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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
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MAGALLÁNICA, Revista de Historia Moderna: 11 / 22 (Proyecciones)

Enero - Junio de 2025, ISSN 2422-779X

 

 

Propuestas de cambio y expectativas frustradas en la Corte de Carlos II: los predicadores reales ante una crisis política (1690-1700)*

 

 

 

Francisco José García Pérez

Universitat de les Illes Balears-IEHM, España

 

 

 

 

Recibido:        06/01/2025

Aceptado:       23/02/2025

 

 

 

 

Resumen

 

Durante el siglo XVII, la oratoria en palacio se consolidó como un poderoso instrumento de intervención política. Los sermones pronunciados ante el rey y la corte no solo abordaban temas religiosos, sino que también proponían reformas, denunciaban abusos y sugerían cambios. En este contexto, la última década del siglo experimentó una grave crisis política que no fue ajena a los oradores áulicos. La cuestión central que se plantea es si las voces que resonaban desde el púlpito regio lograban influir, de algún modo, en la voluntad del monarca. Teniendo esto presente, el artículo persigue identificar los temas clave que se incluían en los sermones de denuncia y, a partir de ello, analizar la realidad política y cortesana que se vivía en ese período.

 

Palabras clave: Carlos II; predicadores; sermones; crisis política; expectativas.

 

 

PROPOSALS FOR CHANGE AND FRUSTRATED EXPECTATIONS AT THE COURT OF CHARLES II: THE ROYAL PREACHERS FACED WITH A POLITICAL CRISIS (1690-1700)

 

Abstract

 

During the 17th century, the oratory in the royal palace established itself as a powerful instrument of political intervention. Sermons delivered before the king and the court not only addressed religious issues, but also proposed reforms, denounced abuses and suggested changes. In this context, the last decade of the century witnessed a serious political crisis that was not foreign to the king's preachers. The central question is whether the voices that emanated from the royal pulpit were able to influence the will of the monarch in any way. With this in mind, the article seeks to identify the key themes included in sermons of denunciation and, on this basis, to analyse the political and courtly reality of the period.

 

Keywords: Charles II; preachers; sermons; political crisis; expectations.

 

 

 

Francisco José García Pérez. Profesor ayudante doctor del área de Historia Moderna en la Universitat de les Illes Balears. Se doctoró en Historia en la Universidad de Granada con calificación sobresaliente cum laude por unanimidad. Ha sido investigador posdoctoral Margalida Comas para jóvenes investigadores y, posteriormente, contratado posdoctoral Vicenç Mut Estabilitat en el Instituto de Estudios Hispánicos en la Modernidad, adscrito a la UIB. Su principal línea de investigación se centra en el estudio de la oratoria sagrada y su instrumentalización política en la Corte de los Austrias durante el siglo XVII, y más concretamente durante el reinado de Carlos II. Ha realizado estancias de investigación en universidades y centros de investigación internacionales, destacando la Università degli Studi di Firenze, la Université de Caen Normandie o el Centro Superior de Investigaciones Científicas de Madrid.

Correo electrónico: f.garcia@uib.es

ID ORCID: 0000-0002-9459-3550

 

 

 


 

Propuestas de cambio y expectativas frustradas en la Corte de Carlos II: los predicadores reales ante una crisis política (1690-1700)

 

 

 

Introducción

 

Durante el siglo XVII, el púlpito de la capilla palatina de los Austrias asumió un perfil cada vez más politizado. Los predicadores reales, cuya función oficial era la de guiar espiritualmente a la familia real y la corte, se habían adentrado poco a poco en una faceta controvertida y no menos arriesgada (GARCÍA PÉREZ, 2017: 238). Sus sermones a menudo solían incluir ácidas críticas y censuras de ámbito político dirigidas, muchas veces, al monarca. El hecho de que no se pudiera silenciar a esta élite religiosa reforzaba todavía más la idea de un intervencionismo político que, llegado el momento, podía ser hábilmente utilizado por un grupo de poder. No es casualidad que se diese un control cada vez más exagerado de los predicadores que iban recibiendo el título. El conde duque de Olivares construyó un “cordón sanitario” para vigilar todo lo que se declamaba en palacio, a la vez que trazaba las bases del discurso que debía escucharse (NEGREDO DEL CERRO, 2021: 112). Esta misma línea de actuación fue asumida durante la regencia de Mariana de Austria, aunque con resultados poco claros. Porque la realidad que se observa durante el último tercio del siglo XVII es la de un púlpito regio que asume la imagen de un foco de denuncia y también un campo de batalla cuyas armas eran los sermones que se predicaban en él (GARCÍA PÉREZ, 2015: 680).

Siguiendo esta idea, hubo una serie de temas que se repitieron a lo largo de los reinados del siglo XVII y todos ellos estaban relacionados con la regeneración política de la monarquía. Por un lado, estaba la cuestión siempre enquistada de los validos. Desde que el duque de Lerma abriera el camino, las referencias negativas a privados de reyes a través de ciertas figuras del Antiguo y Nuevo Testamento no se hicieron esperar (GARCÍA PÉREZ, 2018). Por su parte, lo que los oradores áulicos solían demandar era, a su modo de ver, el más perfecto modelo de gobierno imaginable: el gobierno personal de los reyes. Esta fue una constante que asumió una fuerza vigorosa durante el reinado de Carlos II (SÁNCHEZ BELÉN, 2011). A lo anterior, se le sumaban otros temas importantes que se fueron repitiendo, y que tendrían su mayor eco durante la última década del Seiscientos. De hecho, en esta época se vivió un sentimiento de crisis a varios niveles, que llevaba implícita la necesidad de implantar cambios y reformas. Como podrá comprobarse, los predicadores lanzarían sus dardos contra todos los que gozaban de la confianza regia o detentaban un papel importante en los consejos de la monarquía. Sin embargo, la cuestión que interesa de cara a este artículo es saber hasta dónde llegaban aquellas censuras que podían escucharse en la corte.

