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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/magallanica - ISSN 2422-779X (en línea)

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Conocimiento, prestigio y blasones: reyes de armas e informantes de las Órdenes Militares ante el problema del honor y la común opinión en la Castilla del Seiscientos

 

 

 

José Antonio Guillén Berrendero

Universidad Autónoma de Madrid, España

 

 

 

Recibido:         04/05/2015

Aceptado:       29/05/2015

 

 

 

RESUMEN

 

El artículo es una reflexión sobre cuál fue el papel de los agentes del honor (reyes de armas, informantes de las Órdenes Militares y testigos) a la hora de elaborar una idea general sobre el problema del conocimiento y de la reputación en Castilla durante el siglo XVII. Se analizan y ponen en relación los diferentes modos de articular el conocimiento en los procesos de ennoblecimiento y se busca problematizarlos.

 

PALABRAS CLAVE: nobleza; reyes de armas; órdenes militares; honor.

 

 

Knowledge, prestige and coats of arms: heralds and informantes of the Military Orders in front of the problem of honour and the común opinion in seventeenth century Castile

 

ABSTRACT

 

This article attempts to reflect on what was the role of agents of honor (heralds, informants and witnesses military orders) when developing an overview of the problem of knowledge and reputation in Castilla during the seventeenth century. They are analyzed ways of articulating knowledge in textile finishing processes and seeks to discuss them.

 

KEY WORDS: nobility; heralds; spanish military orders; honour.

 

 

 

José Antonio Guillén Berrendero es Profesor Honorífico de la Universidad Autónoma de Madrid. Ha sido Investigador del Programa Juan de la Cierva en la UAM, Investigador Marie Curie (Unión Europea), Investigador post-doctoral en la Universidad de Évora, Investigador Asistente en la ICS de la Universidade de Lisboa, profesor invitado en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, Universidad Complutense de Madrid y la Queen Mary University of London. Es miembro de De nobilitate (Red de estudios sobre la nobleza en la Edad Moderna). Obras: La idea de nobleza en Castilla en tiempos de Felipe II, Valladolid, 2007; La edad de la nobleza: identidad nobiliaria en Vastilla y Portugal, 1556-1621, Madrid, 2012; coeditor con J. Hernández Franco y S. Martínez Hernández de Nobilitas. Estudios sobre la nobleza y lo nobiliario en la Europa Moderna, Madrid, 2014. Correo electrónico: jagberrendero@hotmail.com

 

 

 

 


Conocimiento, prestigio y blasones: reyes de armas e informantes de las Órdenes Militares ante el problema del honor y la común opinión en la Castilla del Seiscientos

 

 

 

«Los historiadores (y, de un modo distinto los poetas)

hacen por oficio algo propio de la vida de todos:

desenredar el entramado de lo verdadero,

lo falso y lo ficticio que es la urdimbre

de nuestro estar en el mundo»

(GINZBURG, 2010:18)

 

 

 

Hace ya algunos años Paul Ricoeur, hablando de la fenomenología de la memoria, estructuraba su texto sobre la memoria partiendo del intento de responder a dos cuestiones, “¿de qué hay recuerdo? ¿de quién es la memoria? (RICOUER, 2003). En el caso que tratamos en este texto, el del conocimiento de los prestigios de los honrados en la sociedad castellana del Seiscientos, ambas preguntas resultan fundamentales para comprender la forma en qué la administración quiere descubrir sobre la honra de los individuos. Para responder a la primera pregunta se crean formularios y procesos discursivos que recurren al testimonio para crear una jerarquía de “recuerdos” sociales de los individuos. En el caso de la segunda, cabe distinguir entre la memoria de la administración y la de los individuos que, recuperan para el procedimiento aquello que otros fueron; asimilando de este modo el axioma aristotélico que indicaba que la memoria es del pasado, en el caso de la nobleza y lo nobiliario podríamos añadir que la memoria es de la nobleza, puesto que son los únicos capaces de crear una ad hoc para sus propia subsistencia. Incluso será la narración de sus propios hechos la que sirva para construir la memoria de los territorios, los reinos y los reyes.

Sí existe un lenguaje propio de la nobleza, otro de la diplomacia (CARRASCO MARTÍNEZ, 2007: 515-516) y otro para hablar con Dios, parece lógico pensar que también exista uno fijado para hablar del honor y del conocimiento de los honrados dentro de una sociedad determinada. Lo cierto es que el lenguaje con el que se definen las cosas, está avisado de variables especulativas y descriptivas que funcionan como vehículo cultural y de expresión del ser social del honrado.

La omnipotencia que a lo largo de la Edad Moderna tuvo la opinión del otro en todos los procesos y causas en las que está implicada la reputación de los individuos, resultó ser un punto fundamental en la configuración del espacio de la sociabilidad, delhonor y del mérito. Dos son los escenarios que tomamos para reflexionar sobre la polémica en torno al honor y al conocimiento de los honrados en la sociedad castellana del Siglo de Oro: la concesión de hábitos de las Órdenes Militares mediante el obligado recurso al escrutinio público y, por otro lado, el papel de los reyes de armas y oficiales heráldicos del siglo XVII. Con ambas realidades, podremos realizar una incursión en un asunto –el de las formas de conocimiento- que resultaba un entramado harto complicado de definir y percibir por lo resbaladizo de sus contornos

 

Vox populi-Vox scripturae

 

Resulta complicado hablar de opinión pública para la Edad Moderna[1] y muchos han sido los debates sobre las esferas y los conceptos en torno a esta realidad que hoy nos resulta cotidiana. Durante el Siglo de Oro y vinculado a los procesos y trámites del honor o la reputación en Castilla, evolucionó una forma de “común opinión”, una “pública voz i fama” que era usada en esa “esfera pública” en la que se definían los prestigios o las infamias de los individuos como testimonio legal, pero que también eran fragmentos sobre la valoración que la comunidad tenía sobre un individuo. En todas las sociedades, las personas poseen la capacidad para crear una opinión y mostrar el grado de conocimiento que se tiene sobre el otro con una relativa homogeneidad. Esta circunstancia resultó algo esencial en el fenómeno de los ennoblecimientos en Castilla; convirtiendo la opinión declarada de los testigos en las probanzas de nobleza o la erudita pluma de los heraldistas en una presencia perceptible y marcadamente operativa sobre el valor unívoco del conocimiento. De ese modo podremos percibir que tanto la actividad institucional del Consejo de las Órdenes como la labor de los Reyes de armas cuando certificaban las armerías de tal o cual apellido, remitían para prácticas y tradiciones sociales firmemente asentadas en la sociedad.

La “voz” de los testigos se convertirá en ley, tornando los testimonios públicos encaminados a dirimir las calidades de un hombre y de su familia en una especia de” voz en tres tiempos” (VIVES, 2000). Por un lado tenemos la voz dicha en el mismo momento en que es declarada por el testigo ante el informante; en segundo término la que es escuchada por el propio informante; y por último, la que es transmitida – ya escrita- al propio Consejo de las Órdenes. La palabra y su materialidad reflejada en los expedientes de nobleza sirven como espacio mortífero para los prestigios sociales, pero también representa la plasmación de una tradición legislativa y, fundamentalmente, de una forma de comunicar y entender el contexto social en la Edad Moderna. Se trata de una voz política, pública y determinante que busca construir la «voz del ideal» (POIZAT, 2001: 141), de tal forma que dentro de las estructuras discursivas utilizadas para identificar prestigios en la Edad Moderna las expresiones “de trato, habla y conversación” y “es público y notorio” o el “comúnmente reputado” se conviertan en palabras usadas y categorías sociales básicas para la conformación de las identidades. Términos que encontramos  perfectamente identificados y asimilados en las probanzas de nobleza, las ejecutorias de hidalguía o en los abundantísimos certificados de armerías que se emitieron durante el siglo XVII.

En el mismo sentido que la vox populi, encontramos la que hemos denominado,vox scripturae. Podemos pensar que en la redacción de un certificado de armas o en un armorial, su autor vivía dos momentos. El primero en el que debía manifestar el vigor de su conocimiento para confrontarlo con la realidad social. Para ello resultaba esencial el uso legítimo de las fuentes históricas que obraban en su poder. El recurso a esta memoria escrita, que no es otra que la de la propia Monarquía de España -diseñado desde las Partidas-o frece un concepto esencial de noble y que era el que, más o menos, representaba el lenguaje oficial sobre el honor. El segundo momento sería el de la recepción pública y administrativa de ese artefacto. El permiso para lucir blasones o el argumento de su posesión usado como prueba de la posesión de una hidalguía y la explicación de su blasón habla del efecto directo del poder gubernativo. Siendo que la estima y valor que la sociedad confería a este hecho debía ser, en teoría, análoga a la expresada por el autor y su beneficiario.

