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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
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MAGALLÁNICA, Revista de Historia Moderna: 11 / 22 (Proyecciones)

Enero - Junio de 2025, ISSN 2422-779X

 

 

“DE LA MONSTRUOSA PRÁCTICA A LA ORACIÓN LAUDATORIA”. LOS VEJÁMENES DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA: DEL DISCURSO A LA REALIDAD*

 

 

 

Raúl Manuel Fernández López

Universidad de Granada, España

 

 

 

 

Recibido:        06/01/2025

Aceptado:       03/03/2025

 

 

 

 

Resumen

 

Durante la Edad Moderna cualquier acontecimiento era oportuno para que una institución exhibiera su mayor boato para deslumbrar a la sociedad. En este sentido, las universidades desplegaron su brillo social durante la celebración del ritual doctoral. Así, se investiga esta compleja ceremonia, focalizándose en una ceremonia concreta, el del vejamen. Entre la chanza, la broma y el insulto los vejámenes se movieron durante toda su existencia. Objetivo de furibundas críticas y apasionadas defensas, este polémico ritual fue objeto de una profunda censura y reforma durante la Ilustración. Y esto se analiza centrándonos en la Universidad de Granada, un centro de carácter regional asentada en una ciudad sede de Archidiócesis y Chancillería. La Universidad así, entre críticas internas y externas, procuraba la realización de un ritual donde brillaba lo ceremonial y lo gestual.

 

Palabras clave: Universidad de Granada; Ilustración; vejámenes; ceremonia; Doctor.  

 

 

“DE LA MONSTRUOSA PRÁCTICA A LA ORACIÓN LAUDATORIA”. THE MOCKERY AT THE UNIVERSITY OF GRANADA: FROM DISCOURSE TO REALITY

 

 

 

Abstract

 

During the Modern Age, any event was an opportunity for an institution to display its greatest pomp to dazzle society. In this sense, universities showcased their social brilliance during the celebration of the doctoral ritual. Thus, this complex ceremony is investigated, focusing on a specific rite: the vejamen. Between teasing, jokes, and insults, the vejámenes persisted throughout their existence. Subject to fierce criticism and passionate defenses, this controversial ritual underwent profound criticism and reform during the Enlightenment. This is analyzed with a focus on the University of Granada, a regional university located in a city that was the seat of the Archdiocese and the Chancery. The University, caught between internal and external critiques, sought to implement a policy where ceremony and gesture were prominent.

 

Keywords: University of Granada; Enlightenment; vejámenes; ceremony; Doctor.

 

 

 

Raúl Manuel Fernández López. Contratado predoctoral con la ayuda ministerial de Formación del Profesorado Universitario en el departamento de Historia Moderna y de América de la Universidad de Granada. Graduado en Historia por la Universidad de Granada, Máster Universitario en Profesorado de Enseñanza Secundaria Obligatoria y Bachillerato, Formación Profesional y Enseñanzas de Idiomas Especialidad Ciencias Sociales en la Universidad de Granada y Máster Universitario en Historia: De Europa a América. Sociedades, Poderes, Culturas en la Universidad de Granada. He realizado una estancia de investigación en el Centro de Historia de la Universidad de Lisboa. Miembro del Grupo de Investigación HUM-149 Andalucía oriental y su relación con América en la Edad Moderna, y participo en los proyectos de I+D+i TRAMA El trabajo de las mujeres en la Andalucía Moderna, DISOVICO Disciplinamiento social y vida cotidiana en España y el mundo colonial (siglos XVII-XVIII), y Poderes intermedios y vida cotidiana en España y América (siglos XVI-XIX). Mi investigación se centra en la historia institucional, la historia cultural, la historia educativa, la historia de la vida cotidiana y la historia de las mujeres.

Correo electrónico: raulmfl@ugr.es

ID ORCID: 0000-0002-2481-9243

 

 

 


 

“DE LA MONSTRUOSA PRÁCTICA A LA ORACIÓN LAUDATORIA”. LOS VEJÁMENES DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA: DEL DISCURSO A LA REALIDAD

 

 

Grado de Doctor, cúspide universitaria

 

“De aquí hubieron los vejámenes en las Escuelas, cuando alguno se hace Doctor o Maestro, que le dicen públicamente sus faltas, para que entienda que no bastará haber triunfado de la ignorancia, habiendo recibido la borla y corona de la ciencia, si con esto no vela y estudia para ser triunfal con el nombre y con las obras” (CARA, 2000: 43).

 

Con estas palabras, el escritor, y maestro de Miguel de Cervantes, Juan López de Hoyos describió uno de los rituales idiosincráticos de la Universidad, la celebración del vejamen universitario dentro de una ceremonia mucho más amplia como era la concesión del grado académico superior, el de Doctor o Maestro. Tres eran los grados académicos que podían conceder las universidades: Bachiller, Licenciado y Doctor (o Maestro[1]). El grado de Bachiller era el primero, el grado menor de los tres, en contraste con los “grados superiores o mayores” de Licenciado y Doctor. Aunque fuera considerado el menos relevante, en la práctica fue el más importante porque era el que capacitaba profesionalmente, y por ello el grado al que aspiraron casi todos los estudiantes y el más otorgado (FERNÁNDEZ LÓPEZ, 2023a, 2023b). El grado de Licenciado, junto al de Doctor, conformaban los grados superiores o mayores, sin embargo, en realidad el grado de Licenciado era un paso intermedio hacia el doctorado, precisamente su nombre lo indica, licencia para ser Doctor. Aunque se pudiera considerar un paso intermedio hacia el doctorado, este grado era fundamental en tanto que los requisitos académicos para poder obtenerlo eran los más duros, ya que la consecución del doctorado era un ritual pomposo y muy caro.

El grado de Doctor era el grado más alto concedido por las universidades, el deseado, en teoría, por todo el alumnado, puesto que era el que más oportunidades laborales confería. Estaba íntimamente ligado al de Licenciado, hasta tal punto que, en numerosas constituciones universitarias, cuando se trataba sobre el doctorado se explicitaba que se debía conferir en una fecha temprana desde la concesión de la licenciatura (CAMACHO EVANGELISTA, 1982: 111). Pero hay una fuerte diferencia entre ambos grados. En el caso del doctorado es mucho mayor el peso de la ceremonia, que es revestida de gran solemnidad, que en la licenciatura, donde hay que pasar duros requisitos académicos. Por esto la parte difícil era conseguir el grado de licenciado, ya que el siguiente paso, el doctorado, no dejaba de ser una muy costosa ceremonia y ritual. Se establecía de esta manera un complejo ceremonial en el que la Universidad se volcaba. La concesión del grado de Doctor era uno de los días grandes universitarios. En este ritual complejo, pomposo y muy caro, tenía lugar un hecho que acabará imbricándose con la propia institución universitaria, la celebración del vejamen a los nuevos doctores. La realidad de los vejámenes universitarios habría que remontarla hasta el origen mismo de la Universidad, es decir, la Edad Media. En el caso concreto de Granada, es una realidad plenamente asentada a inicios de la Modernidad, como se constata en su recogida en sus constituciones, redactadas en una fecha tan temprana como es 1542 (CAMACHO EVANGELISTA, 1982) y no deja de celebrarse hasta al menos a principios del siglo XIX.

En este sentido nos proponemos estudiar en este trabajo los vejámenes universitarios granadinos, pero desde una óptica que se aleja del propio hecho literario vejatorio para adentrarnos en las problemáticas que surgieron en una comunidad universitaria por la realización de este polémico ritual a mediados del siglo XVIII. Para ello, describiremos brevemente las características fundamentales de los vejámenes, para luego focalizarnos en Granada. Veremos el armazón jurídico universitario, las Constituciones, donde se recoge su celebración; y los argumentos que se volcaban en estos mismos vejámenes por parte de los doctores vejadores. Y a continuación analizaremos el impacto que tuvieron en la celebración de los vejámenes los cambios que vivió la Universidad de Granada al calor de las reformas promovidas por la Ilustración.

 

Los vejámenes universitarios, un polémico ritual

 

Sin entrar en disquisiciones teóricas, terminológicas o genesíacas, puesto que no es el objeto de este trabajo. A grandes rasgos los vejámenes, como realidad literaria propia, se pueden clasificar en cuatro grupos: 1) vejámenes de academia, 2) vejámenes de justa festiva; 3) vejámenes universitarios; y 4) vejámenes literarios (CARA, 2001: 267). En las líneas siguientes nos vamos a detener en el tercer grupo, los vejámenes propios del mundo universitario.

Antes de empezar a analizar esta realidad, creemos interesante echar mano a un par de definiciones que se han dado para este acontecimiento tan singular. Así, por ejemplo, ya en 1788 el filólogo jesuita Esteban de Terreros y Pando, quien no vio en vida publicado su monumental Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes y sus correspondientes en las tres lenguas francesa, latina e italiana,[2] describía al vejamen como “fisca, vaya o sátira festiva que se dice a alguno por este o el otro defecto que tiene, o cosa que hizo, o le fingen a propósito de su genio”. Siglo y medio antes el gramático italiano Lorenzo Franciosini Flortentín por su parte, los redujo a “la burla o lo strazio che fanno i dottori quando danno il grado di dottore a uno”.[3] Es decir, en ambos casos se habla de burla, tormento, sátira festiva protagonizado por un doctor en el momento en el que se doctora un individuo, utilizando para ello defectos reales o fingidos.

El vejamen era, como se ha dicho, una parte de un ritual mayor, pero que se realizaba a través de una “composición literaria”. De esta manera, se situaba entre la oralidad y la escritura, entre la lectura y la representación teatral, destacando de forma claramente burlesca los defectos de una persona o sus actividades, a sabiendas, como toda literatura, que no se dice toda la verdad, y que lo que se construye expresa más una caricatura que la propia realidad (MADROÑAL DURÁN, 2005: 27). El vejamen universitario era un ejercicio paródico, similar a otras parodias que se componían en ese tiempo y que continuaron coexistiendo con él, como las conclusiones y repeticiones burlescas en el ámbito escolar (LAYNA RANZ, 1991: 141-162). Así, en pocas palabras podríamos sintetizar que el vejamen era un discurso destinado a resaltar y exagerar los defectos del doctorando, pensado para interpretarse en público con el propósito de neutralizar la soberbia y orgullo que un inminente doctor podría experimentar en un día como ese, el culmen de su carrera académica (MADROÑAL DURÁN, 1996: 37; EGIDO MARTÍNEZ, 1990: 311). Más allá, teóricamente, de su carácter burlesco, hiriente y degradante, se convertía en una cura de humildad del que iba a obtener la máxima distinción académica (SANZ HERMIDA, 2004: 164). Y el medio no era exponer los posibles defectos reales del doctor, sino exagerar aquellas deficiencias, tanto físicas como morales, que al vejador se le ocurrieran (MADROÑAL DURÁN, 1994: 207).

Como acertadamente ha afirmado Abraham Madroñal Durán (2005), la existencia del vejamen en la vida española durante la Edad Moderna, junto al hecho de que se compusiera en diferentes ámbitos, como las justas poéticas, las academias literarias, o en los claustros universitarios, espacio que nos congrega en este trabajo, y que fueran del gusto de un público mucho más numeroso, que no siempre estaba relacionado con estas ceremonias y estos ámbitos intelectuales [desde el mismo monarca hasta una masa anónima de personas (CRUZ RODRÍGUEZ, 2011)] indica la trascendencia que estas piezas literarias burlescas tuvieron necesariamente en la vida cotidiana. De tal manera que el vejamen era un momento muy esperado en sus respectivos ámbitos.

