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Cuadernos Medievales - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/cm - ISSN 2451-6821 (en línea)

EL IMPERIUM Y LA MAIESTAS EN EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE DANTE ALIGHIERI Y MARSILIO DE PADUA

THE IMPERIUM AND THE MAIESTAS IN THE POLITICAL THOUGHT OF DANTE ALIGHIERI AND MARSILIUS OF PADUA

Franco Luciano D’Acunto

Universidad Católica Argentina

FrancoDAcunto@uca.edu.ar

Fecha de recepción: 06/05/2024

Fecha de aprobación: 15/08/2024

Resumen

La idea de imperium y la maiestas han fundamentado el accionar político desde los tiempos más tempranos del Imperio romano. Sin embargo, estas nociones no desaparecieron con la disolución de esta entidad, sino que se transformaron adecuándose al esquema ideológico de las creencias cristianas con el fin de justificar la autoridad terrenal en el marco de las disputas entre el poder papal y el imperial. En el presente artículo se abordan estas cuestiones haciendo foco en los postulados de Marsilio de Padua y Dante Alighieri con el fin de reflexionar el rol que le asigna cada autor a este poder para fundamentar el régimen político que cada uno proponía para resolver las crisis de sus contextos.

Palabras clave

Imperium - Autoridad terrenal - Poder papal - Marsilio de Padua - Dante Alighieri

Abstract

The idea of imperium and maiestas have underpinned political action since the earliest times of the Roman Empire. However, these notions did not disappear with the dissolution of this entity but were transformed and adapted to the ideological scheme of Christian beliefs in order to justify earthly authority in the context of disputes between papal and imperial power. This article addresses these issues by focusing on the postulates of Marsilius of Padua and Dante Alighieri in order to reflect on the role assigned by each author to this power to support the political regime that each one proposed to solve the crises of their contexts.

Keywords

Imperium - Earthly authority - Papal power - Marsilius of Padua - Dante Alighieri

 

 

Introducción

La Plena y Baja Edad Media constituyen periodos atravesados por conflictos jurisdiccionales entre las dos autoridades imperantes de aquel entonces: los gobernantes seculares y el obispo de Roma. Ante este panorama, y bajo el patrocinio de los representantes de ambas investiduras, hubo varios intelectuales dedicados al estudio y la reflexión sobre los fundamentos de los respectivos poderes para tomar decisiones sobre cuestiones terrenales. Si bien ambas posturas basaron sus ideales en las ideas expuestas explícita e implícitamente en los textos bíblicos y patrísticos, los autores que se decantaron por el predominio del poder secular y sus referentes políticos inspiraron sus teorías en la herencia imperial romana y sus nociones jurídicas, las cuales, eran conocidas gracias a las labores de traducción que florecieron, sobre todo, desde el siglo xii en adelante en el ámbito catedralicio y que fueron estudiados en las universidades. La tradición jurídico-política romana quedó plasmada en obras de sus teóricos más importantes como fue el caso de Cicerón quien, en su obra De res publica explica los fundamentos más básicos del populus y de la cosa pública, es decir, aquello que le es común a una comunidad que comparte leyes. Al mismo tiempo, otra de las grandes fuentes de estudio jurídico fue el Corpus Iuris Civilis recopilado durante los tiempos de Justiniano I.

Por ese motivo, en el presente trabajo, nos proponemos estudiar cómo se reflejó este fenómeno en las teorías planteadas por Dante Alighieri y Marsilio de Padua tomando como referencia documental los textos Monarquía y el Defensor Pacis respectivamente. Para esto, nos centraremos en los conceptos que ambos autores tienen sobre las bases del poder político considerando los aspectos sociales, legales y religiosos implicados en el mismo. En este punto, aparecen dos términos de suma importancia para la justificación de las leyes y la autoridad en la teoría política romana: el imperium y la maiestas.

Para avanzar sobre estas cuestiones, debemos tener en cuenta una serie de estudios previos como es el caso de autores como Pierre Grimal quien, en su investigación sobre los tiempos posteriores al fin de la República y la autoridad de los emperadores, se detiene a explicar las fuentes del poder. Aquí entran en juego lo que entendemos como imperium y maiestas: el primero designa el poder vinculado a “una fuerza trascendente, a la vez creadora y ordenadora, capaz de actuar sobre lo real, de hacerlo obediente a su voluntad”; el segundo se refiere a la “preeminencia política absoluta” del pueblo y de su ley.[1] Ambos son conceptos paralelos pero complementarios, pues, el imperium designa una fuerza coactiva con una impronta religiosa emanada de Júpiter mientras que la maiestas es un poder ligado a la preeminencia de la comunidad y la ley. Tanto Grimal como Mario Sacchi identifican una correspondencia entre el imperium (distinto del término “Imperio” como lo conocemos hoy en día)[2] y las leyes dado que ambos se tratan de elementos de poder destinados al orden social y político.

Cuando trasladamos estas nociones a las discusiones medievales, trabajos como el de Juan Beneyto Pérez indican que “los conceptos ideales del ‘imperium’ han partido (...) de la figura de ‘majestas’, como prestigio, superioridad e ilusión de Roma frente a los demás pueblos”, y señala que el término maiestas se contrapone e impone sobre “las viejas ‘potestates’ y no sin vínculos con la ‘auctoritas’, tan bien delineada cuando Augusto no se atribuye una ‘majestas’ propia del ‘populus’, lo cual, queda firme, “como típica romana, la idea de ‘majestas’ que renace con Dante”[3]. En otras palabras, al proyectar los conceptos estudiados a los tiempos medievales, nos encontramos con que el término maiestas se vincula con el concepto de auctoritas imponiéndose sobre pasadas ideas de poder.

Para desarrollar estas cuestiones, partiremos brevemente de las ideas más básicas que se tenían sobre el imperium y la maiestas en el contexto y con los roles institucionales que tuvieron en tiempos de la civilización romana respetando sus momentos históricos. Al mismo tiempo, el trabajo se enmarca en una investigación general que se está realizando acerca de la transición en la noción de poder político y religioso entre la Edad Media y la Edad Moderna. En este sentido, se han estudiado los problemas teológico-jurídicos sobre el origen del poder político en Dante Alighieri y Marsilio de Padua para aproximarnos al rol de Dios en la institucionalización del poder político y jurídico en ambos autores.[4] De esta manera, el objetivo de este trabajo será analizar las nociones generales de imperium y maiestas presentes en los textos seleccionados de Dante y Marsilio con el fin de trazar similitudes y diferencias con respecto a las ideas clásicas de estos términos. Para esto, se estudiará tanto las menciones explícitas de estos términos como los cambios conceptuales que tanto Dante como Marsilio hayan presentado en las obras Monarquía y Defensor Pacis. Con tal fin analizaremos si subyacen las ideas romanas que justifican el poder político y la ley, si se utilizan los mismos conceptos para referir a ellas y/o si se aplican términos distintos. Finalmente, se pretende dilucidar si todavía permanece la misma concepción teológica romana, pero expresada de manera cristiana que apela a la figura del pueblo como expresión colectiva del poder divino.