Lo cercano de la información sobre los otros fue una máxima que todas las sociedades manejaron con diferentes intereses y variado éxito. Stricto sensu, los mecanismos de investigación que las Órdenes Militares tenían a lo largo de la Edad Moderna, más allá de su marcado carácter administrativo, poseían un claro componente de enunciación del presente de los hechos institucionales, pero también del ayer de las sociedades y la recopilación de la memoria, que no la historia. Si aceptamos que “el olvido es necesario para la sociedad y el individuo” (AUGÉ, 1998: 9) deberíamos concluir con que los procesos administrativos que recurren a la memoria como elemento central en su construcción, pierden toda validez; pero debemos pensar que en este caso hay diferentes formas de olvido y también del olvido.

Comunicar quiénes son los nobles y qué es nobleza fue, durante la Edad Moderna, uno de los espacios preferidos de la producción intelectual. Se pretendía colocar dentro de los mecanismos del conocimiento un concepto que explicase lo que ser noble significaba y que, además, que fuese aceptado y no experimentase fracturas interpretativas, y no debemos olvidar que, en el caso de la nobleza, el conocimiento general sobre lo que ésta es tiene que ver con la posesión de determinados privilegios y que, en ocasiones, su desconocimiento puede provocar la pérdida de algún privilegio. Siempre ocurre que la ignorancia provoca el menoscabo de determinadas situaciones (GOMBRICH, 2005: 73). La circulación de la idea de nobleza durante el siglo XVII fue en su planteamiento general, semejante a la de los anteriores reinados, pero marcó un punto de inflexión atribuible al peso cada vez mayor de la producción textual impresa y manuscrita y al incremento en el número de procesos de ennoblecimiento acaecidos en las Órdenes Militares castellanas y a la análoga proliferación de textos y certificados de blasones.

Las condiciones de realización de una probanza de nobleza para un hábito constituyen un espacio de percepción objetiva de las cualidades de un pretendiente, pero pronto se convierte en un no lugar (AUGÉ, 2008), puesto que remiten a la descripción de realidades familiares transmitidas e informadas mediante la palabra en unos casos o mediante la elaboración de ambiguas historia familiares. Esta narratio de la posesión de determinadas cualidades, que mucho tienen que ver con las vivencias de la enérgeia de los individuos, ofrecen en sus testimonios sobre algo o alguien una inusitada expresión de veracidad, un “efecto de verdad”  (BARTHES, 1998) que tiene como telos conseguir el prestigio para un individuo. En este sentido, y siguiendo a Polibio (XX, 12,8), “Juzgar cosas de oídas no es lo mismo que hacerlo por haber sido testigo de ellas: hay una gran diferencia: una convicción fundada sobre el testimonio ocular, siempre vale más que cualquiera otra” (GINZBURG, 2010: 23-24), por lo que podemos afirmar que  la permanente mención a la común opinión, presente en las probanzas y los documentos heráldicos, constituyó un inequívoco espacio de influencia en los discursos sobre el honor y la reputación. En este sentido, cabe ahora recordar lo que se indica en la Práctica de escrivanos que contiene la judicial y orden de examinar testigos[…], publicado en 1600, en lo relativo a las formas de conocimiento que los testigos en los procesos judiciales y administrativos castellanos debían entender. En primer lugar, la conciencia plena por parte de los testigos de aquello que se está deponiendo. En este caso, los informantes poco o nada deben dudar, “La vna cierta ciencia, que es decir que sabemos las cosas y pues se trata della, conuendrá decir cómo se toma y ésta se percibe por cada uno de los cinco sentidos”  (GONÇÁLEZ DE TORENO 1600: 99r). De este conocimiento universal y general que los testigos deben tener, se pasará a los modos del conocimiento, sin olvidar en todo momento que se trata de un procedimiento de veracidad. Desde el Consejo de las Órdenes y desde los Capítulos Generales de las mismas, se insistirá en que los informantes capten esos matices en los grados del conocimiento. Como indica Gonçález de Toreno en su Práctica, son los sentidos humanos los que deben jugar su papel en esta identificación. Las Órdenes establecen que el conocimiento podría ser de trato directo, vista u oído, siendo este último muy importante, ya que lo escuchado puede haber ocurrido o no, y sembraría una duda básica en el principio de veracidad que rige el procedimiento del honor que los informantes llevan a cabo. Del mismo modo, se puede tener la creencia de cierta información. Esta categoría estaría más cerca del rumor, y como indica Toreno, “es creencia, que es decir que creemos las cosas que se toma de consideración de cosas que vemos o oymos que dan ser de ser otras” (Ibidem. pp. 99r).

Parece claro que la reproducción fidedigna del otro, de su reputación social y de sus forma de conocimiento en una comunidad dada, está en la base de lo que la documentación de los hábitos de las Órdenes Militares arroja. En este sentido, los informantes, al igual que ocurriera con los inquisidores, ejercen en cierta forma como antropólogos[2]. Ellos son los encargados de traducir la común opinión en un vector de la fama y de la idea de excelencia en la Monarquía de España en todos sus territorios, son los agentes de un honor dialógico, basado en la estructura de preguntas y respuestas entre el informante (la Monarquía) y el testigo (la sociedad) para intentar definir conceptos y categorías sociales como nobleza, hidalguía, excelencia, fama, reputación y otros tantos. Los testimonios, más o menos extensos y repetitivos, la rutinaria burocracia del procedimiento, implicaban que todos los implicados no estaban en píe de igualdad. Unos estaban trabajando en base a unas instrucciones dadas y con un margen muy pequeño de “improvisación”, otros, los testigos, debían responder con objetividad y veracidad a lo que se solicitaba y finalmente, el pretendiente, estaba sometido a una catarata de informaciones sobre él y su familia. Voces todas ellas diferenciadas y minuciosas en lo teórico, que se amalgaman en una tendencia ingenuamente positivista a la hora de reconstruir en el Consejo las opiniones vertidas sobre un individuo. Y todo ello para qué, pues para ver cómo existe una nítida correspondencia entre lo que se escribía sobre la nobleza o el honor en Castilla desde la Baja Edad Media y lo que se entendía en la sociedad por noble, liberando de este modo las ansías de honras de la sociedad y sancionando de manera activa la curiosidad sobre el honor y la excelencia que podemos encontrar en todas las sociedades.

Estos comportamientos también pueden aplicarse a las formas en que los Reyes de armas construyeron sus historias sobre los apellidos (GUILLÉN BERRENDERO, 2013). El honor, la fama y el rumor son algunos de los asuntos centrales de los que se ocupaba tanto el Consejo de las Órdenes como los Reyes de armas. Ambas instituciones tuvieron como objetivo principal canalizar los apetitos de honores y convertirse en un verdadero tribunal del prestigio social el primero y en un garante del control sobre los símbolos del honor el segundo.

 

De testigos e informantes

 

    Las palabras del tiempo deben ser pensadas históricamente y por ello, comenzaremos este segundo punto con dos opiniones sobre el valor del propio Consejo de las Órdenes ofrecidas por dos individuos de procedencias distintos (un descriptor, el primero, y un agente del honor, el segundo). En ambos casos debemos poner en relación lo escrito con lo dicho, lo opinado con lo referido por los agentes del honor. Nos encontramos ante una palmaria manifestación de la construcción de la realidad social del honor en la Castilla de la Edad Moderna y en los territorios de la Monarquía de España. La palabra, la letra, el color, los cuarteles y la ley son alguno de los elementos que mezclan la costumbre y lo legislativo en la escritura sobre el conocimiento de los honrados durante el nobiliario siglo XVII.

   En 1630 James Wadsworth escribía en su The present Estate of Spayne or true relation of some remarkable things touching the court and goverment of spayne, with a Catalogue of all the Nobility, whit their Revenues, sobre el Consejo de las Órdenes que, “also the Conuncell of Orders, which doe only treate of the severall orders of Knigththood and their priviledges and likewise have power and authority to question and decide controversies if there bee any such occurrences between the said Knigths of Orders” (WADSWORTH, 1630: 50-51). Esto es, el tribunal del honor es sobre todo una institución que vela por la distinción, al igual que ocurría con la Sala de los Hijosdalgo de las Chancillerías, entre otras instituciones.

