MAGALLÁNICA, Revista de Historia Moderna: 11 / 22 (Instrumentos) Enero - Junio de 2025, ISSN 2422-779X |
LA ACCIÓN PUNITIVA DE LA JUSTICIA REAL ORDINARIA CASTELLANA ANTE LOS MALOS TRATOS A LAS MUJERES CASADAS
EN EL SIGLO XVIII
Alberto Corada Alonso
Universidad de Valladolid, España
Recibido: 06/01/2025
Aceptado: 13/02/2025
Resumen
Con este trabajo se pretende analizar la acción punitiva que desarrolló la justicia real ordinaria de Castilla, en concreto la Chancillería de Valladolid, en el siglo XVIII y ante situaciones de malos tratos hacia las mujeres casadas. Gracias a ello se ha podido contrastar el modelo teórico existente del matrimonio y la honra femenina, con la realidad de una práctica judicial que optaba más por recomponer los lazos familiares que por castigar con dureza unas acciones de violencia que sobrepasaban el derecho de corrección que tenía el pater familias.
Palabras clave: justicia real ordinaria; malos tratos; mujeres; sentencias; Castilla; siglo XVIII.
THE PUNITIVE ACTION OF THE ORDINARY CASTILIAN ROYAL JUSTICE SYSTEM IN THE FACE OF THE MISTREATMENT OF MARRIED WOMEN IN THE 18TH CENTURY
Abstract
The aim of this study is to analyse the punitive action taken by the ordinary royal justice system in Castile, specifically the Chancillería de Valladolid, in the 18th century in the face of situations of ill-treatment of married women. Thanks to this, it has been possible to contrast the existing theoretical model of marriage and female honour with the reality of a judicial practice that opted more for recomposing family ties than for harshly punishing acts of violence that exceeded the pater familias' right of correction
Keywords: Ordinary royal justice; ill-treatment; women; sentences; Castile; 18th century.
Alberto Corada Alonso. Doctor en Historia por la Universidad de Valladolid, donde ejerce como Profesor Permanente Laboral. Actualmente cuenta con dos líneas de investigación adscritas a la Historia Moderna. La primera se centra en el estudio de las instituciones eclesiásticas y en las formas de organización concejil, señorial y territorial de la Montaña Palentina y sus conexiones con el Campoo y otros territorios de la actual Cantabria durante el Antiguo Régimen, con especial atención a las existentes en la villa de Aguilar de Campoo. Entre sus publicaciones destacan los libros “Iglesia, conflicto y patronazgo. La colegiata de Aguilar de Campoo en la Edad Moderna (1541-1852)” y “Un beaterio en la Castilla del siglo XVIII. Vida y muerte en San Lázaro de Aguilar de Campoo”.
La segunda línea ahonda, en cambio, en la historia social de la justicia, analizando los tribunales como elementos definidores de una identidad de género. En este apartado habría que señalar dos libros coordinados junto con la doctora Margarita Torremocha Hernández: “El estupro. Delito, mujer y sociedad en el Antiguo Régimen” y “La mujer en la balanza de la justicia (Castilla y Portugal, siglos XVII y XVIII)”.
Correo electrónico: alberto.corada@uva.es
ID ORCID: 0000-0002-6396-4574
LA ACCIÓN PUNITIVA DE LA JUSTICIA REAL ORDINARIA CASTELLANA ANTE LOS MALOS TRATOS A LAS MUJERES CASADAS EN EL SIGLO XVIII
Introducción
Durante los siglos medievales y modernos toda una pléyade de moralistas, teólogos y juristas pretendieron construir un modelo teórico de mujer, de matrimonio y de familia que se adaptase a los ideales de una sociedad que en la actualidad se define como patriarcal. Un modelo que reducía a las mujeres al mundo del hogar y que encontraba en la elevación del matrimonio a la categoría del sacramento una de las bases de la familia, de la sociedad y del Estado (MANTECÓN, 2002: 22). De ese modo, y en virtud de la tan manida honra femenina, durante toda la Edad Moderna se entendió que una casada que cumpliese con los requisitos básicos de obediencia y sumisión para con el esposo se encontraría cercana a un estado de perfección.
Sin embargo, esa “situación ideal” que podía ser el matrimonio no aseguraba para las mujeres, ni mucho menos, una vida ideal, ni siquiera dentro de unos parámetros de normalidad (TORREMOCHA, 2015: 181-210). El motivo es fácilmente comprensible. Pese a la idea extendida de que el hogar era un lugar de paz y seguridad, la frecuencia de los conflictos en el entorno familiar está más que demostrada. Como señala Iñaki Reguera (2013:138), estas se basaron sobre todo en las desavenencias que se producían dentro de la pareja conyugal, lo que habitualmente degeneró en malos tratos, ya fueran estos de palabra o físicos. Además, el ejercicio de la violencia tuvo un claro protagonista, el marido, y una potencial víctima, su esposa.
Estas actitudes tan poco acordes con la función protectora que el pater familias debía desempeñar en el núcleo familiar supusieron un problema de enorme complejidad y de difícil análisis. No obstante, la historiografía ha convenido en señalar que son dos las principales causas o motivaciones de su existencia. En primer lugar, la condición de desigualdad que existía dentro el sacramento del matrimonio entre la mujer y el varón, lo que llevaba indisolublemente unido una subordinación completa de esta frente a aquel (REGUERA, 2013: 139). La autoridad del marido se entendió, además, casi como un reflejo del orden divino y, por lo tanto, era incuestionable (LÓPEZ-CORDÓN, 1998: 110). En segundo lugar, aparece una cuestión que estaba íntimamente ligada a la anterior y que se basaba en el principio de obediencia. Por lo tanto, cabría preguntarse cómo deberían, en un sistema social de estas características, entenderse esos malos tratos ejercidos en contra de las mujeres.
