MAGALLÁNICA, Revista de Historia Moderna: 11 / 21 (Instrumentos) Julio - Diciembre de 2024, ISSN 2422-779X
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TRAUMA Y RECUERDO DESDE EL PÚLPITO: LOS INTENTOS DE CREACIÓN DE UNA MEMORIA CULTURAL EN TORNO AL TERREMOTO DE MÁLAGA DE 1680 *
Beatriz Álvarez García
Universidad Complutense de Madrid, España
Recibido: 02/07/2024
Aceptado: 21/12/2024
Resumen
A través de los sermones y del uso instrumental de las figuras preeminentes de la iglesia hispalense, la comunidad eclesiástica trató de construir una configuración específica de la memoria del terremoto de 1680 en la que los prelados tuvieron un papel preponderante. El objetivo de este artículo es analizar las maneras en las que la memoria comunicativa en torno al terremoto de 1680 se generó desde el púlpito, los usos posteriores en el intento de crear una memoria cultural y su reinvención hasta el terremoto de Lisboa de 1755. Se trata de analizar cómo la jerarquía religiosa de la ciudad realizó una conceptualización del acontecimiento adaptada a sus necesidades, se sirvió de él para reforzar su poder y aumentar su autoridad en el medio plazo y cómo se concretaron una serie de lugares de memoria en una gradación de los instrumentos del recuerdo.
Palabras clave: desastres naturales; religión; memoria; terremotos; trauma.
TRAUMA AND MEMORY FROM THE PULPIT: THE ATTEMPTS TO CREATE A CULTURAL MEMORY AROUND THE 1680 MALAGA EARTHQUAKE
Abstract
The ecclesiastical community employed sermons, whilst relying on the instrumental use of the pre-eminent figures of the Church of Seville, to construct a specific configuration of the memory of the 1680 earthquake, in which the prelates played a preponderant role. This article aims to analyse the ways in which the communicative memory of the 1680 earthquake was generated from the pulpit, its subsequent uses in the attempt to create a cultural memory, and its reinvention until the Lisbon earthquake of 1755. The objective is to examine how the city’s religious hierarchy conceptualised the event in accordance with its requirements, employed it to bolster its influence and enhance its authority in the medium term, and how a series of places of memory emerged in a progression of the instruments of remembrance.
Keywords: earthquakes; memory; natural disasters; religion; trauma.
Beatriz Álvarez García. Doctora en Historia por la Universidad Complutense de Madrid (2020), actualmente es profesora ayudante doctora en la misma universidad e investigadora adscrita al Centro de Estudios de la Real Diputación de San Andrés de los Flamencos - Fundación Carlos de Amberes. Ha sido investigadora posdoctoral en el proyecto ERC DisComPoSE. Disasters, Communication and Politics in Sothwestern Europe de la Universidad de Nápoles Federico II, donde ha desarrollado una línea de investigación sobre lecturas y prácticas religiosas de la catástrofe. Está especialmente interesada en el papel de la comunicación política en las sociedades de la Edad Moderna. Como resultado de su tesis doctoral, ha publicado recientemente el libro Diplomacia y opinión pública en las relaciones hispano-británicas (1624-1635) (Peter Lang, 2023).
Correo electrónico: beatriz.alvarez@ucm.es
ID ORCID: 0000-0002-4985-3878
TRAUMA Y RECUERDO DESDE EL PÚLPITO: LOS INTENTOS DE CREACIÓN DE UNA MEMORIA CULTURAL EN TORNO AL TERREMOTO DE MÁLAGA DE 1680
“Titubearon la tierra y edificios”: un terremoto que sacudió las almas
La memoria del terremoto que sacudió Lisboa en 1755, y junto con ella todo el sur y oeste de la península ibérica, ha prácticamente eclipsado el recuerdo de otros temblores previos que, en su momento, causaron importantes daños. Considerado por algunos autores como el “primer desastre moderno”, (DYNES, 2005) el temblor de 1755 tuvo un impacto global y duradero consiguiendo, con ello, sustituir el recuerdo de otros seísmos que hasta entonces habían tenido preeminencia en el recuerdo colectivo. En la región sur de la península, de importante actividad sismológica debido a su situación en el punto de encuentro de las placas africana y euroasiática, los principales terremotos previos a 1755 recogidos por el Instituto Geográfico Nacional son los de 1494, 1581 y 1680, siendo este último el de mayor intensidad de los sucedidos. (GODED, BUFORN y MUÑOZ, 2008)
Este artículo se propone explorar la memoria comunicativa que en torno al temblor de 1680 se generó desde el púlpito, los usos posteriores en el intento de crear una memoria cultural y su reinvención hasta el famoso seísmo de 1755. El propósito de este trabajo es analizar los caminos e instrumentos por los que una institución concreta, la iglesia hispalense, impulsó la configuración de una memoria compartida o cultural, definida esta última como una memoria institucionalizada a través de elementos fijos en el pasado, como mitos, ritos, fiestas e hitos simbólicos como instrumentos del recuerdo. (ASSMANN, 2011: 6-7; GRIBAUDI, 2020: 17-18) Esta incluía el terremoto, así como otros desastres de origen natural que, en ocasiones, como se analizará en las siguientes páginas, llegaron a eclipsar el recuerdo del seísmo. Determinar el éxito de dicha estrategia, que supondría analizar el público y su composición, no obstante, es siempre una cuestión complicada y escurridiza para la que no contamos con datos suficientes en el caso que nos ocupa y que queda, por lo tanto, para futuras investigaciones. El objetivo es analizar cómo la jerarquía religiosa realizó una conceptualización del acontecimiento adaptada a sus necesidades, se sirvió de él para reforzar su poder y aumentar su autoridad en el medio plazo y cómo se concretaron una serie de lugares de memoria en una gradación de los instrumentos del recuerdo.
El 9 de octubre de 1680, hacia las siete y cuarto de la mañana, la tierra sacudió el área sur de la península ibérica, causando destrozos en una vasta zona. Aunque no existe un consenso claro sobre la determinación exacta del epicentro, parece que este se situó en los Montes de Málaga, y que causó posteriormente un maremoto que azotó la costa. (MUÑOZ y UDÍAS, 1988) Sus efectos se sintieron en diversas ciudades, como Granada, Córdoba y Sevilla, además de en numerosos pueblos. Contamos incluso con testimonios que aseguran que el temblor se sintió en lugares tan alejados como Madrid y Valladolid. Los daños fueron especialmente destructivos en Málaga y su entorno, donde numerosos edificios fueron destruidos por completo y decenas de personas fallecieron entre las ruinas.[1]
En una de las relaciones enviadas al Consejo de Guerra solicitando las exenciones fiscales y ayudas económicas típicas del auxilium regio posterior a una catástrofe,[2] el proveedor general Sancho de Miranda, el teniente de la Alhambra de Granada Andrés Campero y otros oficiales reales de Málaga relataban los momentos de pánico de la siguiente manera:
“se vio en Málaga un terremoto de tierra tan grande que duró cossa de tres credos, con el mayor horror que los vivientes afirman haver experimentado y aquella çiudad tanta fatalidad quanto no cabe en la ponderaçión, y que cada hora más se reconoze de lo que titubearon la tierra y edifiçios […]. Y don Sancho dize que lo que verdaderamente puede representar a V. Mag[esta]d según exsámenes y lo que personalmente ha visto es que la octava parte de las cassas de aquel Puerto quedan en el suelo; las dos partes incapazes de habitarse y en lo restante de su poblaçión raro el edifiçio pequeño o grande que no haya recivido detrimento de conssideraçión”.[3]
Sancho de Miranda continuaba narrando el horror, el temor y el pánico que habían llevado a una gran parte de la población a desplazarse hacia los “despoblados”, o zonas sin habitar alejadas de la posible caída de los edificios. Y continúa señalando que “se va reparando en ella lo más esencial de los templos para poder çelebrar los offiçios divinos”,[4] recalcando el carácter central del elemento religioso como vehiculador del retorno a la normalidad en los momentos inmediatamente posteriores a la tragedia.