 

El fin de la privanza entre la imagen y la realidad: el ministerio Oropesa (1685-1691)

 

Un personaje clave para comprender la realidad política de la monarquía de Carlos II es el IX conde de Oropesa (Testino-Zafiropoulos, 2015). A pesar de que había estado presente en la vida del monarca desde que era pequeño, es decir, durante la regencia de su madre y el gobierno instaurado por Juan José de Austria, Oropesa se mantuvo en un segundo plano, sin destacar en exceso, mientras otros agentes políticos aspiraban a asumir un puesto privilegiado, o lo que es lo mismo, la privanza. El primer lustro de la década de los ochenta, con un Carlos II de diecisiete años que asumía definitivamente el gobierno personal de sus dominios, se vio marcado por el ministerio del VIII duque de Medinaceli (1680-1685). Durante estos cinco años, los predicadores reales que transitaron la corte de Carlos II solían incluir en sus sermones dos cuestiones que parecían ya cruciales: por un lado, demandaban al rey que finiquitase la práctica del valimiento; por el otro, planteaban la necesidad de introducir reformas en la monarquía (GARCÍA PÉREZ, 2024: 199).

El conde de Oropesa empezó a vislumbrar un camino seguro hacia el poder a partir de 1684. En aquel momento, el bastón de mando estaba todavía en manos de Medinaceli. Sin embargo, su posición se resentía por las difíciles negociaciones y pérdidas territoriales que se habían dado tras la tregua de Ratisbona con Francia (SÁNCHEZ GARCÍA DE LA CRUZ, 2024: 32). El propio Carlos II era el primero en sentirse ya hastiado de su primer ministro y demostraba públicamente su desapego. A esto, por supuesto, se unían los predicadores de la corte, que aprovechaban su oportunidad en el púlpito para retomar sus ataques contra el ministro favorito.

 

De tous leurs sermons qui se font dans la chapelle trois o quatre fois la semaine, il n’y a par un où les prédicateurs ne parlent avec la plus grande liberté du monde au roi du misérable état di ses affaires desquelles il se repose sur leur forme due primer ministre”.[1]

 

En mitad de este contexto de pérdida de la confianza regia, había quedado vacante la presidencia del consejo de Castilla. Contra todo pronóstico, o por lo menos contra los de Medinaceli, Carlos nombró al conde de Oropesa como nuevo presidente. Esta decisión no sorprendió tanto por el candidato elegido, pues la sombra de Oropesa se dejaba sentir ya, aunque sutilmente, como una amenaza al ascendiente que Medinaceli tenía sobre el rey. Lo que realmente desconcertó a la corte fue que Carlos II tomase la decisión por iniciativa propia: “si sentì inaspettatamente data una risposta secca et insolita, la quale fu che già teneva eletto il Presidente”.[2] Mientras el duque de Medinaceli iba, poco a poco, haciéndose consciente de que su posición se debilitaba, Oropesa iniciaba su verdadero ascenso hacia el poder como sombra del rey. Finalmente, en abril de 1685, el primer ministro presentó oficialmente su dimisión ante el rey (González Mezquita, 2003). A partir de ese momento, comenzaba el ministerio en la sombra del conde de Oropesa. Aproximadamente un lustro que iba a preceder a la futura crisis política que se viviría durante los años noventa del siglo XVII.

Todos en la corte veían claro que solo era cuestión de tiempo que Oropesa se convirtiese en el nuevo valido del rey. Sin embargo, el conde intentó retrasar aquella posibilidad lo máximo posible, a pesar de que era él quien asumía todo el peso del gobierno. Como un embajador alemán dijo a la corte de Múnich después de entrevistarse con él, “hace los oficios de primer ministro” (BAVIERA Y MAURA GAMAZO, 2004: 188). Asimismo, un diplomático florentino defendía que “el señor conde de Oropesa es el único señor y ministro en quien S.M. deposita su confianza, y remite a su consulta los negocios de mayor peso, pero no se inclina el Rey a declararle primer ministro”.[3]

En este momento, habían comenzado a planificarse importantes reformas que parecían estar pendientes desde hacía mucho tiempo (SÁNCHEZ GONZÁLEZ, 2023: 65). En primer lugar, a principios de enero de 1686, se convocó una junta extraordinaria para sanear las finanzas de la real hacienda (RIBOT, 1999: 34). En abril ya se estaban poniendo en marcha los planes trazados en la junta y se hacía evidente que la idea de cambios y reformas no era solo una ilusión que se respiraba en los consejos de la monarquía.[4] De hecho, por aquel entonces Carlos II planteó también la necesidad de una “reforma de los Consejos y Secretarías, para lo cual se ha pedido la planta del año de [16]21, y dicen se continuarán las juntas delante del Rey, para resolver otras cosas del alivio del Reino”.[5] Realmente, la sensación que se respiraba en aquella corte -que se estaba olvidando ya del ministerio de Medinaceli- era la de que se avecinaban grandes cambios. Precisamente por ello, los predicadores retomaron con insistencia esta cuestión.

Algunos de los sermones que se imprimieron nos ayudan a ver los temas que se escucharon en los púlpitos a los que acudían el rey y la corte. El doctor Diego Camacho y Ávila predicó en la iglesia de la Almudena a finales de 1685. Entre los asistentes se hallaban los representantes de los consejos de la Cruzada y Castilla, lo que incluía al propio Oropesa. Cuando el predicador tuvo oportunidad de imprimir su pieza oratoria, incluyó una dedicatoria al favorito en la sombra del monarca. Precisamente ahí, además de elogiar todas sus virtudes, Camacho insistía en la titánica misión que tenía, especialmente en lo que se refería a los grandes proyectos de reforma que ya se anunciaban: “a la alta comprensión de V. Excelencia consagró la providencia la suprema vara del dilatado mapa de estos reinos” (CAMACHO Y ÁVILA, 1685: s/f).

A pesar de todo, el paso de los años fue enturbiando la buena acogida que había recibido el conde de Oropesa. Como ocurría siempre, Carlos II se desentendió muy pronto de sus deberes de asistir a los consejos y delegó sus principales asuntos en el conde de Oropesa y el secretario del Despacho Universal, Manuel de Lira. Poco a poco, los planes de reformas fueron quedando relegados al papel en el que habían sido diseñados y un nuevo sentimiento de frustración empezó a crecer en los púlpitos de Madrid. Aunque ya no había un primer ministro oficialmente hablando, los predicadores volvieron a lanzar censuras y críticas contra aquellos que detentaban el poder político en nombre del rey. Ahora se hablaba de una monarquía enferma que necesitaba remedios y ningún favorito parecía capaz de proporcionárselos.

