MAGALLÁNICA, Revista de Historia Moderna: 11 / 22 (Instrumentos) Enero - Junio de 2025, ISSN 2422-779X |
LA JUSTICIA REAL EN UN ENCLAVE PERIFÉRICO DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA (SIGLO XVIII)*
Belinda Rodríguez Arrocha
Universidad Intercultural del Estado de Puebla, México
Recibido: 29/01/2025
Aceptado: 26/04/2025
Resumen
El propósito principal de este trabajo es mostrar la proyección del ideario social en la documentación judicial de la jurisdicción ordinaria en un enclave insular de la Monarquía española, como fue el archipiélago canario en el siglo XVIII. Este texto está sustentado sobre los autos judiciales pertenecientes al Archivo Histórico Provincial de Santa Cruz de Tenerife, y referidos a localidades realengas. Asimismo, su preparación parte de la previa revisión de la bibliografía especializada. En síntesis, el contenido de las fuentes primarias muestra la importancia del honor y de la buena fama en la mentalidad de la sociedad canaria de la época, inclusive en el de algunas personas nacidas fuera del matrimonio.
Palabras clave: historia del derecho; Islas Canarias; justicia civil; mujer.
ROYAL JUSTICE IN A PERIPHERAL ENCLAVE OF THE SPANISH MONARCHY (18TH CENTURY)
Abstract
The main purpose of this work is to show the projection of social ideology in the judicial documentation of secular justice in an island enclave of the Spanish Monarchy, such as the Canary Islands in the 18th century. This text is based on judicial files belonging to the provincial historical archive of Santa Cruz de Tenerife, and refers to royal towns. Likewise, its preparation is based on the prior review of specialized bibliography. In summary, the content of the primary sources shows the importance of honor and good reputation in the mind of Canary society at the time, including for some of the people born outside marriage.
Keywords: Canary Islands; Civil Justice; Legal History; women.
Belinda Rodríguez Arrocha. Licenciada en Derecho y en Historia, y doctora en Derecho por la Universidad de La Laguna (Islas Canarias, España). Durante sus estudios de licenciatura, cursó un año académico en la Universidad de Siena (Italia) como becaria Erasmus y otro ciclo anual en la Universidad de Alcalá (Madrid) con la beca SICUE-Séneca. Asimismo, fue becaria posdoctoral en el Instituto Max-Planck para la historia del derecho europeo (Fráncfort del Meno, Alemania), posdoctorante en el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México, y profesora tutora en el Campus Sur de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (España). Ha obtenido diversos reconocimientos y premios de investigación en las áreas de la historia del derecho y de la justicia, y cuenta con numerosos trabajos publicados en diversos países americanos y europeos (inclusive algunos en alemán, inglés y portugués).
En la actualidad es profesora de tiempo completo en la División de Investigación y Posgrado de la Universidad Intercultural del Estado de Puebla. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores de México (auspiciado por la Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación).
Correo electrónico: belinda.rodriguez@uiep.edu.mx / belindarodrguez@gmail.com
ID ORCID: 0000-0002-6977-3111
LA JUSTICIA REAL EN UN ENCLAVE PERIFÉRICO DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA (SIGLO XVIII)
Introducción: un enclave insular y realengo de la monarquía española
La conclusión de la conquista y la incorporación del archipiélago canario a la Corona de Castilla en las postrimerías del siglo XV conllevó el establecimiento del modelo jurídico castellano y la expansión y consolidación de la religión católica en el territorio insular, a la vez que la implantación del modelo de señorío –en las islas de Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro, amén de unas pocas localidades ubicadas en el resto de las islas– y de realengo –en las islas de Gran Canaria, La Palma y Tenerife–. Al mismo tiempo, el proceso de colonización traería consigo la difusión de una serie de creencias y pautas de conducta procedentes de Europa, sobre todo de la península Ibérica. Entre las fuentes primarias que posibilitan un acercamiento a la mentalidad de los diversos grupos sociales de Canarias durante las centurias de la Edad Moderna, destacan sobremanera los autos judiciales pertenecientes a los múltiples tribunales –en un contexto jurídico caracterizado por la pluralidad de jurisdicciones–.
Precisamente, este artículo examinará unos autos judiciales pertenecientes a un espacio canario de realengo, como es el Valle de La Orotava –ubicado en el norte de la isla de Tenerife– en el siglo XVIII, con la finalidad de observar las características fundamentales de su ideario social. Cabe señalar que en la actualidad contamos con ediciones comentadas de manuscritos que algunos eruditos canarios y conocidos viajeros europeos redactaron acerca de las tierras tinerfeñas en esa centuria. Sus páginas son sobre todo ricas en información de índole social, ideológica y económica concerniente a la mitad norte de la susodicha isla. En este sentido, es relevante el Diario de José de Anchieta y Alarcón, nacido en La Orotava en 1705 y fallecido en 1767 en la ciudad tinerfeña de La Laguna, donde desempeñó sus funciones como regidor perpetuo (Macías, 2001: 5-9). Su lectura permite profundizar en el ambiente y mentalidad local de la primera mitad del citado siglo. Es recomendable, a este respecto, la consulta de la versión completa, preparada por el historiador Daniel García Pulido (ANCHIETA, 2011).
En lo que respecta a la segunda mitad del siglo XVIII, destacan a su vez las Memorias redactadas por Lope Antonio de la Guerra y Peña. Es reseñable, en este sentido, la edición preparada por Enrique Roméu (2002). Sin lugar a duda, el testimonio de mayor importancia sobre las características sociales, económicas y culturales del valle de La Orotava en el citado siglo ha venido dado por las Noticias o Historia de Canarias del arcediano tinerfeño José de Viera y Clavijo, publicada en Madrid en cuatro volúmenes entre 1772 y 1783. Esta vasta obra fue editada por Serra y Cioranescu (PAZ, 2016, vol. 1: 26), y recientemente, por el catedrático Manuel de Paz (2016). El religioso canario, sagaz observador de la realidad económica y funcionamiento institucional del archipiélago, redactó significativas descripciones acerca de las localidades de Tenerife, como se observará posteriormente.
El estudio de la sociedad y mentalidad de los moradores del valle de La Orotava en el siglo XVIII fue estudiado por el doctor Adolfo Arbelo, como puede apreciarse en su monografía La burguesía agraria del Valle de La Orotava (2005), de ineludible consulta para el estudio de la sociedad tinerfeña de las postrimerías del Antiguo Régimen en Canarias. Al mismo tiempo, la profundización en el ideario de las sociedades del Antiguo Régimen implica inexcusablemente el conocimiento de la organización eclesiástica y de la influencia del clero secular y regular sobre los diversos estratos de la población y su proyección en la actividad cultural y económica. En esta línea temática, destacan trabajos como los del doctor Manuel Hernández, que se refieren al establecimiento de las órdenes religiosas y al grado de su prestigio en la isla de Tenerife. Precisamente, son reveladoras sus pesquisas sobre las fundaciones conventuales en la Villa de La Orotava (2004).