El terremoto de 1680 tuvo también un importantísimo eco mediático en la prensa de la época. Numerosas relaciones de sucesos fueron publicadas en los diversos lugares afectados, así como en otros puntos más lejanos, creando verdaderas series de noticias, señal del gran interés que lo sucedido despertó entre el público.[5] (RUEDA RAMÍREZ y FERNÁNDEZ CHAVES, 2008; SCHIANO, 2021)
A raíz del terremoto de 1680, la jerarquía eclesiástica impulsó un patrón comunicativo vertical que ya venía ensayando años antes como consecuencia de las diversas catástrofes, como pestes, sequías e inundaciones, que se habían sucedido en Andalucía. (LÓPEZ-GUADALUPE MUÑOZ y GARCÍA BERNAL, 2010; ÁLVAREZ GARCÍA, 2022) Tras las epidemias de mitad de siglo, la llegada de un barco a Málaga con pasajeros afectados por la peste desencadenó un nuevo brote hacia 1679. La enfermedad se extendió rápidamente por la región, como consecuencia del rechazo inicial de las autoridades a cerrar el puerto, lo que dificultó su control. (FERNÁNDEZ BASURTE, 1992: 215) La sucesión de eventos catastróficos aumentó en los años siguientes, aunque sin provocar revueltas ni estallidos sociales, dando a la ciudad de Sevilla y a otros lugares de Andalucía lo que Antonio Domínguez Ortiz (2006) llamó un “halo sosegado y crepuscular” (p. 34). Una sequía durante 1683 y unas inundaciones en 1684 golpearon la zona y terminaron por crear una narración conectada de todos estos acontecimientos (SCHIANO, 2022: 5-6) y un amplio despliegue de productos culturales al respecto, pues, como han señalado ya numerosos estudios, las catástrofes acentuaban la tendencia a estimular la comunicación. (CECERE, 2022; ALBEROLA ROMÁ y CECERE, 2022) El obispo de Málaga, fray Alonso de Santo Tomás (1631-1692), en una carta pastoral publicada poco después del terremoto, identificaba esta sucesión de acontecimientos como “señales de la universal ruyna” (SANTO TOMÁS, 1680: 3), presagios de un castigo divino similar al juicio final.
Trauma, remembranza y olvido: la selección de los recuerdos y la creación de una memoria confesional en torno a los eventos catastróficos
Un aspecto interesante de este caso de estudio es la configuración de una memoria comunicativa en torno a determinadas figuras de autoridad que tuvieron una intervención activa en la gestión posterior de la catástrofe. Tras el terremoto se sucedieron rogativas, procesiones, descubrimientos del Santísimo Sacramento y otras manifestaciones rituales, al tiempo que distintos miembros del clero, como Ambrosio Ignacio Spínola, arzobispo de Sevilla, o Alonso de Santo Tomás, obispo de Málaga, la ciudad más afectada, desarrollaron estrategias comunicativas basadas en la declamación de sermones y la publicación de edictos como modo de dar una respuesta colectiva a la catástrofe.[6] Insertándolo en un marco doctrinal que exhortaba a la penitencia y la reforma de las costumbres, Santo Tomás describía de la siguiente manera el modo en el que la tierra tembló, cuya duración estimaba en no más de un credo:
“El día nueve de Octubre deste año de 680 a las siete poco más de la mañana, se estremeció esta ciudad y su comarca co[n] grande estrago de las vidas y haziendas, sie[n]do el executor de su ruina el alvergue de las casas, que, quando Dios forma el açote, le texe de las precisas commodidades y estas derechas oprimieron mucho de los dueños y lo más que se contenía en ellas, saliéndose los hombres a los campos” (SANTO TOMÁS, 1680: 2).
Esta breve descripción, que encontró ecos en las diferentes recapitulaciones que se hicieron en los años posteriores del terremoto, iba acompañada de la referencia a san Dionisio, onomástico de aquel 9 de octubre y relacionado en la tradición cristiana con la persona que identificó el motor divino en el temblor y eclipse acaecidos tras la muerte de Cristo. De esta manera, continuaba el obispo, el terremoto de 1680 solo podía atribuirse, siguiendo las reflexiones elaboradas por san Dionisio Areopagita, o a un nuevo padecimiento de Cristo o al fin del mundo. Descartada la primera, solo quedaba como posible respuesta la segunda. La vinculación del santo con el terremoto y, por lo tanto, con su futura conmemoración como elemento central de una memoria institucionalizada, quedó así establecida, como se verá en ejemplos posteriores.
Otras figuras de gran relieve en la vida cultural de su época, como el predicador José de Barcia y Zambrana, también aportaron su propia interpretación y remedios contra futuros seísmos.[7] Así lo hizo en su Sermón en la acción de gracias al Santo Cristo de la Columna, publicado por Juan Cabezas en 1680 y que fue incluido en sucesivas ediciones de su Despertador Christiano (1677-1682), colección de sermones de misión del mismo autor. Además de en su propio testimonio personal, Zambrana basó su escritura en las cartas recibidas desde Málaga, como él mismo atestiguaba: “Ya vimos el Miércoles passado deste mes de Octubre el desviado temblor de tierra, que assombró no solo a esta Ciudad, sino a todo el Reyno […]. Ya vimos el Lunes siguiente las horrorosas cartas de Málaga co[n] las noticias […]” (BARCIA Y ZAMBRANA, 1680: fol. 174v).
