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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
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MAGALLÁNICA, Revista de Historia Moderna: 11 / 21 (Dossier)

Julio - Diciembre de 2024, ISSN 2422-779X

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“EL PESO QUE OCASIONA LA TURBADA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA”: NOTAS SOBRE DIFICULTADES EN EL TRABAJO DE LOS MAGISTRADOS DE LA AUDIENCIA DE LIMA (SIGLO XVII)

 

 

 

José de la Puente Brunke

Pontificia Universidad Católica del Perú, Perú

 

 

 

 

Recibido:        14/08/2024

Aceptado:       19/09/2024

 

 

 

 

Resumen

 

En un contexto en el cual se entendía que la justicia fundamentaba la autoridad del monarca, y en el que este debía dar cuenta a Dios de haberla preservado, la actuación de los ministros de las audiencias resultaba crucial. Ellos representaban al rey en la administración de justicia, y fueron muy numerosas las normas expedidas para garantizar su adecuado desempeño. Sin embargo, abundaron las dificultades que los magistrados enfrentaron para hacer efectiva la justicia. Este artículo pretende analizar esas circunstancias en el caso de la Audiencia de Lima en el siglo XVII. Los ministros de ese tribunal afrontaron factores externos -como el representado por la lentitud de las comunicaciones y la lejanía de la metrópoli-, pero también fueron responsables de acciones y omisiones que impidieron la consecución de la justicia.

 

Palabras clave: Audiencia de Lima; Perú siglo XVII; administración de justicia; condiciones del trabajo de los jueces.

 

 

"THE BURDEN CAUSED BY THE TROUBLED ADMINISTRATION OF JUSTICE": NOTES ON DIFFICULTIES IN THE WORK OF THE MAGISTRATES OF THE AUDIENCIA OF LIMA (17TH CENTURY)

 

Abstract

 

In a context in which it was understood that justice was the basis of the monarch's authority, and in which he had to give an account to God for having preserved it, the performance of the ministers of the audiences was crucial. They represented the king in the justice administration, and many regulations were issued to guarantee their adequate performance. However, the magistrates faced many difficulties in enforcing justice. This article seeks to analyze these difficulties in the case of the Audiencia of Lima in the seventeenth century. The magistrates faced external factors -such as the difficulty of communications and remoteness from the metropolis-, but they were also responsible for actions and omissions that prevented the achievement of justice.

 

Keywords: Audiencia de Lima; seventeenth century Peru; administration of justice; working conditions of judges.

 

 

 

José de la Puente Brunke. Doctor en Historia (Universidad de Sevilla) y Bachiller en Derecho (Pontificia Universidad Católica del Perú). Es Profesor Principal del Departamento Académico de Humanidades (Sección de Historia) en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha sido Decano de su Facultad de Letras y Ciencias Humanas (2017-2023) y director del Instituto Riva-Agüero (2011-2017). Ha sido director de la revista Histórica y es miembro del comité editorial de diversas revistas académicas. Sus investigaciones están referidas a la historia social y política del Perú virreinal, a la historia del derecho indiano y a la historia del Perú del siglo XIX. Es autor, entre otros libros, de Encomienda y encomenderos en el Perú (Sevilla, 1992), y coautor de Historia común de Iberoamérica (Madrid, 2000), de El Perú desde la intimidad. Epistolario de Manuel Candamo (1873-1904) (Lima, 2008) y de El estado en la sombra. El Perú durante la ocupación chilena. Documentos administrativos (diciembre de 1881 – julio de 1882) (Lima, 2016). Es Miembro de Número de la Academia Nacional de la Historia. Pertenece también -entre otras instituciones- a la Academia Peruana de Historia Eclesiástica, al Instituto de Estudios Histórico-Marítimos del Perú y al Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano.

Correo electrónico: jpuente@pucp.edu.pe

ID ORCID: 0000-0002-8794-8034

 


 

“EL PESO QUE OCASIONA LA TURBADA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA”[1]: NOTAS SOBRE DIFICULTADES EN EL TRABAJO DE LOS MAGISTRADOS DE LA AUDIENCIA DE LIMA (SIGLO XVII)

 

 

 

Introducción

 

En el mundo hispano del tiempo de los Habsburgo se entendía que “la justicia es el fundamento del Trono Real”.[2] La autoridad del monarca perdía legitimidad si no estaba guiada por ella. Con este artículo pretendemos reflexionar en torno a algunos de los principales factores que entorpecieron la administración de justicia, con especial referencia a la Audiencia de Lima. Las dificultades que los magistrados tuvieron ante sí obedecieron a diversas circunstancias externas, de las cuales enunciaremos las más significativas. Sin embargo, la turbación de la administración de justicia se producía también por acciones u omisiones de los propios jueces. Muchos de ellos fueron objeto de acusaciones diversas en torno a su desempeño, y son numerosos los aportes académicos que en las últimas décadas han discutido en torno a ello. Por otro lado, podemos presumir que, asimismo, hubo magistrados que procuraron administrar justicia rectamente, asunto que igualmente trataremos.

Durante el siglo XVII abundaron en la península ibérica los escritos de diversos arbitristas que -al ponderar los problemas que enfrentaba la monarquía de España- reflexionaron sobre las Indias, en el marco de los problemas financieros y gubernativos que desde la metrópoli se iban percibiendo. Para el mantenimiento del imperio, la adecuada administración de justicia era entendida como crucial. Si bien se estaba produciendo una clara pérdida del predominio hispano en el escenario internacional -sobre todo en la segunda mitad de ese siglo-, varios autores han planteado que lo que experimentó la monarquía de España no fue tanto una decadencia, sino más bien una crisis, una restauración de equilibrios, y por tanto una “conservación” (GIL PUJOL, 2016: 25-26).[3]

La sociedad de esos tiempos estaba constituida por un conjunto humano sobre el que no actuaba un “Estado” en el sentido en que este término es entendido en nuestros días. La capacidad que tenía la monarquía de imponer su autoridad era muy limitada, débil y mediatizada, y “los designios del rey nunca se impusieron de manera omnímoda y sin transacciones” (YUN, 2004: XVII y XX); en otras palabras, podría decirse que se negociaba la obediencia (AMADORI, 2013). Si bien el monarca era la cabeza del cuerpo político y la última instancia jurisdiccional, su verdadero poder estaba vinculado con el complejo conjunto de instancias locales con las que tenía que negociar sobre asuntos tan variados como la cobranza de impuestos, la defensa de los territorios o el mismo mantenimiento de la paz social (HERRERO, 2023: 501). En otras palabras, se trataba de “un complejo entramado de poder que evidencia un delicado y dinámico equilibrio entre la Corona y los poderes locales”, basado en presupuestos transaccionales, y en el cual las decisiones eran relativamente descentralizadas. (YUN, 2004: 121, 123 y 128) Las elites de los diversos territorios tenían grandes posibilidades de maniobrar políticamente y de obtener ventajas materiales, todo lo cual constreñía la capacidad de acción de la Corona; esta, sin embargo, supo mantener en lo fundamental su predominio, al precio de tolerar grandes cotas de autonomía. (RIBOT, 2023: 277)

Como telón de fondo de este escenario, se daba un conflicto entre dos lógicas, como bien lo ha ponderado Francisco Andújar: por un lado, la del ideal del “buen gobierno” -fundamentado en la justicia-, y por el otro la de las urgencias financieras de la Corona. Ese conflicto, por ejemplo, hizo que Felipe IV retrocediera en su propósito de frenar el proceso de venta de oficios públicos -para lo cual había alegado que solo debía atenderse a los méritos personales, de acuerdo con los principios de la justicia distributiva- y se viera forzado a continuar con las ventas de oficios y honores. Para ello se buscó equiparar los aportes económicos -entendidos como “servicios”- con los méritos. Así se legitimaba -bajo el concepto del beneficio, o del donativo- la concesión de mercedes a cambio de apoyo económico. La justicia distributiva era también vulnerada cuando las mercedes se otorgaban en razón de vinculaciones de parentesco o de relaciones de carácter clientelar (ANDÚJAR, 2022: 19-21). Probablemente a ello se refirió en la década de 1680 Gabriel Fernández de Villalobos, marqués de Barinas, cuando, al criticar los abusos de diversos magistrados en Indias, afirmaba que era importante advertir “por dónde se desvía y derrama el agua de la justicia”, y también “discurrir los medios de reducirla a sus canales” (FERNÁNDEZ DE VILLALOBOS, 1949: 26).