El elemento principal para conseguirlo radicaba en la certeza de que en el Antiguo Régimen este tipo de violencia fue vista de forma mayoritaria como un mal menor. Pese a que se pudiera criticar o, incluso, condenar, lo cierto es que se concibió como un método efectivo por parte del hombre para imponer su autoridad, es decir, para reforzar su figura de pater familias castigando a las mujeres con el objetivo de conseguir de ellas la obediencia y sumisión deseada.
Es lo que se conoce como derecho de corrección, según el cual los golpes ocasionales y moderados, siempre tendentes a reconducir “paternalmente” una serie de actitudes desviadas de las cónyuges, quedaban justificados ante la sociedad y la justicia. Solo la violencia reiterada, la extrema -en especial si se ponía en riesgo la vida de la mujer (CÓRDOBA, 2006: 21)-, o aquella que degeneraba en escándalo social (CORADA y HERRANZ, 2024: 153-180), era inadmisible. Sin embargo, el problema estuvo siempre en establecer donde se encontraba aquella frontera “entre la autoridad prudente y paternal y un patriarcado ejercido de forma tiránica” (MANTECÓN, 2002: 51). Es decir, esa delgada línea entre la corrección -aceptada e, incluso, deseable- y el delito, perseguido y castigado por los tribunales. Un umbral que se analizaba con sumo cuidado incluso desde la práctica judicial (MARTÍN, 2002: 231).
Por lo tanto, la justicia comenzaba su actuación solo cuando se ponía de manifiesto que el comportamiento del marido había sobrepasado los límites socialmente aceptados. Se daba inicio, así, a un proceso judicial que tendría que dirimir las responsabilidades de los agresores y, siguiendo el modelo de pensamiento imperante, de las agredidas en estos pleitos por malos tratamientos.
Las sentencias en el proceso penal castellano
La justicia penal en la Corona de Castilla, como señaló José Luis de las Heras (1991:11), se inscribía dentro de unas coordenadas muy específicas, que eran la existencia de un régimen de desigualdad social y de una cultura de pluralidad jurisdiccional, donde la propia jurisdicción regia debía luchar por imponerse frente a las restantes (TORREMOCHA, 2018a: 168).
Es en ese contexto donde se fue desarrollando el complejo proceso penal castellano, dentro del cual la sentencia aparecía como la expresión máxima de la acción punitiva de los tribunales. Sin embargo, y pese a su importancia, las sentencias han de ser analizadas con mayor profundidad. Ciertamente fueron ese acto final en el que los jueces enunciaron, por lo general de forma muy breve,[1] la decisión a la que habían llegado después de analizar todas las actuaciones previas, es decir, la fase sumaria y el juicio plenario con todo el proceso probatorio incluido (ALONSO, 1982: 257), pero ese mismo acto carecía del contenido doctrinal que se exige en la justicia actual.
De este modo, el fallo judicial debía ceñirse a dos únicas posibilidades: la absolución o la condena. Para ello era fundamental que el juez hubiera examinado las actas finales del proceso, especialmente de aquellas partes que, de forma habitual, se desarrollaban en presencia de escribanos y otros oficiales ante la ausencia del propio magistrado (ALONSO, 1982: 257). Aunque esto fue, según María Paz Alonso (1982: 258-259), un supuesto teórico, ya que los jueces de Tribunales superiores, como podría ser el de la Chancillería de Valladolid, solían encontrarse sobrecargados de trabajo. Este era un posible motivo por el cual eludir la minuciosa lectura del proceso y de todo su aparato probatorio y, a la vez, confiar en la ayuda de los relatores, lo que les facilitaría su tarea y les permitiría dictar una resolución.[2] Una realidad que podía llevar aparejado que la sentencia estuviera más en consonancia con los resúmenes que hacían estos oficiales que con el conjunto del pleito.
La decisión última, no obstante, tendía a ser colegiada, especialmente en tribunales como las Chancillerías. En ellos era habitual que solo uno de los alcaldes del crimen tramitase una causa determinada, pero a la hora de sentenciar era precisa la reunión de al menos tres de ellos.[3] El resultado fue el de unas sentencias muy escuetas que se articulaban en tres apartados:
“un encabezamiento, en el que se hacía referencia a la existencia de un pleito pendiente ante el juez entre determinadas partes, un brevísimo apartado comenzando con la palabra “Visto”, en el que se aludía genéricamente al resultado de la prueba, cuál de las partes había probado su pretensión, y que no siempre aparece, y el fallo, la parte más extensa, disponiendo la absolución o condena del reo y con determinación muy detallada, en este último caso, de las penas impuestas” (ALONSO, 1982: 260).
Ahora bien, es necesario dejar claro que las sentencias en el Antiguo Régimen, a diferencia de lo que sucede en el mundo judicial contemporáneo, no se fundamentaban en disposiciones normativas, es decir, los jueces nunca especificaban en qué textos del Derecho se habían basado a la hora de emitir su fallo (ALONSO, 1982: 260). Dicha realidad acarreaba dos importantes consecuencias: la indeterminación en el apartado resolutorio del proceso y la libertad real y palmaria de los magistrados a la hora de aplicar e interpretar el Derecho. Así pues “la jurisprudencia de los Tribunales castellanos carecía de valor científico y no podía servir de guía ni de apoyo a los jueces inferiores” (TOMÁS y VALIENTE, 1969: 182).