Lo que interesa en este artículo, no obstante, no es tanto la descripción del evento en sí mismo ni su interpretación teológica como la inclusión de este dentro de una serie supuestamente histórica de terremotos que formaban ya parte de una memoria compartida. En el cuarto apartado del sermón, Barcia y Zambrana apelaba a la misericordia divina que había salvado de la ruina total la ciudad de Granada de sufrir los daños de otros lugares, para lo que hacía un breve recorrido por los terremotos considerados más graves y catastróficos, cuyo punto de partida inicial es, por supuesto, la erupción vesubiana narrada por Plinio, que define como “el terremoto […] en q[ue] se dividieron dos montañas grandes” (BARCIA Y ZAMBRANA, 1680: fol. 180r). El recorrido histórico continuaba con el de Inglaterra en 1575, narrado por el padre Ribera y del que se decía que “hundió un grande monte, subiendo el valle a lo alto” (BARCIA Y ZAMBRANA, 1680: fol. 180r). A partir de aquí, en la narración se entremezclaban referencias clásicas, padres de la Iglesia y otros autores eclesiásticos hasta constituir un elenco de autoridades que se convertían en el punto de partida para el análisis de los temblores de la Antigüedad, marco de referencia para el reciente seísmo. Lo que Zambrana ofrecía, por lo tanto, era la memoria cultural que la Iglesia católica tenía de los temblores de tierra, mítica e institucionalizada, a la que se sumaba ahora el de 1680.[8]
El tercer personaje que ofrece la posibilidad de analizar el desarrollo de un recuerdo colectivo y confesional del terremoto es el arzobispo el arzobispo Ambrosio Ignacio Spínola, detentor de la cátedra hispalense durante el seísmo. En la construcción progresiva de esa comunidad del recuerdo, su figura se convirtió en un punto de referencia. Françoise Lavocat (2014: 132) ha señalado cómo la construcción de la memoria en torno a los desastres tenía, desde el siglo XVII, siempre un componente político, una dimensión que estudios como los de Yasmina Ben Yessef Garfia (2022) y Domenico Cecere y Alessandro Tuccillo (2023) han puesto también de relieve. Por su parte, Gabriella Gribaudi (2020: 22) ha remarcado la importancia de la capacidad de acceso a los medios de comunicación en la construcción de las diferentes memorias. En este caso, nos encontramos con una figura que durante su vida tuvo a su disposición los recursos comunicativos de la Iglesia, haciendo uso tanto de la palabra escrita como de la palabra oral, así como de su propia figura y el ceremonial que le acompañaba como reclamo. (ÁLVAREZ GARCÍA, 2022) A su muerte, estos mismos medios se pusieron a su disposición para crear un recuerdo compartido y dirigido por la jerarquía eclesiástica que incluyese la figura del arzobispo como pilar fundamental de las medidas de gestión y protección de la ciudad ante los desastres, reforzando así el papel de futuros prelados.
Ambrosio Ignacio Spínola y Guzmán (1632-1684), perteneciente a la influyente familia de los Spínola, nieto del militar Ambrosio Spínola e hijo del marqués de Leganés, fue arzobispo de Sevilla desde 1669.[9] Además de hacer frente a la epidemia de peste de 1679 y a las inundaciones de 1684, Spínola vivió el terremoto de 1680, si bien desde la lejanía, pues Sevilla no sufrió daño alguno. En agradecimiento de esa salvación, mandó realizar procesiones y rogativas de acción de gracias. (SPÍNOLA, 1680) Cuando el arzobispo falleció el 24 de mayo de 1684 se sucedieron los sermones y las exequias en su honor, de los que se conservan varios testimonios. En ellos se reforzaba la idea de su figura como protector de la ciudad frente a todos los desastres sucedidos durante los años en los que gobernó la diócesis, incluido el temblor de tierra. Como veremos en los ejemplos siguientes, si bien las catástrofes de origen natural fueron un elemento vertebrador fundamental en las oraciones fúnebres en honor del prelado, la presencia concreta del terremoto fue muy desigual. Aparece en los primeros sermones publicados tras su muerte, pero, al cabo de unos años, se cierne un olvido selectivo que dejó parcialmente desterrado el recuerdo del seísmo, mientras conservaba el de los otros desastres.
Más allá del carácter ceremonial apropiado y consecuente con la liturgia y piedad religiosa barroca, las honras fúnebres realizadas a la muerte de un arzobispo permitían recordar y reafirmar la autoridad jurisdiccional de la iglesia hispalense sobre el territorio. (GARCÍA BERNAL, 2014) Así, la muerte de Spínola suponía también la oportunidad para la jerarquía eclesiástica de reforzar su posición ante la opinión pública, recordando, a través de la memoria de un personaje individual, las diversas acciones en las que tomaban parte, las limosnas y las asistencias a desfavorecidos y, como en este caso, su papel frente a los desastres públicos. De un carácter evidentemente panegírico, el arzobispo aparece retratado como el intermediario ante Dios que protegió y salvó a la ciudad de las embestidas de la peste, de la lluvia y del temblor. Así, el fraile franciscano Juan de San Bernardo (1684) presentaba un arzobispo que se encargaba de los cuidados naturales y sobrenaturales de la población:
“En los días del mayor aprieto, quando estuvo [la peste] ya casi a las puertas mismas, corrió voz que avía dicho su Ilustríssima, consolando a algunos afligidos: No teman, que no ha de entrar la peste. Y esta palabra que de su boca salió como co[n]suelo, la recibió el pueblo como oráculo y como profecía y se dio por seguro” (p. 8).
Las exequias por su muerte dieron lugar a la creación de una figura que seguía los arquetipos del ideal del obispo tridentino como pastor, esposo y príncipe de su diócesis. (SUÁREZ GOLÁN, 2010: 299) Este es el caso del sermón de Juan de San Bernardo, quien toma este esquema, pero lo matiza en una triple dimensión más adecuada a las circunstancias que le interesa recordar: pastor que guardaba su comunidad; muro de defensa, especialmente frente a la peste y las inundaciones, y sol que, finalmente y superadas todas las calamidades, iluminaba la ciudad. Si la primera dimensión es propia de la narrativa de la oratoria sacra y la segunda esperable en un relato de catástrofes, la tercera imagen se vincula más bien con una iconografía áurea que remite a la majestad del rey. Así, se lamentaba de su muerte como si esta fuera la desaparición de las murallas de la ciudad, en una nueva simbiosis de los habitantes y la materialidad urbana del espacio habitado:
“Aviéndonos Dios quitado a nuestro santo Arçobispo, [¿]quién será nuestro muro? [¿]Quién será nuestra defensa? [¿]En quién pondremos nuestras esperanças y más teniendo como enemigo a Dios? […] Teníamos guardada la Ciudad con tal muralla” (SAN BERNARDO, 1684: 8).
En su recopilación de catástrofes, San Bernardo, sin embargo, no dedicaba un espacio significativo al terremoto de 1680. Se remitía, en realidad, a unas palabras de Tertuliano en su Apologeticus sobre los martirios cristianos en tiempos de catástrofes de origen natural (“si la tierra tiembla, echen el Christiano en el Amphiteatro”, SAN BERNARDO, 1684: 24), una alusión que puede ser entendida en referencia a los cuidados y prevenciones de Spínola con motivo de las calamidades que habían asolado la ciudad durante su arzobispado. Este se convertía así en una nueva reinterpretación de los mártires de los primeros tiempos del cristianismo.