Predicando en la iglesia de San Gil en 1688, José de Barcia y Zambrana tuvo oportunidad de declamar un sermón en presencia del consejo de Castilla. Aquel día ofreció el símil de un paralítico cuya cura parecía imposible: “Pero cómo está este Reino Católico? El hombre de la Piscina estaba enfermo, caído, paralítico. Esa era su enfermedad” (BARCIA Y ZAMBRANA, 1727: 245). A continuación, Barcia y Zambrana señalaba a los consejeros como los principales responsables e interesados en la salvación del trono. Y, teniendo en cuenta que Oropesa estaba entre los asistentes puede imaginarse que se sintiese perfectamente aludido: “Bien saben los ojos que son los ministros superiores, que deben ser centinelas de todo cuerpo, que deben mirar al común, sin mirarse así y que deben, como ojos que son, llorar los males del cuerpo” (BARCIA Y ZAMBRANA, 1727: 250). 

Ese mismo año, predicó en la capilla palatina el dominico fray Domingo Pérez, que acababa de recibir el título de orador regio. El tema de aquel día, centrado en la resurrección de Lázaro, también sacaba a colación el poder de aquellos que rodeaban al rey. “Suben los mundanos y tropiezan luego: unos y otros ascienden, pero unos precipitados a caer y otros sin temor de la caída. Pues, en qué está la diferencia? En que unos suben y otros ignoran como ascender” (PÉREZ, 1745: 51). Pérez volvía a recuperar aquella denostada figura política que encarnaban los validos, quizás porque eran pocos los que no identificaban ya al conde de Oropesa con esta idea, teniendo en cuenta que Carlos II cada vez delegaba más asuntos en él. Para ejemplificar mejor lo que pretendía, Pérez habló de Amán, favorito del rey Asuero y también asimilado con un modelo muy negativo de privado: “Ascendió a ladearse en el mando con Asuero aquel soberano Amán, pero tan infelizmente que el que hoy era terror de los hebreos en el trono mañana fue su oprobio en un cadalso” (PÉREZ, 1745: 51).

En presencia de la reina madre durante la cuaresma de 1690, fray Manuel de Guerra y Ribera recuperó algunas de estas ideas. A su modo de ver, el inicio de las reformas debía darse en la corte, donde tantas voces intentaban minar la autoridad regia e impedían al soberano que ejerciese sus deberes: “Basta que se introduzca una serpiente para que sean otras mil al instante; porque basta en los palacios el más leve veneno para llenar a todos sus salones de contagio” (GUERRA Y RIBERA, 1691: 220). A continuación, Guerra y Ribera se centraba en aquellos ministros que disfrutaban del amor del rey y de los peligros que escondía esta figura -ahora identificaba con Oropesa- que, lejos de ensalzar el poder del monarca, minaban cada día más sus atribuciones: “Persuaden los ministros que hacen a sus reyes cuerpos gloriosos, porque los quitan la ocupación laboriosa del trabajo, dándoselo hecho todo con su consejo” (GUERRA Y RIBERA, 1691: 220). A estas alturas, eran muchos los que veían ya que Oropesa había llegado demasiado lejos, aun cuando disfrazaba su estela tras su puesto de presidente del consejo de Castilla. Y, sin embargo, todavía no había terminado de subir peldaños en aquella escalera de galardones.

En marzo de ese año, mientras residían en el palacio del Buen Retiro, Carlos II y Mariana de Austria tuvieron una reunión privada en la que, según creían los embajadores residentes en Madrid, se habló sobre la posibilidad de proponer a Oropesa que aceptase el puesto de valido: “ciò ha fatto discorrere che le MM.SS. trattassero sopra la dichiarazione del valido, già che il giorno susseguente si sparse che lo Conte d’Oropesa sarebbe stato dichiarato”.[6] Por lo pronto, se le concedió la privanza de primera clase. Sin embargo, Oropesa siguió actuando con extrema prudencia y disfrazó todavía más sus pasos. Cuando la presidencia del consejo de Italia quedó vacante, solicitó a Carlos que se la concediera, abandonando así su principal plataforma de actuación, que había sido el de Castilla. De ese modo, parecía dar a entender que el momento en el que iba a convertirse oficialmente en el valido de la monarquía todavía no había llevado. Sin embargo, esto no impidió que cristalizase una campaña para defenestrar políticamente a Oropesa.

En primer lugar, el nuevo presidente del consejo de Castilla, Antonio Ibáñez de la Riva, arzobispo de Zaragoza, mostró su oposición frontal desde el instante en el que empezó a ejercer sus funciones: “Il presidente di Castiglia non è contento perché vede che tutto fa Oropesa”.[7] Asimismo, otros nobles como el almirante de Castilla o el duque de Osuna, aprovecharon su lugar en las sesiones para vender al rey una imagen lo suficientemente negativa de la monarquía como medio para socavar la estela política de Oropesa. Se sumaban además los recelos de la recién llegada reina consorte, Mariana de Neoburgo, que intentó desde un principio torpedear el ascendiente de Oropesa sobre Carlos II (PFANDL, 1947: 279).

A todo lo anterior, había que incluir también los numerosos sermones declamados en la cuaresma de 1691, que continuaban denigrando la privanza como un modelo políticamente aceptable (GARCÍA PÉREZ, 2024: 284). En estas circunstancias, eran muchos los que creían que el conde de Oropesa parecía estar a punto de coger el bastón del valimiento. Por ese motivo, los oradores de la corte renovaron sus esfuerzos para que sus palabras pudieran influir en el rey. Pero yendo todavía más lejos, lo que demandaban era lo que siempre habían deseado desde que Carlos II era pequeño: un rey que asumiese el gobierno personal.

José de Barcia y Zambrana, que hacía poco tiempo había entrado en la real capilla, presentó a los miembros del consejo de Indias el modelo de ministro que aquella monarquía necesitaba (AZANZA LÓPEZ, 2013). Se trataba de un criado desinteresado y entregado a su servicio al soberano, que cumpliera sus deberes y, todavía más importante, no minase las atribuciones regias en beneficio propio:

 

“así el ministro de la República ha de tener alas para elevar sus operaciones al mayor agrado de Dios, ha de tener aguijón de severidad para castigar y corregir, ha de tener miel de suavidad con los buenos para consolarlos” (BARCIA Y ZAMBRANA, 1727: 231).

