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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
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MAGALLÁNICA, Revista de Historia Moderna: 11 / 21 (Instrumentos)

Julio - Diciembre de 2024, ISSN 2422-779X

CREATIVE COMMONS

 

 

MEMORIA COMUNICATIVA, MEMORIA CULTURAL: EL DESASTRE NATURAL EN LAS CRÓNICAS RELIGIOSAS AGUSTINAS DEL VIRREINATO DE PERÚ (SIGLOS XVII-XVIII) *

 

 

 

Yasmina Rocío Ben Yessef Garfia

Universidad de Nápoles “Federico II”, Italia

 

 

 

 

Recibido:        02/07/2024

Aceptado:       21/12/2024

 

 

 

 

Resumen

 

Es bien conocida la capacidad de los acontecimientos traumáticos para marcar un antes y un después en la historia de las sociedades. En este sentido, nos proponemos analizar el papel que jugaron fenómenos naturales extremos sucedidos en el virreinato de Perú en Edad Moderna en la construcción de las historias de las órdenes religiosas, en concreto, en las crónicas oficiales agustinas redactadas entre los siglos XVII y XVIII. Siguiendo los presupuestos de Jan Assmann, el objetivo es la identificación de dos distintos tipos de memoria: por un lado, la comunicativa, analizando los procesos de escritura y de transmisión y recopilación de fuentes de autoridad que se hallaron a la base de las narraciones; por otro, la cultural, orientada a la institucionalización del recuerdo y a la transmisión de una versión precisa con fines moralizantes o de empoderamiento social del propio grupo religioso.

 

Palabras clave: memoria; crónicas; agustinos; Virreinato de Perú; desastres naturales; siglos XVI-XVII.

 

 

COMMUNICATIVE MEMORY, CULTURAL MEMORY: THE NATURAL DISASTER IN THE AUGUSTINIAN RELIGIOUS CHRONICLES OF THE VICEROYALTY OF PERU (17TH-18TH CENTURIES)

 

Abstract

 

The capacity of traumatic events to mark a before and after in the history of societies is well known. In this sense, we propose to analyse the role played by extreme natural phenomena that occurred in the viceroyalty of Peru in the Early Modern Age in the construction of the histories of the religious orders, specifically in the official Augustinian chronicles written between the 17th and 18th centuries. Following Jan Assmann's assumptions, the aim is to identify two different types of memory: on the one hand, communicative memory, analysing the processes of writing, transmission and compilation of sources of authority that were at the basis of the narratives; on the other, cultural memory, aimed at the institutionalisation of memory and the communication of a specific version for moralising purposes or for the social empowerment of the religious group itself.

 

Keywords: memory; chronicles; Augustinians; Viceroyalty of Peru; natural disasters; 17th-18th centuries.

 

 

 

Yasmina Rocío Ben Yessef Garfia. Profesora de Historia Moderna en la Universidad de Nápoles “Federico II”. Sus primeras investigaciones se han centrado en las redes mercantiles y en las relaciones entre la república de Génova y la Monarquía Hispánica entre los siglos XVI y XVII. En el ámbito del proyecto ERC DisComPoSE Disasters, Communication and Politics in Southwestern Europe se ha ocupado del papel de los eclesiásticos en la comunicación y circulación de noticias y en la construcción de memoria y de narraciones sobre los desastres naturales en la América española de la Edad Moderna, en concreto en el virreinato de Perú.

Correo electrónico: yasminarocio.benyessefgarfia@unina.it

ID ORCID: 0000-0002-6931-5268

 

 

 

MEMORIA COMUNICATIVA, MEMORIA CULTURAL: EL DESASTRE NATURAL EN LAS CRÓNICAS RELIGIOSAS AGUSTINAS DEL VIRREINATO DE PERÚ (SIGLOS XVII-XVIII)

 

 

 

Escritura, memoria y desastre natural en las crónicas religiosas

 

El presente trabajo forma parte de un estudio más amplio centrado en el papel de los eclesiásticos en la gestión, la narración y la comunicación de las amenazas de origen natural y sus efectos desastrosos en el virreinato del Perú en el siglo XVII y principios del XVIII. En concreto, el objetivo de la investigación es, in primis, analizar las formas en las que los religiosos contribuían a la circulación de noticias y a la transmisión de una versión concreta de estos acontecimientos. En segundo lugar, estudiar las catástrofes naturales[1] como observatorios de los conflictos entre las diferentes autoridades políticas y religiosas de la época. (BEN YESSEF, 2022) Este artículo es un intento de abordar los dos aspectos apenas mencionados a través del análisis de la memoria de los desastres naturales construida por los religiosos, prestando especial atención a la conformada por cronistas oficiales pertenecientes a la orden agustina en el virreinato del Perú. (VILLAREJO, 1965; RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ, 1990; CAMPOS Y FERNÁNDEZ DE SEVILLA, 1990 y 1991)

La relevancia de la escritura y, en concreto, de las crónicas e historias en el conocimiento de las características etnográficas y naturales de los “nuevos mundos” y en su dominio y gobierno explica que estas hayan sido objeto de numerosos trabajos dirigidos a comprender mejor la expansión ultraoceánica de los mundos ibéricos. (GONZÁLEZ SÁNCHEZ, 2007) La escritura de los sujetos que contaban con experiencias transatlánticas o designados ad hoc para la redacción de crónicas por parte de las autoridades políticas o religiosas no solo jugó un papel relevante en la construcción del programa imperialista de la metrópoli, (KAGAN, 2010; RAMADA CURTO, 2020) sino que se erigió en un recurso eficaz para la persecución de objetivos personales, como el propio ascenso social. Respecto a este último aspecto, constituyen un caso singular los “indianos” que desde América se trasladaban a Europa donde terminarían publicando sus relatos, enormemente influidos por la movilidad que los caracterizó y decisivos en la creación de lo que Gibrán Bautista y Lugo (2023) ha denominado “memoria trasatlántica”.[2] Los tintes políticos que podían adoptar las narraciones de los cronistas americanos explican que algunos hayan identificado en la obra de algunos autores amerindios el germen de una conciencia criolla que establecerá las bases para la configuración futura de las diversas identidades nacionales. (MORA, 2009; MILLONES FIGUEROA, 2017; CAÑIZARES-ESGUERRA, 2006: 64-95)

Además, la escritura de los ministros de la Iglesia incorpora una dimensión adicional y diferente respecto a la descrita hasta ahora: tenía claros fines moralizadores y era fundamental en la educación espiritual de los miembros de la corporación y de los feligreses. Prueba de ello son las palabras del primer cronista oficial de los agustinos en Perú, Antonio de la Calancha (1638), que en las primeras páginas de su texto dejó clara sus intenciones: “Yo escribo, para que se aprovechen las animas, i no para entretener ociosos: mi estado no pide escrivir Coronicas que se queden en la esfera de istoria, sino Coronica que suba a provecho de animas” (fol. 4v).

Este objetivo vinculó estrechamente a los eclesiásticos con las estrategias de selección de lo que merecía la pena evocar y de aquello que, por el contrario, era conveniente olvidar. Igualmente, la voluntad de evangelizar y de procurar “provecho de ánimas” motivó la redacción de verdaderos tratados sobre técnicas para propiciar el recuerdo, ya que la comprensión de los secretos de la mnemotecnia podía facilitar la difícil tarea de inculcar los principios básicos del cristianismo a sujetos de distintos orígenes culturales. Los tratados del franciscano de origen mexicano Diego Valadés (1579) y del jesuita de Macerata Matteo Ricci, (PICCININI, 2016) publicado por primera vez en China en 1624, son claros ejemplos en este sentido. Asimismo, rememorar las acciones pasadas respondía a una función espiritual de singular relevancia, puesto que el acto de recordar los propios pecados era un requisito fundamental para la sucesiva purificación del alma a través de la confesión. Como ha demostrado recientemente Fernanda Alfieri (2023: 340), los ejercicios espirituales de los jesuitas estaban orientados específicamente a una reflexión interior que consideraba el recuerdo y el reconocimiento de las propias experiencias de vida un instrumento esencial para hacer aflorar los pecados cometidos en el pasado.  

