Reseña de ZÚÑIGA, J.-P., (2023). Constellations d´empire. Territorialisation et construction impériale dans les amériques hispaniques (XVI-XVIII siècles), Madrid: Ediciones de la Casa de Velázquez, 281 pp., ISBN 9788490963777.
Ofelia Rey Castelao*
Universidad de Santiago de Compostela, España
ofelia.rey@usc.es
Recibido: 23/01/2024
Aceptado: 26/01/2024
Palabras clave: imperio; territorio; comunicación; circulación.
Keywords: empire; territory; communication; circulation.
Si toda reseña suele iniciarse reflejando las ideas clave del autor, en este caso es imprescindible debido al empleo en el título del término “constelación”, que viene a sumarse a otros con cierto recorrido historiográfico y que se han asentado en el lenguaje académico referido al imperio hispánico, una novedad que Jean Paul Zúñiga justifica al considerar que la configuración de ese imperio responde a una organización similar a la de las estrellas o satélites, tanto porque los unía una cierta coherencia de conjunto, como porque cada uno se puede reorganizar y así generar reconfiguraciones sucesivas con trayectorias y lógicas específicas. Una segunda idea clave es que un discurso común que hacía del gobierno urbano el ostentador natural de la soberanía en la esencia del rey, no era eficaz si no era inteligible para un gran número de actores políticos y suponía, en consecuencia, la existencia de una cultura política compartida: en las Indias, la monarquía católica consiguió no solo que se hablara una misma lengua, sino que se manejasen los mismos útiles conceptuales, lo que no pudo hacer en los territorios europeos del imperio.
Jean-Paul Zúñiga parte de la hipótesis de una integración de espacios en términos humanos, mediante la circulación y la movilidad de los individuos y de lazos personales e interregionales en el seno de los diferentes componentes de la monarquía. No serían las fronteras sino la articulación de los espacios sociales, revelada por el tránsito de sus agentes, lo que diese cuenta de las diferentes configuraciones imperiales hispánicas: esto equivale a cuestionar el empleo de las delimitaciones políticas como criterio para delimitar el terreno de la investigación o si es una derivación de las historias nacionales del siglo XIX. Considera el autor que el imperio no se constituye como un conjunto político auto referenciado sino, al contrario, determinado y sobre-determinado por las interacciones superpuestas, convergentes o contradictorias entre diferentes espacios geográficos, políticos o religiosos: es la interdependencia lo que dio un carácter esencial a la experiencia hispánica para comprender la constitución de los espacios católico, europeo, mediterráneo o atlántico.
Por si los lectores pudieran pensar que esta es una obra de historia conectada, el autor expresa ciertas reservas metodológicas y aclara que solo en parte lo es por cuanto no le permite resolver algunos problemas; reconoce que para exponer la relación entre centros y periferias, se tiende a olvidar que toda circulación se inserta en cuadros restringidos y en fricciones que derivan en cristalizaciones específicas. Las posibilidades de circular no eran las mismas para todas las personas y cambiaban con el tiempo, por lo que es preciso una contextualización social: no se trata de oponer historia global e historia local, ni sus metodologías, sino de reconocer que la historia global se nutre de las historias más pequeñas. Por lo que se refiere a las redes, señala que un conjunto de conexiones solo es una trama y esta se convierte en red si hay circulación real y repetida de individuos, de información y de bienes, materiales o inmateriales. Sus preguntas son: quién podía circular y quién lo hacía, de qué modo, con qué frecuencia, por dónde; y cuáles eran sus distintos registros y tiempos, ya que estos diferentes parámetros permiten calificar los diversos tipos de circulación mientras que su frecuencia traduce su densidad. La dirección, la cantidad y la densidad de lazos determina las áreas de fuerte interconexión, revelando la existencia de espacios de imposición, de negociación y de cambio susceptibles de constituir un terreno de estudio histórico.
Así pues, Zúñiga anuncia que su ambición es conjugar el interés por los fenómenos circulatorios y su contextualización considerando América como un banco de pruebas de resolución de problemas metodológicos sobre si todas las circulaciones son equivalentes, si reenvían a problemas comunes, si tienen un contenido unívoco y, en el interior de todos los fenómenos circulatorios posibles, cuáles deben considerarse y cuáles eran los que determinaban los espacios de análisis probatorios. Todo lo cual le obliga a revisitar los procesos de construcción territorial en la América hispánica: si las conquistas sirvieron para conectar territorios que no estaban conectados al crear infraestructuras administrativas de comunicación y cuál fue el papel de la ciudad, las rutas y paisajes locales, bosques y montañas, desiertos y tierras cultivadas que configuraban las diferentes territorios como ámbito para comprender las sociedades que se desarrollaban allí y la importancia del marco físico y de las relaciones tejidas entre las configuraciones locales y regionales.