Es importante señalar que el erudito Viera (2016) presta especial atención a la historia de la jurisdicción exenta de La Orotava, aspecto crucial en la historia de la actividad judicial de Tenerife. Señala Viera su posición principal en el antiguo distrito de Taoro, que comprendía Los Realejos, la Rambla e incluso el área de Chasna. En suma, considera que era un núcleo rival con la ciudad de La Laguna. Su constitución como villa exenta frente a la antigua capital tinerfeña fue promovida ante la corte por el regidor y capitán Francisco de Franchy y Alfaro. Ante el rey esgrimió que Tenerife había quedado dividida desde su conquista en tres amplios beneficios o parroquias generales: la ciudad de La Laguna en su condición de capital insular, Taoro, encabezada por La Orotava y que englobaba al Puerto de la Cruz, Los Realejos y Chasna, y, finalmente, Daute, encabezada por el puerto de Garachico. La totalidad de la isla estaba gobernada por un corregidor y un teniente letrado, con plena jurisdicción en primera instancia y residentes en La Laguna. En los restantes lugares y distritos únicamente había alcaldes pedáneos, de modo que el alcalde de La Orotava solamente conocía de causas hasta 600 maravedís, o hasta 50 ducados si era comisionado por el corregidor. En la administración judicial cotidiana no eran pocas las molestias derivadas de esta circunstancia. Asimismo, La Orotava, al igual que los otros dos beneficios, contaba con un vicario eclesiástico, un maestre de campo, un comisario del santo oficio y un juez de contrabandos, independientes de La Laguna. El número de habitantes hacía merecedora a la villa de contar con un juez dotado de jurisdicción separada de La Laguna, teniendo además en cuenta que La Orotava era “morada de buenos caballeros y vecinos que habían hecho buenos servicios en la guerra”, entre otros méritos. Estos motivos fueron corroborados por los informes favorables del capitán general Pedro Carrillo, de los oidores de la audiencia canaria, y por un servicio a la corona de 3800 ducados efectivos, que generaron la merced por mor de una real cédula dada en Madrid el 28 de noviembre de 1648. En consecuencia, el rey separó el lugar de La Orotava, Los Realejos, Chasna y demás lugares de Taoro de la jurisdicción del corregidor y su teniente general en La Laguna. El corregidor debía nombrar obligatoriamente un teniente letrado, castellano o natural, que residiera en la recién nombrada villa de La Orotava y que conociera en primera instancia de todas las causas de su distrito. El teniente recibiría 20000 maravedís como salario del caudal de los propios, cuyas fincas estuvieran ubicadas en el beneficio de Taoro. Los caballeros regidores avecindados allí podrían ejercer sus diputaciones y oficios. En el citado distrito podían residir hasta cuatro escribanos del número de la isla. Las sentencias del teniente de La Orotava serían apeladas ante la Real Audiencia canaria (Las Palmas de Gran Canaria), salvo las cantidades menores, que se apelarían ante dos regidores de la jurisdicción de Taoro. A su vez, en La Orotava sería nombrado un alcalde pedáneo para el Puerto de la Cruz, que estaría al cuidado de las fortificaciones, municiones y pertrechos costeros. El nombramiento se haría siempre el día de los Santos Reyes, estando presente el corregidor o su teniente de La Orotava, dos regidores, dos caballeros hijosdalgo y otros dos vecinos elegidos por sorteo. No obstante, este nombramiento no era óbice para la conservación de las competencias gubernativas del concejo de la isla. Los alcaldes del distrito de Taoro debían ser nombrados por el corregidor entre los vecinos. Este grado de autonomía jurisdiccional obtenido en La Orotava no suscitó precisamente el entusiasmo entre la totalidad de los miembros de la oligarquía insular ni entre todos los vecinos del distrito en general. Tras una serie de vicisitudes narradas en detalle por el arcediano, la Villa de La Orotava cesó en el privilegio de nombrar alcalde y castellano de su puerto en 1727 (VIERA, 2016: vol. 3, 264-271 y 401).
Es importante tener en cuenta que el capitán general de Canarias fue el máximo representante del poder real en la referida centuria (ÁLAMO, 2000), en el contexto de la progresiva militarización del gobierno de este enclave de frontera tras el advenimiento de la dinastía borbónica (ÁLAMO, 2025), y de la previa fusión de funciones que conllevó la titularidad de la Capitanía General y de la Presidencia de la Real Audiencia en el mismo titular (RODRÍGUEZ, 2018: 96-97).
Al mismo tiempo, conviene especificar que algunos regidores del antiguo cabildo en La Laguna, durante el siglo XVIII, procederían precisamente de la Villa de La Orotava (ARBELO, 1996b: 427-448). Sin embargo, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XVIII, los principales propietarios orotavenses y algunos acomodados miembros de la burguesía agraria, presentes ya en los cargos de diputados y personeros del común, reivindicaron los derechos a los propios y al consecuente acrecentamiento del grado de autonomía local en virtud de las reformas en la administración local (GONZÁLEZ, 1988); iniciativa que sería rechazada por el cabildo lagunero (ARBELO, 1987). En todo caso, a lo largo de esa centuria serán constantes los desencuentros entre el cabildo y la villa exenta, motivados, sobre todo, por la inexistencia de un acuerdo sobre las competencias reservadas al teniente letrado de La Orotava (SEVILLA, 1984: 25-86).
Aseveraba Viera y Clavijo (2016) que el Puerto de la Cruz era una “colonia” del vecindario de La Orotava y que sus actividades económicas estaban vertebradas en torno al comercio y la pesca. Tras ser abierto el Puerto Viejo en la zona de la Caleta sin demasiado éxito debido a las características del mar en la zona, fue abierto el Puerto Nuevo. Su crecimiento había tenido lugar en buena medida merced a los comerciantes extranjeros atraídos por el comercio de vinos (vol. III, 264-265). La profundización en la práctica cotidiana del gobierno secular y espiritual y de la actividad judicial en esta localidad portuaria implica la consulta del legado del erudito decimonónico José Agustín Álvarez Rixo. Fundamentalmente, sus Anales del Puerto de la Cruz de la Orotava, editados por la doctora Noreña (1994), son ricos en referencias extraídas de las fuentes primarias que consultó durante las primeras décadas del siglo XIX.
En lo que respecta a las cercanas localidades denominadas Realejos (hoy unificadas como un único municipio), con toda probabilidad el predominio de la gran propiedad desde los años de la colonización constituyó un indicador de la estratificación social, manifestada en la presencia de numerosos jornaleros en las explotaciones de cañaverales y viñas en los siglos XVI y XVII, y vigente a lo largo de la centuria que ocupa nuestra investigación. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVIII el trabajo en las grandes propiedades comenzó a encomendarse en mayor medida a los medianeros, que asumían en buena parte los costes del mantenimiento de los predios y con harta frecuencia subsistían a duras penas, en un contexto en el que el absentismo de los grandes propietarios era más que patente. El número de labradores experimentó precisamente en esa centuria una acentuada disminución frente al número de jornaleros. En numerosas ocasiones, incluso los criados desempeñaban tareas agrícolas de manera estacional (NÚÑEZ y VIÑA, 1996: 94-97). Serán los labradores en esta época los que conformarán el grupo social dirigente, habitando la gran terratenencia en otras poblaciones tinerfeñas. Estos labradores tendrán en su haber pequeñas y medianas propiedades, arrendarán diezmos y tierras o administrarán las propiedades nobiliarias o eclesiásticas, participando en ocasiones en la carrera de Indias como prestamistas, aseguradores, capitanes de navío y comerciantes. La acumulación de beneficios los caracterizará como integrantes de la burguesía agraria y desempeñarán un papel primordial en el nombramiento de los alcaldes del Realejo de Arriba y en el de Abajo (NOREÑA, 1996: 104-106).