La conexión entre escritura y memoria no solo era útil para la educación y la realización espiritual de los individuos, sino que también se erigía en un recurso estratégico para el empoderamiento de una colectividad religiosa. Escribir de determinados sucesos y, por el contrario, omitir aquellos que pudieran poner en tela de juicio el prestigio de la orden representaban objetivos fundamentales de los individuos designados para reconstruir la historia oficial de la congregación, es decir, la memoria colectiva que debía transmitirse a sus miembros. Las crónicas religiosas americanas respondían a la necesidad de definir y enfatizar el papel singular que las propias corporaciones habían desempeñado en el proceso de conquista espiritual del mundo. (DE FREITAS CARVALHO, 2001; ATIENZA LÓPEZ, 2012; GÁLVEZ PEÑA, 2017) En este sentido, para los cronistas oficiales era fundamental recordar las hazañas, las dificultades y los milagros experimentados por los frailes de la congregación, conscientes de que dichos episodios (reales o imaginarios), además de poseer un enorme potencial propagandístico, eran capaces de ensalzar la reputación del propio grupo religioso y de avalar sus reivindicaciones frente a otras jurisdicciones políticas o eclesiásticas.

El estudio de este género narrativo permite identificar dos de los cuatro tipos de memoria distinguidos por Jan Assmann. Por un lado, la comunicativa, creada a través de la interacción social entre sujetos coetáneos que vivieron una experiencia, oyeron hablar de ella o la conocieron a través del intercambio de noticias que circularon entre las tres últimas generaciones. La segunda a señalar es la cultural, es decir, la memoria institucionalizada por expertos seleccionados, concebida para ser transmitida y para celebrar una idea concreta, simbólica y duradera del pasado que también pudiera explicar su presente y educar para el futuro. (ASSMANN, 1997: XVII)[3] Si la primera constituye una categoría menos formalizada, espontánea, conformada en un horizonte temporal relativamente breve, la segunda es una memoria codificada en el largo plazo, ceremonial y basada en momentos mitificados que funcionaban como hitos fundadores o decisivos para la comunidad.

En lo que se refiere a la comunicativa, la efectividad de las crónicas en relación a los fines prefijados dependía en gran parte de los testimonios orales, visivos y escritos que conseguían ofrecer a sus lectores y destinados a conferir verosimilitud al relato. (BADEA, BONTE, CAVARZERE y VANDEN BROECKE, 2021; FRISCH, 2004) Se trataba de convencer al lector de que la información narrada constituía un “hecho”, un concepto que si bien se originó en el ámbito jurídico, paulatinamente fue incorporado al género histórico. Este último proponía su comprobación a partir de los mismos instrumentos que se empleaban en campo jurídico, como las deposiciones de testigos, la experiencia directa, la prueba documental y la “evidencia de las cosas” (SHAPIRO, 2003). En efecto, el deseo de dar veracidad a la historia hizo que los autores se mostraran especialmente interesados en exponer las fuentes sobre las que se basaban los acontecimientos relatados, a saber: su propia experiencia (la memoria comunicativa es fundamentalmente biográfica), noticias impresas o manuscritas y, por último, testimonios aportados de diversas formas (directos o referidos) por personas consideradas fiables por los cronistas. En este sentido, se intentará señalar en los documentos estudiados algunas de las huellas de esta interacción textual que permitió a los religiosos componer sus escritos y que definieron los contornos de una clara dimensión comunicativa.

Al mismo tiempo, los eclesiásticos escogidos por sus superiores para la construcción de la historia oficial de su comunidad en el Nuevo Mundo codificaron, seleccionaron y modularon el pasado para adaptarlo al mensaje que la orden quería transmitir a sus contemporáneos y a la posteridad. Se trataba de un mensaje en absoluto aséptico, sino más bien claramente político que respondía a los intereses de la corporación y no pocas veces a las aspiraciones particulares del cronista o de su grupo social; factores que explican la presencia de discontinuidades entre los relatos que se analizarán. Así, la configuración de la memoria fue una oportunidad para posicionarse respecto a las tensiones mantenidas con las autoridades políticas, no siempre respetuosas con la jurisdicción eclesiástica, o con otras entidades eclesiásticas (seculares o regulares), con las que se disputaba la primacía en la empresa de la evangelización o la posesión del mayor número de santos y beatos en el Nuevo Mundo.

El trauma, y en concreto aquel causado por una amenaza natural como un terremoto o una erupción, jugaba un papel crucial en las narraciones de los religiosos en cuanto establecía un antes y un después en el tiempo y en el espacio, capaz de hacerse un hueco en la memoria de la colectividad debido a la fuerza emocional y destructiva que desencadenaba. (PFISTER, 2011; GRIBAUDI y ZACCARIA, 2013; KUIJPERS, 2013; LAVOCAT, 2019; CECERE, 2024) Era precisamente la conmoción intensa que provocaba la que podía determinar un olvido premeditado o damnatio memoriae del evento, es decir, su cancelación de los relatos visivos, orales o escritos, con el objetivo de conferir alivio psicológico a aquellas sociedades obligadas a convivir durante años con fenómenos naturales extremos repetitivos. (MONTEIL, BARCLAY y HICKS, 2020) Igualmente, como han demostrado las investigaciones de Mark D. Anderson (2011), la mediación literaria sobre los desastres ha influido de manera decisiva en la política de la Latinoamérica contemporánea. En lo que respecta a la Edad Moderna, diversos estudios han destacado cómo el pathos inherente a estos eventos funestos propició su instrumentalización a través de su narración, recuerdo u olvido con claros fines políticos. (LAVOCAT, 2012; ONETTO, 2014; SIGNORI, 2024) Asimismo, otros trabajos han subrayado cómo los relatos generados por dichos eventos podían contribuir a reforzar las autoridades seculares o religiosas de las zonas afectadas. (VICECONTE, SCHIANO y CECERE, 2023) En la cronología que nos ocupa, el desastre no pocas veces se identificaba con fines religiosos-edificantes, fruto de una providencia divina deseosa de obtener conversiones o confesiones masivas de los propios pecados ante el miedo a una muerte inmediata e imprevisible. En este sentido, no es arbitrario que tras el terremoto de Lima de 28 de octubre de 1746, que provocó la inundación del puerto de El Callao y numerosas pérdidas humanas, un fraile mercedario incorporara en un sermón pronunciado poco después de la catástrofe, las palabras “Lima, Lima, tus pecados son tu ruina!”. Según el ilustrado criollo José Eusebio Llano Zapata (1748: 4), eran las mismas con las que el padre Luis Galindo San Ramón, también de la orden, había exhortado a la población pocos minutos después del terremoto del 20 de octubre de 1687. La memoria de las calamidades naturales y su empleo táctico por parte de los ministros de la Iglesia jugaba un papel crucial en la oratoria sacra, (ÁLVAREZ GARCÍA, 2022) pero no se reduce a este ámbito. Por un lado, la dimensión emotiva de los episodios catastróficos explica su potencial en las crónicas para fijar una determinada versión de la historia de las órdenes. Por otro, la desorientación provocada por el trauma podía superarse y, sobre todo comprenderse, gracias a la narración y a la explicación por parte de los cronistas de los fenómenos más o menos maravillosos ocurridos en el momento del desastre. Rescates milagrosos, nacimientos de santos de la propia corporación, castigos divinos al enemigo o gestión iluminada de las repercusiones de la calamidad por parte de sus miembros fueron algunos de los topoi recurrentes del género y que contribuían a crear la memoria cultural de los regulares, un relato preciso de su experiencia americana destinada a legitimar sus acciones. El componente dramático inherente a estos acontecimientos extremos los convertía en recursos eficaces para incitar a la reflexión sobre la vida social y moral de una comunidad y, en una sociedad providencialista como la del siglo XVII, en mensajes elocuentes sobre la voluntad divina.