 

A este se le sumaron otros discursos sagrados. En junio de ese año, acudiendo a misa a la iglesia del Santo Espíritu de los Clérigos Menores, los reyes presenciaron un incómodo sermón de cuyo autor no tenemos datos, pero que “più riguardò [el sermón] il politico che il morale et se bene l’oratore portò con gentil forma il discorso non per questo fu di soddisfazione di tutti”.[8]

Ese mismo mes se produjeron, definitivamente, los despidos de los hombres más importantes en el panorama político de la corte de Madrid. En primer lugar, dimitió el secretario del Despacho Universal, Manuel de Lira, seguramente presionado por las circunstancias y el acoso que le prodigaban los distintos grupos de poder. Poco después, le llegó el turno al conde de Oropesa. El rey escribió un papel de su puño y letra en el que parecía justificar el modo en el que actuaba para desprenderse de un aliado tan querido para él:

 

“Y puedes creer que siempre te tendré en mi memoria para todo lo que fuere de mayor satisfacción tuya y de tu familia. Y así verás ahora si se te ofrece algo para que lo experimentes de mi benignidad y afecto a tu personal” (MAURA, 1990: 386).

 

De ese modo, terminaba el ministerio en la sombra del conde de Oropesa y se iniciaba una época que iba a ser retratada por los predicadores de la corte en términos verdaderamente negativos. Lo importante es preguntarnos si las palabras de estos religiosos fueron las que precipitaron la caída del conde de Oropesa.

Lo cierto es que es cuestionable que fuesen estas exhortaciones los únicos instrumentos que hicieron ver a Carlos II que había llegado la hora de poner fin a la fulgurante carrera de su favorito. Como había ocurrido con el duque de Medinaceli, los sermones pudieron caldear el ambiente cortesano y desprestigiar la imagen de Oropesa, pero hubo otros condicionantes más importantes. Debemos sumar a la agresiva oratoria sacra las presiones que el rey recibía por parte de su propia familia, los grupos cortesanos y la difícil política internacional. Todos esos elementos unidos en conjunto consiguieron, sin duda, desestabilizar la confianza que el rey tenía depositada en su favorito, además de que ya se habían desvanecido las esperanzas en sus planes de reforma y su ministerio oficial nunca había llegado a materializarse.

 

Los límites del púlpito regio: consejos y censuras para remediar una crisis política (1691-1696)

 

La desaparición de Oropesa del escenario político generó más incertidumbres que seguridades. ¿Suponía aquello que Carlos II iba a gobernar sin ningún otro favorito a su lado? ¿Asumiría un gobierno personal? Los meses siguientes, la corte se movió entre incógnitas. De hecho, hubo dos cuestiones que dominaron el panorama político de entonces y que también aparecen en los temas que se escuchaban en el púlpito real: por un lado, la constante demanda de reformas para una monarquía que parecía estar hundiéndose en una grave crisis política, con demasiadas cabezas que aspiraban a apoderarse del bastón de mando abandonado por Oropesa y un inmovilismo ya endémico (ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO, 2004: 114). Al mismo tiempo, los predicadores continuaron con la línea que habían asumido desde los días de la regencia. Todavía se deseaba que Carlos II asumiese personalmente los asuntos de Estado, considerado por ellos como el más perfecto modelo de gobierno que aquella monarquía podía necesitar.

Como se observará, la imagen que se proyectaba desde los púlpitos, basada en un espíritu de denuncia y demanda casi suplicante de intervencionismo regio, contrastaba totalmente con la realidad que se vivía en la escena política. A principios de 1692, la ruleta de potenciales validos volvió una vez más a ponerse en marcha. Con la desaparición de Oropesa, el conde de Baños se había convertido en un peón importante dentro de la facción que amparaba a Mariana de Neoburgo. Este personaje parecía contar con el beneplácito no solo de la reina, sino también de sus más allegados. Esto conllevaba inevitablemente que el resto de grupos de poder estuviesen vigilando cada paso que daba Baños.

En esta época, las dinámicas que se respiraban en los consejos de la monarquía se basaban en una vigilancia constante entre los principales grandes que rodeaban al rey, esperando a que uno de ellos asumiera mayor protagonismo a ojos del monarca para derribarlo. De hecho, en marzo de ese año, algunos nobles estaban preparándose para defenestrar políticamente a Baños: “Sto inteso che Velez, Montalto, l’Almirante e Pastrana abbiano ordito una macchina per atterrar Bagnos”.[9] En este mismo ambiente, los pasquines que poblaban la villa coronada dotaron a Baños de una posición privilegiada para recibir las furiosas críticas que se escuchaban en los mentideros de la ciudad, y que incluían también a toda la facción de la reina: “¿Quién de España es flor de lis? / La Verlís. / ¿Y quién del oro es despojo? / El Cojo. / ¿Y quién causa tantos daños? / Baños” (GÓMEZ-CENTURIÓN, 1983: 30).

Pasado el verano, la estela política del conde de Baños empezó a difuminarse lentamente, aunque, la pugna entre los nobles de la Corte para apoderarse de las riendas del poder todavía no había terminado. De hecho, los meses otoñales confirmaron esta realidad. Mientras Baños iba ocupando un lugar secundario en la distribución del afecto regio, otros nobles empezaron a tomar relevo. Entre ellos, Fernando de Aragón Moncada, duque de Montalto, parecía hallarse cada vez más próximo a Carlos II (ANDÚJAR CASTILLO, 2017). Desde su entrada en el consejo de Estado en 1691, Montalto había ido acercándose al monarca, que cada vez se mostraba más cómodo teniéndolo a su lado. Al mismo tiempo, la facción que arropaba a Mariana de Neoburgo tras el fracaso que había supuesto el conde de Baños para sus aspiraciones políticas, empezó a apostar por otro campeón. En este sentido, el almirante de Castilla se convirtió en la opción más atractiva para asumir un papel político importante y, en consecuencia también, un lugar privilegiado al lado del trono. Este fue el ambiente en el que algunos religiosos volvieron a lanzar furiosas críticas que pretendían acabar con lo que ellos consideraban una zozobra política. El Adviento de 1692 estuvo marcado por sermones que consiguieron su objetivo de trasladar críticas y censuras encaminadas a demandar reformas necesarias para aquella monarquía, a la vez que se pretendía trasladar al rey la necesidad de que asumiese de una vez sus deberes regios.