El libro se articula en torno a tres grandes problemas: la organización del territorio en las Indias y, más, en las formas de ocupación del espacio; la circulación como elemento de estructuración y jerarquización territorial; y la cristalización de realidades específicas a escala local, lo único que permite estudiar la inscripción social de los actores sociales, analizado a través del imaginario de la sangre y del fenotipo de Nueva España, y el imaginario que el mundo colonial hispánico dibujó bajo el término de casta. Espacio, tránsito de personas y de ideas son el núcleo de esta obra que busca “deconstruir” el imperio como noción a fin de historizarlo en tanto que construcción en proceso: en suma, de una historia cultural del imperio a una historia social atenta a las negociaciones y a los compromisos locales que informan y difuminan esa visión social.
Las ciudades y lo territorial en la América hispánica son el eje del primer capítulo. Para someter a los espacios y asegurar la dominación, el avance hispánico en aquel continente es el relato de la fundación de centros urbanos, pero también la población autóctona y sus formas de ocupación territorial jugaron un papel clave, no en vano la abundancia de núcleos prehispánicos revelaba también la de recursos. Este proceso, que se prolongó hasta 1620 -después, la concentración de pueblos conllevará la desaparición de algunos centros- no fue continuo, sino que hubo numerosos abandonos, refundaciones y desplazamientos de ciudades dependiendo de circunstancias militares, económicas o medioambientales. En paralelo, la construcción jurisdiccional, toda vez que el hecho urbano fue el vector de la teorización del espacio colonial y definió los ámbitos de dominación. La existencia bastante frecuente de alteraciones, conjuras y amenazas de rebelión hacía necesaria la existencia de bastiones hispánicos en donde vivían “las personas civilizadas”, es decir, eran “repúblicas de españoles”. El autor aporta una tabla de la presencia de españoles en las ciudades de Nueva España que revela que solo en México capital había un porcentaje relevante, siendo el peso de la población indígena mayor que en cualquier otro territorio. Esto no se contradecía con el proceso de ruralización, sobre todo desde mediados del XVII, por el desarrollo de una economía interna y rural de Nueva España, la estructuración de haciendas y de ranchos, acompañado de explotaciones mineras, lo que iba en paralelo a la recuperación demográfica indígena.
El título del segundo capítulo es una afirmación: “una fuerte atomización de las poblaciones coloniales”. En efecto, a los viajeros no hispánicos les llamaba la atención la dispersión de la población. Para resolver esto, la organización se hizo en parroquias, con una sede que servía a diversos núcleos separados por distancias de 12 a 15 km.; en Chile, cada una tenían 150 km. de enormes espacios vacíos; lo mismo sucedía en el Río de la Plata, donde confluian fragmentación, discontinuidad, superposición de fronteras con las naciones indígenas y portuguesas e inmensidad de los despoblados. Frente al proceso de ruralización y dispersión, en la segunda mitad del XVIII se volvió a la reafirmación oficial de la primacía urbana y a renovar la concentración de pueblos que generó importantes proyectos frente al avance de los poderes autónomos. La heterogeneidad de la empresa territorial y su capacidad de adaptación es seguida por Zúñiga comparando las experiencias de México, Chile y Nueva Granada, al tiempo que la existencia de un paisaje jerarquizado y una cartografía social de los núcleos urbanos.
La comunicación y la posesión del espacio ocupa una parte importante del libro, lo que el autor califica como “una hispanización fragmentaria”: era la discontinuidad, más allá de la lejanía, lo que ponía las comunicaciones en el centro del problema, con regiones “fáciles” de comunicar y otras impenetrables, de modo que ni en el siglo XVIII había una red. Relatos e itinerarios individuales que explican los caminos, las distancias, trayectos y derroteros y los medios empleados son los elementos de análisis que Zúñiga designa como “peregrinaciones” y que definen geografías específicas jalonadas de dificultades: diferentes configuraciones de espacios y tipos de poblamiento, pero también ejes (rutas terrestres, fluviales o marítimas) que estructuraban y relacionaban territorios y provincias; y los actores que aseguraban su uso -verdaderos dueños del terreno que transitaban: muleteros, guías, arrieros, muchos de ellos indígenas-, asociado a la presencia y abundancia de poblaciones hispánicas, clave de un control colonial que dependía en algunas grandes rutas del que ejercían las poblaciones originarias. El autor se plantea el difícil paso de un espacio a un territorio: la escasez del número de personas implicaba una debilidad de cuadros administrativos hispánicos y de milicias para la defensa del territorio; de ahí el diseño de proyectos para ubicar puntos de poder, casi imposibles en ámbitos de montaña o en archipiélagos.