Francisco de Godoy, malagueño afincado en Sevilla, mandaba imprimir a su vez un texto en el que, con tonos laudatorios y confesionales, situaba la muerte de Spínola como la última de una sucesión de desgracias sucedidas en los últimos ocho años. (GODOY, 1684) De esta manera, creaba un relato conjunto que otorgaba un marco temporal concreto y un relato coherente en su explicación de los tiempos recientes, centrado, sobre todo, en las epidemias de peste, las sequías y las inundaciones, pero en el que también aparece el temblor de tierra. En su narración convertía al arzobispo recientemente fallecido en el próximo intermediador entre Dios y la ciudad, de tal manera que su protección se extendiese también en el futuro.
En la construcción de esta memoria confesional, dirigida por la Iglesia, el registro emocional utilizado tiende al patetismo y al dramatismo, empañado de un dolor lúgubre y tonos lacrimosos. (WALSHAM, 2016: 22)[10] Godoy, por ejemplo, recordaba el episodio del terremoto de la siguiente manera:
“aviendo visto vestido de luto el Sol, oscurecido el ayre, llena de lobreguez esta azul campaña, abrirse los montes, y titubear toda la pesada máquina del Orbe, conoció, o que el Dios de la naturaleza padecía, o que se disolvía toda la fábrica del mundo” (GODOY, 1684: s. fol.).
En este fragmento, Francisco de Godoy narraba su testimonio individual de la catástrofe, pero convirtiéndolo en un relato genérico que representaba el temor y el pánico ante un “mundo que se disolvía”. Esta formación de una memoria común a partir de la superposición de testimonios individuales, cuyo objetivo es, como señala Pollmann (2017: 13, 31), mostrar cómo la intervención divina afectaba a los hombres, se observa también en los Anales eclesiásticos y seculares de la ciudad. En ellos, recopilados por Espinosa y Cárcel a finales del siglo XVIII, se describe el terremoto de 1680 de la siguiente manera: “a las siete de la mañana, en cuya hora sucedió un gran terremoto, creyendo cada uno de sus habitadores que iba a quedar sumergido debaxo de las ruinas de sus propias habitaciones” (ORTIZ DE ZÚÑIGA y ESPINOSA Y CÁRCEL, 1796: 350). Gracias al recurso de la individualización de un sentimiento común en cada uno de los habitantes, el autor construye, además de un relato compartido, un sentido de comunidad, un trauma compartido.
Godoy acompañó su relato en prosa de seis sonetos en recuerdo del arzobispo, algunos de los cuales entrelazaban la memoria de Spínola, la de las calamidades sufridas, las causas explicativas basadas en la punición divina y la consiguiente penitencia y, en ocasiones, las referencias a otras catástrofes más lejanas. Así, en el primero de los sonetos el autor hacía referencia a las lluvias y al incendio que se produjo en la catedral la víspera de las honras fúnebres, incendio que compara con el Vesubio:
“Si es la causa ([¡]ó, Señor!) destos enojos,
La obstinación en que impío me mantuve,
Quando llorando la una, y otra nube
Secas aristas obstente mis ojos
Si pertinaz corrí tras mis antojos,
Quando engañado en ellos me entretuve,
Y a la piedad con mi impiedad contuve
Cerrada con mis yerros por cerrojos.
Si es por esto un Besubio el Sacro velo
(sobre la falca de un tan gran Prelado)
Y oy me negáis el único consuelo;
No os recatéis,mostraos Sacramentado,
Miradme, y apiadaos, logre mi zelo,
Que, a no estarlo, me hagáis predestinado” (GODOY, 1684: s. fol.).
En el siglo XVII los desastres trascendían las fronteras del tiempo y aparecían siempre vinculados a otros acontecimientos pasados o contemporáneos. (SCHIANO, 2022: 5) Además, el sermón servía también para recoger determinadas prácticas rituales realizadas después de una catástrofe. En este sentido, es especialmente interesante el hecho de que, a pesar de la espectacularidad del terremoto, los impresos aquí analizados suelen focalizarse más en las acciones relativas al control de la contemporánea plaga y al fin de la riada que en el propio seísmo. Esta decisión probablemente esté relacionada con la importante recurrencia de dichos acontecimientos y la necesidad social de contar con unos patrones de comportamiento asentados en el imaginario colectivo como medida de prevención de futuros desastres. (GÓMEZ-BAGGETHUN, REYES-GARCÍA, OLSSON y MONTES, 2012) Así, San Bernardo recogía en su sermón la realización, paso a paso, de las rogativas pro serenitate durante las inundaciones de 1684 y la celebración de una procesión que finalizaba con la subida del arzobispo a lo alto de la Giralda portando las reliquias del Lignum Crucis, siguiendo el esquema típico de las rogativas realizado durante todo el siglo XVII y que encontramos también en las relaciones de sucesos. (ÁLVAREZ GARCÍA, 2023) La peste, seguida de las inundaciones, más que el terremoto, es en realidad la que se erige como elemento vertebrador del culto a la memoria del arzobispo. Se trata, por lo tanto, de una memoria de carácter eminentemente práctico, ligada a la recurrencia de determinados desastres de origen natural. Todo ello, junto con el hecho de que Sevilla no sufriera daños durante el temblor, provocó que el temblor desapareciera paulatinamente de los sermones fúnebres del prelado, conservándose tan solo en otra tipología de oratoria sacra de carácter conmemorativo, como se analizará en el próximo apartado. Este olvido no está, por lo tanto, ligado a la superación social de un trauma, sino, más bien, a su subordinación a otros elementos narrativos de mayor interés para los estamentos eclesiásticos.
De hecho, la misma muerte de Spínola aparece íntimamente ligada a las riadas del invierno de 1684. A pesar de suceder en mayo, su fallecimiento se retrotraía a los fríos y enfermedades que el prelado contrajo como consecuencia de su subida a la Giralda durante las rogativas pro serenitate de la ciudad. (DOMÍNGUEZ ORTIZ, 2006: 34) La vinculación de la muerte del clérigo de mayor rango con las calamidades no era nueva y constituía, por lo tanto, un reclamo fácilmente identificable. Así, en un escrito del jesuita Gabriel de Aranda impreso en 1683 en memoria de Agustín Spínola (1597-1649), arzobispo de Sevilla durante la epidemia de 1649 y tío del anterior,[11] se identifica su muerte como una sucesión más dentro de las catástrofes sufridas por la población y, en concreto, como un aviso de la enfermedad que se cerniría sobre la ciudad en la primavera. (ARANDA, 1683: 314; GARCÍA BERNAL, 2014) Tanto Agustín como Ambrosio Ignacio Spínola tuvieron una relación muy cercana con la orden jesuita, a la que apoyaron, y, de hecho, fueron enterrados en la Casa de la Compañía.[12] Tío y sobrino formaban así una saga familiar en la que los fallecimientos estaban vinculados a las catástrofes, a momentos traumáticos y de crisis social. En consecuencia, se les dotaba de un sentido trascendental, casi de un halo de santidad,[13] y la institución eclesiástica quedaba así indisolublemente ligada a la gestión del trauma colectivo.