Esa práctica de no motivar las sentencias se conoce como arbitrio judicial y llegó al tal extremo que un jurista del siglo XVI, Jerónimo Castillo de Bovadilla (1978: 402) aconsejó, en su conocida obra Política para corregidores y señores de vasallos en tiempo de paz y de guerra, que los jueces no se atuvieran tanto a la letra de la ley como a la intención del legislador. Es decir, se estaba abriendo la posibilidad de una libre interpretación de la norma, dando lugar a lo que autores como Javier Sánchez Rubio (2001: 51-82) o Margarita Torremocha Hernández (2018a: 168) han denominado como una “justicia de jueces”.
“Los juezes inferiores deven juzgar según lo alegado y provado y están atadas a las leyes. Y por esso pueden por su impericia ser demandados, pero los superiores, que, como queda dicho, representan la persona real y como el rey juzgan según Dios en la Tierra, la verdad sabida y por presunciones, aunque no concluyan, y según les dicta su conciencia y pueden exceder de las leyes, de ninguna manera han de ser sindicados por mal juzgado de impericia. […] Porque no están sujetos al rigor del derecho ni a juzgar siempre por lo alegado y provado como los juezes inferiores” (CASTILLO DE BOVADILLA, 1978: 549).[4]
Por lo tanto, es extremadamente difícil observar qué circunstancias fueron las que se tuvieron en cuenta los magistrados pertinentes a la hora de establecer una resolución contraria o favorable al reo (TOMÁS y VALIENTE, 1969: 182).
La administración de justicia reviste de secreto el acto más decisivo de su funcionamiento, en beneficio de la libérrima actuación del juez y en detrimento de la claridad, racionalidad y legalidad del acto culminante del proceso penal. No cabe duda de que muchos abusos curiales y muchos desprecios del Derecho vigente se amparaban en este arbitrario silencio (TOMÁS y VALIENTE, 1969: 182).
Este arbitrio judicial, sin embargo, no debe confundirse con una actuación imprudente por parte de los jueces. Es más, el padre De la Puente señalaba que la prudencia en el ejercicio de sus funciones debía ser una de las características principales de estos magistrados, lo que se traducía en una negativa tajante a que actuasen movidos únicamente por antojo o por voluntad. Al contrario, debían sentenciar según las “leyes y Derechos y sujetarse a lo que sabe de ellos” (PUENTE, 1612: 580).[5] El propio Castillo de Bovadilla (1978:284)[6] decía, en la misma línea, solo deberían juzgar por lo alegado y probado, y no según su conciencia o lo que conocían, aunque fuese sobre un caso notorio.
De este modo, estos representantes de la justicia tenían una gran función que cumplir y esta no se podría ejecutar de cualquier modo pues, como señala Margarita Torremocha “Dios es juez eterno y el rey era el primer juez del reino y la Justicia misma. Él es el encargado del nombramiento de los jueces reales”. Es decir, la misión de estos administradores de justicia tenía un carácter divino (TORREMOCHA, 2018a: 169-170)[7] que no podía ni debía ser rebajado con actuaciones contrarias al Derecho, aunque luego no se especificasen ni se utilizasen para fundamentar sus sentencias.
La acción punitiva de la justicia real ordinaria en los casos de malos tratos a las mujeres
El análisis de los pleitos judiciales por malos tratos no solo permite establecer pautas y perfiles del maltrato y de los sujetos implicados (CORADA, 2021: 237-260), además de acercar al investigador al conocimiento de unos discursos femeninos que no siempre son fáciles de localizar (CORADA, 2022: 287), sino que también posibilita el conocimiento de una realidad delictiva mayoritariamente masculina.
Para su análisis se ha optado por recurrir a los fondos del alto tribunal de justicia de la Corona de Castilla al norte del río Tajo, la Real Audiencia y Chancillería de Valladolid. Por su parte, el periodo elegido es la segunda mitad del siglo XVIII y el estudio se centra, en especial, en la acción punitiva que a través de sus sentencias llevaron a cabo los alcaldes del crimen de dicho tribunal.
Gracias a ello se ha podido apreciar cómo se comportaba la justicia castellana con unos maltratadores que, por exceso, reincidencia o escándalo se vieron impelidos a participar en un proceso penal. Surge aquí, sin embargo, una clara contraposición entre un sistema que solo condenaba la violencia contra las mujeres en caso de abuso flagrante y la supuesta benignidad de la justicia para con ellas. Esto es así porque desde el siglo XVIII existió una constante tendencia que invitaba a creer que el arbitrio judicial favorecía al sexo femenino cuando se enfrentaban a la justicia criminal y que los propios agentes tuvieron, por alguna razón, mayor piedad con ellas, sobre todo ante determinados delitos.[8]
Así pues, es preciso observar si existió esa presunta benignidad de la justicia cuando se trataba de defender a las mujeres de unas acciones delictivas como podían ser los malos tratos recibidos, de múltiples maneras, por parte de sus esposos. Para comprenderlo, se ha trabajado sobre un total de 78 pleitos por malos tratos que se distribuyeron de forma asimétrica en las diferentes décadas de la segunda mitad del siglo XVIII, aunque sí que se puede apreciar un fuerte ascenso de casos en la década de 1770, como una tendencia que se mantuvo de forma sostenida durante el resto de la centuria.
Tabla N°1. Distribución de pleitos y sentencias por décadas (1751-1800)
Década |
N.º de pleitos |
N.º de sentencias |
1751-1760 |
6 |
4 |
1761-1770 |
5 |
3 |
1771-1780 |
19 |
13 |
1781-1790 |
22 |
12 |
1791-1800 |
26 |
20 |
Total |
78 |
52 |
Fuente: elaboración propia a través de pleitos de ARCHV.
Gráfico N°1. Distribución de pleitos por décadas (1751-1800)
Fuente: elaboración propia a través de pleitos de ARCHV.