El elemento distintivo de los vejámenes, como parte del ritual más complejo de concesión del doctorado, fue el uso recurrente de la burla, de la broma, de la risa. Como apunta Aurora Egido Martínez (2005) el vejamen de grado actuaba como los entremeses en una obra teatral, como contrapunto lúdico que aflojaba la tensión dramática, de tal suerte que el vejador relajaba la seriedad propia de un acto académico tan solemne. Se “desmitificaban” asuntos, personas, conceptos e ideas propias del mundo universitario, a la vez que complementaba el acto al dibujar los rostros respetables y doctos de la comunidad universitaria con claras expresiones burlescas y ridículas, al exhibir a sus hombres más ilustres a la risa pública. Actuaba como la cruz de una moneda en la que a la cara más grave y seria, compuesta por la introducción previa y la alabanza posterior que exaltaban al doctorando, venía acompañada por una cruz confeccionada con burlas y bromas. Se conjugaba la alabanza panegírica con la ironía y el chiste.

En los vejámenes, sus autores (o actores) buscaban sorprender al auditorio con la agudeza y el ingenio en sus más diversas manifestaciones. Con el paso del tiempo, el alto y refinado humor que se promovió durante el Renacimiento se fue desvirtualizando, introduciendo novedades que vulgarizaron los temas, y especialmente el lenguaje. Esta suerte siguieron los vejámenes, que fundamentalmente buscaron la risa inmediata, sin tener en cuenta los gustos, patrones y refinamientos clásicos y formales. Así, los vejadores no dudaron en caer en la burla fácil, e incluso grosera y soez, con el fin de poner en ridículo a la persona, utilizando palabras y gestos (EGIDO MARTÍNEZ, 2005b: 20-21). Además, como en otras ceremonias burlescas, con la excusa del vejamen el vejador podría expresar ideas que en otro contexto ni momento serían admitidas (MADROÑAL DURÁN, 1994: 214).

Generalmente carecen de una mínima profundidad intelectual, puesto que estaban pensados, diseñados y ejecutados para cumplir con un acto ceremonial y en un momento efímero, sin buscar mayor eco literario ulterior. Los vejámenes se movieron, lógicamente, entre la aceptación y el rechazo de la propia academia. Francisco Layna Ranz (1991) expresa que nunca gozaron de popularidad, debido al hecho de que era difícil encontrar al sujeto que reconociera públicamente su humillación, aunque fuera de manera burlesca; mientras que Aurora Egido Martínez (2005) matiza que, a pesar de todos los pesares, los vejámenes siempre tuvieron sus partidarios entre la clase académica, que llevó muy a gala practicar su propio argot, muchas veces difíciles de entender fuera del espacio universitario.

Los vejámenes disfrutaron de una larga pervivencia en el ámbito universitario, desde al menos el siglo XVI a comienzos del siglo XIX, como al que asistió el mismo Vicente de la Fuente (1885: 520-521). Esta dilatada trayectoria no se manifestó en la introducción de novedades, sino más bien al contrario, se convirtieron en una clara muestra de fosilización a través de los años. En la mayoría de las universidades de la Monarquía Hispánica, incluida América, los vejámenes se repiten sin grandes novedades, incluso chistes, bromas e ironías. Ni la altura intelectual ni la calidad literaria brillan en estas composiciones universitarias, que más bien fueron presa de la vulgaridad, el ingenio sencillo y la broma ocasional (EGIDO MARTÍNEZ, 2005a; 1990: 329). Pero en el fondo, como la propia Aurora Egido aclara, a este tipo de composiciones, por su propia idiosincrasia, quizás no haya que pedirles más, puesto que en el fondo su fin último era el provocar la risa a la audiencia (EGIDO MARTÍNEZ, 2005b: 22). Pero también es verdad que hubo donde “se desarrollaba un ejercicio serio de reflexión, juego de ingenio y parodia dentro de unos cánones plenamente universitarios” (SANZ HERMIDA, 2004: 164).

Para acabar con esta reflexión sobre los vejámenes, nos gustaría comentar solamente dos ideas. La primera es que este bosquejo que hemos hecho no nos debería llevar a la conclusión de que el acto de doctoramiento se reducía a una sarta de chanzas y chascarrillos. Era un ritual muy complejo, en el que además de tener cabida estos vejámenes, se pronunciaban alabanzas en honor del graduando. La vejación que suponía el vejamen se veía compensada con esta oda y laudatoria que ponía punto final a la ceremonia (EGIDO MARTÍNEZ 1990: 321-324). Y la segunda idea es que, si bien es cierto que los vejámenes se alimentaron más de la burla festiva, se correspondieron siempre a un contexto serio, formal y reglado, de tal manera que la risa que se concedía circulaba por unas vías controladas y regladas que no pretendían alterar el orden académico establecido. (EGIDO MARTÍNEZ, 2005b: 16). Y es que, además de su origen como parte de una ceremonia académica, su contenido aludía, irremediablemente, a la Universidad, pues estaba elaborado para unas circunstancias muy concretas, donde buena parte del público, el vejador, el vejado y la comunidad universitaria conocía el trasfondo de las alusiones, las ocurrencias o los motes (MADROÑAL DURÁN, 1994: 214). Así, los vejámenes “convertían en terrenal una ceremonia docta y grave, la revolucionaban mediante la transgresión que suponía el escarnio y el insulto, pero, y no se olvide, en un contexto de juego aceptado y regocijador” (LAYNA RANZ, 1991: 156).

 

El escudo siempre presente, las Constituciones

 

Este juego aceptado, admitido y reconocido, tuvo, sin embargo, críticos que censuraron los excesos cometidos al calor de los vejámenes. Este ritual se convirtió, con el paso de los años, en una de las ceremonias que más atacaron los ilustrados como muestra del anquilosamiento y fosilización de la Universidad. Prácticamente durante toda su existencia hubo ilustres académicos que censuraron la práctica de ellos como un ejercicio vulgar. Es, empero, al calor de la Ilustración cuando arreciaron las críticas a un ritual tradicional e imbricado en la propia trama universitaria. Se entabla una auténtica batalla entre los “censores” y los “conservadores”. Son esas críticas ilustradas a las que nos vamos a restringir en el caso concreto de la Universidad de Granada. Para ello, consideramos necesario analizar la institucionalización de los vejámenes. Y nada mejor que revisar el corpus legal que vertebra la propia academia durante al menos tres siglos de Edad Moderna, sus Constituciones.

La Universidad de Granada se rigió durante toda la Edad Moderna por las Constituciones que se dio el 6 de mayo de 1542 (CAMACHO EVANGELISTA, 1982). Desde ese momento se convirtieron en el eje central que iba a vertebrar toda la acción institucional legal de la universidad. Las Constituciones marcarán los límites en los que se mueva la institución, así como la regla a la que toda la comunidad universitaria se atenga. Junto a estos estatutos, dos serán las fuentes de autoridad que complementen la base legal en la que se convirtieron las Constituciones, la Iglesia y el Rey. En la bula del Papa Clemente VII se nombra al arzobispo granadino, y a sus sucesores, “protector y administrador” de la Universidad (CALERO PALACIOS, 1995: 67). La Iglesia, y en concreto el Arzobispado, durante toda la Edad Moderna hará gala de ese privilegio tomando parte en los asuntos universitarios, con o sin su consentimiento. Los monarcas también intervendrán en la vida académica, casi siempre debido a la notificación de un problema que debieran solventar. Desde Madrid se envían visitadores para estimular y contribuir a la calidad de los estudios; junto a las reales órdenes, cédulas o mandatos que solucionarán problemas concretos o dicten nuevos modos de proceder. Así se configuran las tres fuentes de legalidad universitaria: como basa fundamental rectora las Constituciones, y como mecanismos flexibles y adaptativos las actuaciones del Altar y del Trono. Sin embargo, los mandatos eclesiásticos y reales debieron ser concordantes con las Constituciones. En este sentido, la Universidad fue muy celosa para la conservación de “sus” Constituciones. Y siempre jugando un doble juego interesado. La Universidad apelará a ellas para mostrar su disconformidad a determinadas visitas, eclesiásticas o reales; a la vez que apelará a los poderes superiores, al Altar o al Trono, para resolver algún problema que la amenace, aunque esto fuera en detrimento de la tan aspirada “autonomía universitaria”.

El carácter prioritario de las Constituciones se puede detectar en las continuas alusiones que se hacen de ellas para solucionar alguna cuestión en el Claustro. Los claustrales las tendrán siempre muy presente para dar fuerza a sus argumentos. Las Constituciones de esta manera se convierten en el pilar central de toda la arquitectura universitaria. Este hecho será uno de los motivos que hará de la Universidad una institución muy rígida, puesto que su base legal no se modificará sustancialmente durante toda la modernidad. El corazón institucional latirá al mismo ritmo durante más de tres siglos, dándole una indudable continuidad, pero también una gran inmovilidad. La tradición se convierte en una fórmula a perpetuar, generándose una dinámica muy difícil de parar, a pesar de la paradoja. No será hasta que desde Madrid se den pasos muy decididos en la segunda mitad del siglo XVIII, que provoquen más que una ruptura un cambio, una reforma.

Empero, no serán raras las veces en las que ante un problema coyuntural la decisión que se tome desde el Claustro vaya contra el espíritu y letra de las Constituciones. Será una práctica habitual la no ejecución exacta de las Constituciones, tendrán cabida las interpretaciones y las puntuales excepciones, “aunque no se tome de ejemplo”, fórmula habitual para eximir el cumplimento de algún precepto. La Universidad, a pesar de esta realidad, será muy celosa cuando sea una institución ajena quien tome una medida “extra-constitucional”. Una cosa es que sea ella quien vulnere sus constituciones y otra muy distinta el que fuera una institución ajena. Así, a lo largo de los años se va tejiendo una tupida red de matices, de grises, donde la exigencia de la puntualidad escrupulosa convivirá con las excepciones más o menos generosas, y la influencia que instituciones ajenas al ámbito académico, en especial la Iglesia y posteriormente la Corona, ejerzan sobre la Universidad, a veces permitida, tolerada e incluso incentivada, y a veces respondida airosamente.

Un asunto que va a ocupar a la Universidad de Granada periódicamente será el de las ceremonias. De hecho, buena parte de las Constituciones están dedicadas a precisar con gran detalle cuáles son las ceremonias propias de la academia, quiénes pueden participar, qué lugares van a ocupar, cómo van a participar y cuándo lo van a hacer. Así, los numerosos preceptos y el puntillismo de los protocolos ceremoniales indica lo complejo de la teatralidad para lograr su eficacia simbólica (GONZÁLEZ ALCANTUD, 2023: 256). Como aclara el mismo González Alcantud (2023) “todo muy estatuido, como en la mayor parte de las ceremonias de poder de las instituciones estatales y paraestatales”, a lo que se podrían añadir también las instituciones intermedias, situadas entre la Corona y los súbditos.

