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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
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“PER LA FEDE, PER LO RE, PER LA PATRIA”: LA NOBLEZA DE NÁPOLES EN LA MONARQUÍA DE ESPAÑA*

 

 

 

Carlos Hernando Sánchez

Universidad de Valladolid, España

 

 

 

Recibido:         06/05/2015

Aceptado:       14/05/2015

 

 

 

RESUMEN

         Durante los siglos XVI y XVII, en la Monarquía de España bajo la Casa de Austria, fundada sobre el equilibrio entre sus diversas cortes virreinales, linajes y naciones, que compartían una misma cultura política y simbólica, el componente italiano y, sobre todo, napolitano, fue, después del español, el más relevante a la hora de facilitar recursos técnicos o humanos –además de los ideológicos y, sobre todo, estéticos, en los que puede decirse que alcanzó una clara primacía-, siendo capaz incluso de condicionar prioridades políticas, aun cuando una parte de sus elites tendieran a asumir los planteamientos españoles al asentarse en la corte, como en el caso de los Pignatelli, cuyo palacio madrileño, construido a finales del siglo XVII, representa la culminación de esa inserción. Al mismo tiempo, como atestigua la contribución napolitana a la defensa de la Monarquía en numerosos episodios recogidos en obras como las de De Lellis o Filamondo, muchos nobles napolitanos militaron con entusiasmo en los ejércitos reales. La capacidad de medrar sirviendo a la Monarquía con la espada que cultivó un número no escaso de nobles partenopeos se proyectó también en el mundo de la pluma, de acuerdo con los valores de una sociedad política fundada en el servicio a “Dios, el Rey y la Patria”.

PALABRAS CLAVE: nobleza napolitana; Monarquía de España; familia Pignatelli.

 

 

Per la Fede, per lo Rè, per la Patria”: Neapolitan nobility in the Monarchy of Spain

 

ABSTRACT

 

During sixteenth and seventeenth centuries, in the Monarchy of Spain under the House of Habsburg, based on the balance between its various viceregal courts, lineages and nations, that shared the same political and symbolic culture, the Italian component, mainly the Neapolitan one, was, after the Spanish one, the most relevant in providing technical or human resources -in addition to the ideological and above all aesthetic, where it can be said that it reached a clear primacy. Indeed, the Neapolitan component was even able to determine political priorities, although part of its elites tended to assume Spanish approaches to establish themselves at court, as in the Pignatelli case, whose Madrid mansion, built in the late seventeenth century, is the ultimate expression of that Neapolitan insertion. At the same time, as evidenced by the Neapolitan contribution to the defense of the Monarchy, in many episodes contained in the works of De Lellis or Filamondo, many Neapolitan nobles militated enthusiastically in the royal armies. The ability to prosper serving the Monarchy with the sword was cultivated by a good number of Neapolitan nobles and it was also reflected in the world of writers, according the values of a political society based in the service of “Faith, King and Country”.

 

KEY WORDS: neapolitan nobility; Monarchy of Spain; Pignatelli family.

 

 

 

Carlos Hernando Sánchez es Profesor Titular de Historia Moderna de la Universidad de Valladolid, investigador del Instituto Universitario de Historia Simancas, investigador del GIR El poder en la Edad Moderna y Académico Correspondiente de la Real Academia de la Historia. Su investigación se centra en la Italia de los siglos XVI y XVII y la cultura y la política cortesanas en ese mismo periodo. Es miembro de De nobilitate (Red de estudios sobre la nobleza en la Edad Moderna). Entre sus obras, destacan: Castilla y Nápoles en el siglo XVI. El virrey Pedro de Toledo: linaje, estado y cultura (1532-1553), Valladolid, 1994; El reino de Nápoles en el imperio de Carlos V. La consolidación de la conquista, Madrid, 2001; editor de Roma y España, un crisol de la cultura europea en la Edad Moderna, Madrid, 2007. Correo electrónico: carlosjh@hmca.uva.es

 

 

 

 


PER LA FEDE, PER LO RE, PER LA PATRIA: LA NOBLEZA DE NÁPOLES EN LA MONARQUÍA DE ESPAÑA

 

 

 

Nobleza y nación

 

En el centro de Madrid se encuentra la Calle de Monteleón y, junto a ella, la Plaza del 2 de Mayo, donde se alza todavía la puerta del Parque de Artillería de Monteleón, como una reliquia del levantamiento popular de 1808 contra las tropas napoleónicas. Pocos recuerdan que ese edificio –demolido a mediados del siglo XIX- había sido una de las más grandes residencias nobiliarias de la corte antes de pasar a poder del ejército en 1803. El enorme palacio, erigido en 1690 por los duques de Monteleone, pertenecientes a uno de los principales linajes napolitanos, los Pignatelli (Lellis, 1663:88-169; Shamá, 2009), reflejaba en su sincretismo formal una trayectoria familiar en la que, en torno al título procedente del feudo calabrés que daría nombre a la mansión madrileña, confluían otros linajes como los sicilianos Aragona Tagliavia, príncipes de Castelvetrano y los españoles marqueses del Valle, descendientes de Hernán Cortés. Todos ellos figuraban entre los máximos exponentes del servicio a una Monarquía que alojaba en su corte la escenificación de ese entramado de intereses y memorias proyectados sobre sus principales territorios. Por ello, el edificio construido conforme al gusto español de la época, con ampulosas portadas churriguerescas, se alzaba ante un jardín a la italiana en cuyo centro una fuente de mármol ostentaba el escudo de la Casa de Monteleone, sostenido por una figura armada a la que escoltaban tres nereidas, como un trasunto del otium y el negotium que, entre, armas y letras, poblaba las estancias consagradas, como en todas las residencias nobiliarias, al decoro y la gloria de sus poseedores. Su escalera monumental, émula de la de El Escorial, estaba coronada por los frescos realizados por un destacado pintor de la escuela barroca madrileña, Bartolomé Pérez, y en su interior atesoraba una rica colección de arte italiano y español (Répide, 1995; Bernal Sanz, 2008).

La historia aún no escrita del palacio que, con su nombre hispanizado, acabaría transformándose en símbolo de una memoria nacional empeñada en cancelar los vestigios del Antiguo Régimen, es un ejemplo elocuente del olvido y la deformación que han sepultado la decisiva contribución de la nobleza de Nápoles a la Monarquía de España en los siglos llamados modernos. Otros muchos espacios, en la corte y en otros lugares de España –desde los jardines de los Toledo en Abadía o del I duque de Alcalá en la sevillana Casa de Pilatos hasta la iglesia de las Agustinas de Monterrey en Salamanca- reflejan el trasvase de formas, gustos e intereses de la nobleza napolitana o vinculada con aquel reino durante los siglos XVI y XVII. Todos ellos configuran un mapa en gran parte borrado por el tiempo y lentamente reconstruido por los estudios sobre el mecenazgo (HERNANDO SÁNCHEZ, 2013b).

En 1694, cuando se terminaba la mansión madrileña de los duques de Monteleone, se publicó en Nápoles una obra que exaltaba la participación de la nobleza napolitana en la empresas militares de la Monarquía: Il Genio bellicoso di Napoli, obra del dominico Rafaele Maria Filamondo que se presentaba como Memorie Istoriche di alcuni capitani celebri napolitani c’han militato per la fede per lo re e per la patria nel secolo corrente. En el prólogo a los lectores, el autor declaraba su propósito de

 

“Sppezar la falce a la Morte, dopo che da campi della Gloria i più bei fiori mietè; strappar dalle fauci del Tempo le gesta degli Eroi, dopo che da quelli sconti honorate i più generosi sudori ha bevuto; rendere a Campioni defonti un nuovo vivere sopra la dureza de’Marmi e le vicende de’Secoli” (FILAMONDO, 1694: s/n)

 

 al tiempo que invocaba su “condizone di Suddito del Rè Cattolico (il cui pietoso scetro tanti popoli in due Mondi bagiano col cuor su le labbra)”. Un segundo prólogo corría a cargo de Domenico Antonio Parrino, que dos años antes había publicado su famoso Teatro eroico e político de’ governi  dei vicerè di Napoli, culminación de la historia oficial del Nápoles virreinal y, como la obra de Filamondo, ilustrado por los retratos de sus protagonistas a modo de síntesis visual de una corte detenida en el tiempo. En su prólogo a Il Genio bellicoso Parrino insistía en el sentido del subtítulo de esta obra, consagrada “alla Religion verso Dio, alla Fedeltà verso il Rè, alla Carità della Patria”, todo un manifiesto de los valores que legitimaban una acción militar en realidad ya en crisis entre las elites nobiliarias de un reino atravesado por múltiples tensiones sociales y políticas pero aferradas a una fedeltà puesta a prueba por pasadas fracturas entre lo Rè y la Patria. En realidad, las obras de Filamondo y Parrino, como los espacios aristocráticos construidos entre Nápoles y España, atestiguan hasta qué punto la evolución de las categorías nacionales en el ámbito que una creciente atención historiográfica viene definiendo como Italia española no puede abordarse a partir de la proyección presentista sobre el pasado de las actuales obsesiones identitarias. Por el contrario, esas categorías sólo pueden entenderse rescatando de “la hoz de la muerte y las fauces del tiempo”, como pretendía hacer Filamondo con las virtudes de los héroes a través de su retórica barroca, el sentido primigenio de palabras y símbolos sepultados por otras realidades menos claras que el mármol de los sepulcros y, desde luego, no tan fuertes, pese a las apariencias, como el acero en que se forjaron sus armas.[1]

Cuando se construyó el palacio madrileño de los duques de Monteleone y se editó la obra de Filamondo estaba cerca el final de la rama española de la casa de Austria, pero no el de la vinculación de los Pignatelli y otros linajes napolitanos y del resto de Italia con la Monarquía, prolongada en la Guerra de Sucesión –y aún más allá de ésta- con nuevos enlaces matrimoniales y oficios militares o de gobierno tanto en el bando austracista como en el borbónico. Entre el reinado de Carlos V, cuando erigieron su palacio en Nápoles, y el de Carlos II, cuando alzaron su residencia en Madrid, los Pignatelli se distinguieron por los oficios virreinales ejercidos en Sicilia, Cataluña y Aragón, además de por varias misiones diplomáticas y enlaces con otras casas italianas y españolas. Al igual que sucede con la historia del palacio madrileño, las figuras que poblaron sus estancias siguen sumidas en una oscuridad que solo está empezando a disiparse conforme se ensanchan los límites de la historia política para confluir con el análisis de la identidad nobiliaria en un intento de comprensión global del poder y sus ramificaciones sociales (SIGNOROTTO, 1992;  HERNANDO SÁNCHEZ C. 2010).[2]

En los últimos años se ha desarrollado el estudio de la configuración plurinacional de la Monarquía de los Austrias, concebida como una red de núcleos cortesanos sustentada en un poder esencialmente aristocrático. Esa perspectiva ha facilitado el reconocimiento del destacado papel político desempeñado por individuos, familias y grupos procedentes de distintos territorios, sobre todo de los italianos (HERNANDO SÁNCHEZ C. ,1998a; CASTELLANO CASTELLANO, 2003). De esa forma y más allá de interpretaciones que pretenden diluir su carácter español (KAMEN, 2003:87-96), así como del debate aún abierto sobre las identidades nobiliarias,[3] resulta ya evidente que aquella fue no solo una Monarquía de las cortes y los linajes, sino también de diversas naciones cuyo equilibrio se convirtió en el eje del gobierno común (ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO, 2004; YUN CASALILLAS, 2009; MARTÍNEZ MILLÁN, 2010). En ese engranaje el componente italiano fue, después del español, el más relevante, aunque su integración fuera objeto de debate ya desde el siglo XVI y se viera compensada, a su vez, por el poderoso componente germánico y, sobre todo, flamenco, que nutría el entramado dinástico de la casa de Austria (MARTÍNEZ MILLÁN J. y., 2011). La polémica sobre las diferencias nacionales se vio alimentada por el predominio militar de la Monarquía de España, en contraste con la fragmentación y el sometimiento político de una Italia cuyo dinamismo cultural sería ensalzado como compensación por sus élites intelectuales (MUSI, 2003; SCIARRINI, 2004; SBERLATI, 2004).