En cambio, al alargar el estudio hasta las primeras décadas del siglo XIX, en concreto hasta la supresión del tribunal vallisoletano en 1835, se constata cómo entre 1801 y 1820 se produjo un acusado descenso de los casos vistos en las Salas del Crimen, presumiblemente debido a la situación de guerra que se vivía en España en contra de la Francia revolucionaria y, sobre todo, debido a la ocupación del territorio por las fuerzas napoleónicas. No obstante, la tendencia alcista finisecular volvió a hacer acto de presencia en la década de 1820 y en los 5 años de los que existen registros de la década de 1830.
Gráfico N°2. Distribución de pleitos por décadas (1751-1835)
Fuente: elaboración propia a través de pleitos de ARCHV
Volviendo al periodo y al objeto de análisis, se observa cómo el conjunto de pleitos no se corresponde con el de sentencias, ya que aparecen en un número sensiblemente inferior -como se aprecia en el Gráfico N° 3-, alcanzando las 52. Esta cifra supone que el 66,7% de los pleitos del periodo cuenta con una sentencia definitiva que es, precisamente, lo que va a permitir conocer la actuación última de los Alcaldes del Crimen.
Como ya se ha señalado, estos veredictos contenían el fallo expreso de los jueces, aunque normalmente sin ningún tipo de alusión al desarrollo del proceso (ALONSO, 1982: 259). Pero lo que estaba claro es que con la sentencia, especialmente si era condenatoria, lo que no siempre sucedió, se imponía una pena que proponía un castigo para el delincuente que le iba a permitir, a su vez, absolver una culpa, especialmente en una sociedad con una mentalidad teologista imperante donde “la gravedad de los delitos derivaba en buena medida de su dimensión en tanto que pecados” (HERAS, 1991: 211-212).
Gráfico N°3: Distribución de pleitos y sentencias por décadas (1751-1800)
Fuente: elaboración propia a través de pleitos de ARCHV
Ahora bien, al analizar la tipología de las sentencias aparecen unos datos muy significativos. En la Tabla N° 2 se muestra cómo la justicia del alto tribunal castellano actuó decididamente en favor de la recomposición del vínculo matrimonial. Es decir, con la clara intención de proteger ese sacramento que se consideraba la base de la familia y de la sociedad por encima de la búsqueda de la salvaguarda e integridad física de las mujeres. Así, 32 de las 52 sentencias, es decir, el 61,5% del total, se encaminaron en esta dirección, con constantes alusiones a la necesidad de fortalecer un vínculo que, en realidad, se había visto quebrantado por unas violencias que sobrepasaban el derecho de corrección.[9]
Tabla N°2. Tipos de condenas
Tipo de condena |
Número |
Reconciliación |
32 |
Absolución |
2 |
Indulto |
1 |
Alimentos |
1 |
Cambio de jurisdicción |
1 |
Arsenales |
1 |
Presidios |
3 |
Servicio de armas |
4 |
Servicio de obras públicas |
3 |
Prisión |
1 |
Ingreso en instituciones de salud mental o casas de corrección |
2 |
Destierro |
1 |
Total |
52 |
Fuente: elaboración propia a través de pleitos de ARCHV
Si a ello se le sumasen otros tipos de fallos, como los que concedían la absolución o el indulto,[10] o los que imponían un pago de alimentos[11] o el cambio de jurisdicción, se obtiene el resultado de que, en 37 ocasiones, es decir, el 71,2% de los casos, la acción punitiva de la Real Chancillería fue leve o muy leve con los maltratadores. Una realidad que permite deducir que entre los jueces hubo una preocupación mayor por preservar y conservar el sagrado vínculo del matrimonio, la paz social y la figura de pater familias que por hacer justicia ante una acción de ruptura de los afectos por las malas acciones del marido. Los tribunales intervenían, es cierto, y en muchos casos actuando de oficio, pero más con una función de árbitro pacificador en conflictos personales que como impartidores de justicia (ORTEGA, 1999: 278 y 283).
Tal realidad venía avalada por una idea imperante en la época que consistía en evitar que las autoridades se inmiscuyeran en los asuntos privados de las familias más allá de lo estrictamente necesario. Una norma que ya había sido implementada en la Instrucción que, en 1768, se dio para el funcionamiento de los alcaldes de barrio de la villa de Madrid, quienes debían proceder
“absteniéndose de tomar conocimiento de oficio en otros asuntos de disensiones domesticas interiores de padres e hijos o de amos y criados, quando no haya queja, o grave escándalo, por no turbar el interior de las casas, y desasosegar el decoro de unas mismas familias con débiles o afectados motivos”.[12]
Esta máxima tuvo su reflejo en la práctica judicial de la Chancillería de Valladolid, como lo demuestran los recordatorios y amonestaciones que se enviaban a los tribunales inferiores siempre que se estimaba necesario. En 1776, por ejemplo, en el pleito que la justicia de la Mota del Marqués (Valladolid) instruyó debido a los malos tratos que Isabel Martín había recibido de su esposo, el alto tribunal entendió que el juez se había excedido a la hora de condenar a Baltasar Menoyo. Se pidió que le devolvieran los bienes embargados, se le recordó que no debería haber admitido la querella y se le previno de que “en semejantes casos con detrimento y menoscabos de los vecinos no admita iguales querellas”.[13] Igual resolución que la que se dio en 1781 cuando se advirtió a la justicia de Villafáfila (Zamora) de que no había “lugar a la formación de esta causa”. Además, se optó por prevenir directamente al alcalde ordinario, Pablo Rodríguez, para que “en lo sucesivo, cuando ejerza justicia, proceda con más pulso y madurez en asuntos de esta naturaleza, sin pasar a prevenir causas de oficio sin queja de parte”.[14]