Juan de Loaysa (1684: 94-95), canónigo de la catedral de Sevilla, explicaba, por su parte, las acciones del arzobispo durante la sequía de los años 1680-1683 y las inundaciones de 1684, cuyo fin atribuía a las prevenciones del prelado, pero no dedicaba ninguna mención expresa al temblor de tierra. Aunque sorprendente, porque el carácter excepcional del terremoto lo hiciera parecer un elemento indispensable en una narración que recopila sucesos catastróficos, no lo es tanto cuando se compara con otros escritos del propio Loaysa. Se conserva un manuscrito suyo en la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla en el que narraba, con gran detalle, la riada de 1684 y se remontaba al gran aluvión de 1626 que anegó gran parte de la ciudad:
“pues subió este día una 3 más en alto que el año de 1626, que llaman el de la Avenida grande, lo qual se conoce por la señal de la Herradura, clavada en el arco de Tagarete hacia la fuente del Piodo”.[14]
Todo ello muestra, en realidad, el proceso de selección de los recuerdos desde una perspectiva eminentemente práctica y orientada al futuro, vinculada a los efectos considerados recurrentes y donde la autoridad de la Iglesia corre el riesgo de verse en entredicho en un mayor número de ocasiones.
La memoria que se construyó en torno a Ambrosio Ignacio Spínola como salvador de la catástrofe pervivió al menos durante una década más en la imaginación colectiva. Con ella se mantenía también vivo el recuerdo de los acontecimientos traumáticos. En 1693, Pedro Francisco Levanto y Francisco Lelio Levanto, a la sazón sobrinos de Pedro Francisco Levanto, mentor de Ambrosio Ignacio Spínola, escribían en la dedicatoria a este último conservada en un sermón de Nicolás de Burgos las siguientes palabras al respecto de su vida:
“Vuestra fue aquella constancia de ánimo con que rebatisteis siempre las calamidades de Avenidas, Pestes y Enferdedades [sic], que en tantos lugares de vuestro Arçobispado padecieron las Obejas de vuestro Rebaño, poniendo con gran providencia el remedio que ponían tantos males” (BURGOS, 1693).
De su recopilación de desastres había desaparecido ya la mención al temblor de tierra. No obstante, gracias a este proceso de promoción del culto en honor del arzobispo, la memoria construida en torno a un individuo específico se convertía en parte de un relato más amplio, que concernía a la propia historia y elementos referenciales de la ciudad y que se convertía en parte de los anales urbanos.
De Málaga a Lisboa: el recuerdo del temblor de 1680 hasta el terremoto de 1755
Si bien en los años noventa del siglo XVII parece haberse cernido un cierto olvido sobre el terremoto en lo que respecta a la memoria del arzobispo, este pervivió en otra tipología de oratoria sagrada. Además de en las sucesivas reimpresiones del Despertador Christiano de Zambrana, que gozó de un notable éxito a lo largo del siglo XVIII y fue incluso traducido a otras lenguas,[15] permaneció también en los sermones de carácter conmemorativo que cada 9 de octubre recordaban lo acaecido. Así, en 1728, el dominico Antonio Saura, prior del convento de San Bartolomé de Utrera, todavía pronunciaba una oración a san Dionisio Areopagita en Sevilla en el aniversario del temblor. Habían pasado 48 años, pero el recuerdo todavía seguía vivo y utilizándose por parte del clero con el fin de insistir en la reforma de las costumbres a través de la rememoración periódica de los castigos divinos a los que corrían el riesgo de enfrentarse los hombres.
A lo largo del sermón, Saura aludía a la corrupción de los cargos y la falta de moralidad de quienes gobernaban la ciudad como posibles causas de una ira divina que desembocase en un futuro terremoto (SAURA, 1729: 17-18). Aunque su objetivo principal era, sin duda, la promoción de una moral cristiana, es interesante constatar cómo el recuerdo del terremoto de 1680 se mantenía dentro de las coordenadas del dramatismo patético de la oratoria sagrada sobre desastres, sin entrar a considerar el hecho de que finalmente no se habían ocasionado grandes daños:
“[¿]Detendrá a Dios el brazo en otro Terremoto? [¡]Quién no vio a Sevilla tal día como oy! [¡]Qué de pavor! [¡]Qué de susto! [¡]Que de espanto! [¿]Quién no juzgó que se acababa el Mundo? Llenose la Ciudad de pavor: ya esperaban sus Vivientes la venida del Supremo Juez. [¿]Quántos se juzgaron ye en vísperas de la eterna condenación, acusándoles la conciencia su impenitencia final?” (SAURA, 1729: 17).
Esta llegada del Juicio Final solo habría sido detenida por san Dionisio, quien se habría interpuesto ante las voces que en el aire se oyeron “de las aéreas infernales furias altercando sobre destruir a Sevilla” (SAURA, 1729: 18). De esta manera, la memoria del terremoto se situaba alejada de las personalizaciones heroicas de la primera época, pero firmemente vinculada a una doctrina moral encaminada a la reforma de las costumbres y la crítica de la sociedad sevillana, además de a la promoción de un culto concreto. No se trataba tanto de recordar con precisión lo sucedido durante el terremoto, sino de recordar los sentimientos de pánico y temor que este provocó.