 

Gobernar era juzgar

 

El cometido principal del monarca era el de hacer justicia; es decir, el de dar a cada uno lo suyo, y así mantener la paz social. Para ello se valía de los jueces, por la potestad jurisdiccional que les otorgaba. (SÁNCHEZ-ARCILLA, 2019: 50, nota 61) Estamos, pues, ante una tradición “jurisdiccionalista”, fundamentada en un esquema jurídico, político y social que era entendido como natural, fruto de la creación divina, e integrado por numerosas corporaciones con atribuciones de autogobierno, el cual se ejercía a través de los órganos de justicia. Todo poder era poder de justicia -iuris dicere-, el cual debía garantizar la paz de la comunidad, a partir de la ubicación de cada persona en un lugar determinado, de acuerdo con una jerarquización que no podía variarse. (BARRIERA y GODICHEAU, 2022: 11) La justicia se entendía como conservación de un orden preestablecido. El poder no creaba ni constituía, sino que garantizaba y conservaba un orden natural y social trascendente, y que procedía de una creación divina. Se trataba de conservar equilibrios y proporciones de ese orden natural. (AGÜERO, 2007: 25-29) En palabras de Carlos Garriga (2007), “el oficio de rey consiste en el mantenimiento de un orden que se identifica con la justicia” (p. 65); así, la justicia era “lo dominante y definitorio de la función del rey” (FERNÁNDEZ ALBALADEJO, 1992: 75).

Los monarcas lo tenían claro. En 1543 el emperador Carlos se dirigía al futuro Felipe II en las célebres instrucciones de Palamós: “esta virtud de justicia es la que nos sostiene a todos”. A su vez, Felipe IV escribió que “es la justicia la basa que carga todo el gobierno de una monarquía”. Y en esa misma línea su valido, el Conde Duque de Olivares, entendía que la justicia era “una de las columnas más fuertes para el sustento de la autoridad real y de sus reinos” (GIL PUJOL, 2016: 41). Y el arbitrista Martín González de Cellorigo expresó que “la perfección de un reino no consiste en la grandeza de estados, sino en la consistente y armoniosa justicia entre los ciudadanos” (GIL PUJOL, 2016: 141). Los virreyes del Perú manifestaron también su convencimiento de que el logro de la justicia era el objetivo central que debían alcanzar. Así, el marqués de Montesclaros afirmó en 1611 que siempre era bueno prevenir “punto tan sustancial como la seguridad de la justicia”.[4]

 

La distancia y sus complejidades

 

Baltasar Gracián sostuvo que la gran extensión y la diversidad de los territorios de la monarquía de España suponían una notable dificultad para el establecimiento y la conservación de la autoridad: “Pero en la monarquía de España, donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir (…)” (citado en RIBOT, 2023: 274-275). Diversos análisis han ponderado los mecanismos que permitieron la integración y la permanencia bajo la autoridad del monarca de dominios tan vastos, y tan alejados entre sí, durante tres centurias. Así, por ejemplo, se ha estudiado la circulación de personas en los ámbitos ibéricos, y se ha valorado cómo ello ayudó a cohesionar los diversos territorios. Entre ellos estaban los agentes de la administración, y en particular los magistrados de las audiencias, (MAZÍN y RUIZ IBÁÑEZ, 2012: 10) que constituyeron una suerte de “argamasa” que contribuyó de modo decisivo a integrar los dominios hispánicos. (PONCE, 2017b: 462)

A pesar de las dificultades, en diferentes ámbitos se dio una comunicación bastante fluida, tal como podemos comprobarlo en el caso de la búsqueda de justicia de parte de integrantes de la república de indios, muchos de los cuales fueron unos auténticos “cosmopolitas andinos”. Numerosos indígenas lucharon contra la distancia para conseguir la justicia real, a través de la elaboración de cartas de poder, de gestiones con magistrados diversos y de viajes, no poco frecuentes, de ellos mismos a la península ibérica. El anhelo de justicia generó “un ámbito de conexiones multifacético” que vinculó la metrópoli con sus dominios americanos. (PUENTE LUNA, 2022: 99-100, 104-105 y 148) Así, los integrantes de la república de indios mostraron su aptitud para involucrarse en redes transatlánticas y para negociar con diversos niveles de poder con el fin de alcanzar justicia. (CUNILL, 2019: 484)

Los problemas generados por la distancia constituyeron uno de los factores que más fuertemente condicionaron las actuaciones de los magistrados. Lo expresó claramente el marqués de Montesclaros:

 

“Seaos (sic) advertencia que los que gobiernan Reinos tan apartados de la persona de S.M. están expuestos a calumnias, y que el que mejor procede corre mayor riesgo, porque siempre son en más número los enemigos de la justificación, que los que la siguen”.[5]

 

Juan de Solórzano Pereira manifestó esa misma preocupación en su Política indiana, al expresar que debía lograrse que los ministros de las audiencias fueran muy respetados, ya que representaban la autoridad de un monarca que estaba físicamente tan distante.[6] En este sentido, el magistrado Pedro de Meneses, siendo fiscal de la Audiencia de Lima, dio a entender que, por el problema de la distancia, una sentencia injusta en Indias era más perjudicial que en la metrópoli:

 

“Y en las de las Indias debe proceder esto con más justa causa y razón que en las de España, por estar tan distante el remedio del Consejo en las cosas de necesidad, que tiene tanta fuerza, que hace juez competente y legítimo al incompetente”.[7]

 

Las dificultades en los desplazamientos constituían otro aspecto vinculado con la distancia que obstaculizaba el trabajo de los magistrados. Citaremos el caso de Gabriel Gómez de Sanabria, quien sirvió en la Audiencia de Charcas antes de llegar al tribunal limeño. El viaje que hizo con su familia desde Sanlúcar de Barrameda hasta su primer destino duró casi dos años. Ocho eran los meses previstos para el desplazamiento y, por el gran retraso que sufrió, la Corona dispuso que los oficiales reales de Potosí le abonaran un estipendio por los gastos no previstos. No obstante, casi quince años más tarde -cuando ya era oidor en Lima- el magistrado fue requerido para que reintegrara esa suma, con cuyo objeto se le retuvo su remuneración en la capital virreinal. Recurrió ante la propia Audiencia, indicando que no tenía medios económicos adicionales, y que solo había traído de España “trastos de casa moderadísimos y apenas decentes”. Sus colegas de la Audiencia acordaron que el reembolso que debía efectuar lo hiciera en tres cuotas anuales y Gómez de Sanabria manifestó que “en vez de premio he sido afligido”. Esto se añadía a la pena pecuniaria que se le había impuesto como resultado de su juicio de residencia como oidor en Charcas. (LOHMANN, 1987: 592-593)