La otra opinión que rescatamos es la del Rey de armas de Felipe III y Felipe IV, Jerónimo de Villa. Escribió un texto sobre la situación de Castilla en los primeros años del reinado del Rey Planeta en el que aludía al modo de probar y a la existencia de un procedimiento reglado sobre el honor. Condiciona Villa el acceso a las Órdenes castellanas con la necesidad de que los pretendientes sean sometidos a una información, “Ningún ávito se da sin preceder esta dicha información y los que las han hacer es uno cavallero y un freile” (VILLA, Jerónimo. Epílogo en el cual se contiene el arte de armería y de las armas de los nueve varones de la fama y de todos los monarcas y príncipes, y de los linajes de los más principales caballeros, Biblioteca Nacional de España [en adelante BNE]. Mss. 5933) para glosar brevemente las formas en que se realizan las dichas probanzas, “y ban a sus naturalezas de padres y madres abuelos y abuelas” (Ibidem) Hay en el texto de Villa una alusión directa a la limpieza de oficios, “Ni se tiene por muy honrosos a [añadido por otra letra] a descendientes de o mecánicos aunque sean ijosdalgo, no se da ávito ninguno” (Ibidem).

Colocados en antecedentes sobre lo que era el Consejo de las Órdenes, veamos ahora los procedimientos del honor y las particularidades que desde esta institución se imponían dentro del régimen del honor. Veamos ahora las opiniones de cuatro intelectuales y eclesiásticos en torno al sistema del honor y el papel de la acción de informantes y su implicación en las cuestiones del conocimiento del pretendiente. José Micheli Márquez, Andrés Mendo, Juan Escobar del Corro y Gabriel de Henao son las voces autorizadas a las que recurrimos para reflexionar junto a ellos sobre los problemas y las formas de conocer de manera adecuada al honrado.

Partamos de un hecho más que conocido y que no es otro que el que afirma que, para el correcto funcionamiento del sistema, desde el Consejo se nombraban a unos agentes específicos para recabar esta información, los informantes.[3] Se trataba del eslabón esencial para tratar sobre el conocimiento de las personas. El primero de nuestros testigos, José Micheli Márquez (CERRO BEX, 1979), caballero siciliano de la orden de Constantiniana de San Jorge, historiador, barón de San Demetrio y próximo al círculo olivarista, reflejaba perfectamente lo que ese modo de examinar testigos representaba y que hablaba también de la inflación de honores y de atributos “honrados” que los candidatos podían presentar:

“El cauallero y freile que tomare las informaciones recibirá dellos juramento en forma deuida de derecho, que tendrán secreto de lo que se les preguntare y que no dirá que son testigos y certificándoles que assí mismo se tendrá secreto de lo que ellos dixeren, porque no ha de auer registro de sus dichos”  (MICHELI MÁRQUEZ, 1642:22v).

 

Esta afirmación constituye una tendencia general de todas las informaciones de nobleza y servía para acogerse a las explicitas obligaciones que el juramento representaba en el multilateral universo que eran las Órdenes Militares y el deseo de verdad que encerraba la autoridad atribuida a la deposición de los testigos. Esta búsqueda de la veracidad a través de las obligaciones que imponía el juramento, advertían a la sociedad del potencial y de la importancia de tales procedimientos ante el tribunal del honor. Que un caballero como Micheli, conociera y defendiera la justicia de este procedimiento no debe resultarnos extraño, al contrario, esta opinión es un claro barniz de respetabilidad hacia una opinión de un legitimador del sistema del honor.

La relevancia de todas estas cuestiones del procedimiento sobre el honor se basaban en la puesta en práctica de una textualidad y de un determinado discurso social cimentado en la recepción de modelos anteriores (RODRÍGUEZ DE VELASCO, 1996; 2009). Además aluden a la necesidad de reconocer una cierta “esperanza pública” (RORTY, 1989) en la organización de su propia sociedad y ver la comprensión sobre sus particulares formas de movilidad. Todo ello sancionaba una articulación de experiencias sociales en el conocimiento y reconocimiento de individuos, de realidades urbanas y de estructuras sociales en permanente estado de difusión oral. Por lo que la eficacia y eficiencia de los procesos de concesión de los hábitos y la labor de los informantes o el impacto de sus mecanismos procedimentales hay que relacionarla con una determinada forma de creación y gestión de la idea de preeminencia. De tal modo que el proceso que lleva a un individuo a poseer el hábito generaba un discurso global sobre el rumor, la fama y la memoria, canalizada por la administración.

Informar en las Órdenes Militares debe ser entendido como una parte sustancial del procedimiento. Primero porque, como indicaba el segundo de nuestros referentes, Andrés Mendo, “el admitir a las Órdenes Militares toca priuatiuamente al Rey Nuestro Señor por Administrador perpetuo dellas” (MENDO, 1681: 101). Se trata, por lo tanto, de un indicio esencial del que parte todo el sistema del honor, la información, la opinión y sobre todo del conocimiento. Pasado este primer nivel jerárquico y siguiendo a Mendo, “toca al Presidente del Consejo nombrar informantes, y han de ser vn cauallero profeso del Habito que se ha concedido, y del mismo vn clérigo Religioso profeso” (Ibidem, pp.101). Esta realidad nos deslinda hacia un horizonte en el que el conocimiento no está vedado, pues resulta esencial para el mantenimiento del sistema del honor y de la naturaleza de la gracia. Es pues un medio de exaltación del soberano y de su capacidad dentro del ambiente político de la corte (HESPANHA, 1993: 191) y de sus formas y mecanismos de expresión. La información sobre los otros se torna de este modo un mecanismo social y un espacio de conflicto, en el que la iustitia del soberano al conceder un hábito de cualquier pasaba rápidamente a convertirse en un factor de disciplina social. En este sentido, los informantes debían convertir en legible los incontrolables afanes de los testigos. Ellos debían gestionar que en ningún momento se cometiesen “crímenes” contra la verdad, pues será frecuente ver en los procesos e informaciones de nobleza a las órdenes militares fraudes como la falsificación de documentos y de testigos[4]. Acceder a las Órdenes y gestionar el proceso de consulta sobre las cualidades del pretendiente son los elementos básicos de todo el procedimiento.

Autores como Francisco Ruiz de Vergara advertían en 1655 sobre los riesgos que determinados procedimientos administrativos, que excusaban algunos pasos del procedimiento en las probanzas y que estaban relacionados con la instauración de la Pragmática de los Actos Positivos y la frecuente presencia de la Patria Común para todos aquellos súbditos que se encontraban en Madrid en el momento de la concesión,  todo ello ponía en riesgo la capacidad de la Monarquía para conocer la verdad sobre las calidades de los pretendientes. Para ello, Felipe IV en 1653 intentó resolver este problema anulando la aplicación de ambas realidades y exigiendo que las probanzas y los informantes fueran rigurosos en la aplicación de los interrogatorios emitidos por las Reglas de las Órdenes.

Para un recto funcionamiento del sistema de pesquisa era preciso que los informantes fueran personas preparadas, capaces de entender las instrucciones que desde el Consejo se les daban. Esto nos debe hacer ponderar la preparación que los informadores de la corona debían poseer para ejercer las funciones propias de su cometido. Teniendo en cuenta que todos ellos procedían de las filas de las mismas Órdenes y que su elección era atributo del Presidente del Consejo, la preparación de éstos era, forzosamente, bastante heterogénea. Por lo que su tratamiento de las opiniones de los testigos estaba dentro del canon noticiable que se esperaban por parte de la institución. Nuevamente Juan Escobar del Corro nos alude a la importancia de esta circunstancia “no todos los que en entienden en hacer informaciones de limpieza son versados en los derechos ni en la intelligencia de la lengua latina” (ESCOBAR DEL CORRO, 1678: 437), lo que les impedía recibir otra formación o leer textos dirigidos a ellos[5].

 En tanto que procesos normativizados pero alejados del rigorismo legal que el Estado liberal dotó a los procesos administrativos, el papel de los informantes aún permanece preñado de otros elementos morales “no ponga en duda en el primero y más principal requisito para el buen acierto destas informaciones, que es en la buena y recta consciencia del Comissario y Notario” (ESCOBAR DEL CORRO, op. cit.: 437), lo que es lo mismo, la concepción sobre la actuación de los informantes de las Órdenes Militares se debía basar en el principio inequívoco de que su acción estuviese marcada por la fidelidad como código ideológico de la actividad de gestión del honor que les atribuía el soberano con la intermediación de la institución correspondiente. Este rigor de los informantes se basa en el mantenimiento de una espiral beneficiosa para todos los integrantes del sistema del honor, para evitar con ello que la lógica universal de los privilegiados se viese perturbada, como manifiesta otro de las autoridades que seguimos en este texto, Escobar del Corro (Ibidem, 437):

“me pareçe es en los que nombram informantes para auerigvación de la limpieça y Nobleça, por cuyo descuido o malicia vemos tantos daños en las honrras de los muy Nobles,y limpios que por caer su auerigvación en quien no sabe dirigirla, ni seguir , ni apvrar la verdad, padecen injvstisimamente, así en la opinión, como en sus haciendas, afligiéndolos con dilaciones y excesivos gastos y en la observancia de los sanctos statutos y bien de las comvnidades cuya avtoridad, paz y avmento se disminuye mucho con la admisión de los que carecen de calidad y limpieça y abvndan de defectos y malas costumbres con que inficionada y inquietan las mas concordes i vnidas repúblicas y comunidades como la experiencia nos lo a mostrado mas veces de las que quisiéramos y era justo”.