 

Concepto de Imperium y Maiestas

Desde sus inicios (sobre todo en sus momentos antiguos) el pueblo romano tuvo una mentalidad fuertemente inspirada en la espiritualidad. Esta no se trataba solamente del respeto y el culto a las divinidades ya que el ámbito de lo sagrado también se conectaba con la familia, la ciudad y la comunidad política. Parecido al caso griego, el culto a los antepasados se presenta en Roma como un aglutinador social y legitimador político.[5] El poder político romano se fundamentó en los cultos familiares proyectados a la comunidad. De esta manera, lo religioso, lo político y lo social estaban estrechamente ligados. Autores como Reginald Barrow sostienen que el hombre romano construyó su política en torno a un Estado guiado por la voluntad divina.[6] Pensadores clásicos como Cicerón y Horacio coinciden en que el poder de Roma se sostenía en su religión y la sumisión a los dioses. El desarrollo de la política romana se sustentaba en la idea de hacerse artífice terrenal de la voluntad de los dioses manifestada en los auspicios, por medio de los cuales, los reyes (en tiempos monárquicos) y los magistrados mayores (en tiempos de la res publica) recibían el imperium para mandar y ordenar.

La noción de imperium responde a las tradiciones más primigenias del pueblo romano y combina elementos políticos, militares y religiosos. El objetivo es claro: legitimar el poder político y el mando militar con la intercesión de la divinidad. En su momento, Pierre Grimal explicó que el imperium se trata de un poder ordenador atribuido a Júpiter (representado como un águila) quien se manifiesta por medio de un individuo consagrado para su ejercicio ya sea un rey (en los tiempos de monarquía) o un magistrado mayor o extraordinario (en épocas de res publica)[7]. El elemento sagrado no se aplicaba sólo sobre un delegado responsable de ejercer el poder sino que era transversal a todo elemento vinculado con la vida y la organización de la comunidad. En este sentido el Derecho (ius), cuyos inicios fueron consuetudinarios, era entendido con un carácter sacro inicialmente administrado por los pontífices como intérpretes de la voluntad divina. Aunque, posteriormente a las Doce Tablas, la ley dejó de estar en manos de los sacerdotes y el nuevo ius civile pasó a manos de magistrados como los cónsules y luego los pretores, ambos cargos elegidos por los comicios, órganos institucionales representantes del populus.

El concepto imperium fue estudiado por parte de autores como Pablo Escalante Stambole quien afirma que “el término imperium, durante toda la historia romana, designó a “el conjunto de atribuciones civiles, militares y judiciales’” aclarando que este poder “no existía sin el cargo y, al mismo tiempo, el cargo no existía sin el imperium”. No presenta al imperium como un poder relacionado con lo divino sino como una atribución que el pueblo concedía al rey hasta su muerte.[8] Otros autores como José Félix Chamie explicaron que “el imperium designaría de modo general la potencia del magistrado, empleada por excelencia o con mayor frecuencia para expresar el poder militar”. Sin embargo, “el concepto habría evolucionado y su uso se habría restringido por la costumbre al poseedor del imperium solo cuando los soldados lo aclamaran o el Senado lo saludara como vencedor, sólo en tal caso se haría uso explícito de la denominación”[9]. Estos estudios demuestran que la noción original que se tenía en los tiempos primigenios de la civilización romana obedecía a una idiosincrasia concreta que fue transformándose de acuerdo al contexto y las necesidades políticas del momento. De ser el reflejo de la voluntad ordenadora de Júpiter durante los tiempos de la Monarquía se convirtió en una dignidad que designaba un poder ordenador vinculado al ámbito militar que se otorgaba a los magistrados ordinarios mayores o a los funcionarios extraordinarios para cumplir las funciones correspondientes durante la Res publica. Sin embargo, nunca se pierde de vista que el imperium se ejerce con el fin de lograr objetivos conjuntos como el orden y la paz. En palabras de Chamie, “se trata de una visión holista del poder”, en la que “las múltiples fuentes: patres, populus, Iuppiter” inspiran el poder político y militar, y estos no son ajenos al factor religioso.[10]

Por su parte, el concepto maiestas se puede traducir de diversas maneras. En primer lugar, significa “grandeza”, “dignidad” o “majestad”. Esta última noción podía referirse a los dioses, a los magistrados o a los jueces. Sin embargo, otra definición conocida se vincula a la idea de “soberanía del pueblo romano” o del Estado, el honor, el poder o la autoridad. En este sentido, Grimal explica que la “maiestas” se trata de la “preeminencia política” que poseía el pueblo romano que servía como fundamento de la ley cuya legalidad dependía de la autoridad popular.[11] A diferencia del imperium, la maiestas se trata de un poder soberano, estático y permanente que sostiene las bases de la comunidad política de Roma. De esa forma, autores como Tácito sostenían que el poder de las leyes era la regla a seguir para la organización ordinaria, por lo tanto, “no hay que recurrir al imperium cuando es posible decidir según las leyes”[12].

Otros autores como Antonio Díaz Bautista han definido la maiestas, desde la perspectiva de los estudios jurídicos, como “el poder supremo del que derivan todos los demás poderes” en el marco de la organización institucional de la república.[13] No se trata de una noción democrática entendida como en tiempos actuales sino que se asocia a la idea de un poder civil que reconoce la preeminencia de la comunidad de ciudadanos constituída por las diversas familias asociadas en los asuntos públicos. Por ese motivo, los comicios curiados, centuriados y tribunados poseían esta autoridad sobre cuestiones legales pues regulaban aquello que le es útil al conjunto popular. Dicho esto, se entiende que el imperium y la maiestas forman una lógica de poder dual que, entre ambos, constituyen el poder político de Roma: el primero es dinámico, divino y extraordinario; el segundo es estático, terrenal y ordinario.

Ahora bien, estos principios políticos atravesaron un profundo proceso de transformación con la irrupción del cristianismo en el Imperio. No pretendemos estudiar rigurosamente este proceso pero vemos necesario explicar algunas cuestiones fundamentales. Para esto se partirá de un estudio realizado por Rubén Florio en el que se identifican tres elementos principales que contribuyeron a la instalación cristiana en Roma: la reinterpretación de las obras de Virgilio, la conquista del poder político por parte de los cristianos y las invasiones de los pueblos bárbaros.[14] Autores como Petronio, Ausonio y Proba fueron reconstruyendo el discurso virgiliano como una obra cantada a Cristo.[15]

La Eneida, de esta manera, es interpretada por autores de la Edad Media como Dante, como una obra canónica de la gloria romana, pero desde una perspectiva cristiana en la que se entiende que la intervención divina que mueve la historia y determinó el origen de Roma no es otra que el Dios anunciado en las Escrituras. Esto derivó eventualmente en los planteos de san Agustín contra el paganismo en que sostiene que la causa de la decadencia imperial fue alejarse de la “ciudad de Dios”. De esa forma, el imperio auténtico basado en la voluntad de Dios había quedado en el pasado. El corpus intelectual cristiano conformado por los documentos escritos de papas como Gelasio, León III y Gregorio Magno se inspirarían, así, en la idea de que la Iglesia tenía la misión de guiar a la comunidad de creyentes hacia la Salvación con el Pontífice romano como cabeza de la institución.

Sin embargo, la hegemonía marcada por los discursos eclesiásticos en favor de la autoridad papal se vio cuestionada por varios motivos: en primer lugar, la Querella de las Investiduras que enfrentó originalmente a Gregorio VII con Enrique IV del Sacro Imperio romano germánico; luego, la progresiva desestructuración de la sociedad medieval tripartita y la aparición de agentes alternativos como la burguesía desde el siglo xi, lo cual, rompía con la organización social clásica de la cristiandad a la vez que representaba el avance de nuevos intereses en un marco urbano que se fortalecía por el incremento de la actividad comercial y la necesidad de una protección colectiva distinta al formato señorial previo; por último, hubo dos fenómenos vitales: por un lado, la intensificación de los estudios de la Antigüedad grecolatina gracias a las traducciones de las obras de Aristóteles (comentadas por autores musulmanes como Averroes); por otro, el estudio del Derecho romano recopilado por el Codex Iuris romanorum de Justiniano I.