La historiografía tradicional prestó cierta atención a esa primacía cultural y técnica, pero no supo entender sus implicaciones políticas al proyectarse sobre el gobierno y, especialmente, la milicia, como demuestran los expertos militares italianos que sirvieron a la Monarquía de España, desde los ingenieros que fortificaron sus fronteras en todo el mundo –algunos de los más relevantes de ellos destacados miembros de la nobleza, que hicieron de sus saberes un mérito añadido para acceder a los oficios de mando (CÁMARA MUÑOZ, 1998; HERNANDO SÁNCHEZ, 2003)- hasta los soldados y generales que lucharon en los más diversos frentes, al servicio de Carlos V primero y luego de las dos ramas de la casa de Austria. En ese horizonte alcanzaron especial relevancia los nobles del reino de Nápoles que, como supo ver Croce (1992) y atestiguan las referencias contenidas en las descripciones de la ciudad y el reino, al menos desde la pionera de Benedetto Di Falco en 1549, hasta las obras tardías de Borrelli, De Lellis o Filamondo, militaron en los ejércitos de la Monarquía, encontrando en las armas nuevas ocasiones de gloria y reputación para sus linajes (BORELLI, 1653; DE LELLIS, 1671; FILAMONDO, 1694).[4] Las hazañas de los nobles capitanes, que movieron las plumas de cronistas y poetas, sirvieron para familiarizar a las elites italianas con otros espacios europeos y abrieron el camino a la participación de príncipes y nobles italianos en múltiples oficios militares donde tendrían ocasión de confirmar los vínculos vasalláticos que los ligaban al monarca y a la dinastía de cuya suerte dependía la de sus propios linajes (HANLON, 1998; SPAGNOLETTI, 2003, 2007; SHAW, 2006; DONATI, 2007; MAFFI, 2008). Esas trayectorias militares proyectan el universo del condottiero sobre la convivencia de formas caballerescas y renovación militar (FANTONI, 2001; HERNÁNDO SÁNCHEZ, 2011).

Paulatinamente, al tradicional protagonismo reconocido a ingenieros, artistas, hombres de letras, marinos y banqueros se está uniendo el estudio de las elites nobiliarias italianas y su implicación en los más altos oficios del ejército y el propio gobierno, aunque solo algunas figuras y episodios arrojan su luz sobre un entramado de intereses todavía cubierto de sombras. Estas han empezado a disiparse gracias a los estudios desarrollados esencialmente en Italia y España (RIBOT GARCÍA, 2007),[5] como los de Angelantonio Spagnoletti al trazar un panorama de las consecuencias que acarreó para las élites italianas su integración en la Monarquía y los mecanismos del honor utilizados por ésta para afianzar su lealtad, como los ochenta collares del Toisón concedidos a naturales de Italia durante los siglos XVI y XVII (SPAGNOLETTI, 1996). Hay que lamentar que las aproximaciones a la presencia italiana -y en concreto napolitana- en otros ámbitos como el francés, realizadas desde un punto de vista preferentemente cultural (DUBOST, 1997), no hayan alcanzado hasta ahora el necesario desarrollo en la esfera política, a pesar de la relevancia de los proyectos aristocráticos tendentes a construir una posible Italia francesa, que volverían a aflorar con especial intensidad entre la oleada de revueltas y crisis políticas de 1547 y el final de las guerras de Italia en 1559, para seguir alimentando las diversas corrientes de oposición a la Monarquía de España a lo largo del siglo XVII. Ya desde antes del comienzo de las Guerras de Italia en 1494 diversas generaciones de nobles napolitanos exiliados en la corte de los Valois -como el famoso Ferrante Sanseverino, IV príncipe de Salerno, a partir de 1552- contribuyeron a hacer del barone fuoruscito un modelo de oposición política. Sin embargo, el entramado familiar, clientelar e incluso simbólico del exilio napolitano, contruido a partir de la tradición güelfa de los partidarios de la casa de Anjou, no ha alcanzado el adecuado reconocimiento historiográfico.[6]

Por otra parte, la brillantez de la participación de la nobleza napolitana en la defensa y el gobierno de la Monarquía de España, así como en la vida política y cultural de sus distintas esferas cortesanas, no debe hacernos olvidar que solo fue excepcional por su cantidad respecto a las otras naciones integradas en el mismo marco político y con las que no pocos nobles napolitanos y del resto de Italia construyeron un denso entramado de intereses. Así lo demuestran las fundamentales relaciones entre los ámbitos italiano y flamenco, objeto de una merecida atención historiográfica que, a partir de los clásicos estudios de Van der Essen, ha cobrado nuevo vigor en los últimos lustros (VAN der ESSEN, 1926). A ellas hay que sumar el protagonismo flamenco en el gobierno de Nápoles durante la década de 1520, en los inicios del reinado de Carlos V, representado por los virreyes Charles de Lannoy y Philibeert de Châlons, príncipe de Orange.[7] Por encima de su lugar de nacimiento, todos servían simultáneamente al interés de su casa y al del señor que representaban, al igual que hicieron los nobles napolitanos llamados a ocupar otros oficios virreinales, compartiendo una cultura cortesana fundada en la circulación de códigos ceremoniales, ideas, gustos y valores entre los distintos territorios de la Monarquía (ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO A., 1998). Manuel Rivero ha llegado a hablar de “una nación política que recorre transversalmente el espacio geográfico del Imperio español: la aristocracia castellana y los linajes italianos, portugueses, aragoneses y borgoñones asociados a ella” (RIVERO RODRÍGUEZ, 2013). De hecho, cada vez son más los datos que afloran sobre la cultura cortesana y de gobierno compartida por las elites de la Monarquía. En ese marco destaca la elaboración de una ideología nobiliaria específica que tuvo en la Italia española uno de sus focos creadores (GUILLÉN BERRENDERO, 2010) y en la que Nápoles –su corte virreinal y las cortes nobiliarias de la capital e incluso de las provincias- actuaron como un crisol de intereses y relaciones clientelares. El esplendor de la nobleza napolitana, convertido en un tópico de la cultura cortesana europea, respondía a la realidad social del reino partenopeo y de su gran capital, a la que a finales del siglo XVI Torquato Tasso pudo describir como “una città habitata da principi”. Así, la cultura nobiliaria napolitana constituyó un modelo capaz de influir en la propia corte regia y en otras cortes provinciales (HERNÁNDO SÁNCHEZ, 1997), al tiempo que el elaborado ceremonial de la corte virreinal de Nápoles -uno de los campos de investigación más prometedores- servía de marco a la competición entre los linajes locales.

La tratadística nobiliaria y cortesana de Nápoles se insertó en el discurso de institutio común a la cultura de corte y al discurso del debe ser que sustentaba con una ética virtuosa la estética canalizada por los códigos de la retórica clásica y la sacralidad cristiana (QUONDAM, 1990). A ese ámbito pertenecen tanto las obras de carácter doctrinal, representadas en Nápoles en las primeras décadas del siglo XVII –período de especial intensidad en la reflexión sobre la nobleza cortesana- por Giulio Antonio Brancalasso, Giulio Cesare Capaccio o Francesco Lanario, como las recopilaciones ceremoniales de Miguel Díez de Aux en 1622 y Joseph Renao en 1634. Bajo la narración de gestos, festejos y rituales -cuya aparente reiteración encierra una casuística con amplios márgenes de interpretación- discurre la corriente profunda de la mentalidad política de la Monarquía de España bajo la Casa de Austria, adaptada a las necesidades del gobierno en ausencia propias de la más relevante de las cortes virreinales que articulaban el poder territorial. El ceremonial como imagen del gobierno en ausencia y expresión del fasto se proyecta así sobre los mecanismos de consenso entre las distintas instancias de poder que configuraban la sociedad política del Antiguo Régimen (HERNANDO SÁNCHEZ 1993; 1998b; 2001; 2009; 2012; 2013 a; 2013b).[8] Incluso los espacios nobiliarios asumen estructuras ceremoniales, como reflejan los palacios napolitanos (MAURO, 2013) o el gran palacio madrileño de los Monteleone, con su escalera imperial.

Sin embargo, como muestra el propio ceremonial al encauzar el rango y pautar las expectativas de ascenso nobiliario, el alcance de la participación de la nobleza napolitana en el gobierno de la Monarquía y del mismo Reame presenta también notables limitaciones, como ha resaltado Giovanni Muto. Al plantear cuál era el espacio concreto que los nobles partenopeos habían podido ocupar como élite capaz de actuar de forma autónoma y de condicionar las decisiones políticas, su conclusión es que “de los tres niveles a los que podía acceder la nobleza regnícola -Madrid, Nápoles y provincias del reino- el primero le estaba formalmente cerrado, como lo estaba, por otra parte, para otras noblezas de la Italia española”. Para Muto,

 

“El nombramiento de virrey en los reinos de la monarquía, o la designación para un alto cargo militar representaba ciertamente una gratificación prestigiosa que proporcionaba prebendas y beneficios para el linaje al que pertenecía el agraciado, pero, a diferencia de lo que ocurría a un exponente de la nobleza castellana, no acercaba tanto al noble napolitano hasta el restringido círculo de la Corte madrileña”. (MUTO, 2009: 170)

 

Solo el oficio de regente del Consejo de Italia podría colmar las limitadas expectativas de un napolitano en la corte, pero ni siquiera en esos casos la Corona confió en ellos “como una élite fiable para el gobierno” pues recelaba de su capacidad de control sobre el territorio y “no le reconocía cualidades de una clase dirigente, en grado de llevar a cabo las mediaciones oportunas con los demás grupos sociales”, recelo que, sin embargo, descendía cuando se trataba de la periferia del reino en virtud de la plena vigencia de las atribuciones feudales. La creciente crisis económica del estamento nobiliario en Nápoles habría incrementado esas limitaciones, que la gracia regia no pudo contrarrestrar al circunscribirse al escaso número de familias que lograron estrechar lazos con la nobleza española. En síntesis, Muto sostiene que

 

“el límite intrínseco de la nobleza meridional, y que de algún modo le ha impedido asumir el papel de una verdadera élite de gobierno, residía en su incapacidad para desarrollar un proyecto fuerte y perseguirlo con coherencia: incapaz de negociar un espacio político propio, al mismo tiempo no consiguió desarrollar su plena integración en la Monarquía Hispánica y, de hecho, fue lanzada a los márgenes del juego político” (MUTO, 2009:170-171).