 

Lejos de críticas historiográficas más o menos acertadas, parece obvio pensar que cualquier proceso centrado en identificar la honra de los individuos, también tuviera una dimensión de explicación de honra de la corte, del reino y del monarca y que incluso poseyese una vertiente en la lógica del disciplinamiento social ofrecido por los juristas. Sí los elegidos para realizar las probanzas de nobleza debían ser “los más expertos en estas materias, no regulando sus méritos tanto por letras ni santidad, quanto por la experiencia, y intelligencia en estos negocios” (Ibidem, pp. 437), la experiencia en el conocimiento de los procedimientos sobre la sangre fue un tema que adquirió una dimensión creciente a lo largo del XVII. El proceso de culto a los factores biológicos será un aspecto determinante en toda la lógica distributiva del honor y en la forma de construir el conocimiento del otro. De ahí que autores como Escobar del Corro, jurista de los más citados en su tiempo (DE DIOS DE DIOS, 2009: 73-74), busque la forma en que la norma no exceda la lógica de las relaciones, puesto que los más expertos “acierta mexor con la senda de la verdad, aclarándola y probándola por modos extraordinarios, jvstos y aprobados en derecho”  (ESCOBAR DEL CORRO, op. cit.: 437). Con todo ello, para el jurista e inquisidor, una buena averiguación sobre la sangre sería aquella que contase con el deseo del informante de consignar la verdad y del testigo de no mentir. Esa casa del honor y la veracidad que se pretende crear en las informaciones de nobleza, evitando que la habladuría, ésa que “deambula por la ciudad”[6] ganase terreno. Las informaciones sobre el conocimiento de un pretendiente no podía recorrer el cosmos de la autopoiesis, muy al contrario, escapaba del mundo aproximado que las habladurías y los chismes aplicaban a las personas. No olvidemos que el rumor o las medias verdades, terminaban por ser enemigas del poder, ya que eran antagonistas del orden social toda vez que la sola certeza o percepción por parte de la sociedad de que los prestigios de unos se basaban en las mentiras, podría poner en riesgo la sabiduría del pueblo sobre sus honrados y quebrar la armonía de la gracia regia referida a la concesión de honores, honras y preeminencias. Por todo ello, resultan muy oportunas las recomendaciones ofrecidas por Escobar del Corro y que recogemos

 

“Lo qual conseguirá fácilmente, si con ánimo y intención de acertar y cumplir con su conciencia, y obligación a fin probar la verdad que se pretende, guardare las instrucciones y órdenes particulares de su comisión, la fee y secreto prometido, absteniéndose de recibir dones y dádiuas y de otra qualquiera cosa que le pueda haçer sospechoso en el negocio, siguiendo el origen y naturalezas de los padres y abuelos del que pretende, procurando allí testigos y personas fidedignas a quien examinar y de quien se pueda instruir y informar de cosas particulares y necesarias para la buena expedición de la causa, examinar el número necessario dellos y contesten que dieren en la forma debida de derecho, inquiriendo y preguntando todo lo importante para claridad y aueriguación de la verdad y negocio ocurriendo a las traças y calumnias con que pretenden escurecer la verdad tanto las partes como los testigos y si depusieren de publica fama y opinión, auerigue el tiempo que la oyeron, si a vno o a muchos y de su credulidad, y sentimiento, y ofreciéndose duda, procurara los géneros de probança posibles como son testigos muy viejos y de noticia, y examinados en otros juicios, instrumentos , testamentos y scripturas de dote, los libros de baptismo y velaciones de las parroquias onde hvuieren uivido los ascendientes del que pretende y probar la identidad de las personas en ellos contenidas con los de cuya calidad se trata. Distinguir las descendencias de diversos apellidos, matrimonios, filiaciones y declarando cualquier dificultad que de cerca dellas se pueda ofrecer. Absténgase de examinar enemigos, amigos ni parientes del que pretende, no preuenidos ni hablados por él, o por interposta persona, sino es quando necessario y prudentemente viere convenir y recibiendo memoriales con firma, examine al principal delator […] y que diere procure los instrumentos, papeles o Sambenitos que señalaren y no estando firmados, podrá examinar los testigos que expresarme sin particular repregunta sobre lo que se citan i no auiendo cerrado la información porque acabada remitirá los memoriales a su tribunal, sin haçer mas diligencias, pero señalando sambenito, o penitencia cierta, probara la verdad, y descendencia, y lo propio hará si constaren de testigos de la información principal, o de otra manera auerigüe los actos positiuos del que pretende, haga escribir todo lo que le dixeren los testigos con sus mismas palabras y modo, si vienen voluntariamente o son llamados al principio del examen,y si fueran citados por otros, aduiértalo a la margen, y auiendo recusación no passe adelante sin consultar a su tribunal y acabada la información procurara haçerse capaz de lo que contiene, para haçer Della relación, o por escrito o de palabra a los jueçes para su mexor direción y fee que deben dar a lo hecho, y más fácil intelligencia de lo atuado y de las dificultades que se ofrecieren. Lo qual es en suma todo lo que debe guardar el informante”. (Ibidem, 437-438)

 

Insiste Escobar del Corro sobre las cualidades de los informantes:

 

“procurar observar las leyes y estatutos de su tribunal o comunidad como promete y jura al tiempo de acetar la comission o el oficio de Comissario que vsan y proceder con toda fidelidad, diligencia a que está obligado por muchas raçones, por la entidad y la grauedad de la cosa que tanto cuidado y recato pide y tantos daños recibe de lo contrario; por la fee y la palabra que de ello interpone, por el juramento que hace y faltando en cosa sustancial, causa al negocio gravísimos daños, y assí mesmo pecados de perjurio y infidelidad.” (Ibidem, 438)

 

Pero los informantes y su necesidad de “observar” las normas de cada uno de sus tribunales chocaba en demasiadas ocasiones con el hecho de que las Órdenes tenían cierta independencia, puesto que existían sus propios Capítulos, junto con la labor del Consejo (POSTIGO CASTELLANOS, 1988), los informantes recibían la norma del Capítulo y la excepción del Consejo, en tanto que era gestor de la gracia del soberano y éste nunca se equivocaba a la hora de premiar fidelidades. De ahí que Escobar insista en que los informantes conozcan perfectamente el tribunal que les toca. En el caso de las Órdenes se debe partir del presupuesto que la condición de miembros de las mismas de los informantes les presupone cierto conocimiento sobre las materias a tratar y en el procedimiento de recogida de la información. Los informantes también sabrán discernir las memorias de los pretendientes a un hábito y sus falsedades e idiosincrasias en el uso de nombres, apellidos o en el siempre turbulento mundo de las naturalidades  (ESCOBAR DEL CORRO, op. cit.: 439). Siendo frecuente el uso y abuso de los nombres y la mezcla de apellidos.

Al tratarse de un fenómeno derivado de la opinión de los otros, los informantes deberán tener especial atención a la hora de la elección de los testigos, siendo que preguntas y respuestas deberán realizarse “en lugar secreto y apartado, donde el testigo pueda declarar sin que supiere con toda libertad, examinándolo por su propia persona” (Ibidem: 440). Este examen será in voce, esto es, “todos los testigos se an de examinar primero verbalmente por el interrogatorio general, hasta la pregunta de las generales donde declararan si les toca algún impedimento que le repela, y habiéndolo no lo examinara” (Ibidem: 440). La voz y sus capacidades, puesto que todas las preguntas del interrogatorio se leerán “de modo que el testigo entienda muy en particular lo que se le pregunta en cada artículo” (Ibidem: 440), y el paso de la voz a lo escrito, tarea del informante, “pondrá a principio de renglón escribiendo todo lo que el testigo dixere en la forma y palabras que lo declarare” (Ibidem: 440).