Esto último llevó a un cambio de paradigma que puso foco en el estudio de los fenómenos desde una mirada más secular pues, como explica Le Goff, hubo necesidades que, para ser saciadas, requerían de saberes que, a criterio de los eruditos del siglo xii, sólo los autores de la Antigüedad podrían aportar de manera científica.[16] El ámbito urbano también estimuló los estudios superiores tanto en las escuelas catedralicias como en las universidades, lo cual, es visto por Abulafia como una “institucionalización de la educación”[17].

En ese contexto, los conflictos políticos sucedidos en la península itálica inspiraron la labor intelectual de autores como Dante Alighieri y Marsilio de Padua. Estos autores propusieron nuevos modelos de organización sociopolítica basados en nociones jurídicas clásicas, pero sin desdeñar el factor teórico cristiano. Ambos se basan en las categorías del Derecho planteadas por santo Tomás de Aquino y los postulados aristotélicos de la Política sobre el origen de las comunidades.

 

La península itálica y sus conflictos

Hacia el siglo xiii, la península itálica estaba dividida en distintas unidades políticas cuyo carácter variaba según las regiones. Mientras en el sur encontramos el reino de Sicilia unificado y, en el centro, los Estados Pontificios, en el norte había una constelación de ciudades definidas por el carácter de las comunidades que las habitaban y las circunstancias históricas que afrontó cada una frente a la presencia del Sacro Imperio romano germánico en Lombardía y Toscana.

Estas ciudades, con la oleada de independencias de mediados del siglo xii, habían desarrollado instituciones propias y un fuerte sentimiento cívico que derivó en la creación de gobiernos comunales.[18] Esto formó parte de un proceso más amplio que implicó la expansión demográfica y económica de la cristiandad occidental y una lenta vuelta a la vida urbana con el aumento de la actividad comercial.[19] Los individuos que habitaban la ciudad estaban formados “para vivir dentro de los muros ciudadanos, para ejercer funciones y magistraturas”[20].

El inicio de las hostilidades entre Enrique IV y el papa Gregorio VII, conocido como la Querella de las Investiduras, afectó la identidad de sus individuos, en el marco de las intervenciones imperiales en territorio italiano.[21] Como ejemplo de esta situación, estuvo el caso de la Toscana, donde el protagonismo de la resistencia recayó en los habitantes de las ciudades. Como resultado, las gentes urbanas fueron adquiriendo y consolidando un sentido de pertenencia a un espacio determinado por las murallas de la ciudad en contra de las pretensiones de otras urbes. Esto no solo incluía al grupo social sino también los símbolos, las costumbres, las formas de hablar, etc.[22] A esto se suma una política marcada por la agresividad colonialista de ciudades como Venecia, Pisa y Génova y “gobiernos urbanos fuertemente soberanos” con “tensiones sociales” que va asociado “a un extraordinario crecimiento artístico, literario y cultural”[23].

Esa coyuntura derivó en formas republicanas de gobierno ubicando, entre las primeras instituciones que desarrollaron ciudades como Florencia, el consulado, cuyos miembros cumplían el papel de consejeros para solucionar problemas entre los habitantes de la ciudad.[24]

Sin embargo, con el paso del tiempo y el crecimiento de las urbes, no tardaron en aparecer las diferencias socioeconómicas entre distintos grupos que pretendieron imponerse sobre otros. Esto hizo que, hasta el siglo xiii, Florencia estuviera gobernada por las casas nobles y más ricas de la ciudad, conformadas por individuos que legitimaban su status acudiendo al recuerdo de un antepasado suyo y financiando los medios para la acción militar. Este grupo de milites o combatientes a caballo fue el que acaparó la institución del Consulado excluyendo a otros grupos.[25] Otro sector en ascenso durante la segunda mitad del siglo xii fue el de los mercaderes o burguesía que tuvo su protagonismo, sobre todo, en Florencia y cuya importancia fue determinante debido a que aseguró la expansión de la ciudad durante los siguientes siglos hasta convertirla en el centro económico más importante de la cristiandad. Con la consolidación de sus instituciones y del trabajo comercial que hacía gran parte de sus habitantes, Florencia comenzó a crecer y a convertirse en un agente hegemónico en la región de la Toscana, aunque, en paralelo al crecimiento económico, también afrontó problemas políticos de diversa índole.

A pesar de sus triunfos frente al Imperio y la emancipación fáctica con respecto a este, los emperadores como Federico Barbarroja continuaron sosteniendo sus reclamos, no solo frente a sus problemas con el Papa y la función táctica que tenía el norte de Italia para lograr ventaja en el conflicto sino también por el poder económico que estaban logrando las ciudades. Las intervenciones imperiales no resultaron ser fructíferas en ninguna ocasión puesto que las ciudades del norte lograron resistirlas formando progresivamente una noción de libertad y autoctonía que llevó a las ciudades como Florencia a adquirir “la condición de ciudades-estado independientes, dotadas de constituciones escritas que garantizaban su propio sistema de elección y autogobierno”[26]. De esta manera, Quentin Skinner ubica tres intervenciones imperiales principales para los siglos xii, xiii y xiv: la primera es la de Federico Barbarroja en 1154, la segunda es la de Federico II en 1235 y la tercera en 1308 de la mano de Enrique VII.[27] Estas últimas dos fueron acompañadas de fuertes conflictos civiles en las ciudades producto de la división entre Güelfos (quienes estaban en favor de la autoridad papal) y Gibelinos (partidarios de la superioridad imperial), y los intereses de cada investidura por apoyar a una facción u a otra.

La tensión no solo fue frente al Imperio y sus intervenciones sino también frente a la Iglesia ya que la consolidación del poder comunal generó fricciones con respecto a las posesiones rurales de esta, territorios sobre los cuales la ciudad comenzó a imponer su jurisdicción en búsqueda de la recaudación impositiva. Esto responde a las tensiones Iglesia-Estado que se venían dando desde fines del siglo xi entre el papado y las monarquías feudales.

Tras el fracaso y posterior muerte del emperador Enrique VII de Luxemburgo en 1313, el eje del conflicto involucró nuevos agentes: Luis de Baviera (candidato a sucesor imperial que logra imponerse por las armas a las pretensiones de Federico de Austria) y el Papa Juan XXII.[28] El problema entre ambos fue resultado de las mismas causas que enfrentaron a ambas investiduras desde la segunda mitad del siglo xi hasta entonces: la pretensión pontificia de tener una potestad plena sobre el poder secular del emperador. Con esta, el Papa se atribuía el poder de otorgar o quitar autoridad imperial. El Pontífice (que antes había apoyado a Federico por presión del rey francés) no quiso aprobar la coronación de Luis como nuevo emperador.[29] En respuesta, este invadió los Estados pontificios acusando a Juan XXII de hereje por contradicciones de su doctrina sobre la pobreza del sacerdocio con respecto a la prédica de Cristo. Hecho esto, Luis nombró papa a Nicolás V, luego de lo cual el Pontífice excomulgó al emperador.

Esta serie de luchas entre las grandes investiduras tenía su huella sobre conflictos preexistentes en las comunas del norte de la península itálica que se relacionaban con el control institucional y económico: la división entre Güelfos y Gibelinos, la tensión entre el “pueblo gordo” y el “pueblo flaco”, la pelea entre facciones, los exilios y las intervenciones extranjeras tanto de agentes institucionales internos (los podestá) como no institucionales (Imperio y Papado) eran parte del paisaje sociopolítico que marcaría las vidas y las ideas que Dante y Marsilio plasmaron en sus obras.

