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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
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MAGALLÁNICA, Revista de Historia Moderna: 11 / 22 (Instrumentos)

Enero - Junio de 2025, ISSN 2422-779X

 

 

TENSIONES Y DISCORDIA EN LAS CELEBRACIONES DE LA MONARQUÍA: PALENCIA A FINALES DE LA EDAD MODERNA*

 

 

 

Diego Quijada Álamo

IES Sierra de Ayllón (Segovia), España

 

 

 

 

Recibido:        29/01/2025

Aceptado:       27/02/2025

 

 

 

 

Resumen

 

El análisis de las ceremonias reales en un tiempo largo permite analizar múltiples y variados aspectos relacionados con el poder y la fiesta en cualquier ciudad de la Monarquía. Tal es el caso de Palencia a finales del Antiguo Régimen. La fiesta era la ocasión idónea en la que las élites locales demostraban su capacidad de poder y lealtad al rey. Al mismo tiempo, estas fueron un elemento de expresión de los valores de una sociedad que reflejaba tensiones y luchas por conseguir y afianzar prerrogativas, pues las redes de poder, tejidas al amparo de las principales instituciones urbanas, fueron núcleos de frecuentes conflictos que permanecieron latentes en el seno de sus corporaciones hasta el punto de alterar el orden establecido.

 

Palabras clave: ceremonias reales; conflictividad; Palencia; siglos XVIII-XIX.

 

 

TENSIONS AND DISCORD IN THE CELEBRATIONS OF THE MONARCHY: PALENCIA IN THE LATE MODERN AGE

 

Abstract

 

The analysis of royal ceremonies over a long period of time allows us to analyse multiple and varied aspects related to power and festivities in any city of the Monarchy. Such is the case of Palencia at the end of the Ancien Régime. At the ceremonies, the local elites demonstrated their capacity for power and loyalty to the king. At the same time, the festivities were an element of expression of the values of a society that reflected tensions and struggles to obtain and consolidate prerogatives, as the networks of power were centres of frequent conflicts that remained latent in the heart of their corporations to the point of altering the established order.

 

Keywords: Royal ceremonies; conflict; Palencia; 18th-19th centuries.

 

 

 

Diego Quijada Álamo. Doctor en Historia por la Universidad de Valladolid (2019). Ha completado su formación académica con dos másteres también por la Universidad de Valladolid. En 2015 obtuvo una beca de investigación de la Fundación Villalar - Castilla y León. Ha sido investigador y docente adscrito al área de Historia Moderna de la Universidad de Valladolid (2015-2019), gracias a un contrato de Formación del Personal Investigador.  Ha realizado tres estancias breves en Universidades de Francia y Portugal: Caen-Normandía (2020), Oporto (2018) y Coimbra (2017).

Entre sus principales líneas de investigación, destaca el estudio de la fiesta pública como mecanismo de propaganda y legitimación del poder real en el Antiguo Régimen. Es autor de varias publicaciones en revistas indexadas y cuenta con dos monografías (2021 y 2022): Celebración y propaganda regia. Fiestas y regocijos en Palencia (1700-1834) y Exequias por una dinastía. Ceremonial, protocolo y luto en Palencia.

Desde 2021 ejerce como profesor de Enseñanza Secundaria; es miembro del Instituto Universitario de Historia Simancas y miembro investigador del equipo de trabajo del proyecto “Mujeres, familia y sociedad. La construcción de la historia social desde la cultura jurídica (siglos XVI-XX)” (Ref. PID2020-117235GB-I00).

Correo electrónico: diegoquijada@hotmail.com

ID ORCID: 0000-0002-0340-5877

 

 

 


 

TENSIONES Y DISCORDIA EN LAS CELEBRACIONES DE LA MONARQUÍA: PALENCIA A FINALES DE LA EDAD MODERNA

 

 

 

Introducción

 

La labor legitimadora llevada a cabo por la monarquía mediante la celebración de ceremonias a lo largo del Antiguo Régimen situaba en una posición de preeminencia social a quienes representan al soberano en tales funciones. De ahí la gran conflictividad que se desprende entre las autoridades por ocupar lugares principales en sus actos.

Estos acontecimientos nos hablan de una representación del poder y de la sociedad, pues no hay duda de que las ceremonias públicas se erigen como instrumentos de defensa de los valores establecidos y perpetuados por la costumbre. Por esta razón, la fiesta a veces adquiere una dimensión conflictiva, ya que las numerosas disputas suscitadas en el transcurso de los acontecimientos pueden ser tomadas como auténticas luchas por el poder y la autoridad (LÓPEZ LÓPEZ, 2020; HERNÁNDEZ GONZÁLEZ, 2007: 540).

Según explica Roberto J. López, las causas desencadenantes de estos problemas pueden resumirse principalmente en dos: las derivadas de la organización y desarrollo de las ceremonias y las cuestiones relativas al protocolo y etiqueta (LÓPEZ LÓPEZ, 1995: 48). Ciertamente, las primeras se basan en la pugna entre dos instituciones -civiles y eclesiásticas- por la atribución de competencias y que, en esencia, suponen un conflicto de poder y autoridad (SÁNCHEZ RODRÍGUEZ, 2004: 199-200). Las segundas hunden sus raíces en los conflictos que afloran a la superficie y tienen como base desencuentros protocolarios “en los que se dirime el ocupar una posición simbólica en el organigrama de la fiesta” (RODRÍGUEZ DE LA FLOR, 1989: 40). En realidad, se trata de evidenciar los derechos y preeminencias de una corporación sobre otra porque está en juego no solo la defensa de la etiqueta sino también el mantenimiento de las cotas de participación de cada institución en su papel de exaltación de la monarquía.

La armonía institucional se valía de numerosos pactos establecidos desde tiempo inmemorial entre las corporaciones más destacadas de la urbe, basados en las viejas tradiciones y reservas de privilegio. El frágil equilibrio de las relaciones de poder podía conllevar a una lucha abierta de intereses y derechos que amenazaba el orden de la fiesta. Una celebración que por sí misma ya entrañaba desorden e indisciplina al venir de la mano del pueblo, una variable destacada en el marco de la celebración de la que no se podía prescindir, pues a ellos estaba destinado, en último término, todo el aparato lúdico. Asimismo, el poder del rey ejerce en el marco festivo una acción moderadora al asumir su lugar jerárquico y disponer el que lo asuman también las autoridades principales de la ciudad. Pero frente a esta intención armonizadora existe un complicado escenario de tensiones intercorporativas, que en ocasiones conduce a modificaciones en los protocolos y etiquetas (RODRÍGUEZ DE LA FLOR, 1989: 38).