Además de los problemas generados por la distancia geográfica, deben mencionarse los referidos a las normas que buscaron establecer una distancia “social”: los magistrados debían mantenerse alejados de posibles vinculaciones con las sociedades en las que desempeñaban sus funciones, con el fin de garantizar una adecuada administración de justicia. Eran sólidos los argumentos esgrimidos por la Corona para pretender que los jueces se mantuvieran ajenos a los intereses y a la vida cotidiana de las sociedades en las que vivían. Las normas pretendían que fueran considerados inaccesibles. Esa lejanía era entendida como la mejor garantía para la consecución de una justicia imparcial, a la que el juez debía llegar, sobre todo, de acuerdo a su conciencia. (BARRIERA, 2022: 24) Para el caso de la Audiencia de Lima ya Lohmann Villena (1974) ha demostrado cómo el cumplimiento de esas restricciones resultaba casi imposible, y se conocen no pocos casos de quejas de magistrados por un conjunto de disposiciones que entendían como una muestra de desconfianza hacia ellos. Uno de los más notorios en sus protestas fue Pedro Vázquez de Velasco, quien fue oidor de la Audiencia de Lima y presidente de las de Quito y de Charcas. (PUENTE BRUNKE, 2009)

 

Las características propias del Nuevo Mundo y el cursus honorum de los magistrados

 

En las críticas a los magistrados no eran infrecuentes las alusiones influidas por los prejuicios, tan en boga entonces, sobre los supuestos efectos perniciosos de la tierra y del ambiente del Nuevo Mundo en general, y del Perú en particular. En ese sentido, son numerosos los textos, redactados en su mayoría por criollos, que desde el siglo XVII se empeñaron en refutar la idea de que el clima, el ambiente y la geografía americanas supusieran una rémora para la adecuada ejecución de las tareas de los agentes de la administración. Sin embargo, esa visión negativa del ambiente americano tuvo notable vigencia, y fue relacionada en ocasiones con la lejanía de España, como otro elemento que conspiraba contra el adecuado desempeño de los magistrados de las audiencias.

Eran frecuentes las alegaciones referidas a los peligros de los viajes transatlánticos, o a las incertidumbres de los traslados familiares al Nuevo Mundo, en términos de la adaptación a un medio desconocido y riesgoso. Tampoco fueron raros los casos de magistrados que explícitamente manifestaron su desengaño por ser destinados a Indias, cuando tenían un historial de servicio a la Corona que consideraban merecedor de una posición mejor, y más segura, en la metrópoli. Uno de los que expresaron más claramente su frustración por ello fue Lope Antonio Munive, quien sin embargo abrigaba la esperanza de que sus sacrificios en Indias pudieran dar lugar a mercedes mayores en el futuro.[8]

Presentar las Indias como un ámbito muy duro, y en el cual resultaba difícil desempeñarse correctamente, fue un argumento utilizado con frecuencia por los magistrados para resaltar sus merecimientos. Por ejemplo, con el fin de destacar sus méritos frente a los de sus pares de las audiencias peninsulares, muchos plantearon argumentos dirigidos a destacar lo difícil que era vivir en Indias, o lo arduo que resultaba desarrollar correctamente sus funciones en un contexto como el indiano, que presentaban como un ambiente que propiciaba la codicia o las acciones ilícitas. Por ejemplo, Gabriel Gómez de Sanabria lamentaba el hecho de que en Indias la causa del monarca estuviera “desamparada”, y manifestaba su deseo de dejar su plaza por el cansancio que la situación le generaba. (LOHMANN, 1987: 593) Es decir, con diversos argumentos se buscó afirmar que el desempeño de sus funciones era realmente meritorio.

Ocupar una magistratura en la Audiencia de Lima era considerado el exitoso final de un itinerario que solía comenzar con posiciones de menor rango en el propio tribunal, en otros tribunales del Nuevo Mundo, y en especial en las dos audiencias subordinadas: Quito y Charcas. Sin embargo, muchos de los oidores de la Audiencia de Lima ambicionaron seguir ascendiendo en el escalafón, con la ilusión de ocupar una plaza en el Consejo de Indias, o en algún otro Consejo en la corte.

Durante el siglo XVII fueron cada vez más frecuentes las manifestaciones de desaliento de magistrados que consideraban que no se les brindaba la posibilidad de ser promocionados a alguna magistratura en la península. Fueron muy pocos los que llegaron a ser nombrados consejeros de Indias. Varios ministros insistieron en el mérito de su desempeño en Lima, al igual que en los diversos padecimientos sufridos. Caso ilustrativo es el del oidor Juan Fernández de Boan, quien pidió expresamente una plaza en el Consejo de Indias:

 

“(…) tengo ciertas esperanzas de ver mis deseos cumplidos y que he de ver y servir a V.M. en esa Corte antes que me muera y cierto que estuve tan a pique de acabar con las cosas y todas las pretensiones del mundo los días pasados de una gravísima enfermedad de que me contaban ya con los muertos (…)”.[9]

 

El marqués de Montesclaros no dudó en señalar, en cuanto a los magistrados de la Audiencia, que “van cada día sus acciones de bien a mejor” (LATASA, 1997: 59), y manifestaba su extrañeza porque personas de tanto talento no hubieran sido promovidas a plazas del Consejo de Indias. Así, por ejemplo, de Fernández de Boan destacó “su limpieza e integridad”, y puso de relieve la “satisfacción general” que su desempeño suscitaba en Lima. Decía también de él que era “hombre de conocida bondad y mansedumbre”.[10]

Gómez de Sanabria hablaba de su “destierro”, al referirse a su servicio en Indias. Agradeciendo las cartas recibidas del fiscal del Consejo de Indias, Bernardino Ortiz de Figueroa, le decía que estas eran “particular consuelo de mi destierro”, y terminaba desahogándose: “cuando escribo a vuestra merced descanso de lo que me he podrido todo el año” (LOHMANN, 1987: 593).

No eran infrecuentes los comentarios elogiosos en torno a determinados ministros, de los cuales se afirmaba que reunían los merecimientos para ocupar plazas en los Consejos del rey. Así se expresó el célebre obispo Gaspar de Villarroel, en su Gobierno eclesiástico pacífico, al manifestar que el magistrado Juan Páez de Laguna era un individuo “de tantas letras y de virtud tan rara, que pudiera honrar la Presidencia de Castilla” (VARELA, 1906: 304).

Igualmente, el conde de Alba de Aliste, al elogiar a Álvaro de Ibarra como “el mayor escolástico que tienen las Indias”, y como el oidor más competente, decía: “(…) bien sé que en menos tiempo habrá dado motivo para que V.M. le lleve a uno de los Consejos de España”.[11]

Lo cierto es que la mayor parte de los consejeros de Indias no tuvo experiencia americana. Se alegó que ello conspiraba contra la justicia, ya que muchas veces se tomaban decisiones equivocadas por la falta de conocimiento de la realidad indiana, tal como lo expresó el marqués de Barinas:

 

“Saber entender al doliente, consolarle y aliviar su mal, y no que ahora se fía de quien no ha visto aquellos reinos, y que solo los gobiernan por las noticias que les dan, que es lo mismo que por intérprete, que casi jamás tiene las calidades que se requieren (…). Por esta razón, rarísima vez aciertan en las determinaciones que toman para el gobierno de las Indias; engaño que no le padeciera quien por su persona hubiera estado en aquellos reinos (…)” (FERNÁNDEZ DE VILLALOBOS, 1949: 119).