La tradicional visión de corrupción, engaño y falsedad que se ha querido ver en todos estos procedimientos debe ser puesta en contexto. Si bien es verdad que la multiplicidad de aspectos y actores envueltos en los procesos de concesión de un hábito pudieron resultar incontrolables para la corona y para el propio Consejo, no es menos cierto que la maquinaria de la corte buscaba siempre probar con mayor o menor fortuna aquello que el soberano había indicado, de tal modo que los servicios que abrían la puerta de un hábito no eran sujeto de duda. Circunstancia diferente eran aquellos argumentos meritocráticos de carácter biológico-genealógico que los pretendientes argumentaban. Fue aquí donde el conocimiento adquirió una dimensión esencial, controvertida y polémica. Sobre todo porque esta cuestión de la limpieza, hidalguía o limpieza de oficios de los pretendientes podía ser la llave al conflicto social de la realidad urbana. No es nada novedoso esta cuestión, pero si la ponemos en relación con la labor y el papel de otros signos sobre el honor y la preeminencia social, quizá dotemos al problema de una nueva interpretación (GUILLÉN BERRENDERO, 2012).No podemos olvidar a la amenazadora realidad a la que eran sometidos los pretendientes y sus familias en estos procesos de la honra al abordar asuntos cotidianos como la fama y el lugar de los individuos en su entorno más inmediato. Someter estas formas de identificación al escrutinio, mezclando derecho y tradición fue sin duda alguna un conflicto que los informantes, como representantes del poder civil, había de ejercitar. Incluso en este sentido, los propios informantes no debían ser naturales de la ciudad en la que se realizaban las probanzas, si bien, como veremos, se daba el caso de que muchos informantes repetirán en determinadas localidades.[7]

En un breve manual con consejos a modo de aforismos destinados al nuevo gobernador del Consejo de las Órdenes, el señor don Juan de Chaves y Mendoza, futuro marqués de la Calzada y, desde 1630 presidente del Consejo de las Órdenes  (POSTIGO CASTELLANOS, 1988: 71-72), el jesuita Gabriel de Henao redactó, parece que por orden del entonces presiente del Consejo, Enrique Dávila y Guzmán, un conjunto de advertencias para el buen gobierno de la institución frente a los abusos y malos hábitos que se venían dando en el Consejo. Su título es Advertencias a la Presidencia del Consejo de las ordenes. Escriviolas Don Gabriel de Henao por mandado del Sor Marques de Pobar (Advertencias a la Presidencia del Consejo de las Órdenes. Escriviolas Don Gabriel de Henao por mandado del Sor Marqués de Pobar. Archivo General de Simancas [en adelante AGS], Gracia y Justicia, leg. 890, ff. 1r-13v.).  Parece ser que desde el 15 de septiembre de 1630 se trataron de resolver ciertos problemas que se estaban dando entre la nobleza y el Consejo (Ibidem, p.72). Existía un intento reglado, manifiesto y permanente de que las probanzas de noblezas para un hábito de una orden militar fueran un proceso veraz y auténtico. De ahí que las anomalías referidas en muchas ocasiones por los propios y reflejada por la historiografía deben, a nuestro modo de ver, ser matizadas a fin de ofrecer un panorama más certero sobre el honor en la Castilla del XVII. Veamos este breve texto desde la óptica de la necesidad de conferir al proceso de nobleza que encierra un hábito el tamiz de la autenticidad y la veracidad. Estas «advertencias al señor marqués de Povar sobre el gobierno de su presidencia de las ordenes» bien pueden complementar aquella Guía de pretendientes, informantes y testigos en pruevas de nobleza y limpieza escrito según se dice “después del año de 1623” (Archivo Histórico Nacional [en adelante AHN], Ordenes Militares, Lib. 1320), de las que no hablamos por no resultar prolijos y repetitivos.

Las advertencias del jesuita Henao que, en lo que aquí nos interesa, se centran en los aspectos relativos a los testigos, estrategias de los pretendientes y a los informantes. Primeramente, en el rigor de los testigos y en las precauciones sobre sus deposiciones, ya que éstas pueden estar sometidas al arbitrio de la opinión individual, aspecto éste que también será denunciado posteriormente por Escobar del Corro. Pues bien, Henao nos dice que:

 

“Generalmente los testigos dicen la verdad en favor o en contra: pero particularmente el odio, la ignorancia o el interés han echo algunas falsedades. Todo el arte es imbiar buenos informantes, que si los testigos fueren apasionados le desentrañen el afecto, reconociendo con otros desinteresados las causas del odio o del amor i es de advertir que apenas hai ciudad o villa donde no assitan algunos hombres cuia profesion es ser testigos de informaciones de nobleza i estos siempre rexidos del interés se gobiernan según el conven: de modo que sino estan sobornados jamás salen de confusión en sus deposicione i entre citaciones de testigos i papeles i en exe dan las pruebas a las imposibilitan de claridad.” (Advertencias a la Presidencia…op. cit.:leg. 890, ff. 1r-13v)

  

Para ello propone como solución operativa que:

 

“El remedio deste daño es que el presidente se informe de los caballeros antiguos en hacer pruebas que ellos le dirán de todos los lugares grandes los tratantes desta mercancia i savidos, es necesario mandar que no se examinen los tales testigos, antes sería dellos como de jente que pagada dice bien del mal y no pagada, mal del bien: o a lo menos confunde de manera la verdad que la sepulta o esconde por largo tiempo los lugares que más padecen este daño, son los mayores, como la Corte, Sevilla, Valladolid, Toledo, Granada, Salamanca, Córdoba” (Ibidem).

 

Pero en tanto proceso permanente y prolijo, la concesión de un hábito partía de la llegada al Consejo de un documento, de un discurso sobre las calidades de un pretendiente, que solía ir firmado y remitía a todo un sistema de autorrepresentación a modo de ego-documento, si bien, advierte Henao que podría darse el caso:

 

“Memoriales sin firma conocida i sin punto fixo i obligación a las costas no los debe admitir V. Exa y aun teniendo los requisitos al contrario de lo dho, se han de advertir con mucha caucion que rara vez el celo justo mueve a los delatores, y rara vez si son antiguos ministros deste concexo faltara suque ignore lo que contiene la delación” (Ibidem).

 

La intención clara es que el Consejo funcionase perfectamente, y que el asunto de los hábitos no obstaculizase su función, como parece que así ocurría. De ahí que cuando se iniciaba el procedimiento se dilataba, en ocasiones los pretendientes recurrirán a argucias para tenerlos rápidamente, como también denuncia el propio Henao:

 

“Los pretendientes que aun no tienen sus informantes señalados suelen con prolijidad unos i otro con artificio negociarse para si informantes ya pidiendo que se remitan sus pruevas i señalando entre seis o más los informantes (hablando por interpuestas personas sobre su información) lo quel siempre debe ser sospechoso al presidente y estando atento, con facilidad advertirá que apenas habrá una que no pretenda engañarle. La determinación más segura es hacer al revés todas estas demandas: pero con tal prudencia en algunas causas que no salgan al revés los efectos” (Ibidem).

 

Este hecho, más allá de producir cierta pérdida de credibilidad y merma en la honra del pretendiente, era contrario a la lógica del sistema. En principio, el encargado de nombrar los informantes será el presidente del Consejo. Este hecho suscitará ya en el XVII una gran polémica, pues en ocasiones no se encontraba como podemos comprobar en la Consulta del Consejo de las Órdenes sobre quién debía nombrar a los informantes en ausencia del presidente, fechada en 1611:

 

“En ausencia del presidente de este Consejo se ha dudado muchas veçes quien aya de nombrar las personas que han de hacer las informaciones para los auitos de Santiago, si ha de ser el Consejero mas antiguo aunque no sea del auito o el que fuere del mismo auito. Y hauiendo razones por una y otra parte ha parecido representar a V.Mg para que se sirba de mandar lo que fuere servido que se haga. Por la parte del mas antiguo aunque sea del auito parece que siendo vno como es el Consejero y sucediendo en ausencia del presidente el mas antiguo en todas las demas cosas que tocan a las tres Ordenes, también le ha de tocar este nombramiento de informantes de la orden de Santiago, principalmente no hauiendo establecimiento en contrario y para que nombre el Informante el que se hallare en el Consejo del mismo auito parece que antes es en fauor: pues si quisiera lo mismo en caso de ausencia lo digera, y asi hauiéndolo omitido queda como las demas cosas comunes de todas las tres Ords, el mas antiguo del consejo yavito auida el hauerse asi guardado en las ausencias que hasta aquí ha hauido de los presidentes aunque protesta que alguna vezes ha hecho el del auito de Santiago para que no le pese perjuicio. Y en la Orden de Calatrava como no ay difinición que hable en este caso nombra el mas antiguo aunque no sea del mismo avito. Por la otra parte hace dificultad el establecimiento que dice: que siendo el pretendiente deudo del presidente nombre los informantes el Consegero, que en el Consejo se hallare del auito, y aunque no dice nada en caso ausencia parece que es la misma razón y que así ha de ser la propia desposición esta causa en dicho por la maior parte lo dispuesto en caso de impedimento se entiende en caso de ausencia principalmente que se puede presumir que el que fuere del mismo auito tendrá más noticia de los cauallleros y freyles del auito para escoger los mejores. Y en la Orden de Alcantara, sintiéndose esta dificultad se hizo difinición que en caso de ausencia del presidente ordena nombre le consegero de auito y asé se guarda. Estas son las razones que oy por una y otra parte. V. M se sirba de ordenar lo que es servido se guarde que eso se hará y cesara la duda, que en esto ay. Guarde Dios las persona de V.M por muy largo siglos. De Madrid, a 3 de agosto de 1611.” (Real Academia de la Historia [en adelante RAH]. Salazar Castro, I, 27, ff. 1-2)