Esta pervivencia de los ritos y de la conmemoración anual formaba parte de una memoria institucionalizada que se mantuvo todavía hasta el terremoto de Lisboa de 1755, cuando la intensidad de este último parece haber copado la memoria cultural de los seísmos, sepultando, al menos parcialmente, el recuerdo de acontecimientos anteriores. El 24 de marzo de 1756, un día de Cuaresma y apenas unos meses después del conocidísimo terremoto de Lisboa del 1 de noviembre de 1755 que arrasó gran parte de la península ibérica, el jesuita José del Hierro tomaba la palabra en el púlpito de la iglesia de la Compañía en la ciudad de Sevilla para predicar sobre la conveniencia de tener a san Francisco de Borja como protector frente a los terremotos.[16] Retornar durante la Cuaresma al tema catastrófico era un motivo habitual de la oratoria sagrada. El sermón fue publicado poco después con una licencia de impresión otorgada por Domingo Pérez de Rivera, obispo auxiliar del cabildo hispalense con título de obispo de Gádara. (FORT y FUENTE, 1879: 143) En su larga declamación en la que justificaba la necesidad de darlo a la imprenta para conocimiento de la población, Pérez de Rivera hacía referencia con las siguientes palabras a los hechos ocurridos setenta y seis años antes, en 1680, en la misma zona, cuando otro temblor de tierra había sacudido las vidas de los habitantes de la ciudad y había estado a punto de llevarse por delante parte de las estructuras urbanas de la propia capital hispalense:
“Muy Noble, y muy Leal Ciudad, [¿]por qué no has observado en la ocasión presente las Tradiciones de tus Venerables Mayores? [¿]Por qué no has seguido, sin apartarte, ni salir de ellos, los antiguos Exemplares, que, o escritos conservas en los Archivos, o impressos eternizas en tus famosos Annales? Si en calamidades públicas, ha sido siempre de tu Piedad el recurso a las Juradas Patronas, o a alguno de tus antiguos Venerados Titulares, y quando más, a el Santo de aquel día, en que te afligió el Calamitoso infortunio: caso individual a el nuestro, el día nueve de Octubre del año passado, y, bien presente en la Memoria, que annualmente renuevas, de mil seiscientos y ochenta […]” (HIERRO, 1756 ca.: s. fol.).[17]
En este fragmento, Pérez de Rivera, dirigiéndose a un público colectivo enmarcado en el concepto genérico de “ciudad”, en el que la urbs como espacio geográfico y la civitas como comunidad social se confunden, (NEVOLA, 2015) hacía alusión a los modos de protección frente a la catástrofe, pero, sobre todo, a un proceso de olvido colectivo y recuerdo institucional, de memoria conservada y memoria celebrada. Olvido de los acontecimientos y remedios tradicionales, recuerdo gracias a las relaciones recopiladas por el cabildo, memoria conservada en archivos y tradiciones, memoria celebrada anualmente y recuperada a través de las instituciones municipales, presentadas estas como guardianas del saber consuetudinario de los eventos pasados y de los modelos a los que recurrir para superar el trauma presente y afrontar el futuro de un acontecimiento todavía más devastador. Domingo Pérez de Rivera nos hace partícipes así de la dicotomía de una ciudad dividida entre el olvido colectivo por un lado y, por otro, de las instituciones, fundamentalmente urbanas, y la imprenta como reducto de la evocación colectiva, hecho que, a su vez, justificaba también la importancia de publicar el sermón. Esta consideración del papel de las corporaciones municipales en la selección y preservación del saber entronca con las prácticas de recolección del conocimiento empírico que ha identificado Arndt Brendecke (2016) como parte constitutiva de la gobernanza del imperio hispánico, a través de un proceso comunicativo estructurado verticalmente.[18]
La acusación de olvido no responde a la falta de recuerdo sobre el seísmo en sí, puesto que tan solo 75 años separaban uno de otro y es, por lo tanto, altamente probable que vivieran aún testigos directos de aquel episodio y que existiera un relato oral reciente procedente de la generación anterior. La denuncia responde, en realidad, a lo que el clérigo considera el olvido de las prácticas sociorreligiosas en torno al temblor, incluida la celebración conmemorativa anual de una misa en el día de san Dionisio. (ORTIZ DE ZÚÑIGA y ESPINOSA Y CÁRCEL, 1796: 351) Hacía así una llamada a recuperar y recordar los ritos comunitarios y crear una “comunidad del recuerdo”. (GRIBAUDI, 2020: 20) Se trata, por lo tanto, de una visión particular sobre el proceso de transformación de un momento vivido en una memoria institucional, impulsada desde las autoridades -en este caso, eclesiásticas- y transmitida a la sociedad a través de los medios de comunicación disponibles con el objetivo de que esta se convirtiera en una memoria cultural.
Significativa también es la diferencia de categorías de la memoria que establece el clérigo en este breve fragmento. En primer lugar, sitúa las tradiciones seculares como las mayores representantes de la custodia del recuerdo comunitario, prácticas vinculantes en el tiempo y transmitidas de generación en generación. La renovación de la tradición sería, así, un elemento de evocación superior al propio proceso de escritura. Pero, tras estas, incluye la memoria institucional, conservada en los archivos y crónicas de la ciudad, lo que Aleida Assmann (2009) llamó “depósitos de la memoria”. Estos constituyen, en su jerarquía, dos elementos complementarios pero diversos: el documento escrito (se entiende manuscrito) de los archivos frente al impreso de los anales de la urbe. A ellos, a estos instrumentos esenciales y fundacionales de la memoria, se debe retornar “sin apartarse ni salir de ellos” para no solo conocer el pasado sino también lograr el buen suceso de los acontecimientos futuros, en este caso, la protección frente a terremotos ulteriores. Esta se consigue, según el clérigo, por el recurso a las patronas de la villa (las santas Justa y Rufina, cuya iconografía está precisamente vinculada a la protección frente a los temblores)[19] o a sus titulares (entre otros, san Fernando y san Isidoro), quienes ya durante otras calamidades habían demostrado su intercesión. Su olvido, argüía, es lo que habría provocado la ruina y el sufrimiento de la ciudad durante el último seísmo.
En su larga prédica impresa, que, por supuesto, pudo diferir de la realizada oralmente, encontramos un nuevo elemento de carácter memorialístico: Hierro hacía especial énfasis en recordar las diversas calamidades que habían azotado la ciudad, desde 1504 hasta 1754. (HIERRO, 1756 ca.: 19) No se trataba ya de la memoria cultural de la Iglesia que se retrotraía a los terremotos de la Antigüedad, como en el caso de Zambrana, sino de una nueva consideración del pasado próximo. Los nuevos sucesos del presente habían reavivado la necesidad de movilizar el conocimiento colectivo y buscar una memoria del pasado compartida. (KUIJPERS y POLLMANN, 2013: 7; GRIBAUDI, 2020: 19) El jesuita invitaba al auditorio a recorrer “nuestros Annales” para encontrar las diferentes tipologías de calamidades que habían azotado a Sevilla como consecuencia de la justicia divina. Hierro (1756 ca.: 18) identificaba tres catástrofes principales, de las cuales se derivaban las demás, a saber: la peste, de la cual, por “sus malignos influxos” se derivaban los terremotos; el hambre, provocada por el exceso o falta de agua, y la guerra, última catástrofe pública.
A partir de esta clasificación, se sumergía en una recopilación de los más importantes desastres que habían azotado la ciudad, en un excurso que entronca con la práctica memorialística del género de las crónicas.[20] A la enumeración de las calamidades añadía los remedios espirituales realizados, verdadero objetivo de la narración. Así, partiendo del terremoto de 1504, explicaba las cuatro procesiones que se hicieron, con sus diversas advocaciones. En 1580 fue la sequía la causante de los males, mientras que en 1582 fue la epidemia de peste. En 1588 la rogativa tuvo como fin solicitar el éxito de la Armada Invencible, mientras que en 1649 se repitieron las plagas pestíferas. El siguiente fue el terremoto de 1680, seguido de las rogativas pro pluvia de 1705, las procesiones por la guerra en 1706, la epidemia de 1709, la sequía de 1737, la plaga de langosta de 1754 y el temblor de tierra de 1755. (HIERRO, 1756 ca.: 19-22) Se observa, por lo tanto, un acortamiento en los tiempos según el narrador se acerca al tiempo presente, otorgando una lógica mayor relevancia a lo sucedido poco tiempo antes y delimitando así el sentido de la contemporaneidad, mientras que los acontecimientos más lejanos tendían a caer en el olvido. La concatenación de episodios permitía dar sentido a lo sucedido recientemente, puesto que se insertaba en un contexto y una línea temporal ya conocidos. (LAVOCAT, 2014) De la misma manera, su insistencia en recordar las rogativas públicas y procesiones, su número y los lugares de partida y destino, así como otro tipo de rituales colectivos tenía como objetivo asentar en el imaginario social una forma de reapropiación simbólica de la ciudad y de resacralización del territorio urbano destinada a servir como guía en futuras ocasiones. (WALTER, 2008: 41)
El sermón servía así como vehículo estructurador de una memoria cultural, con su potente escenografía y retórica desplegada desde la altura de los púlpitos eclesiásticos. Para hacerlo, recurría a las actas capitulares, fuente primaria de sus estudios, en las que se recogía que se celebró en la catedral una misa de acción de gracias por la preservación de la ciudad de “aquel memorable Terremoto del día de San Dionysio” (HIERRO, 1756 ca.: 21). El temblor de 1680 era recuperado así para ser reinterpretado dentro de un contexto más amplio, de calamidades sufridas en los siglos pasados por la ciudad de Sevilla y de avisos para el futuro. El seísmo de 1755, por lo tanto, resignificó a nivel colectivo elementos de la memoria que habían quedado sepultados por otros de mayor recurrencia, como pestes y riadas.