Las historias que analizaremos pertenecen a tres de los cronistas oficiales agustinos del siglo XVII y principios del XVIII. Se trata de la ya citada Corónica moralizada del agustino de Chuquisaca Antonio de la Calancha (1584-1654) (CALANCHA, 1638); la escrita por su sucesor, el vallisoletano Bernardo de Torres (principios del siglo XVI- ca. 1657-1661) (TORRES, 1657); y finalmente la del limense Juan Teodoro Vázquez (1672-1736) que, por motivos desconocidos, permaneció manuscrita hasta su publicación póstuma. (APARICIO LÓPEZ, 1991; UYARRA CÁMARA, 1997)[4] Numerosas investigaciones han subrayado el predominio absoluto de los jesuitas en el ámbito de la producción textual religiosa de Edad Moderna, sobre todo en lo que concierne a documentos impresos. (CHINCHILLA y ROMANO, 2008; BETRÁN MOYA, 2010) Sin embargo, como ha evidenciado Palomo del Barrio (2014, 2016 y 2019) en sus trabajos sobre la corporación franciscana, el protagonismo de la Compañía no debe excluir el estudio de otras órdenes que, a pesar de que se valieran de la escritura de manera más ocasional o recurrieran en menor medida a la imprenta para la difusión de sus textos, se erigieron igualmente en agentes fundamentales de la construcción de los imperios. De esta manera, las narraciones de otros colectivos religiosos no solo constituyen ricos testimonios culturales de las nuevas dinámicas sociales y políticas que definieron el funcionamiento de los Nuevos Mundos, sino también modelos alternativos de narración y de construcción de la memoria y de la espiritualidad contrarreformista. Si bien los escritos de estos frailes respondían a lógicas menos sistematizadas, no por ello pueden ser considerados marginales o menos eficaces en la creación de identidades específicas transmitidas en el tiempo.

 

Procesos de escritura y fuentes del desastre: los agustinos y la memoria comunicativa

 

Como han puesto de relieve las investigaciones de Gálvez Peña (2015; 2017) entre la década de 1620 y finales del siglo XVII, Perú representó uno de los principales centros de discusión sobre la materia histórica en el Nuevo Mundo. De manera más precisa, la Universidad de San Marcos de Lima fue la primera de Sudamérica en acoger la imprenta en 1584 (MEDINA, 1904) y desempeñó también un papel destacado en la formación de la mayoría de los autores dedicados a la historiografía religiosa. Así por ejemplo Calancha y Vázquez se graduaron en Teología en dicha universidad, mientras que Torres obtuvo cátedras en la misma. Muchos de los principales cronistas de la época, tanto criollos como peninsulares, coincidieron en Lima entre 1620 y 1640, por lo que es comprensible que se conocieran y se leyeran, facilitando así la transmisión de las ideas y el debate sobre las mismas.

Aunque la Corónica moralizada de Calancha no fue la primera historia agustiniana de Perú (la primacía la tiene la Historia del santuario de nuestra señora de Copacabana, de Alonso Ramos Gavilán, publicada en 1621, sobre la que nos detendremos más adelante), el texto constituyó el pistoletazo de salida de la historiografía agustina oficial en el virreinato. La historia de Calancha sobre el establecimiento de los agustinos en el Perú se refiere al período comprendido entre 1551 (año de la llegada de la orden al Perú) y 1594, pero también nos proporciona información sobre otros acontecimientos que tuvieron lugar hasta la publicación del volumen en Barcelona en 1638.[5] El sucesor de Calancha fue el peninsular Bernardo de Torres quien, en la primera parte de su obra, se limitó a resumir los hechos ya narrados por Calancha para luego continuar describiendo las vicisitudes de los agustinos en el Perú hasta 1657. Por su parte, la crónica de Vázquez retoma el discurso donde se detuvo Torres y se extiende hasta 1721.

Las tres obras seleccionadas constituyen historias institucionales que responden al clásico modelo de las crónicas conventuales articuladas a partir de la descripción de los capítulos provinciales -organizados una vez cada tres años para designar al nuevo provincial- para después referir los acontecimientos más significativos sucedidos durante el gobierno de la orden. Como corresponde al género, las tres comparten su aspiración a la verdad, es decir, a contar los hechos tal y como ocurrieron, lo que plantea la cuestión de cuáles fueron las fuentes que configuran la memoria comunicativa de la orden.[6] Para convencer al lector de la veracidad de sus relatos, los cronistas agustinos parecen haber privilegiado lo que ellos mismos pudieron ver con sus propios ojos: “por vista de ojos”, como especificó Calancha (1638: fol. 3v) en la introducción a su texto.

Las palabras con las que los autores se refieren a sus fuentes (lo que se puede tocar y mirar) hay que situarlas dentro de un proceso más amplio relativo al desarrollo en los territorios indianos de métodos eminentemente empíricos, basados en la observación directa y encaminados a un mejor conocimiento de la naturaleza. Se trataba de prácticas que, sin duda, debieron ejercer una clara influencia en las formas de narrar las historias del Nuevo Mundo. (BARRERA-OSSORIO, 2010; CAÑIZARES-ESGUERRA, 2006: 14-45)

Quizás por esta razón los cronistas de los que nos ocupamos se detuvieron más en las catástrofes naturales de las que fueron testigos. Sabemos que Calancha era prior del convento agustino en Trujillo cuando se produjo el terremoto del 14 de febrero de 1619 (CALANCHA, 1638: fol. 489) y que Vázquez era novicio en Lima cuando un terremoto y posterior tsunami devastaron el puerto de El Callao el 20 de octubre de 1687.[7] Sobre estos desastres, ambos cronistas se explayaron en sus relatos. La excepción se encuentra en la descripción detallada que hace Bernardo De Torres de la erupción de 18 de febrero de 1600 del volcán Huaynaputina, que tuvo efectos devastadores en la ciudad de Arequipa. Aunque el autor no fue testigo directo del suceso, contaba con referencias de autoridad para describirlo, como veremos más adelante.

Calancha (1638), en su “Advertencia al lector”, manifiesta la prioridad que otorgaba a lo que veía por sí mismo o a aquello que le comunicaban personas de confianza (“si escribe en materia de árboles, ríos fuentes, animales y aves es porque o han sido vistos por muchos o porque se ha informado a través de personas de crédito”, fol. 3v). Asimismo, no desdeñaba los “testimonios auténticos”, que para él no eran otros que los proporcionados por las instituciones oficiales, como las “provisiones de Audiencias, en informaciones jurídicas, en cédulas Reales” (fol. 3v), claramente impresas. Por otra parte, según el agustino, algunos tipos de información (impresa o manuscrita) o las fuentes orales debían descartarse hasta el punto de asegurar que “sólo se tiene por verdad lo que se ve, i por sospechoso, ò apócrifo lo que se oye; i es parte de temeridad escrivir aviendo de sugetarse a relacion (fol. 3v: la cursiva es nuestra). Respecto a las fuentes orales (es decir, “lo que se oye”), el agustino se muestra desconfiado y defiende la escritura como único método para transmitir hechos reales, conectándose, de esta manera, con la tradición erudita jesuita, caracterizada por la escritura sistemática y frecuente que ha hecho de la Compañía un unicum en el mundo conventual.[8] En lo que concierne a las relaciones, es bien conocida la enorme popularidad que en el siglo XVII habían alcanzado las “relaciones de sucesos”, género informativo interesado en la narración no sólo de hechos considerados maravillosos o espantosos que despertaban la curiosidad del público, sino también de acontecimientos políticos de interés general. (NIDER y PENA SUEIRO, 2019) Las relaciones se convirtieron en objeto de una intensa demanda por parte de amplios sectores de la población en la época moderna y en una de las principales fuentes de información a precios más asequibles. Sin embargo, su espectacular difusión y, sobre todo, su predilección por el sensacionalismo y por temáticas y modalidades narrativas enfocadas en lo insólito y extravagante explican que entre finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, las relaciones de sucesos fueran desacreditadas como fuente de información por parte de algunos cronistas y literatos, según demuestra la crítica expresada por Calancha. (SCHIANO, 2021: 55-56)

