06/03/2025
Resumen
Estudio del papel que la Iglesia y las hermandades y cofradías jugaron como intermediadoras en la salvación de almas durante el Antiguo Régimen. Se analizan las prácticas de intercesión alrededor de la muerte por parte de conventos y monasterios, y de corporaciones religiosas de laicos, en la Granada de los siglos XVI y XVIII. Por otro lado, se pone de manifiesto el impacto que tuvieron las fundaciones piadosas en la dinamización de manifestaciones materiales e inmateriales de religiosidad popular; en este sentido, se analiza el testimonio documental de estas expresiones dentro de la sociedad granadina, a través de diversos fondos archivísticos.
Palabras clave: Granada; Antiguo Régimen; religiosidad popular; hermandades y cofradías; documentos de archivo.
DEATH AND ETERNAL LIFE IN THE ANCIEN RÉGIME: INTERMEDIATION ELEMENTS AS DYNAMIZERS OF POPULAR RELIGIOSITY IN GRANADA AND THEIR DOCUMENTATION
Abstract
Study of the role that the Church and brotherhoods and confraternities played as intermediaries in the salvation of souls during the Ancien Régime. It analyzes the practices of intercession around death by convents and monasteries, and by religious corporations of laypeople, in Granada during the 16th and 18th centuries. On the other hand, it highlights the impact that pious foundations had on the dynamization of material and immaterial manifestations of popular religiosity; in this sense, it analyzes the documentary testimony of these expressions within Granada society, through various archives.
Keywords: Granada; Ancien Régime; popular religiosity; brotherhoods and confraternities; archive documents.
Francisco J. Crespo Muñoz. Jefe de Sección de Archivos del Ministerio de Cultura, Archivo General de Simancas. Profesor Ayudante Doctor del Área de Ciencias y Técnicas Historiográficas de la Universidad de Valladolid. Miembro del Instituto Universitario de Historia Simancas, en donde coordina proyectos sobre religiosidad popular e identidad andaluza. Miembro del Consejo de Humanidades de la Fundación Pública Centro de Estudios Andaluces. Autor de decenas de monografías, artículos en revistas especializadas y capítulos de libros, así como ponencias y comunicaciones, en jornadas y congresos, sobre fuentes archivísticas para la Historia de España (esencialmente durante el Antiguo Régimen); con ello, obtuvo un accésit en el Premio Nacional de la Fundación Nacle Herrera con su trabajo conjunto sobre bibliografía y documentación relativa a la Historia de la Farmacia en España. Igualmente, ha producido decenas de manuales y materiales pedagógicos sobre Archivística. Finalmente, ha formado parte de proyectos de descripción y digitalización con la Subdirección General de los Archivos Estatales, y ha llevado a cabo distintas charlas, seminarios y cursos sobre descripción documental en archivos.
Correo electrónico: franciscojavier.crespo@uva.es / franciscoj.crespo@cultura.gob.es
ID ORCID: 0000-0002-3255-189X
LA MUERTE Y LA VIDA ETERNA EN EL ANTIGUO RÉGIMEN: ELEMENTOS DE INTERMEDIACIÓN COMO DINAMIZADORES DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR EN GRANADA Y SU DOCUMENTACIÓN
Introducción
La muerte era, es y será consustancial a la existencia humana. En cualquier caso, a lo largo del Antiguo Régimen, lo inevitable se pretendía encaminar hacia la salvación del alma, lo que suponía huir de la alternativa de una eternidad de sufrimiento en el infierno. Dentro de este marco, tanto en el plano mundano como en el religioso, se pretendía convertir a los difuntos en personas santas y justas, que habían dejado buena opinión con su virtuosa vida o que, al menos, aspiraban a la redención con actuaciones y obras post mortem.
Consecuentemente, la ejecución del plan redentor (generalmente compartido por hombres y mujeres de la época, en mayor o menor grado de factibilidad) exigía de la intermediación de un conjunto de agentes que pudieran desarrollar las intenciones del difunto.
Por un lado, era una intercesión en un sentido trascendente, pues, en última instancia, se mediaba ante Dios a favor del difunto, haciendo uso de realidades eclesiales y de los mecanismos establecidos para ello; el propio ser de la Iglesia, desde su nacimiento, es constituirse en la única mediadora válida entre Cielo y Tierra. No obstante, esta estrategia se entiende dentro de la concepción sociológica de los “poderes intermedios”. Se trataba de órdenes religiosas y cofradías (algunas de ámbito gremial), donde se encuadraba el individuo en una vivencia grupal e identitaria; se nutrían de devociones, manifestaciones, tradiciones y símbolos, y proporcionaban soluciones mediadoras, ya fuera frente a la carestía, la enfermedad o la muerte.
Dado que los elementos de intermediación fueron muy populares durante el Antiguo Régimen, al igual que atractivos para sectores medios y bajos de la sociedad, resultó inevitable el que terminaran dinamizando la religiosidad popular en sus múltiples expresiones; la vivencia religiosa del pueblo compartía rasgos comunes, en sus manifestaciones, con las estrategias intercesoras, tanto en lo gestual como en lo ceremonial.