 

Sin olvidar esos límites, es necesario profundizar en el alcance político de valores como la liberalidad, que compartían la ética regia y aristocrática, así como en la instrumentalización de otros conceptos, como el de naturaleza, decisivo en la canalización jurídica de unas identidades territoriales emergentes pero aún fragmentadas y relativas en función del sistema de lealtades múltiples que guiaba los intereses de la sangre, la amistad y el honor.[9] La complejidad de las lealtades políticas y de los procesos identitarios condicionados por la convivencia nacional en la Monarquía dio lugar a un notable grado de mestizaje en los niveles medios e inferiores de la sociedad: soldados, comerciantes, oficiales de la administración..., cuyos descendientes mixtos recibieron en Italia el apelativo de jenízaros y, en el siglo XVII, llegaron a ocupar puestos cruciales en los gobiernos provinciales (ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO, 2004c). Ese proceso afectó también a la nobleza, cuya política matrimonial, en ocasiones incentivada por la Corona, llevó a la formación de notables conjuntos patrimoniales de carácter transnacional, susceptibles de ser utilizados para reforzar la cohesión de la Monarquía pero también de aglutinar intereses y expectativas de un poder autónomo, capaz de condicionar algunas decisiones en la corte. Este último caso, al parecer esporádico, permanece aún pendiente de investigación en su mayor parte, aunque contamos ya con un considerable bagaje conceptual y metodológico para abordar esas trayectorias con las categorías propias de su época y no con los superados criterios nacionales o estatalistas. Como ha recordado Angelantonio Spagnoletti, citando al pensador napolitano Paolo Mattia Doria, que vivió el traumático tránsito entre Austrias y Borbones en el reino de Nápoles, "los nobles no tienen amor de patria, sino que cultivan el amor propio...", por lo que, concluye,

 

“Las noblezas europeas no se configuraban -al menos hasta la mitad del siglo XVIII- como élites nacionales, sino que operaban en una dimensión estamental que privilegiaba su corporativismo, se nutrían de formas de ideología y frecuentaban ámbitos de sociabilidad que ponían de relieve sus perfiles comunes antes que las diferencias nacionales, como ocurría en el interior de la monarquía multinacional de los Habsburgo de España.” (2004a: 485)

 

Por ello mismo,

 

“las aristocracias italianas (pero no solo las italianas) tendían a operar en múltiples niveles (desde la pequeña patria local al Imperio), cada uno de los cuales requería una particular profesión de lealtad. Desde este punto de vista, las lealtades podían ser encauzadas, sin que eso fuera percibido como una contradicción, hacia las más variadas direcciones: el propio señor directo, la Monarquía Católica, a veces las instituciones supranacionales de la época, como la Iglesia, la Orden de Malta o el Sacro Imperio, como sucedía para las numerosas familias de la aristocracia italiana, súbditas de un príncipe y vasallas de otro (los Colonna, los Orsini, los Doria o los Spínola, por citar sólo algunas de ellas)” (Ibidem, 2004a: 485)

 

El mismo historiador ha insistido recientemente en el papel desempeñado por una amplia gama de diplomáticos, clérigos y nobles italianos o hispano italianos, dentro del entramado de intereses que confluía en la corte de la Monarquía y en sus cortes provinciales, recordando las reticencias suscitadas por su adscripción a organismos como el Consejo de Estado y el consiguiente esfuerzo de muchos de ellos para esquivar toda sospecha de lealtad pronunciándose contra los presuntos intereses de sus connacionales. De esa forma, "non erano solo i consiglieri, i cortigiani, i nunzi e, in generale, coloro che vivevano a ridosso della corte e degli apparati della monarchia a costituire centri di potere italiani a Madrid. Lo erano alcuni personaggi che possiamo definire uomini di frontiera che, italiani di nascita, avevano ricoperto in Spagna o nella provincie europee della monarchia incarichi pubblici o avevano vissuto per un certo tempo a corte o avevano contratto matrimoni che aveva fatto di loro degli spagnoli o almeno degli italo-spagnoli capaci di influenzare politicamente la monarchia o di farsi portavoce e sostenitori di interessi italiani". El rechazo y la adhesión caracterizarían pues a esa casta privilegiada y compleja que, en los lindes sutiles de unas identidades entonces al inicio de la larga andadura que las llevaría a adquirir posteriores rasgos nacionales, supieron vivir en la frontera de sí mismos, de sus familias y sus carreras tortuosamente construidas en la sombra de las antecámaras palaciegas. Ese es el trasfondo de unos comportamientos que han llevado al mismo Spagnoletti a recordar que

 

“il carattere multinazionale della monarchia, il suo essere appunto una monarquía de las naciones, consentiva agli uomini che la servivano di mantenere identità e lealtà plurime che non erano in contraddizione tra loro e ne faceva il punto di riferimento della propria famiglia, del proprio principe, del proprio paese” (2011:483)        

 

El estudio de las redes nobiliarias de la Monarquía -incluyendo aquellas colaterales, como la romana, objeto de una atención creciente, al igual que las relaciones con la corte pontificia, con esenciales ramificaciones napolitanas (VISCEGLIA, 1998a, 2001; HERNANDO SÁNCHEZ, 2007) -constituye uno de los grandes desafíos pendientes para la investigación. Aunque cada vez son más los datos de que disponemos sobre linajes y trayectorias individuales y se ha avanzado en la reconstrucción de las grandes estrategias matrimoniales y dinásticas (MUTO, 1991; ANGIOLINI, 1998),[10] solo cuando tengamos un cuadro de conjunto que esclarezca los diversos niveles de integración familiar, así como su proyección en el gobierno, la milicia, la Iglesia y la cultura, estaremos en condiciones de valorar la auténtica envergadura de la articulación del poder dentro y fuera de las fronteras oficiales de la Monarquía, empezando por la propia corte regia. Las naciones se hallaban presentes en ésta no sólo a través de los grandes palacios nobiliarios, como el de los duques de Monteleone, sino también mediante los agentes de las distintas instancias corporativas y territoriales (ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO A. , 1997), así como a través de su inserción en las estructuras consiliares alojadas en el Alcázar. Entre ellas destacaba el Consejo de Italia, formado gradualmente en el tránsito del reinado de Carlos V al de Felipe II y donde los consejeros y regentes de Nápoles, Sicilia y Milán -tanto italianos como españoles- garantizaban la voz de esos territorios en su propio gobierno.[11] Los letrados -objeto de una ardua polémica historiográfica- expresaba las tramas clientelares de las elites locales y, por tanto, los intereses aristocráticos en cuyas redes familiares se hallaban insertos. Esos agentes del gobierno en la corte eran un eslabón intermedio pero crucial del gran engranaje político, institucional y aristocrático de la Monarquía. Un nivel superior -aunque no siempre más efectivo- lo constituían los grandes oficios del gobierno territorial, en manos de la alta aristocracia  (SIGNOROTTO, 1996, 2007; BRAMBILLA, 1997; RIVERO RODRÍGUEZ, 1998; ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO A. , 2001, 2002). Junto a ellos se hallaban los oficios de la corte, ambicionados por su privilegiada proximidad al monarca y a sus gracias (MARTÍNEZ MILLÁN, 2000; MARTÍNEZ MILLÁN J. y., 2005; MARTÍNEZ MILLÁN J. y., 2008). Entre ambos niveles cortesanos, los virreyes y gobernadores empiezan también a ser objeto de una creciente atención historiográfica, sobre todo desde una perspectiva cortesana (BAZZANO, 2002; HERNANDO SÁNCHEZ, 1999; 2004 b; CANTÚ, 2008; RIVERO RODRÍGUEZ, 2011; CARDIM, 2012).

La falta de reconstrucciones globales de la trayectoria de todos los virreyes napolitanos e italianos en general empieza a superarse con algunos estudios clarificadores  (BAZZANO, 2003). Una aproximación para paliar esa carencia es el cuadro general trazado por Pedro Molas sobre los territorios de la Corona de Aragón que, si bien sucintamente, refleja su aumento creciente en el siglo XVII  (MOLAS i RIBALTA, 2010). De este y otros estudios se deduce la tendencia a la continuidad en el ejercicio del oficio virreinal dentro de un número restringido de linajes que, desde el siglo XVI, constituyen la elite italiana del gobierno territorial de la Monarquía. Son los Colonna, los Farnese, los Saboya, los Spínola, los Pignatelli, los Carafa, los Gonzaga, los Moncada, y en menor medida los Aragón, los Trivulzio, los Tuttavilla, los Caracciolo y los Del Giudice, quienes monopolizan prácticamente la confianza de la corte en una parte de la nobleza italiana para entregarles sucesivamente el gobierno virreinal en la misma España. A ellos -que, en distinta medida, poseen siempre feudos napolitanos- cabría añadir los Doria, por los relevantes oficios militares que ostentaron, junto a los episodios singulares de los trentinos Madruzzo y los romanos Caetani. Los Médicis, en cambio, que debían su dominio en el siglo XVI a la intervención de la Monarquía y habían enlazado con uno de los principales linajes españoles a través del matrimonio de Cosme I con Leonor de Toledo en 1539, tuvieron un papel más distante, con la excepción del hijo menor de la pareja ducal, Pedro (SODINI, 2001; VOLPINI, 2010; HERNANDO SÁNCHEZ, 2009b).

Se trata pues de menos de veinte linajes, de muy distinta relevancia y origen y en gran parte emparentados entre sí. A la cabeza, y separados de los demás por su rango superior, pueden situarse aquellos que, desempeñando el gobierno de estados soberanos aunque sometidos a la jurisdicción imperial o pontificia, entroncaron con la misma familia real y llegaron a abrigar, por ello, las máximas aspiraciones dinásticas. Son los Saboya y los Farnese, que desde muy pronto intentaron jugar las bazas del favor regio en la corte e, incluso, aspiraron a insertarse en la línea sucesoria de la Monarquía, bien de uno de sus reinos, como sucedió con los Farnese en Portugal  (DENUNZIO, 2001), o de su conjunto, como pudo pretender Carlo Emanuele de Saboya para alguno de sus hijos hasta el nacimiento del futuro Felipe IV. En ese panorama general, un lugar privilegiado lo ocupan los nobles procedentes del reino de Nápoles (SPAGNOLETTI, 2004b).

El estudio de la inserción de la nobleza napolitana en las estructuras políticas de la Monarquía de España no puede obviar tampoco a las mujeres que, en función de la política matrimonial entre las noblezas de ambas penínsulas, desempeñaron relevantes funciones de poder en el ámbito familiar, condicionando en algunos casos las estrategias patrimoniales. Así lo demuestran la trayectoria de la romano napolitana Vittoria Colonna -hija del virrey de Sicilia Marcantonio Colonna-, casada en 1587 con Luis Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Rioseco y conde de Módica (CARIBBO, 2008); de la hispano siciliana Luisa Luna y de Vega, duquesa de Bivona, casada en 1577 con Antonio de Aragón y Cardona, duque de Montalto, y gran promotora de la estrategia de expansión dinástica y política de esa red familiar siciliana hasta su muerte en 1620  (SCALISI L. y., 2007) o de la napolitana Anna Carafa Stigliano, casada con el duque de Medina de las Torres, virrey de Nápoles (FIORELLI, 2008)[12], aparte de la excepcional figura de la italianizada hija natural de Carlos V Margarita de Austria, ahora mejor conocida incluso en su retiro final en la ciudad napolitana de L’Aquila (MANTINI, 2003).

Desmontado el sistema de prejuicios nacionales y anacronismos conceptuales que distorsionaba el discurso historiográfico, estamos en condiciones de indagar nuevas vías de investigación sobre la transversalidad del poder y los entramados familiares, institucionales y culturales de la sociedad política que lo sustentaba en función de los intereses, no siempre unívocos, de la facción y la sangre. Pero esos intereses presentan, junto a las grandes líneas de continuidad en los dos siglos de la Casa de Austria, una notable evolución.

 

 La nobleza napolitana en el Imperio de Carlos V

 

Durante el siglo XVI los territorios italianos constituyeron el principal escenario de la reputación en Europa y una fuente de recursos materiales y humanos tenazmente disputada a Francia (HERNANDO SÁNCHEZ, 2000). Es lógico por tanto que acabaran convirtiéndose para la Monarquía de España en la gran reserva no sólo militar y señorial sino también cultural para reforzar y dar forma con el lenguaje de la corte a sus presupuestos ideológicos. Tras las guerras de la década de 1520, centradas en la lucha por el dominio de Milán y, secundariamente, de Nápoles, tanto la coronación imperial de Bolonia en 1530 como la campaña de Túnez y el consiguiente viaje triunfal de 1535 evidenciaron el carácter de la península como nudo vital del Imperio de Carlos V (HERNANDO SÁNCHEZ, 2001a). Sin embargo, su protagonismo en la política imperial era disputado por otros espacios europeos, como reflejaba la propia composición de la corte del César, en la que los italianos, aunque no ausentes, serían siempre escasos. Ninguno ocupó un cargo de máxima relevancia en la casa y corte del Emperador, con la excepción del Gran Canciller Mercurino Arborio de Gattinara, si bien el protagonismo atribuido a éste se ha visto relativizado al situarlo en su contexto familiar, cortesano e ideológico (RIVERO RODRÍGUEZ, 2005).