 

El Imperium de la Monarquía y la presencia implícita de la Maiestas populi según Dante

Monarquía es producto de una serie de reflexiones que Dante llevó a cabo durante sus años de exilio a raíz del conflicto que dividió a los Güelfos entre Blancos (facción de la que él formaba parte) y Negros[30] en Florencia.[31] Luego de aquellos acontecimientos, el autor adoptó una impronta gibelina en favor de la intervención del emperador Enrique VII de Luxemburgo en la península itálica para terminar con los conflictos que la aquejaban. Para esto, el poeta le enviaba cartas en las que aconsejaba empezar por Florencia como uno de los grandes centros problemáticos de la división partidaria. Si bien la campaña imperial tuvo resultados negativos hacia 1313, el pensador continuó sus reflexiones sobre el modelo ideal para terminar con aquel contexto y colocó sus ideas por escrito en el libro analizado durante sus años tardíos dedicados a la vida diplomática y académica.

El ensayo está escrito en latín y dividido en tres libros titulados sucesivamente: “Necesidad de la monarquía”, “Cómo el pueblo romano ha obtenido legítimamente el oficio de la Monarquía o Imperio”, “Que el cargo de la Monarquía o Imperio depende inmediatamente de Dios”. Aquí se retoma la figura del Monarca Universal como una investidura unificadora que tiene el ejercicio de la justicia para garantizar la libertad, la paz y la felicidad. Esta noción apareció expuesta previamente en el Convivio al afirmar que el Imperio era:

(...) un único principado y un príncipe único, el cual, dominándolo todo y no pudiendo desear más, mantenga contentos a los reyes dentro de los límites de sus reinos, de modo que éstos vivan en paz entre sí, y en esta paz se asienten las ciudades, y en esta quietud se amen los vecinos, y en este amor las casas satisfagan sus indigencias, y así, satisfecha toda necesidad, viva el hombre felizmente, que es el fin para el cual el hombre ha nacido.[32]

En Monarquía, Dante presenta una definición más resumida al afirmar que “La Monarquía temporal, llamada Imperio [imperium], es el Principado único, superior a todos los demás poderes en el tiempo y a los seres y cosas que por el tiempo se miden”[33]. A partir de estas explicaciones defiende la idea del Monarca basado en los postulados de la Política de Aristóteles puesto que es esta institución la que evita que se deriven en las formas corruptas del ejercicio del poder como lo eran la oligarquía, la tiranía y la democracia. El Monarca es el que, bajo la idea de que es el que más ama a los hombres, puede realizar un gobierno recto que promueva buenos ciudadanos.[34] De esa forma, fomenta el ejercicio de la libertad para que los hombres vivan por sí mismos. Por esto la Monarquía, al ser una forma de gobierno óptima para el desarrollo de la gente, es necesaria para el bien del mundo. Esta se basaría en un único Príncipe que estuviera por encima de los demás gobiernos, sean reyes, repúblicas, etc.

Si bien el autor no deja de reconocer que el ser humano está marcado por el Pecado original, el soberano que describe es presentado como alguien sobresaliente al resto de los príncipes.[35] Para él existe la posibilidad de error y abuso en los gobernantes de los reinos particulares al afirmar que “El Monarca no tiene nada que desear, pues su jurisdicción termina en el Océano, lo que no ocurre con los otros príncipes, cuyos principados terminan donde empiezan otros”[36]. A partir de esto, se infiere que el soberano universal debe ocupar el lugar atribuido por tratarse de aquel que lo tiene todo, incluyendo las virtudes de las que carece el resto de los gobernantes. De esa manera:

así como el apetito, por leve que sea, nubla el hábito de la justicia, la caridad, o recta dilección, lo perfecciona y lo ilumina. Aquél, pues, que pueda en mayor grado poseer la recta dilección, será el mejor albergue de la justicia. Tal es el Monarca.[37]

En la perspectiva dantiana, los orígenes de la autoridad política del Imperio se encuentran en Dios y en el Derecho romano, razón por la cual podemos afirmar que la explicación de las causas del Imperio corresponde a la tendencia aristotélico-tomista entremezclada con algunos postulados ciceronianos dado que el derecho no solo es aplicable de distintas maneras de acuerdo a los diversos ámbitos de la existencia sino también complementa el ejercicio del poder político.

Entra la consideración de la Eneida como un relato real por el cual Dante argumenta que el Imperio fue querido por lo divino.[38] A partir de este razonamiento, podemos afirmar que el argumento central en la justificación del poder político de Dante está en la herencia romana por medio del Derecho. Al considerar esta noción como parte subyacente del pensamiento dantiano, se refuerza la idea de que la autoridad terrenal tiene un aval divino para ejercer su poder, motivo por el cual no tiene menos gracia que el Pontífice, es decir, lo político no está subordinado a lo religioso. No obstante, la independencia del imperio se fundamenta también en el mencionado carácter de la autoridad que ejerce las atribuciones de manera universal.

En el cuarto capítulo, enfrenta la cuestión de los dos soles, siendo uno mayor (Iglesia) y uno menor (Imperio). A esto, Dante responde que los soles fueron creados antes que los hombres dado que “siendo dichos regímenes accidentes del hombre, parecería que Dios hubiese pervertido el orden produciendo los accidentes antes que el propio sujeto; lo cual es absurdo decir de Dios. Pues dichas luminarias fueron creadas en el cuarto día y el hombre en el sexto”[39]. En consecuencia, los soles no son producto humano y, por lo tanto, no pueden asociarse a los regímenes en conflicto. Desde esa perspectiva, se percibe que el poder terrenal es producto de la política humana, entendida a la manera agustiniana como una “directiva” del hombre producto de la pérdida de la inocencia original ya que “dichos regímenes son, pues, remedios contra la debilidad provocada por el pecado”[40]. Entonces, si bien se utilizan argumentos del “agustinismo político”, Dante se distancia de ellos afirmando que la autoridad del Imperio no depende de la Iglesia dado que lo único que esta le otorga es la “luz de la gracia” para “obrar mejor y más eficazmente”[41].

De esa manera, el rol de la Iglesia podría considerarse como meramente moral y/o espiritual. Así, dedica los capítulos V, VI y VII a desarticular la idea de que el poder del Papa sea divino separando a Dios por un lado y al Papa en cuanto vicario. De esa manera, “ningún vicariado, ni divino ni humano, puede equivaler a la autoridad principal (principali auctoritati)”[42]. No se puede igualar al Creador con el Pontífice puesto que este no tiene las atribuciones de aquel a quien representa.

En todas estas cuestiones, Dios se presenta como el primer principio de una cadena de elementos existentes en un orden sucesivo que va desde lo más perfecto hasta lo más imperfecto. Pero, como vimos en términos dantianos, no es causa directa del poder de las investiduras puesto que estas últimas son el remedio frente a la necesidad del hombre de organizarse para evitar los males terrenales provenientes del pecado original. Sin embargo, tanto en el libro II como en el III, Dios tiene un rol voluntario en la existencia de los regímenes.

Desde la perspectiva jurídica, el poeta retoma los argumentos ciceronianos a partir de los cuales el derecho es el fundamento del funcionamiento institucional en la medida en que es aceptado por un “conjunto de hombres de una multitud asociada por un mismo derecho, que sirve a todos por igual” que fueron, a su vez, autores de la formación del Imperio.[43] A su vez, el poeta dedica el capítulo V del segundo libro a la explicación del derecho y su importancia para el Imperio. Según el autor, “el derecho es una proporción real y personal de hombre a hombre, que cuando es mantenida por estos, mantiene a la sociedad, y cuando se corrompe, la corrompe”. A su vez, el fin del derecho es necesariamente el bien común.[44] Cita la obra De inventione de Cicerón y el De quatuor virtutibus cardinalibus de Martinus Dumiensis al sostener que las leyes son un factor de unión de la sociedad humana. Dante entremezcla las nociones jurídicas de Cicerón con factores del paradigma cristiano como se verá posteriormente.