La preparación al tránsito hacia la vida eterna y su testimonio documental
Durante el Antiguo Régimen, la muerte se revestía de un carácter trascendental, que vívidamente superaba la extinción de lo terreno; se trataba de un acontecimiento crucial de la existencia, la cual tenía una continuación incorporal donde estaba en juego el Cielo o la condenación. De este modo, morir no era un hecho puntual, sino un proceso que debía prepararse con antelación, en función de las posibilidades socioeconómicas. Como indica Paula Ermilia Rivasplata (2014), el “buen morir” era clave para alcanzar la salvación, dentro de un marco eclesial de control (e intermediación), tanto espiritual como material y económico, a través de los testamentos y fundaciones. De este modo, se revestía este tránsito de valor jurídico y probatorio; la voluntad del finado se escrituraba ante notario, el cual le confería fe pública.
El testamento combinó, en la Edad Moderna, dos consideraciones. La primera, como documento donde consta, en forma legal, el deseo del testador sobre el futuro de los bienes y de los asuntos que le atañían tras su muerte; la segunda, existía una finalidad religiosa, estableciendo sufragios, misas y obras de caridad mortis causa. La precedencia de los aspectos espirituales sobre los materiales se plasma en el tenor documental testamentario: las mandas piadosas siempre antecedían a la ordenación patrimonial. Primero, se fijaba la localización de la sepultura, el acompañamiento en el entierro y, por supuesto, misas y demás ofrendas; a continuación, la disposición de dádivas a pobres vergonzantes o doncellas huérfanas (según las posibilidades socioeconómicas del testador). La estructura diplomática se cerraba con la organización de deudas particulares o la designación de herederos y albaceas.
La escrituración de fundaciones piadosas son documentos derivados de las mandas pías de los testamentos. La capellanía destinaba bienes y rentas para cumplir, a través de ellos, con las cargas piadosas señaladas en el testamento o en la escritura fundacional; igualmente, establecía la gestión del patrimonio indicado y de sus réditos, normalmente para la celebración de misas en un altar o capilla, el sostenimiento del capellán, la adquisición de efectos de culto o el ornato del espacio celebrativo. Por su parte, el patronato suponía la creación de una capilla, o también de un beneficio eclesiástico o, incluso, de una iglesia, generando deberes y derechos en personas físicas o jurídicas, designadas para administrar la fundación; estas obligaciones solían consistir en ofrecer medios para la construcción, el equipamiento y el funcionamiento de la capilla, iglesia o beneficio, y, con ello, llevar a cabo el servicio litúrgico y contar con clérigos para el mismo.
Como ocurriera en otras villas y ciudades de la Monarquía Hispánica, la praxis piadosa de la Granada del Antiguo Régimen propició la generación de los tipos documentales y de los negocios jurídicos anteriormente reseñados.
El original de los testamentos o de las fundaciones piadosas se recogieron en las matrices de los escribanos del número, conservadas en el Archivo Histórico de Protocolos Notariales de Granada. Desde el siglo XVI, en los protocolos se escrituraron cientos de últimas voluntades, acompañadas de documentos que testimoniaban el cumplimiento de las mismas y que se dotaban de fe pública.
En el caso de que se produjera la fundación de una capellanía o patronato, las escrituras notariales, copiadas y trasladadas por fedatarios públicos, recalaron en el Juzgado de Testamentos, Capellanías y Obras Pías del Arzobispado de Granada, cuya documentación se conserva en el archivo histórico diocesano (donde las unidades de instalación se encuentran signadas con la letra “E”); los libros y legajos testimonian la creación de instituciones pro remedia anima y sus vicisitudes, pleitos, etc.
Como se ha reseñado con anterioridad, el sostenimiento cultual y patrimonial de las capellanías y obras pías exigía la estructuración de un entramado económico, representado esencialmente por los censos; en la misma relación de tradición documental que los testamentos, los archivos notarial y diocesano de Granada conservan los contratos y la fijación de pensiones sujetas a inmuebles, bien como interés perpetuo de un capital recibido, bien como reconocimiento de la propiedad cedida inicialmente por parte del fundador y patronos de la fundación piadosa. Igualmente, dentro del intrincado entramado hacendístico del Antiguo Régimen hispánico, los juros dieron soporte económico a capellanías y patronatos. La Contaduría de Mercedes, cuya documentación se conserva en el Archivo General de Simancas, realizaba el control de estos situados sobre rentas reales. Así, se reunió un conjunto documental justificativo de su cobro, transmisión o tramitación de conflictos, de suerte que los testamentos y últimas voluntades constituyen un volumen reseñable en este fondo simanquino.
Por otro lado, muchos granadinos y granadinas optaron por recibir sepultura en los numerosos conventos y monasterios que se repartían por el espacio urbano y extramuros de Granada. El Archivo Histórico Nacional y el Archivo Histórico Provincial recibieron la documentación de estas instituciones religiosas tras su desamortización; por su naturaleza económica, se estimó conservar los documentos sobre memorias, capellanías, etc., que eran una fuente reseñable de ganancias. De este modo, la sección Clero (complementada con los fondos provinciales) reúne un importante número de libros de memorias y capellanías: fundaciones, adscripción fiduciaria y devenir en las diversas casas religiosas de Granada; los libros protocolo también recogen noticias relativas a fundaciones pías y su sostenimiento, junto a información sobre los orígenes e hitos históricos o devocionales fundamentales para la clerecía regular granadina.