Así pues, en lo referente a la práctica judicial estaba presente la idea de la no interferencia en los asuntos internos de las familias -a menos que fuera estrictamente necesario- y la resolución de los conflictos con unas penas leves o inexistentes hacia los maltratadores. Pero esto no quiere decir, ni mucho menos que, en casos de reincidencia, de un carácter incorregible del maltratador, de fuerte escándalo, de sevicia, etc., la justicia no pudiera o no quisiera actuar con mayor intensidad. De este modo, ha sido posible observar en las sentencias de los alcaldes del crimen una acción punitiva mucho más dura con las condenas a estos hombres a determinados años en los arsenales, en los presidios, con su destino al servicio de armas,[15] al servicio de obras públicas,[16] a la prisión,[17] al ingreso en instituciones correctivas[18] o al destierro. Pero esto solo sucede en quince ocasiones, es decir, en un 28,8% del total. Es verdad que en esos casos se fallaron sentencias que suponían diez años en los arsenales de El Ferrol,[19] cuatro años en los presidios de África,[20] ocho en los de San Sebastián,[21] ocho en el servicio de las armas[22] o cuatro en las obras públicas.[23] Pero, en realidad, fueron casos proporcionalmente aislados y vinculados muchas veces, no solo a la violencia marital, sino, sobre todo, a la reincidencia incorregible de ciertos hombres o a acciones poco edificantes como el consumo excesivo de alcohol, el juego o a la poca actitud frente al trabajo, lo que suponía la activación y aplicación de las pragmáticas contra vagos. Además, como se habrá constatado, no aparecen contempladas en ningún momento las penas de muerte, pues estas quedaron reservadas para los delitos más atroces y causantes de gran escándalo (HERAS, 1991: 316). Entre ellas se encontraría el uxoricidio o parricidio privilegiado (QUINTANO, 1955: 495-512), aunque, a la hora de la verdad, la pena capital no solía tener efecto.
Ahora bien, lo que sí debe quedar claro es que ni siquiera en todas las ocasiones en las que un tribunal era testigo de actitudes y comportamiento tan desviados como los señalados con anterioridad, se aplicaron sentencias de tal calibre. Es decir, se dieron situaciones de reincidentes y escandalosos, vagos y borrachos a los que se les conminó a una vida pacífica en su hogar y a otros a los que se les impusieron condenas de presidio. La explicación vuelve a estar en el arbitrio judicial y en la inexistencia de una proporcionalidad entre pena y delito, que, obviamente, no estaba contemplada en el plano normativo. Era, como ya se ha señalado, algo que quedaba sujeto a la decisión del juez.[24] Para apreciar un cambio a este respecto hubo que esperar a Cesare Beccaria y su obra De los delitos y las penas. Según este autor, en la sociedad moderna existía una escala de desórdenes, cuyo primer grado sería aquel que permitiese la destrucción inmediata de la sociedad y el último la más pequeña de las injusticias que podía cometer cualquiera de los miembros de una comunidad (BECCARIA, 2015: 26). Bastaría, por lo tanto
“al sabio legislador señalar los puntos principales, sin turbar el orden, no decretando contra los delitos del primer grado las penas del último. Y en caso de haber una exacta y universal escala de las penas y de los delitos, tendríamos una común y probable medida de los grados de tiranía y de libertad, y del fondo de humanidad o de malicia de todas las naciones” (BECCARIA, 2015: 26).
Es más, para muchos autores, esta falta de proporcionalidad, unida al arbitrio judicial provocaba la existencia de una galopante inseguridad jurídica, virtud a la cual los reos nunca sabían qué pena se les podía imponer en atención a sus delitos.
Por lo tanto, y salvo los casos señalados, lo que aparece representado en el tribunal vallisoletano es una suavidad en la acción punitiva que aún esconde más información si se analizan con detalle únicamente esas 32 sentencias que hablan de la recomposición del vínculo familiar.
En todas estas acciones quedaba claro que la violencia ejercida por el marido había sobrepasado el derecho y deber de corrección sobre la mujer, hasta tal punto que, por escándalo o reincidencia, había tenido que intervenir la justicia. Así pues, lo esperable era una amonestación a aquella parte de la unión conyugal que había roto la paz en el hogar. Pero esa lógica solo se cumplió en un 53% de las sentencias, en las que se “condenó” o, mejor dicho, se amonestó, en exclusiva, al marido. Se le conminaba a realizar una vida maridable, a tratar bien a su mujer y a no reincidir.
Tabla N°3: Sentencias con apercibimientos
Apercibimientos |
Número |
Solo al marido |
9 |
Solo al marido + costas |
8 |
Con apercibimientos a la mujer incluida |
9 |
Con apercibimientos a la mujer + costas al marido |
5 |
Solo a la mujer |
1 |
Total |
32 |
Fuente: elaboración propia a través de pleitos de ARCHV
Por ejemplo, se le dijo a Manuel Montejo en 1751 que hiciese vida maridable con su mujer, María Teresa de Prado.[25] A Domingo Suárez, que hiciera buenos tratamientos a su esposa.[26] A Melchor Gutiérrez que tratase a su esposa “con el amor que corresponde, sin ultrajarla”.[27] O a Marcelino Juárez que no castigase a su cónyuge “ni aún levemente, tratándola con el amor y cariño que corresponde, viviendo en paz y armonía con ella sin dar lugar a quejas ni escándalos”.[28]
Sin embargo, hay otras sentencias, nada más y nada menos que quince, en las que junto con la amonestación al marido se encontraba otra similar a la mujer. Esto supone el 46,9% de aquellas destinadas a fomentar la convivencia y un 28,9% del total de veredictos del periodo. Es decir, la mujer, además de recibir el maltrato que dio origen a la causa judicial, tuvo que verse amonestada o reconvenida; una advertencia destinada a que, en ningún momento, dejara de adecuarse milimétricamente al modelo teórico que se había establecido para estas mujeres casadas.