Si es cierto que Calancha recelaba de escribir “sujeto a relación”, esta desconfianza puede haber sido la razón por la que el clérigo, en el libro 3 de su obra, prefiere no explicar pormenorizadamente “los portentos” que había ocasionado la erupción de Huaynaputina de 1600 para, en su lugar, “[...] contarlos el año en que rebentò el volcán” (1638: fol. 685).  Sin embargo, en su crónica la referencia a este episodio se detecta solo en el libro 2, vinculada a la aparición milagrosa de la sandalia de Santo Tomás que tuvo lugar durante la catástrofe y a la que nos referiremos más adelante. Por tanto, aunque afirmó que habría profundizado en el asunto, la noticia (y la fuente que habría empleado para ello) no fueron explicadas en detalle por parte del cronista. Solo su sucesor, Bernardo de Torres, terminaría relatando minuciosamente el suceso, asegurando que entre sus fuentes se hallaba precisamente un “apuntamiento manuscrito” del padre Calancha que había redactado “de lo que recogio de vna relacion, que de todo hizo vna persona docta y graue, que se halló presente” (TORRES, 1657: fol. 74).

Dado que la validez de sus fuentes parecía depender de la experiencia directa o de la autoridad de quienes habían escrito sobre el tema o habían informado oralmente sobre el fenómeno, no es de extrañar que el relato de la catástrofe se complete con citas de obras impresas de autores eruditos, ampliamente reconocidos y pertenecientes a un pasado relativamente cercano a los autores. La excepción nos la ofrece Vázquez, caracterizado por un estilo ampuloso y grandilocuente en comparación con la prosa de los cronistas que lo precedieron: en su descripción del terremoto de Lima de 1687, la única citación que efectúa para justificar su pronunciado providencialismo se limita a una de las homilías efectuadas por papa Gregorio Magno a finales del siglo VI.[9] Muy diversos se muestran sus dos precursores que prefieren emplear textos de autoridad más cercanos en el tiempo. Calancha recurre a un tratado de Rodrigo Zamorano (publicado por primera vez en 1585), cosmógrafo de la Casa de la Contratación de Sevilla, para explicar las causas naturales que, según el religioso, explicaban la deslumbrante columna o fusil de luz que se contempló sobre el mar tras el terremoto de Trujillo de 1619. (CALANCHA, 1638: fol. 490) El acontecimiento había aterrorizado a la población peruana, debido a que, según Zamorano, el 9 de septiembre de 1561 (no 1571, como indica Calancha) había podido observar un prodigio similar en su camino de Salamanca a Valladolid tras el cual, doce días después, se sucedió el incendio “de lo mejor de aquella villa [de Valladolid], en que se quemaron quatrocientas casas [...]” (ZAMORANO, 1594: libro 4, capítulo 31).[10] Calancha, en vez de rechazar el prestigioso testimonio del cosmógrafo, decide hacer hincapié en la explicación natural que el mismo había dado sobre el fenómeno. De hecho, según Zamorano, este se trataba solo de una exhalación caliente y seca que terminaba prendiendo fuego y adoptando diversas formas. (CALANCHA, 1638: fol. 490) Difícil no mencionar la respuesta irónica del fraile a los miedos de los habitantes de Trujillo: Calancha (1638) afirma que si la explicación natural no debiera darles consuelo y el fenómeno fuera en realidad, como temían, un pronóstico del incendio inminente de sus casas, los trujillanos podían estar tranquilos igualmente, porque, después del terremoto, “no tenía la Ciudad una si quiera donde prendiese fuego” (f. 490). El interés del agustino por una fuente como la de Zamorano, publicada en su primera edición en 1585 y, por tanto, un año antes de que una bula de Sixto V condenara la astrología como disciplina diabólica, es indicativa de la validez que el religioso otorgaba a dichos conocimientos y que se detecta en otras partes de su obra. Prueba de ello es el capítulo 38 del libro 1, dedicado a las influencia de los planetas y de las estrellas en los habitantes y en el medioambiente de Lima, o su alusión al cometa avistado en el cielo en diciembre de 1618 y hasta febrero de 1619 como claro presagio del terremoto de Trujillo ya mencionado. (CALANCHA, 1638: fols. 488-489)

Si bien Calancha prefirió su experiencia personal o las fuentes impresas escritas por eruditos reconocidos para avalar la narración de acontecimientos desastrosos, su sucesor, Bernardo De Torres, siguió tácticas diversas que comprendían, además de la mención a autores bien conocidos en la época, también documentos manuscritos, siempre que estos hubieran sido producidos por personas que gozaran de cierta credibilidad. Así por ejemplo, al referirse al terremoto de Lima del 13 de noviembre de 1655, en el que, según el cronista, murió una religiosa del convento agustino de Nuestra Señora del Prado, Torres (1657) informa de que se podrán obtener más detalles sobre el evento leyendo la relación que por entonces escribía el doctor Martín de Palacios, “abogado de la Real Audiencia” (fol. 658) y que estaba a punto de imprimirse. La credibilidad que Torres, a diferencia de Calancha, otorgaba a las relaciones, explica de nuevo que, cuando le llegó noticia del terremoto y tsunami que asoló Concepción el 15 de marzo de 1657, a través de cartas de los ministros de Chile (“Al tiempo que esto se imprime acaba de llegar nueua de Chile en cartas de la Real Audiencia, y Governador de aquel Reino D. Pedro Portel Casanate [...]”) (fol. 659), el agustino afirmara que “Esperase mas copiosa, y particular relacion del sucesso” (fol. 660).

El caso más significativo relatado por Torres (1657: fols. 73-81) que denota su búsqueda afanosa de testimonios de verdad respetables, que, a diferencia de las relaciones de sucesos, no siempre eran accesibles al común de los mortales, lo hallamos en su narración de la destrucción de Arequipa de 18 de febrero de 1600 por la erupción del volcán Huaynaputina. Para su escritura, el agustino no sólo declaraba haberse basado en la fuente manuscrita de Calancha ya mencionada, sino también en la versión sumaria de la calamidad realizada por el jesuita flamenco Martín del Río en su texto Disquisitionum magicarum (publicado por primera vez en 1599-1600, pero editado sucesivamente en numerosas ocasiones), y por el conocido jurista Juan de Solórzano Pereira en su Disputatio de indiarum iure, publicado en dos partes en 1629 y 1639. En el caso de Río, el religioso de la Compañía incluyó por primera vez una referencia al evento en la edición de Maguncia de 1603, haciéndose eco de una carta escrita por el jesuita de Arequipa Juan Ruiz de Alarcón que decía haber leído. (RÍO, 1603: fols. 197-198) Por lo que se deduce que Torres debió de haber tenido acceso al volumen de Río publicado en dicha fecha o posteriomente. Si se tiene en cuenta el prestigio que adquirió Río en el siglo XVII (su obra fue traducida a varios idiomas y se erigió en manual de referencia de los inquisidores para la persecución de prácticas mágicas y de la brujería), no debe extrañar que Torres lo adoptara como fuente de autoridad, a pesar de que se trataba de la interpretación de un fenómeno americano por parte de un europeo que nunca había estado en América y que había informado del acontecimiento tres años después de que este sucediera. En lo que respecta a Solórzano, su alusión es solo erudita y para conferir mayor fiabilidad a la narración, puesto que las palabras que el jurista dedica a la erupción reproducen casi literalmente el relato de Río. (SOLÓRZANO PEREIRA, 1629, fols. 89-90) Como hemos puesto en evidencia en otros trabajos (CECERE y BEN YESSEF, 2023), las obras de Río y de Solórzano, a pesar de no proporcionar detalles precisos sobre la erupción (detalles que, sin embargo, sí que comparecen en Torres), se convirtieron en referencias obligadas sobre las que se construyó la memoria de la erupción de Huaynaputina en los siglos XVII y XVIII.[11] Es muy probable que la fuente principal del relato de Torres fuera el manuscrito de Calancha ya citado (basado en la relación de una persona “docta y grave”, como ya referimos) o bien otros documentos (manuscritos o impresos) que, con toda seguridad, por constituir testimonios menos acreditados, no fueron citados por el autor, sin que ello implique que fueran completamente ignorados por el agustino.