 

El asunto no era baladí pues, ya que siguiendo la máxima de Henao

 

“los que dan los ábitos son los informantes, los testigos i el consexo y destas tres divisiones tienen el presidente las dos de los extremos en sus manos i la segunda ( si las dos se rixen bien) rara vez ha de engañarle” (HENAO, Grabiel, Advertencias a la Presidencia del Consejo de las Órdenes. Escriviolas Don Gabriel de Henao por mandado del Sor Marques de Pobar. AGS, Gracia y Justicia, leg. 890. ff. 1r-13v.).

 

Por ello esta consulta tendrá una vida muy larga. El nombramiento de los informantes sufrió pocas alteraciones desde Felipe II, antes, con Carlos V, solía ser un único informante, pero a medida que el proceso se fue tornando cada vez más complejo, pasaron a ser dos. Estos, nombrados por el Presidente eran, como venimos viendo, personas capaces y no debían ser pobres, pues como indicaba Henao: “Ynformante pobre jeneralmente no es bueno para hacer información. Sino es el que vuestra exa conociese por hombre con quien el interés aya llegado dexándole victorioso” (Ibidem). Y al igual que ocurre con los pretendientes que debían probar su disposición física para la guerra, los informantes además de ello, precisaban de “salud, canas u hacienda para este ejercicio. Las ciudades cobran respeto a la autoridad de los informantes y ello buelve al presidente a sus casas huyendo de las descomodidades de las dichas posadas” (Ibidem). En definitiva,

 

“tiene necesidad esta profesen de hombres ansí de buena intención i conciencia como de buen discurso y estimación de sus religiones. Como hará información de hidalguia y limpios quien no sabe en que consiste la hidalguia y la pureza de sangre” (Ibidem).

 

Se trata de un culto directo a la experiencia, en un momento, los inicios del siglo XVII en los que se comienzan a ver las primeras necesidades de profesionalizar el oficio y las probanzas,

 

“La experiencia de los que han hecho informaciones dize quales son los informantes quien cuxo por milagro quien por en salmo i quien como buen medico ajudo a la naturaleza decada sujeto pues el informante que saco del lodo unas pruebas y las habono de suerte que parecieron limpias o el que mancho otras rompen este no sean buenas para ninguno.” (Ibidem).

 

Pero podría darse el caso, que además de estas normas generales, el Consejo obligase a realizar unas instrucciones ad hoc para determinadas situaciones de duda y de falta de claridad en las calidades del pretendiente. Esta realidad nos habla de la fortaleza de un sistema de pesquisa y de una red de informantes e informadores que funcionaba adecuadamente como parte esencial del sistema del honor. Ello se comprueba, por ejemplo, en esta instrucción, cuando el Consejo pide a los informantes que se interesen por averiguar si “saben que en aquella ciudad aya una congregación[8] que fundó el señor Emperador Carlos 5º con estatuto de nobleza, de la qual son los caballeros de más lustre y estimación”, para comprobar posteriormente si “don Antonio Ansalón ha intentado ser de la dicha congregación y no lo ha podido conseguir por no concurrir en su persona las calidades de la fundación” (Instrucciones que han de guardar los informantes de las pruebas de la orden de Santiago de Antonio de Ansalón y Marquet, RAH, leg. 19, carpeta, 7, nº 21, s/f.). Resulta altamente significativo el modo en que el discurso sobre las calidades de los individuos hacía parte del dibujo social durante la Edad Moderna. Así, el Consejo pide a los informantes que pregunten si todos los nobles de la ciudad han entrado “o ay muchos que siendo cavalleros hijosdalgo y limpios no han entrado en ella” (Ibidem). Todas estas cuestiones debían ser resueltas por un total de seis testigos. Del mismo modo, el Consejo prevenía a los informantes a no interrogar a determinadas personas, “si no es que otros les citen para prueba de algun punto”. Las instrucciones se cierran con una declaración fechada el 3 de septiembre de 1662, en la que indica que se dieron “dos copias desta instrucción con los demás despachos al señor presidente conde de Oropesa” (Ibidem).

Algunos años antes, el día 6 de septiembre de 1656, el presidente del Consejo de las Órdenes, marqués de Távara ordenaba a Antonio Berzosa y al licenciado Diego de Reyna -informantes en la ciudad de Almagro- que en las informaciones del hábito del licenciado Diego de Villalta y Aguilera se interrogara sobre el apellido Prisa “y su limpieza y calidad”, y llegaba a dar una lista de los testigos más pertinentes para el asunto (Instrucción dada a los informantes del hábito de Santiago que pretende el licenciado Diego de Villalta y Aguilera. RAH, leg- 37, carpeta 4, nº 5, s/f.).[9] Esta preocupación del Consejo derivaba de que algunos días antes, don Felipe de Rojas caballero de la orden de Calatrava, “ha amenazado y amenaza a los testigos para que no digan la verdad”, pidiendo el Consejo que los informantes que averiguaran lo que ocurría “y que otros, fuera del dicho don Felipe, hacen semexantes amenazas o violencias con los testigos” (Ibidem). Esta casuística, amplísima y siempre complicada de distinguir e interpretar, afectaba por igual a todos los actores de la probanza. Cuando los informantes no eran los adecuados, se podía penar con la cárcel. Eso ocurrió en las probanzas de José de Meneses y Allende Salazar, que presentó informaciones falsas; una vez comprobadas, conllevaron la pérdida del hábito para el pretendiente y la prisión para los informantes en 1669 (Tabla genealógica de la familia Meneses, RAH. Leg. 20, f. 7r.).

La necesidad de información hace que los propios testigos indiquen quiénes pueden resultar más adecuados para realizar las mismas. Así, el primero de los testigos de Madrid, don Juan Solórzano Pereira, indicó que sería adecuado que los informantes preguntasen a José Carrasco, maestre escuela de la catedral de Charcas “de quien nos dio noticia el testigo anterior, y no estaba en casa” (AHN, OM, Caballeros, Alcántara, exp. 518,f. 13v.a). Algo semejante ocurrió cuando los informantes fueron

 

“a las diez de la mañana a casa del Principe de Esquilache para examinarle en esta información i se nos respondió que estaba en la cama mal dispuesto de la gota i que podíamos volver a su casa a las quatro de la tarde” (Ibidem)

 

Los informantes levantaron el correspondiente “auto” de haber realizado las diligencias.

   Pero la segunda de ellas afectaba a la dimensión de prestigio público de un pretendiente y colocaba algunas dudas sobre el proceder del propio Consejo. Pues si del primero que podía llegar a pensar que había alguna cosa no muy “limpia”, la institución era objeto de críticas sobre la lentitud en sus procedimientos, haciendo que se enviaran memoriales y otras cuestiones solicitando, por ejemplo, que los hábitos fuesen despachados por tres jueces (AHN, OM, leg. 1127(1) y (2))[10]. La siguiente tabla puede resumir alguno de los problemas sobre el conocimiento planteados durante la propia probanza:

 

PROBLEMA

QUIÉN RESUELVE

CÓMO AFECTA

Cambio de informantes por petición del pretendiente

Consejo

Retraso

Dudas en el Consejo

Cambios de informantes por petición del Consejo

Consejo

Retraso

Cambio de informante por petición de los informantes[11]

Consejo

Retraso

No hay informantes

Consejo

Retraso

Costes de las sobreinformación

Consejo+Pretendiente

Retraso+ Más dinero

Fuente: Tabla elaboración personal con los principales problemas planteados a los informantes.

 

 

La forma precisa en que la oralidad de los testimonios y la capacidad probatoria e irrefutable que se pretende dar a las pruebas documentales, remite nuevamente a la íntima relación entre los diferentes niveles de la memoria social construida y a las formas de control social derivadas del mismo hecho. La necesidad de empadronar a las personas surgida tras Trento, las necesidades de contabilizar individuos de la propia Monarquía y el juego de poderes de las oligarquías locales, son todos elementos que se dejan ver en las obligaciones y en el nivel de las pruebas que deben ser entregadas para la obtención de un hábito.