Aspiraciones ante la justicia en un enclave insular
El caso expuesto a continuación consiste en un proceso civil que permite ahondar en la mentalidad, situación y aspiraciones de personas pertenecientes a distintos grupos sociales avecindados en el susodicho entorno insular,[1] y que posibilita la profundización en el estudio de la práctica de la justicia real en los territorios de frontera de la monarquía española. En este sentido, son esclarecedoras las diversas perspectivas historiográficas que atañen a la justicia en Indias y que enfatizan los pactos, vínculos clientelares y recursos derivados del Ius Commune frente al derecho real, como ha demostrado Carlos Garriga (2006).
Por otra parte, Darío G. Barriera (2014) ha examinado el ejercicio de las funciones judiciales por parte de los corregidores en la ciudad de Santa Fe y ha mostrado en qué medida los elementos jurídicos castellanos estuvieron presentes en la praxis. Asimismo, en colaboración con François Godicheau (2020), ha abordado la implementación de los oficiales de carácter pedáneo en las áreas rioplatense y cubana, demostrando su importancia para la justicia en primera instancia en las localidades rurales. Destacan, además, entre otros muchos trabajos, los estudios de Tamar Herzog (2016), como los realizados a propósito de la realidad social implícita en los procesos incoados al presidente de la audiencia quiteña.
En el caso del archipiélago canario, la discrecionalidad era una característica clave de las decisiones judiciales en detrimento de los argumentos puramente jurídicos y doctrinales, en virtud del modelo castellano y la lógica inherente al derecho común (GARRIGA y LORENTE, 1997: 104-105). Pese a que fueron promulgadas disposiciones reales dirigidas expresamente a estas islas atlánticas, su incorporación a la Corona castellana no motivó una creación normativa y doctrinal tan abundante como la indiana (LALINDE, 1970).
Corría el año de 1720 cuando Francisco de Cárdenas y su mujer Leonor de Oramas, vecinos de Santa Cruz de Tenerife, representados por el procurador Juan Bautista de Guzmán y el abogado Loreto, exponían que Ángela María de Oramas, viuda del alférez Andrés García de León y que había sido vecina del pago de la Carrera en el Realejo de Arriba, había dispuesto la transmisión de sus bienes y vínculo al licenciado Luis Oramas de Aldana, abogado de los Reales Consejos, y, en caso de que falleciera, a su hijo mayor; si el sucesor fuera clérigo, pasarían los bienes a la hija que quedara y a su descendencia en la forma regular. Al parecer, Leonor era hija natural del dicho licenciado y, a la sazón, única descendiente. La solicitud se dirigía a la obtención de la posesión real de los bienes del referido vínculo, junto a todos los frutos y rentas producidos tras la muerte del citado abogado. Juan Muñiz, teniente general de la isla y abogado de los reales consejos, ordenó, ante el escribano público Francisco de Tagle Bustamante, la entrega de la posesión a Francisco de Cárdenas como marido y conjunta persona de Leonor de Oramas (en calidad de hija del difunto Luis Oramas), de todos los bienes muebles y raíces vinculados por Ángela María de Oramas. Esta posesión se otorgaba sin perjuicio de los derechos preferentes que pudiera tener un tercero. Los demandantes otorgaron su poder ante los testigos, el capitán Francisco Martín de Fleitas, Manuel José de Andrade, Pedro José Ferrera y Antonio García Brito, en el pleito entablado sobre los bienes de Luis Oramas (tanto los que había gozado del vínculo fundado por Ángela María de Oramas como los que habían quedado libres a su muerte). Dado que los testigos no sabían firmar, el documento fue rubricado a su ruego por Pedro José Ferrera.
Los instrumentos probatorios que los autores del proceso presentaron con vistas a la consecución de sus intereses fueron los siguientes: en primer lugar, aportaron una certificación solicitada por Francisco de Cárdenas y dada por Juan de Morales y Rojas, escribano público de Los Realejos. El documento daba fe de que, en 1681, ante el escribano de Los Realejos, Carlos de los Santos y Aguiar, la citada Ángela María otorgó su testamento ante el número de testigos correspondiente. En las cláusulas testamentarias se hacía mención del primer matrimonio, realizado con Bartolomé González. De este enlace nupcial no surgió ningún descendiente, pero la otorgante recibió en dote de manos de sus padres una serie de bienes otorgados en escritura ante el escribano del lugar, Gaspar de Gordojuela. Tras la muerte del marido se le adjudicaron los bienes correspondientes a esta dote tras una transacción entre el resto de los herederos y ella, ante el escribano de La Orotava, Alonso Viera. Ángela dejaba estos bienes incluidos en la transacción y otros bienes raíces como un pedazo de tierra calma en el Pago del Albornoz, que había recibido en dote, y un pedacillo de viña en el Pago de la Carrera, que le había dejado el capitán Juan Gómez.
Establecía en el testamento el vínculo de todos los bienes raíces que a su muerte quedaban. El primer sucesor llamado al vínculo era el licenciado y presbítero Luis Lorenzo, su hermano legítimo, para que hasta su muerte gozara sus frutos y rentas. A su fallecimiento debía sucederle el alférez Domingo Lorenzo Oramas, otro hermano legítimo, para que, de la misma manera, disfrutara de sus frutos mientras viviere. A falta de este segundo hermano, debía sucederle en los bienes el hijo varón y de mayor edad, y, en defecto de varones, su hija mayor. En todo caso, en esta sucesión se prefería el clérigo al seglar, con vistas a que los frutos obtenidos le permitieran estudiar y sustentarse. En caso de que el alférez Domingo Lorenzo no tuviera descendientes vivos, debía heredar los bienes su hermano el capitán Juan García y su descendencia. Finalmente, ante el supuesto de inexistencia de estos familiares se preveía la sucesión en el vínculo del pariente más cercano y su descendencia.
En segundo lugar, incluían como prueba una copia realizada por el escribano Morales y Rojas del segundo codicilo dado ante el dicho Juan Carlos de los Santos y Aguiar en 1697 (la otorgante había dado un primer codicilo en 1691). Dado que habían fallecido los hermanos, se establecía en su redacción, como sucesor en los bienes vinculados, a Luis Oramas de Aldana, hijo legítimo de su hermano Domingo Lorenzo. En caso de que falleciera, le debía suceder el hijo mayor que fuera seglar. Si no fuera seglar, le sucedería el hijo clérigo siempre y cuando no tuviera hijas. En el supuesto de que tuviera una, ella debía tener preferencia frente al hijo clérigo, aunque fuera más joven. En defecto de Luis Oramas y de su descendencia, tendrían que ser sucesores en el vínculo los hijos o nietos del hermano alférez Domingo Lorenzo. A falta de ellos heredarían el resto de los familiares referidos por la cláusula testamentaria. En este sentido, es importante tener en cuenta el estudio efectuado por el doctor Arbelo, que incluye especiales referencias al Valle de La Orotava, sobre la composición y características de los bienes vinculados, así como su relevancia en el contexto ideológico y social del Antiguo Régimen (ARBELO, 1996a). Al mismo tiempo, conviene contextualizar este proceso en un marco histórico-jurídico que otorgaba un tratamiento normativo distinto a ambos sexos, que se expresaba en las limitaciones establecidas para la mujer en su capacidad de obrar (GACTO, 2013) y que hundía sus raíces doctrinales en la tradición filosófica clásica (HESPANHA, 2001). Estas consideraciones no son óbice para reconocer las estrategias que las mujeres desarrollaban para ampliar los márgenes de su libertad personal mediante mecanismos ilícitos (REY, 2022) o lícitos (como su participación, precisamente, en calidad de personas demandantes en los procesos judiciales), mostrando en algunas ocasiones una “capacidad de reacción frente a algunos de esos roles estandarizados que constreñían sus marcos de decisión ante las oportunidades vitales” (MANTECÓN, 2024: 100-102). La posición de las mujeres de diversa condición social ante los tribunales castellanos en el siglo XVIII ha sido examinada en varias monografías y obras colectivas desde distintas perspectivas historiográficas a lo largo de las últimas décadas; publicaciones que han puesto de relieve el casuismo judicial, los roles asignados a la población femenina y las diversas conductas que suponían un desafío a las normas jurídicas y morales (TORREMOCHA, 2020 y 2019).