Así, aparecen casos como el de Margarita Palomares a la que se obligó a contribuir a la tranquilidad y perfecta unión del matrimonio o el de la esposa de Mateo Martín, quien debería ser obediente en todo a su marido.[29] En el pleito entre María Quiroga y Vicente Calabuig se ofrece un alegato en favor del matrimonio y la necesidad que había de que la mujer mostrase reverencia y respeto a su marido.
“Debe ser el primer objeto facilitar los medios de quietud y estrecha armonía entre los casados para el logro de los santos fines del matrimonio que se retarían al menos con la separación que excita el encono mientras se siguen y determinan asumptos de ygual naturaleza por las especies cavilosas y de ruido que se comunican mutuamente y por las cuales los ánimos que avían de ser uno se derraman y dirijen en contra de la esencia y santidad del vínculo que contrajeron. Echos cargo de lo antecedente y de otras consideraciones decretaron se notifique al enunciado don Vicente Calabuig viva y trate a diña María de Quiroga su mujer como compañera y como corresponde a una verdadera esposa […]. También se hará saber a la doña María preste los obsequios maritales a su esposo que es la cabeza de su familia y a quien debe siempre reverenciar con amor adactándose al genio para precaver aún por lo mismo y quisquillas caseras toda desunión pues observado así por uno y otro consorte restablezerán el cariño que en su se deben y les corresponde”.[30]
Incluso, hubo alguna condena en exclusiva para las mujeres. Este fue el caso de María Beamonde, a quien se le ordenó que no tratase bajo ningún motivo ni se comunicase con su vecino Juan Álvarez, para evitar discordias dentro del matrimonio.[31]
Pero, en ocasiones, las amonestaciones fueron más allá, exigiendo mayores sacrificios que el de la cohabitación. Así, por ejemplo, a María Teresa de Prado se le ordenó que, para el buen funcionamiento de su unión conyugal, se separase de las hijas que ella tenía fruto de sus primeras nupcias, dejándolas en compañía del abuelo o de algún otro familiar.[32] A Simona Fernández, en 1789, se le conminó a que bajo ningún concepto visitase la casa de sus padres sin expresa licencia y consentimiento de su marido. Solo podría hacerlo si se daba la circunstancia de que este no le suministrase alimento diario y solo por el tiempo necesario para socorrer su necesidad.[33] O a Ángela de Eguilaz con la intención de que evitase que su madre, Sebastiana de Mendieta, siguiera entrometiéndose en su matrimonio, turbando la paz y tranquilidad del mismo. Muy al contrario, sería conveniente que diese a su hija los consejos que dictaba la prudencia.[34]
Ahora bien, en lo que la justicia sí que fue constantemente contraria con los maridos fue en dos aspectos. En primer lugar, en todo lo referente al pago de las costas de las causas, que recayeron en exclusiva en los varones, incluso cuando la condena era reparatoria del vínculo matrimonial. Esto no dejaba de ser un reconocimiento implícito de la culpabilidad del marido, pero se primaban, como se ha podido observar, otras cuestiones. Y, en segundo lugar, las advertencias. Se han localizado 24 sentencias, el 46,2% del total, en la que se advertía a los maridos de que en caso de recaer en las actitudes deleznables que les había llevado ante los tribunales se les castigaría con toda la severidad posible. Es decir, el empeño por reconducir un matrimonio vino acompañado en ocasiones, -como había sucedido con las mujeres, aunque variando sensiblemente su naturaleza- de una serie de apercibimientos. Por ejemplo, al ya citado Melchor Gutiérrez se le avisó de que si volvía a golpear a su mujer se le enviaría durante seis años a servir en las armas del rey,[35] algo similar a lo que se conminó a Pascual Serrano.[36] A Domingo Prior se le condenó a un mes de trabajos públicos y se le previno de que no siguiera emborrachándose y golpeando a su mujer o el castigo sería de mayor dureza.[37] O, incluso, a Santiago de Prado, al que ya se le había condenado a cuatro años de servicio en el ejército, se le apercibió de que la reincidencia supondría seis más en los presidios africanos.[38]
Por último, habría que señalar que se han localizado en los fallos judiciales varias reducciones de penas al llegar las causas en apelación al alto tribunal de la justicia real ordinaria. De ello se colige que la Chancillería apostaba en mayor medida por el restablecimiento de ese vínculo matrimonial o, desde otra óptica, que los tribunales de primera instancia ejercían una acción punitiva más severa, interfiriendo con mayor asiduidad, por lo tanto, en ese reino del pater familias que era el hogar.