Aunque el propio Calancha aseguró que no daba crédito a la información oral (“lo que se oye”), no cabe duda de que esta debió de ser fundamental para religiosos de los Nuevos Mundos que, como los franciscanos o los agustinos, poseían una tradición textual menos desarrollada que la observada para la orden jesuita. Este aspecto puede vislumbrarse en los prólogos de Torres y Vázquez. Así, el primero afirma que había sido complicado identificar la cronología de los hechos y su verdad “[...] entre tantas tinieblas de omisión, y descuido nuestro [...]” (TORRES, 1657: s. fol.).  Palabras que dejan claro que el cronista había tenido dificultades para encontrar información escrita sobre su orden en las bibliotecas y los archivos agustinos de Perú. Por su parte, Vázquez se quejó de la poca información que había recibido para llevar a cabo su tarea, por lo que se vio obligado a “suplir con los empeños de la elocuencia la inopia de las noticias”.[12] Por este motivo, el clérigo decía sentir envidia de sus precursores, porque habían podido entrar en contacto con los testigos de los hechos u observar los fenómenos con sus propios ojos: “[...] les envidio la hermosura de sus materiales, a que hallaron patentes las canteras de la noticia, ya en testigos que les ofrecieron la verdad que no miraron, y ya en sus proprios ojos [...]”.[13]

Así, el autor reitera el método señalado por Calancha: las fuentes válidas son las relativas a la propia experiencia biográfica y las transmitidas por personas reputadas. Y nos atrevemos a especificar que, entre estas últimas, se hallaban aquellas transmitidas oralmente, dados los obstáculos para acceder noticias de este tipo de los que se lamentaban los historiadores agustinos.

La dificultad para encontrar pruebas de diversa índole que avalasen las narraciones de hechos no contemporáneos a los cronistas es indicativa de la recurrencia a canales de comunicación incapaces de sobrevivir al paso del tiempo que debe interpretarse no sólo a la luz de las particulares culturas eruditas que caracterizaron a cada orden religiosa, sino también de los escollos que comprometían o entorpecían el acceso a la imprenta. De hecho, muchos libros no llegaban a imprimirse por diversas razones (económicas, políticas, etc.), como ocurrió con la obra de Vázquez. Calancha (1638) afirma en su prólogo que tuvo que imprimir su crónica en España debido al elevado coste que suponía hacerlo en Perú y la consecuencia inmediata era el riesgo de que los impresores peninsulares introdujeran correcciones inoportunas en el original (fol. 4r).[14] También Torres (1657), en la sección no numerada “Razón de las materias en comvn que esta obra contiene”, se lamenta de los “inevitables yerros de impression” que se introducían en los textos impresos y de las “descomodidades de la imprenta”, como era el retraso en la publicación de sus obras. Tanto es así que el agustino asegura que los trámites de impresión habían supuesto un retraso de dos años en la publicación de su obra.

A la luz de los hechos explicados, es comprensible que también las fuentes que podían emplear los historiadores religiosos estuvieran sujetas a las dificultades asociadas a la impresión, las cuales terminaron incidiendo de manera decisiva en su capacidad para reconstruir los diversos episodios experimentados por la orden en su andadura americana. En efecto, los vínculos entre prensa y memoria eran evidentes para Vázquez, que atribuye a esta última el papel de salvaguardar las hazañas y las virtudes heroicas de los miembros de la orden de las miserias del olvido (“[...] el olvido, ladrón de las eroicidades, si como muros no las defienden las laminas de las prensas”).[15]

 

La calamidad al servicio de la memoria cultural agustina

 

A pesar de las visibles dificultades inherentes a la transmisión y a la duración de la memoria comunicativa, la cultural perseguía la fosilización del pasado en una interpretación clara y atemporal, capaz de trascender las frágiles existencias individuales.

En las crónicas analizadas, son múltiples los pasajes en los que se vinculan acontecimientos traumáticos causados por amenazas naturales con momentos decisivos en la historia de la orden. En este sentido, Calancha constituye una referencia fundamental, pues las versiones que efectuó de algunas amenazas naturales de efectos calamitosos sucedidas en Perú terminaron erigiéndose en narraciones institucionales sobre las que la orden se apoyó con fines moralizadores y para ensalzar su vocación evangelizadora. Uno de los casos más conocidos es el de la destrucción, en la década de 1580, del poblado nativo de Anco-Anco, situado en la actual Bolivia, bajo la tutela de los agustinos y que terminó sepultado bajo dos ciénagas pestilentes por su persistencia en la idolatría. Una contumacia que había determinado la renuncia de los frailes a la doctrina en 1569. (CALANCHA, 1638: fols. 513-517) La historia del pueblo adquirió una cierta fama en Perú, como demuestra el hecho de que diversas crónicas religiosas de los siglos XVI, XVII y XVIII narran su destino. Como ha demostrado Quisbert Condori (2016), si bien el desastre ya había sido relatado por José de Acosta en el capítulo 28 del libro 3 de su Historia natural y moral de las Indias (1590), fue Calancha el que le confirió un claro carácter moralizante. Con este objetivo, el agustino asoció el episodio a un castigo divino a los indios que no solo eran idólatras y hechiceros, como mencionaba Acosta, sino también sodomitas que, antes de ser engullidos por el agua, fueron abrasados por el fuego del infierno. De este modo, tal y como afirma Quisbert (2016) “[...] Anco-Anco se había convertido en el equivalente andino de la bíblica Sodoma” (p. 45). El relato de Calancha (1638) se enriquecía con la historia de la salvación de un niña indígena, que había invocado la protección de la Virgen en el momento de la catástrofe, y del cura y de su sacristán indio, que cuando se produjo el desastre se hallaban fuera del pueblo confesando a un nativo (fol. 515). La narración fue propuesta de nuevo por su sucesor, Bernardo de Torres (1657), con el fin de enaltecer la empresa evangelizadora del agustino Baltasar de Contreras, encargado de la doctrina de Anco-Anco (fol. 501). Para avalar el castigo con el fuego añadido por Calancha a la versión de Acosta, Torres decide incluir la profecía del rey David (“Lloverà sobre los pecadores laços de fuego”, f. 501). Por otro lado, la incidencia profunda que tuvo en el imaginario popular la misericordia mostrada por la Virgen con la india y narrada en el relato de Calancha explican que, según Quisbert (2016), en versiones sucesivas del siglo XIX y el XX compareciera una figura femenina con funciones de advertimiento asociada tanto a los sucesos de Anco-Anco como a nuevos eventos funestos ocurridos en la zona en tiempos recientes.[16]

La lucha contra las idolatrías jugó un papel relevante en la agenda político-religiosa de los regulares en el Nuevo Mundo sobre todo desde la primera década de 1600, de ahí que no pocas veces la memoria de determinadas calamidades construida por algunos cronistas respondiera directamente a este objetivo. A este respecto, conviene detenerse en el caso de la explosión de Huaynaputina, que arrasó numerosos poblados indígenas situados en las inmediaciones del volcán. Los daños no fueron solo materiales, sino también psicológicos: la crisis espiritual que generó el desastre explica el retorno de cultos ancestrales a divinidades vinculadas con elementos naturales, como el agua o el fuego. (PETIT-BREUILH, 2016: 86)[17] Entre ellos se hallaba el de Tunupa, divinidad del ámbito aymara asociada a menudo al rayo y al trueno, y cuyo mito se hallaba especialmente radicado en la zona del lago Titicaca. Por tanto, la reactivación de su culto tras la erupción no fue casualidad sobre todo si se tiene en cuenta que dicho territorio se vio especialmente afectado por la erupción. (BOUYSSE-CASSAGNE, 1984; 1997)