Esa línea argumental se sigue en el capítulo cuarto dedicado a la malla de los caminos del imperio. Un importante apoyo gráfico permite visibilizar la complejidad de intentar o de establecer una red, que siempre sería incompleta y sometida al imperativo del territorio. Los trabajos de construcción viaria, sus rutas y derivaciones, también las del mar y la conexión entre los puertos y el interior revelan su debilidad: subraya Zúñiga que la palabra “camino” a veces solo se refería a la importancia económica de una realidad topográfica, no a una vía y que a finales del siglo XVIII la mayor parte de las vías terrestres no eran carreteras sino solo para mulas. En la dialéctica entre fragmentación y volumen e intensidad diferencial de las comunicaciones, los factores humanos y geográficos pesaban mucho sobre las formas específicas de territorio. La población dibujaba polos de poblamiento densos por oposición a zonas despobladas; las tierras altas limitaban la apertura de rutas y los ríos facilitaban el tránsito, lo que marcaba las diferencias entre espacios. Un contexto de comunicaciones lentas y difíciles hacía de las Indias una interminable yuxtaposición de fronteras y de frentes de conflicto, de modo que la dominación, siempre precaria, dependía de los agentes locales, a los que con frecuencia el aislamiento y la fragmentación confería una forma de autonomía. De ahí la importancia del correo y de la circulación de la información, claves para mantener el control y el contacto, pero que la monarquía no abordó realmente hasta mediados del XVIII, cuando menudearon los ataques extranjeros a las colonias, y no hubo un sistema nuevo hasta 1768 con La Habana, Tierra Firme, Santiago y Buenos Aires, es decir, conectando solo cuatro grandes centros. La circulación de administradores y de comerciantes -que dibujaba cierto número de dinámicas de conjunto-, la ley y la lengua, y la común referencia a una legitimidad venida de ultramar estaban marcadas por particularidades de cada contexto sin que las distintas configuraciones americanas confluyeran en un mismo movimiento. No pueden comprenderse de modo independiente, sino que su reunión e interacción era lo que generaba y daba sentido a las circulaciones y a las jerarquías que los estructuraban, un amasijo de sistemas de lógicas específicas, una constelación cuyas convergencias manifiestas no ocultaban la existencia de espacios sociales diferentes, yuxtapuestos, superpuestos o específicos.
Nada de eso impedía el tránsito humano, puede que quizá incluso lo impeliese. Zúñiga subraya que la más intensa fue involuntaria, la de los esclavos africanos, de modo que el tránsito no siempre significaba integración, sino formas crueles de dominación; que la movilidad transoceánica fue una posibilidad minoritaria de personajes significativos y que los americanos y africanos que viajaron a Europa también fueron pocos. Ahora bien, estas “circulaciones imperiales” permiten estudiar las modalidades de una construcción territorial que lo era porque las conexiones no eran aleatorias, sino que respondían a una lógica cuyo hilo conductor era la experiencia. Así pues, se pasó de una migración de masas en los siglos XVI y XVII a otra de comerciantes y administradores, muy orientada en cuanto a los espacios: al ser un número “pequeño” de hombres de la administración se aseguraba la homogeneidad de sus prácticas, lo que ejemplifica en los oidores de México y Lima y en los obispos de la diócesis de Panamá para incidir en que la mayoría hizo su carrera solo en América. No olvida el autor las vinculaciones matrimoniales, la venalidad, el nepotismo, la patrimonialización de cargos, etc., ya que, siendo pocos los que allí pasaron, compartían su relación privilegiada con los centros peninsulares de poder y la conciencia de formar parte del conjunto de los reinos de Indias. La cuestión está en si el imperio era un negocio de familias y un juego de escalas en el que personas, familias y redes se formaban y creaban un mundo propio, en una mezcla entre interés personal y servicio al monarca, observando para ellos al grupo vasco.
Esto lleva a que Zúñiga se plantee la genealogía “como archivo”. Su objetivo es el contraste entre el enraizamiento local de los individuos y la amplitud de sus actividades como elemento constitutivo y condición imprescindible del imperio. La respuesta está en la articulación entre territorio y el papel de administradores y comerciantes, clave para perpetuar las posesiones americanas del rey, los primeros por su circulación, sus experiencias y la homogeneidad que aportaban, y los segundos por sus lógicas territoriales, no siempre idénticas a las administrativas, si no definidas por los productos intercambiados y las rutas de comercio. Era lo que permitía a las comunidades locales ponerse en relación unas con otras. Ambos tipos de movilidad dejaban profundas trazas en esas sociedades: los patricios locales urbanos, dependían de los foráneos para su reproducción física, de modo que su llegada de sangre nueva era esencial en la estructuración de las élites hispánicas locales; en la cristalización de frentes de familias que respondían a juegos políticos cotidianos, y en las oportunidades que se les presentaban a corto y a medio término, pero esa llegada era un proceso lento.