Como se dijo anteriormente, uno de los días más importantes académicamente era el de la concesión del doctorado. Junto a la celebración de las fiestas prescritas por la Universidad como son los días de San Martín o Santo Tomás de Aquino, el día en el que momentáneamente la Universidad se trastoque y muestre a la población la mayor solemnidad y los mayores fastos posibles será la concesión del grado de Doctor. A diferencia del Bachiller, y en especial el de Licenciado, que consistían en unas pruebas académicas más o menos rigurosas, quienes llegaban al grado más alto en la academia prácticamente no realizaban prueba de conocimiento alguna, era sobre todo fastos y boato. Precisamente en las Constituciones, las que están dedicadas al doctorado, o magisterio en Artes, que son seis,[4] cuatro de ellas se centran en el coste del grado, en “examen” y en el ritual. Y de estas tres características, las partes más importantes son el coste y la ceremonia. La ceremonia doctoral se explicita pormenorizada en la constitución XXXII “De los que han de doctorarse en Derecho Canónico o Civil”. El ritual que aquí se detalle se hará extensible a los otros doctorados, aunque en sus constituciones no se haga más referencia que “con las mismas ceremonias que se prefijaron en el Doctorado en Derecho”.[5]

Detengámonos un poco en la ceremonia para contextualizar la práctica de los vejámenes. El día previo a la recepción del grado, el doctorando en el local designado por la Universidad, que solía ser el propio patio universitario por su tamaño cuando el tiempo lo permitiera, debía levantar un trono “según es de costumbre”. Y se mandaba a los bedeles que dieran públicamente noticia de la concesión del grado. Esta escueta orden es relevante porque muestra el claro carácter público de la ceremonia, que no solo se concibe entre las cuatro paredes universitarias, sino que se hace partícipe, hasta cierto punto, al público. Ese mismo día, por la tarte, comienza el ritual cuando una comitiva compuesta por el Rector, el Padrino y “hombres de la Universidad”, los dos primeros, a caballo, se dirigen a recoger al doctorando en su casa, y desde allí pasan a buscar al Chanciller, acompañando al doctorando por la ciudad, quien está montado también sobre un caballo con la cabeza descubierta, con el vestido talar y corbata de seda y sin las insignias de su facultad. Los doctores por su parte deben llevar su correspondiente traje doctoral. Así, toda la comitiva, al modo de procesión o desfile en el que cada miembro ocupa su lugar específico, lo que ocasionaba problemas de precedencias muy complejas por la diversidad de categorías presentes, que si Doctor, Padrino, Rector, Chanciller, doctorando, doctores teólogos, canonistas, civilistas, médicos y artistas, además de la antigüedad de cada uno, se dirigen a la universidad. Una vez llegada a ella, se terminaba la primera parte de la ceremonia, que continuaba al día siguiente.

Generalmente en la mañana, aunque también podía ser por la tarde, se realizaba otra vez la procesión académica. Esta vez todos los doctores y maestros revestidos con sus insignias doctorales iban a casa del doctorando, donde lo recogían y todos a caballo iban a casa del Padrino, y desde allí a la del Chanciller. Una vez recogidos a los tres protagonistas, “todos en unión”, se trasladaban al patio de la Universidad, donde se sentaban cada uno en su sitio correspondiente.[6] Comenzaba así la solemne ceremonia. El doctorando, escoltado por dos licenciados del colegio de Santa Cruz de la Fe, y debajo del trono, ordenado por el Chanciller disertaba a favor y en contra de alguna proposición a su gusto, tomando finalmente la conclusión que le pareciera. Acabado el análisis, argüía el Rector y luego dos licenciados o bachilleres propuestos por él. A estos razonamientos no tenía obligación de contestar.

Daba comienzo a “un examen jocoso”, es decir, el objeto de estudio de este trabajo, el vejamen universitario, “por alguno de los graduados en la Universidad”, que acostumbraba a ser mayoritariamente un doctor que solía ser el actor que los llevara a cabo durante un periodo de tiempo, de tal manera que en los vejámenes que se han conservado se repiten los doctores vejantes. El propio carácter burlesco y divertido del acontecimiento, que forma parte indisociable del ceremonial doctoral, hacía que aquellos doctores que tuvieran unas habilidades humorísticas y burlonas mayores, que salpimentaran con sales y pimientas mejor y con más gusto el vejamen, repetían para el siguiente. Finalmente se pronunciaba “un elogio formal sobre las virtudes” del doctorando, “como se acostumbra a hacer en actos semejantes”. Frente a la socarronería del vejamen se contestaba con la seriedad del elogio. Acabada la loa al inminente doctor, el doctorando, de pie, con un refinado discurso pide al Chanciller la concesión del grado de Doctor. Esta petición la repite el Padrino, que con una súplica al Chanciller le pide que le conceda el grado y a él la facultad de conferir las insignias doctorales. A continuación, toma la palabra el Chanciller, quien, pronunciando un discurso sobre las virtudes del doctorando, le concede el anhelado grado académico.

El recién doctor subía al trono, y allí, de rodillas, prestaba el juramento establecido. Una vez realizado, el Padrino lo investía con las seis insignias doctorales: 1) birrete, 2) anillo de oro, 3) colocarlo entre sí y el Chanciller, 4) libro, 5) beso de paz, y 6) bendición paternal. Una vez de pie, el doctor besaba al Chanciller, al Rector y al resto de doctores, por orden de facultad y antigüedad. Para terminar, el nuevo doctor desde el trono pronunciaba un discurso de agradecimiento. Acabado el acto, la procesión cívica-académica acompañaba al doctor hasta su casa, y desde allí hacían lo mismo con el Rector.  

Concluía de esta manera un acto cargado de simbolismo, pero también de pompa y boato. Un ceremonial muy complejo con el cual la Universidad daba buen testimonio de su brillo social; en el que desplegando una simbología específica que remarcaba la importancia de lo gestual y lo ceremonial realzaba su fama y prestigio. Aunque pudiera parecer paradójico, el buen uso de la burla y el sarcasmo por medio de los vejámenes podría, antes que deslucir e incluso deshonrar el rito, cohesionar a la comunidad universitaria como elemento aglutinador. Sin embargo, no todos los vejámenes estuvieron escritos e interpretados con gusto y elegancia, en muchos de ellos domina la broma fácil, la burla obscena y la risa grosera, elementos todos estos que con el paso del tiempo fueron limando los apoyos universitarios a esta práctica humorística, galvanizando al sector académico contrario a esta práctica cada vez que el vejamen caía fuera de los límites de la decencia y la elegancia.

La reticencia de aceptar la Universidad la no celebración de los vejámenes en la ceremonia doctoral se puede rastrear mediante las decisiones que se tomaron en los claustros. El Claustro pleno se configura, a través de las Constituciones, como máximo órgano de gobierno universitario (ARIAS DE SAAVEDRA, 2007: 249). Allí, se toman las decisiones de gobierno interno de la academia, como “consultar, dar cuenta y tratar de las rentas, gastos, prácticas, reformas y de todos los demás asuntos que hubieren parecido necesarios y ventajosos, según el tiempo”.[7] Una de sus funciones principales fue la de admitir a los universitarios que se presentaban a los distintos grados académicos.

En esta presentación no era infrecuente que los estudiantes pidieran alguna merced. Podemos hacer alusión a los casos de Fernando López Sagredo y de Juan Francisco Hidalgo. El 29 de enero de 1757, el licenciado López Sagredo entró al Claustro suplicando fuera admitido al grado de Doctor en Teología, aclarando que “en caso de recibir este nuevo honor renunciaba toda pompa”, precisando además “se le dispensase el vejamen”.[8] Petición similar es la que hizo el 15 de marzo de 1766 el licenciado en Cánones Hidalgo, canónigo doctoral de la Colegiata del Salvador y fiscal de testamentos, patronatos y obras pías, cuando entrado en el Claustro, tras suplicar fuera admitido al grado de Doctor, pidió “se le hiciera el favor de dispensársele el paseo público”, y también el “vejamen”.[9] Es decir, dos licenciados que aspiran al máximo grado académico y que renuncian, uno a “toda pompa” y otro al “paseo”, y ambos al “vejamen”. En el caso de Fernando el Claustro aceptó la celebración del grado “con la renuncia de pompa” pero no sin el vejamen, “por no contravenir a la constitución que le previene”. No fue el Claustro tan indulgente en el caso de Juan, puesto que se aprobó su admisión al grado que aspiraba sencilla y llanamente “en la forma ordinaria, y que de ningún modo se le dispensaba en el paseo y vejamen”. El argumento meridiano aducido por el Claustro para denegar la súplica de López Sagredo fue que su petición contravenía la constitución. La Universidad permitía la celebración sin “toda pompa”, sustantivo muy genérico, pero no el otro muy concreto, el vejamen, para no atentar contra sus Constituciones. Creemos que esto mismo fue lo que impulsó a la Universidad a rechazar en redondo la súplica de Hidalgo, pues él pretendía se le dispensaran dos elementos fundamentales en la ceremonial doctoral, el paseo público y el vejamen.

No podemos obviar que en la Universidad hubo un sector creciente del Claustro que fue opuesto a esta ceremonia polémica y que intentó reformar, o eliminar, los vejámenes desde dentro de la academia. Así por ejemplo, el 6 de noviembre de 1705 la facultad de Medicina se querella contra la Universidad porque en el Claustro celebrado dos días antes se mandó que “en los grados que de allí en adelante se celebrasen no solo no hubiere vejamen jocoso, como se ordena por las Constituciones treinta y tres, cuarenta y una y cuarenta y cinco, pero si aún oración laudatoria”.[10] Curiosamente la Real Chancillería falla a favor de los doctores médicos no por la inconstitucionalidad de la medida, que a todas luces lo era, sino por fallo de forma, ya que el Claustro fue convocado sin llamamiento previo a todos los doctores. Es interesante como en los albores del siglo XVIII un sector universitario propuso la abolición completa de los vejámenes aunque fuera por medio del más burdo filibusterismo, y la manera en la que el otro sector tuvo que recurrir al Supremo Tribunal para defender sus derechos constitucionales.

Avanzado el siglo, en 1773 se implanta por la puerta de atrás la tradición de dar los vejámenes en latín, como veremos más adelante. En este contexto la paciencia del sector más conservador se agota y estalla el 11 de febrero en medio de un multitudinario vejamen, pidiendo a voces el agustino Fernando Garrido que como “las Constituciones previenen que los vejámenes se den según la costumbre, la costumbre es de que se de en idioma castellano, luego deben darse en este idioma”,[11] o “Sr. Rector y Sr. Canciller, la constitución previene que los vejámenes se den prout consuetum, la costumbre es que se den en romance, este se ha de dar así o sírvase V.S. de recoger votos”.[12] La defensa de los vejámenes iba más allá del propio ritual, sino que alcanzaba la lengua en el que se pronunciaba. La guerra, como veremos más adelante, se focalizó en el idioma, entre el latín o el español, y el escudo, o la espada, que alzaron los más conservadores fueron las propias Constituciones, ya que según ellos obligaban a que fueran en lengua vulgar.