 

El crucial factor de las aptitudes del magistrado y de sus variadas funciones

 

Teniendo en cuenta las graves responsabilidades de los ministros de las audiencias, se vio como crucial que tuvieran especiales aptitudes. En el contexto casuista de la época, imperaba el ideal del “buen juez”, que ante todo resolvía en conciencia, y de cuyos atributos principales destacaban cinco: ciencia, experiencia, entendimiento agudo, rectitud de conciencia y prudencia. Se trataba de cualidades que debían mostrar el alto nivel intelectual y moral de esa persona cuyo cometido era decidir ante los casos que se le presentaban, y que lo hacía teniendo gran libertad. (TAU, 1992: 487-488)

En este sentido, en ocasiones ciertas peculiaridades de los magistrados causaban preocupación. Por ejemplo, el marqués de Montesclaros observó en el oidor Juan Páez de Laguna una personalidad muy dada a los escrúpulos, lo cual no solo lo atormentaba, sino que generaba dilaciones en las resoluciones de los procesos:

 

“Hombre de muchas letras, grande virtud y limpieza, deseoso de acertar en su parecer, aunque es tan arrimado a escrúpulo que valiéndose de la remisión para dar salida a la congoja causa muchas veces disensión en los pleitos, y estorbo a la resolución de los compañeros”.[12]

 

Había también magistrados a los que se les achacaba poca contracción al trabajo, con lo cual los casos que estaban a su cargo quedaban “desamparados”. El conde de Salvatierra consideró especialmente grave el caso del fiscal Juan de Valdés y Llanos, no solo por ser “poco activo en las cosas de justicia”, sino sobre todo porque “fía todo esto de un hijo colegial de poca edad que lo dispone y responde, con que todo se pone de peor condición”.[13]

Muy diversas eran las funciones que se encomendaban a los ministros de la Audiencia. Entre otras, por turnos, los oidores debían visitar el territorio; o inspeccionar las cárceles; en ocasiones eran encargados del gobierno de los enclaves mineros de Huancavelica o Potosí; o recibían comisiones vinculadas con el cuidado de la Real Hacienda; o tenían a su cargo determinados juzgados específicos; en el ámbito militar un oidor era auditor general de guerra; también se les encomendaba visitas de la Armada del Mar del Sur; igualmente a un oidor se le solía encomendar el asesoramiento del virrey.

Siendo oidor en la Audiencia de Charcas, Juan Jiménez Lobatón fue comisionado en tres ocasiones por dos virreyes -el conde de Santisteban y el conde de Lemos- con el gobierno de la Villa Imperial de Potosí. Además, el conde de Castellar le encomendó “que ajustase los tanteos atrasados anuales” de las Cajas Reales de Potosí. Posteriormente, ya como oidor en Lima, recibió del virrey duque de la Palata el encargo de disponer y establecer la Casa de Moneda en Lima, labor en la que continuó bajo el gobierno del conde de la Monclova.[14] 

Por su parte, el oidor Francisco López de Dicastillo, además de sus funciones en los estrados de la Audiencia, ejerció como juez privativo del derecho de la media anata, y también como juez del juzgado de la Caja de Censos de Indios de Lima, y juez de alzadas del comercio de Lima. El conde de la Monclova destacaba que todas esas funciones las había desempeñado “con el mismo celo y puntualidad” que las de oidor, y “(…) con tal aplicación que no le han embarazado estos cargos al principal de su plaza en asistir a la Real Audiencia”.[15]

Antonio Pallarés y Espinosa, quien fue alcalde del crimen y oidor de la Audiencia de Lima, ejerció también como auditor general de la guerra, juez de bienes de difuntos y juez de alzadas del Consulado; y tuvo a su cargo también el gobierno de Huancavelica.[16] El caso de Pallarés es revelador, porque no solo muestra la diversidad de las actividades que desarrollaban los magistrados, sino que también nos señala las dificultades que afrontaban por los insuficientes salarios, o porque determinados encargos no se remuneraban. Pallarés sirvió al monarca en diferentes posiciones por más de treinta años, y no hemos encontrado referencias o indicios de inconductas de su parte. En la península fue Teniente de Corregidor de Granada y de Madrid, y luego pasó al Nuevo Mundo, como magistrado de la Audiencia de Santa Fe de Bogotá. Posteriormente se trasladó a Lima. En un memorial que dirigió al monarca a fines de la década de 1690, alegaba que había ejecutado “muchas comisiones” que el Consejo de Indias le había encomendado, “sin salario ni ayuda de costa alguna”. Decía también que llevaba siete años como auditor general de la guerra, “sin sueldo ni emolumento alguno”. Lo grave era que, habiendo recibido el nombramiento de oidor de la Real Cancillería de Valladolid, no pudiera aceptarlo, por serle imposible costear el viaje a España junto con su familia. Por eso solicitaba al monarca alguna renta sobre encomiendas en indios vacos para quien se casara con su hija, a la cual “no le ha podido dar estado por no tener medios”. Ante este pedido, la Cámara de Indias certificó que no había cargos contra ese oidor, y así se comunicó al virrey que “en lo que tuviere de su provisión, le emplee y acomode”.[17]

En cuanto al gobierno de Huancavelica, el conde de la Monclova se manifestó contrario a que estuviera a cargo de un oidor de la Audiencia, ya que no necesariamente los magistrados tenían las cualidades necesarias para un cometido tan trascendente, y tan distinto de las funciones propiamente judiciales. En carta al monarca alegaba, además, que muchos de los oidores eran de edad avanzada, y que para el gobierno de Huancavelica se requería de personas “de mucha agilidad y actividad para entrar en la mina y visitarla con frecuencia”, previniendo los extravíos de los azogues y fomentando la mayor producción de los mismos:

 

“(…) y podrá suceder que algunos ministros sean muy a propósito para asistir en la Audiencia en las horas de su obligación, ver los pleitos y hacer juicio recto en determinarlos con justicia, y que les faltasen las cualidades expresas para el gobierno, sin las cuales no sea a propósito para manejarle con el acierto que conviene y que de ello resulten gravísimos perjuicios, no solo en la falta de azogues, sino en alguna ruina del cerro y ruina de Huancavelica” (MOREYRA y CÉSPEDES, 1955b: L).

 

El gobierno de ese centro minero, además, generó no pocos procesos contra los magistrados que lo ejercieron, como fue el caso de Tomás Berjón de Caviedes, quien fue suspendido de su plaza y tuvo que dar explicaciones sobre muchos cargos que se le hicieron en torno a los fondos de los que dispuso para la paga de los mineros.[18]

Los oidores recibían igualmente el encargo de hacer las visitas de cárceles, sobre lo cual surgieron también discrepancias entre ellos. Por ejemplo, cuando Juan Páez de Laguna era fiscal de la Sala del Crimen de la Audiencia, expresó ante el monarca su preocupación por que ciertos oidores tenían mucha “facilidad” en “soltar presos”, por lo cual el rey ordenó “que se vayan a la mano en estas solturas”.[19]

Muchos otros cometidos estuvieron a cargo de los magistrados de la Audiencia. Por ejemplo, el ya citado Gómez de Sanabria fue encargado del juzgado privativo de causas de contrabando de mercaderías procedentes de la China, lo cual -por cierto- le acarreó la inquina de quienes desarrollaban esos tratos ilegales y clandestinos. Recibió asimismo la comisión de visitar la Armada del Mar del Sur, de cuyo funcionamiento pudo corregir una serie de abusos. (LOHMANN, 1987: 597-598)

La recaudación de las medias anatas solía también ser encargada a ministros de la Audiencia, aunque en ocasiones hubo graves quejas por su ineficiencia, como en el caso de lo manifestado por José de Rezábal y Ugarte en su tratado sobre la materia. Afirmaba que no solía ser eficaz tal cobranza:

 

  “(…) y de haber confiado sucesivamente el arreglo y recaudación de las medias anatas a varios ministros de esta Audiencia, corrió su administración con tanto desorden, que en 1695 se hizo demasiado sensible el atraso que padecía este ramo, por no haberse hecho remisión alguna de caudales en los años anteriores”.[20]

 

Sin embargo, los ministros de la Audiencia siguieron recibiendo encargos de parte del virrey en el ámbito de la recaudación hacendaria. Por ejemplo, el conde de la Monclova confió a un oidor la cobranza del servicio de Lanzas, que habitualmente había estado a cargo de los oficiales de la Real Hacienda.[21]

 

Otros factores que podían turbar la administración de justicia

 