Carlos V reservó los principales oficios de su casa para sus súbditos flamencos y españoles,[13] aunque otorgó una gran confianza a destacados capitanes procedentes de la nobleza italiana, que se contaron entre los principales dirigentes de su ejército -como Próspero Colonna y el marqués de Pescara Fernando de Ávalos en los primeros años del reinado- y llegaron a desempeñar altos puestos de gobierno territorial, como el marqués del Vasto Alfonso de Ávalos o, más adelante, Ferrante Gonzaga, que ostentaba el título napolitano de príncipe de Molfetta. Junto a ellos, el almirante genovés Andrea Doria fue, desde 1528 -cuando su alianza con el Emperador le deparó el título de príncipe de Melfi en el reino de Nápoles, en cuya vida política tendría una intervención creciente-, uno de los principales interlocutores del César en asuntos militares, como máximo responsable de la flota en el Mediterráneo (PACINI, 1999). Esa relativa ausencia italiana en el círculo más estrecho de la corte imperial se vio paliada por la asidua asistencia de nobles de los distintos territorios de la península que acudían en demanda de gracias y honores al César y a sus principales ministros, Nicolás y Antonio Perrenot de Granvela, así como Francisco de los Cobos, erigidos en influyentes patronos de una extensa clientela con ramificaciones en todos los estados italianos y muy especialmente entre la nobleza napolitana (VAN DURME, 1957; BRUNET, 1996; DE JONGE, 2000).[14]

La agregación de Nápoles a la Monarquía de Fernando el Católico consolidó el virreinato como eje institucional de la expansión política y territorial en la que confluyeron los intereses de la aristocracia local y española a partir de la renovación del mapa feudal del Reino. El Rey Católico confió el oficio virreinal al artífice de la conquista, el castellano Gonzalo Fernández de Córdoba, cuyos descendientes en el ducado de Sessa y otros feudos concedidos en el reino de Nápoles consolidaron un extenso patrimonio y una red clientelar que lograron remontar la crisis económica de la casa protagonizada a mediados del siglo por el III duque de Sessa, nieto y homónimo del Gran Capitán (HERNANDO SÁNCHEZ, 1995). Este fue sustituido en 1507 en el oficio virreinal por el aragonés Juan de Aragón, conde de Ribagorza y, en 1509, por el catalán Ramón Folch de Cardona, señor de Bellpuig, cuyos descendientes también se insertarían en la nobleza napolitana, como duques de Somma (HERNANDO SÁNCHEZ, 2001c; GALASSO, 2001). Asimismo, al final de su estancia napolitana en 1507, Fernando el Católico otorgó a tres nobles napolitanos un papel preeminente como asesores del sucesor del nuevo virrey. Se trataba del conde de Santa Severina Andrea Carafa, el conde de Monteleone Ettore Pignatelli y del conde de Cariati Giovan Battista Spinelli, que seguirían detentando el máximo protagonismo político en las décadas siguientes (HERNANDO SÁNCHEZ, 2001a). La profunda crisis de confianza entre el Rey Católico y Gonzalo Fernández de Córdoba condicionó la actitud de la Corona hacia sus sucesores (HERNANDO SÁNCHEZ, 2001b) y reforzó la función política de algunos nobles locales. En ese marco, la carrera ascendente del napolitano Ettore Pignatelli, conde y luego duque de Monteleone, constituye un temprano exponente del protagonismo que luego desarrollarían otros magnates italianos en relevantes oficios de gobierno de la Monarquía. Como virrey de Sicilia desde 1517 hasta su muerte en 1535, afrontó los turbulentos comienzos del reinado de Carlos de Austria en la isla y diseñó un modelo de actuación virreinal que no pudieron dejar de tener presente sus sucesores. Las claves ideológicas de su fundamental gobierno son ahora mejor conocidas gracias a un sugerente estudio, pero falta aún una reconstrucción global de una gestión política y familiar que asentaría la vinculación del linaje a la Monarquía, de brillante continuidad en los siglos siguientes (SALVO, 2004). Vital fue también la actuación política de Andrea Carafa, conde de Santa Severina, como lugarteniente general del reino de Nápoles entre 1523 y 1526, durante las largas ausencias del virrey Charles de Lannoy en el período álgido de las guerras entre Carlos V y Francisco I, así como del cardenal Pompeo Colonna -miembro del gran linaje romano napolitano, máximo exponente de la tradición gibelina y de la agresiva política de la Monarquía frente al Papado-, que sería lugarteniente general del reino entre 1530 y 1532, cuando se empezaron a aplicar las duras medidas represivas y confiscatorias dictadas por su predecesor Philibert de Chalôns, príncipe de Orange, contra quienes habían apoyado la invasión francesa de Lautrec en 1528. Tanto Carafa como, sobre todo, Colonna, desarrollaron un intenso favoritismo hacia los numerosos miembros de sus linajes, clientelas y facciones, desatando el encono de los postergados  (HERNANDO SÁNCHEZ, 2001c).[15]

Los barones napolitanos, como el marqués del Vasto y el príncipe de Salerno, que se hallaron presentes en la solemne coronación imperial de Bolonia, junto a otros magnates italianos, tuvieron ocasión de comprobar los beneficios de la presencia imperial como fuente del favor, el honor y la gracia de los que dependía la conservación y el aumento de sus privilegios. El interés familiar guió siempre la elección de las lealtades, si bien la categoría nacional constituía una referencia útil para reforzar su legitimación. Se explicaría así la conocida imagen del gran marqués de Pescara, vencedor de Pavía, Francisco Fernando de Ávalos, como un español nacido por accidente en suelo italiano pero orgulloso de su sangre, del valor de sus soldados españoles y de la sublimación de los presuntos valores nacionales en textos como el Amadís (PUDDU, 1984: 45-71), aun cuando éste y sus émulos se estuvieran convirtiendo en patrimonio de una nostalgia caballeresca compartida por la cosmovisión aristocrática de españoles, franceses e italianos (DOMENICHELLI, 2002). A partir de la confluencia entre dos tradiciones nacionales, Pescara pudo erigirse en modelo de valor militar y virtudes aristocráticas hasta alcanzar el carácter de un mito familiar que condicionaría el comportamiento de sus sucesores al frente del linaje, consolidado como uno de los pilares del dominio español en el reino de Nápoles y en el conjunto de Italia. Esa trayectoria se expresó a través de un activo mecenazgo que perpetuó una imagen de lealtad a la Corona de España compatible con la defensa de la libertad del reino a la que apelaban los distintos cuerpos e instancias sociales y políticas de éste, empezando por los demás linajes de una aristocracia surcada por múltiples divisiones de rango y de facción. Entre éstas, el marqués de Pescara fue durante las primeras décadas del siglo XVI la cabeza del bando aragonés en el poderoso baronaggio. Preocupado por cualquier cesión a las pretensiones francesas y a las de sus partidarios napolitanos que pudiera comprometer un patrimonio señorial acrecentado a costa de éstos, Pescara era también reacio a doblegarse ante una imposición demasiado rígida de las directrices de la Monarquía que pusiera en cuestión el equilibrio de poderes diseñado por Fernando el Católico a partir de un amplio margen de autonomía de las elites aristocráticas (COLAPIETRA, 1989).

Esa actitud política del gran noble soldado, considerado el continuador de la escuela militar del Gran Capitán, se proyectó en el gobierno de Milán, convertido en escenario privilegiado para las aspiraciones políticas de la nobleza italiana y en especial napolitana, durante el siglo XVI. Lombardía se convirtió en el principal horizonte de las capacidades militares del marqués de Pescara -Capitán General de las tropas imperiales en Italia en 1525, cuando dirigió la ocupación del Estado de Milán- y, más tarde, de su primo y heredero el marqués del Vasto, Alfonso de Ávalos, así como de las meramente políticas, confiadas a prelados como el napolitano cardenal Marino Caracciolo. Todos ellos respondieron a un complejo sistema de lealtades simultáneas y potencialmente contradictorias que aún espera el estudio de las dispersas fuentes documentales. Especialmente grave es la ausencia de un trabajo riguroso sobre la trayectoria política de Alfonso de Ávalos, cuyo papel decisivo en la cultura aristocrática está siendo relevada desde hace tiempo por los estudios sobre su mecenazgo literario, trascendental en el desarrollo de la cultura cortesana napolitana, del conjunto de Italia e incluso de la Monarquía (TOSCANO, 1993).

A estas trayectorias aristocráticas y de gobierno que articularon un vigoroso eje político y cultural entre Nápoles y Milán cabría sumar a Antonio de Leiva. El gran general español, formado también con el Gran Capitán, es uno de los máximos exponentes de la capacidad de renovación del estamento nobiliario en este periodo de vertiginosas transformaciones en el inestable escenario italiano, al remontar sus humildes orígenes recibiendo el título napolitano de príncipe de Ascoli, origen de otra dinastía hispano napolitana. Su actuación militar y política resultó decisiva para el control de Lombardía, donde fue el primer español en ostentar formalmente la dignidad de gobernador del Estado de Milán, pese a lo cual sigue esperando un estudio a la altura de su trascendencia. Mayor envergadura política presenta aún Ferrante Gonzaga, tío del duque de Mantua, príncipe de Molfetta en el reino de Nápoles y señor de Guastalla -feudo imperial en Lombardía-, el noble italiano que, en cuanto virrey de Sicilia desde 1535 y, sobre todo, gobernador de Milán desde 1546, ejerció mayor influencia en el gobierno de los territorios italianos de la Monarquía y en la propia estrategia de ésta, cuando, al final del reinado de Carlos V, Lombardía se consolidaba como eje de un debate territorial que condicionaría el proceso político posterior.[16]

Los virreyes y gobernadores que dominaron el panorama italiano al final del reinado de Carlos V desarrollaron una intensa política matrimonial y señorial que los llevó a enlazar con algunas de las familias locales más relevantes. Es el caso del II marqués de Villafranca, Pedro de Toledo, en Nápoles (HERNANDO SÁNCHEZ, 1994), de Juan de Vega en Sicilia y de Ferrante Gonzaga en Milán. El final de esos mandatos, coincidente con el inicio del reinado de Felipe II y las correspondientes pugnas faccionales en la corte, ilustra con claridad los intereses familiares que condicionaban el ejercicio del gobierno en un momento en que se estaba produciendo un relevo generacional tanto en la corte como en las provincias de la Monarquía. En 1553 la muerte de Pedro de Toledo durante el inicio de la campaña de Siena había evitado que se evidenciara el debilitamiento de la confianza imperial en el virrey como consecuencia de las tensiones desatadas por su política intransigente frente a amplios sectores de la aristocracia y la ciudad de Nápoles, sobre todo tras la revuelta de 1547, a pesar de los lazos familiares tejidos con linajes como los Spinelli y los Colonna. El nombramiento de uno de los adversarios del marqués de Villafranca, el cardenal Pedro Pacheco, como nuevo lugarteniente del reino, alentó el reagrupamiento de los adversarios de los Toledo. Estos estaban dirigidos por la marquesa del Vasto María de Aragón -viuda del marqués del Vasto Alfonso de Ávalos, que fue otro de los mayores enemigos de Pedro de Toledo hasta su muerte en 1546- tras la deserción del bando imperial, en 1551, del IV príncipe de Salerno Ferrante Sanseverino, a quien inicialmente habría correspondido ese papel. El ascenso de Ruy Gómez de Silva en la corte favoreció los intereses de la marquesa y de su hijo, Francisco Fernando, marqués de Pescara y del Vasto, que en 1554 contrajo matrimonio con Isabella Gonzaga, hermana del duque de Mantua Guglielmo, cuya minoría de edad hacía que el pequeño estado padano necesitara afianzar su estabilidad como aliado de la Monarquía (RODRÍGUEZ SALGADO, 1997; VERONELLI, 1997; FRIGO, 1998). Ese enlace coincidía con el momento en que llegaba a su fin en Milán el gobierno de Ferrante Gonzaga, enfrentado en la corte con el duque de Alba, por lo que la alianza entre los Avalos y los Gonzaga venía a reforzar su tradicional enemistad con los Toledo (SEGRE, 1904; CHABOD, 1992).