No puede obviarse el hecho de que la preferencia por el seglar comprendía a su vez la elección preferente del varón de edad más avanzada. El texto del codicilo establecía además el nombramiento del mencionado sobrino Luis Oramas como albacea, junto al licenciado Marcos Méndez de León, beneficiado de la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción de La Orotava. La susodicha otorgante no sabía firmar y en aquella ocasión contó con la presencia de los testigos fray Diego de Escobar -del convento de San Agustín de Los Realejos-, los vecinos de La Orotava Salvador Antonio de Aguiar, Francisco González de Fuentes y Francisco Rodríguez de Aguiar, y un vecino del Realejo de Abajo, llamado Nicolás Hernández.
Seguidamente presentaban, mediante la correspondiente solicitud aceptada por el teniente general, las testificaciones tendentes a demostrar que Leonor de Oramas era hija natural de Luis Oramas y de Andrea Agustina, y que su crianza, educación y alimentación había sido afrontada por cuenta del propio progenitor. Este esfuerzo probatorio ha de ser apreciado en un contexto histórico en el que abundaron las controversias judiciales a causa de los hijos naturales, siendo especialmente relevantes en los territorios indianos y en las islas Canarias. En todo caso, el ordenamiento jurídico reconocía mayores derechos a los hijos naturales que al resto de los vástagos ilegítimos; realidad que se expresaba en los litigios por las herencias y el reconocimiento de la paternidad para lograr el derecho a la educación, los alimentos y la dote (HERAS, 2023: 236-237).
Primeramente, prestó su declaración, ante el escribano Domingo Cabrera Arbelos Betancourt, Águeda de Acevedo, una vecina de Santa Cruz de unos cincuenta y dos años que era viuda de Valerio de Armas Arteaga. Manifestó que, veintidós años atrás, mientras vivía con su marido en el castillo de San Felipe en el Puerto de la Cruz, llegó al dicho fuerte el alférez Juan Beltrán, vecino del Realejo de Abajo, con una niña de apenas tres o cuatro días para que la bautizaran en breve. El marido de la declarante vertió el agua sobre la recién nacida y unos días después la llevaron a la parroquia de Nuestra Señora de la Peña del Puerto de la Cruz, en la que la criatura recibió “las bendiciones de la Iglesia” y el nombre de Leonor. Supo la testigo que la niña era hija natural de Luis de Oramas, un abogado de los reales consejos que era soltero y vecino del Realejo de Abajo, y de una moza llamada Andrea Agustina, vecina del dicho Realejo. La manutención corría a cargo del padre durante sus primeros años de vida, hasta que ingresara, teniendo aún muy corta edad, en el convento de Sta. Clara de La Orotava, donde estaban unas hermanas del propio Luis, que falleció sin haber contraído nunca matrimonio. Se ocupó de la crianza de la niña hasta la muerte de este abogado, que iba a ver a su hija a la vivienda de la testigo, o bien la mandaba a buscar. Le había dado también un libramiento de ropa en casa de Juan Urquin, un mercader inglés. La manutención de la niña era traída desde la casa del licenciado por parte del marido de la testigo cada vez que era necesario. Según la declarante, la pequeña fue reconocida como hija natural y concebida con una moza doncella llamada Andrea Agustina. Como la testigo no “criaba”, la lactancia de la niña fue encomendada a una liberta negra llamada Esperanza, procedente de Los Realejos y casada con un negro llamado Alejandro. Durante un espacio aproximado de dos años amamantó a la pequeña Leonor. Es necesario mencionar, a este respecto, la vigencia de la institución de la esclavitud y del mantenimiento de los esclavos como bienes cuya posesión implicaba una encumbrada posición social, aún en la referida centuria, tal y como han demostrado el doctor Manuel Hernández (2002), Aurelia Martín y Oluwatoyin M’Bachu (2016), entre otros historiadores. Esta institución abolida definitivamente en los diferentes imperios coloniales europeos durante el siglo XIX continúa siendo objeto de estudio desde diversas perspectivas teóricas en la actualidad (ARMOND DIAS PAES, 2017).
El siguiente testigo presentado ante el escribano Domingo Cabrera Betancourt fue Juan Nicolás, cónsul de Génova y vecino de La Laguna, que obviamente sabía firmar y contaba con unos cuarenta años en el momento de testificar. Aseguró que Luis Oramas le escribió cuando estaba enfermo, comunicándole que quería venir a convalecer a la urbe lagunera, donde falleció pocos días después de su llegada. En la ciudad confesó que había tenido tratos con una mujer de Los Realejos a la que conoció aún doncella y que era libre. En base a esta declaración había tenido con ella dos hijos cuyo nombre no recordaba el cónsul, que sí se acordaba, por el contrario, de que la mujer era una vendedera que vivía en una esquina de una calle no mencionada situada en el Realejo citado. En sus últimos días Luis fue visitado por Fray Juan de San José y por su hermano el lector Fray Juan de Oramas, de la orden de San Agustín. Al parecer, el testigo había escuchado a este agustino afirmar que su hermano moría “maleficiado” por una mujer vendedera del Realejo con quien había tenido dos hijos.[2]
En el Realejo de Abajo, ante el escribano Felipe López de Rojas, fue presentado como testigo el alférez Juan Beltrán de Orduña y Castillo, alcalde del lugar, que firmaba y tenía unos cincuenta y siete años. Aseguraba que hacía unos veintiún o veintidós años Luis Oramas le había preguntado si tenía noticia de “alguna persona de satisfacción” que pudiera criar a una niña recién nacida. El testigo habló entonces con una suegra de Juan de Sosa, vecino del Puerto de la Cruz. La mujer se llevó a la niña, que creció en el castillo de San Felipe en el tiempo en que era condestable Valerio de Armas, esposo de Águeda de Acevedo. También decía que había tenido noticia de que una negra llamada Esperanza había alimentado a la criatura, pagada por el propio Luis. Este abogado, a su vez, había dado también algunos libramientos en el Puerto, en casa de un mercader llamado Mateo “Duby”. Incluso, Luis dio algunos reales al propio testigo para prestar socorro material a la niña, y que fueron entregados por él en el castillo a Valerio y a su mujer. Asimismo, Oramas le comentó que había dado a Valerio trescientos o cuatrocientos reales en un libramiento dado en casa del citado mercader, pero que, al mismo tiempo, los custodios de la niña no siempre accedían a que fuera visitada. El testigo daba por cosa cierta y de conocimiento público que la pequeña era conocida como hija del dicho Luis y de Agustina, ambas personas libres. También afirmaba que antes de la niña, Luis y Andrea habían tenido un hijo llamado Juan. El estado de la madre anterior a su concepción era el de moza doncella.