Como resultado de esta proliferación de cuestiones y perturbaciones del honor, encontramos la presencia de otros agentes también. Hemos comprobado la tradicional consideración sobre el fenómeno de la legalidad tradicional en torno a los problemas planteados por el conocimiento de los pretendientes y la labor en todo ello que los informantes tuvieron. Se trataba en líneas generales de un problema de percepción del funcionamiento de las probanzas. Todos los poderes inmersos en la definición del honrado debían participar de una repetición permanente de una fórmula legal, pero no se podría evitar el espacio a la especulación expresada en los abusos de los testigos y sus declaraciones y controlados por las disposiciones legales que durante todo el siglo XVII intentaron profesionalizar el acceso al honor. Los oficios en torno a lo nobiliario experimentaron durante el Seiscientos, un progresivo proceso de profesionalización, para evitar que su actividad permaneciese en los márgenes de la sociedad, y eso es lo que se puede concluir de escuchar las autorizadas voces de Micheli, Mendo, Escobar del Corro y Henao. Pero  existen otras voces que también tienen su papel en todo este entramado, administrativo y admirativo, que es el honor; nos referimos a los oficiales heráldicos a los que hacíamos alusión en los puntos iniciales.

 

 A modo de epílogo: reyes de armas y la fama triunphans

 

La labor de los reyes de armas y oficiales heráldicos está relacionada con la idea de una Fama inmortale. Por lo tanto, un blasón es una energía viva, una verdad que pretende proteger a los nobles de la infamia y del rumor y que se reinventa a cada paso del tiempo. No en vano los pretendientes a las Órdenes Militares más importantes (Toisón, Malta) o alguna de las castellanas obligaban a sus caballeros a lucir y justificar su propio blasón. Este recurso impuesto por las propias Órdenes puede tener mucho que ver con las necesidades de un conocimiento “denso” que los aparatos burocráticos del honor imponían para limitar o acotar el acceso al mismo.

Los reyes de armas son oficiales de la Casa Real, de la Caballeriza, que entre sus funciones tendrán dar contenido al honor de las personas y del reino mediante el conocimiento de la memoria de los honrados y de las historias de las familias. Desde el siglo XVI se encargarán de manera más activa a la elaboración de balsones, certificaciones de nobleza y armerías. Ellos, leídos por los honrados en sus obras, pero reconocidos por toda la sociedad en los blasones que adornaban capillas, casas, reposteros, carrozas, etc…, fueron unos agentes esenciales a la hora de regular el conocimiento sobre las familias. Recurrían para ello a la doble comunicación de su autoridad intelectual y de la fácil y simple recepción por parte de la sociedad de los blasones  (GUILLÉN BERRENDERO, 2011).

En el universo de las figuraciones barrocas y del perpetum mobile que significa la representación del honor, el protagonismo de los Reyes de Armas y sus “papeles” excede con mucho los límites del origen cortesano del oficio para implicarse directamente en la formulación de las señales del honor. Ese mundo Barroco, “turbulento y transformado” (RODRÍGUEZ de la FLOR, 2005) mira hacia lo nobiliario como un factor más de expresión de su realidad, un amphiteatrum de fácil penetración y crítica, pero también de lógica expansión por ser una época de mudanza. Y es en el universo de las certificaciones de nobleza en el que más y mejor se puede substanciar el papel dominante de esta concepción escénica y ética del honor y de una forma de comunicar quiénes y cómo son los conocidos y tratados por honorables. Estamos ante la doble dialéctica existente entre una imagen fija y constituyente de la identidad nobiliaria defendida por la tradición y el procedimiento administrativo y, de otro lado, la instancia medidora de los valores sociales que representan en sí mismos los siempre cambiantes criterios de acceso al sistema del honor en Castilla y el modo en el que se reproducen sus formas de expresión en el lenguaje heráldico.

La heráldica como sistema de comunicación refleja no sólo un lenguaje hermético y comprendido por unos pocos, es un fenómeno esencial de la fuerza de los símbolos como ejemplos del poder y de la necesidad de transmitir algún tipo de mensaje que vaya más allá de la simple contemplación estética de un objeto. Es un gobierno sobre el honor y una forma propia de una cultura simbólico-visual ampliamente conocida y aceptada por la sociedad. A cada visualización de un blasón le acompaña inmediatamente la idea de la fama, de la gloria y del conocimiento de las cualidades de su portador. Es, en cierto sentido como una declaración de un testigo en un procedimiento de ennoblecimiento. En este caso se nos habla de una fama asentada en la idea de bondad que los oficiales heráldicos atribuyen, casi mecánicamente, a los apellidos, “Los deste apellido y linage de Rodríguez, son muy buenos […]” (AHN, SN, TORRELAGUNA, C.418, D. 3, Certificado del apellido Rodríguez.) Esto lo indicaba el rey de armas, Jerónimo de Mata en una certificación dada en Madrid, ante Francisco Testa, escribano del número del Ayuntamiento de Madrid, el día 6 de octubre de 1627.Incluso cuando la fama del oficial heráldico no resultase el mejor argumento para el honrado, como ocurría con alguna de las certificaciones que Diego Barreiro, rey de armas de Felipe IV, y otros oficiales heráldicos de su tiempo. En cualquier caso, lo relevante de los artefactos del conocimiento que representan los blasones debe ponerse en relación en su condición de poética sobre el honor. 

Cuando Diego Barreiro certificaba el blasón del apellido Pérez, del que sin aparato probatorio alguno, indica que “se han juntado y juntan siempre en las juntas y ayuntamientos de los hombres hijosdalgo notorios” (AHN-SN, TORRELAGUNA, C-20, D.24, Certificado del apellido Pérez), está intentando desplegar los argumentos esenciales de la fama en el ámbito, lo mismo que hace el testigo de una probanza cuando habla de “comúnmente reputado”. No importa que esto fuera o no verídico, lo realmente central radicaba en la indudable operatividad social y en la influencia de estos en la formación de la común opinión o de la pública voz y fama. Eran conocidos e hidalgos a fuero de España y ese argumento es el esencial para identificar la categoría jurídica del individuo y le refrendaba para la posteridad en un blasón.

Certificaciones de nobleza, blasones, armerías y genealogías son algo que va más allá de un teatro de la vanidad y de las supuestas y reales falsificaciones, son una representación de un mundo, de un laberinto de árboles, discursos y concepciones sobre el propio mundo de la nobleza. Es una cosmogonía surgida en la Edad Media, que hunde sus raíces en el mundo clásico y que es sacralizada por las necesidades dialécticas y retóricas esenciales que configuran el honor como valor político y criterio de distinción durante la Edad Moderna. El ideal de fama y su estrecha relación con la idea de nobleza y la cultura del linaje son los elementos básicos que atraviesan esa avaritia de los honores y suponen la exaltación real del imaginario colectivo creado en torno a la nobleza y del que los Reyes de armas son agentes principales.

Desde la Edad Media el debate sobre las formas y estrategias de prestigio fue uno de los puntos centrales de las opiniones en torno a lo nobiliario. En este sentido la alusión a las armerías y a la labor de los oficiales de la nobleza es constante, identificando el papel de los oficiales heráldicos con el de otros agentes de honor, ya que las propias armas, al igual que la nobleza, deben tener su origen en el soberano, como indicaba Diego Valera en su Espejo de la nobleza, “La primera quando las da el Príncipe o Rey, porque así como la nobleza procede del rey, el qual solo puede hacer noble, así también da los blasones y armas […]”(1959:108). Y también, al igual que en la concesión de un hábito, la virtud era una de las pautas centrales, virtud vinculada al ejercicio de las armas, “La segunda manera es de adquirir armas quando el primero que las puso las ganó en la batalla o por alguna hazaña” (VALERA MOSÉN, 1959:108). Esta virtud es laque resume y se representa en aquella idea de que es preciso crear leyes generales para premiar a los fieles servidores con el reconocimiento de sus acciones. Para Valera hay además otras formas de concesión de las armerías: “La tercera manera de adquirir armas es de las divisas, porque muchos cavalleros en empresas y echos que tomaban a su cargo ponían señales o divisas en prueba de su valor y esfuerzo” (Ibidem, p.108). A la que se debe añadir otro asunto muy relacionado con las propias probanzas de nobleza, el de la sangre: “La quarta manera de adquirir armas es por raçón de linaje porque algunos traen escudos de sus armas semejantes en el todo o alguna parte a las armas del linaje del qual descienden” (Ibidem, p.108).