Aunque objeto también de graves tensiones entre los distintos linajes por alcanzar nuevas cotas de poder, los virreinatos españoles de la Corona de Aragón ocupaban un segundo lugar en las pretensiones movilizadas en la corte ante el próximo cambio de reinado, mientras que Italia veía reforzado su protagonismo como uno de los escenarios fundamentales para el futuro de la Monarquía. Consciente de esa relevancia, Felipe decidió entregar al III duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, el gobierno de los dos estados italianos cedidos por su padre. Aunque parecía imponerse la opción militar, el retorno de la casa de Toledo al poder en Nápoles reforzaba la posición de sus parientes, los Médicis, embarcados en la incorporación de la república de Siena como feudo del rey de España, y los Colonna, quienes se hallaban enfrentados al nuevo papa Paulo IV Carafa, un napolitano a su vez adversario de los Toledo y, por extensión, de todos los españoles, así como a una grave crisis familiar tras la rebelión de Marco Antonio Colonna, con el apoyo de su madre Giovanna de Aragón, contra el jefe del linaje, Ascanio (MALTBY, 1985: 116-117; RODRÍGUEZ SALGADO, 1992: 159-183; RIVERO RODRÍGUEZ, 1993b, 1998: 44-48; HERNANDO SÁNCHEZ, 1994:158-164). Esos intereses familiares condicionaron los nombramientos virreinales de la Monarquía en los años cruciales de su configuración, cuando los diversos territorios que, por herencia o conquista, confluían en el gran entramado dinástico regido por la rama primogénita de la casa de Austria, se verían definitivamente encauzados bajo la primacía española tras las abdicaciones de Carlos V. Sería a partir de entonces cuando cobraría mayor intensidad el debate sobre la conveniencia de emplear a súbditos no españoles y, sobre todo, italianos, en los oficios de guerra y gobierno.

 

Los nobles napolitanos en la Monarquía de Felipe II

 

Al principio del reinado de Felipe II, para evitar los cambios de lealtad que amenazaban el delicado equilibrio socio-político del reino de Nápoles, el humanista heterodoxo y teórico de la arquitectura militar Mario Galeota insistió en la necesidad de proceder a una distribución más equitativa de los oficios relevantes del gobierno de la Monarquía, frente a los crecientes recelos contra los italianos en la corte. Para reforzar su opinión, recurrió a la memoria de su antiguo amigo, el poeta Garcilaso de la Vega, a quien atribuyó una opinión cosmopolita -coincidente con la doctrina cortesana de Castiglione- en el debatido problema de las diferencias nacionales, que anteponía la razón moral de la virtud a la mera razón nacional.[17] Los recelos frente a la lealtad de los súbditos italianos se desarrollaron especialmente en Nápoles durante el gobierno del virrey Pedro de Toledo, a pesar de sus estrechos vínculos familiares y clientelares tanto en el reino como en otros estados de Italia, y fueron cultivados después por su sobrino el duque de Alba (HERNANDO SÁNCHEZ, 1999). Como reacción a esas actitudes, proliferaron las declaraciones de fidelidad en el reino de Nápoles. Además de Galeota, otros autores intentaron reforzar la conciencia de un destino común entre los diversos territorios de la Monarquía. Especialmente, la consolidación bajo Felipe II del apoyo de la Corona a las alianzas matrimoniales entre linajes de los distintos territorios iniciada por los Reyes Católicos fue interpretada como fruto de una hábil estrategia de integración por parte de los apologistas del monarca, como Scipione Ammirato, otro humanista napolitano aunque asentado en la corte de los Médicis (AMMIRATO, 1640). Fortalecida por las agregaciones patrimoniales pero surcada también por serios problemas económicos, sobre todo a finales de siglo, la alta nobleza de los diversos territorios ayudó a la Corona a mantener el orden social y político a cambio de confirmar e incluso ampliar sus propios privilegios. Ese proceso, común a los reinos españoles e italianos (RIVERO RODRÍGUEZ,1993b), condicionó la actuación de los representantes del monarca, como protagonistas de una política familiar que, sobre todo en Italia, originaría serios conflictos con la nobleza provincial, hasta el punto de que al final del reinado la Corona intentaría limitar, sin éxito, los matrimonios de los virreyes y sus parientes con nobles locales.

Los recelos frente a los italianos, desarrollados desde la época de Carlos V entre sectores como el aglutinado en torno al III duque de Alba, confluyeron en una concepción castellanista de la Monarquía e hicieron que arreciaran las críticas en la corte contra la concesión de altos cargos militares y políticos a nobles italianos. Uno de los objetivos de esa polémica fue Francisco Fernando de Avalos y Aquino, marqués de Pescara. Cuando en 1558 el duque de Sessa fue nombrado gobernador, Pescara se valió de su amistad para promocionar su carrera política, sustituyéndolo como gobernador interino entre marzo de 1560 y marzo de 1563. Tras desarrollar diversos empeños militares, el rey lo eligió en 1568 para suceder a García de Toledo como virrey de Sicilia, en una nueva muestra de alternancia faccional en los gobiernos provinciales. Pescara, que alcanzaba así la cumbre de su carrera, se valió de su condición de italiano para ganar crédito entre los sicilianos, lo que no impidió que se viera afectado por diversas maniobras contra su autoridad, sólo atajadas por su muerte en Palermo en 1571 (ZAPPERI, 1970: 627-635)  (HERNANDO SÁNCHEZ, 1999).

Aún más brillante fue la trayectoria de Vespasiano Gonzaga Colonna. Pariente y vasallo del duque de Mantua, del que siempre se consideró servidor y que a su vez reconocía su dependencia del Rey Católico, Vespasiano era también súbdito de éste como duque de Traietto en el reino de Nápoles y, al mismo tiempo, se hallaba sometido a la jurisdicción imperial por sus feudos lombardos, como Sabbioneta. Representante de una rama menor de los Gonzaga, al igual que otros miembros de este linaje (BERTINI, 2007) persiguió el acrecentamiento de su casa mediante el servicio al Emperador y, sobre todo, al rey de España, al que sirvió como general de sus ejércitos, mientras casaba en 1564 con Ana de Aragón, bajo los auspicios del monarca. En 1568 abandonó el servicio del duque de Mantua Guglielmo Gonzaga, que había ejercido temporalmente en Monferrato, y marchó a la corte para ponerse de nuevo a disposición de Felipe II (CIVALE, 2010).[18] Gracias a sus relaciones con la facción del duque de Alba y sus epígonos como el cardenal Espinosa -al contrario que la mayoría de los italianos con altos oficios del período, favorecidos por los seguidores del príncipe de Éboli-, en 1571 sus expectativas se vieron parcialmente satisfechas cuando el rey lo envió a inspeccionar la frontera navarra, nombrándolo poco después capitán general de aquel reino y finalmente virrey, además de gobernador militar de la provincia de Guipúzcoa. Sin embargo, un año después solicitó su relevo en el cargo aduciendo razones de salud. En esa ocasión escribió al duque de Parma, Ottavio Farnese -con el cual, así como con su hijo Alejandro, mantenía estrechas relaciones (DALL´ACQUA, 1988)-, para insistir en su agradecimiento al rey por haberle concedido un virreinato en España siendo italiano,

 

"considerata la singularità che havea usato meco, per esser forestiero de questi regni nel darme carico in essi [...] tenendo anchor per fermo che l'era più a core questo che me confidava che qualsivoglia altro regnio de suoi..", un planteamiento que le llevaba a afirmar que "ad homo italiano nisciuna cosa potea più riuscire che governar in Spagna"  (TAMALIO, 1993)[19].

 

A finales de 1574 Gonzaga, experto ingeniero militar y uno de los más cultos nobles de su tiempo, fue enviado a inspeccionar los presidios españoles en el norte de África. Su eficacia llevó al rey a nombrarlo virrey de Valencia, sobre cuyas costas pesaba una nueva amenaza berberisca. Ese mismo año había conseguido que el marquesado de Sabbioneta fuera elevado al rango de principado por el emperador. En 1578, coincidiendo con la caída en desgracia del duque de Alba, Vespasiano obtuvo licencia para volver a su ciudad de Sabbioneta, elevada a principado, donde desarrollaría un intenso mecenazgo que ha centrado los últimos acercamientos historiográficos (ASINARI, 1999; MALACARNE, 2008; VENTURA, 2008).

No menor fue el afán con que persiguió un cargo virreinal Marco Antonio Colonna, a un tiempo vasallo del papa como duque de Paliano y del rey de España como duque de Tagliacozzo en el reino de Nápoles. Al ver frustradas sus expectativas de ascenso en la corte pontificia tras haber dirigido la flota papal en Lepanto, Marco Antonio ofreció sus servicios a Felipe II y logró finalmente ser nombrado virrey de Sicilia en 1577. Su gobierno estuvo marcado por una intensa política de reforma de la justicia que le valió la enemistad de la Inquisición y de gran parte de los ministros de la isla, así como de cuantos consideraban insatisfechas las demandas de gracias y oficios de la clientela ligada a Terranova y otros nobles sicilianos. Esas tensiones afloraron con especial dureza en el curso de la visita enviada para examinar las denuncias en 1583, como consecuencia de la cual el rey decidió llamarlo a la corte para dar explicaciones de su gestión, si bien su muerte en Medinaceli en 1584 le impidió entrevistarse con el monarca. Al contrario que su pariente Vespasiano Gonzaga, el jefe del gran linaje romano-napolitano tuvo que hacer frente desde el comienzo de su mandato a las críticas contra su presunta incapacidad para el gobierno, su favoritismo hacia los italianos e, incluso, su por otra parte impecable dominio del español  (RIVERO RODRÍGUEZ, 1993a; RIVERO RODRÍGUEZ, 1994; BAZZANO, 2003).

Para contrarrestar esas críticas Carlos de Aragón y Tagliavia, duque de Terranova –cabeza de una de las casas que confluirían en la herencia de los duques de Monteleone-, se   esforzó en favorecer a los españoles en sus sucesivos cargos de gobierno. En Sicilia, según   escribiría Di Giovanni,

 

“fu sagacissimo e prudente nel suo governo. Prese egli una strada, per la quale arrivò a tutti i gradi di dignità desiderati, e fu che aiutava, onorava e favoriva meritamente la nazione spagnuola a tutto suo potere; pagava molto bene i soldati; esaltava ogni persona abile; le dava officii e dignità, ed in quanto poteva procurava di fare i donativi ordinarii ed estraordinarii, intanto che ogni Spagnuolo stava contento del duca, e scriveva alla corte lodandolo, che non vi fu mai viceré di meglio governo e qualità che costu” (1989: 313)

 

Pese a esa imagen idílica, Terranova fue también acusado de favoritismo hacia los italianos durante su gobierno en Sicilia, lo que no impidió que el rey mostrara siempre gran confianza en sus dotes de gobierno, como refleja su trayectoria, quizás la más sólida en el cursus honorum de un italiano al servicio de la Monarquía durante todo el reinado. Miembro de una rama menor de la casa de Aragón establecida en la isla desde hacía generaciones, quien sería conocido como Gran Siciliano consiguió que su marquesado de Terranova fuera ascendido a ducado en 1561 y logró el título de príncipe de Castelvetrano en 1565, convirtiéndose en el más influyente aristócrata de la isla, donde detentaría los títulos de Almirante y Gran Condestable. Como han estudiado Maurice Aymard y, más recientemente, Lina Scalisi, el duque consolidó su patrimonio e impulsó ventajosos matrimonios, casando a su nieto y heredero con una hija del duque de Monteleone en Nápoles y sobrina de Marco Antonio Colonna. Entre 1566 y 1568 ocupó la presidencia de Sicilia durante la ausencia del virrey García de Toledo y, a la muerte del marqués de Pescara en 1571, fue llamado a ocupar otra vez ese puesto, en el que se mantendría, con unos poderes reforzados que lo equiparaban de hecho a un virrey, hasta la llegada de Marco Antonio Colonna en 1577. En 1581 fue nombrado virrey de Cataluña y, en octubre de 1582, gobernador de Milán, donde permaneció desde abril de 1583 hasta 1592. Recompensado con el Toisón de Oro, entre otros honores, Terranova pasó sus últimos años en la corte, donde moriría en 1597  (BOZZO, 1879-1896; GENUARDI, s. f.; AYMARD, 1972; SCALISI, 2012).