En segundo lugar, ante el escribano López de Rojas fue presentada la testigo María de Aldana, una vecina del lugar que contaba con la avanzada edad de ochenta y dos años. Atestiguaba que el licenciado Oramas había tenido dos hijos con Andrea Agustina, a la sazón vecina del Realejo de Arriba. El primero era un varón, concebido cuando la madre tenía aún la reputación de moza doncella. A este primer niño le pusieron el nombre de Juan y fue criado por la vecina María Andresa, falleciendo posteriormente a causa de la viruela. La segunda criatura era una niña, que fue dada a criar en el Puerto de la Cruz, y sostenida con algunos reales de Luis Oramas. Tanto esta testigo como el anterior tenían relaciones de parentesco no especificadas con el difunto Luis.
Seguidamente fue presentado el testigo Gregorio Manuel del Castillo Orduña, un pariente alfabetizado de Luis Oramas que tenía unos cuarenta y ocho años. Corroboró que el difunto Luis había tenido dos hijos naturales con Andrea Agustina cuando ella contaba con una tierna edad. Sin embargo, afirmaba que el niño había sido criado en el hogar familiar por su abuela María Andresa, madre de Luis. Éste regresó de la península Ibérica con un hermano suyo y procedió a la expulsión del pequeño Juan, que murió en Santa Cruz enfermo de viruela. De la niña tuvo noticia el testigo por voz de su hermano, el alférez Beltrán de Orduña. Fue, en efecto, dada a criar en el castillo susodicho, siendo condestable Valerio de Armas, y mantenida como tal hija por su progenitor. Sabía que esta niña era la actual esposa de Francisco de Cárdenas, Leonor de Oramas, a la que conocía por frecuentar la zona para visitar a Andrea Agustina.[3]
El siguiente testigo presentado fue Francisco Rodríguez, un cuñado de Andrea Agustina que era vecino del Realejo y había alcanzado los setenta y nueve años. Declaró también que Juan se había criado en la casa de su abuela paterna y que había sido engendrado cuando Andrea Agustina era conocida como moza doncella. Cuando vino de la Península un hermano canónigo de Luis que se llamaba Diego Oramas, echaron de la casa al niño, que falleció en Santa Cruz de la enfermedad ya referida. La segunda criatura natural fue una niña, que cuando contaba unos quince meses fue llevada por el alférez Juan Beltrán de Orduña por orden de Luis Oramas al mencionado castillo, donde creció y fue mantenida por su padre. Esta niña se llamaba Leonor y en ocasiones visitaba Los Realejos y acudía a la casa de su madre Andrea Agustina. Ambas mujeres se dirigían el tratamiento de madre e hija.
A continuación, prestó su testimonio la susodicha Andrea Agustina Carabeo, que entonces era vecina del lugar, sabía firmar y tenía unos cuarenta años. Declaraba que el difunto Luis Oramas “la había gozado” cuando ella era una doncella de quince años, concibiendo en ella a su hijo Juan, que fue llevado a su casa como tal. El pequeño fue enviado a la escuela con el propósito de que fuera clérigo, pero cuando llegó su hermano canónigo Diego, que también había ya fallecido, fue expulsado de la vivienda.
Tal y como declaraban los testigos anteriores, el niño murió en Santa Cruz a resultas de la viruela. Después de estos hechos, siendo ambas personas solteras, quedó nuevamente embarazada del citado Luis, que se marchó a la Península cuando Andrea llevaba encinta un mes aproximadamente, no sin dejarle encargado al alférez Juan Beltrán de Orduña que la atendiera en lo necesario. En la Península Luis permaneció siete meses, y al cabo de un mes de su regreso a Tenerife la declarante tuvo una niña, que entregó a la siguiente noche después del parto al citado alférez Beltrán, que a su vez mandó a buscar al Puerto de la Cruz a una mujer, a quien le entregó la criatura para que la criara o diera a criar; declaración que ofrece algunas contradicciones con los testimonios anteriores. Andrea tuvo noticia de que la niña crecía en el castillo de San Felipe, y pasado algún tiempo, fue a vivir a Santa Cruz el propio condestable Valerio de Armas.
Estando la declarante haciendo costura en la hacienda de La Gorvorana, llegó una mujer con la pequeña Leonor y le comunicó que era su hija para que la reconociera como tal, ya que ella se marchaba a Santa Cruz. La declarante, para que en la hacienda no sospecharan nada sobre la existencia de esta niña natural, se limitó a llevar su mano a la faldriquera y extraer cuatro reales de plata para el camino.
Transcurrió el tiempo hasta que, dos o tres años antes del comienzo del proceso, vino Leonor desde Santa Cruz con el nombre de Leonor de Oramas, a darle cuenta de que estaba a punto de casarse con Francisco de Cárdenas.
Algunas personas, como el licenciado Ángel Salmón, abogado de los reales consejos y vecino de La Orotava, le habían aconsejado a la declarante que interviniera en las diligencias judiciales para que su hija obtuviera el vínculo y hacienda de su padre difunto, y por esta razón estaba testificando como prueba aportada a favor de su yerno Francisco Cárdenas.
Finalmente, ante el escribano Tagle Bustamante, dio su testimonio la negra Esperanza María, una vecina de La Laguna de unos cincuenta años. Afirmó que había amamantado durante dos años a la pequeña Leonor, que se la había entregado el vecino del Realejo de Abajo y capitán Juan Beltrán, previa promesa de pago por la crianza. Al cabo de un mes volvió el capitán y le confesó que la niña era hija de Luis de Oramas, entregándole seis reales de plata por sus servicios. La progenitura también se la había confirmado Andrea Agustina. Por otra parte, Beltrán comunicó el caso a Valerio de Armas, que se comprometió a entregar los pagos correspondientes a Esperanza.
Una vez prestadas las testificaciones, el teniente general de Tenerife, el licenciado Juan Muñiz, ordenó, en dos de noviembre de 1720, que el alguacil mayor, lugarteniente o cualquier alcalde o alguacil real diera posesión a Francisco de Cárdenas como marido de Leonor de Oramas, hija del licenciado Luis Oramas, de todos los bienes muebles y raíces vinculados por Ángela María de Oramas, sin perjuicio de los intereses de tercero que tuviera mejor derecho. En efecto, en el primer acto de posesión, formalizado ante el escribano Felipe López de Rojas en el pago de la Carrera (Realejo de Arriba) se pasó a “unas casas altas y sobradadas” con su sitio y corral, que lindaban por el naciente con una casa que poseía Juan Bueno, por el poniente con una serventía, por arriba con el Camino Real y por abajo con la viña del capitán Domingo Lorenzo Oramas, entre otros límites. Procedió a la ejecución del despacho el alguacil real Manuel Díaz, apoderado, a su vez, de Francisco de Cárdenas, que tomó la mano de Antonio García Brito para efectuar la entrega simbólica de las propiedades mediante la entrada en el terreno aludido. En aquel momento se presentó personalmente el capitán Domingo Lorenzo Oramas de Aldana, vecino del Realejo de Abajo, y manifestó que la posesión era contraria a su derecho, estando listo para justificar su pretensión. Fueron testigos de la operación Simón de Morales y Roque Pérez, vecinos del Realejo de Arriba. Firmaron Domingo Oramas, Antonio García y Manuel Díaz.