El 20 de diciembre le llegó la oportunidad a fray Francisco de Santa Clara, franciscano descalzo que ya se había hecho famoso en Madrid por su incapacidad por aclimatarse al ambiente de panegíricos que se predicaban en los púlpitos de la corte (GENTILLI, 2012). Santa Clara inició su discurso dirigiéndose directamente a Carlos II para recordarle que la misión de sus predicadores no era la de regalar palabras bellas, sino recordar verdades incómodas, pero también necesarias: “pues predicar en tiempo de buenos es gran fortuna, porque no se malogra la enseñanza, mas, para predicar desengaños y con desinterés cuando reina la malicia, es necesaria en el predicador una fortaleza soberana” (SANTA CLARA, 1692: 6).

A continuación, el franciscano descalzo describía una enfermedad que aquejaba a la monarquía, un mal que se iba extendiendo y solamente el rey podía detener. Hablaba de corrupción, ineptitud y, lo que era todavía más grave, un alejamiento del monarca ante el clamor de sus súbditos:

 

“Debo decir, Señor, que el pueblo se queja; el pueblo llora; el pueblo grita; y de quién se queja? De que hay mucha injusticia y de que no la hay, porque hay mucha para los desvalidos, mas no para los soberanos; y esto es lo que lloran todos” (SANTA CLARA, 1692: 6).

 

¿Qué soluciones proponía entonces Santa Clara? En lo que se refería al gobierno de la monarquía, se necesitaban políticos capaces e instruidos para ocupar los respectivos consejos: “Para los Consejos de guerra, cómo dará parecer quien jamás estuvo en la campaña? Para los de Indias quien jamás navegó por tierra ni agua? Para el de Italia quien jamás salió de Castilla?” (SANTA CLARA, 1692: 11).

Aquellas navidades, hubo más sermones ferozmente críticos y demandantes de reformas. Otro franciscano descalzo, fray Francisco de Urbina, predicó ante la corte. Siguiendo la estela de su compañero de orden, Urbina reflejaba una monarquía prácticamente consumida por la enfermedad, con heridas que parecían incurables. De hecho, la única solución que el predicador veía era, una vez más, que el monarca asumiese en sus manos todo el poder político: “Y viendo el Rey Supremo y Soberano Monarca la destrucción de su Imperio y sujeción de sus vasallos, determinó venir en persona a repararle, y no fiar esta diligencia de ministro alguno” (URBINA, 1693: 3).

Urbina continuaba suplicando a Carlos II que abandonase esa imagen de rey abúlico que delegaba sus deberes en un círculo de favoritos. Para representar mejor esta idea, mostraba una imagen muy clara. Cuando Dios creó a Adán y a Eva, se alejó demasiado de ellos, y fue precisamente aquello lo que incitó la soberbia de la pareja para morder la manzana y romper las reglas dadas. De ese modo, Urbina comparaba el distanciamiento de Dios con el que parecía estar practicando el propio Carlos II, lo que motivaba la corrupción, el descalabro político y lo que era todavía más grave, el mantenimiento de un imperfecto modelo de aspirantes al valimiento:

 

“Y qué sucedió por estar invisible la Majestad soberana? Qué! Que viéndose Adán ministro poderoso y sin la visible presencia de su monarca, trató la Monarquía que gobernaba no como ministro justo fiel, sino es como dueño y señor absoluto de ella” (URBINA, 1693: 4-5).

 

¿Cómo afectaron aquellos sermones a Carlos II en los inicios de 1693? Lo cierto era que el monarca continuó manteniendo la situación política que se había construido tras la caída en desgracia del conde de Oropesa. De hecho, el juego de facciones en palacio pareció radicalizarse todavía más. Y todo ello venía motivado por la propia actitud del rey. Por un lado, Carlos II continuaba mostrando afecto público a Montalto, que parecía el aspirante más claro a hacerse con el bastón de mando. Al mismo tiempo, la facción alemana de la reina Neoburgo seguía empeñada en sellar una barrera invisible que aislase al monarca bajo la influencia de su esposa y, a su vez, el almirante de Castilla. A esto se le sumaba también el creciente aumento de poder que generaban otros personajes como el cardenal Portocarrero, arzobispo primado de Toledo, cuya influencia sobre Carlos iba poco a poco cosechando sus frutos.

Esta polarización política que se respiraba en palacio terminó haciéndose eco en los alrededores. Por aquellos días, se escuchaban censuras a la camarilla de poder que rodeaba a Mariana de Neoburgo (MUÑOZ ROJO, 2017: 268). Mientras en la capilla palatina los franciscanos descalzos reclamaban reformas y la presencia del rey en los asuntos de gobierno, en otros púlpitos se estaba también denunciando la situación que se vivía en la corte. Un predicador dominico del que no sabemos el nombre recuperó un pasaje bíblico en el que el rey David ordenó la expulsión de Jerusalén de todos los tullidos y ciegos. Muchos relacionaron aquello con el secretario de Mariana de Neoburgo, Enrique Wiser, a quien apodaban “el cojo” (LÓPEZ-CORDÓN CORTEZO, 2009: 130). Estos sermones parecían sucederse sin descanso, obligando a Carlos II a escuchar aquellas críticas que incidían una y otra vez en la necesidad de que el rey se aplicase en sus deberes regios. Y, aun así, continuaba manifestando una pasividad que fortalecía a los nobles que aspiraban a monopolizar la confianza regia, incluyendo también a la propia consorte. Precisamente porque el monarca no terminaba de actuar, las facciones cortesanas iniciaron ya una confrontación abierta (CARRASCO MARTÍNEZ, 1999: 128).