 

La nobleza napolitana y el esplendor de la corte en el siglo XVII

 

   El uso del esplendor y la magnificencia como instrumentos de reputación en la dura pugna por los más altos oficios de gobierno se vio reforzado especialmente por los nobles napolitanos, cuya presencia en la corte fue continua desde el principio del siglo XVII. Algunos de ellos participaron activamente en la dinámica vida ceremonial y festiva que pautaba el desarrollo de la dialéctica política en el juego de las facciones bajo los sucesivos valimientos. Así, encontramos referencias como la mascarada que en 1603, durante la estancia de la corte de Felipe III en Valladolid,[20] costeó en el propio Palacio Real el duque de Monteleone, Ettore Pignatelli -poco después nombrado virrey de Cataluña-, la cual, según Cabrera de Córdoba,

 

"encarecen mucho, y fue de muy costosos vestidos, y estiman el gasto en mas de 10.000 ducados: en la cual salio S.M., el duque de Lerma con el de Monteleón y don César de Avalos, don Pedro de Médicis y algunos gentil-hombres de Cámara" (1997:159)[21]

 

La presencia en la misma representación del monarca, el valido y tres exponentes de destacadas casas italianas vinculadas a España tradicionalmente, como los napolitanos Pignatelli y Ávalos, así como el florentino Pedro de Médicis, refleja la escenificación tanto de la cercanía a la gracia regia de la que éstos obtenían nuevas fuentes de aumento y reputación para sus carreras personales y sus linajes, como de cierta solidaridad nacional para hacer valer sus méritos en el arduo mercado del honor que encerraba el gran teatro cortesano. Si la actuación en éste podía bastarles a algunos con un breve papel para adquirir un nuevo título o prebenda y volver "a su casa", como se comentó en aquella ocasión de Monteleone, la propia trayectoria de éste al alcanzar un destacado oficio virreinal en España refleja el enraizamiento de sus carreras de servicio en el entramado de intereses -personales, familiares y clientelares- en el que se fundaba el gobierno de la Monarquía. En ese sentido, es mucho lo que aún queda por investigar sobre la inserción de las redes italianas de facción y parentela en el sistema del valimiento a lo largo del siglo XVII.

Unos años después de ejercer el oficio virreinal en Cataluña, Pignatelli fue nombrado en 1615 embajador en Francia, el puesto más delicado y trascendental en aquel momento de la compleja red diplomática de la Monarquía. Su cometido inicial estuvo revestido además del máximo relieve ceremonial, como encargado de acompañar a la nueva reina, Ana de Austria. En París, el duque desempeñó un papel político esencial para canalizar los intereses de la Monarquía en apoyo de la facción pro española triunfante bajo la regencia de María de Médicis, al tiempo que tuvo que atajar las tensiones protocolarias suscitadas por las diferencias entre las dos cortes. En esa ocasión realizó algunas observaciones sobre la comunidad de costumbres entre las elites españolas e italianas frente a las francesas, señalando "el modo de proceder de Francia, la confusión, la poca prevención y otras mil cosas a este tono [...] realmente acongojaban, particularmente a quien estaba acostumbrado a los procedimientos de España e Italia..." (OCHOA BRUN, 2006). Sin embargo, su protagonismo político en la convulsa corte francesa no impidió que Monteleone solicitara ser relevado en su cargo para poder volver a Madrid como miembro del Consejo de Estado, petición que fue atendida en 1618. Su muerte en la corte, seis años después, confirma el arraigo español de un linaje que iba a sortear hábilmente los vaivenes políticos de las siguientes décadas para alcanzar nuevos oficios de gobierno.

Bajo Felipe IV la Unión de Armas de Olivares impulsó la movilidad de los súbditos napolitanos en todos los escenarios de la Monarquía. Uno de los episodios militares más conocidos se produjo cuando un contingente napolitano al mando del marqués de Coprani y Giovan Vincenzo Sanfelice participó en la famosa recuperación de Bahía, en el Brasil, de manos de los holandeses en 1625 (DORIA, 1932; DI PACE, 1991). Como ellos, otros muchos nobles y simples soldados de los diversos territorios de Italia se distinguieron en los frentes de la Guerra de los Treinta Años. En ciertos casos, el servicio de las armas se insertó en carreras cortesanas con amplias repercusiones políticas. Un grupo selecto de linajes italianos con antiguas trayectorias vinculadas a la Monarquía logró situarse en la primera línea de atención del valido para apoyar su estrategia de gobierno a cambio de un calibrado reparto de oficios y mercedes. Entre los canales para acceder a los cargos y honores de la corte figuró el acceso a la Casa Real como paje o menino. Un estudio reciente sobre los italianos que entraron al servicio de la primera mujer de Felie IV, Isabel de Borbón, demuestra que todos ellos acabaron promovidos a oficios políticos o militares, de acuerdo con el interés de Olivares en reforzar los lazos de dependencia de las elites italianas para facilitar la aceptación de sus exigencias fiscales y militares en Milán, Cerdeña y, sobre todo, Nápoles, mientras la nobleza siciliana, mucho más endeudada, se veía postergada (PIZARRO LLORENTE, 2010: 524-525). En 1623 entró como menino Fabrizio de Lanario y Aragón, primogénito del napolitano Francesco Lanario y Aragón, uno de los máximos exponentes de la capacidad de medrar con la espada y la pluma (HERNANDO SÁNCHEZ, 2001d). En 1624 fue el turno de otro napolitano, Carlo Maria Caracciolo, hijo del marqués de Torrecusco, un destacado militar que sirvió en las principales campañas bajo el gobierno de Olivares, y al año siguiente ingresó con el mismo oficio su pariente Giacomo Caracciolo (CREMONINI, 1995; PIZARRO LLORENTE, 2010). En 1630 fue nombrado de nuevo un napolitano, el marqués de Padula Ferrante Brancha y Carbone, nieto de un influyente regente del Consejo de Italia que participó en algunas de las principales juntas reunidas bajo Olivares para examinar asuntos italianos, junto al también regente Giuseppe de Nápoles, uno de los hombres de máxima confianza del valido, cuya trayectoria merecería un estudio exhaustivo, como demuestra su activa participación en la Junta Grande de 1629-1630, de Desempeño y la Media Annata en 1633 y la nueva Junta Grande o Junta Plena de Ejecución en 1641. Su nieto, Pedro de Nápoles y Barresi -descendiente también, por tanto, de uno de los más notables linajes sicilianos-, sería nombrado menino en 1642 (PIZARRO LLORENTE, 2010: 534-535).

No era suficiente, sin embargo, que algunos nobles italianos alcanzasen nuevos títulos o puestos secundarios en el ejército o la administración, ni que frecuentasen la corte buscando el favor del valido con escritos que expresaban la acomodación del modelo de gobierno virreinal a los aires políticos del momento: la nobleza seguía denunciando, de forma ya casi compulsiva, su marginación de los altos puestos. El gran objetivo aristocrático, al igual que en Castilla, eran los oficios, las gracias y mercedes de mayor reputación. Una moral fundada en el servicio y la recompensa nutría la competencia por el honor en la escena cortesana en que se hallaban embarcados los grandes linajes como la mejor garantía para su supervivencia. El descontento, especialmente de la nobleza napolitana, por su marginación del gran mercado del honor y la gracia se hacía sentir desde el siglo anterior (AJELLO, 1996) y cobró mayor intensidad ante las dificultades patrimoniales que debió afrontar a lo largo del siglo XVII (VISCEGLIA, 1998b). Para compensarlo, la Corona calculó la oportunidad de favorecer, como hicieron Fernando el Católico, Carlos V y Felipe II, una política matrimonial que vinculase más estrechamente los intereses de los grandes linajes del Reame con los de los territorios españoles. Sin embargo, los recelos ante las implicaciones políticas que podía conllevar el aumento del poder aristocrático como consecuencia de tales enlaces se hicieron sentir en la corte regia, tanto en lo que atañía a las casas italianas como a las españolas. Así, a fin de favorecer a los familiares y deudos napolitanos de su mujer, Anna Carafa, princesa de Stigliano y de Sabbioneta, en 1640 el duque de Medina de las Torres diagnosticó los expedientes necesarios para "conservar la dependencia y amor destos Vasallos" y, particularmente, de la nobleza baronal y de seggio, insistiendo en la necesidad de gratificarlos con mercedes y honores en la corte como el mejor instrumento de dominio del que podía disponer la Corona, pues "aquí ay Caballeros que fueran muy a proposito por su calidad, por la consequencia de sus casas, y por la bondad de sus personas, para mayordomos de Su mg. y de la Reyna..." (MUSI,1989: 69-72). Sin embargo, fueron escasos los nobles italianos que llegaron a ocupar puestos relevantes en la corte regia. El protagonismo señorial y aristocrático, reivindicado sobre todo en el reino de Nápoles, planteaba continuos desafíos a la Corona que ésta intentó canalizar a través del sistema de honores y precedencias distribuidos a través de la corte virreinal. En lugar de conceder altos oficios en la corte regia, proliferaron los nombramientos de nobles italianos como virreyes de otros territorios.

Especial significado reviste el nombramiento sucesivo bajo Olivares como virreyes del reino de Aragón -que tantos problemas había planteado con el llamado "pleito del virrey extranjero"- de dos exponentes del mismo linaje napolitano -aunque pertenecientes a dos ramas distintas- como fueron Girolamo Carafa Caracciolo, marqués de Montenegro (1632-1636) y Francesco Maria Carafa Castriota Gonzaga, duque de Nocera (1639-1641) (MOLAS i RIBALTA, 2010: 35-37). El gobierno de éste pareció superar esas resistencias que, sin embargo, acabarían cristalizando en nuevas tensiones con la Corona. Maestre de Campo en Milán, Nocera fue nombrado también, en 1640, virrey de Navarra, con el claro objetivo de reforzar la continuidad de la defensa pirenaica. Destituido y encarcelado tras intentar mediar con los rebeldes catalanes, su final puede ser interpretado desde diversas perspectivas coyunturales pero también en relación con una larga tradición familiar y nacional -tanto napolitana como aragonesa- de pacto y negociación entre las elites territoriales. En ese sentido, resulta revelador que el nombramiento de Nocera coincidiera con otra actuación suya como mediador, en esta ocasión de las demandas de su propio reino de Nápoles frente a la presión fiscal a la que se éste se veía sometido por las crecientes necesidades militares de la Corona, demandas que, a su vez, debía imponer, al parecer contra su voluntad, el entonces virrey del reino partenopeo, el duque de Medina de la Torres (ELLIOTT, 1990: 548), antiguo yerno de Olivares y ahora casado con la principal heredera de Italia, Anna Carafa, pariente, por tanto, de Nocera (FIORELLI, 2008: 445-462). El creciente enfrentamiento entre Medina de las Torres y el valido, que se había opuesto tanto a su matrimonio napolitano como a que sucediera al mucho más dócil conde de Monterrey -cuñado de Olivares- en el oficio de virrey de Nápoles, encerraba la ambición política de Medina y su capacidad para acceder a la gracia real al margen del todopoderoso Conde Duque. En ese marco, la ida de Nocera a Aragón pudo responder a una nueva maniobra de Medina para extender su influencia familiar al margen del valido, mientras que la posterior caída en desgracia del noble napolitano puede entenderse como la esperada revancha de don Gaspar. El final del virreinato de Medina, que éste veía con impaciencia ante la posibilidad de alcanzar nuevas cotas de poder en la corte regia después de la caída de su antiguo suegro, no truncaría el desarrollo de sus intereses patrimoniales en el reino de Nápoles, en virtud de los cuales permaneció aún un tiempo en él tras el cese, para reemprender una ascendente carrera política, que le llevaría más tarde a presidir el Consejo de Italia y a ocupar relevantes oficios cortesanos en Madrid (STRADLING, 1976, 1989). Nocera, por su parte, aún en su desgracia, se erigió en modelo de virtudes cortesanas, tal y como reflejaría, entre otros autores, Baltasar Gracián en un conocido pasaje de El Discreto y en la dedicatoria de su tratado El político don Fernando el Católico (1993: 149). Aunque su cese en el gobierno de Aragón atestigua las dificultades políticas de un noble napolitano a la hora de insertarse en los cuadros rectores de la Monarquía (SOLANO CAMÓN, 1984; ELLIOTT, 1990: 548, 577, 596-597), su imagen idealizada de perfecto cortesano expresa la asimilación de los valores de una élite dirigente que no sólo compartía intereses, sino también una ética común, reflejada de forma creciente por los criterios de la magnificencia.