En este contexto espacio-temporal, tanto agustinos como jesuitas (los primeros asentados a orillas del lago, en el santuario de Nuestra Señora de Copacabana, los segundos con representantes en la residencia de Juli) apostaron por combatir la emergencia de lo que definían como idolatrías a través de la asimilación de las divinidades indígenas a la figura, igualmente mítica, pero cristiana, de Santo Tomás, uno de los apóstoles que, junto a San Bartolomé, habría realizado diversos milagros y predicado el evangelio a los nativos antes de la llegada de los europeos. (MEDINACELI, 2012) Tanto los miembros de la Compañía como los agustinos dedicaron esfuerzos a la identificación del “santo”, como a veces era llamado, con la divinidad nativa, pero fueron los agustinos los que conectaron la memoria de la traumática erupción de Huaynaputina con las pruebas de las predicaciones que el apóstol (el Tunupa nativo) habría realizado a los indios en el pasado.[18] En concreto, Calancha recuerda que en uno de los ríos de ceniza ocasionados cerca del puerto de Quilca durante la catástrofe fueron hallados una sandalia y la túnica del santo que, en adelante, serían venerados como reliquias en el convento de santo Domingo. (CALANCHA, 1638: fol. 325) Pero el relato de Calancha (1638) no pretendía solo combatir las idolatrías: recordando a sus lectores el martirio que sufrió el santo en manos de los nativos (fue empalado con un tronco de palma), les aclaraba que dicho suplicio era el mismo que los indígenas habían infligido al primer protomártir de los agustinos en Perú, Diego Ortiz (f. 338). Se trata de un paralelismo de gran importancia, sobre todo si se tiene en cuenta que no todas las historias precedentes sobre Tunupa contemplaban su muerte.[19] De esta manera, el relato del agustino denota claramente su voluntad de ensamblar la memoria del primer evangelizador del Nuevo Mundo con la figura de Ortiz, con la esperanza de que un día los méritos del mártir agustino le valieran una posición en el santoral católico.

La narración de Calancha sobre la recuperación de las reliquias del santo en ocasión de la explosión de Huaynaputina se funda en lo que ya había referido al respecto el primer cronista no oficial de los agustinos, Alonso Ramos Gavilán (1621), autor de la historia sobre el santuario de la Virgen de Copacabana ya mencionada (fols. 47-48). La obra es igualmente síntoma de la influencia que este tipo de eventos de consecuencias catastróficas ejercía en la reactivación de cultos marianos (COSTILLA, 2010: 45) que, en el caso que nos ocupa, se presentaban como un recurso estratégico para contrastar el auge de las devociones andinas tras el desastre. En este sentido, Ramos señala el protagonismo de la imagen de Nuestra Señora de Copacabana en diversos milagros, uno de los cuales asociado a la erupción de 1600, puesto que solo después de que los habitantes de Copacabana sacaron la virgen en procesión, “repentinamente se vio vna gran luz, y claridad, y con ella juntamente la laguna [el lago Titicaca] que auia muchos dias que no la diuisauan [...]” (fol. 320).

Los cronistas oficiales no solo decidieron escribir sobre desastres naturales con fines evangelizadores o moralizantes: sus textos actúan como huellas en el tiempo para testimoniar la grandeza de la propia orden, por encima de otras corporaciones con las que no pocas veces mantenían una competencia feroz. Un caso representativo es la narración del terremoto de Trujillo de 1619 presente en la obra de Calancha. Para comprender las razones que explican el vínculo creado entre la historia de los agustinos y el terremoto, debemos recordar las tensiones que se produjeron a partir de 1565 entre las autoridades políticas, el clero secular y la corporación de San Agustín por el control de la imagen presente en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, cerca de la ciudad de Trujillo, en el valle de Pacasmayo. (ALDANA RIVERA, 2006) El bulto mariano, traído de España por el encomendero Francisco Pérez de Lezcano, fue cedido a los agustinos en la década de 1560, junto con una ermita, una serie de tierras y algunas rentas para el mantenimiento de la iglesia en la que se habría conservado. La devoción que despertaba la escultura motivó la continua afluencia de gente a la zona y fue la causa de la posterior fundación de un pueblo alrededor del templo. A su vez, el éxito de la estatua, que empezó a adquirir fama de milagrosa, se convirtió en uno de los principales recursos del convento agustino, como había ocurrido ya en otros casos como en el de la imagen de Nuestra Señora de Copacabana, bajo la tutela agustina desde 1588. (COSTILLA, 2010) Los intentos del clero secular, en concreto, del arzobispo de Lima, así como del dominico Gerónimo de Loayza y del vicario de Trujillo, por someter a las órdenes regulares que habían protagonizado los primeros episodios de evangelización y conquista, y el deseo del prelado de tener bajo su jurisdicción una escultura tan venerada constituyeron el telón de fondo de los conflictos con los agustinos.

Lo más interesante aquí es precisamente la conexión que Calancha establece entre el terremoto de 1619 y las disputas descritas. El seísmo destruyó por completo el santuario donde se encontraba la imagen, por lo que los agustinos tuvieron que reconstruirlo desde sus cimientos. En palabras de Calancha, había sido voluntad de la Virgen no perdonar al templo porque, de esta manera, los religiosos habrían podido trasladarla a un lugar más saludable, a pocas leguas de la situación original. La curiosa y rica bóveda de la nueva iglesia, finalizada hacia 1634, contribuiría, según Calancha, a hacer eterno el recuerdo del prior agustino que la hizo posible. (CALANCHA, 1638: fols. 566-567) En otras palabras: a conservar su memoria. En última instancia, el traslado de la estatua y el diseño de la nueva iglesia por parte de los regulares no sólo fueron, según a Calancha, deseados por la Virgen, sino que también contribuyeron a confirmar a los agustinos en su papel de guardianes y protectores de la imagen. De hecho, a partir de ese momento, los conflictos sobre su custodia quedaron zanjados, hasta el punto de que Torres no vuelve sobre la cuestión en su crónica. Sobre el temblor de Trujillo de 1619 se limita a decir que había arruinado el convento de San Agustín, pero que se había reparado y en el momento en el que escribía era uno de los “buenos Conuentos de la Prouincia” (TORRES, 1657: fol. 10 del epítome del tomo 1).

La narración del terremoto de Trujillo por parte de Calancha (1638) sirvió igualmente para enfatizar las gestiones realizadas por los miembros de la orden por encima de otras congregaciones “[..] porque los religiosos de otras Ordenes se fueron de la ciudad [...]” (f. 489), a lo que sumó su defensa de los pobres que como prior de los agustinos llevó a cabo en primera persona frente a las pretensiones de los poderosos de mudar de sitio la ciudad. La cuestión debió de tener una cierta relevancia y eco si, como asegura Calancha (1638),

 

“favoreció a nuestros contrarios el Virrey i Audiencias, enviando provisiones, que con rigor, como quien mas atendia a sus comodidades, egecutava el Corregidor; pero pudo mas la razon, desengañandolos el tiempo, i vencieron los pobres por la constancia, i diligencia de los Religiosos de San Augustin, a quien deve la Republica su reedificacion” (fols. 498-499).

 

Sin embargo, de tales polémicas, no hay rastro la crónica de sucesor, Bernardo de Torres, quizás por lo inadecuado que habría sido transmitir a la posteridad  la oposición de Calancha a los poderosos del virreinato.