Así, por ejemplo, la justicia de Renedo, en Valladolid, había castigado a Juan de Paredes a cuatro años de arsenales, más costas y apercibimiento de seis años en presidios africanos, pero los alcaldes del crimen lo redujeron al pago de costas y cohabitación pacífica con su mujer, María Rojo.[39] En Pozaldez, también Valladolid, se condenó a Estanislao Serrada a dos años de presidio, la pérdida de la mitad de su hacienda y el pago de costas, pero quedó todo reducido a la pacífica convivencia con su esposa.[40] La justicia de Ribamartín, en Burgos, condenó a Pedro Cuéllar a cuatro años en las galeras del rey con la esperanza de poder “contener su liuertinaxe”, mientras que la Chancillería optó por su visión tradicional de vida marital, con la condición de que se aplicase constantemente al trabajo y arreglase “su conducta para la manutenzión y buen ejemplo de su muxer e hijos”.[41] Mariano Alonso fue condenado a cuatro meses de trabajos públicos pero la Chancillería levantó la decisión al mes.[42] O, Bonifacio Casado, que vio cómo los cuatro años de arsenales que le impuso la justicia de Toro se vieron reducidos a un destierro de la ciudad.[43]
Conclusiones
Gracias al análisis de estos pleitos de malos tratos hacia las mujeres casadas se ha podido observar la realidad de unos tribunales que debían llevar a cabo, a través de su acción penal, un difícil equilibrio entre lo que suponía la protección a las mujeres, al vínculo matrimonial y a la sociedad ante un posible escándalo. De este modo, y siguiendo la idea pactista y pacificadora que algunos autores han señalado, cuando la vida de la mujer no corría peligro, o cuando la reincidencia no era abusiva, se tendía a optar directamente por la recomposición del núcleo familiar. Es decir, pese a que se intentaba proteger la integridad física de las mujeres con las reconvenciones habituales a los maridos, se entendía que el sacramento del matrimonio suponía un bien mayor para la estabilidad de la estructura social. Y aunque los tribunales penaban, y a veces con dureza, los excesos en la corrección aceptada y atribuida al marido sobre la mujer, en los autos, sentencias y a lo largo del proceso se aprecia una continua justificación de los malos tratamientos hacia las mujeres. Se pedía a las esposas velar por una paz en el hogar que en realidad había quedado destruida por unos comportamientos de los maridos que rebasaban los límites socialmente aceptados.
La justicia, pese a todo, no fue completamente insensible a estas realidades y siempre pretendió conseguir que el marido cumpliese con el pacto que suponía el matrimonio tratando a su mujer con respeto y cariño, aunque a ello se le sumasen los apercibimientos a las esposas para que cultivasen la paciencia, la resignación y el perdón. Sin embargo, superados los límites socialmente aceptables, las penas para los maridos podían llegar a tener dureza. Años de trabajos forzados, destino en los presidios africanos o servicio de las armas para los ejércitos del rey.
Para finalizar, habría que señalar que es difícil aceptar la afirmación de la benignidad de la justicia hacia las mujeres practicada a través del arbitrio judicial. Especialmente porque, como señala Margarita Torremocha (2028b: 453), por encima del trato que se podía dispensar a las mujeres estaba el modelo tradicional de defensa del matrimonio y de la sociedad jerarquizada “de tal manera que los usos sociales de la justicia pusieron los valores sociales por encima de los valores de género”.
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[1] Para Tomás y Valiente (1969: 181) se daba un contraste sorprendente entre lo prolijos que eran los autos dentro de cualquier proceso penal y lo escueto de las sentencias.
[2] Algo que se imitó en los tribunales inferiores, ya que los jueces pusieron su confianza en las relaciones hechas por los escribanos, pese a los intentos de la Corona por evitarlo.
[3] En los tribunales inferiores se exigía que los jueces, si no tenían pericia jurídica suficiente, se apoyasen en el asesoramiento de un letrado (Alonso, 1982: 259).
[4] Tomo II, Lib. V, Cap. III.
[5] Tratado IV, T. XI, Parte Segunda, cap. XII.
[6] Tomo II, Lib. III, Cap. XV.
[7] Según Castillo de Bovadilla “no solamente los reyes y grandes monarcas, sino también los juezes son ministros de Dios y por Dios exercen sus oficios y disciernen las cosas justas los quales no solo representan al príncipe terreno que los puso y constituyó en los juzgados y corregimientos, pero son imagen y simulacro del príncipe eterno, del qual procede todo poderío y señorío”. Además, “porque [el juez] como vicario de Dios y de su príncipe, ha de regir y administrar justicia, que es el más alto de todos los oficios temporales”. (CASTILLO DE BOVADILLA, 1979: 3) Tomo II, Lib. III, Cap. I.
[8] Esto supondría creer en una diferenciación de la acción judicial por razón de género. Sin embargo, existen otros análisis que buscan conocer si, en realidad, las justicias fueron más duras con las mujeres precisamente cuando estas se desviaron del papel que tenían atribuido, como ocurría con el delito de adulterio. En cualquier caso, podía tratarse de “un tratamiento que tiene su explicación en una protección que cabe bajo el concepto de arbitrio judicial (conciencia del juez) y de la también llamada infrajudicialidad” (TORREMOCHA, 2018b: 430).
[9] Solo en un caso se ha encontrado este deseo de unión familiar acompañado de una pena pecuniaria. Se dio en 1765 y la justicia condenó a José Ferradas y Cubas, vecino de la Mota del Marqués, Valladolid, a pagar diez ducados aplicados a penas de cámara y gastos de justicia. Archivo de la Real Chancillería de Valladolid (ARCHV), Salas de lo Criminal, caja 1711, 1, s. f. Estas penas pecuniarias tuvieron una función utilitaria al servicio de la justicia real, que servían para castigar y atemorizar al delincuente y a su entorno, para buscar la colaboración de los particulares, para estimular el celo profesional de los jueces y para ayudar a mantener económicamente el sistema judicial (ALONSO, 1985: 93).
[10] Gabriel Morales quedó comprendido en el Real Indulto dado en 17 de noviembre de 1777. ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 1446, 2, s. f.
[11] La justicia condenó a Pablo Alonso Gasco a entregar nueve reales diarios para los alimentos de su mujer, Manuela de la Torre Herrero y Godoy, y de su hijo lactante. ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 1, 3, f. 5r.
[12] (1768) Instrucción que deben observar los alcaldes de barrio, Instrucción XX.
[13] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 1471, 4, s. f.
[14] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 556, 1, f. 6r-v.