En diciembre de 1694, se organizaron numerosas sesiones de los consejos de Estado y Castilla, puesto que la situación política de la monarquía, como habían reflejado los predicadores reales, era ya alarmante. El cardenal Portocarrero planteó en una de aquellas reuniones la necesidad de que el monarca expulsase de palacio al círculo alemán que rodeaba a Mariana de Neoburgo:

 

“que salgan los sujetos que están en Madrid oscureciendo la Real Autoridad de V.M., destruyendo sus pueblos y particulares, que son los que nombré a V.M. en 11 de diciembre en el Consejo de Estado, que tuvo su Real Presencia”.[10]

 

Finalmente, Carlos II terminó reaccionando y decidió que había llegado el momento de depurar la corte (GÓMEZ NAVARRO, 2023: 92). Sin embargo, ¿fueron los sermones que se le predicaron durante aquellos años los responsables de aquel cambio de actitud? Aunque es difícil de decir, cabe pensar que fueron otras las circunstancias que posibilitaron estos cambios políticos. Porque, a estas exhortaciones religiosas, se les unieron también las presiones ejercidas por el cardenal primado y la mismísima reina madre, amenazando ambos con trasladarse a Toledo si Carlos II no actuaba: “publicly gave out they would retire to Toledo, and in appearance were preparing to be gone” (STANHOPE, 1840: 57). A esto se le sumaban las críticas que otros nobles sacaban a relucir en los consejos, los pasquines que colisionaban continuamente contra las paredes del Alcázar, además de las disputas conyugales que Carlos II tenía que vivir con su segunda esposa.

Como se viene diciendo, todo aquello ofreció al monarca las bases necesarias para planificar una política de despidos que iba a marcar los años siguientes. En primer lugar, fue expulsado el conde de Baños, antiguo caballo ganador de la facción alemana hasta la aparición en escena del almirante de Castilla. A continuación, Enrique Wiser, secretario de la reina, empezó a preparar sus bártulos para asistir a la hermana de esta en la corte de Parma, lo que dejaba a Mariana de Neoburgo más aislada políticamente. ¿Significaba aquello que los planes de aquel grupo para hacerse con el control de la persona regia habían fracasado? No necesariamente, porque Carlos II continuaba moviéndose en todo momento entre la pasividad política y el ejercicio de sus funciones. Los despidos programados no motivaron un mayor intervencionismo regio. Debe tenerse presente que el monarca se había adentrado ya en una época difícil para él (CARRASCO MARTÍNEZ, 1999: 130). Los resfriados duraban más tiempo y su ánimo empezaba a sumergirse en períodos de melancolía.

Un año después de la campaña de destituciones que dominó los debates de la corte, se subió al púlpito fray Domingo Pérez. El dominico aprovechó la ocasión para aleccionar a los cortesanos que servían al monarca y, en especial, volvió a recuperar el ya enquistado tema del alejamiento de Carlos II de sus obligaciones. Lo primero que criticaba Pérez era la actitud interesada de los ministros reales: “No se exalta la Majestad por las aras, sino por las obediencias” (PÉREZ, 1745: 65). Como ya habían hecho otros antes que él, demandaba a todos aquellos que ocupaban un lugar especial en los principales órganos de gobierno de la monarquía que cumplieran su deber de obedecer al soberano y ayudarle a dirigir los asuntos de gobierno. “Qué fácil es el acierto cuando se dirige puramente a encontrar con la verdad el deseo; qué difícil cuando se hace solo por rastrear el ánimo ajeno para descubrir senda por donde impugnarlo!” (PÉREZ, 1745: 67).

 

¿Una crisis política irremediable? La debilidad del monarca y el problema de la sucesión

 

Una de las cuestiones que se escuchó en los púlpitos fue el asunto de la sucesión al trono. Por aquel entonces, eran muchos los que estaban convencidos de que Carlos II y Mariana de Neoburgo nunca tendrían descendencia, lo que implicaba que la falta de un heredero podía complicar todavía más aquella crisis política. El año de 1696 fue uno de los más difíciles en la vida de Carlos II y también en lo que se refiere a la dirección política de la Monarquía Católica. Los asuntos continuaban manejándose en demasiadas manos y el rey no terminaba de asumir el bastón de mando, pese a que las súplicas que se le hacían desde el púlpito y fuera de él fuesen ensordecedoras. Los sermones que los predicadores reales declamaban en palacio parecían desvanecerse desde el instante en el que terminaban y ninguna de las propuestas que hacían al monarca llegaba a tener calado alguno.

En este momento, aquel sistema de numerosos políticos disputándose el afecto del rey continuaba tras la depuración de la poderosa facción de la reina Neoburgo. Por un lado, la consorte buscaba recuperar su influencia sobre Carlos II, especialmente tras la muerte de la reina madre en mayo de ese año. Por su parte, Portocarrero seguía insistiendo en asumir mayores cotas de poder, mientras buscaba limitar a Mariana de Neoburgo. De hecho, se decía que el cardenal primado organizaba reuniones en su palacio arzobispal “per pensare alle forme di rimediare alle irregolarità del Governo et precisamente per diminuire l’autorità dell’Almirante et appartare anche il confessore della Regina”.[11] Pero el gran problema durante aquel año fue la enfermedad del propio rey.

En septiembre de 1696, Carlos II cayó en cama y se temió por su vida, llegando incluso a verse forzado a firmar un testamento. A pesar de que empezó poco a poco a recuperarse, su constitución física quedó muy menoscabada y su estado mental se vio afectado hasta el punto de que se sumergió en períodos de melancolía y tristeza, que se mezclaban con el abatimiento: “The King’s danger is over for this time, but his constitution is so very weak, and broken much beyond his age, that it is generally feared what may be the success of such another attack” (STANHOPE, 1840: 79).

Durante aquellos meses, los predicadores dentro y fuera de Madrid debatieron sobre la difícil situación que había originado la enfermedad del rey. El hecho de que aquellos sermones se imprimiesen pocos meses después ofreció a estos oradores una plataforma desde la que expandir su voz y conseguir que llegase más allá de los púlpitos en los que predicaban. La grave enfermedad del rey había tenido también su eco en las iglesias más alejadas de Madrid. Los religiosos que se subieron al púlpito para dar las gracias por la recuperación del soberano hicieron hincapié no solo en la alegría que había desbordado los corazones de sus súbditos, sino que también hablaron de la sucesión.

En una Barcelona que todavía se reponía de las agresiones y la invasión francesa, el canónigo penitenciario José de Romanguera predicó con motivo de la recuperación de Carlos II. Entre los temas tratados, incluyó también la cuestión sucesoria: “Procedió con él [Isaías] tan generoso Dios, que no solo le restituyó a la perfecta salud, pero aún le concedió la sucesión que deseaba. Y esto no solo lo dicen los intérpretes, sino que se concluye literalmente del texto” (ROMANGUERA, 1696: 27). El hilo argumental que dominó los sermones centrados en la incertidumbre dinástica giraba en torno a la idea de una esperanza que, pese a ser cada vez más frágil, continuaba todavía viva. Lejos de proponer al monarca un posible candidato como sucesor al trono, los predicadores se dirigían al lejano Carlos II para que incrementara sus esfuerzos en aquel trascendental asunto político:

 

“para que se vea que quien confía y ruega a Dios con viva esperanza, como nuestro Católico Monarca, no solo alcanza el remedio de la dolencia que le aflige y del dolor que le lastima, pero aun dilatada sucesión a las edades” (ROMANGUERA, 1696: 29).