A pesar de todos los argumentos que Alighieri ofreció sobre la autonomía del poder político y su preponderancia a la hora de decidir sobre los asuntos seculares, nos encontramos ante un modelo de organización que no desconoce la libertad de las ciudades. Esto se debe a que la Monarquía no se trata de un gobierno con capacidad de interferencia en asuntos internos de la res publica de cada comunidad. Su rol es pacificador u ordenador dado que afirma que:

donde puede haber litigio, debe haber quien lo juzgue. (...) Entre dos príncipes, no sujetos uno al otro, puede haber litigio, por culpa propia o de los súbditos, como es obvio. (...) Y como uno de los dos no puede procesar al otro, por el hecho de que uno de los dos no es sometido, pues iguales entre iguales no hay imperio, conviene que haya un tercero con mayor jurisdicción y que tenga a ambos bajo su poder.[45]

El uso del término Imperium aparece, en este caso, en relación con el poder de una figura política y Dante lo utiliza discursivamente para afirmar que este solo puede ser ejercido por una sola persona designada para la tarea. Posteriormente, sostiene que los delegados para el ejercicio del poder en cada res publica como los cónsules o los reyes son producto de las leyes pues “el gobierno no tiene por fin las leyes, sino que las leyes tienen por fin el gobierno”. De esa forma, los gobernantes locales tienen como fin servir a los demás en virtud de la ley siendo el Monarca “servidor de todos”. Por este motivo, “el Monarca es solicitado por el fin que le incumbe, al imponer las leyes”[46]. De esta manera, si bien la jurisdicción del Monarca es universal sobre los demás reinos, la ley de cada res publica es la regla que permite mantener las formas rectas de gobierno indicadas por Aristóteles. De ello se entiende que, para Dante, el rol del Imperio debe ser hacer cumplir la ley y evitar los litigios y/o desviaciones políticas. Si entendemos el Imperio de esta manera, el autor florentino afirmaría silenciosamente que la comunidad política conserva su maiestas, es decir, su majestad para legislar y determinar los asuntos internos de su ciudad o reino.

Por lo tanto, sobrevive implícitamente la noción básica de la comunidad como fundamento para la existencia de un orden institucional y político pero el imperium sufre una serie de cambios. Ya no se trata de una fuerza transformadora proyectada por lo divino sobre un funcionario público que debía cumplir un rol específico sino que se vuelve un concepto que puede referir, por lo menos, a dos ideas principales: por un lado, para designar al Imperio o Monarquía temporal como entidad política superior al resto de los regímenes con todas las atribuciones que hemos explicado anteriormente; por otro, para referirse a una forma de autoridad o dominio que puede ejercerse. Esta segunda acepción del término parece más cercana a la idea clásica de imperium pero no se trata de una cuestión en la que Dante profundice.

 

La ley y la defensa de la paz

Por su parte, el Defensor Pacis fue escrito en un contexto en el que Marsilio tuvo que refugiarse en la corte de Luis de Baviera en Nuremberg, lugar donde continuó sus estudios y en el que habría terminado de escribirlo en 1324. En ese contexto, en palabras de Óscar Godoy Arcaya, la corte imperial “se transformó en un bullente centro de actividad antipapal, que convocó a la disidencia interna de la Iglesia” en la que, además del paduano, estaban Juan de Jandun (reconocido averroísta y amigo del antenóride), Guillermo de Ockham, entre otros.[47]

El papel de Marsilio acompañando a Luis de Baviera consistió en brindarle al gobernante una serie de fundamentos doctrinales que lo ayudaran a darle sustento teórico a su autoridad frente a la del Papa. En este marco, el Defensor ofrece argumentos en base a un modelo político que se sirve no solo de postulados provenientes de la tradición grecorromana con fuerte incidencia aristotélica, sino además del contenido bíblico. De esta forma, el autor parte de la idea de que la paz es el fin al que debe aspirar todo régimen terrenal para garantizar que la ciudad alcanza el buen vivir, pues, “(…) una vez eliminada [la discordia], pueden más seguramente los atentos gobernantes y los súbditos vivir con tranquilidad, (…) necesario a los que han de gozar de la felicidad civil (…)”[48]. El discurso de Marsilio indica que la tranquilidad o la paz es causa de la felicidad terrenal, vista como “supremo fin de las acciones humanas”.

En su modelo político, no obstante, Marsilio coincide con Dante al identificar un doble fin: uno terrenal y otro eterno. Ante esto, nos habíamos preguntado si Marsilio de Padua es un averroísta o realiza un discurso mixto en el que se basa en Aristóteles y Cicerón para las cuestiones seculares y la interpretación teológica tomista para explicar la intervención de Dios en la tierra.[49]

Para Bayona Aznar, esta disyuntiva es producto de la voluntad del autor de “desmontar la doctrina del poder Papal, tanto por medio de la razón como por la revelación”[50]. Esto explicaría el motivo por el cual Marsilio acude a argumentos seculares y religiosos como forma de justificación de sus planteos. De esta manera, busca fundamentar los cimientos e independencia del poder político y la falta de mérito de la Iglesia para determinar cuestiones terrenales siendo que su misión se centra en fines trascendentales.

A diferencia del poeta florentino, el rol de la Iglesia en el desarrollo y guía de los miembros de la comunidad se limita a “enseñar esto [la revelación sobrenatural de Dios] y dirigir a los hombres” por medio de “doctores” designados por la ciudad.[51] El sacerdocio aglutinado en la Iglesia solo tiene un rol docente en la sociedad terrenal.

En este sentido, el pensamiento de Marsilio aporta su impronta en materia política siguiendo la lógica tomista de Dios como un ente creador interesado en lo que ocurre con lo creado y contingente y, a la vez, regulador del universo desde la eternidad, pero no como causa inmediata de lo terrenal. El pensamiento del paduano se considera también parte del concepto averroísta de que el rol de Dios se centra en cuestiones supraterrenales como garante del funcionamiento universal, pero sin intervención inmediata con el ámbito secular, más bien como causa primera de todas las demás causas.

Esta noción impacta directamente en la propuesta que realiza el autor en su obra. Al afirmar que Dios no interviene inmediatamente en la Tierra, se refuerza el argumento a favor de una lógica de poder ascendente y resta fuerza a las pretensiones eclesiásticas, pues la potestad de las autoridades civiles existe por sí misma (esto es, por acción y organización de las gentes) y no en virtud de la Iglesia con un poder designado por Dios. Esto se suma a la exposición realizada en el capítulo IV del Primer Libro cuando Marsilio sostiene que rendir culto, honor y acción de gracias a Dios es “útil también para el estado de la vida presente [...] tanto por los beneficios recibidos en este mundo, como por los que se recibirán en el futuro”[52].