Finalmente, dado que los vecinos de Granada (al igual que en todo el reino de Castilla) quedaban fiscal, padronal y eclesialmente adscritos a esa construcción jurisdiccional y territorial trascendental que fue la parroquia, los libros sacramentales, relativos a defunciones, son memoria de la vivencia ante la muerte dentro del Archivo Histórico Diocesano de Granada. La información asentada era muy sencilla: fecha del sepelio y del deceso, datos personales del difunto, circunstancia en que testó y, en ocasiones, ante qué escribano. En el siglo XVII, se extendió la práctica de consignar las cláusulas testamentarias; de este modo, los libros sacramentales fueron tornándose en casi de testamentos, en los cuales cada parroquia anotaba mandas pías para controlar los patronatos, capellanías o aniversarios instituidos en cada ámbito parroquial (RUBIO MERINO, 1983: 221).
Mientras que resulta frecuente en los testamentos la presencia del desiderátum sobre el desarrollo de los funerales o la ubicación de la tumba de los testadores, no es así en los libros de defunciones, donde son menos los registros sacramentales que describen las exequias (sin duda por los gastos vinculados a las mismas).
Habiéndose dado sepultura, comienzan los distintos ciclos de misas por el alma del difunto. Junto a los sempiternos novenarios, son frecuentes las listas de misas a celebrar por los albaceas (siempre hay cierta libertad en su decisión), y que reflejan las devociones del momento y las particulares de los finados: Nuestra Señora de la Antigua, Nuestra Señora del Carmen, “en Cabrilla”, en el hospital del Corpus, en el altar del Santo Cristo de las Penas de Nuestra Señora de la Cabeza y, por supuesto, en los llamados “altares privilegiados”.[1] Posteriormente, solían aparecer los ciclos a advocaciones del santoral, más o menos particulares del fallecido (“a los sanctos y sanctas de su devoción”), pues son muy extendidas las misas de San Vicente Ferrer o San Amador, que, en el caso de algunos santos (como los citados) aparecen recurrentemente. Por último, hay creencias fúnebres muy extendidas en la época, como “las misas de las Llagas”[2] o “las misas de la Emperatriz”.[3] En definitiva, se trata de ciclos de misas que se ofrecían por variadas intenciones, con un fuerte peso de la creencia en el Purgatorio, y que, siendo unas exequias estudiadas con precisión para el caso de Granada (COLLADO RUIZ, 2012), tuvieron un amplio predicamento en lo geográfico, con un sentido religioso y del ceremonial muy peculiar, rayano en lo supersticioso (RODRÍGUEZ DE GRACIA, 1990: 172).
Una vez fijado el lugar de enterramiento, así como las exequias y memorias, es posible que, en los libros de difuntos parroquiales, las partidas sacramentales se cierren con una serie de mandas de distinta naturaleza: elementos votivos, enseres, objetos de culto, etc.
En definitiva, se elaboraba una infraestructura documental que proporcionaba una base jurídica a los actos preparatorios para el tránsito de aquellos que sentían próxima la muerte y, una vez finados, al cumplimiento y perpetuación de su memoria.
Fundamentos de la intermediación de la Iglesia y de las cofradías en la religiosidad popular granadina
La significación de la labor desarrollada por las realidades eclesiales, en su papel intermediador dentro del proceso expuesto en el epígrafe precedente, tuvo una trascendencia inequívoca en la religiosidad popular granadina, ya fuera de forma evidente y buscada, ya fuera de forma subyacente y consecuencial.
La ciudad de Granada, previa a la Guerra de las Alpujarras y a la expulsión de los moriscos del territorio granadino, se movía alrededor de la bipolaridad. Por un lado, el marco institucional era castellano; por otro lado, una parte importante de la población era conversa del Islam. No obstante, existía un tejido poblacional y gremial “castellanizante”, que de algún modo también se hizo presente en el ámbito cofrade: fue el caso de los mercaderes y plateros cristianoviejos que formaban la Hermandad de la Soledad y Cabeza, y Entierro de Cristo (corporación radicada en el convento de Carmelitas Calzados desde mediados del siglo XVI), aunque también se encontraban los tejedores y maestros sederos de la Cofradía de la Humildad de Jesucristo, en el convento de Mínimos (una industria muy unida a los mudéjares bautizados en el Quinientos). La decimoséptima centuria conservó la presencia cofrade de los gremios: los cocheros de las casas nobles y burguesas de la ciudad fundaron la Hermandad de Jesús de las Tres Caídas, en el convento de San Francisco (Casa Grande); la Cofradía de Jesús Nazareno de la Victoria, constituida por tejedores y maestros del arte de la seda; por su parte, la Hermandad de Jesús Nazareno de la Merced agrupaba a cenacheros o artesanos del esparto (CRESPO MUÑOZ, 2021: 34 y 38).