El recurso a las Constituciones fue un argumento que los propios vejantes expusieron en sus vejámenes. Así, Juan José de Laboraría, en la censura que le encargaron para que diera a la imprenta el vejamen que protagonizó Francisco de Guzmán el 5 de febrero de 1742, informó que “el autor obedeció a su Universidad, a su mandato, la que cumpliendo con sus Constituciones y Estatutos, que se previenen se dé vejamen a los graduandos”.[13] La misma referencia al precepto constitucional contienen otros dos vejámenes, esta vez de mano de sus protagonistas. El primero es de Gabriel Bernardo Enríquez, quien el 30 de octubre de 1715 se justificaba porque el vejamen se había hecho de acuerdo con “la constitución loable, al motivo a que se dirige, decente los héroes grandes a que se dio; apreciable, el célebre y siempre plausible teatro de la muy ilustre y venerada Imperial Universidad de Granada”.[14] Y el segundo es de Cristóbal de Utrera y Medina, cuando manifestó el 28 de octubre de 1694 que:

 

“este vejamen, que encomendó a mi cuidado esta Imperial Universidad en el grado de nueve doctores suyos, cuyo burlesco acto hace precioso la Constitución, posible la costumbre, loable el motivo, decente los generosos héroes a quien se da y reverente el grave auditorio que lo escucha” (Montells y Nadal, 1870: 221).

 

Humillar para ser humilde. Los vejámenes y los valores morales

 

La realidad de los vejámenes exigía una defensa más allá de la puramente legal, que su valor innegable tiene, como se ha visto. En los propios vejámenes, generalmente al principio,[15] el vejante exponía una serie de argumentos que justifican esa práctica,[16] hoy extraña y entonces también, de vejar a quien ha llegado al grado máximo. Más allá de recurrir a la legislación, en ellos se aludía a otros argumentos que defendieran esta tradicional y asentada ceremonia universitaria. José Juan de Laboraría, en el mismo informe, argumenta que:

 

“La materia del presente asunto es digna de toda aprobación, porque es utilísima para alentar la juventud, pues con el desahogo, y un rato de hilaridad, se adquieren nuevos deseos de saber, que también se adquieren fuerzas en el descanso; pues el ocio no está reñido con lo discreto, y para todo hay tiempo oportuno”.[17]

 

Laboraría bebe de las aguas que el “príncipe de los humanistas”, Erasmo de Roterdam, ya vertiera más de dos siglos antes, cuando se preguntaba acaso si:

 

“¿no será una injusticia que si se reconoce a todo estamento de la vida derecho a diversión, no se permita ningún recreo a los estudiosos, máxime si las chanzas miran a un fin serio y las bromas están compuestas de suerte que de ellas saque el lector que no sea romo del todo más provecho que de las disertaciones tétricas y aparatosas de algunos?” (MARINA TORRES, Austral: 24).

 

Una de las prácticas a las que más se recurre es echar mano de la historia, fuente de legitimidad imperecedera. Así, Juan Velázquez de Echevarría en el vejamen que dio el 4 de febrero de 1764 se remonta a:

 

“Los señores romanos, cuando había algún triunfo, llevaban al vencedor en un carro, que porque le hizo para esto aún hoy se llama triunfal, con mucha pompa y muchas aclamaciones. Y para que no se ensoberbeciese, iba en el mismo carro un esclavo, diciéndole a voces y en su cara sus faltas todas. Y de esto dicen que tomaron su origen aquellas arengas, que en las universidades llaman vejámenes”.[18]  

 

Esta utilización del pasado por parte de Echevarría la repite poco después para argumentar que la propia vestimenta universitaria doctoral, especialmente las mucetas y las borlas, bebían igualmente de los antiguos romanos y fenicios. Sin recurrir a la Edad Antigua, José Juan de Laboraría se retrotrae, esta vez, a la Edad Media, cuando afirma que:

 

Es el fin de los vejámenes, según el Señor San Gregorio, humillar al Graduando, para que poniéndole sus faltas a la cara, no se ensoberbezca con la dignidad a que aspira. Así se practica hoy en las más de las universidades de España; y esto que parece cosa de mofa, está autorizadísimo en las universidades más antiguas […] Para que se entienda, cuan fundada está, y autorizada esta ceremonia, que juzgará alguno ser cosa de risa”.[19]   

 

En el fondo, lo que ambos argumentos aducen es a la cura de humildad que se practica con el doctorando. Así como el general romano victorioso debía escuchar machaconamente de mano de un esclavo que era mortal y que se iba a morir, para que no se envaneciera y fuera soberbio, el Papa Gregorio Magno recomendó humillar al doctorando para que no se vanagloriase de tan alto honor. Humillar para enseñar una virtud capital, la humildad. Pero, además, se puede enseñar otra virtud más, la de la templanza, puesto que el vejamen:

 

“Es una como satirilla que usan las academias por festejo después del examen literario de los doctorandos, para explorar su tolerancia y habituarle en costumbres, como verdadero sabio, al menosprecio de los agravios” (MADROÑAL DURÁN, 2005: 32).

 

Así, los vejámenes se convertían en un artefacto literario y universitario virtuoso en tanto que enseña virtudes, en este caso dos muy importantes para un doctor como era la humildad y la templanza.

Al final, a la hora de la verdad la mayoría de los vejantes aludían al motivo que tanta pasión, y críticas, despertaba la realidad de los vejámenes, que no era otra que el humor, la risa, como el propio Laboraría expresaba, “que juzgará alguno ser cosa de risa”. Porque en el fondo era una ceremonia que congregaba a todo un cuerpo social, el universitario, que en el imaginario colectivo despertaba tantas imágenes y que se mostraba físicamente a través de la realización de ceremonias y ritos y el uso de una vestimenta compartida y codificada. Era un momento en el que en el día que se confería el grado de doctor, con toda la solemnidad y pompa posible, durante un rato se distendía la tensión y la seriedad con una serie de bromas y chanzas. En esta pausa que suponía el vejamen se exteriorizaba las habilidades del vejador, así como su ingenio y agudeza para entretener al auditorio, como Cristóbal Álvarez de Palma puso de manifiesto en el que se pronunció el 4 de diciembre de 1745:

 

“porque con la repetición se hacen más patentes las agudezas de su ingenio, las sales de su discreción, y las sutilezas de su entendimiento, sazonándolas con la modestia en las voces, y con la templanza de palabras, y graciosidad de equívocos, y en todo relucen prudentes, y cándidas cláusulas, desterrando las que en otras funcionen semejantes han pronunciado otros vejantes con ofensa, y molestia de los oyentes”.[20]

 

Y es que, como desgraciadamente no nos han llegado la totalidad de los vejámenes que se pronunciaron en la Universidad de Granada durante tres siglos, nos tenemos que ajustar a los que sí lo han hecho, mayormente impresos, lo que denota que tuvieron una calidad que acreditaba el mérito de ser impresos y pudieran pervivir. Porque como en la última frase manifiesta Álvarez de Palma, se acredita una crítica a aquellos vejámenes vulgares y obscenos que bien merecieron la reprobación de sus contemporáneos. Así, esta alabanza al buen vejamen, al que se ajusta al buen gusto y elegancia, se repite en otro par de obras. Por un lado, en el informe ya mencionado de José Juan de Laboraría aclaraba que:

 

“La industria suma, pues de tal suerte diese las gracias, que de ninguna manera lastima, pasando por ellas con tanta ligereza que se le infiere muy buen su notoria modestia, y lengua limpia que muy pocas veces se encuentran sales dulces y gustosas sin que se mezclen con otras mordaces y que pican”.[21]

 

Y por otro en el vejamen que pronunció Juan Sebastián García el 15 de octubre de 1727, donde explicaba que:

 

“En las burlas y chanzas fue donde pudieron venirse a extender las sutilezas; donde la equivocación del vocablo hizo digno de más admiración el concepto. Hablo de aquellas, señor, que se vinieron a decir sin lastimar, no de sátiras que por la malicia de los tiempos se hubieron de contemplar como cuchillos de dos filos”.[22]

 

En el fondo, el motivo para celebrar vejámenes, a pesar de los orígenes que tuviesen, era festejar la llegada de un nuevo miembro pleno a la comunidad universitaria a través de la concesión del grado, y el modo no era otro que con un pequeño momento de pura diversión, en el que el vejante hila una broma tras una chanza y seguida de un chiste y un mote. Eso sí, no debía ser de cualquier manera, sino con gentileza y primor, como magistralmente expresó Miguel Gerónimo Martel en la Universidad de Zaragoza:

 

“No fue el intento de los vejámenes la mayor enseñanza de los académicos, y así se ve que las más veces se encomiendan al que más gracia tiene en decir y en pensar cosas al intento que provoquen la risa, no vulgarmente sino con primor. Si el intento fuera la corrección severa y la doctrina de la erudición, habíase de encomendar al conocido por eminente en aquellas facultades sobre que en la academia se discurre, y entonces no fuera vejamen sino sermón” (MADROÑAL DURÁN, 2005: 36).

 

Los vejámenes: bromas, chistes y chascarrillos

 

Existe la dificultad de valorar la vulgaridad o el primor de una composición como eran los vejámenes para aquella época desde el presente. Lo que entonces era censurable hoy en día podría no serlo, y viceversa. Por ello, para acabar este apartado, nos gustaría exponer unos fragmentos que hemos considerado humorísticos, para mostrar entre que delgadas líneas se movían los vejámenes para no caer en la obscenidad. Aunque siempre teniendo presente que son vejámenes que pasaron a la imprenta, teniendo el visto bueno de la censura, como así se acreditan en ellos. Lo que a nosotros nos pudiera resultar indecoroso para ellos no dejaba ser un chascarrillo simpático producto del ingenio y sagacidad del vejante. En este sentido son buena muestra las dos cuestiones que se plantea Andrés Muñoz Chamizo, quien el 10 de marzo de 1679 planteó:

 

“2. ¿En qué se diferencia la Teología Moral de la Medicina? Respondo que se diferencia en que los señores teólogos mandan al diablo a las damas que comen barro, y los señores médicos las obligan a mascar tierra y las envían a Dios. […] 13. Esta por último pregunta: que habiendo tenido estos señores tal matanza para graduarse por diciembre, ¿por qué lo dilataron para marzo? Respondo sin salir de mis trece: que no se quisieron graduar hasta después de un señor San Martín, Rector, temiendo no morir a manos del doctor Chamizo, que ahora los ha partir en canal”.[23]

 

Era práctica habitual el describir a los doctorandos, resaltando y exagerando, evidentemente, los defectos físicos. Para ello, no fue infrecuente que el vejante echara mano del callejero para hacer un vivo y rico retrato. Así, por ejemplo, lo realiza José de Reina Infante el 25 de octubre de 1697[24] o Juan Sebastián García el 15 de octubre de 1727, cuando además se sumaba que el próximo doctor se apellidaba precisamente Calle:

 

“Asegúrole a V.S. que no se cual Calle sea, porque si atiendo a sus pies me presumo que sea la calle del Estribo por su buen tamaño; si a sus piernas, la de la Pescadería por su espinillas, si ya no por lo delgadas la calle de las Hileras, o por sus muslos la calle de las Tablas; su cuerpo, la calle del Ataúd; en sus manos, por lo poco franco, la calle de Mano de Hierro; su cuello, la calle de el Águila sin pluma; sus carrillos, la calle de los Boteros; su boca, distingo si por lo grande la calle del Boquerón; si por lo que bebe, subdistingo en cuanto a el agua la calle del Darro; en cuanto a el vino la de Lucena, si ya por lo que llega a engullir no sea la calle del Pan; su nariz, la del Candil, porque se le está cayendo siempre el moco; sus ojos, la calle de la Cárcel por las Niñas; su pelo, la calle de las Marañas; su frente, la calle Ancha; su presunción, la calle de la Duquesa; por lo que ha disparado su hocico, la calle del Trabuco; por lo que maja su conversación, la calle de los Almireceros; y por lo que pesa, la calle de los Molinos”.[25]

 

Hemos visto que componer en condiciones un vejamen era una tarea que precisaba de ingenio, sutileza, garbo, humor y una pizca de sal y pimienta. No era una obra que se compusiera en un segundo. Más o menos así se representó Cristóbal de Utrera y Medina cuando expuso “Hallábame yo pensativo una de estas noches pasadas, estrivando sobre las manos el calvatrueno, las manos sobre los codos, y los codos sobre el bufete de mi estudio” (MONTELLS Y NADAL, 1870: 221-222), es decir, durmiendo sentado delante de la mesa y apoyado sobre ella. Imagen que recuerda poderosamente a aquella que escribiera el “Príncipe de los Ingenios”, cuando en el prólogo de su eximia obra escribiera “Y estando uno suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría” (CERVANTES SAAVEDRA, 2015: 7).