En Palencia, el poder civil quedaba constituido por el corregidor, en calidad de delegado real, y el ayuntamiento. Las relaciones entre ambos no fueron especialmente tensas. Las élites locales no discutieron, por lo general, su autoridad y no se dieron los conflictos de jurisdicción frecuentes en otros municipios, ya que la oligarquía que formaba el concejo palentino, por haber sido un señorío eclesiástico, tuvo que conformarse con ejercer cargos jurisdiccionales menores (CABEZA RODRÍGUEZ, 1996: 29-42). El poder eclesiástico estaba acaparado por dos grandes instituciones: el obispo y el cabildo catedralicio. No fue raro el choque entre ambas, pues los prelados, impuestos por los monarcas en virtud de las regalías, a menudo cuestionaban o intentaban recortar el poder de los cabildos. Estas disputas, carentes de componentes políticos en el afianzamiento del absolutismo monárquico, respondían, como veremos, a conflictos de poder en las atribuciones de algunas competencias (EGIDO LÓPEZ, 2000: 26).

El escenario conformado por las partes litigantes contemplaba un sinfín de combinaciones conflictivas posibles en relación con otras esferas urbanas de poder: cabildo y municipio, obispo y municipio, obispo y cabildo, municipio e intendente, entre otras. Sin embargo, las tensiones también podían surgir en el seno de una misma corporación, como podía ocurrir en el propio ayuntamiento. El recorrido por los distintos episodios que vamos a trazar pretende dar a conocer la compleja casuística de pleitos a través de la documentación emanada de las dos principales instituciones de la ciudad (municipio y catedral) que resulta indispensable para conocer la vertiente litigante de la fiesta regia, aunque somos conscientes de que su estudio en profundidad requiere completar las fuentes estudiadas con las de carácter judicial.

La siguiente tabla contiene el resumen cronológico de todos los conflictos surgidos en las celebraciones regias, en la que se especifica el motivo y la tipología, las instituciones litigantes, el año y la ceremonia en la que se desarrollan los incidentes.

 

Tabla N°1: Conflictos generados a raíz de las celebraciones reales en Palencia (1700-1830)

 

Instituciones litigantes

Año

Causa del conflicto/disputa

Tip.

Escenario

1

Alférez mayor y regidor decano

1700 / 1759

Enarbolar el estandarte real

CP

Proclamaciones de Felipe V y Carlos III

2

Ayuntamiento / Cabildo catedral

1705

Elección del templo

CP

Rogativa por los males de la Monarquía

3

Intendente / alférez mayor

1712

Salir a la función pública sin licencia

CP

Fiestas por el nacimiento de un infante

4

Obispo / Cabildo catedral

1746

Atribución sobre tocar campanas

CP

Exequias de Felipe V

5

Obispo / Cabildo catedral

1746

Competencia de convocar procesiones

CP

Rogativa por el buen gobierno de Fernando VI

6

Obispo / Ayuntamiento

1746

Dosel, retrato real y procesión

P

Exequias Felipe V y proclamación Fernando VI

7

Mayordomo de propios y teniente de alguacil

1759

Sitio en las funciones públicas

P

Proclamación de Carlos III

8

Regidor decano y regidor más antiguo

1759

Preeminencia de asiento

P

Proclamación de Carlos III

9

Regidor y diputado del común

1789

Reparto de balcones

P

Proclamación de Carlos IV

10

Cabildo catedral / clero parroquial

1808

Celebración de una rogativa no oficial

CP

Rogativa por el buen gobierno de Fernando VII

11

Ayuntamiento / Cabildo catedral

1808

Atribución sobre la elección del día

CP

Rogativa por el buen gobierno de Fernando VII

12

Ayuntamiento / Cabildo catedral

1819

Atribución en la elección de orador

CP

Sermón de exequias de Isabel de Braganza

13

Comandante de armas / Ayuntamiento

1825

Recibimiento y asiento en la función litúrgica

P

Función religiosa del 1º de octubre

14

Intendente / Ayuntamiento

1828

Atribución de la competencia sobre financiación

CP

Visita de Fernando VII a Palencia

Elaboración propia. Fuente: Archivo Municipal de Palencia y Archivo Catedral de Palencia. La tipología conflictiva (Tip.) puede ser de ámbito protocolario (P) o conflicto de poder (CP).

 

 

Los enfrentamientos entre el municipio y el cabildo catedralicio

 

Las relaciones entre el clero capitular y el concejo no resultaron fáciles y prueba de ello fueron los constantes pleitos que sostuvieron ambas instituciones a lo largo de la Edad Moderna. Tres son los episodios conflictivos que nos ayudan delinear la relación de poder entre ambas instituciones. Los dos primeros guardan estrecha relación con una función de rogativa (1705 y 1808); el tercero, gira en torno a la atribución del sermón de exequias de Isabel de Braganza (1819). Los tres desencuentros son fruto de una pugna por la asunción de competencias, que acabaron derivando en conflictos de poder.

 

Las rogativas de 1705 y 1808

 

Los “males” que acechaban a la Monarquía, representados por los continuos ataques de los piratas ingleses y holandeses, tuvieron su respuesta desde las ciudades y villas a través de la celebración de rogativas elevadas a Dios en forma de plegarias. Palencia organizó una función litúrgica el 13 de diciembre de 1705. El lugar escogido por el ayuntamiento fue la iglesia de san Francisco, algo que no agradó a los miembros del cabildo al no haber sido partícipes de la decisión[1]. Por este motivo, acordaron no asistir a la rogativa, lo que provocó el enfado del ayuntamiento que se vio abocado a celebrar unilateralmente la misa el día 20, encargando el sermón al predicador mayor de los franciscanos. Por su parte, los regidores decidieron no concurrir en adelante a función alguna por invitación del cabildo, a excepción del Corpus, san Roque y santo Toribio.

Un siglo después, la rogativa por el buen gobierno de Fernando VII (1808) dejó otro tenso episodio entre el cabildo y la corporación municipal. La recepción de la cédula real ocasionó una disputa relacionada con la capacidad de convocatoria de dicha celebración, pues el cabildo quiso tomar las riendas de la organización sin tener en cuenta la agenda municipal. Efectivamente, el ayuntamiento acusaba al cabildo de querer adueñarse “de la jurisdicción pública en el señalamiento de día”[2], amén de otras atribuciones como el repique de campanas o el llamamiento de cofradías. Sin embargo, “para no turbar una solemnidad tan plausible”[3], la corporación municipal consintió admitir el convite a la rogativa, aunque seguía exigiendo responsabilidad sobre lo sucedido. Esta disputa, surgida al socaire del advenimiento de Fernando VII al trono, en un contexto en el que la ciudad se hallaba al borde de la insurrección contra los franceses, no sería la última que enfrentaría al poder civil y religioso de la urbe por la adquisición de competencias en los actos públicos.