El discurso de Marsilio no explica el poder en términos sacralizados como lo entendían los romanos. Si bien aparecen menciones del imperium para referir a la idea de dominio, no hay un desarrollo profundo y destacado sobre la noción de poder como una atribución vinculada a lo divino.[53] En el capítulo XIV, Marsilio explica que los gobernantes (principanti) son instituidos para el ordenamiento de la comunidad mediante la ejecución de las leyes. Para esto, gozan de una atribución legalmente constituida a la que Marsilio refiere como “poder coactivo” (coactivam potentiam) cuya función es evitar la desobediencia y la rebeldía. Este poder “debe ser determinado por el legislador como todas las demás cosas civiles” a tal punto que “supere el poder de cada particular tomado aparte y el de algunos juntos, pero no tan grande que exceda el de todos juntos o el de mayor parte” para evitar los excesos y el devenir de una tiranía.[54] Con esta exposición, el autor establece la idea de un gobierno caracterizado por el poder para imponer el orden legal mediante el uso de la violencia, pero con límites establecidos por el legislador o la totalidad de los ciudadanos tanto en la elección de aquel que detenta el poder coactivo como en la posibilidad de deponer al gobernante.[55]

No obstante, el concepto de poder que presenta Marsilio es unitario y autónomo de toda otra concepción. En lugar de coincidir con Dante en la doctrina que identifica una relación Iglesia-Reino, el paduano acude al protagonismo de la comunidad como fundamento de una soberanía indivisible, es decir, solo hay un solo poder a partir del cual se regulan todos los aspectos de la sociedad.[56] La comunidad es un hecho natural y se ordena conforme a leyes[57] que son expresión de la voluntad del conjunto.[58] Dicho esto, en la generalidad de la exposición marsiliana la utilización de los términos para referir al conjunto de ciudadanos suele variar tanto con el uso del término populus así como también el de communitas civilis o comunidad civil explicando sus orígenes teóricos de acuerdo a los postulados aristotélicos relacionados con la unión de varios grupos empezando por la familia. Más adelante, Marsilio explica que el pueblo (populum) puede entenderse como “la totalidad de los ciudadanos (civium), o la parte prevalente de él”, entonces, es presentado como “la causa eficiente primera y propia de la ley”, cuyas elecciones y su voluntad es “expresada de palabra en la asamblea general de los ciudadanos, imponiendo o determinando algo que hacer u omitir acerca de los actos humanos civiles bajo pena o castigo temporal”[59]. Dentro de esta agrupación de personas que conforman el populus o la communitas civilis[60] el ciudadano (civem) es aquel que “participa del gobierno consultivo o judicial según su grado”[61].

Su exposición retoma los planteos de la Política de Aristóteles acerca del origen de la comunidad, la ley y los tipos de gobierno sumando reflexiones sobre los motivos de las luchas que corrompen la convivencia y el funcionamiento virtuoso de un reino. No obstante, a raíz de la explicación sobre la causa eficiente de la ley manifestada en el capítulo XII, Marsilio sostendrá que la ley:

tomada materialmente y según la tercera significación, a saber, como ciencia de lo justo y lo útil civil, es competencia (pertinere) de cualquier ciudadano, aunque más conveniente y adecuadamente puede hacerse partiendo de la observación de los que tienen posibilidad de vacar a ello, de los ancianos y experimentados en las cosas prácticas, los llamados prudentes, más que de la consideración de los oficios mecánicos, los que se aplican a procurar con su trabajo las cosas necesarias para la vida.[62]

A la hora de referir a las atribuciones de aquellos a los que compete legislar, Marsilio sostiene que concierne a los ciudadanos lo relacionado al origen fundamental de la ley civil al afirmar que “la autoridad absolutamente primera (prima auctoritas) de dar o instituir leyes humanas es sólo de aquel del que únicamente pueden provenir las leyes óptimas” esto es “la totalidad de los ciudadanos o su parte prevalente, que representa a la totalidad”. Aquí no se refiere al poder fundamental del pueblo como maiestas sino como auctoritas, lo cual guarda correspondencia con la noción clásica de la preeminencia política del pueblo romano.

De esa manera, el pensamiento político de Marsilio parece retomar antiguos conceptos jurídico-políticos romanos expuestos por Cicerón en los que el Derecho está fundamentado en la maiestas popular o preeminencia del pueblo, a partir de lo cual, toma forma el conjunto institucional que conforma la respublica pero sin mencionar este concepto concretamente.[63] Para el autor, el poder se fundamenta en la soberanía del pueblo, cuestión ante la cual presenta una serie de argumentos: el primero se basa en la idea de que el conjunto de ciudadanos posee un mejor juicio sobre aquello que es útil para la sociedad; el segundo sostiene que la ley puede implementarse como tal en la medida en que los miembros de la comunidad política la acepten y la cumplan; por último, la “buena ley” es producto de un acuerdo consentido que garantice la obediencia voluntaria colectiva.[64] Esto, en palabras de Leo Strauss, significa que Marsilio sostiene “que el único soberano legítimo es el pueblo”, el cual, es un agente distinto del gobierno y al sacerdocio, ambos subordinados “al populus o demos cristiano”[65].

Ahora bien, tanto Marsilio como Dante, coinciden en que el poder terrenal debe evitar la división para asegurar la paz puesto que “si hubiera muchos poderes en la ciudad o el reino y no estuvieran reducidos o subordinados a uno supremo, fallaría el juicio, el precepto y la ejecución de lo conveniente y de lo justo” (D.P., I, XVIII, 3). De alguna manera, esta es la forma que encontró el autor para criticar el conflicto entre los dos poderes que aquejaba la península itálica. La diferencia radica en el rol que el paduano le atribuye al Imperium (coactivam potentiam o armata potentia) pues la auctoritas popular parece tener mayor preponderancia a la hora de organizar a la comunidad y formar gobiernos. A diferencia del Imperium entendido a la manera de la época más primigenia de Roma, el poder coactivo es una atribución otorgada momentáneamente para ejecutar la ley y hacerla cumplir, lo cual, hace a la “autoridad de gobernar” (auctoritas principatus). En el modelo marsiliano, el protagonismo político está en el populus. En este sentido, no hay una intervención divina como motivo del poder político en los planteos de Marsilio. El imperium o poder de mando de los gobernantes no se fundamenta directamente por lo divino sino que se trata de una dignidad otorgada por la ley establecida por la auctoritas del pueblo. No hay una visión sacralizada del poder sino una idea secularizante. El poder coactivo está basado en la ley humana pues esta surge de la comunidad civil y es ejecutada por un gobernante elegido por el legislador (asociado por el autor a “la totalidad del pueblo o la parte prevalente de él”). El sacerdocio tiene un rol moral y docente pero no está por encima de la ley humana pues Cristo es, para Marsilio, el único juez sobre las transgresiones a la ley divina.[66]

 

Conclusión

Podemos afirmar que existe cierta persistencia de los conceptos romanos de imperium y maiestas en los postulados de Dante y Marsilio tanto de forma explícita como implícita, aunque con algunos matices. Los modelos políticos propuestos asignan un eje distinto al origen del poder: por un lado, si bien la Monarquía de Dante pone más énfasis en el legado imperial romano para justificar el poder político como algo querido por Dios, el Imperium se muestra como la entidad política encabezada por el Monarca Universal con el objetivo de ordenar para garantizar la paz entre las repúblicas sin intervenir en los asuntos internos determinados por cada gobierno local, razón por la cual, puede notarse un límite determinado por la maiestas legal de cada pueblo; por otro lado, el modelo marsiliano ofrece una idea de maiestas populi entendida como la preeminencia del pueblo reunido en asambleas para determinar la ley y el gobierno, pero con un cambio en el concepto utilizado para nombrarlo: la auctoritas o autoridad.

Dicho esto, la teoría del paduano asigna a la auctoritas el rol ordenador imperante para asignar dignidades gubernamentales dado que el pueblo lo conforma la comunidad de fieles cristianos. El imperium no aparece como un poder sacro entregado por lo divino, sino que el poder del gobernante es entendido como una atribución legal otorgada por el pueblo para garantizar el imperio de la ley.