Buena parte del peso en la empresa de cristianización granadina estaba en manos de órdenes religiosas, a través de la configuración de numerosos espacios conventuales y cenobiales, que suponían el elemento clave de la evangelización en Granada. Por otro lado, los monasterios y los conventos se convirtieron en un baluarte cofrade, en el que desarrollar el ritual esencial de las corporaciones de laicos, más allá de las procesiones públicas o de la beneficencia. En este espacio se reafirmaba la identidad aportada por la pureza de la fe y del origen cristiano viejo, y se encontraba amparo ante la injerencia arzobispal; el metropolitano solía ser suspicaz con las cofradías y con la independencia de las órdenes religiosas (CRESPO MUÑOZ, 2021: 34).
Mecanismos de intermediación eclesial y cofrade en el Quinientos granadino
Cuando el Quinientos se acercaba a su primer tercio, las capillas monásticas y conventuales asumieron su papel mediador ante Dios para con los enterrados en ellas, ya fueran fundadores o patronos. Antes de la gran eclosión barroca de hermandades y cofradías en Granada, estos espacios posibilitaron el culto a imágenes que terminaron por conformar devociones de índole popular.
Uno de los casos más rotundo de lo indicado en el párrafo precedente lo protagonizará el convento de San Agustín, primero en su apartada localización del barrio del Albaicín (hacia los años veinte de la decimosexta centuria) y luego tras su reubicación cercana a la Catedral (a partir de mediados del siglo XVI). En ambos casos, dos señaladas familias de la oligarquía granadina, los Trillo Figueroa y los Ponce de León, fundaron sendas capillas; además, obtuvieron de los Agustinos Calzados que su espacio de enterramiento se encontrara presidido por el Santo Crucifijo o Santo Cristo, una imagen prontamente objeto de devoción y que, andando el tiempo, llegó a convertirse en Sagrado Protector de Granada al reconocerse su milagrosa intercesión ante la peste de 1679 (así lo han puesto de manifiesto, en su estudio histórico-artístico y documental, Francisco Javier Crespo Muñoz y David García Trigueros (2024).
La veneración hacia el Santo Cristo se consolidó entre la población cristiano vieja de Granada, que claramente reconocería una advocación con regustos estilísticos burgaleses. De este modo, entre las disposiciones alrededor de la memoria de Marina de Zuázola, aparece una lámpara para el crucificado. Marina de Zuázola fue una potentada de raíces, solar y casa en tierras vascas, que casó con el licenciado Alonso Suárez Sedeño, corregidor de Guipúzcoa y, posteriormente, alcalde de la Real Audiencia y Chancillería de Granada; ambos engendraron a María Sedeño de Zuazola, la cual engrandeció el apellido al emparentar con los Hurtado de Mendoza, a través de su matrimonio con don Fernando, capitán general de Guipúzcoa y, después, de la Costa del Reino de Granada. Doña Marina, fue una dama devota, en el marco de la piedad del último tercio del siglo XVI, y así pretendió ser recordada en sus últimos momentos.[4] Enterrada en la capilla mayor de la iglesia trinitaria, amortajada con el hábito de Nuestra Señora de la Cabeza, su sepelio fue cuidadosamente programado y documentado; beneficiados, frailes de distintas órdenes y representantes de cofradías (sacramentales y penitenciales) acompañaron el cuerpo de la dama, recibiendo su correspondiente estipendio, inclusive (por supuesto) el relativo a enlutar la iglesia o pagar la cera.[5]
Las hermandades y cofradías granadinas se encontraban muy presentes en el “buen morir” y en el ceremonial ulterior que se vinculaba al fallecimiento; en aquellos momentos del Antiguo Régimen, era evidente que la muerte no era íntima o solitaria, sino que poseía un carácter social (RIVASPLATA VARILLAS, 2014: 106), potenciado en tanto que los entes participantes ejercían una labor de intermediación.
Las ordenanzas de la Hermandad de la Vera Cruz de Granada, cuyas reglas primitivas se datan en 1547, conceden un reseñable espacio a la asistencia de los cofrades moribundos, al acompañamiento en su entierro y a la memoria por su alma (LÓPEZ-GUADALPE MUÑOZ, 2004). Antes, Miguel Luis López-Guadalupe analizó las ordenanzas de la corporación de Nuestra Señora de las Angustias (documento fechado en 1545 y con modificaciones añadidas en 1556), donde a los cofrades se les reconocía el recibir honras fúnebres y memorias anuales de difuntos, ayuda económica o la visita a los hermanos moribundos (LÓPEZ-GUADALPE MUÑOZ, 1989: 391).
La documentación del Archivo Histórico Diocesano de Granada testimonia cómo, desde finales del siglo XVI, el órgano arzobispal encargado de testamentos y obras pías tuvo conocimiento de distintos patronatos y capellanías, en los cuales el asociacionismo religioso ocupa un lugar reseñable.