El jesuita Jesús del Hierro no fue el único que recurrió a la memoria de los acontecimientos pasados. De Francisco José de Olazábal y Olaizola se conservan dos sermones publicados al albor del terremoto lisboeta: Motivos de el terremoto experimentado el sábado día primero de noviembre del año de 1755 y Motivos que fomentaron la ira de Dios, explicada en el espantoso terremoto de el sábado día primero de noviembre año de 1755. Ambos vieron la luz en 1756; el primero de ellos, además, en la misma imprenta que el de Hierro: la del tipógrafo de Gerónimo de Castilla.[21] El primero se pronunció en la iglesia hispalense de San Julián en honor de Santa María de la Hiniesta, antigua protectora de la ciudad, mientras que el segundo fue declamado en la catedral sevillana con motivo de la colocación en febrero de 1756 del Santísimo Sacramento y la Virgen de la Sede, que habían sido trasladados temporalmente a otras ubicaciones con motivo de los desperfectos ocasionados por el temblor. A ambos textos los acompañan los respectivos grabados con la imagen de las vírgenes a las que están dedicados y ambos actuaron como depósitos de una memoria confesional, pues se recogía con todo lujo de detalles las rogativas públicas, ofrendas, procesiones y conmemoraciones que se habían realizado en la ciudad en las horas, días y semanas siguientes al temblor, con el fin de que pudieran servir de quía en futuras ocasiones.
Al hablar de los estragos del terremoto de 1755, Olazábal (1756b) volvía la mirada a 1680 y comparaba los daños sufridos por la ciudad en ambas ocasiones (s. fol.): ninguno en 1680, que había servido como amenaza divina; numerosos en 1755, hecho que se explicaba por la furia de Dios. También él regresaba, como lo hacía Hierro, a los anales de la ciudad para buscar otras calamidades pasadas con consecuencias funestas similares, concluyendo, al fin, que no había parangón con lo vivido recientemente. También para él, por lo tanto, las crónicas resultaban, junto con “la memoria de los nacidos” (OLAZÁBAL, 1756b: s. fol.), los elementos depositarios de memoria fundamentales para construir una historia colectiva. Esta se conformaba, además, por el recuerdo de los edictos pastorales que durante esos días habían organizado la vida sociorreligiosa de la población y cuya inserción en el género sermonario aseguraba su pervivencia para futuras ocasiones. Así sucedía con la orden por la que quedaban prohibidas públicas penitencias y sermones a deshoras para evitar la perturbación de la tranquilidad comunitaria y la extensión de sentimientos de pánico, o con el voto público de las ceremonias de conmemoración anuales:
“Compitiendo la Ciudad en demonstraciones de compunción y reconocimiento, votó asistir annualmente a las Vísperas, Processión y Missa el día de Todos Santos, lo que fue para el Cabildo de summa edificación, y acordó por sí que en este Día huviesse Sermón todos los años, exponiendo en él lo ocurrido el presente, para que no se apartasse de las Memorias recuerdo tal” (OLAZÁBAL, 1756b: s. fol.).
Tras el terremoto de 1755 se trató de buscar en los momentos inmediatamente anteriores, pero también en el pasado signos premonitorios de lo que estaba por llegar y acontecimientos similares. El cuestionario que ocho días después del seísmo ordenó realizar el Consejo de Castilla incluía una pregunta sobre los antecedentes del temblor. Las respuestas que se recibieron, además del estruendoso rugir que se pudo escuchar inmediatamente antes, incluían referencias al duro invierno de 1752 y a la sequía de 1753. (CRESPO SOLANA, 2006: 156) Retrotraían así las causas del seísmo a otras catástrofes sucedidas años antes, redundando en un patrón interpretativo promovido desde instancias como el púlpito o publicaciones populares como las relaciones de sucesos.
Conclusiones: “lo que pudiera olvidarse por aver pasado”
En torno al terremoto de Málaga de 1680 se observan memorias diversas construidas en varios tiempos por parte de la propia jerarquía católica. El primer intento se produjo en los años inmediatamente posteriores y se trata de una memoria individualizada en torno a la persona del arzobispo de la ciudad; esta seguía todavía viva al cabo de una década, si bien fundamentalmente vinculada a otras catástrofes de origen natural y carácter recurrente, pero empezaba a difuminarse en beneficio de un reforzamiento de los aspectos comunitarios y las prácticas rituales. En la primera mitad del siglo XVIII y hasta el terremoto de Lisboa, la memoria del temblor de Málaga se mantuvo en sermones específicos de conmemoración y como referente comparativo, como parte de una memoria institucionalizada de la Iglesia basada en la ritualidad, pero ya sin el carácter individualizado que se observa al inicio.
Los aspectos aquí analizados son los de una memoria comunicativa y cultural de tintes confesionales, dirigida desde las instancias de gobierno locales de la Iglesia católica y enmarcada en la reafirmación de la autoridad religiosa durante el siglo XVII sobre sus límites jurisdiccionales. Los aspectos propagandísticos y panegíricos que se observan al inicio, motivados además por las circunstancias específicas que permitían utilizar las ceremonias de honras fúnebres como un espacio para recuperar el recuerdo de las calamidades sufridas por la población, se fueron diluyendo con el paso del tiempo. No obstante, se mantenía un objetivo claro de reforzar, en el futuro, el control sobre los comportamientos sociales a través de la estrategia de la proyección en la memoria compartida de una imagen de los eclesiásticos como intermediarios necesarios ante las calamidades.