En relación con los procesos de creación de una memoria cultural de la orden agustina vinculada a amenazas naturales de efectos catastróficos es singular el nexo que los cronistas establecieron entre la comunidad presente en el reino de Chile y el terremoto que asoló Santiago el 13 de mayo de 1647. La llegada de la congregación a Chile fue tardía: en 1595 para ser exactos, después de los franciscanos, dominicos y mercedarios, que se hallaban en el reino desde la década de 1550. Los agustinos fueron bien recibidos por los mercedarios y mantuvieron buenas relaciones con los jesuitas, pero las relaciones con los franciscanos y los dominicos no fueron fáciles. (CAMPOS Y FERNÁNDEZ DE SEVILLA, 1991: 38-39) Las crónicas de Calancha y de Torres nos relatan algunos de los padecimientos sufridos por los agustinos a su llegada a Santiago, entre los que destacaron diversos intentos de incendiar su convento por parte de personas “graves” y “de calidad”, sin citar nombres. Pero es en la obra de Torres, publicada 10 años después del terremoto de Santiago, donde se vislumbra la voluntad de la corporación de vincular la salvación milagrosa del obispo agustino de Santiago, Gaspar de Villarroel, sepultado bajo los escombros durante el seísmo, con el apoyo divino al establecimiento perpetuo de la orden en Chile. En la construcción de la experiencia victoriosa de la comunidad tras el seísmo no solo participaron los cronistas oficiales de la orden: el mismo año en el que se publicaba la historia de Torres salía a la luz el segundo volumen del Gobierno eclesiástico de Villarroel, obra en la que el obispo protagonista de los sucesos funestos del 13 de mayo de 1647 establece las bases de la necesaria colaboración y respeto mutuo entre el gobierno espiritual y secular en Indias. Pero no solo: en su obra dedica un buen número de páginas a describir sus vivencias durante el terremoto de Santiago y las gestiones que llevó a cabo inmediatamente después de la catástrofe. (VILLARROEL, 1657: fols. 646-697) Según Torres (1657: fols. 26-38), aunque los desastres de diversa tipología que debieron afrontar los agustinos en Santiago eran estratagemas del demonio para expulsarlos de aquel reino, la extraordinaria recuperación de la ciudad, gracias a la sabia actuación del obispo Villarroel, no fue sino una muestra del favor de Dios hacia la orden. (TORRES, 1657: fol. 39) En esta línea, la crónica se detiene en el milagro de San Francisco Javier, (TORRES, 1657: fol. 532) que, según Villarroel, le había salvado la vida (VILLARROEL, 1657: fols. 654-655)[20] y en las gestas heroicas realizadas por el obispo para reconfortar a la población y reconstruir la catedral de Santiago. (TORRES, 1657: fols. 532-533) Según el cronista vallisoletano, tal era la importancia de sus hazañas que el autor consideró justo preservar la memoria de Villarroel porque “es justo que no sepulte el oluido lo que deue durar al exemplo” (TORRES, 1657: fol. 535).

Las proezas del obispo durante y después del temblor fueron también recogidas por la crónica de Vázquez, en la que aparece además el relato sobre el prodigio acaecido con el Cristo de la Agonía conservado en la iglesia de los agustinos de Santiago, que, según los testimonios, fue encontrado con la corona de espinas en la garganta tras el seísmo.[21]

Sin embargo, la memoria de Villarroel es claramente un recuerdo cuidadosamente seleccionado para satisfacer determinados fines. El obispo de Santiago se había pronunciado contra la identificación de las culpas como las causantes del castigo divino. Se trataba de una afirmación revolucionaria (1657: fol. 655) que fue retomada en el siglo XVIII por algunos teólogos críticos de la visión providencialista de las catástrofes naturales. A pesar del carácter pionero que asumió en este ámbito la afirmación del fraile, su interpretación novedosa de la catástrofe brilla por su ausencia en los encomios que posteriormente le dedicaron los propios cronistas agustinos.[22] Es más, en la explicación de las causas de otras calamidades, tanto Torres como Vázquez apuntan a los pecados de los hombres como motivo principal de la destrucción. Así, Torres (1657) cuando se refiere a la erupción de Huaynaputina de 1600 afirma que “[...] tan monstruosos pecados pedian castigos prodigiosos [...]” (fol. 73). Cuando alude al terremoto de Santiago de 1647, que casi acabó con la vida de Villarroel, asegura que este “[...] sobrevino por los pecados del Reino [...]” (fol. 532). Igual de categórico se muestra Vázquez que, en su descripción del terremoto de Lima del 20 de octubre de 1687, vivido por el agustino, como se recordará, en primera persona, señala en incontables ocasiones el carácter punitivo del fenómeno que era “[...] especial azote de nuestras culpas” y que “Havia Dios manifestado à muchas almas que le eran agradables en esta Corte el gran castigo que la preuenia sino se enmendaba de tan repetidas culpas”.[23] El fin justificaba los medios y, este caso, el olvido de aquello que no convenía recordar se erigía en un medio eficaz para inculcar un mensaje moralizador que, al mismo tiempo, diera un sentido al trauma experimentado por la comunidad golpeada por el desastre.

 

Consideraciones finales

 

En definitiva, el trauma asociado a una amenaza natural de efectos calamitosos como un temblor constituía la tinta indeleble con la que escribir una determinada versión de la historia de la orden, construida con fines moralizantes o evangelizadores o para legitimar su posición y sus funciones allá donde se establecía. Por supuesto, no se trataba de una estrategia exclusiva de los agustinos. Baste recordar la asociación que el cronista dominico Juan Meléndez efectuó entre el violento terremoto de Lima de 1586 y el nacimiento de Santa Rosa de Lima en abril de ese mismo año, la primera santa que dio al cristianismo el Nuevo Mundo americano. Según Meléndez, el terremoto, junto con la piratería, fueron algunos de los muchos acontecimientos funestos que asolaron Perú aquel año, pero el nacimiento de la santa dominica pocos meses antes de estos hechos fue una prueba de que Dios había querido templar la severidad con la que posteriormente habría golpeado a la ciudad. (MELÉNDEZ, 1681: fol. 534)

El estudio presentado es un primer intento de analizar en las crónicas agustinas del Perú los distintos niveles de memoria asociados a las amenazas naturales: el comunicativo, derivado de las distintas formas de comunicación e interacción social entre sujetos coetáneos y pertenecientes a una misma comunidad del recuerdo, y el cultural, resultante de su institucionalización por parte de individuos específicamente designados para la tarea. El objetivo era comprender mejor las fuentes de las que se nutrieron los cronistas para informar, construir y transmitir el recuerdo de las catástrofes, así como las formas en las que las calamidades se dotaron de significados dentro de la historia de la orden y el papel que jugaron las amenazas naturales de efectos funestos en sus narraciones.

De este modo, con la presente investigación es posible arrojar luz, de un lado, sobre los fenómenos de comunicación que precedieron la construcción del relato oficial de la catástrofe y su incorporación en la memoria cultural de la orden. De otro, el análisis efectuado permite comprender mejor el papel de las crónicas como productos culturales llamados a convertirse en verdaderos manifiestos políticos y testimonios de la configuración de identidades, de nuevas realidades sociales y de los conflictos y equilibrios característicos de los mundos apenas descubiertos.

 

 

 

Bibliografía

 

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* Esta investigación se enmarca en el proyecto ERC Disasters, Communication and Politics in South-Western Europe. The Making of Emergency Response Policies in the Early Modern Age (European Union’s Horizon 2020 research and innovation programme-grant agreement No. 759829).

Asimismo, el artículo ha sido realizado en el ámbito de proyecto de Generación de Conocimiento Catástrofes de causa climática y natural, gestión de la emergencia y discursos políticos, científicos y religiosos en el Mediterráneo occidental y la América Hispana, siglo XVIII (PID2021-122988NB-I00).

[1] Por “desastre natural” entendemos las consecuencias catastróficas que pueden verificarse tras el desencademaniento de fenómenos naturales de carácter extremo. A pesar de que en este trabajo se empleará dicho término, la autora comparte las precisiones sobre el concepto efectuadas en los últimos tiempos desde la Antropología cultural aplicada a los Disaster Studies y según las cuales los efectos calamitosos generados por una amenaza natural constituyen en realidad la consecuencia directa de una vulnerabilidad y de un riesgo socialmente construidos. Véase García Acosta (2005).