La insuficiencia de los salarios aparece como uno de los factores más mencionados, lo cual dificultaba varias de las labores de los magistrados. Por ejemplo, las visitas de la tierra a cargo de los oidores se hacían con poca frecuencia, lo cual era atribuido a las bajas remuneraciones, tal como lo dijo expresamente el marqués de Montesclaros, por lo cual propuso que aquellas se aumentasen. (LATASA, 1997: 75) El marqués de Guadalcázar planteó igualmente que se incrementase el salario de los oidores por las visitas de la tierra, para que “fuesen más apetecidas estas comisiones por esa ayuda de costa”.[22] Por su parte, el duque de la Palata ponderó las penalidades que esas misiones reportaban, por los gastos en que se incurría y sobre todo por “la aspereza de los caminos”. Por ello, llegó a proponer que a los oidores se les pagara por esas visitas “otro tanto salario, como el que gozaban por sus plazas”.[23]

Sin embargo, hubo magistrados que dejaron en claro que sí habían cumplido con visitar la tierra, a pesar de las dificultades. Lo dijo así el oidor Pedro Fraso, al criticar cómo los obispos no visitaban sus diócesis: “Es verdad que los caminos son muy malos, pero yo entré y salí por ellos (…)”.[24]

La situación pareció agravarse -en lo referido a las remuneraciones- cuando en la década de 1690 la Corona dispuso valerse, por una sola vez, de una tercera parte de los salarios de los ministros de las audiencias, “para la urgencia de las necesidades de la guerra”. Cuando el conde de la Monclova dispuso que los oficiales de la Real Hacienda retuvieran esa tercera parte de los salarios, los magistrados solicitaron formalmente que dicha retención no se efectuara. El virrey reconoció que las remuneraciones eran insuficientes, y refirió al monarca que

 

“(…) soy testigo de la necesidad que todos padecen y me consta que con la cortedad de los sueldos que gozan no se pueden mantener, así por los crecidos precios de los mantenimientos como de todo lo demás que necesitan para la decencia de sus personas y de los empleos que ejercen (…)”.[25]

 

Otro problema frecuente estuvo constituido por las discrepancias que se presentaban entre la Audiencia y el virrey en lo referido a las apelaciones ante la Audiencia de causas de gobierno, o en torno a las facultades del virrey en lo judicial. (PUENTE BRUNKE, 2010) Pero hubo también épocas de sintonía entre la audiencia y el virrey, como ocurrió con el marqués de Montesclaros. Quizá eso explique el que dicho virrey se hubiera mostrado en principio favorable a que sus proveimientos de gobierno pudieran ser apelados ante la Audiencia. Sin embargo, incluso el propio Montesclaros planteó que pudiera haber excepciones en ello, para que no se pensara que se podía “meter a pleito el sí y el no del virrey con tanta facilidad”. Además, daba a entender que no estaba bien que decisiones especialmente cruciales que debían estar en manos de los virreyes terminaran libradas “a lo que les pareciere a cuatro u ocho oidores que conozcan de los pensamientos y motivos del Virrey y deliberen en la negación o concepción (sic) como si fueran jueces árbitros y gobernadores absolutos”. Entre esas decisiones cruciales estaba, por ejemplo, la distribución de los indios de mita, sobre lo cual expresaba Montesclaros que “(…) se debe declarar que esto está absolutamente en manos del virrey, que ha de gobernar su arbitrio por leyes de razón y conveniencia, como hombre cristiano y de obligaciones, y que la Audiencia no se entremeta (…)”. A continuación recurría a la ironía para decir que, en el caso de que asuntos tan importantes a cargo del virrey pudieran ser decididos por la Audiencia, lo más práctico sería que esta se encargara directamente del gobierno:

 

“(…) que si esto no se les fía y deja a los virreyes, más a propósito será que los primeros pedimientos sean en los estrados de justicia, y se excuse una instancia, y cuarenta mil ducados que se dan al virrey, que a menos costa holgarán las Audiencias de encargarse del gobierno”.[26]

 

Por otro lado, era frecuente que las plazas de oidores en las audiencias no estuvieran cubiertas en su totalidad, lo cual está vinculado también con el problema del gobierno en la distancia: por ejemplo, si moría en su oficio un oidor, el tiempo que tomaba su sustitución podía ser muy prolongado. Así, el conde de Alba de Aliste se quejaba de “la falta que hay de ministros” en la Audiencia de Lima.[27] Igualmente, los enfrentamientos personales entre magistrados de un mismo tribunal -que se dieron en no pocas ocasiones- podían también perjudicar la administración de justicia. (SÁNCHEZ-ARCILLA, 2019: 45)

En otras ocasiones se lamentaba que hubiera magistrados de la Audiencia que permanecieran en funciones en Lima durante muchos años, lo cual hacía más difícil el referido “aislamiento” que debían practicar con respecto a la sociedad limeña. El conde de Alba de Aliste, por ejemplo, expresaba en la década de 1650 la grave inconveniencia de que los magistrados “no se muden de unas Audiencias en otras”,[28] y Solórzano advertía que si un magistrado permanecía muchos años en un mismo tribunal causaría “embarazo para la libre y desinteresada administración de justicia”.[29]

 

La codicia como grave tentación y la pobreza como indicio de virtud

 

Son muy frecuentes las quejas que aparecen en contra de los agentes de la administración indiana en general, y de los ministros de las audiencias, en particular, con referencia a actuaciones que reflejarían abusos de diverso tipo, como fraudes, nepotismo, cohechos, baraterías[30] u otros incumplimientos de las normas que debían regir el desempeño de sus labores. Especialmente numerosas fueron las denuncias en torno a aprovechamientos ilícitos conducentes al enriquecimiento personal, configurándose situaciones de corrupción.[31] Son importantes los aportes de numerosos investigadores que han dado a conocer testimonios diversos sobre prácticas corruptas de parte de magistrados, pero también se ha puesto de relieve la importancia de examinar la eficacia de los mecanismos que la propia Corona había establecido para combatir esas prácticas, como fue el caso de los juicios de residencia. (SÁNCHEZ-ARCILLA, 2019: 23 y 31-32) Esos procedimientos, que buscaban neutralizar las malas acciones de los agentes de la administración, y por ende facilitar la consecución de la justicia, fueron varios. Además de los juicios de residencia y de las ya mencionadas normas que procuraban su “aislamiento” social, deben mencionarse las visitas -de diverso cariz-, las pesquisas, la obligación de efectuar inventarios de bienes antes de asumir los cargos, o la capacidad que toda persona tenía de denunciar actuaciones que considerara abusivas o delictivas. Se sabe también que los mecanismos de control oficiales eran de cierta utilidad incluso “cuando se hacía un mal uso de ellos por intereses personales” (PONCE, 2017a: 49 y 71-72).

Hace ya siete décadas Guillermo Céspedes del Castillo ponderó el hecho de que a lo largo del siglo XVII hubieran sido numerosas las denuncias sobre cohechos, abusos o inmoralidades de parte de agentes de la administración. Advirtió también sobre el error de asumir “a ciegas” la veracidad de todas las denuncias, teniendo en cuenta que había que cotejar cuidadosamente la documentación, y tener presente que “tanto la exageración como la calumnia han florecido con especial intensidad entre los pueblos de estirpe española”. A pesar de lo tentador del camino de la generalización, dicho autor sostenía también que hubo “jueces rectos” y agentes de la administración íntegros y capaces, aunque no fuera la regla general. (CÉSPEDES, 1954: 21) Ya hacia 1600 Martín González de Cellorigo advertía en torno a que los jueces rectos eran también objeto de duras críticas y acusaciones, dado que el juzgar era “lo que suele hacer aborrecibles a los más justos jueces” (1991: 158). Por su parte, el célebre magistrado Álvaro de Ibarra alertaba a la reina desde Lima, en 1669, sobre “las calumnias que padecen los que con celo, puntualidad y cuidado sirven en las Indias (…)”.[32]