La importancia del papel de las armerías y de los reyes de armas se puede encontrar reflejado en una circunstancia poco comentada, la presencia en todos los tratados de nobleza de unos capítulos sobre las armas y el uso de las mismas. Esta herencia medieval (Bártolo de Sasoferrato, Diego de Valera o Fernán Mexía) y su recepción en la modernidad, determina el peso de estos aparatos discursivos.  En este sentido, el autor más legitimador de las noblezas urbanas del siglo XVII, Bernabé Moreno de Vargas, escribió en su Discursos de la nobleza de España  sobre “quién puede traer armas y cómo el rey es el que las concede” (1622: 108v). De modo, que como nos indica el regidor emeritense, “es de advertir que, puesto que los nobles, por su autoridad, puedan escoger y señalar las insignias que han de traer por armas, es bien que sean autorizadas con la voluntad y autoridad de los reyes” (Ibidem, 109r). Que un tratado de nobleza dedique buena parte de su espacio a tratar sobre las armerías sitúa el oficio de rey de armas dentro de una filosofía ambiente en la que el honor, el mérito y la creación de una memoria del linaje eran cuestiones que se manejaban en la sociedad, recurriendo a categorías siempre fáciles de identificar. Este lugar común es revisitado frecuentemente desde los procesos administrativos que generan las certificaciones de nobleza y está inserto dentro de las categorías básicas que el concepto de nobleza lleva implícito. La percepción sociológica de lo que ser noble representaba en el siglo XVII nos lo recuerda nuevamente Moreno de Vargas, al definir la nobleza como “por manera que nobles se llaman aquellos que son conocidos por buenos y la calidad que de este conocimiento se les adquiere se llama nobleza” (Ibidem, p. 2v). Más allá del juego etimológico sobre el término noscibilis que destila esta afirmación, la realidad social de todos los procesos y variables discursivas que sobre el honor existieron durante el siglo XVII, querían discernir si el conocimiento de los honrados se basaba en la presencia de determinados factores de distinción sistémica. Es la categoría social del conocimiento la que termina por clasificar a los individuos dentro de las distintas esferas de lo social y la que confiere el sentido y el valor de las opiniones de los oficiales heráldicos como forma de comunicación. 

Las palabras que definen lo que ser noble significaba se hacen visibles, legibles, de la mano de los reyes de armas. Se trata de un proceso en el que se asumen los valores de conformación y ubicación espacio-temporal de los códigos específicos de la identidad nobiliaria y de los criterios específicos del conocimiento. Son los contextos urbanos en los que la palabra escrita sobre la nobleza aparece asociada a determinadas formas de expresión de la fama individual. Es además una memoria participada de la cultura del linaje y de la tradición popular sobre estos elementos, en la que todo permanece en un aparente condicionamiento social hacia la idea de fama y en torno al monopolio del habitus del honor por parte de unos pocos. Se trata de manifestaciones de larga duración y de procesos de civilización de los signos de la honra y de la distinción social que legitiman los modos del conocimiento social mediante un conjunto de dinámicas retóricas a fin de preservar como “distinto” un determinado y heterogéneo grupo social. Se construye el antagonismo entre grupos sociales dominantes y sus formas culturales de representación (CHARTIER, 2002: 107) que sustenta los propios mecanismos de representación de éstos, convirtiendo la posesión de determinados documentos en marcas colectivas de prestigio. De modo que “iluminar” la honra de un individuo con una carta de nobleza, o una ejecutoria de hidalguía no es un hecho aislado en el tiempo, ni tan siquiera en la memoria de los individuos de una determinada comunidad; se trata, en suma, de iluminar un acontecimiento que dentro de la cultura política y simbólica del Barroco adquiere una importancia nada desdeñable.

El blasón, como identificador de la idea de nobleza, posee una no disimulada pretensión de totalidad, una marca sistémica relacionada con todo el entramado discursivo de pasquines, tratados, probanzas, memoriales etc…, que se escribieron durante el siglo XVII y que conformaban los argumentos para el intenso debate sobre la idea de nobleza que se estaba dirimiendo. Son en definitiva agentes del honor y coadyuvantes a la explicación de la idea de preeminente, honrado y, finalmente, excelente.

Para esta elaboración, resultó igualmente central la labor de las instituciones del honor en las que regía el estatuto de limpieza de sangre. En este sentido, en las formas de conocimiento de la sociedad castellana, junto con la labor legislativa, serán los informantes del Consejo y los reyes de armas los ejecutantes necesarios para participar en la definición de honrado y los perfiles en los que las personas son reconocidas como tales.

Los blasones y los discursos sociales emanados de las probanzas de nobleza están compuestos por diferentes elementos discursivos, una suerte de deigmata o signos, que son reconocidos por toda la comunidad que los contempla como representaciones fundamentales del valor de lo nobiliario y de las cualidades de su poseedor. Posee categoría axial a la hora de establecer las normas de ser en la sociedad urbana castellana. Por lo que, lejos del origen mítico y medieval de las Órdenes y de su percepción como realidades anacrónicas durante la modernidad y más allá del origen bélico de los blasones como emblemas  (PASTOREAU, 1973, 1981; RIQUER, 1986) y de la más supuesta que real crisis de lo heráldico durante la Edad Moderna, la heráldica y el régimen visual del honor experimentaron formas cada vez más ricas de comunicación y perpetuación del ideal social que ello representaba y se configuró como una llave central para el conocimiento de las personas y para contribuir a formar una opinión sobre los otros. Del mismo modo, los procedimientos administrativos sobre la honra, la sangre y la nobleza se fueron haciendo cada vez más complejas, resultado de las necesidades del fortalecimiento de la autoridad burocrática y del dominio del poder central sobre otras esferas jurisdiccionales. En definitiva, dos procesos, dos agentes, un solo discurso y un único objetivo, siguiendo a Juvenal cuando indicaba, en su Sátira VIII, v. 83-84, «summun crede nefas animan praeferre pudori et propter vitam vivendi perdere causas»[12].

 

 

 

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[1] Recientemente se ha publicado un ensayo sobre este particular, ver M. Olivari (2014). Del mismo autor ver también (2004). O los trabajos de A. Castillo Gómez  (2006; CASTILLO GÓMEZ A. y., 2010).

 

[2] La semejanza del inquisidor con el antropólogo fue avanzada por Ginzburg. Nosotros hemos consultado la revisión que sobre esa idea ha realizado en (2010: 395-412)

[3] Hasta el momento, salvo el texto de Lambert Gorges sobre los informantes poco se había dicho sobre su papel. Ver Lambert-Gorges (1982).

[4] Alguno de estos abusos vienen siendo perseguidos y aparecen el Digesto, (d. 48, 10, 4) y han sido analizados entre otros por Hespanha (Op. Cit, pp. 267)

[5] Escobar será uno de los teólogos e inquisidores que intenta rebajar el peso de los rigores de la imposición de los estatutos. Para este autor, la fecha de publicación de la obra sería 1633, reproduciendo la Pragmática de 1623.Ver lo que dice al respecto, Puyol Buil (1993: 352-355). Más recientemente, Hernández Franco (2010).

[6]Tal y como reza una ilustración al Gargantúa y Pantagruel,  de Rabelais.

[7] Esto se puede comprobar en el caso de la provincia de Jaén en el trabajo de J. M. Delgado Barrado y M. A. López Arandia (2009). Remitimos también al texto de E. Postigo Castellanos (1988) y el de M. J.  Álvarez Coca (1994)

[8] Denominada por los miembros del Consejo como de la Estrella.

[9] La nómina de los testigos es: Alexandro Vélez de Jaén, Fernando Serrano, Don Francisco de Ribera, el licenciado Don Francisco de Ocaña, Tomás Ruiz del Campo (ministro del Santo Oficio de la Inquisición), y Bernardo Casado, Gregorio Serrano, Don Felipe de Estrada, Bernabé de Quertas, Francisco Gonzalo de Guevara, Fray Antonio de la Rubio, religioso de la orden de Santo Domingo, Doña Catalina de Céspedes, Doña Lorenza de Figueroa (religiosas de la orden de Calatrava en este villa), licenciado Juan Díaz, Antonio Ruiz Tellez, licenciado Sebastián de Ribera, Pedro Ruiz Malagón, Don Pedro de Contreras.

[10] Esto se dice en una consulta del Consejo de las Órdenes de 1607.

[11] En este caso se contempla enfermedad de alguno de ellos u otras contingencias personales.

[12] “Ten por infamia suprema preferir la vida al honor/ y para salvar la vida, perder la razón de vivir”.

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