Gabriel Bernardo Enríquez alude a una realidad muy habitual en las universidades del Antiguo Régimen como era la existencia de los catedráticos sustitutos. Era muy habitual que las cátedras vacaran, quedando ausentes a la espera del nombramiento definitivo del nuevo regente. En el compás de espera, los Claustros, en teoría, podían nombrar catedráticos sustitutos. Uno de ellos fue el conocido Luis Francisco de Viana, quien el 30 de octubre de 1715 tuvo que oír como Gabriel Bernardo Enríquez de Lara comentara el particular modo de enseñar latín, un latín absolutamente macarrónico:

 

“¿Quiere V.S. oír algo de su doctrina, en la construcción, que enseñaba a los pajes de su Ilustrísima? Pues oiga la de estos versos, que el señor Linero le pilló en este papel. Dice así: Comento de Virgilio en el verso. Quadrupedante putrem sonitu, quatit ungula campum. Quadrupedante, los que se gradúan en cuatro pies; putrem, se pudren; sonitu, al son; quatit, que hace; ungula, la uña; campum, en el cuerpo. Otro de Nebrija. Illis Chrisolitus narbo iungatur et hypo. Illis, los hilos; Chrisolitus, de Cristóbal Pérez; iungatur, se untan; narbo, con el nabo; et hypo, y les da hipo. Otro del mismo. Vubo, cinis, cortex, pumex, quibus alddito pulvis. Vubo, el que tiene bubas; cinis, en las sienes; cortex, acostumbre; punex, ponerse; quibus, unos higos; pulvis, hechos polvos; addito, para el ahíto. Vea V.S. si sabe el maestro más que el diablo”.[26]

 

Finalmente quisiéramos terminar este epígrafe haciendo alusión al precioso vejamen que pronunció Juan Velázquez de Echevarría el 4 de febrero de 1764. Es quizás el más bonito de cuantos hemos leído, por ello queremos acabar con un par de fragmentos suyos, para mostrar como en estas composiciones se podía hacer reír, o al menos sonreír, al auditorio sin groserías. Y es que Echevarría se presenta apenado porque:

 

“¡Qué día, señor, de tanta confusión para mí, y qué día de tanto gusto para estos cuatro penitentes! Día de confusión para mí porque me hallo en la cátedra y sin poder cumplir con la obligación para que he ocupado este sitio. […] Parecerá, señor, a V.S. que va de chanza, pues digo la verdad, vejamen no hay, V.S. queda desairado, yo avergonzado, y estos cuatro tunos se llevan el provecho. Voy a decir el cómo y el porqué. Tuve orden del señor Rector para entenderme con el señor Casa. Estaba haciendo mi composición de lugar cuando vino orden para que también el Padre Fray Tarugo entrase en la colada. Después orden para el señor Arquelladas. Luego orden para el señor Velluti, o Viruta. Y vayan órdenes y vengan ordenes, y yo sin poder ordenar cosa ninguna, aunque bien ordenado, y de misa, pero sin pasar del introito”.[27]

 

En esa dificultad se encontraba cuando su sacristán le presentó un viejo libro:

 

“vi que era copia de un original moruno, y determiné venirme con él para entretener este ratico con su lección, y que sirva de vejamen. V.S. perdonará la molestia de una lección, que tal vez no vendrá al caso, y a los señores de la fiesta le servirá de vejamen oírla de pie derecho. Y si fuere largo, porque yo he de leer el libro de la Cruz a la fecha, V.S. tendrá paciencia, y si no, ahí está la campanilla, que como yo la oiga pondré punto en boca, y se acabará con mucho gusto”.[28]

 

Así, comienza con la lectura de dicho viejo libro, que contiene todas las cláusulas legales necesarias, como el informe de un censor, o en este caso una censora, la olvidada escritora María de Zayas, a quien califica como “insigne novelista española”, o el informe del juez de imprenta, quien directamente aprueba la “Novela Poético-Histórica, en atención a que sin decir mentira no tiene palabra de verdad, y a que ha sido vista por quien confiesa no lo entiende”.[29] La novela cuenta la aventura de un valeroso caballero, Omar, a un castillo donde están presas en un palacio cuatro bellas damas, cortejadas por cuatro pretendientes. Al final del cuento se descubre que “aquel palacio era la célebre y famosa Universidad de Granada”; que las cuatro damas eran las facultades de Teología, Derecho, Medicina y Filosofía; y:

 

“En estas consideraciones estaba embebecido cuando oyó sonar muchos instrumentos, y vio que salían por la puerta del Castillo aquellos mismos felices pretendientes que él había visto en los cuartos de las hadas y de la criada, ya con sus borlas y recibiendo mil enhorabuenas de una multitud de gentes que los rodeaban”.[30]

 

“Gastos y perjuicios, y tal vez resentimientos”

 

Como hemos ido apuntando, paulatinamente fue creciendo el sector universitario proclive a reformar, o acabar, con esta práctica de los vejámenes. Aunque los hubiera llenos de ingenio y humor, como acabamos de señalar, fue práctica frecuente que muchos vejámenes cayeran fuera del buen gusto, la decencia y la elegancia. Esto galvanizaba a ese sector, cada vez más numeroso, decidido a terminar con la indecencia y el mal gusto. Las sales picantes y especias que condimentaban y aderezaban todo buen vejamen no eran plato de buen gusto para toda la comunidad universitaria. Las humillaciones, las groserías, los chistes obscenos y los agravios, que con el alegre motivo de conceder el doctorado se desplegaban, causaron una crítica cada vez mayor al propio ritual vejamista. Los excesos burlescos y bufonescos pusieron cada vez con mayor frecuencia a la ceremonia vejatoria en la picota.

La importancia que tuvo esta peculiar ceremonia, sobre la que gravita gran parte de los argumentos y problemas, es la enorme popularidad que disfrutó, tanto dentro como fuera del ámbito académico. Pero fue la notoriedad que tenía en los sectores sociales extraacadémicos con lo que tuvieron que lidiar y soportar aquellos que no les gustaba la ceremonia. Como diría el Arzobispo Martín de Ascargorta en palabras del Rector en 1705, en el vejamen se congregaban “multitud de hombres seglares y mujeres”.[31] En el auditorio se manifestaban jerarquías académicas que eran vistas, observadas, examinadas, interpretadas y analizadas por toda la pléyade de invitados y muchedumbre del común que se acercaban, más correctamente, acudían con auténtico fervor a presenciar el vejamen. En torno a este ritual se organizaba un auténtico teatro puramente universitario que era presenciado por multitud de personas. Este es el hecho fundamental que va a vehicular las críticas más duras contra esta peculiar ceremonia vejatoria. Ver y ser visto formó parte esencial en cualquier ceremonia pública durante el Antiguo Régimen, e incluso podría serlo hoy en día, y ocupar un asiento u otro tenía una carga simbólica muy alta.

Esto es lo que se desliza de la petición formulada al Rector en 1768 por parte del Colegio Imperial de San Miguel para mantener a sus colegiales en el sitio que ocupaban durante los vejámenes.[32] Los colegiales miguelinos recordaban que el Rector les había hecho “merced a dicho colegio y comunidad para asistir a los actos de los vejámenes […] de un banco de asiento que se pone en los tablados, hacia la parte de la escalera del patio”. Este asiento lo tenía por gala y honor el colegio “quieta y pacíficamente sin contradicción alguna desde el tiempo que se formaron dichos tablados para la solemnidad de tales actos”. La petición se enmarca en el hecho de que el Rector “trata y ha tratado de disponer se haga otro orden de andamios y asientos que sea segunda a la primera, hecha para que prosiga asentándose el número de señores maestros y otras comunidades que componen la asistencia de dichos vejámenes”. De tal manera, ante la posibilidad de trastocar los sitios y los lugares de asiento, el Colegio de San Miguel suplicaba al Rector que “sea servido de conservar al dicho colegio y comunidad en el asiento referido que hasta hoy tiene y ha tenido, porque se conozca su antigüedad y las muchas honras que por fundación imperial ha merecido”. Los colegiales querían que en el nuevo orden de asientos no se vieran cambiados del lugar que ocupaban hacia uno de menor prestigio, de menor importancia simbólica. De esta forma, el colegio de San Miguel se reivindicaba reafirmando su mayor pasado, “se conozca su antigüedad”, aludiendo a su erección por mandato de Carlos V, “por fundación imperial”.

Los aires cambian sustancialmente en la segunda mitad del siglo XVIII. La llegada de la Ilustración producirá un vuelco radical al panorama universitario del que no se escapará nuestro polémico ritual. Así, el 9 de febrero de 1756, adelantándose incluso a los primeros aires reformistas, se aprobó que el Rector, Antonio Almagro, y Cristóbal de Torres “reconozcan los vejámenes antes de decirse, y corrijan lo que en ellos hallen de reprensible”.[33] Es un reconocimiento absolutamente explícito de los abusos que se cometían al calor de tan polémico ritual. En un contexto de risa y humor controlado, en ciertas ocasiones los vejámenes caían fuera del buen gusto. A estos vejámenes iría el reconocimiento y corrección que la propia Universidad aprobó.

Es un claro síntoma de cambio de aires que va a tener su punto culminante en el suceso que aconteció el 11 de febrero de 1773, que convulsionó la Universidad[34] y supuso un paso más en la censura del vejamen. El acaecimiento, al que anteriormente hemos hecho alusión, se desencadenó por un motivo que podríamos interpretar como banal, la lengua en la que se pronunció el vejamen. Francisco de la Casa lo pronunció en latín, como lo había ordenado el Rector Francisco Antonio Machado. El agustino Fernando Garrido a voces lo interrumpió y pidió que se hiciera de acuerdo con las Constituciones, es decir en español. El Rector rápidamente intenta sofocar el incendio diciendo que se hiciera “en idioma latino como lo habían dispuesto los dos señores rectores que le han antecedido por las justas causas que les asistían y evitar gravísimos inconvenientes”.[35] La situación pareció controlada hasta que una vez terminado, Garrido de nuevo a voces pidió la continuación del Claustro para que se resolviera sobre el idioma de los vejámenes. Y de nuevo el Rector denegó la proposición de Garrido. No contentos, “Garrido y otros religiosos, como vieron los ánimos, formaron corros y murmuraciones” contra las resoluciones del Rector y sus antecesores, “faltando en ello a la obediencia que le tienen dada, honor y modestia que previenen las Constituciones, exponiendo a el Claustro a una inquietud, discordia y sublevación”.[36] Evidentemente, en un contexto en el que en el Teatro General hay “diferentes personas de todas clases y estados”, la actitud descompuesta de Garrido generó “escándalo a los circunstantes, corrillos y susurraciones”.