En el análisis no se deja fuera a los indios de las encomiendas y a los esclavos africanos, grupos encadenados a las explotaciones, que tenían sus propias modalidades de sociabilidad y de movilidad, como se demuestra con el estudio de genealogías de esclavos mulatos. También analiza la relación entre atomización geográfica e identificación social: la familia permite dar cuenta no solo de las movilidades geográficas que confluían para mantener vivos los centros urbanos aislados, sino que también de las dinámicas sociales activas en cada contexto. Si las genealogías traducen la topografía del imperio y la jerarquización de los espacios, permiten en paralelo trazar la construcción de espacios sociales: la aparición de formas idiosincráticas, lingüísticas y culturales específicas marcan cada uno de estos conjuntos y son el efecto natural de la dialéctica entre lo local y lo imperial. Esta configuración singular implica que cada medio generaba formas características de relaciones sociales determinadas por la capacidad práctica de los actores de establecer o no tácticas de supervivencia, y prácticas sedimentadas bajo la forma de experiencia, es decir, repertorios de referencias. Por ejemplo, el uso del tratamiento de don, que podía referirse al honor o al color en cada territorio, el encuadramiento religioso en las parroquias, o los registros censales. Cada vez más demandados por el gobierno de la monarquía desde 1730, los censos no eran solo información demográfica clave para tener noticia de todas las ciudades villas y lugares de América, sino que se añadió la clasificación por el color de la piel.
El octavo capítulo se dedica a Nueva España en el XVIII, por su condición de universo cultural singular, centrándose en la imagen de las castas y en el éxito y la proliferación de cuadros y de todo un género que retrataba la diversidad para que se viese en la corte, pero cuyo éxito fue mucho más allá. La evolución de estas imágenes permite a Zúñiga revelar la fuerte intertextualidad que une las producciones sucesivas de los pintores generando a su vez modas de representación simbólica y arquetípicas sobre una codificación interna que transcribe nociones de jerarquía social, aunque entre los pintores hubiera tensiones sociales e identitarias, y una lucha por la dignificación de su profesión. Junto con los colores, las palabras, la terminología aplicada al aspecto físico, se nos muestran los intentos de someter el desorden mediante diversas prácticas de clasificación. Las elites criollas encontraron un discurso visual y textual y una afirmación frente a los españoles observables en las nomenclaturas fenotípicas como lenguaje interimperial. Esa correlación se hizo ya en los primeros viajes a América para enseñar a Europa la novedad, pero se relanzó en la segunda mitad del XVII planteando la cuestión de las mezclas coloniales; viajeros extranjeros y muchos eclesiásticos la recuperaron en el contexto del interés por el origen de los pueblos y sobre qué lo determinaba, haciendo de las sociedades americanas un laboratorio de ensayo en el que acabó imponiéndose la relación entre el clima, condición geográfica y habitantes. Pero en la práctica social se traducía en la idea de la casta: la nomenclatura de las castas testimonia la sólida interconexión de un espacio específicamente colonial, construido y alimentado por cambios frecuentes que eran posibles por las rutas comerciales marítimas. A finales del XVIII, la noción nueva de raza atestigua otro espacio de circulación, de conocimientos esta vez, un espacio en el que las élites sabias que hablaban diversas lenguas y, que vivían en continentes diferentes, estaban construyendo un mismo imaginario a partir de la experiencia colonial.
Este es un libro de gran formato, rico en planos y mapas de villas fundadas, jurisdicciones, itinerarios, caminos, puertos, etc., una excelente cartografía, al igual que la oportuna selección de ilustraciones -diagramas de las parroquias y de lenguas de evangelización, croquis de núcleos, proyectos de canales y diques, documentos, retratos, genealogías-, gráficos de carreras episcopales y de oficiales, tablas y cuadros demográficos, de castas, nomenclátores, etc. El listado de fuentes de archivos civiles y eclesiásticos americanos demuestra la amplitud del esfuerzo de Jean-Paul Zúñiga, en gran medida realizado en el Archivo General de Indias y en otros archivos españoles, pero sobre todo en los de Colombia, México, Chile, etc. Llama la atención la abundancia y el empleo de fuentes impresas: corografías, obras de historia, descripciones, relatos de viajes, relaciones geográficas, prensa periódica, memorias, etc. La bibliografía se acerca a los quinientos títulos, de los que más de dos tercios están en español, lo que es revelador de la poderosa producción de los países americanos y española; en contraste con otras monografías recientes, la bibliografía anglosajona no llega a un tercio y un 13% francesa. Un utilísimo glosario final facilita la lectura de una obra sin duda recomendable.
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