 

En Cádiz, el canónigo magistral de su catedral, Antonio de Rojas y Angulo, utilizaba al rey bíblico Ezequías para hacer referencias a la situación que podría haberse vivido, con un rey fallecido sin descendientes: “la primera, el morir en la medianía de sus años. […] La segunda el que no dejaba sucesión” (ROJAS Y ANGULO, 1696: 24). De hecho, hacía hincapié en aquella circunstancia, mostrando la compleja situación que podía abrirse paso si Carlos II definitivamente fallecía sin haber dejado tras de sí un heredero: “Y este desfallecer un Rey de cortos años, sin hijos herederos de su Corona, sin dar Príncipe a su Monarquía es el más sensible dolor. Válgate Dios por Carlos nuestro Rey y señor” (ROJAS Y ANGULO, 1696: 24).

Todo el año de 1698 y 1699 constató el debilitamiento físico y emocional que arrastraba Carlos II desde su pasada enfermedad. A pesar de que ya se mantenía estable, no había podido retomar sus partidas de caza, le costaba comer y caía con frecuencia en cama (MAURA, 1990: 576). Incluso tuvo problemas para participar en las ceremonias de Semana Santa:

 

“respecto de no poder yo concurrir el Jueves Santo a la comida y lavatorio de los pobres por mi indisposición, y de haber de asistir el Nuncio de su Santidad a estas funciones, os mando [al patriarca de Indias] le deis esta noticia”.[12]

 

Durante la fiesta dedicada al apóstol Santiago en 1699 que se celebró en la real capilla, volvieron a hacerse referencias al problemático tema de la sucesión. Pedro Robles Villafañe, miembro de la orden de Santiago, no tuvo el honor de que el monarca pudiese escuchar su sermón, ya que Carlos II volvía a estar indispuesto. Sin embargo, aludió a la cuestión que dominaba los debates de la corte. Como habían hecho otros predicadores, utilizó figuras bíblicas que habían esperado desesperadamente una descendencia que no llegaba, hasta que se había obrado el milagro: “Poco estimaba Abraham una posesión tan dilatada al mirarse sin un legítimo sucesor de sus glorias, […] porque es tan natural en un real corazón esta generosa ansia, que no alcanza a aquietarla la mayor opulencia” (ROBLES VILLAFAÑE, 1699: 43). En esta ocasión, el predicador se dirigía directamente al apóstol para que asistiese a la dinastía Habsburgo una vez más: “Conservad este suelo, defendiéndole de nuestros enemigos. Eternizad el Edificio de aquesta vuestra Iglesia y sea el medio eternizar también la sucesión Real de nuestros monarcas” (ROBLES VILLAFAÑE, 1699: 46).

Para complicar todavía más aquella crisis política, unos meses después fallecía el príncipe elector José Fernando de Baviera, sobrino nieto de Carlos y principal depositario de la sucesión hasta ese momento (MARTÍNEZ LÓPEZ, 2018: 374). Aquel contexto se mostraba realmente adverso para el monarca. Sin un sucesor claro, con tratados secretos sobre repartos territoriales que se discutían alrededor del rey de Francia y una dirección política difícil de encauzarse, Carlos II se plegó a la realidad y, cercana ya su muerte, lo preparó todo para su sucesión. ¿Pudieron influir en él los sermones que constantemente predicaban sobre esta cuestión? Por lo menos en el caso de aquellos que han llegado hasta nosotros, la mayoría no incidía en un candidato u otro, sino en que el monarca sellase finalmente la cuestión concibiendo un heredero o designándolo. De hecho, era en las sesiones del Consejo de Estado donde Carlos II recibía mayores insistencias para que tomase una decisión.

En esta época, pareció terminar también el constante movimiento de potenciales aspirantes al valimiento, algo que los predicadores llevaban denunciando desde hacía prácticamente una década. Residiendo la corte en Toledo para que Carlos se recuperase de uno de sus comunes resfriados, la propia Mariana de Neoburgo escribió al conde de Oropesa informándole sobre el estado de su salud del monarca: “a Dios gracias el Rey mi Señor continúa en la mejoría de su importantísima salud y yo en la estimación con que siempre corresponderé a vuestra fineza y a la confianza que debéis tener de mi Real benevolencia”.[13] Es muy posible que la reina fuese ya consciente de que su posición, socavada por las presiones del cardenal Portocarrero, necesitase de un aliado fuerte que la protegiese, sobre todo de cara a la pronta muerte del rey. Lo único que parecía claro para todos era que, si alguien podía solucionar aquella crisis política, era Oropesa. Y, recién instalado de nuevo en palacio por aprobación de Carlos II, empezó a diseñar nuevas reformas. El problema, sin embargo, era que el juego de facciones se hallaba demasiado politizado y el rey se mostraba emocional y físicamente débil para asumir los deberes que todos le demandaban, dejando a Oropesa desprotegido ante los otros grandes políticos de la corte. De hecho, en abril de 1699, estalló un motín en la ciudad de Madrid que dirigió su odio contra aquella esperanza ya caduca que representaba Oropesa (EGIDO LÓPEZ, 1980: 261). Ni siquiera los predicadores se abstuvieron de lanzar sus dardos contra él. En mitad de los tumultos, algunos religiosos abandonaron sus conventos para predicar incendiarios sermones contra el gobierno de Oropesa y la corrupción que se respiraba en la corte, precisamente el discurso que había dominado el púlpito regio durante años (PFANDL, 1947: 360). Finalmente, el conde terminaría siendo nuevamente desterrado de Madrid junto con los otros grandes aspirantes al valimiento, como el almirante de Castilla. Su partida consolidaría aquella crisis política que se llevaba respirando desde hacía demasiados años y había sido denunciada sin descanso desde los púlpitos.