En este sentido, en ambos autores se nota la voluntad de quitar la hegemonía eclesiástica como institución principal de la cristiandad retomando las nociones jurídicas romanas y devolviendo protagonismo a los agentes políticos clásicos: el emperador y el pueblo. Sin embargo, ambos pensadores no son ajenos a las teorías de su contexto y realizan sus planteos desde la centralidad de la fe cristiana, pues Dios y los creyentes son elementos transversales que resignifican las implicancias de las nociones de imperium y maiestas.

Dicho esto, la continuidad de estos estudios debe centrarse en analizar las implicancias del populus como agente de poder y su rol tanto teórico como práctico en el ejercicio jurídico cotidiano. A su vez, veo necesaria una revisión de las ideas vinculadas a la auctoritas del pueblo presentada por Marsilio para analizar las implicancias historiográficas del uso de la palabra “soberanía” para referir a la teoría de dicho autor.



[1] Pierre GRIMAL, El Imperio romano, Barcelona, Biblioteca de Bolsillo, 2000, pp. 8-9.

[2] Entiéndase “Imperio”, en términos expresados por la RAE (2001), como una “organización política del Estado regido por un emperador”, “conjunto de Estados sujetos a un emperador”. Sin embargo, Mario Sacchi indica que, aun estas definiciones, son cuestionables a partir de ciertos casos históricos como el de Austria bajo el gobierno de Francisco José II o el de Japón después de la Segunda Guerra Mundial. En Mario SACCHI, “Imperium: la naturaleza de un peculiar régimen político”, Anales de la Fundación Elías de Tejada, 16 (2010), p. 57.

[3] Juan BENEYTO PÉREZ, “La evolución de la idea de “imperium” en la Edad Media (Sobre una reciente bibliografía)”, Anuario de historia del derecho español, 14 (1943), p. 624.

[4] Franco D’ACUNTO, “Reflexiones acerca del problema teológico-jurídico sobre el origen del poder político en Dante Alighieri y Marsilio de Padua”, Prudentia Iuris, 94 (2022) pp. 161-189.

[5] Reginald H. Barrow (1949) explicó que la espiritualidad era uno de los elementos propios de la romanidad en los distintos niveles de la vida social romana, esto es, el ámbito público y el privado. En este último, los pater familias eran sacerdotes del culto a los antepasados dado que ejercían los rituales para honrar a los difuntos y mantener el bienestar de los integrantes de la familia. Ante esto, el autor expone que cuando las familias “se unieron para formar una comunidad, el culto y el ritual de la familia formaron la base del culto del Estado” haciendo que el rey asumiera el rol de sacerdote a nivel colectivo. Sobre este mismo tema, Laura María Arenas Gallego explica que el culto a los antepasados era una de las prácticas privadas cuyo sacerdocio era ejercido por los padres de familia pero “no se encontraba al margen del conjunto de la religión del Estado”. A esto suma que si bien los hijos recibían las fórmulas sacerdotales de sus padres para continuar el culto a los antepasados, podía ocurrir que el Estado (por medio de los pontífices) asumiera la continuación de esos ritos en caso de que la familia se extinguiera. En Laura María ARENAS GALLEGO, “El culto di Manes”, Cuadernos de arqueología de la Universidad de Navarra, 31 (2023), pp. 47-48.

[6] Reginald BARROW, Los romanos, México, Fondo de Cultura Económica, 1949.

[7] GRIMAL, op.cit., 2000, p. 8.

[8] Pablo ESCALANTE STAMBOLE, “Los conceptos de imperio e imperium y su relación con los fundamentos del poder en la Antigüedad romana”, en X Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia. Escuela de Historia de la Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional del Rosario. Departamento de Historia de la Facultad de Ciencias de la Educación, Universidad Nacional del Litoral, Rosario, 2005, p. 14.

[9] José Félix CHAMIE, “Imperium e Imperator. Origen del poder y sus proyecciones modernas”, Revista de derecho Privado, 21. (2011), p. 46.

[10] Ibidem, p. 48.

[11] GRIMAL, op. cit., p. 9

[12] Tácito, Anales, III, p. 69. En GRIMAL, op. cit. 2000, p. 9.

[13]Antonio DÍAZ BAUTISTA, “La república romana”, Anales de Derecho, 4 (1983), p. 180.

[14] Rubén FLORIO, “Literatura e Historia en la Tardía Antigüedad. Rupturas, continuidades, conexiones”, Anuario del Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti”, 7 (2007), p. 148.

[15] Ibidem, p. 164.

[16] Jacques LE GOFF, Los intelectuales de la Edad Media. Barcelona, Gedisa, 1985, p. 30.

[17] Anna ABULAFIA, “Creatividad intelectual y cultural”, en Daniel POWER (ed.), El cenit de la Edad Media, Barcelona, Crítica, 2007, p. 166.

[18] Esto implicaba que se habían generado gobiernos que consistían en el conjunto de ciudadanos participantes en la toma de decisiones.

[19] La Comuna era entendida, según Nilda Guglielmi, como “unión de individuos que establecieron su identidad política frente a otros, que enriquecieron la circunstancia de habitación de un lugar con deberes y derechos cívico-políticos en que se dibujó el concepto de ciudadano e impuso una organización que implicó la elección de formas políticas particulares”. Esto se explica en Nilda GUGLIELMI, Pasiones políticas en la Italia medieval, Mar del Plata, Eudem, 2012, p. 26.

[20] Nilda GUGLIELMI, La ciudad medieval y sus gentes, Buenos Aires, CONICET, 1978, p. 9.

[21] Al hablar de las ciudades-estado italianas, estamos hablando de “identidad” entendida como sentido de pertenencia ligado a un territorio, a una estructura urbana, simbología propia de la ciudad, un pasado y una población determinada.

[22] Yves RENOUARD, Historia de Florencia, Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1964, p. 20.

[23] Giovanni CHERUBINI, “Las ciudades europeas del siglo xii”, en Juan Ignacio RUIZ DE LA PEÑA SOLAR, María Josefa SANZ FUENTES, Miguel CALLEJA PUERTA (coord.), Los fueros de Avilés y su época, Oviedo, Real Instituto de Estudios Asturianos, 2012, p. 83.

[24] La república como forma de gobierno, en aquel momento, era entendida a la manera romana, es decir, como res publica o “cosa pública”. Esto implicaba un gobierno con instituciones que permitían la participación ciudadana en las cuestiones políticas entre mezclando nociones de Polibio y Cicerón.

[25] RENOUARD, op. cit., 1964, p. 25.

[26] Quentin SKINNER, “Las ciudades-república italianas”, en John DUNN (dir.), Democracia: el viaje inacabado (508 a. C.-1993), Barcelona, Tusquets Editores, 1995, p. 70.

[27] Quentin SKINNER, The Foundations of Modern Political Thought. Volume One: The Renaissance, Cambridge, Cambridge University Press, 1978.

[28] Esto ocurrió luego de la Batalla de Mühldorf en 1322 a la cual, ambos contendientes le dieron el carácter de “juicio de Dios”. En Óscar GODOY ARCAYA, “Antología del Defensor de la paz, de Marsilio de Padua”, Estudios Públicos, 90, (2003), p. 337.

[29] Recordemos que, para ese entonces, los Papas se radicaban en Aviñón, territorio francés. A su vez, mantenía una alianza con Roberto de Anjou, gobernante del reino de Nápoles.

[30] La disidencia entre ambas facciones tuvo motivos políticos y diplomáticos. Los Blancos estaban representados por familias acreedoras de algunos gibelinos y del emperador, razón por la cual tenían una postura mucho más moderada con respecto a estos. Los Negros, por su parte, tenían apoyo directo del Papa y se oponían radicalmente a los vínculos con el Imperio y los gibelinos.