No debemos olvidar que, en este caso, el Teatro General universitario estaba hasta arriba de personas universitarias y extrauniversitarias. Por ello, el escándalo es mayúsculo, porque personas ajenas a la comunidad vieron la descortesía, la mala educación y la falta de respeto que cometió Garrido ante el resto de la comunidad, y en este caso directamente contra el Rector. Así, éste no dudó “para proveer el oportuno remedio, consiguiendo la mejor tranquilidad y que se ejerciten los justos piadosos fines” en realizar un largo procedimiento en el que se irán interrogando a los protagonistas y a diferentes testigos para tomar la mejor resolución, siempre, dentro de la discreción que ofrecen los muros universitarios. Porque ante todo, el Rector, y el Claustro, lo que no quieren bajo ningún concepto es no ya la discordia, la sublevación, la inquietud, sino especialmente que no se vuelva a producir el escándalo público a todos ojos vista, los corrillos y las susurraciones y murmuraciones.

De los diferentes interrogatorios salen a la luz los verdaderos motivos que impulsaron a los rectores Manuel Domecq y Francisco Antonio Machado, y al vicerrector Fernando Sagredo, a tomar la decisión de que los vejámenes se pronunciasen en latín, en contra de la opinión de un sector universitario claramente opuesto. Así por ejemplo sabemos de Juan Velázquez de Echevarría[37] que el Rector Domecq le pidió dos años antes diera en latín el vejamen “no solo porque así parecía más decoroso, sino por evitar los concursos de las mujeres, y las grandes bullas que se originaban de que resultaban escándalos, conversaciones y algunas otras especies inevitables con la bulla y mezcla de estudiantes y mujeres”. Es este el motivo principal, como luego veremos más detalladamente, que originará la censura de los vejámenes, la concurrencia masiva de público, en el que se pone la atención en la presencia femenina, que junto a los jóvenes y atrevidos universitarios, producía una mezcla explosiva y letal.[38]

La manifestación clara de esta presencia masiva la ponen de relieve los dos bedeles, Antonio Miguel del Guijo[39] y Miguel del Guijo,[40] quienes declaran por separado, pero concuerdan extrañamente casi en todo. Así, el primero apuntó que “era tan grande el concurso de gentes, que concurrían de todas clases y estados, sin separación los hombres de las mujeres”, que cuando entraban los miembros del Claustro universitario “ni encontraban sitio donde sentarse ni lugar para poder transitar el General, atropellándose unos a otros”. Para evitar estos problemas, estos inconvenientes el Rector Manuel Lucas Díaz[41] ordenó cerrar las puertas hasta la hora del acto, e incluso apostar soldados en ella. Sin embargo, estas medidas resultaron infructuosas para “contener la concurrencia y excesos de las gentes […] pues con el auxilio de algunos doctores que venían convoyando a las mujeres ni los soldados podían detenerlas ni los bedeles mantener la puerta cerrada”. Así, del Guijo cuenta que “en dos o tres ocasiones que por disposición del Sr. Rector se mantuvieron sin abrir, al tiempo de ejecutarlo para que entrase el Claustro concluido el paseo, se arrojó tal multitud de gente que se atropellaron” [42]. Para evitar “dichos excesos, y que en el mismo general habían ocurrido algunas libertades por estar juntos, y sin separación, los sujetos de ambos sexos, y que muchas mujeres se sentaban en los asientos altos de la barandilla, interpoladas con los doctores”, se decretó limitar la práctica de los vejámenes y así “precaver estos inconvenientes […] y por este medio evitar toda ocasiones de concurrencia, especialmente del otro sexo”.

Ahonda en el inconveniente de la concurrencia de mujeres a esta ceremonia Francisco de la Casa.[43] En su testimonio no se separa de la gran problemática “como era la grande concurrencia que había de todas gentes, especialmente del otro sexo, que por la curiosidad de oír los chistes del vejamen se atropellaban, ocupando hasta los asientos de la barandilla, destinados para los doctores”. En este sentido no solo es un problema que concurran muchas personas, poniendo el foco en las mujeres, sino que no se conseguía “que estuviesen unas y otras gentes sin separación”. Y añade un nuevo argumento, ya manido, sobre el problema de las bromas y las ironías, y la comprensión de los chistes que no estaban al alcance de todo el mundo, porque “no distinguiendo las gentes que concurrían los accidentes del chiste, susurraban contra las familias de los graduandos”. Motivo al que también aludieron los bedeles al decir que “en el modo de dar los vejámenes se notó algún exceso sensible a el que se graduaba, manifestando defectos de su familia, aunque no los hubiera, dando lugar a murmuraciones, quejas y sentimientos de los mismos doctores, exponiéndolos a unas consecuencias fatales”.[44]

El interrogatorio acaba con el culpable material, fray Fernando Garrido,[45] que no intelectual ya que sería Francisco Cano, como a la luz de los distintos testimonios sale. La declaración de Garrido es una continua retahíla de desaires, malas contestaciones y desprecios, prácticamente por ambas partes, hasta que se llega a la duodécima pregunta, con la que la pretensión del tándem Garrido-Cano se desmorona. Es en la última cuestión cuando se produce un vuelco en el proceso, debido a la pregunta formulada por el Rector de si le constaba a Garrido los motivos que asistieron a Domecq y Sagredo para mandar que se pronunciaran en latín los vejámenes, “evitar los desórdenes que inevitablemente causa la concurrencia y confusión de gentes, sexos y estados en la estrechez del teatro y no poderse proporcionar separación”, mismos justos motivos que impulsaron al actual Rector a proceder de la forma que lo hizo. Garrido, creemos que estupefacto, respondió que debido a su ausencia de la ciudad no asistió a esos vejámenes latinos ordenados por Domecq y Sagredo, “y por consiguiente ignoraba los motivos que para ello hubiesen tenido”, así que cuando oyó que “el vejamen se daba en latín causándole extrañeza, y llevado del celo de la costumbre, práctica y formalidades que había visto observarse en la Universidad, al tiempo de principiarse el acto lo hizo presente”. Así que oyendo los razonados motivos que movieron a Domecq, Sagredo y Machado a determinar que se dieran en latín ahora los comprendía, y reformaba “aquel primer concepto en que estaba por defecto de instrucción”. Se queda así establecida de forma fáctica la nueva lengua de los vejámenes.

Parece de esta forma que el pasado y la tradición que llevaba a gala Garrido, y con él otros doctores como Cano o Muñoz, que concordaban plenamente con el cumplimiento irrestricto de las Constituciones, dejaba paso a una nueva política académica que tenía como fin acabar, o limitar, con la afluencia masiva a estos actos. Especialmente, aunque no se pudiera terminar con la asistencia femenina sí poner unas medidas claras para separar, para que no hubiera posible mezcla de universitarios y féminas, que tanto alterarían y provocarían a ellos, desde los más jóvenes estudiantes a los doctores, laicos y religiosos, ya maduros hechos y derechos. Sin duda alguna, uno de los motivos era restringir los excesos burlescos y satíricos de los vejantes, pero principalmente era para separar la institución y sus hombres del común de los mortales. De ahí las críticas constantes a la afluencia masiva a estos espectáculos universitarios, que provocaban accidentes entre la multitud, no dejaban paso a los doctores claustrales o sencillamente les quitaban su asiento. Por encima de cumplimiento íntegro de las Constituciones y por encima del peso de las tradiciones y del pasado estaba la moral y la decencia pública, que marcaba que en una institución tan noble y loable como era la Universidad no pudiera haber comportamientos y actitudes marcadas de indecorosas, inmorales o procaces. De tal manera que la Universidad desde 1773 dejó las veleidades pasadas de dar vejámenes jocosos, chistosos, con su mezcla de sal y pimienta, y se impuso la seriedad y rigurosidad de los vejámenes latinos. Nuevos aires estaban recorriendo España, y en este caso concreto, la Universidad de Granada.

La Ilustración se dejó notar con todo su peso en la academia granadina a partir de la aprobación del nuevo plan de estudios.[46] No es objeto de este trabajo analizar ni la Universidad previa a la reforma ni la posterior, para eso hay magníficos estudios.[47] Solamente debemos remarcar que los nuevos aires que estaban flotando sobre la universidad granadina recibieron un auténtico espaldarazo con el nuevo currículo, que tras un largo proceso genético fue rubricado por el monarca Carlos III en 1776. En dicho plan tuvo un peso decisivo el granadino y consejero de Castilla Pedro José Pérez Valiente.

En el plan de estudios Pérez Valiente no incluyó aspecto alguno sobre la ceremoniosidad universitaria, objeto muy criticado por los ilustrados. Así, para “enmendar” este error propuso una serie de medidas al Consejo de Castilla, que se las remitió a la Universidad pidiendo un informe. Se tiene noticia el 27 de mayo de 1777 de que el Claustro universitario recibió cuatro provisiones del Consejo, una de las cuales era una propuesta de Pérez Valiente directamente para que “se prohibiese absolutamente el estilo y ceremonia de celebrarse los grados de doctores, con el paseo de los graduados y graduandos a caballo por la ciudad, vejámenes jocosos en el Claustro a vista del público”.[48] Así mismo Pérez Valiente proponía como sustitutos “que dicho paseo fuese por la iglesia, y en lugar de vejamen una oración gratulatoria en aplauso de la Universidad y graduandos latina”.

El cambio que se sugería era absolutamente radical, pretendía transformar desde arriba hasta abajo el ceremonial universitario granadino al modificar los dos pilares sobre los que se asentaba el ritual doctoral. En este punto, Pedro José Pérez Valiente pretende la abolición como tal del vejamen, sustituyéndolo por una edulcorada oración gratulatoria en latín, que nada tenía que ver con el examen jocoso que se practicaba hasta ese entonces. Y una reforma de calado del paseo académico, reduciéndolo a la mínima expresión al arrinconarlo dentro de los muros de un templo, y no como se realizaba por la ciudad con las mejores galas y acompañado de gran número de personas, universitarias y extrauniversitarias.

El Consejo pidió un informe al Claustro el 29 de abril de 1777. Se decidió “por mayor número de vocales” que “fuese dicho informe con arreglo a la representación hecha por su señoría el Sr. Valiente”. Esta determinación de que se siguiera la opinión de Pérez Valiente no nos puede hacer pensar que prácticamente toda la Universidad opinaba de esa manera. De hecho, primero se dice que fue por mayor número de vocales, es decir, no hubo unanimidad, circunstancia no tan extraña como cabría pensar. Y luego una característica de los claustros universitarios es la existencia de lo que podríamos llamar “votos particulares”, y su frecuente inclusión a la hora de redactar los diferentes informes. Así, en el Claustro se detalla que hubo tres votos particulares, pero importantes son los que suscriben los doctores José María Sotelo y Eduardo de Nava.[49] El parecer de sendos doctores creemos que será fundamental para lo que finalmente decida el Consejo, según veremos a continuación. Sotelo y Nava proponían primero que le comunicaran al “Supremo Tribunal” si ha habido alteraciones y piques, cómo se han solucionado, los gastos que incurren los graduados por el paseo a caballo y “por último, qué utilidades ha experimentado la Universidad por este público solemne acto”. Es especialmente importante la última parte, porque sobre esa reflexión pivotarán ambos doctores su respuesta.