Así, por ejemplo, la fundación Alonso de la Mar, platero, y Francisca de Madrid, su mujer (1572) arranca con el testamento del matrimonio, por el que ordenaban el acompañamiento de sus cadáveres por sus corporaciones de pertenencia: la del Santísimo Sacramento del Sagrario y la de San Eloy (dándose limosna de 11 reales). A la Hermandad del Santísimo Nombre de Jesús, a la que también pertenecían, se le señalaba un censo de 56.000 maravedís, con la condición de decir nueve misas anuales por sus almas, aderezando sus tumbas a costa de la cofradía y acompañados por los demás cofrades. Si esta última corporación que se cita no hubiera querido asumir la manda establecida, la fundación debía ser trasladada a la Hermandad de Ánimas del Sagrario[6].
Otro interesante caso fue el del patronato fundado por Francisca de Jerez (1578). El día de su fallecimiento, las cláusulas testamentarias fijaron que se acompañara su cuerpo por las hermandades del Nombre de Jesús de la Catedral y de San Nicolás, del convento de San Agustín, pagándoseles las luminarias y dándoseles limosna por la cera, y las de Ánimas del convento de Santa Cruz y de la iglesia de San Gil, entregándoles 1.000 maravedís. La finada expresó ser cofrada de la Hermandad de Nuestra Señora de la Concepción de esta última parroquia (“que es toda de mujeres”) y ordenaba la entrega de 10 ducados: “para desempeñar las cosas que tiene empeñadas”, así como para las misas a las que se obligaba la cofradía[7].
Desde la perspectiva laica, los ejemplos se multiplican en la documentación notarial, donde la fe pública, que revestía los testamentos, sancionaba las últimas voluntades de los cofrades granadinos de mediados del siglo XVI para con sus hermandades. Se podría rescatar la escritura otorgada por Hernando de Orihuela, guadacemilero y pintor, vecino de San Gil, donde expresó su deseo de ser enterrado en la capilla de la Vera Cruz, en el convento de San Francisco (Casa Grande), siendo miembro de su hermandad y de las corporaciones del Hospital del Corpus Christi y del Rosario, cuyos hermanos le acompañarían en su sepelio; declaró haber sido mayordomo de la hermandad nosocomial, no habiéndose ajustado las cuentas con él por los 33 ducados que pagó para el estandarte de la congregación que acompañaba al Santísimo Sacramento.[8]
El papel intermediador de la Iglesia y de las cofradías en el Barroco granadino: reflejos en la religiosidad popular
El caso del pintor Hernando de Orihuela representa una tendencia que parece rastrearse de forma más rotunda conforme avanzan los siglos XVII y XVIII: la aportación de los cofrades difuntos al enriquecimiento de sus hermandades, incluso desde la perspectiva artístico-patrimonial, en los espacios eclesiales donde desarrollaban su piedad, bajo la forma de enseres, alhajas y diversos tipos de efectos de culto, incluyendo imágenes de devoción; no significa la inexistencia de esta práctica con anterioridad, pero es más difícil de detectar documentalmente. Sin duda que, con estas mandas testamentarias, se evidencia materialmente la contribución que la vivencia ante la muerte realizó a la religiosidad popular.
En primer lugar, las hermandades podían ser agraciadas directas de la dadivosidad mortis causa de sus cofrades. Es el caso de la corporación de las Cinco Llagas, “que se sirbe en las Capuchinas”, la cual recibió 50 ducados de Francisco de Toledo (1643);[9] 100 reales se destinaron a la Cofradía del Santísimo Sacramento del Sagrario por parte de Claudio Jacob (1646);[10] más jugosa fue la manda de un censo de 1.000 ducados a la: “hermandad de mercaderes de corambre y otras cosas”, por parte de Juan Simón Ortiz (1651).[11] En el último de los ejemplos mencionados, el finado se enterró en el convento de Nuestra Señora de la Cabeza y su dinero fue destinado a la Hermandad de Nuestra Señora de la Natividad, sita en la casa carmelitana, que también llegó a recibir limosnas en especie, como la realizada de 6 pelambres (es decir, pieles) por Juan Sánchez Diente, en 1649;[12] no era donación menor, pues esta corporación se componía de maestro curtidores y los protocolos notariales granadinos reúnen testimonios documentales de sus intereses en tales negocios.
En cualquier caso, el ejemplo más destacado de mandas pías de vinculación cofrade se encuentra en la devoción a la Virgen del Rosario (LÓPEZ-GUADALPE MUÑOZ, 2016). La archicofradía que daba culto a esta advocación mariana, de gran arraigo en Granada, tenía su sede en el convento dominico de Santa Cruz la Real; contaba con una cripta en la que recibían sepultura sus hermanos (PALMA FERNÁNDEZ, 2017: 75).