Por su parte, Federico Colonna, príncipe de Butera y Gran Condestable del reino de Nápoles, fue nombrado virrey de Valencia en 1640 y de la rebelde Cataluña un año después. Colonna, sobrino del duque de Monteleone que estuvo al frente del Principado a principios de siglo dejando una memoria presuntamente positiva de su gobierno, evocó ante las autoridades catalanas la gestión conciliadora de su tío, pero murió luchando en Tarragona ese mismo año sin poder realizar la ansiada entrada en Barcelona. La elección de un italiano para mantener la continuidad de la institución virreinal tan duramente atacada con el asesinato del conde de Santa Coloma en los inicios de la revuelta, revela un claro intento conciliador, dados los precedentes pactistas y presuntamente neutrales de los linajes que confluían en el nuevo virrey, Colonna y Pignatelli. De hecho, el protagonismo de la aristocracia napolitana se vio confirmado cuando en 1644, caído Olivares, el rey nombró otra vez virrey de Cataluña a un napolitano, Andrea Cantelmo, aunque en este caso se tratase de una opción eminentemente militar, ya que había sido Maestre de Campo General en el ejército de Flandes, encomendándosele ahora una ofensiva en el frente catalán que, tras algunas victorias iniciales, se saldaría con la retirada del virrey a Aragón, donde moriría en 1645  (MOLAS i RIBALTA, 2010: 37-38).

Como ha señalado Pedro Molas, “después de la crisis de mitad de siglo XVII se incrementó la presencia de virreyes italianos en los reinos de la Corona de Aragón”  (MOLAS i RIBALTA, 2010: 41). Nuevamente, el propio reino de Aragón fue el mejor exponente de esa realidad. Entre 1654 y 1657 estuvo a su frente otro miembro de un gran linaje napolitano con relevantes precedentes virreinales, Fabrizio Pignatelli, príncipe de Noja y duque de Monteleone tras su matrimonio con la heredera de este título, Girolama Pignatelli. Su sucesor en el mismo territorio fue otro italiano, esta vez Niccolò Ludovisi, príncipe de Piombino, entre 1657 y 1663. La instrumentalización del oficio virreinal como medio de promoción familiar resultó especialmente evidente en este caso, tal y como señaló el cronista contemporáneo Barrionuevo al indicar que Ludovisi pretendía con su gobierno aragonés abrirse camino hacia el más relevante y próximo a sus intereses del reino de Nápoles, objetivo que finalmente no alcanzaría, al igual que ningún otro italiano, dado que la trascendencia política, económica y simbólica del Reame actuaba como una barrera infranqueable para las ambiciones de la nobleza italiana frente a los recelos de la Corona, más proclive a permitir ahora el acceso de aquella los altos oficios de la corte o del gobierno de los territorios de la Corona de Aragón, antes que encomendarle su más preciado virreinato  (MOLAS i RIBALTA, 2010: 42).

Aun con esa notable excepción, a lo largo del siglo XVII la Corona fue superando las reticencias hacia la lealtad de sus vasallos italianos y confió en ellos de forma creciente para desempañar los más altos oficios de gobierno. Esa tendencia expresa también la integración de las elites de la Monarquía, que parece haber culminado coincidiendo con el protagonismo aristocrático del reinado de Carlos II y la crisis dinástica de la Guerra de Sucesión. El proceso, iniciado desde el siglo XVI, llegó entonces a su madurez política, como resultado de la intensificación de las redes familiares aristocráticas y su poder ascendente en una corte sobre la que habían recuperado la influencia a partir del sistema del valimiento. El declive castellano, económico y político, proporcional a la emergencia de las elites provinciales en el gobierno territorial a través de lo que algunos historiadores han definido como neoforalismo en el ámbito de la Corona de Aragón, se sumó al reforzamiento del poder aristocrático en la corte y el gobierno de la Monarquía para favorecer el acceso de los nobles italianos a los gobiernos virreinales. La mayor parte de ellos estaban emparentados entre sí -además de con destacados nobles castellanos en algunos casos-, en un proceso endogámico paralelo a su creciente establecimiento en Madrid. Por supuesto, no todos los linajes relevantes de los territorios italianos de la Monarquía participaron por igual del reparto de honores y oficios. En ese sentido es reveladora la continuidad del predominio napolitano  (SPAGNOLETTI, 2002).

Entre 1667 y 1668 el reino de Aragón fue confiado de nuevo a un napolitano, miembro del linaje que ya había regido varios territorios españoles en otras ocasiones, Ettore Pignatelli Aragón, VI duque de Monteleone, casado con la duquesa de Terranova Juana de Aragón y Cortés. Como él, la mayoría de los virreyes italianos del período aguardan aún un estudio. Es el caso de otro destacado noble napolitano, Francesco Tuttavilla, duque de San Germano, que, tras ejercer como virrey de Navarra entre 1664 y 1667, fue nombrado virrey de Cerdeña en 1668, pacificando enérgicamente la isla tras los pasados disturbios, y en 1673 de Cataluña, donde dirigió la nueva guerra contra Francia.

Entre 1676 y 1677 gobernó de forma interina Sicilia Aniello Guzmán y Carafa, hijo del duque de Medina de las Torres y Anna Carafa. El reino de Aragón fue confiado en 1678 al romano napolitano Lorenzo Onofre Colonna, duque de Paliano. Casado con Maria Mancini, era cuñado del III marqués de los Balbases y consuegro del duque de Medinaceli, por lo que “formaba parte de un poderoso grupo de presión italiano radicado en la corte y con extensos feudos en el norte y el sur de Italia”  (MOLAS i RIBALTA, 2010; CARRIÓ-INVERNIZZI, 2010). Luigi Guglielmo Moncada, duque de Montalto, también se instaló en la corte al término de su virreinato valenciano. Caballerizo Mayor en 1659, en 1663 pasó a desempeñar el relevante oficio de Mayordomo Mayor de la reina Mariana de Austria, siendo sustituido en su anterior cargo por su cuñado el marqués de Aitona. En los inicios de la regencia de Mariana, Montalto se convirtió en uno de los personajes más influyentes de la corte, primero a favor y luego en contra del valido Nithard. Tras enviudar por tercera vez, en 1667 se convirtió en cardenal. Su hijo y heredero, Fernando de Aragón y Moncada, nacido en Madrid en 1646, continuó esa brillante trayectoria. Casado con una hija del marqués de Los Vélez, sucedió a éste en la  presidencia del Consejo de Indias y en 1691 pasó a formar parte del Consejo de Estado. Teniente General de los reinos de la Corona de Aragón en 1693, dos años después ocupó la presidencia del Consejo de Aragón y encabezó la enconada lucha por el poder del final del reinado de Carlos II, enfrentándose a la reina Mariana de Neoburgo. Alejado por ésta de la corte en 1698, regresó de la mano del muevo monarca Felipe V.

Entre 1688 y 1691 estuvo al frente del virreinato de Cataluña el napolitano Carlo Antonio Spinelli, príncipe de Cariati y duque de Seminara. En 1693 Antonio Carafa, que se había distinguido por la dureza de su represión contra las revueltas húngaras sirviendo a Leopoldo I, iba a ser nombrado virrey de Cataluña cuando murió. En su lugar fue nombrado virrey interino otro napolitano, Domenico del Giudice, hermano del influyente cardenal Francesco del Giudice. Duque de Giovenazzo y príncipe de Cellamare, Domenico había sido antes embajador en Saboya, Francia y Portugal, así como consejero de Guerra e Italia  (SPAGNOLETTI, 2001, 1996). Otro napolitano más, Niccola Antonio Pignatelli de Aragón, fue virrey de Cerdeña entre 1687 y 1690. Tras casarse en 1679 con su sobrina Giovanna Pignatelli, Niccola Antonio se había convertido en duque de Monteleone y Terranova, gozando de la protección de su influyente suegra. Gracias a ésta fue nombrado Caballerizo Mayor de Mariana de Neoburgo y, como expresión de su arraigo en la corte, construyó una nueva residencia solariega en Madrid (MOLAS i RIBALTA, 2010)

Con el cambio de dinastía la mayor parte de los nobles italianos que habían desempeñado altos oficios de gobierno bajo Carlos II consiguieron medrar durante los primeros años del reinado del nuevo monarca, Felipe V (ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO, 2004b; ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO & GARCÍA GARCÍA, 2007). El final de la Guerra de Sucesión y la desmembración de los territorios italianos de una Monarquía a cuya reunificación no renunciaron nunca realmente ninguno de los dos contendientes, no interrumpió la carrera del grupo de nobles italianos que habían consolidado sus posiciones en la corte en las últimas décadas. Una parte significativa apostó por el archiduque Carlos de Austria. Entre ellos destaca el linaje Pignatelli, cuya vinculación con el gobierno virreinal en la Corona de Aragón constituye una de las constantes más destacadas durante todo el siglo XVII. Varios miembros menores de la familia desempeñaron relevantes oficios militares y se adaptaron inicialmente a la nueva dinastía borbónica, como Domenico Pignatelli, que tras mandar un tercio napolitano en Cataluña, fue nombrado gobernador de Gerona en 1676 y guió la defensa frente al asedio francés de 1684, así como la represión de los movimientos insurreccionales de 1688 y 1689; casado con la noble catalana Ana de Aimerich y nombrado marqués de San Vicente en 1693, fue virrey de Navarra entre 1699 y 1701 y Capitán General de Galicia hasta su muerte en 1703. A su vez, el duque de Monteleone, Niccolò Antonio Pignatelli de Aragón, también apoyó inicialmente a Felipe V. Encargado de imponer el Toisón al nuevo rey en 1701, lo acompañó en su viaje a Italia un año después. Pero en lugar de volver a la corte permaneció en Nápoles y apoyó activamente la entrada de los austriacos en 1707, siendo recompensado más tarde por Carlos VI con el virreinato de Sicilia, que desempeñó entre 1719 y 1720, coincidiendo con el intento de reconquista española. Otro miembro del mismo linaje, Ferdinando Pignatelli, cuya carrera militar se había desarrollado sobre todo en la frontera catalana bajo Carlos II, fue nombrado Capitán General de Galicia por Felipe V, pero en 1710 se unió a Carlos de Austria, que lo nombró virrey de Aragón. Ferdinando estaba casado con la duquesa de Híjar,  por lo que era uno de los principales nobles del reino de Aragón, del que sería el último de los abundantes italianos y miembros de su linaje al frente de ese territorio. Tras la conquista definitiva de Zaragoza por las tropas borbónicas en 1711, se refugió en la corte austracista de Barcelona, volviendo después a Nápoles. Allí uno de sus hijos, Antonio Pignatelli, que había nacido en Madrid en 1700, casó en 1720 con la heredera del conde de Fuentes, uno de los nobles aragoneses exiliados por su lealtad al Archiduque. Ello no impediría que su primogénito, Joaquín Pignatelli de Aragón y Moncayo, alcanzara nuevos oficios en la corte de Fernando VI y Carlos III de España, mientras sus hermanos destacaban en la vida cultural y religiosa del Aragón ilustrado. Francisco Pignatelli Aimerich fue comandante general interino de Aragón entre 1749 y 1742, Capitán General de Granada y embajador en Francia. Su hermano mayor Antonio Pignatelli, marqués de San Vicente, fue mariscal de campo durante el intento de reconquista de Cerdeña en 1717 y teniente general en Sicilia un año después. A pesar de esta brillante carrera con Felipe V, casó en Nápoles con Anna Maria Pinelli en 1720 y pasó al servicio de Carlos VI como otros miembros de su linaje, entre ellos su hermana Maria Josefa Pignatelli, condesa de Altham (MOLAS i RIBALTA, 2010: 40-41).