En ese sentido, y es lo que queremos resaltar en este trabajo, Sotelo y Nava no escondían que “les constaba por algunos señores doctores más antiguos se habían sentado en los vejámenes proposiciones ligeramente ofensivas al graduando, o ya graduados, palabras en algún modo impropias del sitio, comunidad o concurso”. Pero igualmente era cierto que “en el discurso de cuatro años no haber contenido los vejámenes dicterios, sátiras, mordacidad u otro defecto sustancial”, tiempo que coincide con 1773, fecha de la rebelión que acabamos de ver y que finalizó con una importante “victoria” del sector proclive a la reforma de los vejámenes. Reforma que no prohibición, como se va a ver enseguida. La transformación que habían sufrido los vejámenes dio sus frutos, según Sotelo y Nava, porque en ese espacio de tiempo se habían compuesto sin que “se hubiese tildado o censurado alguna en la ciudad por indecente o denigrativa”. Y es especialmente importante lo que a continuación argumentan, “que habían echado de ver la justa emulación que ha arraigado en la juventud estos pomposos y lucidos actos, imprimiéndole unos vivos deseos de proporcionarse al grado de doctor, cuyas ansias crecían al verse aplaudidos después de vejados como se ha ejecutado”. La celebración de tal pomposo y lucido acto, además de mostrar a la sociedad granadina las luces, los fastos y el boato propio de la universidad, tenían un claro fin académico, ya que permitía imprimir en los jóvenes estudiantes unos vivos deseos de alcanzar el grado supremo, el de doctor. Marcados deseos que incrementaban por verse aplaudidos después de vejados, es decir, clarísima referencia a los vejámenes y su utilidad educativa, tal y como expusimos al principio del trabajo. De esta manera, el paseo y el vejamen se configuraban en los dos pilares que sustentaban una ceremonia, que a la vez era pública (paseo) y privada (vejamen), la cara y la cruz de un mismo ritual.

El ceremonial doctoral, así construido, o reconstruido, además de mostrar la riqueza y la individualización de la comunidad universitaria frente al resto de la sociedad, tenía un clarísimo componente educativo, al mostrar la manera en la que después de años de estudio se recompensaba al esforzado estudiante con la celebración más lucida en su honor, para su congratulación, y todo esto, a la vista del público. De esta manera, no es extraño que sendos doctores dieran noticia de “que habían visto y sabido lo que ha excitado a las gentes el presentarse a caballo la Universidad por las calles más pasajeras”, noticia que era de sobra conocida por cada uno de los claustrales, “como el que rara vez que había habido paseo a caballo no se habían inmediatamente graduado dos o tres”. Este argumento de la función “emulatoria” del ceremonial en su conjunto, indivisible, tanto el externo (paseo) como el interno (vejamen) cobraba aún más fuerza al mencionar Sotelo y Nava como “se corroboraba con haber el Claustro sostenido acérrimamente la ejecución de dicha Constitución, conmovidos de estas mismas reflexiones”. La Universidad defendiendo a capa y espada el cumplimiento irrestricto de la Constitución 32, que vimos al principio del trabajo, permitía que el ritual académico se desplegara en toda su magnitud. De esta manera, el ceremonial se convertía en el abono que enriquecía el campo académico e intelectual que fructificaría con nuevos doctores e intelectuales.

En teoría, la mayor parte de la comunidad universitaria, representada por sus vocales claustrales, estaba a favor de las restricciones propuestas por Pérez Valiente. Sólo unos pocos se opusieron a la continuidad del ceremonial universitario, con la práctica del paseo a caballo y la pronunciación de un vejamen, desde 1773 latino. Sin embargo, según podemos analizar de la Real Provisión de 19 de enero de 1779[50] el Consejo aceptaba prácticamente en su totalidad las propuestas que hicieron los doctores José María Sotelo y Eduardo de Nava, y rechazaba en buena medida las propuestas radicales que planteó su consejero Pérez Valiente. De acuerdo con la Real Provisión, la Universidad evacuó el informe, arriba analizado, en el que proponía “conducir el paseo a caballo por estimular con su pompa a recibir el grado a los jóvenes estudiosos”.[51] Exactamente no era así, sino que ese parecer es el de ambos doctores, el de la mayoría fue simplemente “acordó fuese dicho informe con arreglo a la representación hecha por su señoría el Sr. Valiente”, y el señor Valiente proponía que se hiciera dentro de un templo religioso. Aun así, la Universidad mostraba una ligera salvedad al paseo, y es que de acuerdo con el traslado de la sede universitaria efectuado el año 1769, del actual palacio de la curia al entonces colegio de San Pablo, de los expulsados jesuitas y actual Facultad de Derecho, el paseo a la Catedral quedaba bastante más lejos que antes, que simplemente estaba enfrente.[52]

Por ello, el Consejo, por auto de 15 de febrero de 1778, ordenó “continuar en unos y otros grados la costumbre observada hasta aquí”. En relación con el paseo público se aceptaba con la salvedad “de que el paseo que se hacía a la Catedral, cuando estaba cerca, se ejecute de aquí adelante por las calles que circundan la manzana de edificios en que hoy se halla comprendida esa Universidad”.[53] Y en cuanto al vejamen el Consejo no dejó de rubricar lo que se había aceptado e impuesto allá por 1773, ya que ordenaba que los vejámenes “se den en idioma latino, con lo que distante los oradores de complacer al vulgo […] conteniéndose en los límites que prescribe la razón y el buen modo”.[54] Donde fue menos indulgente, y que explica en parte el destino de los mismos vejámenes, fue que el buen modo excluía “aquellas sales picantes que han servido hasta ahora de materia de risa y resentimientos particulares”.

En resumen, el Consejo de Castilla aceptaba la continuación de ambos rituales, y se posicionaba en la práctica junto a los pareceres de Sotelo y Nava, quienes consiguieron que la práctica del paseo y de los vejámenes se mantuviese casi incólume. Lo único que Madrid variaba era la extensión de la comitiva, que tenía su explicación al alejarse la sede universitaria de la Catedral, y “circunscribirla” a la manzana universitaria, frente a la proposición radical de Pérez y Valiente de que se encerrara en un templo. Y en relación con los vejámenes, se rubricaba por mandato real la obligatoriedad de darlos en latín, así ya no había posibilidad de pronunciarlos en español, y que aquellos elementos propios de este ritual, los chistes, bromas, ironías, eran desterrados, para que la ceremonia no sirviese de entretenimiento al pueblo. Es en este punto donde la posición más reformista de Pérez Valiente tuvo mayor acogida, pero sin llegar a su radicalismo de sustituir el vejamen jocoso por una “oración jaculatoria”, puesto que se seguiría practicando un examen jocoso sin llegar al grado, aún, de oración jaculatoria. De esta manera, la Universidad conservaba su boato y oropel, sus tradiciones y ceremonial, a la vez que se reformaba la base. En palabras de Arias de Saavedra (1997: 159) “con frecuencia el Consejo debía actuar como equilibrio entre ambas tendencias”. En este punto de reforma del ceremonial universitario, pesó más la tendencia conservadora y continuista de la Universidad que la reforma propuesta por el consejero, que pretendía ir más lejos en la imposición de la seriedad y la sobriedad.

 

Corolario final: “La envejecida no menos ridícula práctica de los vejámenes”

 

La Ilustración fue un poderoso acicate para la reforma en profundidad del anquilosado sistema universitario español. Renunciando a la homogeneización del entramado universitario, debido a la heterogeneidad de realidades sociales, institucionales, educativas y económicas, la monarquía encabezada por Carlos III consiguió la puesta al día, al menos en el plano teórico, de los currículos académicos, que no era poco. Más dificultades encontraría llevar a la práctica esos currículos, que como en el caso granadino era uno de los más avanzados sin tener un cuerpo docente a la par. De modo paralelo, la Corona quiso reformar uno de los símbolos de ese anquilosamiento en el que quedaron postradas las universidades, el ritual y el ceremonial. Como hemos visto, en Granada el anquilosamiento era absolutamente palmario porque estaba inserto en las propias Constituciones. No faltaron ministros y consejeros como en el caso de Pérez Valiente que quisieron cortar de raíz con el problema, extirpándolo por medio de la más absoluta prohibición.

Sin embargo, las realidades locales distaban en buena medida de las realidades que tenían en su cabeza los ministros del monarca. Así, dos doctores, Nava y Sotelo, por medio de un voto particular muy bien trabajado, consiguió convencer al Consejo de Castilla para que la reforma que se estaba planteando no se llevara en los términos en los que proponía Pedro José Pérez Valiente. Para ello se valieron de dos motivos fundamentales. El primero es que no había razón para ordenar una medida tan radical de censura y prohibición cuando ya no había problemas. La revuelta de 1773 consiguió pacificar en buena medida la universidad, anulando el sector de Garrido y Cano, el más conservador. Así, Nava y Sotelo consiguieron neutralizar uno de los argumentos principales, no existían problemas importantes que resolver. Para luego reflexionar sobre el sentimiento de emulación que despertaban en los más jóvenes ver como a los doctorandos se les ovacionaba, se les felicitaba, se les honraba con la mayor pomposidad y fastuosidad posible. Así, la celebración del ritual doctoral mostraba a la sociedad granadina la riqueza y el boato propio que disponía la Universidad. Y siempre en clave académica, sembrar la semilla de la emulación para recoger universitarios y doctores. Para ello, Nava y Sotelo plantearon la indivisibilidad de la ceremonia, que a la vez era pública (el paseo) y privada (el vejamen).

El carácter privado del examen jocoso -vejamen-, le costó a la Universidad más de dos siglos. Hubo frecuentes enfrentamientos entre ambos sectores. Al principio era mayoritario el que defendía los vejámenes tal y como estaban, frente a una minoría que estaban siempre al quite cada vez que caían en el mal gusto y lo vergonzoso. Pero como hemos visto, lo más indecoroso que se producían durante esta particular ceremonia no eran tanto los chistes, las bromas, las ironías o los sarcasmos, sino la afluencia masiva de personas, especialmente mujeres. Al final, las razones que impulsaron a limitarlos, por encima de las demasiadas alegrías que se tomaban algunos vejadores, estaba la concurrencia multitudinaria a estos ceremoniales, que podían producir conductas inadecuadas entre féminas y estudiantes. Los vejámenes eran ceremonias públicas a las que concurría gran diversidad de personas, de todo sexo y condición; pero especialmente pusieron la atención en las mujeres que, junto a los estudiantes universitarios, jóvenes, osados, gallardos y fogosos, conducían a unas actitudes y comportamientos nada decorosas y decentes. Para frenar y limitar este grave problema el monarca dio orden de dar los vejámenes en latín, para no complacer al vulgo.