 

El sermón de la discordia

 

Las muertes de Isabel de Braganza, Carlos IV y María Luisa de Parma tuvieron en común la corta distancia en el tiempo: los tres murieron en el intervalo de 24 días (diciembre de 1818 y enero de 1819). La celebración de sus exequias en Palencia constituye un punto de inflexión en la comunicación entre las autoridades civiles y el cabildo de la catedral, cuyas relaciones ya eran tensas desde el siglo XVI (CABEZA RODRÍGUEZ, 1996: 184). Las actas revelan, interesadamente, aunque de forma confusa, el episodio de confrontación surgido al hilo del triple funeral. Al parecer, el ayuntamiento confió el sermón de Isabel de Braganza sin contar con la autorización del cabildo al canónigo penitenciario Domingo Alzola quien, a pesar de su resfriado, acabó aceptando días más tarde[4]. Solo necesitaba que la corporación municipal le “ilustrase con algunas noticias acerca de las virtudes morales de la reina y demás circunstancias para más bien formar su oración”.[5] Pero el clero catedralicio, que no tenía constancia de la noticia, encargó idéntico cometido al magistral por corresponderle de oficio esta prerrogativa. Pronto se desencadenó un conflicto en el que unos y otros se enzarzaron en acusaciones cruzadas y fundamentadas en el desconocimiento y en la intromisión del poder civil en los asuntos eclesiásticos.

Por un lado, el clero capitular exponía que la facultad de elegir orador le correspondía desde 1598, dado que se trataba de una “práctica consignada en nuestros acuerdos capitulares y no interrumpida por ninguna de las dos comunidades en el espacio de 221 años”.[6] A su forma de entender, esto constituía “una infracción gravísima del fundado derecho a que ninguna persona secular o corporación disponga sin nuestra licencia espresa de nuestro altar y púlpito”.[7] A título particular, el canónigo magistral también mostró su enfado y reclamó el derecho de su prebenda, atendiendo a la “preeminencia que tienen los canónigos maxistrales de predicar en las onrras de todas las personas reales” (BURRIEZA SÁNCHEZ, 2004: 101). Más aun cuando ya tenía elaborados los sermones de los reyes.

Por otro lado, los regidores afirmaban tener el consentimiento del cabildo para la elección del canónigo penitenciario desde hacía mes y medio. El tiempo corría en su contra y “el pueblo empieza a encrepar (sic) la morosidad del ayuntamiento”.[8] El argumento más sólido que emplearon los munícipes fue el peso de la tradición y las preeminencias adquiridas y establecidas en épocas pretéritas. Aunque contradictorio, este escrito rebatía el derecho del cabildo de nombrar ministros y orador: 

                 

“el Ayuntamiento hará ver que ni por un solo día, pues en el año de 1689 en que se trató de iguales funciones fúnevres por la muerte de la reyna católica doña Mª Luisa de Borbón y Orleans, las cuales han sido la regla y norma de todos los demás que se han hecho en casos semejantes como así consta expresamente de los libros de acuerdos capitulares, se mandó a los comisionados del Ayuntamiento que encargasen el sermón, y […] prueva con ebidencia que el nombramiento de ministros y orador es propio del Ayuntamiento en el hecho mismo de haver acordado que el púlpito y el altar se dejase a disposición del Cavildo porque en buen castellano a nadie se deja lo que tiene y es suyo”. [9]

 

El ayuntamiento insistía en el tiempo y en la retórica empleada por el clero capitular: antes que “una medida conciliatoria más bien parece una declaración de guerra”.[10] Resulta evidente que el cabildo lo percibió como una ofensa, aunque reclamaba a la institución concejil los documentos que acreditaban aquella prerrogativa, insistiendo que solo a la Iglesia correspondía la facultad de encargar los sermones y designar ministros para las ceremonias litúrgicas; para ello, apelaba a la célebre cita de san Mateo (22, 15-21): “al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios”.[11]

El ayuntamiento quería organizar las funciones con sermones, aunque ya se sabía que Valladolid no las había celebrado. Los regidores estaban decididos a buscar “cualquier sacerdote, sea secular o regular, de fuera del Cavildo”.[12] No querían aceptar el candidato del cabildo, a pesar de que este tuviera ya elaborados los sermones. A punto estuvieron incluso de designar a un religioso carmelita. Pero el cabildo, en este tira y afloja, no iba a permitir la celebración del oficio “a cualquier capellán estraño [ni] predicar en nuestro púlpito un cualquier frayle”.[13] Insistía en que las tesis expuestas por los munícipes eran “erróneas, incómodas y poco decorosas”.[14]

Las partes litigantes eran plenamente conscientes de que seguir por el camino de las “disputas impertinentes sobre reciprocidad de derechos y prerrogativas”[15] solo traería más problemas. Por encima de todo, a ambas corporaciones las unía un motivo común, celebrar con premura las exequias, puesto que no olvidaban el último fin que era loar a la Monarquía. Quizá esta razón les permitió llegar a un entendimiento. “Deseoso de fixar un medio conciliatorio”[16], el cabildo cedió a la imposición del regimiento y aceptó que el sermón de Isabel de Braganza quedara asignado al canónigo penitenciario Alzola. A cambio, el clero capitular mantenía la facultad de nombrar orador en las honras de Carlos IV y María Luisa de Parma, pues también el ayuntamiento deseaba hacer las cosas en absoluta armonía, “evitando etiquetas que deben ser odiosas a dos corporaciones tan respetables”.[17] Sin embargo, el tiempo se había echado encima y urgía celebrar las exequias, por lo que se determinó proseguir con los funerales de los reyes sin sermones.

 

La conflictividad episcopal: los episodios de 1746

 

Las relaciones de los prelados palentinos con el poder civil fueron cordiales a excepción de incidentes concretos. Por el contrario, las tensiones entre el obispo y el cabildo catedralicio fueron frecuentes, como sucedió en numerosas diócesis españolas durante la Edad Moderna, pues el clero capitular, acostumbrado a disfrutar de gran autonomía, era reacio en muchos casos al sometimiento que ejercían los obispos en su afán de controlar la vida y costumbres eclesiásticas. 

Sin duda, el gran conflicto relacionado con el ceremonial fue el que tuvo lugar en 1746 en tres actos distintos, pero con un mismo protagonista: el obispo José Rodríguez Cornejo. Bajo su breve pontificado, la ciudad tuvo que organizar, entre otras solemnidades, los funerales de Felipe V, la misa y procesión de rogativa por el buen gobierno de Fernando VI y su proclamación. De esta manera, estas tres funciones se convirtieron en los principales escenarios de confrontación entre el prelado y el cabildo (atribuciones de poder), pero también con el ayuntamiento (cuestión protocolaria).