Se suele identificar la corrupción judicial con el delito de cohecho, que supone el beneficio de carácter económico del juez. En efecto, la preocupación en torno a ese delito está en muchos de los autores de la época, al punto de que se llegó a reclamar “pena de muerte a quien recibiere cohecho o presentes de las partes litigantes”.[33] Sin embargo, hubo otras figuras -además del cohecho- en torno a las cuales también se puede hablar de corrupción, en la medida en la que se juzgaba “con acepción de parte”: por ejemplo, cuando el juez actuaba impulsado por el amor, por el odio o por el miedo. (SÁNCHEZ-ARCILLA, 2019: 205) La acepción de parte, o acepción de personas, inclinaba al juez en favor de uno de los litigantes en desmedro del otro, a causa de la superposición de la “persona privada” del juzgador sobre la “persona pública”. Eso implicaba que el juez hubiera sucumbido ante alguno de los que tradicionalmente se consideraron sus principales enemigos: el temor, la codicia, el odio o el amor. Si cedía ante alguno de ellos, abandonaba su papel de mediador de la justicia, y rompía la igualdad que su realización exigía. (GARRIGA, 2007: 85)

De esos cuatro enemigos, la codicia solía ser considerada la más peligrosa. Sin embargo, se distinguía entre la “codicia buena” y la “codicia mala” o, en palabras del marqués de Barinas, la codicia “moderada y templada” y la “extrema”. La primera era entendida como inevitable, “pues imposible es contenerse el hombre dentro de los términos y líneas de lo más perfecto, y el vivir sin exceder en algo no es dado a la naturaleza humana, sino a la angélica (…)”. Por tanto, la codicia que destruía los reinos era la extrema. Si esa codicia extrema se propagaba, “(…) lo que a los ojos de V.M. era algún día el pan cotidiano, que es vivir los ministros con solo su salario, puede ser que en otros ministros se tenga por veneno”. La consecuencia sería “que en todas las Indias no se administra justicia, y que dejan vivir a los súbditos en la ley que quiere cada uno, con escándalo público de todo el reino”. Así, si se produjera la perdición del Nuevo Mundo, la causa sería “la codicia de los jueces” (FERNÁNDEZ DE VILLALOBOS, 1949: 49, 53 y 118).”

Por otro lado, se planteó el hecho de la carencia de medios económicos de parte de un magistrado como una muestra de honradez, y como prueba de alejamiento de la codicia. Así, la Audiencia elogió al oidor Juan Páez de Laguna, afirmando que había servido honestamente y que era pobre. Es más: atendiendo a sus servicios, a la numerosa familia que tenía, “así como a la honrada pobreza en que su integridad y rectitud le tenían sumido”, el monarca dispuso en 1610 que se autorizara el matrimonio de su hija Ana Páez de Laguna y Santa Cruz “con persona de calidad del virreinato”, no obstante la prohibición existente para los matrimonios de hijos de magistrados con personas de la jurisdicción en la que se desempeñaban. Lo dispuso así el rey especificando que el enlace tendría que ser con persona que no supusiera inconveniente en “el buen uso del oficio del padre” (VARELA, 1906: 307-308 y 319), y que por tanto no tuviera pleitos en la Audiencia ni repartimientos de indios.

De Gabriel Gómez de Sanabria, quien se había desempeñado por más de treinta años como magistrado en las audiencias de La Plata y de Lima -audiencia esta donde fue por mucho tiempo el oidor más antiguo-, se afirmó que la mayor prueba de su buen desempeño era el hecho de haber dejado “muy pobres” a su mujer y a sus hijos. El virrey y la Audiencia, en carta dirigida al monarca, afirmaron que “(…) la mayor aprobación y calificación de sus servicios es haber dejado a doña María de Herrera, su mujer, y a sus hijos, muy pobres”.[34]

En 1637 el cabildo de Lima ya había solicitado al rey que premiara a dicho oidor.[35] Se sabe también que durante el periodo en el que vivió en Lima sufrió diversas necesidades económicas, por lo cual se endeudó con el banco de Juan de la Cueva por 2,000 pesos ensayados, para el “gasto ordinario” de su casa. (SUÁREZ, 2001: 148) Además, en la sentencia del juicio de residencia que se le tomó luego de su fallecimiento, se le declaró “por bueno, recto y limpio juez”. Esa absolución fue luego confirmada por el Consejo de Indias. (SÁNCHEZ-ARCILLA, 2019: 48, nota 58)[36]

Este caso de Gabriel Gómez de Sanabria es interesante. Nacido en Alcalá de Henares, su padre fue catedrático en la Facultad de Medicina de esa ciudad, y además se desempeñó como médico de cámara de Felipe II y de Felipe III. Gabriel, por su parte, además de magistrado fue poeta, y cultivó la amistad de Lope de Vega. Todo indica que en Lima tuvo un buen desempeño. Sin embargo, en sus previas funciones en Charcas fue condenado en su juicio de residencia a una suspensión de su oficio de dos años y una multa, a partir de varias acusaciones: entre ellas, algunas reacciones intemperantes en las salas de audiencia; las desavenencias con su colega Fernández de Montiel, cuando ambos eran los únicos ministros de la Audiencia; el haber jugado “con exceso” a los naipes; y sobre todo su relación de excesiva familiaridad con diversas mujeres. Gómez de Sanabria apeló al Consejo de Indias con éxito, ya que la suspensión fue revocada, y la multa reducida. (LOHMANN, 1987: 587-588 y 595)

Una vez instalado en Lima, le persiguió la acusación de presunta “conducta liviana” con las mujeres, al punto de que el virrey conde de Chinchón recibió instrucciones para que reservadamente convocara al magistrado, y que le llamase al orden sobre ese punto “con razones severas”. El vicesoberano informó que Gómez de Sanabria había recibido esa advertencia humildemente, luego de lo cual prometió enmendarse, lamentando la situación. Chinchón afirmó que algunos de esos cargos podían haber sido fruto de “chismes temerarios”, y en el caso particular del referido oidor expresó que “siempre le he visto proceder cuidadosamente desde que vino de Charcas” (LOHMANN, 1987: 595-596).

Sin embargo, andando el tiempo se le sometió en Lima a un proceso administrativo y se le suspendió en sus funciones, por haberse casado su hija Ana en el distrito de la Audiencia. El oidor se defendió señalando que contaba con una licencia del monarca para ello, y que además, al ser su hija viuda y emancipada, no le afectaban las disposiciones restrictivas sobre los matrimonios de los hijos de los oidores. La referida sanción implicó el que ya no percibiera su salario, lo cual puso en evidencia su frágil situación económica. Como afirma Lohmann, “su penuria debió de ser sumamente apurada”. Ante ello, el virrey marqués de Mancera dispuso que se le auxiliara con una subvención especial. Murió en 1647 en un estado económico angustioso: tenía pendientes de devolución varios préstamos, y debía también el alquiler de la casa en la que había vivido. Su entierro fue pagado con el fruto de la apresurada venta de tres escritorios: uno de carey, otro de ébano y uno con chapas de plata. De su juicio de residencia fue absuelto: el fallo póstumo no registró acusaciones ni civiles ni criminales, y se verificó que se había desempeñado “con puntualidad, limpieza y rectitud”, por lo cual se le proclamaba “ministro fiel”. Se ha dicho que fue una “tardía reparación” (LOHMANN, 1987: 603-609).