Resultan de gran interés aquellos espacios de enterramiento que unían lo devocional con lo grupal. En el ámbito de la parroquial del Sagrario, hallamos sepulturas en la: “capilla del Santo Christo de la Coluna desta Sancta Yglesia Mayor” (como la de Juan de Dona, en 1648[13]), que era el lugar donde los capellanes de la Catedral tenían su última morada. Esa identificación asociativa post mortem era conocida en las hermandades y cofradías, y así se refleja, por ejemplo, para diversos casos de enterramientos en la capilla de la Vera Cruz, en el convento de San Francisco (Casa Grande), que es posible encontrar en los libros de defunciones del archivo diocesano granadino. De manera muy interesante, esta práctica se presenta en colectivos sociales que, a su vez, llegaban a agruparse en hermandades, como los ciegos de Granada alrededor de la Virgen de la Guía; un ejemplo es el de Juan Grande el Ciego, mancebo: “se llebó a enterrar a la capilla de Nuestra Señora de la Guía que tienen los ciegos en el combento de Nuestra Señora de las Mercedes, en 14 de septiembre de 1648”.[14]
En cualquier caso, con o sin adhesión corporativa, son numerosos los ejemplos en la elección de sepulturas dentro de espacios con una reseñable veneración popular en Granada. Dentro del templo del Sagrario, hay enterramientos en la bóveda de la capilla de Santa Ana (siendo el caso del licenciado Juan de Carbajal, vicario y cura de Santa Fe, en 1651[15]), en la capilla del Santo Cristo de la Salud (que última morada de la doncella Eufrasia Antonia de Vergara y Guzmán, en 1660[16]) o en la bóveda de Nuestra Señora de los Remedios (sepultura del licenciado Luis Pérez Lozano, presbítero y capellán del coro de la Catedral, en 1659[17]); el genovés Ottavio Passaggi sería enterrado, el 24 de noviembre de 1648, en la bóveda del Santísimo Cristo de las Penas, en el carmelitano convento de la Cabeza.[18] Ni qué decir tiene cuando se trata de la fundación de memorias, como la escriturada por el maestro Pedro de Mena, presbítero, con 3 ducados anuales (más 50 reales de limosna para la hermandad que ofrecía culto a Nuestra Señora de la Soledad) si permitían que se enterrase en la capilla de la mencionada Virgen, en la casa de los Carmelitas Calzados (1678);[19] por supuesto, más aún con las capellanías, como la que erigió doña Mariana de la Fuente, de 30 misas anuales, en la capilla de Nuestra Señora de la Antigua[20].
Las mencionadas localizaciones sepulcrales suponían la base esencial para, por un lado, el desarrollo de aniversarios y misas, con las cuales capellanes y órdenes religiosas, cofradías y corporaciones, intercedían por sus hermanos difuntos; por el otro, el enriquecimiento del patrimonio mueble de iglesias, conventos y monasterios, y hermandades.
Por ejemplo, en el patronato que crea Catalina de Aragón en 1611, se estableció una limosna de 1.600 reales para las obras del convento de Nuestra Señora de la Cabeza; la vinculación de la testadora con las hermandades de la Virgen del Carmen y de la Virgen de la Soledad parece evidente dentro del texto de sus últimas voluntades[21].
Sin abandonar el convento de los Carmelitas Calzados de Granada, se encuentra el testamento de Tomás López de Rojas (1673) y los autos, almonedas, pagos, inventarios, etc. que se escrituraron para su cumplimiento;[22] se trataba de un adinerado comerciante granadino de telas que, en sus últimas voluntades, fijaba más de 4.000 ducados para la creación de varias capellanías vinculadas a la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad, como agradecimiento por las ganancias de un exitoso y arriesgado negocio comercial con las Indias. El finado ordenó que una parte del dinero se destinase al ornato de la capilla de la Virgen: primero, a través de un entramado de censos creados al efecto; en segundo lugar, con el pago directo de 500 ducados a la citada hermandad para el dorado del retablo de la capilla (“que se está fabricando”), actuando como mayordomo Juan López de Almagro, importante ensamblador.
Por último, nuevamente en la casa carmelitana de Calzados granadinos, la memoria que erigió don Manuel González Dávila (1721), en la capilla de la Concepción, estableció la construcción de un retablo en el convento de la Cabeza, donde se colocasen la imagen de pintura o talla de Nuestra Señora de la Concepción, de San José y de San Pedro y San Pablo.[23]
Si se abordan las entregas de imágenes y efectos artísticos y de devoción, el testamento de María Rodríguez (1628) estipuló la entrega de un cuadro del linaje de la Virgen a la Hermandad de Nuestra Señora de la Concepción del convento de San Francisco; en todo caso, la parte más sustanciosa fueron los 300 ducados y un censo de 500 ducados con los cuales la corporación debía fundar un patronato para casar una huérfana.[24] El testamento de otra mujer, Isabel María, viuda de Diego de Melgar, maestro de pintor (1668), ordenaba la entrega al hermano mayor de la “Vía Sacra y subida del Monte Santo” de otro cuadro, que representaba al Crucificado y al Buen Ladrón, para ponerlo en la ermita de la hermandad.[25]
Un paso más lo representa el testimonio documental sobre Juan Jurado, enterrado en el convento de Nuestra Señora de la Cabeza, el 28 de noviembre de 1648; además de una limosna de 200 reales para la Congregación de la Orden Tercera de San Francisco y 50 reales a la “hermandad de la Vía Sacra”, realizó la donación de “un Santo Christo de talla para la estación”.[26]
En lo referente al ámbito de los enseres, alhajas y ornato, del que hacían uso y gala las cofradías, el patrimonio textil tiene una presencia recurrente en los testamentos; así, el patronato fundado por Ana de Olivares conserva un recibo del beneficiado de la parroquia de san Bartolomé (1614) que, actuando en nombre de la fundadora, donaba un manto de seda a la Hermandad de Nuestra Señora de las Angustias.[27]
Por otro lado, Isabel Ruiz de Sosa, que murió el 16 de julio de 1642, señaló 200 reales como ayuda para unas andas de plata, destinadas a Nuestra Señora del Carmen, de los tan mencionados Carmelitas Calzados granadinos del convento de la Cabeza.[28]
Finalmente, referir un tipo de limosna nada infrecuente, ya señalada para épocas anteriores a la barroca y muy ejemplificadora del fervor popular: los elementos votivos.