[31] Autores como Richard Wallington Lewis (2001), Barbara Reynolds (2006) y Andrew Norman Wilson (2014), no llegan a un acuerdo sobre cuándo fue exactamente que Dante escribió la obra, pero es de relevancia a fin de reconstruir el contexto en el que estaba inserto entre 1308 y 1313. El periodo mencionado comprende los años entre los que Enrique VII de Luxemburgo fue elegido rey y emperador, tiempo en el cual emprendió una campaña de intervención en Italia.

[32] Dante ALIGHIERI. “Convite”. En Dante ALIGHIERI, Obras Completas, Versión castellana de N. GONZÁLES RUÍZ, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1956, p. 810.

[33] Dante ALIGHIERI, De la monarquía, Buenos Aires, Losada, 1966, p. 36.

[34] ALIGHIERI, op. cit. 1966, p. 48.

[35] Dante sostiene, basándose en lo dicho por Aristóteles en la Ética a Nicómaco que “lo que puede ser determinado por la ley, no debe dejarse al arbitrio de los jueces; y esto, por temor a los apetitos, que fácilmente desvían la mente de los hombres”. Ibídem.

[36] Ibídem.

[37] Ibídem.

[38] Francisco BERTELLONI, “Filosofía política y teología de la historia en la teoría dantesca del imperio”, Patrística et Mediaevalia, 2 (1981), pp. 37-66.

[39] ALIGHIERI, op. cit. 1966, p. 99.

[40] Otros argumentos incluyen la idea de que “aunque la Luna no tenga luz abundante, sino la que recibe del Sol, no se sigue de esto que la Luna sea causa del Sol. Para lo cual ha de saberse que una cosa es el ser de la Luna, otra sus facultades y otra su acción. Por lo que respecta al ser, de ningún modo depende la Luna del Sol, ni tampoco en cuanto a sus facultades, ni en cuanto a la acción pura y simple; pues su movimiento proviene de su propio motor y su influencia de sus propios rayos”. Ibídem.

[41] ALIGHIERI, op. cit. 1966, p. 100.

[42] Ibidem, p. 103.

[43] Marco Tulio CICERÓN, Sobre la república, Madrid, Gredos, 1991, p. 63.

[44] ALIGHIERI, op. cit. 1966, p. 68.

[45] Esto lo expresa en la versión latina afirmando que “et cum alter de altero cognoscere non possit, ex quo alter alteri non subditur, nam par in parem non habet imperium, oportet esse tertium iurisdictionis amplioris, qui ambitu sui iuris ambobus principetur”. ALIGHIERI, op. cit. 1966, p. 45.

[46] Ibidem, p. 51.

[47] Como los argumentos que presentaba en la obra iban en contra de la autoridad de la Iglesia, hizo circular su obra bajo el pseudónimo “hijo de Antenor” en referencia al personaje de la Eneida que fundó Padua. En Óscar GODOY ARCAYA, “Antología del Defensor de la paz, de Marsilio de Padua”, Estudios Públicos, 90. (2003), pp. 337-8.

[48] Marsilio DE PADUA, El defensor de la paz. Estudio preliminar, traducción y notas de Luis MARTÍNEZ GÓMEZ, Madrid, Editorial tecnos, p. 8.

[49] D’ACUNTO, op. cit. 2022 pp. 161-189.

[50] Bernardo BAYONA AZNAR, “El fundamento del poder en Marsilio de Padua”, en Pedro ROCHE ARNAS (coord.), El pensamiento político en la Edad Media. Madrid, Fundación Ramón Areces, 2010, pp. 147.

[51] DE PADUA, op. cit, p. 16.

[52] Ibídem.

[53] Esto puede verse en el capítulo I cuando afirma que “mientras sus habitantes convivieron pacíficamente, gozaron dulcemente de los frutos de la paz antes nombrados, por ellos y con ellos progresando tan adelante, que llegaron a someter a su imperio toda la tierra habitable” y agrega que “surgida entre ellos la discordia y la pelea, con innumerables trabajos y conflictos, fue vejado su reino y sometido al imperio (imperium) de las gentes extrañas y enemigas”. En el contexto de su exposición no corresponde una asociación del término “imperium” con una explicación del poder público sino a una idea de dominio de una entidad política sobre otra. Marsilio DE PADUA. op. cit, p. 4.

[54] Ibidem, p. 70-71.

[55] Ibidem, p. 73.

[56] BAYONA AZNAR, op. cit.

[57] Sobre esto, Marsilio sostiene que, si bien la ley “es competencia de cualquier ciudadano”, “aunque más conveniente y adecuadamente puede hacerse partiendo de la observación de los que tienen posibilidad de vacar a ello, de los ancianos y experimentados en las cosas prácticas, los llamados prudentes, más que de la consideración de los de oficios mecánicos, los que se aplican a procurar con su trabajo las cosas necesarias para la vida”. Marsilio de Padua. op. cit, p. 54.

[58] “Entrando, pues, de este modo en el tema, conviene que no se nos oculte que las comunidades civiles, según las diversas regiones y tiempos, comenzaron de lo pequeño y poco a poco, tomando incremento, finalmente llegaron a la consumación, como dijimos que acaece en toda acción de la naturaleza o del arte. Porque la primera y más reducida de las uniones humanas, de la que las otras a su vez provinieron, fue la del varón y la hembra, como dice el eximio entre los filósofos en el primero de la Política, cap. 1 (...)”. Marsilio DE PADUA, op. cit, p. 12.

[59] En la versión latina, Marsilio escribió “Nos autem dicamus secundum veritatem atque consilium Aristotelis, 3 Politicae, cap. 7. legislatorem seu causam legis effectiva primam et propriam esse populum seu civium universitate, aut eius ualentiore partem per suam electione seu voluntate in generali civium congregatione per sermonem ex preffam, praecipientem seu determinantem aliquid fieri vel omitti circa civiles actus humanos sub poena vel supplicio temporali”, op. cit, p. 54.

[60] En el capítulo XIII, Marsilio menciona las partes de la comunidad y sostiene el principio de que el todo es mayor a la suma de las partes. Por ese motivo, la multitud (multitudo) o el pueblo (populus), que está “integrado por todos los grupos de la política o de la sociedad civil, es más grande, y por ello su juicio más seguro que el juicio más seguro de alguna parte a solas” independientemente de qué parte de la sociedad sea. Ahí distingue partes como el vulgo o consejo (vulgus [quam hic nomine concilii signauit]) integrado por agricultores, artesanos “y semejantes”, la magistratura (praetorium) que asocia a los “oficiales al servicio del gobernante” en el tribunal, y los abogados o jurisperitos y notables (advocati seu iurisperiti, atque notarii) que asocia a la nobleza o colegio de aristócratas, op. cit, p. 63.

[61] DE PADUA, op. cit, p. 55.

[62] Ibidem, op. cit, p. 54.

[63] A diferencia del concepto romano de imperium romanorum explicado por Pierre Grimal, el fundamento del poder político en Marsilio es exclusivamente secular, por lo que no se involucra una fuerza superior y trascendente. GRIMAL, op. cit.

[64] Según Bayona Aznar la idea que Marsilio tiene sobre el ciudadano no se da en sentido universal, por lo cual, quedan excluidos de esta categoría los pobres o el vulgo (agricultores, artesanos), los niños, las mujeres, los esclavos y los forasteros. Solo aquellos que participan del “gobierno consultivo o judicial” pueden considerarse como ciudadanos.

[65] Leo STRAUSS, “Marsilio de Padua [circa 1275-1342]”, en Leo STRAUSS y Joseph CROPSEY (comp.), Historia de la filosofía política, México, Fondo de Cultura Económica, 1963, p. 272.

[66] DE PADUA, op. cit, p. 204.

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