Otro caso de magistrado que parece haber tenido una limpia trayectoria es el de Melchor Domonte Robledo, quien en sus comunicaciones al monarca destacaba que había sido catedrático en Salamanca -donde había estudiado-, y que no había tenido inconveniente en aceptar en 1646 -“sacándome de la Universidad de Salamanca”- la plaza de alcalde del crimen de la Audiencia de Lima. En 1650 fue promovido a oidor de la misma Audiencia,

 

“(…) y en todo este tiempo que ha que sirvo no he escrito a V.M. sobre negocio particular mío, ni habrá oído contra mí queja alguna, de que doy a Nuestro Señor las gracias por el buen nombre que he conservado, reputación y crédito que es notorio”.[37]

 

Domonte se quejaba de haber caído en desgracia frente al conde de Salvatierra, quien lo había enviado a hacer la visita de la mina de Huancavelica, junto al oidor Juan de Peñafiel, “por ser ambos independientes, desinteresados y celosos del servicio de V.M”.[38] Según Domonte, el virrey no estuvo de acuerdo con las conclusiones de la visita, por haber sido estas favorables a la gestión de su predecesor, el marqués de Mancera, y por ello manifestó a Domonte su aspereza y “poco afecto” en muchas circunstancias, y sobre todo en los acuerdos de la Audiencia. Sin embargo, los virreyes posteriores expresaron elogiosos conceptos de Domonte. El conde de Alba de Aliste dijo de él que “(…) le hallo con crédito de ministro ajustado, y de limpio proceder, de conocida virtud y vida ejemplar, con que no es menos digno de que V.M. se sirva de honrarle y hacerle merced”.[39]

Aunque el conde de Santisteban no lo llegó conocer -pues Domonte ya había fallecido cuando se hizo cargo del virreinato-, dijo de él que cuando llegó al Perú “(…) hallé muy buenos informes y noticias seguras de haber muerto pobre, dejando a su mujer y tres hijos de poca edad en grande desamparo (…)”.[40]

Pedro de Meneses fue otro magistrado cuya viuda invocó la pobreza en que lo había dejado, y los muchos hijos que debía mantener. En 1656 solicitó al Consejo de Indias la mitad del salario de un año de su difunto marido, tal como era práctica usual con las viudas de los oidores. Destacaba además que Meneses había sido

 

“(…) ministro tan antiguo y de tan limpios y ajustados procedimientos y que en esta república y en todo el reino murió aclamado con aclamación de padre de pobres y de esta patria, y quedando la suplicante pobre y con tantos hijos (…)”.[41]

 

Tras la muerte en Lima del oidor Carlos de Cohorcos, el conde de la Monclova escribió que había dejado a su viuda y a sus siete hijos con graves necesidades económicas, ya que él había fallecido “sumamente pobre”. Esas necesidades se atribuían al hecho de que dicho magistrado hubiera obrado siempre con “limpieza y rectitud”. Por eso, el virrey pedía al monarca alguna compensación económica para la viuda, “para alivio de los ahogos en que ha quedado”, por estar “tan destituida de medios”.[42] Dos años después murió el oidor Pedro Trejo, e igualmente el mismo virrey ponderaba su situación de pobreza y la rectitud con la que se había desempeñado, y solicitaba apoyo económico para los gastos derivados del funeral.[43] Por una carta de la Audiencia enviada al rey en esas fechas, sabemos que el virrey Monclova había ordenado a su mayordomo que socorriera a la viuda de Trejo, Catalina Navarro, con “dos pesos al día para alimentarse”. La Audiencia ponderaba los servicios de Trejo como magistrado por más de una década, y aludía a los “empeños y necesidad” con los que había dejado a su viuda.[44]

En 1693 se produjo el deceso del oidor Juan Jiménez Lobatón, luego de haber sido nombrado presidente de la Audiencia de Charcas, y cuando se disponía a viajar a su nuevo destino. Tenía casi treinta años de servicios como magistrado, habiendo servido dieciocho de ellos precisamente como oidor en La Plata. El virrey Monclova solicitaba al monarca una dotación económica para su viuda, que además de haber quedado con diez hijos -la mayoría de corta edad-, había ya enviado a Charcas sus pertenencias, incluyendo su librería y alhajas, y había pagado los gastos correspondientes.[45]

El conde de la Monclova se refirió reiteradamente -en sus cartas al monarca- a las dificultades económicas de los magistrados de la Audiencia, al punto de haber manifestado que, de los cinco ministros que habían fallecido durante su gobierno, cuatro de ellos habían sido enterrados “casi de limosna”.[46] 

 

A modo de conclusión

 

El presente trabajo se ha situado en el ámbito de la denominada “historia de la justicia”, entendida como área de estudio con objetivos más modestos que la historia jurídica o la historia del Derecho: no pretende estudiar los ordenamientos jurídicos ni la producción de derecho, sino ofrecer contribuciones en torno al desempeño de los jueces, las relaciones con su entorno y entre ellos mismos, o su circulación, entre otros aspectos de interés. (BARRIERA, 2018: 27) En ese sentido, hemos examinado algunas de las circunstancias externas que dificultaron la labor de los magistrados de la Audiencia de Lima, y también aspectos atribuibles a sus propias actuaciones en perjuicio del logro de la justicia. Entre ellos, la tentación de la codicia tuvo un protagonismo evidente y, de otro lado, las alegaciones de pobreza eran planteadas como muestras de virtud. Hemos intentado asomarnos a la trayectoria de algunos magistrados con el fin de ofrecer mayor información sobre la complejidad de sus labores, de sus vidas cotidianas, de sus aspiraciones y de sus frustraciones.

En definitiva, se ha aludido a una serie de factores que suponían, de un modo u otro, una rémora para la adecuada administración de la justicia. No ha sido nuestro propósito la exhaustividad en cuanto a la mención de cada una de las circunstancias perturbadoras de la misma; han sido mencionadas las que nos parecen más relevantes, a la luz de la documentación consultada. Con la información brindada en este trabajo esperamos contribuir a que posteriores análisis de mayor aliento puedan ofrecer un panorama más certero en cuanto al peso que ocasionó “la turbada administración de justicia”.[47]

 

 

 

Bibliografía

 

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[1] Consejos a un primer Ministro (sin fecha ni firma). Biblioteca Nacional de España (en adelante, BNE), Mss/19512, f. 20v.

[2] Lo escribió el jurista Gutierre Marqués de Careaga, en Por el estado eclesiástico y Monarquía española. Respuesta al discurso del Licenciado Gerónimo de Cevallos, Regidor de la ciudad de Toledo, que dirigió al Señor Presidente de Castilla, persuadiendo a Su Señoría Ilustrísima que esta Monarquía de España se iba acabando y destruyendo de todo punto, a causa del estado eclesiástico, fundación de religiones, capellanías, y aniversarios, y mayorazgos. Pruébase que los remedios que da para su conservación, reparación y enriquecer a Su Majestad y a todo su Reino son para empobrecerle, destruirle y arruinarle de todo punto. Da las causas que hay para el aumento o disminución de una Monarquía o República; con algunas advertencias para su conservación, fundadas en doctrina católica y verdadera. Por el Doctor Don Gutierre Marqués de Careaga, natural de la ciudad de Almería, Teniente de Corregidor de la ciudad de Granada, y antes lo fue de la de Segovia, y de la villa de Madrid, Corte de Su Majestad. Granada, 1620. BNE, VE/1552/26, f. 4v.

[3] Las discusiones sobre la “conservación” son estudiadas en un reciente libro colectivo (BRAVO y QUIRÓS: 2023).

[4] Carta de gobierno del virrey marqués de Montesclaros. Los Reyes, 16 de octubre de 1611. En “Quaderno de papeles que dan luz de material de Indias, deducido de los del marqués de Montesclaros”. BNE, Mss. 19521, f. 50v.

[5] Instrucción que el Marqués de Montesclaros, siendo Virrey de la Nueva España, dio a un criado suyo, enviándole a España (sin fecha). BNE, Mss/3207, p. 713.

[6] Solórzano Pereira, Juan de: Política indiana. Madrid, 1648, libro V, cap. IV, N° 12.

[7] Pedro de Meneses: Alegación en derecho, en defensa de la jurisdicción real (…). BNE, PORCONES/243 (16), f. 39v.

[8] Memorial de Lope de Munive incluido en Decreto de S.M. Madrid, 8 de febrero de 1666. Archivo General de Indias, Sevilla (en adelante, AGI), Lima, 17. Punto importante es el de los magistrados naturales del Perú, y las vinculaciones que tuvieron con los virreyes a lo largo del siglo XVII (BARRIENTOS, 2020).