Las velas eran un producto caro y apreciado, que fue proporcionado a través de mandas testamentarias (por ejemplo, en 1657 por Alonso la Paz, jurado de Granada, a la Cofradía del Santísimo Sacramento del Sagrario[29]). En algún registro sacramental, de la parroquial de San Justo y Pastor, se asentó el gasto: “de la cera de la cofradría”; se podría inferir que era frecuente la presencia de cofrades con velas o hachas en los sepelios. De igual manera era costoso el aceite, y así doña Lucía de Amayo Corona, cuando falleció en julio de 1667, señaló una memoria de 100 ducados para alimentar las lámparas de la capilla de Nuestra Señora de los Remedios, en la iglesia del Sagrario, donde también erigió una capellanía de 1.000 ducados de principal.[30]
Alimentados por estos productos, la lámparas y candeleros iluminaban las imágenes de devoción. Beatriz Adarve, hija de Baltasar de Adarve, escribano de cámara, que fallecía el 6 de agosto de 1642, además de crear un patronato de legos de 600 ducados de principal, mandó: “unos candeleros de plata para las fiestas que se hiçieren en esta yglesia [del Sagrario] del Santísimo Sacramento y en el Sancto Christo de la Salud”[31].
Conclusiones
Desde la gestación del mensaje evangélico, la Iglesia fue intercesora entre el hombre y Dios. Las distintas realidades eclesiales, tanto del ámbito religioso como del seglar, han adoptado un papel mediador para facilitar el tránsito hacia la vida eterna; para ello, han usado mecanismos de intermediación que aseguraran la eficacia de ese relevante y decisivo paso: memorias, aniversarios, misas, limosnas y donativos, y otras mandas y obras pías.
La percepción de la muerte por parte de los hombres y mujeres durante el Antiguo Régimen, como una realidad vívida y trascendente, casi cercana y hasta cotidiana, supuso que los granadinos de aquel tiempo, como otros muchos contemporáneos, asumieran el rol que ofrecían sus parroquias y comunidades religiosas de referencia, o las corporaciones laicas, de socialización y asistencia, a las que pertenecían y donde vivían su piedad. Participando de las estrategias intermediadoras en la Iglesia, los fieles de Granada, encuadrados de manera habitual en cofradías y hermandades, terminaron convirtiéndose en dinamizadores de las expresiones materiales e inmateriales de la religiosidad popular de su época. Consecuentemente, estas aportaciones a la piedad colectiva tuvieron un reflejo documental, el cual testimoniaba y sancionaba la voluntad de fundadores y donantes.
Finalmente, todas estas dinámicas fueron ganando fuerza en el recorrido de los siglos XVI al XVIII; sin embargo, sufrieron un golpe letal en los últimos años de la centuria dieciochesca, más desde posiciones hacendísticas que ideológicas. La Ilustración menoscabaría las manifestaciones de religiosidad popular, por medio del Expediente General de Cofradías y, fundamentalmente, a través de las medidas desamortizadoras que arrancaron en 1798; entre sus objetivos, se encontraban los bienes de cofradías, memorias y obras pías, y patronatos de legos.
Bibliografía
Fuentes primarias
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Fuentes secundarias
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* Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i PID2022-140101NB-I00, financiado por MCIN/ AEI/10.13039/501100011033/ y “FEDER Una manera de hacer Europa”.
[1] Los altares privilegiados eran aquellos que poseían, por concesión papal, la facultad de sacar un alma del Purgatorio por cada misa que se celebrara en ellos. Se trató de una novedad introducida en el mundo funerario después del Concilio de Trento. Ante el declive de los treintanarios y los otros ciclos de misas, y de las misas de devoción, la misa del alma fue el sustituto que la Iglesia ofreció a los fieles; éstos recibieron con gran aceptación la propuesta, a la luz de los libros de difuntos de la Granada del siglo XVII. Los altares privilegiados fueron la más clara manifestación del resurgir de la creencia popular en el Purgatorio; era antigua y arraigada en la conciencia colectiva, pero, a partir de Trento, la existencia del Purgatorio experimentó un nuevo auge, fomentado por el estamento eclesiástico (POLANCO MELERO, 1998: 465-466).