 

Obispo y cabildo

                 

La atribución de competencias, tales como tocar las campanas en las honras fúnebres de Felipe V y convocar la procesión de la rogativa por el inicio del reinado de su sucesor, constituye el motivo de las disputas surgidas entre el obispo y el clero catedralicio. Si bien es cierto que en algunas ciudades el cabildo era la institución que mayor conflictividad planteaba a la autoridad episcopal en lo que se refiere al ámbito jurisdiccional (EGIDO LÓPEZ, 2000; CORADA ALONSO, 2018).

El primer foco de tensión surgió la víspera de la función de exequias del primer Borbón en el trono español. Todo comenzó con el extraño aviso que recibió el párroco de san Lázaro por medio del notario del obispo. La orden episcopal contenía autorización expresa para tocar las campanas y sumarse al repique fúnebre. El hecho no tardó en llegar a oídos del cabildo, institución que hasta ese momento ejercía esa atribución en virtud de la condición de párroco universal, cuya bula expedida por el papa Calixto III en 1457 le confería el gobierno sobre las cinco parroquias de la ciudad en detrimento de la autoridad del obispo (CABEZA RODRÍGUEZ, 1996: 208-209). Para el clero catedralicio constituía una “novedad expecial y directa contra el incontrastable derecho que de inmemorial tiene en las parrochias”[18], por lo que envió dos comisarios a visitar al obispo con el fin de dirimir el error que inadvertidamente había cometido. Aunque no disponemos de información acerca del encuentro, todo apunta a que no llegaron a un entendimiento porque el obispo alegó cumplir con su deber atendiendo a la cédula real y en vista de su jurisdicción ordinaria. Su postura no agradó al cabildo y el choque dio lugar a un pleito que se extendería en las semanas siguientes a otros ámbitos de la vida pública.

Días más tarde se produjo el segundo foco de tensión entre ambas corporaciones sobre los derechos y regalías pertenecientes al cabildo, y que ahora el obispo trataba de tomar para sí. El motivo radicaba en la capacidad de hacer el llamamiento a las procesiones y el gobierno de estas, atribución que había sido acaparada por el prelado en la rogativa que se iba a celebrar por el reinado y los aciertos del nuevo monarca. El cabildo, contrario a las pretensiones episcopales, se ratificaba al afirmar:

 

“estar en su derecho y posesión de convocar a las procesiones generales, a los que deben concurrir a ellas, combidando a S.I. y Ciudad por medio de su maestro de ceremonias, indicirlas y governarlas, sin acto alguno contrario efectivo, mandar tocar o no tocar las campanas de sus parrochias y encargar a las comunidades regulares que lo hagan”.[19]

 

La respuesta del prelado fue contundente y no dudó en arremeter contra el clero capitular atribuyéndose “la autoridad de indicir las procesiones generales en la capital de la diócesis, que solo por las disposiciones conciliares le compete”.[20] Era una injuria a su dignidad e insistía en que la culpa era del cabildo al haber confundido “la práctica cortesana de combidar a las procesiones que salen de la cathedral con el derecho de indicir, que dice señalar, compeler, obligar, descomulgar, multar…”.[21] Fue entonces cuando el prelado dio un paso más al publicar un edicto que mandó clavar en las puertas de todas las iglesias y conventos de la ciudad para conocimiento público. Su contenido hacía referencia a la rogativa que debía celebrarse por mandato real en todas las villas de la diócesis. Asimismo, ordenaba la asistencia de todos los curas o tenientes de las parroquias, sacerdotes y eclesiásticos de su jurisdicción. El mandato se hacía extensivo también a los alcaldes, oficiales y miembros de las cofradías. El cabildo calificó de “agravio” la intromisión, pues nunca se había visto en tiempo alguno

 

“semejante novedad por estar radicado de inmemorial tiempo a esta parte este derecho y regalía, no solo de convocar para dichas procesiones generales a todos los que deben y han debido concurrir a ellas, sino también indicir dichas procesiones, señalar las calles, iglesias o hermitas, a donde se dirigen, governándolas por los individuos, a quienes nombra para la mayor compostura, arreglo y seriedad de tan sagrado acto”.[22]

 

El cabildo no se achantó y decidió contraatacar manifestando tener lista la rogativa al tiempo que rogaba al obispo la suspensión de “cualquier procedimiento o novedad que pueda embarazar en algún modo la función o que turbe la inconcusa práctica de nuestras regalías”.[23] Algunas voces advirtieron, sin embargo, sobre la magnitud de las consecuencias si se seguía adelante. Por este motivo, el cabildo decidió finalmente suspender la procesión y organizar únicamente una misa solemne y exposición del Santísimo para evitar que la función se transformara en un escándalo público. El obispo montó en cólera y comunicó lo sucedido al corregidor y al Consejo de Castilla.

Después del tenso enfrentamiento dialéctico, y pasados algunos días, el cabildo recibió una carta del fiscal de lo civil del Consejo de Castilla que mostraba el firme propósito de zanjar un “assumpto de la más destemplada discordia”.[24] El contenido de la misiva responsabilizaba al deán y sus clérigos de todos los problemas surgidos al fragor de una función que tenía que haberse hecho por el rey y para mayor gloria de la Monarquía. Se recriminaba la conducta del clero capitular y su intención de dañar la autoridad episcopal:

 

“no solo ha disputado a la potestad y jurisdiczión episcopal sus propias funciones, sino que también ha lastimado con públicos atentados el charácter de una dignidad, que es y debe ser en todo superior a V.S., sin que por esto se confundan o disminuyan los privilegios y facultades legítimas que a la comunidad estubieren concedidas por benignidad apostólica”.[25]

                           

Además, el fiscal acusaba al cabildo de ser responsable e instigador de ciertos actos calificados de “reprehensibles” y “abominables”, entre los que señalaba arrancar violentamente de las puertas los edictos episcopales, “unos hechos más proprios (sic) de una plebe alborotada, que de los que deben vivir con exemplo y rigor sugetos a la ley de la reformazión de la eclesiástica disciplina”.[26] Finalmente, el fiscal del Consejo ordenaba celebrar la procesión, entendida esta como una cuestión de primer orden que tenía como propósito homenajear al rey, y solicitaba al cabildo acudir “pacíficamente, con la mayor solemnidad, sin dar el menor motivo de queja”[27], exigiendo prudencia al deán y lealtad a su clero capitular (MOLINA MARTÍNEZ, 2010: 384). Al mismo tiempo, advertía de las peligrosas consecuencias en el supuesto de que volviera a producirse algún acto de desobediencia. No hubo réplica alguna por parte del cabildo, cuyos miembros se limitaron a acatar el dictamen del Consejo. Aunque esta resolución templó temporalmente el ánimo de los contendientes, lo cierto es que no puso fin a la conflictividad en Palencia, pues el foco se trasladó y el obispo encontró la confrontación en otra institución: el ayuntamiento.