A continuación, se pasó al acto de posesión de un sitio con casas caídas y algunas higueras que lindaban por el naciente con la serventía de herederos, por el poniente con el barranco, por arriba con viña del sargento mayor Juan Tomás y por abajo con viña del alférez Pedro Gómez Ferraz. El alférez Antonio García Brito requirió al mencionado alguacil Manuel Díaz para que ejecutara el despacho de posesión, siguiendo las formalidades previstas. Igualmente fueron testigos de la entrega Simón de Morales y Roque Pérez, poniendo la firma Antonio García Brito y Manuel Díaz ante el escribano López de Rojas.
Seguidamente pasaron al Pago de la Montañeta, a una suertecilla de viña de malvasía y vidueño que lindaba por arriba con una viña, por el poniente con propiedades de Juan de Franquis, por el naciente con una viña y casas del Conde de La Gomera y por abajo con el Camino Real. Allí el alférez Antonio García Brito y Manuel Díaz, como apoderado de Francisco de Cárdenas, cumplieron una vez más con la toma formal de la posesión ante el escribano López Rojas y los testigos, vecinos de La Orotava, Manuel Francisco y Francisco Hernández Jacinto.
Por último, pasaron al Pago del Albornoz (Realejo de Arriba), a una suertecilla de tierra de pan sembrar, que lindaba por arriba con una tierra de doña Ana Machado, por abajo con el Camino Real, por el naciente con tierras del alférez Antonio Díaz y por el poniente con tierra y casas de Andrés González Regalado. Allí se cumplió con la entrega formal ante el susodicho escribano y los testigos José Francisco y Diego González Regalado, vecinos del Realejo de Arriba.
Frente a estas operaciones el capitán Domingo Oramas y Aldana, con su procurador Isidro Lorenzo Melo, solicitó los autos y pidió que se revocaran las posesiones, ya que afectaban a diferentes bienes suyos. Esta petición fue atendida por el teniente general ante Tagle, disponiendo que le fueran dados los autos y que en el ínterin no le corriera término ni experimentara perjuicio. El poder dado a Isidro Lorenzo Melo había sido otorgado en el Realejo de Abajo el veintiséis de noviembre de 1720 ante el escribano de Morales y Rojas y los testigos José de Alvarado Bracamonte, Salvador Lorenzo de la Guarda Villar y Lorenzo Agustín de Oramas, vecinos de Los Realejos.
Con vistas a proteger sus intereses, el capitán Domingo de Oramas, sobrino legítimo de la difunta Ángela María, solicitaba la recepción de información sobre una serie de cuestiones que él estimaba pertinentes.
En primer lugar, Andrea Agustina había tenido hijos de diferentes padres antes y después del nacimiento de Leonor. Esta afirmación suponía, sin lugar a duda, motivo de escándalo en los territorios hispánicos. Como ha afirmado José Luis de las Heras, el vocablo “escándalo” tuvo un papel destacado en la administración de la justicia penal y en la preservación de la moralidad comunitaria. Las uniones extramatrimoniales eran transgresiones sexuales que causaban cierto impacto en el entorno vecinal y tenían repercusión pública (2024). En consecuencia, no es de extrañar que fueran motivo de preocupación e intervención para las autoridades seculares y eclesiásticas (MARTÍN, 2024). En todo caso, los escándalos llevados a los procesos criminales en el contexto castellano derivaban en decisiones judiciales que eran diferentes en función del sexo de la persona procesada (TORREMOCHA, 2024), entre otros elementos tomados en cuenta en la dinámica procesal casuista.
En segundo lugar, Luis Oramas no había tenido trato con Andrea, ni Leonor Francisca había sido reconocida, tratada y alimentada como hija suya. No cabe duda de que esta afirmación no obedecía únicamente a razones de índole material y económica, sino que también conectaba con la preservación del honor; concepto esencial en las sociedades de la Edad Moderna y que fue estudiado en profundidad por José Antonio Maravall (1979). La preservación del honor o buena fama femenina en Canarias llegó, probablemente, a ocasionar infanticidios o muertes de criaturas recién nacidas.[4] En numerosas ocasiones, las injurias u ofensas contra la fama honesta de la mujer conllevaban la presentación de una querella contra las personas responsables de los comentarios maliciosos o murmuraciones, con la finalidad de reparar el honor ante la vecindad e independientemente del grupo social de pertenencia, como se puede observar en los expedientes judiciales canarios.[5] Las afrentas a la buena fama de la mujer canaria solían hacer referencia a su origen étnico (con expresiones como “perra mulata”), a la embriaguez (“borracha”) y a su conducta sexual (como “puta”, “frailera”, puesta “bajo de hombres”) (RODRÍGUEZ, 2024). Al mismo tiempo, algunas querellas destinadas a la recuperación del honor masculino en el entorno insular hacían referencia a rumores que atribuían conductas ilícitas como robos y estafas en el comercio local, orígenes africanos, oficios vinculados al tabú de la sangre (verdugo y carnicero) e, incluso, al incumplimiento de los mandatos religiosos como la asistencia a las misas (RODRÍGUEZ, 2018: 242-245). Conviene señalar que los delitos contra el honor suponen el 24% del objeto de las querellas pertenecientes al Fondo Antiguo del Juzgado de La Laguna (Archivo Histórico Provincial de Santa Cruz de Tenerife), fundamental para conocer las dinámicas de la justicia real del archipiélago en el siglo XVIII (RODRÍGUEZ, 2018: 368).
En tercer y último lugar, algunos testigos presentados por la parte demandante tenían razones para prestar la declaración en su contra, como el cónsul de Génova Juan Nicolás, con el que estaba enemistado. Francisco Rodríguez era cuñado de Andrea Agustina, habiendo contraído matrimonio con María Medina, hermana legítima de aquélla. El ayudante Gregorio Manuel del Castillo Orduña tenía, además, una estrecha relación de amistad con la familia de Andrea Agustina y habría ejercido una influencia importante sobre las declaraciones de su hermano, el alcalde del Realejo de Abajo, Juan Beltrán de Orduña, y su tía, María de Aldana.
El teniente general estimó la petición y ordenó la recepción de la información que ofreciera con vistas a defender su derecho. Domingo Lorenzo Oramas presentó diversos testigos. El primero de ellos prestó su testimonio en el Realejo de Arriba ante el escribano Morales y Rojas. Era un alférez, vecino del Realejo de Abajo, que se llamaba Salvador de Abreu y tenía unos cincuenta y seis años. Al tenor de las razones alegadas por Domingo, afirmó que era un hecho notorio que Andrea Agustina había concebido hijos de diferentes padres. Antes del nacimiento de Leonor, había tenido un hijo, ya fallecido. Después de la hija habían nacido otros niños, y dos de ellos vivían con Agustina. Insistía en que no podía conocerse con certeza la identidad de los padres de los infantes, ya que varios hombres habían frecuentado la casa de la madre. En consecuencia, negaba que Leonor hubiera sido reputada como hija del difunto Luis de Oramas y que este abogado hubiera tenido trato con Andrea Agustina. Sin embargo, manifestaba que desconocía la existencia de una relación de enemistad entre el cónsul de Génova y el capitán Domingo Lorenzo, pese a que sí conocía que Francisco Rodríguez se había casado con una hermana de Andrea, que se llamaba María Rodríguez y era difunta, y que el ayudante Gregorio tenía una relación de estrecha amistad con la familia de la mencionada Andrea, entendiéndose, en consecuencia, la razón de su testificación, dada a favor de la filiación entre Leonor y el fallecido Oramas, al igual que la de su hermano, el alcalde Juan Beltrán de Orduña.