Y para ello hubo que desterrar el elemento fundamental que distinguía al vejamen, el humor. Sin él, la ceremonia fue progresivamente convirtiéndose en una cáscara vacía, en un ritual rutinario sin más motivo que seguir practicándolo como estaba mandado. Habrá que esperar al siglo XIX para que se le dé la puntilla final y se acabe con uno de los ceremoniales idiosincráticos de las universidades hispánicas durante la Edad Moderna. En este sentido de progresiva pérdida de importancia cabe resumirlo en las palabras pronunciadas en 1789 en uno de los colegios universitarios de la Universidad de Granada, el Colegio Santa Catalina Mártir:

 

“El primer fruto de la resolución que ha desterrado de esta Casa la envejecida, no menos que ridícula práctica de los vejámenes […] En nuestra España muchas cosas que lograron un sumo aprecio en el siglo XVII sirven hoy solo de hacernos conocer la sencillez y ceguedad de nuestros abuelos. Hasta nuestros días nada se había creído tan oportuno en la ocasión de condecorar […] como el recitar una oración burlesca, compuesta de todas las sales picantes y pueriles insulseces […] Empezó este mi Colegio de Santa Catalina a conocer lo monstruoso de esta práctica y a pensar en abolirla […] y determinó que en lugar de vejamen que se acostumbraba decir en las entradas de los nuevos colegiales se recitase una oración laudatoria”.[55]

 

 

 

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* Esta publicación cuenta con la financiación del Ministerio de Universidades a través del programa FPU21/03629 y la ayuda para una estancia breve en el Centro de História de la Universidade de Lisboa EST24/00534, y forma parte del proyecto de I+D+i PID2022-140101NB-I00, “Poderes Intermedios y Vida Cotidiana en España y América (siglos XVI-XIX)”, financiado por MCIN/AEI/10.13039/501100011033/ y «FEDER Una manera de hacer Europa».

[1] De modo sucinto, puesto que no es el objetivo de este trabajo, las Universidades estaban divididas en cinco facultades. Artes estaba considerada una facultad menor, en relación con las cuatro restantes, que eran las mayores, porque tenía un carácter preparatorio, especialmente para Teología y Medicina. La facultad de Teología era considerada la primera, por el mismo objeto de estudio, Dios, lo que se traducía en numerosas y cuantiosas cátedras. La facultad más concurrida, al menos hasta la reforma ilustrada de mediados del siglo XVIII, fue la de Cánones, centrada en el estudio de la legislación canónica. La legislación civil era estudiada en la facultad de Leyes. La facultad cenicienta fue la de Medicina, por sus pocos estudiantes y las reducidas y pobres cátedras. De esta manera, el grado superior era el de Doctor, excepto en Artes, donde era llamado Maestro; similar denominación se dio al grado de Doctor en Teología en algunas universidades.

[2] Se puede consultar en la Biblioteca Digital Hispánica en https://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id=0000022720&page=1.  

[3] Se puede consultar en la Biblioteca Digital Miguel de Cervantes en https://www.cervantesvirtual.com/obra/vocabolario-espanol-e-italiano/, fol. 700.

[4] Las constituciones XXIV, XXXII, XXXI, XXXVII, XLI y XLV.

[5] Constitución XLV.

[6] La complejidad de la ceremonia se incrementaba cuando llegaban los miembros universitarios al lugar de realización, que solía ser el patio o el teatro universitario. Y lo hacía porque debía acoger a todos los doctores, miembros claustrales y alumnos. Sobre estos últimos existió una diferenciación además de los estudios o la antigüedad, la pertenencia o no a un colegio universitario. Así existieron dos grupos de estudiantes, los colegiales y los manteístas. Además, se congregaban multitud de personas de fuera del ámbito académico, como se irá viendo a lo largo del trabajo.

[7] Constitución XI. 

[8] Libro de Actas del Claustro Universitario, Libro 12. Archivo Universitario de Granada (AUG). LIBRO AC 00011. fol. 207v.

[9] AUG. LIBRO AC 00011. fol. 286r.

[10] En que se dé por nulo el Claustro en que se prohibieron los vejámenes y oraciones laudatorias por defecto de citación a dichos doctores. Archivo Real Chancillería de Granada (ARChGR). 02983-015. fol. 4r.

[11] Sobre los vejámenes, que deben hacerse en latín, según lo prevenido en la constitución treinta y dos. AUG. CAJA 07759/090.  fols. 3v-4r.

[12] AUG. CAJA 07759/090. fol. 6v.

[13] Vejamen que dio Francisco de Guzmán el 05-02-1742. Biblioteca Nacional de España (BNE). R/10995(7). fol. 15r.

[14] Vejamen que dio Gabriel Bernardo Enríquez el 30-10-1715. BNE. R/10995(5). fol. 2r.

[15] Los investigadores que se quieran acercar a esta sugestiva realidad deben saber que el vejamen propiamente dicho constituía una parte, principal, pero una, porque como era normal en estos momentos, cuando una obra literaria salía impresa, llevaba una serie de textos previos al vejamen. Entre estos textos nos podemos encontrar prólogos, introducción, dedicatorias a personajes ilustres, informes de censores y licencias para dar el texto a la imprenta. Después de todo estos textos la obra vejatoria comenzaba. Como algunos de los textos previos son tan sugestivos como el propio vejamen, hemos considerado llamar y referirnos como vejamen a toda la obra consultada, impresa, recogida en una única obra total, sin distinción si era dedicación o informe del censor. Cuando el investigador se acerque al vejamen verá a qué parte del vejamen se refiere el fragmento que se expone.

[16] La pérdida de gran cantidad de vejámenes por su idiosincrasia de obra compuesta para un ritual muy concreto, sin mayor virtud literaria que los hiciera acreedores de ser conservados en el tiempo, sesga los argumentos que los propios vejantes aducen. Por otro lado, evidentemente los argumentos que se formulan son para defender esta práctica. Las críticas a los vejámenes las veremos en otros documentos. En este sentido los argumentos son parciales porque defienden a una parte en litigio.

[17] Vejamen que dio Francisco de Guzmán el 05-02-1742. BNE. R/10995(7). fol. 13v.

[18] Vejamen que dio Juan Velázquez de Echeverría el 04-02-1764. BNE. VE/344/30. fol. 6r.

[19] Vejamen que dio Francisco de Guzmán el 05-02-1742. BNE. R/10995(7). fol. 14r.

[20] Vejamen que dio Francisco de Guzmán el 04-12-1745. BNE. VE/711/20. fol. 5r.  

[21] Vejamen que dio Francisco de Guzmán el 05-02-1742. BNE. R/10995(7).  fol. 13v.

[22] Vejamen que dio Juan Sebastián García el 15-10-1727. BNE. R/35393. fol. 3r.

[23] Vejamen que dio Andrés Muñoz Chamizo el 10-03-1679. BNE. R/10995(2). fols. 7v-8v.  

[24] Vejamen que dio José de Reina Infante el 25-10-1697. BNE. R/10995(4). fol. 15r.

[25] Vejamen que dio Juan Sebastián García el 15-10-1727. BNE. R/35393. fol. 19v.

[26] Vejamen que dio Gabriel Bernardo Enríquez el 30-10-1715. BNE. R/10995(5). fol. 12v.

[27] Vejamen que dio Juan Velázquez de Echevarría el 04-02-1764. BNE. VE/344/30. fol. 3r.

[28] Vejamen que dio Juan Velázquez de Echevarría el 04-02-1764. BNE. VE/344/30. fol. 3v.

[29] Vejamen que dio Juan Velázquez de Echevarría el 04-02-1764. BNE. VE/344/30. fol. 4v.

[30] Vejamen que dio Juan Velázquez de Echevarría el 04-02-1764. BNE. VE/344/30. fol. 20v.

[31] Libro de Actas del Claustro Universitario, Libro 10. AUG. LIBRO AC 00009. fols. 166v-197r.

[32] Los colegiales del Colegio de San Miguel piden al Rector conserven el asiento que ha tenido el citado colegio en los actos de los vejámenes de los doctores graduados. AUG. CAJA 07759/016. fol. 1r.

[33] LIBRO AC 00011. fol. 199v.

[34] Y a diferencia de sucesos pasados, esta vez va a ser conducido exclusivamente dentro de los muros universitarios, sin participación de la Real Chancillería o del Arzobispado. Avance muy importante que pone de manifiesto un cierto grado de autonomía universitaria, puesto que en ocasiones pretéritas hubiera sido conducido por la autoridad civil o eclesiástica.  

[35] AUG. CAJA 07759/090.  fols. 1r.

[36] AUG. CAJA 07759/090.  fols. 1v.

[37] AUG. CAJA 07759/090.  fols. 2r-3r.

[38] Una gran estudiosa de la vida cotidiana estudiantil durante la Edad Moderna es Margarita Torremocha. A ella remitimos al lector interesado en ahondar en las conflictividades que surgían entre mujeres y estudiantes. De modo de ejemplo podemos citar sus valiosos trabajos TORREMOCHA HERNÁNDEZ, 1989, 1991a, 1991b o 1998.

[39] AUG. CAJA 07759/090.  fols. 5v-7r.

[40] AUG. CAJA 07759/090.  fols. 8r-9v.

[41] Elegido extraordinariamente el 8 de abril de 1769 y renovado su cargo por decisión regia, murió en el oficio rectoral el 7 de febrero de 1770.  

[42] Miguel del Guijo, como hemos dicho, declara prácticamente lo mismo que su familiar. Solo es de reseñar, por la turba de gente que se atropella para entrar a la Universidad y el caos que se origina, que en el atropello que se provocaba una vez “se sofocó de tal suerte una mujer que se le dio un accidente, y fue preciso retirarla a una de las clases”. AUG. CAJA 07759/090.  fol. 8v.

[43] AUG. CAJA 07759/090.  fols. 12v-14r.

[44] AUG. CAJA 07759/090.  fols. 6r-6v y 9r.

[45] AUG. CAJA 07759/090.  fols. 15v-19r

[46] La gran estudiosa de este nuevo currículo universitario es Inmaculada Arias de Saavedra Alías, quien tiene magníficos estudios tanto de análisis en profundidad como de síntesis, tales como ARIAS DE SAAVEDRA ALÍAS, 1994, 1996 o 1997.

[47] ARIAS DE SAAVEDRA ALÍAS, 2012 o 2015; FERNÁNDEZ LÓPEZ, 2023a y 2023b.

[48] Resumen de un claustro de 27/05/1777 en el que se discute sobre una representación de Pedro José Pérez Valiente en Madrid para solicitar que se elimine de la ceremonia de los Grados de Doctor los paseos y vejámenes acostumbrados. AUG. CAJA 07751/081. fol. 1r.

[49] AUG. CAJA 07751/081. fols. 1r-1v.

[50] Real Provisión de Su Majestad por la que se manda a esta Universidad se continúe la costumbre de paseos de a caballo y a pie, observada en los grados de Licencia y Doctor, … AUG. 01445/031. fol. 1r-7r.

[51] AUG. 01445/031. fols. 3r-3v.

[52] Estudios muy valiosos son los de VÍLCHEZ LARA, 2017, 2019 o 2023. También es interesante FERNÁNDEZ CARRIÓN, 1994a y 1994b.

[53] AUG. 01445/031. fols. 3v-4r.

[54] AUG. 01445/031. fols. 4r-4v.

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