 

Obispo y concejo

 

La segunda parte del episodio vivido en 1746 aunaba como protagonistas de la polémica al obispo Cornejo y a un tradicional “rival” –en realidad todos eran viejos conocidos–, que hacía su entrada en escena: el ayuntamiento. El prelado pasaba a tener así dos frentes abiertos, pues más allá del regocijo popular, la aclamación del nuevo monarca traía consigo una realidad cifrada y envuelta en torno a un grave desencuentro en materia protocolaria.

Durante el transcurso de estas celebraciones, la corporación concejil expresó reiteradas veces su malestar por la conducta adoptada por el prelado en los diversos actos de adhesión a la monarquía. El memorial presentado por los regidores recogía el sentir de la institución y dejaba constancia de las diferentes ofensas, para que en adelante se ebiten las consecuencias que se puedan seguir de semejantes excesos.[28]

La primera de ellas fue la intromisión del obispo con su coche de seis mulas en mitad de la procesión, tras la vigilia efectuada por la muerte del primer Borbón, “cuio desaire sensible contubimos (…), creiendo prozediese de inadbertencia de los criados. [29] La segunda se producía al día siguiente, después de la misa de honras, cuando el mitrado incurrió en la misma falta, contraviniendo el protocolo: cuio agrabio disimulamos por no dar motibo a que se nos notase demasiadamente excrupulosos en la falta de respeto que notamos en el reverendo obispo.[30]

Establecido el día de la ceremonia de proclamación de Fernando VI, el ayuntamiento tuvo a bien informar al prelado, en aras de una temprana reconciliación, de que la comitiva iba a detenerse en el palacio episcopal. Agradecido por el gesto, el obispo quiso también corresponder cortésmente al manifestar su deseo de colocar un dosel en el balcón de su residencia. No en vano, los regidores desaconsejaron tal ocurrencia subrayando que no era dezente a la authoridad del real estandarte poner dosel no teniendo retrato de la persona real”,[31] pues los obispos de otras ziudades en igual función no le pusieron, ni aun el ilustrísimo señor presidente de la [Chancillería] de Valladolid.[32] Haciendo caso omiso de la advertencia, el obispo llevó a término su propósito y cuando el cortejo municipal llegó a la altura del palacio todos sus miembros pudieron contemplar con estupor la existencia de un dosel colgante sin el retrato regio, y hallaron, lo que fue aún más insultante, al mitrado sentado. Los regidores protestaron enérgicamente e insinuaron que el obispo no tuvo la menor intención de levantarse ante el paso del real estandarte. Los ánimos se caldearon aún más tras el acto de proclamación llevado a cabo en la plaza Mayor. Siguiendo de nuevo la narración de los hechos expuestos por los regidores, se encontraba la corporación municipal al completo con todo el pueblo conmemorando la función cuando el obispo atravesó nuevamente la plaza por delante de los retratos y estandarte con su carruaje. Aunque los caballeros capitulares pudieron “suplir tanto desaire aogándole en sus pechos”,[33] la irritación había alcanzado su punto más álgido. Por cuarta vez consecutiva el prelado había incurrido en una desleal y grave ofensa a la institución concejil, y lo que es peor, a la Corona. Por esta razón, el ayuntamiento no vaciló a la hora de comunicar lo sucedido al rey. Sin embargo, el corregidor Diego de Herrera y Castañeda[34] tomó partido por el obispo, mostrando cierto desacuerdo con la postura de los regidores. En primer lugar, dijo que el borrador que pretendían hacer llegar a la corte no podía ser entregado al comisario para el efecto expresado por no disponer de la licencia del Consejo de Castilla. Tampoco compartía en absoluto el «cuento» de los capitulares, pues él mismo aseguró haber visto al obispo levantarse al tiempo del paso del estandarte real con alguna distancia, aunque no reparó si abían pasado algunos señores capitulares de la ciudad, lo que pudo suceder.[35] Asimismo, declaró que el prelado no invadió la comitiva de la procesión, en todo caso lo hizo en el momento en que empezaban a formarse las cofradías, instante que, presumiblemente, debió aprovechar para salir de la catedral.

Sea como fuere, es difícil saber quién tenía razón, pues los relatos de unos y otros no dejan de ser, en muchas ocasiones, interesados, y sus discursos, bien alterados por medio de la exageración o atenuados y simplificados a través de la omisión de datos, solían buscar su particular conveniencia como vehículo para garantizar sus preeminencias por encima de los demás. No obstante, la decisión final correspondía al corregidor, cuyas últimas palabras recogían la necesidad de abogar por el mantenimiento de la ciudad en la maior quietud, sienpre dispuesta a coadyubar a la paz, pues de la notoria urbanidad del señor obispo no deve persuadirse a que aia tenido intención de desairar a la ciudad en cosa alguna”.[36] Aunque desconocemos el grado y alcance de las consecuencias más inmediatas, podemos establecer que estos desencuentros marcaron un punto de inflexión en el devenir de las relaciones entre ambas instituciones.

Tres años más tarde, el obispo Cornejo accedió a una sede episcopal de mayor categoría –la de Plasencia, dotada con una renta de 40.000 ducados (BARRIO GOZALO, 2000: 85)– donde, ironías del destino, coincidía nuevamente con su valedor, el corregidor Herrera, trasladado allí con el cargo de superintendente de las rentas reales. Al parecer, ambos habían sido premiados en atención a los méritos contraídos con el monarca, pese a la actuación controvertida del prelado, que permanecerá hasta 1755 al frente de una de las diócesis denominadas “de término” con el consiguiente y siempre codiciado ascenso social y económico que dicho traslado implicaba.

 

Las disputas del ayuntamiento con otras corporaciones

 

Además de los litigios que mantuvo el concejo con los poderes eclesiásticos, cabe señalar algún episodio de confrontación con las corporaciones de nuevo cuño surgidas con el cambio dinástico protagonizado por la Casa de Borbón en el siglo XVIII: el intendente provincial de Hacienda y el comandante de armas, autoridad militar de gran prestigio en la ciudad. Las desavenencias mantenidas con los intendentes radican esencialmente en conflictos de poder, mientras que el desacuerdo que involucró al oficial responde, como veremos, a una cuestión meramente protocolaria.