En segundo lugar, dio su testimonio el alférez Gonzalo de Abreu Miranda, un vecino del Realejo de Abajo que sabía escribir y contaba con treinta y seis años. Este testigo corroboró el nacimiento de varios hijos de Andrea –entre los que se incluía un hijo nacido antes de Leonor, ya fallecido, y dos que a la sazón vivían en compañía de su madre y habían sido engendrados por diferentes padres–. Desconocía que Luis y Andrea hubieran podido tener trato íntimo y no tenía a Leonor por hija del abogado de los reales consejos. Al igual que otros testigos, menciona la dificultad de mantener algo semejante en secreto en Los Realejos, dado el conocimiento que tenían los vecinos entre sí. Empero, como el testigo anterior, niega conocer la citada enemistad aludida por el capitán Domingo. Sí conocía la relación de parentesco entre Andrea y Francisco Rodríguez, que había contraído matrimonio con María Rodríguez de Medina, y la mencionada amistad entre Gregorio del Castillo Orduña y la familia de Andrea, vinculada a las declaraciones de los familiares del ayudante con relación al origen de Leonor.
Seguidamente, presentado por la misma parte y ante el mismo escribano fue testigo José Nicolás de Valcárcel y Lugo, un vecino del Realejo de Abajo que firmaba y tenía veintidós años. Afirmó que desde que tenía uso de razón había conocido la fama de Andrea, que había concebido hijos de diferentes padres. Había oído decir que su primer hijo había muerto a tierna edad y antes de que naciera Leonor. Con ella vivían en aquel momento dos muchachos, hijos naturales de ella. Negaba, de manera similar a los otros testigos presentados por el capitán Oramas, que Luis hubiera tenido trato con Andrea y considerado a Leonor como su hija. Declaró desconocer la enemistad entre el cónsul de Génova y Oramas, pero sí afirmó saber las relaciones de parentesco y amistad existentes entre Francisco Rodríguez, Gregorio Manuel del Castillo Orduña, Juan Beltrán de Orduña, María de Aldana y Andrea Agustina, como influyentes en sus testimonios. Incluso llega a decir que las visitas de Gregorio Manuel del Castillo Orduña a la casa de Andrea Agustina habían causado notable escándalo en la vecindad.
Mauricio González Suárez, que también podía escribir, venía del mismo Realejo y tenía unos treinta años, hacía hincapié en la diversidad de individuos que habían frecuentado a Andrea y en la imposibilidad de averiguar la identidad de los progenitores de sus hijos, salvo la de uno de los dos que vivían con ella, llamado Manuel. La razón del público conocimiento del padre de Manuel se debía a que Andrea había litigado con él sobre los alimentos del muchacho.
No solamente negó la relación que hubiera podido existir entre Andrea y Luis Oramas y su paternidad natural sobre Leonor, sino que además relató que el alférez de caballería José Caputi le había, a su vez, contado que Andrea le había confesado que no estaba segura de que Leonor fuera su propia hija.
Al contrario que las testificaciones anteriores, el testimonio de Mauricio González sí expresaba su conocimiento sobre las diferencias surgidas entre el capitán Domingo Lorenzo y el italiano Juan Nicolás, anteriores al inicio del proceso y conocidas de propia voz de Domingo. El motivo principal de esta enemistad era un pleito pendiente entre ambos, que había originado “palabras y réplicas”.
Cuando corrobora la existencia de las relaciones de parentesco y amistad, al igual que la motivación de las testificaciones dadas como prueba por la parte oponente, no incide únicamente en el escándalo ocasionado por las visitas de Gregorio Manuel a la casa de Andrea, sino que llega a declarar que el vecindario ha murmurado que uno de los hijos había sido engendrado por Gregorio. Es necesario tener en cuenta que los rumores que se propagaban en las localidades no carecían de importancia, en cuanto sustentaban en buena medida las prácticas del disciplinamiento social (MANTECÓN, 2013), y, en el caso del archipiélago, las reconvenciones que las propias vecindades campesinas hacían a sus vecinos transgresores y vecinas pecadoras para que pusiesen fin a su vida escandalosa. Es evidente que la impartición de la justicia penal no era exclusivamente un campo de actuación en el que se pronunciaban los oficiales y tribunales, sino que los vínculos sociales y comunitarios, las posibles soluciones negociadas de manera extrajudicial y el intento por restaurar la paz pública o vecinal fueron factores que influyeron en la resolución de los conflictos (MANTECÓN, 2011: 122-123). En esta línea, la comprensión de la justicia penal no ha de ser desvinculada del entendimiento del contexto social, desde la concepción del derecho como la dimensión jurídica de los fenómenos sociales, como afirma Mario Sbriccoli (2019).
Manuel Díaz, un vecino del mismo lugar que firmaba y tenía unos treinta y cinco años, centró su testificación en la compleja situación existente entre el cónsul de Génova y Domingo Lorenzo Oramas, afirmando que tenían un pleito pendiente en el Juzgado del gobernador y Capitán General de Canarias. En presencia de Díaz, Juan Nicolás había hablado mal y con odio acerca de Domingo, aprovechando que él no se hallaba presente. A su vez, había oído a Oramas quejarse del cónsul de Génova.
Félix Francisco, un habitante del Realejo de Abajo que desconocía los rudimentos de la escritura y tenía cincuenta y cuatro años, afirmaba que había sido un vecino muy cercano de Andrea Agustina, que había tenido varios hijos de diferentes padres. El hijo mayor había fallecido y la segunda criatura era Leonor, tras cuyo nacimiento había tenido más embarazos. Negaba que Leonor Francisca fuera hija de Luis Oramas porque, durante su vida, había tenido cierta relación de confianza con el testigo y nunca le había confesado su supuesta filiación con Leonor. También había oído a Domingo Lorenzo pronunciar quejas sobre el cónsul de Génova. Conocía las relaciones de parentesco y amistad que tenían algunos testigos presentados por la parte contraria con Andrea Agustina, así como el escándalo motivado por las visitas de Gregorio Manuel a la casa de esta mujer, y la razón de que los testimonios de sus dos familiares fueran favorables al reconocimiento de la discutida filiación.
Esteban Matías Prieto del Hoyo, vecino del Realejo de Abajo desde hacía más de catorce años, firmaba y contaba con la edad de cuarenta y ocho años; se limitaba a decir que no había oído que Andrea hubiera tenido trato con Luis Oramas, ni que ambos hubieran tenido a Leonor Francisca, joven a la que aún no conocía.