Otros italianos, en cambio, mantuvieron su lealtad a Felipe V. El duque de San Giovanni fue uno de los principales consejeros de éste entre 1705 y 1709, destacando entre los más enérgicos defensores de la abolición de los fueros de los reinos de Aragón y Valencia en 1707. Encargado de los asuntos militares en el gabinete del rey, fue nombrado en 1709 virrey de Navarra, donde murió en 1712. Otro napolitano siciliano, Ferdinando de Aragón y Moncada, se ligó estrechamente a la reina Maria Luisa Gabriela de Saboya hasta su muerte en 1713. La opción borbónica de Moncada consolidó la radicación definitiva del linaje en España, confirmada al ser sucedido por su hija Catalina, casada con el marqués de Villafranca, representante de uno de los linajes castellanos más vinculados a Italia (MOLAS i RIBALTA, 2010: 40-41). Por su parte, el IV marqués de los Balbases, Filippo Spínola Colonna, fue el último virrey español de Sicilia durante la Guerra de Sucesión  (ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO, 2007). Mientras algunos, como el napolitano príncipe de Cellamare, entraron en el Consejo de Estado bajo Felipe V, otros siguieron desempeñando los más elevados oficios de la administración, como el languideciente Consejo de Italia (ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO, 2004a), o en la milicia. Así, Rostaino Cantelmo, duque de Populi desde 1693, fue nombrado Maestre de Campo General del reino de Nápoles y, en 1703, capitán de la nueva compañía italiana de guardias españoles; Teniente General en 1705; Capitán General en 1710; en 1713 dirigió la ocupación de Cataluña y moriría en Madrid en 1723. Francesco Caetano de Aragón, otro napolitano, hijo del duque de Laurenzana, fue comandante militar del reino de Valencia. Junto a él se distinguió el napolitano Francesco Maria Caraffa, príncipe de Belvedere, caballero del Toisón desde 1684, Mariscal de Campo en 1707, Teniente General en 1713, Gobernador de Gerona en 1717 y de Tarragona en 1721. El apogeo italiano en el gobierno territorial -paralelo al diplomático y cortesano, como atestiguan los casos del cardenal Acquaviva o el famoso Alberoni (LEÓN SANZ, 2010)-[22] llegaría, de la mano del primer Borbón, con el nombramiento, por primera vez, de un noble de origen extra peninsular para ocupar un virreinato de Indias: el napolitano Nicolao Caracciolo, príncipe de Santobuono, que sería virrey del Perú entre 1716 y 1720 (IRLES VICENTE, 1997). 

Los nobles napolitanos se presentan políticamente tan proteicos como culturalmente bilingües, mecenas aún pendientes de estudio en su mayor parte, fieles a sí mismos, además de a sus reyes, sujetos activos en la dialéctica del dominio y de la obediencia proyectada sobre todas las esferas del poder. Otros muchos de ellos desempeñaron destacados oficios militares, políticos, eclesiásticos y cortesanos en España hasta el final del Antiguo Régimen, hasta completar una de las más brillantes y desconocidas parábolas de la gran internacional aristocrática europea. Entre ellos, el duque de Saint Simon, cronista implacable del Antiguo Régimen en su cenit, conservó la memoria del príncipe de Cellamare que, siendo embajador en París, habría conspirado en 1718, de acuerdo con Alberoni -el gran ministro con el que un italiano alcanzó, al fin, el máximo poder en una Monarquía demediada-, con el objetivo de entregar la regencia de Francia al propio Felipe V. Esa pirueta histórica protagonizada por un italiano, grande de España, para unir las dos coronas cuya rivalidad  había dividido a Italia durante siglos, sería evocada por Croce al reconstruir la trayectoria del palacio napolitano que, tras pertenecer a los Carafa, fue adquirido por el audaz diplomático del que aún hoy conserva el título  (CROCE, 2006). Al tiempo que se urdía la intriga francesa, otro palacio de la misma ciudad, el de los duques de Monteleone, era reformado por Sanfelice con una suntuosa portada barroca, mientras quedaba abandonada la mansión madrileña del linaje. Tales vicisitudes no impidieron, sin embargo, que cuando ésta, convertida en recinto militar, albergó uno de los episodios centrales del levantamiento del 2 de mayo de 1808 contra los franceses, siguiera vivo gran parte del entramado familiar al que debía su origen y cuya continuidad se prolongaría, en algunos casos, con nuevos enlaces matrimoniales en el siglo siguiente. Para entonces sí había desaparecido la estructura política que alimentó la integración de una parte significativa de la nobleza napolitana en la elite de gobierno de la Monarquía, al igual que el sistema de valores y el sentido de los conceptos que les llevaron a identificar su fortuna con la lucha per la fede, per lo rè e per la patria.   

 

 

 

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* Este trabajo es uno de los resultados del Proyecto de Investigación del MINECO, referencia HAR2012-37560-C02-02, titulado Centros de poder y cultura política de la Monarquía de España en el Barroco.

[1] Vid Villari (1994), cuya contraposición entre ambos conceptos resulta, a nuestro juicio, demasiado esquemática. Cfr. (MUTO, 2007). Sobre la formación y el uso de los ambiguos conceptos nacionales en la llamada Edad Moderna, en absoluto asimilables a la idea contemporánea de nación política –frente a lo que pretenden aberrantes manipulaciones localistas, sobre todo en algunas regiones de España-, así como sobre los complejos procesos identitarios que protagonizaron las elites nobiliarias, nos permitimos remitir a nuestro estudio (2004a), además de al valioso trabajo, presente en este en último volumen, de A. Spagnoletti (2004). Sobre el contexto político y cultural de la obra de Filamondo vid. G. Galasso (1982).

[2] En nuestro trabajo desarrollamos más extensamente estas consideraciones y al que remitimos para un panorama general de la participación del conjunto de la nobleza italiana en el gobierno de la Monarquía.

[3] Sobre esta cuestión remitimos a nuestro estudio El Camino de Guermantes y la búsqueda de una identidad perdida: ser noble en los siglos modernos, en preparación. Entre las últimas contribuciones destacan los estudios sobre diferentes ámbitos contenidos en J. Hernández Franco, J.A. Guillén Barrendero y S. Martínez Hernández (2014).

[4] La traducción italiana de C. Borelli, Vindex Neapolitanae Nobilitatis, por F. Ughelli, apareció en Roma en 1655. Sobre la trayectoria militar de un linaje concreto vid., por ejemplo, E. Papagna (2001).

[5]Entre las últimas contribuciones cabe destacar el conjunto de estudios, en su mayoría de jóvenes investigadores, contenidos en la obra coordinada por C. Bravo Lozano y R. Quirós Rosado (BRAVO LOZANO, 2013).

[6] Para estas cuestiones remitimos a nuestro estudio Entre Francia y España. La nobleza napolitana en la corte de los Valois y la Italia francesa, en preparación.

[7] Sobre el trascendental papel político de éstos, sobre todo de Lannoy, en el conjunto de la estrategia imperial, nos permitimos remitir a Hernándo Sánchez (2001)

[8] Sobre estas cuestiones remitimos, también, a nuestro trabajo: “El reloj y la escuadra: Miguel Díez de Aux en sus ceremonias”, en prensa.

[9]               Tras las graves revueltas de mediados del siglo XVII, las elites de los territorios italianos plantearían, al igual que otras, el acceso a una naturaleza española que, si bien jurídicamente inexistente de forma unitaria, les permitiera disfrutar de los más diversos oficios como recompensa a su fidelidad. Vid. (ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO A. y., 2007: 29-36)

[10] Especial interés presentan los estudios sobre la trayectoria de linajes concretos, como los de T. Astarita (1992), Papagna (2002), Calabrese (2002), Scalisi (2006, 2008) y Salvo (2009). A todo ello cabe unir los útiles panoramas sociales trazados para algunos territorios tradicionalmente desatendidos, como, recientemente, los de Ligresti (2006) y Manconi  (2010).

[11] El hecho de que la regulación definitiva de las funciones del Consejo por las instrucciones de 1579 coincidiera con la fundación en ese mismo año del Hospital Real y Pontificio de San Pedro y San Pablo para atender las necesidades del creciente número de naturales de aquellas provincias afincados en Madrid, resulta revelador de la integración institucional reconocida al peso de Italia en la misma corte regia. Vid. M. Rivero Rodríguez (2004).

[12] En el mismo volumen se recogen estudios de otras nobles napolitanas que, en el siglo XVI, alcanzaron notable protagonismo familiar y político además de cultural, como Costanza d’Ávalos o las hermanas Giovanna y Maria de Aragón.

[13] Una de las escasas excepciones sería el napolitano Cesare Ferramosca, que llegó a detentar el relevante oficio de Caballerizo Mayor en sustitución del virrey de Nápoles Charles de Lannoy, aunque su corta carrera ascendente en la corte se vería truncada por sus intrigas entre éste y el Condestable de Borbón, que le valdrían el destierro y el regreso a Italia, donde moriría en la batalla naval de Capo d'Orso en 1528. Una breve semblanza en S. Fernández Conti, (2000: 134-135).

[14] Sobre Cobos, que aguarda una actualización historiográfica de su fundamental carrera, sigue siendo de referencia la obra de H. Keniston (1980), además de las consideraciones vertidas en la obra coordinada por J. Martínez Millán, La corte de Carlos V, especialmente C.J. De Carlos Morales, (2000).

[15] Sobre los Colonna en este periodo resulta fundamental el estudio de A. Serio (2007).

[16] Los encuentros organizados con motivo del V centenario del nacimiento de Ferrante dieron lugar a notables aportaciones que han revisado la visión de Federico Chabod, confirmando la conexión entre los intereses patrimoniales y su designio expansivo en el Norte de Italia a partir de las antiguas reivindicaciones territoriales de los duques de Milán. Vid. Signorotto (2009) especialmente la introducción del coordinador.

[17] M. Galeota, Delle Fortificationi, Libro II, Biblioteca Nazionale di Napoli, ms. 12-D-21, s.p. La obra ha sido transcrita en O. Brunetti (2006).

[18] Estudio de especial valor por su indagación en las relaciones de Vespasiano con las facciones de la corte.

[19] Pamplona, 1 de octubre de 1573. Cfr. M.P. Belchi Navarro (2006:37-55).

 

[20] Una útil reseña de los diversos núcleos sociales italianos presentes en la corte durante ese período se encuentra en L. Fernández Martín (1998: 163-195)

[21] Cfr. P. Molas Ribalta, (2010:34)

[22] Sobre los orígenes de la estrecha vinculación española del linaje vid. A. Spagnoletti  (2005)

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