[9] Carta del Licenciado Fernández de Boan. Los Reyes, 24 de marzo de 1612. Biblioteca de la Real Academia de la Historia, Madrid. Colección Salazar y Castro, A-83.

[10] Copia de carta del virrey marqués de Montesclaros a S.M. Callao, 29 de marzo de 1609. AGI, Lima, 275, f. 83.

[11] El conde de Alba de Aliste a S.M. Lima, 7 de julio de 1657. AGI, Lima, 59.

[12] Carta del virrey marqués de Montesclaros a SM. Callao, 29 de marzo de 1609. AGI, Lima, 275.

[13] Carta del virrey conde de Salvatierra a SM. Los Reyes, 8 de septiembre de 1654. AGI, Lima, 59.

[14] Carta del conde de la Monclova a S.M. Lima, 15 de octubre de 1693 (MOREYRA y CESPEDES, 1954: 315-316).

[15] Carta del conde de la Monclova a S.M. Callao, 12 de septiembre de 1696 (MOREYRA y CÉSPEDES, 1955a: 169-170).

[16] Carta del conde de la Monclova a S.M. Lima, 23 de noviembre de 1701 (MOREYRA y CÉSPEDES, 1955b:  142-143).

[17] Decreto de S.M. de 8 de febrero de 1699. AGI, Lima, 20.

[18] El Doctor Don Tomás Berjón de Caviedes, Oidor de la Real Audiencia de Lima, da satisfacción a los cargos que por comisión del Consejo le fulminó el Doctor Don Álvaro de Ibarra, Inquisidor de aquella ciudad, electo Presidente de Quito, sobre la distribución de 232,000 pesos que libró el Virrey Conde de Santisteban para la paga de los mineros de Huancavelica, donde fue Gobernador (impreso; sin fecha). BNE, PORCONES/228 (1).

[19] Orden dada en Valladolid el 10 de mayo de 1605 (VARELA, 1906: 314).

[20] Rezábal y Ugarte, Joseph de: Tratado del Real Derecho de las Medias-Anatas seculares y del servicio de Lanzas a que están obligados los títulos de Castilla. Origen histórico de este juzgado en el reino del Perú. Reglas con que se administran estos ramos en ambas Américas, conformes en la mayor parte a las 0que están prescritas en España para su adeudo y recaudación. Madrid, 1792.

[21] Rezábal y Ugarte, op. cit., p. 119.

[22] Relación del virrey marqués de Guadalcázar al conde de Chinchón. BNE, Mss. 3079, f. 9v.

[23] Juicio de residencia del virrey duque de la Palata. Biblioteca del Palacio Real, Madrid. Papeles en Derecho, XIV/3009, N° 7, fs. 10-10v.

[24] Consulta y parecer del Señor Don Pedro Frasso, oidor de esta Real Audiencia de Los Reyes, y Asesor General del Gobierno, al Excmo. Señor Don Melchor de Navarra y Rocafull, del Consejo de Estado de Su Majestad, Virrey y Capitán General del Perú, Tierra Firme y Chile. BNE, Mss. 20057/1, N° 109.

[25] Carta del conde de la Monclova a S.M. Lima, 12 de agosto de 1695 (MOREYRA y CÉSPEDES, 1955a: 57).

[26] Carta de gobierno del virrey marqués de Montesclaros. Los Reyes, 16 de octubre de 1611. En “Quaderno de papeles que dan luz de material de Indias, deducido de los del marqués de Montesclaros”. BNE, Mss. 19521, fs. 53-54.

[27] El conde de Alba de Aliste a S.M. Lima, 7 de julio de 1657. AGI, Lima, 59.

[28] Carta del conde de Alba de Aliste a S.M. Lima, 12 de septiembre de 1659 (n° 5). AGI, Lima, 60.

[29] Solórzano, Política Indiana, V, IV, 32-33.

[30] Siguiendo a Castillo de Bobadilla, Sánchez-Arcilla distingue el cohecho de la baratería. El primero supone “vender la justicia”; es decir, “hacer o dejar de hacer justicia por precio”, con lo cual la misma justicia se corrompe. La baratería, en cambio, estaba referida a actuaciones indebidas de los jueces que no llegaban a corromper la justicia (SÁNCHEZ-ARCILLA, 2019: 56-57).

[31] En las discusiones historiográficas sobre el concepto de corrupción aplicado al Antiguo Régimen destacan, entre otras, las obras de Andújar Castillo y de Ponce Leiva, y en especial el volumen que editaron conjuntamente (PONCE y ANDÚJAR, 2016).

[32] Álvaro de Ibarra a la reina. Lima, 30 de agosto de 1669. AGI, Lima, 280.

[33] Discurso de Don Jorge de Henin, que trata de los requisitos y órdenes que debe haber en la economía conventual de la Monarquía española para que sea perfecta. Muestra los medios que ella tiene para reintegrarse con brevedad, los puntos y contrapuntos de los Estados que confinan con ella. Dirigido al Rey Nuestro Señor. Año de 1620. BNE, Mss/13458, f. 240v.

 

[34] El virrey y la Audiencia a S.M. Lima, 2 de abril de 1650. AGI, Lima, 54, N° 9.

[35] La ciudad de Lima a S.M. Lima, 30 de mayo de 1637. AGI, Lima, 109.

[36] Si bien se ha planteado la hipótesis de que pudo haber una tendencia a absolver a los oidores en sus juicios de residencia, dado que estos juicios eran dirigidos por otro oidor –intuyéndose una posible protección “corporativa”-, Sánchez-Arcilla lo ha matizado. A partir del estudio de 808 sentencias de juicios de residencia contra oidores de audiencias indianas –efectuados entre 1548 y 1650- 527 sentencias fueron condenatorias, lo cual representa el 65,22% del total (SÁNCHEZ-ARCILLA, 2019: 205).

[37] Melchor Domonte y Robledo a SM. Lima, 4 de agosto de 1652. AGI, Lima, 101.

[38] Melchor Domonte y Robledo a S.M. Lima, 4 de agosto de 1652. AGI, Lima, 101.

[39] El virrey conde de Alba de Aliste a S.M. Lima, 13 de septiembre de 1655. AGI, Lima, 59.

[40] El virrey conde de Santisteban a S.M. Lima, 24 de noviembre de 1662. AGI, Lima, 63. Dos años antes, la Audiencia refería la necesidad con la que había dejado a su familia el oidor Domonte, “y cuán justo es hacer merced a su mujer ponderando la virtud y ejemplo con que procede en su viudez”. La Audiencia de Lima a S.M. Lima, 8 de noviembre de 1660. AGI, Lima, 169.

[41] Carta de Beatriz de Aliende y Salazar, viuda de Pedro de Meneses, al Consejo de Indias. Los Reyes, 6 de septiembre de 1656. AGI, Lima, 169.

[42] Carta del conde de la Monclova a S.M. Lima, 20 de junio de 1690 (MOREYRA y CÉSPEDES, 1954: 60). Durante su previa gestión como oidor en la Audiencia de Quito, Cohorcos había sido considerado responsable –junto con otros magistrados- de las irregularidades cometidas en la tramitación de un proceso contra Agustín Mesa y Ayala, contador de la Real Hacienda de Quito (PONCE, 2017a: 69).

[43] Carta del conde de la Monclova a S.M. Lima, 3 de septiembre de 1692 (MOREYRA y CÉSPEDES, 1954: 246).

[44] La Audiencia de Lima a S.M. Lima, 30 de agosto de 1692. AGI, Lima, 104-A.

[45] Carta del conde de la Monclova a S.M. Lima, 15 de octubre de 1693 (MOREYRA y CÉSPEDES, 1954: 316).

[46] Carta del conde de la Monclova a S.M. Lima, 12 de agosto de 1695 (MOREYRA y CÉSPEDES, 1954: 57).

[47] Consejos a un primer Ministro (sin fecha ni firma). Biblioteca Nacional de España (en adelante, BNE), Mss/19512, f. 20v.

 

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