[15] En la Monarquía Hispánica siempre hubo cierta necesidad de complementar las fuerzas militares con condenados. Eso sí, la gente de más baja extracción solía verse condenada no tanto a un ejercicio de la acción militar como a servir en los presidios, con trabajos de fortificación y acondicionamiento. (Heras, 1991: 301).
[16] La Corona cubría la necesidad de trabajadores en algunas actividades productivas, especialmente las más peligrosas, con mano de obra forzada. En la época Habsburgo destacaron, por ejemplo, las extracciones mineras. (Heras, 1991: 302), aunque llegada la segunda mitad del siglo XVIII, al menos según se observa en las sentencias analizadas, el destino preferido fue el trabajo en la magna obra que supuso el Canal de Castilla.
[17] Este tipo de condenas siempre tuvieron un carácter marginal. Suponían un gasto innecesario, por lo que se impuso en pocas ocasiones y, especialmente, en delitos leves y durante cortos periodos de tiempo (HERAS, 1991: 265). En el periodo analizado solo se ha localizado una sentencia de este tipo, la que condenó a Sebastián Reinoso a treinta días de prisión, de los cuáles ocho serían de encierro. ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 552, 9, s. f. Hay algún caso, incluso, en el que la cárcel no se utilizó como una pena impuesta en la sentencia, sino que se pidió que el encarcelamiento que había sufrido el maltratador durante el proceso criminal sirviese de castigo. Es lo que le sucedió en 1793 a Francisco Hevia, apresado por maltratar a su mujer, María Teresa Rodríguez. Aunque en el juicio se apreció la culpabilidad del agresor se entendió que la prisión había sido suficiente correctivo y se le previno para que en adelante viviese en paz con su esposa. ARCHV, Salas de lo Criminal, 652, 7, f. 2r.
[18] Manuel de Arán, vecino de Haro (La Rioja), fue encerrado en la casa de Inocentes de Zaragoza después de un supuesto episodio de falta de juicio en el que maltrató a su esposa, María de Zamora, agredió a su criada, María Ibáñez, y mató a su cuñada, Francisca de Zamora. Después de un tiempo y con el permiso de los cuidadores del lugar se le pudo poner en libertad, aunque vigilado de cerca por las autoridades locales de Haro por si volvía a sufrir episodios semejantes. ARCHV, Salas de lo Criminal, 2321, 16, f. 5r. Por su parte, Pablo Antonio de Luco, vecino de Aránguiz, en Álava, fue destinado a la casa de corrección más cercana a su lugar de residencia -aunque no se especificó cuál-, donde tendría que permanecer encerrado todo el tiempo que fuese necesario hasta que se produjera en él el arrepentimiento pertienente o su mujer solicitase su retorno al hogar. ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 2456, 3, f. 3r.
[19] Se condenó a Juan de Urquina por los malos tratos que dio a su mujer, María Antonia de Aranguren. De esos diez años uno debería pasarlo en los presidios de África. ARCHV, Sala de Vizcaya, caja 1433, 3, s. f. Mateo González de Tejada, vecino de Haro, fue condenado a cuatro años en El Ferrol, pero solo dos ellos eran de obligado cumplimiento, mientras que los dos restantes quedaban a voluntad de la sala del crimen y de su mujer, Higinia Mendabía. ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 701, 3, f. 67v.
[20] La condena recayó sobre Juan Prieto García, vecino de Trigueros (Valladolid), en agosto de 1780. ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 425, 3, s. f.
[21] Pena impuesta a Miguel de Únsalo, vecino de Tolosa, en Guipúzcoa. En un primer momento se le condenó a seis años de servicio en los regimientos de infantería española, pero al no haber ninguno en la provincia o las inmediaciones se lo cambiaron por los señalados ocho años de servicios en el presidio de San Sebastián, “aplicándole a los trabajos de reales obras de ella”. ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 1196, 5, f. 21r y 37r-v.
[22] Pena contra Antonio Brañares Gómez, vecino de Grañón, en La Rioja, por maltratar a su mujer y por “ocioso y malentretenido”. ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 1190, 9, s. f.
[23] Condena a Santiago Sánchez. ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 2269, 15, f. 2r.
[24] Tampoco había una doctrina clara y concisa sobre cuestiones como atenuantes o agravantes, puesto que solo se emitían orientaciones, generalmente ambiguas (Alonso, 1982: 261).
[25] ARCHV, Causas Secretas, caja 7, 11, f. 13v.
[26] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 952, 11, f. 5v.
[27] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 271, 4, f. 5v.
[28] ARCHV, Causas Secretas, caja 31, 21, f. 3r.
[29] ARCHV, Causas secretas, caja 20, 10, f. 7v.
[30] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 1334, 3, s. f.
[31] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 415, 1, s. f.
[32] ARCHV, Causas secretas, caja 7, 11, f. 13v.
[33] ARCHV, Causas secretas, caja 31, 21, f. 3r.
[34] ARCHV, Causas secretas, caja 23, 2, f. 72r.
[35] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 271, 4, f. 5v.
[36] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 2067, 6, s. f.
[37] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 1893, 2, f. 5r.
[38] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 1649, 1, s. f.
[39] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 538, 5, s. f.
[40] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 649, 3, f. 23r.
[41] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 996, 6, ff. 10r-11r.
[42] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 323, 7, ff. 7v-9v.
[43] ARCHV, Salas de lo Criminal, caja 26, 1, f. 21r. La pena de destierro, entendida como la exclusión de un individuo del resto de la colectividad, tenía relación con el hecho de que esa persona había atacado las relaciones de poder en dicho lugar, provocando la actuación de la autoridad contra él y su expulsión. (Heras, 1991: 300). Sin embargo, esta fue siempre una pena de difícil cumplimiento.
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