 

El intendente

 

En el desarrollo de las celebraciones que conmemoraban el nacimiento del infante Felipe Pedro (1712), hijo de Felipe V, surgió un hecho del que apenas aportan información las actas y que enfrentó al alférez mayor con el intendente de Hacienda. Este último cargo había surgido precisamente bajo el reformismo borbónico, con atribuciones similares, aunque no con la misma fuerza que en el país vecino (LORENZO JIMÉNEZ, 2012: 698; ORDUÑA REBOLLO, 1999: 758). Los hechos ocurrieron el día de la corrida de toros y tuvieron como protagonista, en la plaza Mayor, al alférez Juan Pérez de Góngora, vestido a la francesa y a caballo, en sustitución del alguacil mayor (que solía vestir de golilla), siguiendo la costumbre de los espectáculos taurinos. El suceso provocó el enfado del intendente, que aplicó inmediatamente la suspensión de su sueldo por no haber pedido la pertinente licencia. El alférez mayor consideró “ser ynjusto, pues es ocupazión de gran dezenzia y autoridad porque en este acto ejerzía la jurisdizión hordinaria”.[37] El intendente fue implacable y decretó su ingreso en prisión, ante lo cual el regimiento envió una carta al Consejo de Castilla para dar cuenta de la situación. La escueta respuesta daba la razón al ayuntamiento y exigía la inmediata liberación del alférez y la restitución de su sueldo.[38] Es posible que el motivo se debiera al desconocimiento de la tradición por parte del intendente o al incumplimiento de alguna norma, en el caso del alférez. Pero lo cierto es que la mediación del ayuntamiento en favor de uno de sus miembros nos muestra la preponderancia de los intereses corporativos de una institución cuando ve amenazados sus derechos y prerrogativas. 

La visita de Fernando VII a Palencia en el verano de 1828 suponía un motivo de enorme alegría para autoridades y habitantes, pero condicionaba de manera notable la situación –delicada de por sí– del erario municipal (QUIJADA ÁLAMO, 2021). La preocupación radicaba en la adquisición de fondos y el modo de financiación, pues los ingresos procedentes de los propios no eran suficientes para sufragar un gasto tan extraordinario como la estancia de los reyes de España y su séquito durante varios días. Por esta razón, fue necesario acudir a los arbitrios autorizados por el Estado en forma de impuestos indirectos, que recaían normalmente sobre algunos artículos de primera necesidad, como el de sesenta y ocho maravedís, que gravaba cada cántaro de vino para el consumo y estaba destinado a la construcción de fuentes para abastecer de agua dulce al pueblo. Sin embargo, era preciso, como mínimo, el producto de un año entero para disponer de fondos y el factor «tiempo» era determinante. Una real orden concedió la licencia al ayuntamiento y permitió el desvío del impuesto para financiar la venida de los soberanos. Pronto surgieron disensiones entre los regidores y el intendente de Hacienda, que se oponía a las medidas adoptadas por el consistorio y, por lo tanto, al cobro del arancel de dos reales por cada cántara de vino. Ante esto, la corporación municipal elevó un memorial de quejas al rey en el que relataba los abusos cometidos por los intendentes (pasados y presentes) a quienes se acusaba de una serie de prácticas delictivas: engaño, fraude, soborno, entre otras.[39] Los límites de las atribuciones de unos y otro no siempre estaban bien definidas. La corporación municipal alegaba que el intendente tenía autoridad “en la administración y recaudación de la Real Hacienda, pero no sobre lo civil, gubernativo y militar”.[40] Pero lo cierto es que las funciones de los intendentes podían abarcar también, como sucedió en Valladolid, asuntos relacionados con administración, policía, salud pública y abastecimiento. Las actas no desvelan el veredicto regio, aunque recogen cierta información sobre la entrega del memorial, que se produjo en Valladolid, en presencia del propio Fernando VII.

 

El ejército

                                                

El 1 de octubre de 1825 los palentinos asistieron a la catedral para conmemorar la función religiosa en memoria de la libertad de Fernando VII, que venía a reparar los desórdenes cometidos por los franceses en 1808. Lejos de celebrarse con normalidad, la ceremonia dejó para la posteridad un incidente en materia protocolaria que enfrentó a la autoridad militar de la ciudad y al ayuntamiento.

Si nos basamos en el relato del comandante, recogido y transcrito en las actas municipales, podemos observar la indignación del cuerpo militar, diseccionada a través de tres injurias que tuvieron lugar en el transcurso de la ceremonia. En primer lugar, el oficial señalaba que al entrar en la catedral: “advertí con sorpresa haverse dado principio a los divinos oficios y cantado ya el Evangelio”.[41] Es evidente que los militares habían llegado tarde o bien la hora de la misa había sufrido alguna alteración y estos no habían sido avisados. En segundo lugar, se quejaba de la penosa recepción que tuvo lugar a las puertas de la seo, aunque la crítica, en este sentido, iba dirigida más bien al clero capitular, pues a esta corporación correspondía tratar los asuntos relacionados con el protocolo de bienvenida: “causándome mayor estrañeza haver salido a recivirnos un perrero de los que tiene nombrados el cavildo para sacudir y echar los perros de la yglesia”[42]. Pese a todo, el comandante decidió no abandonar “el templo por no causar distracción a los que con la deboción devida estaban en él”.[43] En tercer lugar y, quizá, la ofensa más grave, estaba dirigida a la corporación municipal, a quien culpaba de no haber proporcionado asiento en la función, al tiempo que permanecían 

 

“todos sus capitulares pasibos, viendo ocupar el lugar más preheminente a los escrivientes y celadores de Policía, que pertenecen a la gente más soez del pueblo, de forma que no hubo persona sensata que presenciase semejante desayre que no saliese abochornada de la poca consideración con que este ayuntamiento trató a los dignos oficiales”.[44]

 

En realidad, parece que lo que le había molestado al comandante era que uno de los lugares más relevantes para presenciar la función –los bancos del lado de la Epístola, que tradicionalmente eran ocupados por los procuradores y escribanos y, a partir del siglo XIX, por el comandante y la oficialidad– fuese cedido a los empleados del ramo de Policía en detrimento del cuerpo militar acantonado en la ciudad. Era evidente que los desafortunados comentarios dedicados a los funcionarios no iban a pasar desapercibidos. Tampoco lo fueron las “amenazas ofensivas”[45] recibidas por el ayuntamiento, cuya corporación no tardó en dirigir una carta al jefe militar para mostrar su oposición, alegando, ante todo, que el modo de proceder no era otro que el observado por la costumbre y la tradición en funciones de este tipo. Si bien es cierto la disposición de aquellos bancos cubiertos de terciopelo carmesí correspondía al cabildo, pues intramuros del templo la decisión de asignar asiento a las autoridades era prerrogativa del clero.