El alférez Juan de Espinosa Martel, que también estaba avecindado en el mismo Realejo, sabía escribir y tenía cuarenta años, subrayaba el trato que había tenido Andrea con diferentes hombres y que sus hijos eran de diferentes padres. Sabía que el primero, llamado Juan, ya había fallecido, y que otros dos hijos vivían ahora con Andrea. Por uno de ellos, llamado Manuel, había tenido su madre un pleito con un pintor de las islas sobre los alimentos del muchacho, acordándose finalmente la entrega de unas fanegas de trigo. El supuesto padre del joven se llamaba Manuel de Castro Fernández, y le había comentado al propio testigo en el Puerto de la Cruz que efectivamente había entregado a Andrea una porción de fanegas de trigo. Como el resto de los testigos anteriores, no había oído que Andrea y Luis hubieran tenido trato y que Leonor fuera el fruto de esa relación, sino que más bien era hija de padre no conocido. Confirmaba también las relaciones de familiaridad y amistad de los testigos aludidos que declararon a favor del reconocimiento de Leonor como hija natural del difunto abogado de los reales consejos.
Simón Francisco Fernández, un vecino de la misma localidad que también estaba capacitado para escribir y contaba con sesenta y cuatro años, insistía en la multiplicidad de varones que habían tenido “conocimiento” con Andrea y mencionaba al hijo mayor y difunto, Juan, y a los dos hijos naturales que vivían en compañía de su madre. Alegando que había sido amigo íntimo del abogado, negaba que Leonor hubiera podido ser su hija natural, ya que hubiera tenido conocimiento de este hecho por boca del propio Luis. Declara su conocimiento sobre los susodichos vínculos de parentesco y de amistad que tenían algunos testigos con Andrea, mencionando además que esta mujer y su cuñado Francisco Rodríguez se socorrían en las situaciones de necesidad.
Finalmente, el alférez de caballería José Caputi, alcalde del Realejo de Abajo que firmaba y tenía unos cincuenta y cinco años, insistió en su declaración en el elevado número de sujetos que habían frecuentado la casa de Andrea, mencionando, de manera similar a otros testigos, a Juan, el hijo mayor fallecido, y a los dos hijos que vivían en compañía de su madre. Además, aportaba más datos sobre el padre de Manuel, el mayor de estos dos muchachos. El aludido Manuel de Castro Fernández era maestro de pintores y vecino de Lanzarote. El testigo también conocía la existencia del referido pleito por alimentos entre Castro y Andrea, zanjado con una porción de fanegas de trigo.
No solamente negaba la posibilidad de que Leonor fuera hija natural de Luis Oramas, sino que incluso también comentaba que un día Andrea le había confesado que no sabía con total seguridad si la joven era hija suya. Conocía la existencia del pleito entablado entre el cónsul Juan Nicolás y Domingo Lorenzo ante el Juzgado del Gobernador y Capitán General de Canarias y las críticas negativas que el primero había vertido sobre el segundo, aprovechando su ausencia. Este testigo ahondó más en las mencionadas relaciones de parentesco y amistad entre Andrea y los aludidos testigos favorables al reconocimiento de la filiación puesta en entredicho. Especificaba, en este sentido, que Andrea Agustina tenía una estrecha relación de amistad con su cuñado Francisco Rodríguez y con sus sobrinas.[6]
Reflexión final
Entre otros temas de relevancia jurídica y social, destaca en el expediente examinado la problemática derivada de la concepción de los hijos naturales, fenómeno constante en la sociedad canaria del Antiguo Régimen y que ha sido expuesto sobre todo respecto a las islas de realengo, como revelan las pesquisas concernientes a la legitimación regia de estos súbditos en el siglo XVI (VIÑA, 2014), la Gran Canaria del siglo XVII (LOBO y SEDILES, 1988) o La Palma de la misma centuria (NEGRÍN, 1998). Esta circunstancia familiar ha motivado también reflexiones vertebradas sobre su trascendencia jurídica en otros territorios occidentales (CALVO, 2014). Al mismo tiempo, en la información y opiniones proporcionadas por los testigos contrarios a los intereses de Leonor y de su esposo, prima la exigencia social y moral que recaía sobre las mujeres: llevar una vida honesta y casta antes del matrimonio. En este sentido, los comentarios que atribuyen a Andrea hijos de diferentes maridos son esgrimidos como armas para despojar de credibilidad a las reivindicaciones de una hija natural. De igual manera, diversos miembros de la oligarquía local se oponen a reconocer el vínculo afectivo y sexual de Andrea con el difunto abogado Oramas, negando la posibilidad de esta unión entre dos personas pertenecientes a distintos estratos sociales. La alfabetización o, por el contrario, el analfabetismo de las personas presentes en los procesos judiciales no es un hecho baladí, en la medida en que el segundo predominaba en la sociedad insular de la época (RODRÍGUEZ, 2018).
Ha de tenerse en cuenta que la información proporcionada por los diversos expedientes judiciales conservados en el Archivo Histórico Provincial de Tenerife es notoriamente desigual, en cuanto a que en numerosas ocasiones no consta la efectividad de la ejecución o la satisfacción de los importes fijados en las sentencias definitivas. En otros legajos, sin embargo, figuran incluso las cantidades correspondientes a las costas del proceso. Por ende, no es posible deducir de los autos judiciales la cuantía global de los beneficios obtenidos por la parte demandante. Tampoco es plausible deducir siempre de esta fuente documental la existencia de otros tributos que pesaran sobre los bienes objeto de litigio. Por el contrario, en numerosos autos queda nítidamente reflejada la actitud estratégica de los procuradores de las partes litigantes, tendente, sobre todo, a la dilación del proceso y al entorpecimiento de las maniobras de los oponentes.
El examen de la realidad social y judicial vinculada al valle de La Orotava ha de hacerse sin obviar la jurisdicción del área lagunera y en, una instancia superior, de la Real Audiencia canaria. Las atribuciones jurisdiccionales del teniente letrado de la Villa no implicaban que los actores de los procesos dejaran de acudir ante otros jueces o tribunales en primera instancia, en la medida en que estimaban lograr sus objetivos y la satisfacción de sus intereses personales con mayor celeridad. No ha de apreciarse, por tanto, la estrategia a seguir por las partes en conflicto en los litigios civiles desde la perspectiva contemporánea de la distribución de competencias entre las diferentes instancias judiciales.
Bibliografía
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* Este trabajo se ha realizado en el marco de las actividades patrocinadas por el proyecto PID2020-117235GB-100, Convocatoria 2020 Proyectos de I+D+i-PGC Tipo B, «Mujeres, familia y sociedad. La construcción de la historia social desde la cultura jurídica. Siglos xvi-xx».
[1] Archivo Histórico Provincial de Santa Cruz de Tenerife (en adelante AHPSCT), Fondo antiguo del Juzgado de La Laguna (JLL), leg. 197.
[2] AHPSCT, JLL, leg. 197.
[3] AHPSCT, JLL, leg. 197.
[4] Archivo del Museo Canario (en adelante AMC), Sección Judicial del Fondo Documental de la Casa Fuerte de Adeje (ACFA), caja 35001, exp. 123180.
[5] AMC, ACFA, caja 35001, exp. 123139, exp. 123077, exp. 130008 y exp. 123149, así como AHPSCT, Protocolos Notariales (en adelante PN), leg. 2673, leg. 2453 y leg. 2675; AHPSCT, Alcaldía de La Orotava, leg. 1597 y AHPSCT, JLL, leg. 322 y leg. 109.
[6] AHPSCT, JLL, leg. 197.
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