[2] Estas misas participan de la corriente devocional de la época, de claro regusto pasionista y penitencial, a la par que sacramental, alrededor del cuerpo sacramentado y sufriente de Cristo, que centra la veneración en las Cinco Llagas de Nuestro Señor Jesucristo, manifestación lacerante en el Salvador del pecado del género humano, que de este modo es redimido.
[3] Ciclo vinculado a cierto famoso milagro que difundiera Dionisio el Cartujano y que acaeció en 1314, cuando murió Santa Cunegunda, hija del conde Palatino y mujer del emperador San Enrique. Éste envió legados al Papa suplicándole que concediera algún bien para el alma de su difunta esposa, a fin de que saliera del Purgatorio (si es que se encontraba en él); el Pontífice le concedió que, diciendo cuarenta y una misas por cualquier alma del Purgatorio, saldría luego de tal penitencia. Más adelante, la intención de estas celebraciones fue diferente, pues la emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, ofreció este ciclo de misas para concebir un hijo, que sería el futuro rey Felipe II.
[4] Testamento de Marina de Zuázola a 17 de abril de 1589, incluso un juro a favor del convento de la Santísima Trinidad de Granada. Archivo General de Simancas (AGS), Contaduría de Mercedes (CME), legajo 485, pieza 41.
[5] Cartas de pago y recibos de enero de 1590 procedentes de los gastos por el entierro de Marina de Zuázola. Archivo Histórico de la Nobleza (AHNOB), Baena, caja 253, documentos 329-351.
[6] Testamento de Alonso de la Mar, platero, vecino de Granada, y de Francisca de Madrid, su mujer. Archivo Histórico Diocesano de Granada (AHDG), legajo 29E, pieza sin signaturar.
[7] Testamento de Francisca de Jerez, vecina de Granada, a 30 de septiembre de 1578. AHDG, legajo 11E (1), pieza sin signaturar.
[8] Testamento de Hernando de Orihuela, guadacemilero y pintor de Granada, vecina de Granada, a 23 de octubre de 1569. Archivo de Protocolos Notariales de Granada (APNG), protocolo G168, folios 709v.-711r.
[9] Registro de defunción de Francisco de Toledo. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folio 51r.
La Hermandad de las Sagradas Llagas de Nuestro Señor Jesucristo, servidera en el convento de Capuchinas granadinas, llegó a disfrutar de un juro a mediados del siglo XVII, lo que atestigua su predicamento y posición económica. Juro de la Hermandad de las Cinco Llagas de Granada, fechado en 1650. AGS, CME, legajo 965, pieza 76.
[10] Registro de defunción de Claudio Jacob. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folio 113v.
[11] Registro de defunción de Juan Simón Ortiz. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folio 154r.-v.
[12] Registro de defunción de Juan Sánchez Diente. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folio 133r.
[13] Registro de defunción de Juan de Dona. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folio 124r.
[14] Registro de defunción de Juan Grande el Ciego. AHDG, Libro 8º de Defunciones de la Parroquia de San Justo y Pastor, folio 533v.
[15] Registro de defunción del licenciado Juan de Carbajal. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folio 160r.-v.
[16] Registro de defunción de Eufrasia Antonia de Vergara y Guzmán. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folio 248v.
[17] Registro de defunción del Luis Pérez Lozano. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folio 232v.
[18] Registro de defunción de Ottavio Passagi, genovés. AHDG, Libro 8º de Defunciones de la Parroquia de San Justo y Pastor, folio 553v.
[19] Documentación relativa a la memoria del maestro Pedro de Mena, presbítero, fechada en 1678. Archivo Histórico Nacional (AHN), Clero, legajo 1.948, pieza sin signaturar.
[20] Registro de defunción de Mariana de la Fuente. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folios 124v.-125r.
[21] Testamento de Catalina de Aragón, a 9 de marzo de 1611. AHDG, legajo 33E (1), pieza sin signaturar.
[22] Documentación relativa a la testamentaría de Tomás López de Rojas, en 1673. APNG, protocolo G848, sin foliar.
[23] Documentación relativa a la memoria de Manuel González Dávila, fechada en 1721. AHN, Clero, legajo 1.948, pieza sin signaturar.
[24] Testamento de María Rodríguez, a 7 de mayo de 1628. AHDG, legajo 33E (2), pieza sin signaturar.
[25] Testamento de Isabel María, a 18 de agosto de 1668. APNG, protocolo G816, folios 199r.-202v.
[26] Registro de defunción de Juan Jurado. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folios 126v.-127r.
[27] Recibo de Juan Sánchez Miñarro, beneficiado de la parroquia de san Bartolomé, a 3 de enero de 1614. AHDG, legajo 21E (2), pieza sin signaturar.
[28] Registro de defunción de Isabel Ruiz de Sosa. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folio 33v.
[29] Registro de defunción de Alonso la Paz. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folios 211v.-212r.
[30] Registro de defunción de Lucía de Amayo Corona. AHDG, Libro 7º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folio 65v.
[31] Registro de defunción de Beatriz Adarve. AHDG, Libro 6º de Defunciones de la Parroquia del Sagrario, folio 34r.-v.
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