  La queja municipal fue elevada al Consejo de Castilla para poner los hechos en conocimiento del rey y esperar una respuesta. La real orden enviada a Palencia, a vuelta de correo, fijaba las cláusulas que ponían fin al tenso episodio. En primer lugar, por mediación del capitán general de Castilla la Vieja, se pidió al comandante reconocer y asumir su “equivocación en expresarse cómo lo hizo contra los dependientes del ramo de Policía”[46], a los que había calificado en términos despectivos. En segundo lugar, la reprimenda recaía en el ayuntamiento; para evitar que se volvieran a producir disensiones semejantes, se previno a sus integrantes que en el aviso de la hora “el sujeto encargado no cometa el error que en esta ocasión ha cometido el secretario”.[47] Y aunque el Consejo daba por zanjado el asunto, el ayuntamiento siguió insistiendo en que no era responsable del aviso al mando militar y exoneraba de toda culpa a su secretario, de cuya –inexistente– equivocación decía: “no la ha podido haver porque no fue encargado ni dio recado alguno sobre este particular al comandante de armas”.[48] Resulta evidente el cierre de filas practicado en torno a sus miembros a fin de salvaguardar la integridad de su institución y su preeminencia por encima de otras en aras del cumplimiento de la voluntad real.

 

Conflictos en el seno del municipio: la pugna por el estandarte (1700-1759)

 

A todos los conflictos anteriormente desarrollados habría que sumar, además, los que se produjeron de puertas para dentro del concejo, es decir, entre miembros del gobierno civil y los diversos oficios municipales. En estos se vieron involucrados, además de regidores, el alférez mayor (cargo ejercido por un regidor), el teniente de alguacil mayor, el mayordomo de propios, etc. Contabilizamos cinco desencuentros de estas características, de los que cuatro corresponden a problemas derivados del proceder protocolario y solamente uno atiende a cuestiones vinculadas con prerrogativas. Este último, el que enfrentó al alférez mayor y al regidor decano, fue el más tenso. Fue también el único de carácter transversal, pues el foco del problema se detecta en 1700 y persiste hasta 1759, reavivándose con fuerza en las funciones de proclamación. Veamos el caso.

El oficio de alférez mayor era privativo del concejo palentino y solo a su corporación en pleno correspondía su designación. No en vano, los regidores eran conscientes de que al alférez le pertenecía “por derecho” alzar el pendón real, cuestión que no siempre fue vista con buenos ojos por los capitulares, que a menudo intentaron discutir su posición, privilegios y prerrogativas. Así se percibe, por ejemplo, en ciudades como Las Palmas de Gran Canaria (LOBO CABRERA, 2019: 12-14) o Valladolid, donde la existencia del tribunal de la Real Chancillería hizo que el conflicto sobre la rivalidad acerca de la preeminencia del regidor alférez mayor se extendiera más allá de los muros del edificio municipal.[49]

A lo largo de toda la centuria, el alférez solo levantó el estandarte una vez y lo hizo Gaspar de Venegas en 1700. Los precedentes ya apuntaban al regidor decano (desde 1598) como sustituto por designación del concejo. Por tanto, la proclamación de Felipe V en Palencia se convirtió en la última de la Edad Moderna en la que un alférez desempeñó esta honrosa misión. En aquella ocasión intervino el corregidor que, como magistrado designado por el rey, debía resolver cuanto antes el delicado asunto. El auto concedía la facultad al alférez de proclamar al nuevo rey, “sin perjuicio de la ciudad y el caballero regidor decano, a quien se reserva cualquier derecho que pueda tener”.[50] La designación no agradó al decano, quien protestó, alegando “que qualquiera acto que se ejecutase en ningún tiempo pudiese perjudicar al derecho del regidor decano de arbolar dicho pendón real como se a echo en otras ocasiones”.[51] A partir de 1700 será el decano de la corporación el encargado de izar el estandarte. Las actas revelan que la designación de 1759 fue problemática. Los integrantes del pleno municipal acordaron nemine discrepante elegir a Pedro Antonio Vélez Ladrón de Guevara en detrimento del alférez mayor, cargo que ejercía el regidor Clemente Agustín. Este hizo constar su malestar:

 

“protestando no parase perjuicio a su oficio de regidor como originario del de alférez maior el que dicho señor Guebara alzase el real pendón por concevir ser en este caso acrehedor de primer derecho, y porque considera estas dichas regalías de alférez maior resumidas y abrrogadas en el Consejo según el ynstrumento de renuncia otorgado por don Gaspar Agustín, su padre”. [52]

 

Lo único que Clemente Agustín demandaba al ayuntamiento era que no hiciera uso de la regalía “sin facultad o lizencia expresa del Consejo”.[53]Aunque no disponemos de más noticias sobre el desenlace, es evidente que poco o nada pudo sacar en claro el alférez, pues el regidor decano alzó finalmente el estandarte por Carlos III en Palencia y siguió haciéndolo hasta finales del siglo XIX.

 

Consideraciones finales

 

A modo de balance, se puede decir que la carga conflictiva que encierra en sí misma la fiesta permite comprender cuestiones de primer orden en las relaciones de poder entre corporaciones a través de numerosos conflictos soterrados. De un total de catorce, se observa que nueve (64%) corresponden al siglo XVIII y cinco (36%) al primer tercio del XIX. De manera precisa, cinco corresponden a la primera mitad de la centuria ilustrada, y tres a la segunda, pues uno de los litigios, el del alférez mayor y el regidor decano, abarca buena parte del siglo porque se expande desde 1700 a 1759. Asimismo, nueve se encuentran adscritos a una tipología conflictiva de poder por prerrogativas o competencias y cinco atienden a cuestiones relacionadas con los problemas derivados del protocolo y etiqueta. Entre los primeros destacan motivos dispares: atribución sobre tocar las campanas de las parroquias, capacidad de convocatoria de las procesiones, elección del día y templo para la función, designación de alférez para enarbolar el pendón en las proclamaciones o de predicador para el sermón de las exequias, entre otros. Bajo las disensiones de carácter protocolario encontramos algunas vinculadas a la importancia del orden y el lugar, es decir, la jerarquía, tales como el señalamiento de sitio que se ocupa en las funciones públicas y procesiones, las prioridades de unos sobre otros, el dosel de los retratos, entre otras. Los pasos del ritual, en definitiva, son una fuente destacada de litigios entre corporaciones.

En cuanto a la resolución de los desencuentros, cabe señalar que todos transcurrieron bajo cierto orden pacífico, pues en ninguno se detecta violencia física expresa, acaso solo en el ámbito verbal. Los litigantes apelaron con frecuencia a la tradición y la costumbre, a las permanencias frente a la innovación. En cinco casos destacó la actuación del corregidor para dirimir las disputas, y en siete se detecta la intervención del Consejo de Castilla como árbitro de los problemas de mayor repercusión (46% del total). Por otro lado, el pico de conflictividad se sitúa en las décadas centrales del siglo XVIII y especialmente en el reinado de Fernando VII, que acapara el 40% de los litigios derivados de la fiesta regia.