En la selección de los recuerdos, cuyos testimonios individuales se reutilizaban en imágenes y narraciones del sufrimiento colectivo, (CECERE, 2022) se observa una atención mucho mayor a las catástrofes recurrentes, como sequías, inundaciones y epidemias, lo que facilitó que desapareciera parcialmente la evocación del seísmo de 1680. La retórica del olvido y la recuperación de la memoria en torno a un acontecimiento catastrófico sirvió para generar hasta 1755 una historia común, una “comunidad del recuerdo”, en una suerte de palimpsesto colectivo que debía ser reescrito y actualizado después de cada catástrofe. Pero esta misma retórica actuaba, a la vez, como un aviso en la voz de los predicadores: el aviso de los desastres por venir si no se atendía al modelo de comportamiento previsto por la Iglesia católica. La función de la Iglesia en la conformación de estos lugares simbólicos de la memoria era, como señalaba Pedro de Santa Gadea en la licencia de censura de uno de los sermones, fundamental: “mas porque todas estas imágenes (tales somos los hombres) pueden borrarlas el tiempo y el olvido, deberá Sevilla y toda España imprimiendo esta Oración al beneficio de la prensa, el que para siempre se mire y venere como presente lo que pudiera olvidarse por aver pasado” (SAN BERNARDO, 1684: 4).
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* Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto ERC DisComPoSE. Disasters, Communication and Politics in Southwestern Europe (European Union’s Horizon 2020 research and innovation programme–grant agreement No 759829).
[1] En Sevilla, en cambio, no se contaron víctimas humanas, aunque sí cuantiosos daños materiales y el tráfico rodado quedó suspendido durante días (DOMÍNGUEZ ORTIZ, 2006: 42).
[2] Sobre los conceptos de auxilium y consilium después de una catástrofe, véase Bouza (2023).
[3] Consulta de oficio del Consejo de Guerra, Madrid, 25 de octubre de 1680. Archivo General de Simancas (AGS). Guerra y Marina (GM), leg. 2479, s. fol.
[4] Consulta de oficio del Consejo de Guerra, Madrid, 25 de octubre de 1680. AGS. GM, leg. 2479, s. fol.
[5] Véanse las numerosas relaciones publicadas al respecto, como, por ejemplo, Relación verdadera (1680a) o Relación verdadera (1680b). Un corpus detallado de todas las relaciones al respecto, así como su análisis, se puede encontrar en Schiano (2021: 189-191).
[6] Sobre este punto, véase el artículo de la misma autora (ÁLVAREZ GARCÍA, 2022).
[7] José de Barcia y Zambrana (1643-1695) llegó a ser predicador real de Carlos II. Sobre su figura véase Azanza López (2013).
[8] Esta inserción del terremoto en una serie de eventos catastróficos que se retrotraen a la Antigüedad no es una característica exclusiva del género sermonario, sino que se encuentra también en otro tipo de impresos como las relaciones de sucesos. Véase al respecto Schiano (2022).
[9] Ambrosio Ignacio Spínola y Guzmán se crio entre la más alta aristocracia cortesana. Actuó de menino del príncipe Baltasar Carlos por orden del conde-duque de Olivares y fue después rector de la Universidad de Salamanca (1652). Posteriormente fue nombrado arzobispo de Oviedo (1665), de Valencia (1667), de Santiago de Compostela (1668) y de Sevilla (1669), siguiendo unos pasos muy similares a los de su tío Agustín (HERRERO SÁNCHEZ, 2009: 117).
[10] Alberola Romá (2012) ha definido la vinculación entre catástrofe colectiva y conducta moral como “terror moral” (p. 61).
[11] Gabriel de Aranda conoció personalmente al arzobispo desde el inicio de la llegada de este último a Sevilla y el retrato que figura en su biografía de 1683 es de los pocos que se conservan. (QUILES GARCÍA, 2011: 734) Aranda (1683) dedicó su texto, precisamente, a Ambrosio Ignacio Spínola, sobrino y protegido del biografiado. Fue además beneficiario del testamento de, al menos, Ambrosio Ignacio Spínola. (QUILES GARCÍA, 2011: 751)
[12] Posteriormente fueron trasladados al Colegio de las Becas, después palacio de la Inquisición de Sevilla. (BOYD CURTIS, 1883: 299)
[13] A Agustín Spínola se le equiparó después al arzobispo valenciano santo Tomás de Villanueva. (GARCÍA BERNAL, 2014)
[14] Juan de Loaysa (post. 1684). Seca y lluvias de los años 1683 y 1684 en Sevilla. Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla (BCC), 57-4-26, fols. 227r-272r. La cita procede del fol. 233r.
[15] De los sermones de misión de Zambrana existen en italiano numerosas ediciones impresas en Milán (al menos en 1714, 1716, 1722) y Venecia (al menos en 1711, 1714, 1722, 1725, 1736, 1744, 1752). En portugués se publicaron los diversos tomos del Despertador Christiano ya desde la década de los años ochenta del siglo XVII y contamos también con traducciones al latín y al alemán realizadas en la primera mitad del siglo XVIII. Algunos de sus sermones llegaron a ser también traducidos al inglés. Esta importante difusión muestra la notable fama de predicador de la que gozó a lo largo de las décadas siguientes.
[16] El culto a san Francisco de Borja como protector frente a los seísmos tuvo un nuevo impulso después del terremoto de Lisboa de 1755, como demuestra la Real Orden de Fernando VI para que todos los años se celebrara una misa en su honor en la iglesia de la Compañía de Jesús de Madrid en conmemoración del temblor de tierra. Véase Conde de Valdeparaíso al cardenal Mendoza, Real Orden disponiendo varias funciones de iglesia en los días que señala, en reconocimiento de los beneficios esperimentados por Sus Magestades, su servidumbre y su pueblo en el terremoto del día 1º de Noviembre de 1755, San Lorenzo de El Escorial, 13 de octubre de 1756. Archivo General de Palacio (AGP). Reinados, Fernando VI, C. 93, exp. 1. Sobre la devoción a san Francisco de Borja como protector contra los terremotos, véase el estudio de Azzolini (2024).
[17] Se trata de la licencia de impresión, redactada por Pérez de Rivera. Las cursivas figuran en el original.
[18] En el caso de la Iglesia católica, el caso más notable de este tipo de prácticas de recopilación de información y construcción del conocimiento es el de la orden jesuita. Véase Friedrich (2011). Véase también en este mismo número el artículo de Ben Yessef Garfia para la orden agustina en el virreinato del Perú.
[19] Sobre la iconografía de las santas Justa y Rufina, véanse Cherry (2008) y Romero Mensaque (2016).
[20] Sobre la relevancia de las crónicas, dietarios y textos similares para la configuración de la memoria en la Edad Moderna, véase Pollmann (2016).
[21] Olazábal, siguiendo a san Gregorio, consideraba que, de todos los desastres, solo los terremotos tenían una causa sobrenatural, en concreto, la ira de Dios. Para guerras, pestes, hambres y tempestades, en cambio, encontraba causas de origen natural. (OLAZÁBAL, 1756a: 21) De una manera similar a Hierro, Olazábal incluía el temblor de tierra en una concatenación de calamidades, pero, en su caso, sin situarlas cronológicamente de manera precisa, por lo que la función memorialística de su sermón como depositario de conocimiento del pasado quedaba mermada.
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