[2] Con el término “indiano” el autor se refiere no solo a los nacidos en América, sino a cualquier sujeto que, llegado a Europa, fuera reconocido como tal en virtud de sus vivencias precedentes en el Nuevo Mundo.

[3] Los otros dos niveles concebidos por Assmann son la memoria mimética (conectada con la acción, con aquello que se aprende copiando) y la memoria de las cosas, es decir, el conjunto de objetos con los que convive el ser humano y que le permiten rememorar a sí mismo y a sus antepasados. En Assmann (1997: XVI).

[4] El manuscrito de Vázquez se compone de seis libros. Los primeros cuatro (que el autor define como primera parte) se encuentran en Archivo Histórico Nacional de Madrid (AHN), Códices, L. 41. Recuperado de: http://pares.mcu.es/ParesBusquedas20/catalogo/show/2612400?nm. Los libros cinco y seis (segunda parte) en AHN, Códices, L. 42. Recuperado de: http://pares.mcu.es/ParesBusquedas20/catalogo/description/2609267.

[5] Sobre las incertidumbres relativas a la fecha de publicación, véanse las consideraciones de T. Aparicio López (1991: 19).

[6] Las pretensiones de verdad en las crónicas históricas de Edad Moderna constituían una de las “leyes” del género que los autores de diversa proveniencia recuerdan en los prólogos de sus obras. Al respecto, merece la pena recordar las palabras de Bernardo De Torres (1657) en la parte inicial de su crónica. En el apartado “Razón de las materias en comvn que esta obra contiene” refería las dificultades que había encontrado para “aueriguar la verdad de casos entre tantas tinieblas de omisión y descuido nuestro” y se excusaba con el lector por sus errores, parafraseando a Séneca y afirmando que “Ni vna palabra se encamina a la ofensa, o a la Isonja [lisonja?], sino solo a la verdad, y a la mayor gloria de Dios, edificacion del proximo, y honor de nuestra Prouincia” (s. n.). En la misma línea se halla la declaración de fray Ioan de Morales, de la orden de los mínimos, en su crónica sobre la provincia de Andalucía de 1619: “Escriuo, no oratoria, sino historia: aquella agrada con suavidad y dulçura: esta con fuerça e instancia, aunque amargue...Y de las leyes que se ponen al que la escriue [...] es la primera, que ni mienta, componiendo falso, ni lisonjee callando lo verdadero, ni pretenda ganar gracias, ni de motivos ni de odios [...]”. En Atienza López (2012: 34).

[7] AHN, Códices, L. 42. f. 10v.

[8] La desconfianza que mostraron los jesuitas hacia la memoria oral se atisba aún en el siglo XVIII como demuestran las declaraciones del cronista arequipeño Ventura Travada. En la historia de su ciudad natal El suelo de Arequipa convertido en cielo, terminada alrededor de 1750 pero que quedó manuscrita hasta su edición por Manuel de Odriozola en 1877, afirmaba que no podía relegarse la transmisión de las cosas notorias a la oralidad, “como si la notoriedad con que les consta á los que son presentes testigos de vista de los sucesos, pudiera trascender á los que se siguen á vivir porque aunque no dejan de comunicarse, estas las desfigura el tiempo, las abulta la aficion, y las disminuye la fragilidad de la memoria, quedando tan informes que cualquiera que se dedica á historiarlas, recela transcribirlas por faltarles la individualizacion de las circunstancias, por cuya certeza se manifiestan las verdades”. En Travada (1877 [ca. 1750]: 23-24).

[9] En concreto, transcribe las palabras del pontífice (“Terremotus magni per locca: ecce respectus irae desuper”), para motivar la idea según la cual, los temblores son castigo y expresión de la ira divina contra los pecadores. AHN, Códices, L. 42. fol. 5r.

[10] El volumen contó con una amplia difusión y con varias ediciones. La consultada para este trabajo es la publicada en Sevilla en 1594 por el impresor Rodrigo de Cabrera, pero no fue la primera que se remonta, como se ha especificado, al año 1585 en la misma ciudad de Sevilla y por el mismo tipógrafo.

[11] A diferencia de Torres, que proporciona detalles concretos sobre los efectos de la erupción sobre el territorio y sobre la población, Río, y en consecuencia Solórzano, presentan una lectura moral del acontecimiento, dirigida a la demonización de los indígenas y de sus prácticas religiosas en cuanto considerados la causa principal del castigo infligido por Dios a través del volcán.

[12] AHN. Códices, L. 41. fol. 1r.

[13] AHN. Códices, L. 41. fol. 2r. La cursiva es nuestra.

[14] Sobre las dificultades de los cronistas de diversas órdenes religiosas para imprimir sus obras véase Gálvez Peña (2017).

[15] En la introducción de la crónica: AHN. Códices, L. 41. s. fol.

[16] En dichas interpretaciones, siempre según Quisbert, jugaron también un papel relevante los relatos prehispánicos de la tradición Huarochirí recogidos a inicios del siglo XVII. En Quisbert Condori (2016: 48).

[17] En Perú, se trataba de cultos que precedían al Tahuantisuyo y que habían conseguido mantenerse a pesar de la represión católica en los siglos XVI y XVII, puesto que su práctica podía ocultarse fácilmente en cuanto precisaba únicamente la cercanía al elemento natural venerado. En Petit-Breuilh (2006: 119).

[18] No todos los religiosos se mostraron a favor de la asimilación de cultos indígenas a los cristianos. Así mostraba su desprecio ante dicha práctica Bartolomé de las Casas: “Sabía bien [el demonio] que por esta via y con esta industria [la asimilación], no solo no perdia nada, pero ganaba mucho mas; porque baptizándose la gente, y baptizados, adorando los ídolos juntamente, á Dios causaba mayor ofensa, y mayores tormentos á los que por este camino engañaba”. En Casas (1909 [1552]: 349).

[19] Así por ejemplo, Ximena Medinaceli recuerda que en el relato del cronista indígena Juan Santa Cruz Pachacuti, Tunupa nunca muere ni es castigado. En Medinaceli (2012: 138).

[20] La intercesión de Francisco Javier en la supervivencia de Villarroel determinó que las fuentes jesuitas sucesivas alimentaran la memoria del éxito de la orden agustina en Perú a partir del seísmo de 1647. Al respecto, basta mencionar la carta del jesuita de Lima, Juan González Chaparro (1648), escrita al procurador de la viceprovincia de Chile, Alonso de Ovalle, el 13 de julio de 1647 y que fue todo un éxito editorial en Europa. La memoria de Villarroel (y por tanto, del favor mostrado hacia la orden por Dios y por su intercesor, Francisco Javier, durante el terremoto) permanece viva a mediados del siglo XVIII entre los miembros de la Compañía, como demuestra el texto del ya citado Ventura Travada, que dedicó varias páginas a la vida del agustino y a recordar la ardua empresa que debió afrontar para la reconstrucción de Santiago tras el desastre. En Travada (1877 [1750 ca.]: 119-134).

[21] AHN. Códices, L. 41. Fol. 29r y v (en el libro 1, capítulo 6, sobre el Cristo) y fols. 68r y v (libro 2, capítulo 4, sobre Villarroel). El fraile relaciona el crucifijo con otras imágenes milagrosas de la orden presentes en los conventos peninsulares de Sevilla, Zalamea y Burgos.

[22] Al respecto, es interesante que el presbítero y teólogo de Sevilla José Cevallos, en su respuesta a las explicaciones providencialistas de los terremotos aducidas por el obispo de Guadix y Baza, Miguel de San José, incluyera las argumentaciones de Gaspar de Villarroel para desmontar la teoría que veía en los pecados de los hombres el motivo de los seísmos. En J. Cevallos (1757: fol. 46).

[23] AHN, Códices, L. 42. Fols. 5v y 6r, respectivamente.

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