 

 

 

Bibliografía

 

Fuentes primarias

Archivo Municipal de Palencia (AMP)

Archivo Catedral de Palencia (ACP)

Archivo de la Real Chancillería de Valladolid (ARCHV)

Archivo Histórico Provincial de Palencia (AHPP)

 

Fuentes secundarias

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* Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto “Mujeres, familia y sociedad. La construcción de la historia social desde la cultura jurídica (siglos XVI-XX)” (Ref. PID2020-117235GB-I00), convocatoria 2020 Proyectos de I+D+i - PGC Tipo B, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.

[1] Archivo Municipal de Palencia (en adelante, AMP), Actas Municipales, 11/12/1705, fols. 208r-209r.

[2] AMP, Actas Municipales, 23/04/1808, fol. 78v.

[3] AMP, Actas Municipales, 23/04/1808, fol. 79r.

[4]AMP, Actas Municipales, 07/01/1819, fol. 12r.

[5]AMP, Actas Municipales, 18/01/1819, fol. 20r.

[6] Carta enviada por el cabildo al municipio, AMP, Actas Municipales, 23/02/1819, fol. 60r y v.

[7] AMP, Actas Municipales, 23/02/1819, fol. 60r.

[8] AMP, Actas Municipales, 23/02/1819, fol. 62r.

[9] AMP, Actas Municipales, 23/02/1819, fols. 61v-63r.

[10] AMP, Actas Municipales, 23/02/1819, fol. 62v.

[11] AMP, Actas Municipales, 23/02/1819, fol. 64v.

[12]AMP, Actas Municipales, 13/02/1819, fol. 46r.

[13]AMP, Actas Municipales, 23/02/1819, fol. 65r y v.

[14] AMP, Actas Municipales, 23/02/1819, fol. 65r.

[15] AMP, Actas Municipales, 23/02/1819, fol. 63v.

[16] Archivo Catedral de Palencia (en adelante, ACP), Acuerdos Capitulares, 25/02/1819, fol. 14v.

[17] ACP, Acuerdos Capitulares, 27/02/1819, fol. 15v.

[18] ACP, Acuerdos Capitulares, 25/08/1746, fol. 82v.

[19] ACP, Acuerdos Capitulares, 27/08/1746, fol. 85v.

[20] ACP, Acuerdos Capitulares, 28/08/1746, fol. 86v.

[21] ACP, Acuerdos Capitulares, 28/08/1746, fol. 86v.

[22] ACP, Acuerdos Capitulares, 28/08/1746, fol. 86v.

[23] ACP, Acuerdos Capitulares, 28/08/1746, fol. 88r.

[24] Carta del fiscal del Consejo de Castilla al cabildo. ACP, Acuerdos Capitulares, 17/09/1746, fol. 93v.

[25] Carta del fiscal del Consejo de Castilla al cabildo. ACP, Acuerdos Capitulares, 17/09/1746, fol. 94r.

[26] Carta del fiscal del Consejo de Castilla al cabildo. ACP, Acuerdos Capitulares, 17/09/1746, fol. 94r.

[27] Carta del fiscal del Consejo de Castilla al cabildo. ACP, Acuerdos Capitulares, 17/09/1746, fol. 94v.

[28] AMP, Actas Municipales, 01/10/1746, fol. 198r.

[29] AMP, Actas Municipales, 01/10/1746, fol. 196v.

[30] AMP, Actas Municipales, 01/10/1746, fol. 196v.

[31] AMP, Actas Municipales, 01/10/1746, fol. 197r.

[32] AMP, Actas Municipales, 25/09/1746, fol. 183v. El obispo de Valladolid, Martín Delgado, que solía ver la función en la iglesia de Nuestra Señora de los Cuchillos o Angustias, tampoco puso dosel en esta función. Archivo de la Real Chancillería de Valladolid (en adelante, ARCHV), Libros del Acuerdo, nº 174, 1746, fol. 81r. En Valladolid, por ejemplo, la existencia de otras instituciones dependientes de la Monarquía, tales como el tribunal de la Inquisición, la Universidad y la Real Chancillería, ampliaba la participación, y con ello el grado de implicación de un mayor número de corporaciones y personalidades (TORREMOCHA HERNÁNDEZ, 1999: 507).

[33] AMP, Actas Municipales, 01/10/1746, fol. 198r.

[34] Corregidor de Medina del Campo y de Palencia, posteriormente fue nombrado superintendente de las rentas reales en Plasencia. Otorgó testamento en 1749 ante Manuel González. Archivo Histórico Provincial de Palencia, Protocolos notariales, Manuel González de la Vega, leg. 6947, s. fol.

[35] AMP, Actas Municipales, 27/09/1746, fol. 194r.

[36] AMP, Actas Municipales, 27/09/1746, fol. 194r.

[37] AMP, Actas Municipales, 12/07/1712, fol. 69r.

[38] AMP, Actas Municipales, 01/08/1712, fol. 75r.

[39] AMP, Actas Municipales, 25/07/1828, fols. 366v-367r.

[40] AMP, Actas Municipales, 25/07/1828, fols. 366v-367r.

[41] AMP, Actas Municipales, 04/10/1825, fol. 314v.

[42] AMP, Actas Municipales, 04/10/1825, fol. 314v.

[43] AMP, Actas Municipales, 04/10/1825, fol. 314v.

[44] AMP, Actas Municipales, 04/10/1825, fol. 315r.

[45] AMP, Actas Municipales, 04/10/1825, fol. 315v.

[46] AMP, Actas Municipales, 13/12/1825, fol. 400r.

[47] AMP, Actas Municipales, 13/12/1825, fol. 400v.

[48] AMP, Actas Municipales, 13/12/1825, fol. 400v.

[49] ARCHV, Cédulas y Pragmáticas, caja 18, exp. 20. Así, el conflicto desencadenado entre el concejo y la Chancillería en los funerales de Felipe IV (1665) volvió a repetirse décadas después, en 1700, cuando se celebraban las exequias de Carlos II; y aunque el presidente del alto tribunal de Justicia acabó imponiendo su voluntad, el tiempo (y el Consejo de Castilla) acabaría dando la razón al propio ayuntamiento.

[50] AMP, Actas Municipales, 02/12/1700, fol. 160v.

[51] AMP, Actas Municipales, 02/12/1700, fols. 160v-161r.

[52] AMP, Actas Municipales, 07/09/1759, fol. 152v.

[53] AMP, Actas Municipales, 07/09/1759, fol. 152v.

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