Pasado el verano de 1700, eran ya pocos los que se engañaban sobre la salud del rey, y todo ello a pesar de que “no se puede decir que esté enfermo” (MAURA, 1990: 648). Las dificultades para digerir los alimentos y los enfriamientos que padecía llevaban una y otra vez a Carlos II a su lecho, cayendo en períodos de tristeza extrema: “lasciandosi trasportare contro il suo naturale a maltrattare di parole e cavare del proprio nome ora questo e ora quello”.[14] En estas circunstancias, mientras el soberano se sumergía en sus últimas horas y dictaba su último testamento, los predicadores de la monarquía, y en especial aquellos que servían al rey, se preparaban para la sucesión de sermones fúnebres que dominarían las iglesias de todos los territorios súbditos de Carlos II. Ahora empezaban a diseñar un nuevo discurso que iba dirigido al futuro heredero, el duque de Anjou, en la confianza de que sus consejos y recomendaciones sobre necesarias reformas serían más escuchados.

 

Conclusiones

 

Una primera conclusión que puede destacarse es el hecho de que el púlpito regio se había consolidado a fines del siglo XVII como un mecanismo de denuncia y demanda de cambios y reformas. Su progresiva transformación se iniciaría mucho antes y, para cuando Mariana de Austria asumió la regencia, los predicadores reales tenían muy claro el poder que revestían sus palabras. A lo largo de este estudio, ha podido comprobarse que los predicadores reales trataron algunas de las cuestiones principales que se debatían en el escenario político. Hablaron sobre el valimiento en la figura del conde de Oropesa, el tan necesario gobierno personal de los reyes y la problemática que revestía la muerte sin herederos de Carlos II. Con lo cual, puede afirmarse que la oratoria áulica estaba firmemente conectada con la realidad de su tiempo.

Teniendo lo anterior presente, una incógnita importante es responder si esta oratoria de denuncia trascendía más allá de los púlpitos donde era predicada. Por lo menos para los predicadores reales, su objetivo estaba claro y era el de denunciar una situación para, seguidamente, proponer posibles soluciones o remedios. Ellos mismos buscaban con sus discursos influir en el monarca y la sociedad cortesana. Sin embargo, analizando la evolución de la política durante la década de 1690, todo indica que aquellas feroces críticas y censuras eran limitadas. A pesar del espíritu de denuncia que revestían los sermones de fray Francisco de Santa Clara o José de Barcia y Zambrana, la corte continuó viéndose dominada por demasiadas cabezas repartiéndose el poder y un monarca que no terminaba de asumir sus deberes regios. Incluso cuando numerosos predicadores demandaron la defenestración del valimiento de Oropesa -aunque fuese un ministerio en la sombra-, fueron necesarias otras razones de peso, como las presiones ejercidas por las facciones de palacio, el progresivo descontento general ante las fracasadas reformas de Oropesa y el propio contexto que se respiraba en Europa.

Finalmente, y a modo de síntesis, puede afirmarse que los predicadores reales sí que se hallaban plenamente comprometidos con la realidad que se respiraba en la corte y buscaban ellos mismos mejorar las cosas. Desde su propio prisma, proponían sin disimulo reformas, censuraban conductas que perjudicaban a la corona y asumían el papel de guías espirituales de un monarca que parecía haber perdido la dirección. Sin embargo, sus planes de mejora y aquella panorámica que planteaban desde los púlpitos contrastaban con la realidad que se respiraba en el aparato mismo del poder, principalmente porque el propio Carlos II desoía sus consejos y mantenía unas dinámicas que él mismo había heredado y reforzado. De ese modo, puede constatarse a lo largo de la década de 1690 un constante pulso entre continuas propuestas de cambio y su verdadera plasmación.   

 

 

 

Bibliografía

 

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* Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i PID2022-140101NB-I00, financiado por MCIN/ AEI/10.13039/501100011033/ y «FEDER Una manera de hacer Europa».

[1] Carta del Conde de la Vauguyon a Luis XIV. 19 de marzo de 1682. Archive du Ministère des Affaires Étrangères (AMAE), Correspondance Politique, Espagne, vol. 68, fol. 85.

[2] Carta del nuncio a la Secretaría. 29 de junio de 1684. Archivio Apostolico Vaticano (AAV), Segreteria di Stato, Spagna, sig. 162, fol. 640v.

[3] Carta de Carlo Ridolfi al Señor Secretario D. Juan Arnoni. 29 de junio de 1685. Archivio di Stato di Firenze (ASF), Mediceo, Lettere di diversi dalla Spagna e dal Portogallo, filze 5067.

[4] Carta de Octavio Tancredi a Carlo Antonio Gondi. 12 de abril de 1685. ASF, Mediceo del Principato, Spagna, filze 4984.

[5] Carta del conde de Puñonrostro al marqués de Villagarcía. 7 de febrero de 1686. Archivo Histórico Nacional (AHN), Estado, libro 177.

[6] Carta de Corialo Montemagni a Cosimo III. 2 de marzo de 1690. ASF, Mediceo del Principato, Spagna, filze 4985.           

[7] Carta de Corialo Montemagni a Cosimo III. 9 de noviembre de 1690. ASF, Mediceo del Principato, Spagna, filze 4985.   

[8] Carta de Corialo Montemagni a Cosimo III. 7 de junio de 1691. ASF, Mediceo del Principato, Spagna, filze 4985.

[9]Carta de Corialo Montemagni a Cosimo III. 27 de marzo de 1692. ASF, Mediceo del Principato, Spagna. filze 4986.

[10]Memorial dado a Su Majestad por el Cardenal Portocarrero sobre las consultas de los Consejos de Estado y Real de Castilla. 2 de enero de 1695. Biblioteca Nacional de España [BNE], ms. 18212, fol. 80.

[11] Carta de Ludovico Incontri a Cosimo III. 26 de enero de 1696. ASF, Mediceo del Principato, Spagna, filze 4988.

[12] Billete de Carlos II al patriarca de Indias y capellán mayor. 26 de marzo de 1698. Archivo General de Palacio (AGP), Real Capilla, Caja 112, ex. 2.

[13] Carta de la reina Mariana de Neoburgo dando al Conde de Oropesa noticias sobre el estado del Rey. 29 de abril de 1698. Archivo Histórico de la Nobleza [AHNob], Frías, Caja 61, D. 177.

[14] Carta de Ludovico Incontri a Cosimo III. 28 de septiembre de 1700. ASF, Mediceo del Principato, Spagna, filze 4990.

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